Capítulo III
OTRAS CONSIDERACIONES RELATIVAS A LOS PRINCIPIOS INNATOS, TANTO ESPECULATIVOS COMO
PRÁCTICOS
1. Los principios no podrían ser innatos a menos que también lo fueran
sus ideas
Si los que se empeñan en persuadirnos de que hay principios innatos no los hubieran tomado en
conjunto, sino que hubiesen considerado por separado las partes de que están compuestas esas proposiciones, tal
vez no habrían creído tan a la ligera que tales nociones son realmente innatas. Puesto que, si
las ideas que componen esas verdades no fueran innatas sería imposible que las proposiciones compuestas por ellas
fueran innatas o que nuestro conocimiento de ellas hubiera nacido con nosotros.
Porque si las ideas no son innatas, entonces ha habido un momento en que la mente carecía de esos principios y, por tanto, no son
innatas, sino que tendrán otro origen. Y es que no puede haber ningún conocimiento, ningún
asentimiento, ni ningunas proposiciones mentales o verbales sobre esas ideas cuando éstas no existen.
2. Las ideas, principalmente las que pertenecen a los principios, no nacen al mismo tiempo
que los niños
Si consideráramos con atención a los recién nacidos, tendríamos escasos
motivos para pensar que traen con ellos muchas ideas al mundo. Porque si exceptuamos
algunas ideas de hambre, de sed, de calor y de algún dolor que pudieron haber sentido mientras estaban en
el seno materno, no existe ni la menor apariencia de que tengan alguna idea establecida y de manera
particular ninguna de aquellas ideas que responden a los términos de que están formadas esas proposiciones
universales que se tienen por principios innatos. Cualquiera puede observar cómo, de manera gradual y a
lo largo del tiempo, entran las ideas en sus mentes, y que no reciben ninguna más, ni otras distintas de
las que les proporcionan la experiencia y la observación de las cosas que se les presenta; y esto será
suficiente para demostrarnos de que no se trata de rasgos originales impresos en la
mente.
3. Imposibilidad e identidad no son ideas innatas
Si existieran principios innatos, la proposición de que «es imposible que una cosa sea y
no sea al mismo
tiempo», debería ser sin duda alguna uno de esos principios. Pero ¿habrá alguien que piense o diga que las
ideas de «imposibilidad» e «identidad son ideas innatas? ¿Se trata, tal vez, de ideas que la totalidad de
los hombres tengan y con las que vengan al mundo? ¿Son, acaso, las ideas que se encuentran primero en
los niños y que preceden a todas las ideas adquiridas? Tendrían que ser así si fueran innatas; pero,
pregunto, ¿tiene algún niño las ideas de la imposibilidad y de la identidad, antes de las de lo que es
blanco o negro, amargo o dulce? Y ¿acaso es por el conocimiento de aquel principio como deduce que no tiene
igual sabor el pecho de la madre que el que ha sido frotado con ajenjo? ¿Podemos pensar que sea el
conocimiento de «imposibile est: idem esse, et non esse», lo que hace que un niño distinga a su madre de una
persona extraña, o lo que provoca que acuda a aquélla y huya de ésta? ¿O es que, entonces, la mente se rige a sí misma y a su asentimiento por ideas que aún
no tiene? ¿O será acaso que el entendimiento deduce conclusiones de unas principios que todavía no ha
conocido ni entendido? Los nombres de «imposibilidad e identidad» se refieren a dos ideas que están tan
lejos de ser innatas o de haber nacido con nosotros que, por el contrario, me parece que son de esas que
requieren gran cuidado y atención para que lleguemos a formarlas bien en nuestro entendimiento. Tan
distantes están, en efecto, de ser ideas que vengan al mundo con nosotros; tan lejos de los
pensamientos de la infancia y la niñez, que, una vez examinado el asunto, me parece que se encontrará su ausencia en
muchos hombres ya maduros.
4. La idea de identidad no es innata
Si la idea de identidad (por referirme tan sólo a este ejemplo) es una impresión innata y, por ello, una
idea tan clara y obvia que la debemos conocer necesariamente desde la cuna, quisiera yo que un
niño de siete años, o incluso una persona de setenta, me dijera que si un hombre, que es una criatura compuesta
de alma y cuerpo, es el mismo hombre cuando su cuerpo cambia; si Euforbo y Pitágoras, que tuvieron
la misma alma, fueran el mismo hombre, aunque hayan vivido con siglos de diferencia; y que, asimismo,
me dijeran si el gallo, que también tuvo la misma alma, fue el mismo que Euforbo y Pitágoras. De aquí se
deducirá, quizás, que nuestra idea de lo idéntico no es algo tan claro ni tan bien
establecido, como para merecer que se la tenga como innata en nosotros. Porque si esas ideas innatas no son tan claras y distintas
como para ser conocidas de manera universal y asentidas naturalmente, no pueden ser el
sujeto de verdades universales e indubitables sino que será motivo de la incertidumbre inevitable y
eterna. Porque pienso que no todo el mundo tiene la misma idea de la identidad que tuvo Pitágoras y que tienen miles de
sectarios suyos. Pero ¿cuál es, entonces, la verdadera? ¿cuál la innata? o
¿acaso hay dos ideas diferentes de la identidad, innatas una y otra?
5. Qué hace la identidad
Nadie crea que son puras especulaciones las cuestiones que acabo de proponer sobre la identidad del
hombre, porque, incluso en ese caso, bastaría para demostrar que no hay ninguna
idea innata de la identidad en la mente de los hombres. Pero quien quiera reflexionar con cuidado sobre la resurrección de la
carne y piense que la Justicia Divina llamará a juicio en el último día a las mismas personas para
concederles la felicidad o la miseria en la otra vida, según hayan vivido en ésta, bien o mal podrá notar, tal vez,
que no es fácil de resolver para el, qué es lo que hace que un hombre sea el mismo, o en qué consiste la
identidad, y entonces no admitirá tan despreocupadamente que él y todo el mundo, incluidos
los niños, tienen una idea clara de ese asunto de manera natural.
6. El todo y las partes no son ideas innatas
Las del todo y de la parte no son innatas. Examinemos ahora el principio matemático que
establece que «el todo es más grande que la parte». Imagino que esta proposición estará considerada como uno
de los principios innatos, y tan buen derecho tiene para ello como cualquier otra. Pero nadie, si considera
que las ideas que contiene, las del todo y de la parte, son perfectamente relativas, podrá considerar que se trata de una principio
innato, y que las ideas positivas a las que pertenecen propia e inmediatamente son las
de extensión y número, de las que no son sino relaciones el todo y la parte. De tal manera
que si el
todo y la parte son ideas innatas lo serán también, por fuerza, las de extensión y número, ya que resulta
imposible tener una idea de una relación, sin tenerla de la cosa misma a la que esa relación pertenece y
sobre la que se funda. En cuanto a que los hombres tengan o no las ideas de extensión y número
impresas en la mente de una manera natural, es algo que dejo
a la consideración de aquellos que defienden los principios innatos.
7. Adorar a Dios no es una idea innata
Que se debe adorar a Dios es, sin duda alguna, una de las mayores verdades que tiene cabida en la mente
del hombre, y por ello merece ocupar el lugar primero entre todos los principios de orden práctico. Sin
embargo, a menos que las ideas de Dios y de adoración sean innatas, no puede considerarse en modo alguno
innata. Que esta idea a que se refiere el término adoración no esté en el
entendimiento de los niños y sea un rasgo original impreso en la mente, es algo que creo
se concederá fácilmente por quien considere que son muy pocos los hombres maduros que tienen una
noción clara y distinta de ella. Y supongo que resultará totalmente ridículo decir que los
niños tienen innato ese principio de orden práctico que establece que Dios debe ser adorado cuando, por otra parte, no saben
exactamente a qué les obliga esa adoración de Dios. Pero dejemos eso para considerar que
8. La idea de Dios no es innata
Si pudiera suponerse innata alguna idea, sería, entre todas y por muchas razones, la idea de Dios la que
debiera aceptarse como tal, pues es difícil concebir cómo pueda haber principios morales innatos sin la
idea innata de una divinidad. Es imposible tener la noción de una ley y de la obligación de
guardarla sin la noción de un legislador. Aparte de los ateos, mencionados por los antiguos y que se encuentran
condenados en los anales de la historia, ¿no ha descubierto, acaso, la navegación naciones enteras, en
tiempos más tardíos, en la bahía de Soldanía (Roe, apud Thevenot, p. 2), en el
Brasil (Jean de Lery, capítulo 16), en Boronday (La Martinière, Voyage des pays
setentrionarus, pp 310, 332) )1 en las islas de las Caribes, etc., entre los cuales no se encontró
noción alguna ni de un Dios ni de una religión? Nicolás de Techo, en sus Cartas ex Paracuaria,
de Caaiguarum conversione, dice textualmente: «Reperi eam gentem nullum nomen habere,
quod deum et hominis animam significet; nulla sacra habet, nulla idola» (
Encontré que esta gente no tiene ningún nombre que signifique Dios y el alma del hombre; que no tiene ningún culto
ni ningún ídolo»). Estos ejemplos se Refieren a naciones en las que la naturaleza ha sido abandonada, sin
ningún cultivo, a sus propios recursos, sin contar con el auxilio de las letras, de la disciplina y de los
beneficios de las artes y las ciencias. Pero hay otros que, aunque han gozado en una medida muy
considerable de esas ventajas, carecen, sin embargo, de la idea y del conocimiento de Dios al no haber
llevado debidamente sus pensamientos en esa dirección. Para otros será una sorpresa, sin duda alguna,
como lo fue para mí el enterarme de que los siameses se encuentran en ese caso. En este sentido consúltese al último
enviado del rey de Francia (Luis XIV) a esos países (La Lubère, Deu royaume de Siam, tomo I, parte 2, capítulo 9, y parte 3 capítulos 20 y 22), quien nos
proporciona mejores noticias sobre los mismos chinos (Ibid., parte 3, capítulos 20 y 2)). Y si no quisiéramos
dar fe a las palabras de la Lubére, los misioneros de China, incluyendo a esos grandes entusiastas de los
chinos, los jesuitas, concuerdan todos y nos convencen de que la secta de los
litteratix, es decir, de los sabios, que guardan la antigua religión china y que
san el partido dominante, son ateos en su totalidad (Vid. Navarrete, Colección de
viajes y la Historia cultus Sinensium). Y si examináramos atentamente las Vidas y
razonamientos de gente no tan alejada, tendríamos demasiados motivos para pensar que
muchos, en países más civilizados, no tienen en la mente una impresión, ni muy profunda ni muy clara sobre una
divinidad. Y También hay que temer que las protestas que desde el púlpito se oyen
sobre el ateísmo no están faltas de razón, y que aunque sólo sean unos pocos
y miserables libertinos los que confiesen su ateismo de manera descarada, sin embargo, conoceríamos
posiblemente a muchos más si no fuera porque el temor a la espada del magistrado o a la censura del prójimo
les contiene las lenguas, pues de no existir el miedo al castigo o a la afrenta proclamarían su ateismo tan
abiertamente de palabra como lo pregonan con sus
actos.
9. El nombre de Dios no es oscuro ni universal
Pero aún si concediéramos que la humanidad, en todas partes, tuviera la noción de un Dios (lo cual
contradice la historial, de ello no se seguiría que fuese una idea innata. Porque, suponiendo que ningún
pueblo careciera de un nombre para designar a Dios, o que no le faltara acerca de El alguna noción por oscura
que fuera, con todo, no se sacaría la conclusión de que se trata de impresiones naturales en la mente, como
tampoco los nombres de fuego, de sol, de calor o de número prueban que las ideas a
que se refieren esos términos sean innatas sólo por el hecho de que los hombres conozcan o reciban de manera universal
los nombres y las ideas de esas cosas. Y tampoco la falta de un nombre para designar a Dios, ni la
ausencia en la mente de los hombres de una noción sobre El, es argumento contra la
asistencia de Dios, pues del mismo modo no se probaría que en el mundo no existe la piedra imán tan sólo por el hecho de que
una gran parte de la humanidad no tuviera noción de ella, ni nombre para designarla; o que no existen
varias especies distintas de ángeles o seres inteligentes que están por encima de nosotros, sólo porque
carezcamos de ideas sobre dichas especies, o de nombres para designarlas. Porque, como el
lenguaje común de cada país proporciona palabras a los hombres, difícilmente carecerán éstos de alguna idea acerca de esas
cosas de cuyo nombre hacen un uso frecuente; y si se trata de algo que conlleve las nociones de
excelencia,
de grandeza, o de extraordinario, que sea algo que interese e impresione la mente con el temor de un poder
absoluto e irresistible, será una idea que, muy probablemente, penetrará muy hondo y se extenderá mucho,
especialmente si se trata de una idea grata a las luces comunes de la razón, y
naturalmente deductible de todo cuanto conocemos, como ocurre con la idea de Dios.
Porque son tan patentes en todas las obras de la creación las huellas visibles de una sabiduría y un poder
extraordinario, que toda criatura racional que las considere atentamente no puede por menos
que descubrir en ellas a la divinidad. Y como el influjo que el hallazgo de un ente tal deberá
ejercer necesariamente sobre todos los que tengan una noción sobre él es tan
poderoso y conlleva una carga tan grande de reflexión y
comunicatividad, me parece sumamente extraño encontrar en la tierra una nación entera de gente tan salvaje
que carezca de la noción de Dios, lo mismo que encontrar una que carezca de las nociones de número o del
fuego.
10. Ideas de Dios y de fuego
El emplear una sola vez el nombre de Dios en cualquier lugar del mundo para
expresar un Ser superior, poderoso, sabio e invisible, y la conformidad de una noción semejante con los principios de la razón común
junto con el interés que siempre manifestaran los hombres en mencionarla frecuentemente, son
motivos para que de manera necesaria se propague amplia y lejanamente y para que se transmita a las generaciones
venideras; sin embargo, la aceptación generalizada del nombre de Dios y la
imperfecta y dudosa noción que este término comunica a una parte poco reflexiva de
la humanidad, no prueban que esa idea sea innata; con ello solo se demuestra que quienes hicieron el
descubrimiento supieron emplear correctamente su raciocinio al reflexionar con seriedad sobre las causas de las
cosas, llevándolas a su lugar de origen; de tal suerte que una vez comunicada esa noción tan importante a
gente menos especulativa no resultaría fácil que se perdiese.
11. La idea de Dios no es innata
Todo eso podría deducirse de la noción de un Dios, si fuera cierto que se hallase entre todas las estirpes
humanas y que fuese reconocida universalmente en todos los países por hombres ya maduros. Pues me
parece que el asentimiento general en conocer un Dios no puede alcanzar a mucho más, ya que si eso
basta para probar que la idea de Dios es innata, será también suficiente para
demostrar que es innata la idea del fuego, porque pienso que puede decirse con verdad
que no existe una sola persona en el mundo que no tenga la idea del fuego, si tiene una noción de
Dios. Estoy seguro de que si se formara una comunidad de niños en una isla en la que no hubiera fuego, no
tendría ni la noción ni el nombre para tal cosa a pesar de que fuera conocida y
recibida en el resto del mundo de manera universal. Y también, quizá, estarían
lejos de tener un nombre o una noción de Dios hasta que alguno de ellos reflexionara sobre el
origen y las
causas de las cosas, lo cual le llevaría fácilmente a la noción de Dios. Una vez enseñada esa noción, la razón
y la tendencia natural de los pensamientos la extenderían después y la conservarían entre ellos.
12. «Conviene a la bondad divina que todos los hombres tengan una idea de Dios.» De
aquí se infiere que esta idea es innata. Se responde a esta objeción
Ciertamente, se argumenta que es lógico pensar que conviene imprimir a la bondad divina ciertos
rasgos y nociones de deidad en la mente del hombre, para no dejarlo en tinieblas y en la duda sobre un asunto que
tantísimo le importa; e igualmente para que Dios asegure, de ese modo, el acatamiento y la
veneración que una criatura tan inteligente como el hombre le debe. De donde se deduce que, por tanto, no
habrá dejado de hacerlo. Este argumento, si tiene algún peso, probará mucho más
de lo que de él esperan quienes lo emplean en esta circunstancia. Porque si podemos aducir que
Dios ha hecho para el hombre todo lo que el hombre juzga que es bueno para él, por la razón de que eso
conviene a la bondad Divina, se probará entonces no sólo que Dios ha impreso en la mente humana una
idea de El mismo sino que también ha escrito allí, en bella y clara letra, todo lo que el hombre debe
conocer o creer sobre Dios, todo cuanto debe hacer para acatar sus mandatos, y que la divinidad lo ha dotado
de una voluntad y de unos afectos en todo acordes con esos mandamientos. Sin duda, todo el mundo
estará de acuerdo en que es mejor para el hombre no andar a tientas en la oscuridad tras el conocimiento,
según dice San Pablo que iban en pos de Dios los gentiles (Hechos, XVII, 27) en lugar de que su
voluntad fuese contraria a su entendimiento, y su apetito se opusiera a su obligación. Los que siguen a la Iglesia
de Roma afirman que es más ventajoso para el hombre y más acorde con la bondad de Dios que haya en
la tierra un juez infalible para resolver las controversias; que, por tanto, lo hay. Y yo, por el mismo
motivo, les digo que es mejor para los hombres que cada hombre sea infalible, y dejo a su consideración si el
peso de este argumento les llevará a admitir que, en efecto, cada hombre es
infalible. Me parece una razón muy sólida el afirmar que «puesto que Dios,
infinitamente sabio, ha hecho tal o cual cosa, está bien que así sea», pero creo que es «confiar excesivamente en
nuestra propia sabiduría, afirmar que puesto que yo pienso que algo es lo mejor, Dios lo habrá hecho, por
tanto, según pienso». Y con referencia al asunto que estamos tratando, será inútil intentar demostrar con
este argumento que Dios ha impreso en la mente unas ideas innatas, ya que la experiencia cierta nos muestra
lo contrario. Pero la bondad divina no ha sido remisa con el hombre porque no le haya dado esos rasgos
naturales del conocimiento o no haya impreso esas ideas innatas en su mente, pues le ha proporcionado
esas facultades que son suficientes para que descubran por sí mismos todo cuanto es
necesario para los fines de este ser; y no dudo que también puede, sin necesidad de
principios innatos, llegar al conocimiento de un Dios y a las demás cosas que le conciernen, con lo
que se pone de manifiesto que un hombre puede hacer buen uso de sus habilidades naturales. Habiendo Dios
dotado al hombre de las facultades de conocimiento que éste posee, no tenía mayor obligación por su
bondad a inculcar en la mente del hombre esas nociones innatas que la que tiene de construir para él puentes y casas habiéndolo dotado de razón, de
manos y materiales necesarios para tales obras. Sin embargo, hay pueblos en el mundo que, aunque ingeniosos,
carece de puentes y de casas y están mal provistos de ellos; de igual manera que
existen otros completamente desprovistos de la idea de Dios y principios morales, o, al
menos, los que tienen son erróneos. Uno y otro caso se podrían explicar porque nunca
emplearon su ingenio con industria en ese sentido, ni tampoco sus facultades y sus apetencias, sino que se conformaron con
las opiniones, con los hábitos y los objetos de su país en el mismo estado en que los hallaron, sin
preocuparse del futuro. Si vosotros o yo hubiéramos nacido en la bahía de Soldania, es muy probable que nuestros pensamientos e ideas no excedieran las de los groseros
hotentotes que allí habitan; y si al rey de Virginia, Apochancanal se le hubiera educado en Inglaterra,
hubiera sido, tal vez, tan consumado teólogo y tan buen matemático como
cualquiera de los que viven en esta isla. Porque la diferencia existente entre ese rey y el
inglés mejor ubicado estriba simplemente en esto: que el ejercicio de las facultades de
aquél no tuvo más campo que el que le marcaron los usos, maneras y nociones de su país de origen, y que nunca se orientó hacia
otras investigaciones diferentes o más profundas; de tal manera que si no tuvo idea de Dios, ello se debe
únicamente a que no desarrolló los pensamientos que le habrían llevado a esta idea.
13. Distintos hombres tienen diferentes ideas sobre Dios
Estoy de acuerdo en que si existieran ideas impresas en la mente de los hombres se podría
pensar que la noción acerca de su Creador seria una de ellas, a manera de sello que Dios hubiera puesto a su
obra, para recordar al hombre su dependencia y su deber, y que las primeras muestras del
conocimiento humano tendría su origen en esta noción. Pero ¿cuánto tiempo tiene que transcurrir antes de que los niños
perciban semejante idea? Y cuando ésta aparece, ¿no se asemeja mas a la opinión y noción
que tiene el maestro que a una representación del Dios verdadero? Quien siga el proceso mediante el
que los niños alcanzan sus conocimientos observarán que los objetos que se les presentan primero y más frecuentemente
son los que dejan las primeras impresiones en su entendimiento, y no encontrará ninguna huella en nada
anterior. Además, se puede advertir con facilidad que sus pensamientos no se amplían sino conforme se van
familiarizando con una mayor variedad de objetos sensibles, para retener en la memoria las ideas de esos
objetos, para adquirir la capacidad de combinar esas ideas y para extenderlas y
unirlas de
modos diferentes. Más adelante demostraré de qué manera llegan los niños a forjar en la mente una idea como las que el
hombre tiene de Dios, mediante estos medios.
14. Ideas contrarias e inconsistentes de Dios bajo el mismo nombre
¿Cómo se puede pensar que las ideas que los hombres tienen sobre Dios obedecen a rasgos que el mismo
dedo de la divinidad ha grabado en la mente humana, cuando observamos que en un mismo país, y
bajo el mismo nombre, los hombres tienen ideas muy distintas, y aún contrarias e incompatibles, y
concepciones diversas acerca de El? El hecho de que todos coincidan en un nombre o sonido malamente
prueba que se trate de una noción innata de Dios.
15. Burdas ideas de Dios
¿Qué noción verdadera o tolerable sobre la deidad pueden tener los que reconocen y adoran a cientos de
dioses? Solamente el que se admita a más de un Dios muestra, con una evidencia total, la ignorancia en que
estos hombres están con respecto a El, y prueba que carecen de una noción verdadera de
Dios desde el momento en que excluyen de ella las cualidades de unidad, infinitud y
eternidad. Si a esto añadimos las burdas concepciones que tenían sobre la corporeidad
divina que expresaban en las imágenes y representaciones de sus dioses; si
consideramos los idilios amorosos, matrimonios, ayuntamientos, lujurias, disputas
y otras muchas ruindades que ellos achacaban a sus deidades, tendremos muy pocos
motivos para concluir que el mundo pagano, es decir, la mayor parte de la humanidad, tenía en su mente una idea de Dios como
la que El mismo habría impreso para evitar que el hombre se descarriara en este sentido. Y si probara
la existencia de impresiones innatas el argumento de asentimiento universal, que con tanto empeño se
aduce, tan sólo probaría: que Dios grabó en la mente de todos los hombres que hablan un mismo idioma un
nombre para que le designaran, pero no una idea de sí mismo, pues aunque esta gente concuerde en el nombre, sin embargo tienen significados bastante
diferentes para la cosa designada. Y a los que me digan que la variedad de deidades que el mundo pagano
adoraba no es sino una manera figurada para expresar los distintos atributos de ese ser
incomprensible, o las distintas misiones de su providencia, les contestaré que
no entro en divagaciones sobre lo que quisieron significar en un principio; pero que nadie se atreverá a
sostener que el vulgo lo entendía como ellos. Y quien consulte el Viaje del
obispo de Verite (cap. 13), para no citar otros testimonios, podrá ver que la teología
de los siameses admite claramente una pluralidad de dioses o, mejor dicho, y según lo
advierte juiciosamente el abate de Choisy en su Journal du Voyage de Siam (pp. 107-111), no reconocen a
ninguno, hablando con propiedad.
16. La idea de Dios no es la misma en todas las naciones
Concede el que se diga que los hombres sabios de todos los países han llegado a tener una concepción
verdadera sobre la unidad y la infinitud de Dios; pero he de señalar, en primer lugar, que esto excluye el
asentimiento universal cuando nos referimos a las cosas divinas, con excepción del
nombre, porque siendo muy pocos los hombres sabios, tal vez uno entre mil, dicha universalidad se nos queda muy corta; y, en segundo lugar, creo que aquella circunstancia muestra
de manera evidente que las nociones mejores y más verdaderas que han tenido los hombres sobre Dios no
fueron impresas en su mente, sino adquiridas por el pensamiento, la reflexión y el buen uso de sus
facultades, ya que fueron los hombres sabios y más reflexivos los que, mediante un adecuado y cuidadoso empleo de sus pensamientos y raciocinios,
llegaron a alcanzar una noción verdadera en éste y otros asuntos; en tanto que la parte de
hombres perezosos e irreflexivos, que constituye con mucho un número mayor, recibieron
sus nociones por azar, recogiéndolas de la tradición común y de las concepciones vulgares, sin preocuparse
para nada de su veracidad. Y si fuera lógico pensar que la noción de Dios es innata, porque la hayan
tenido todos los hombres sabios, sería preciso, entonces, pensar que lo es la de la virtud, porque del
mismo modo la han tenido todos los hombres sabios. Evidentemente éste fue el caso de toda la gentilidad; y
ni aún entre los judíos, cristianos y mahometanos, todos los cuales reconocieron la existencia de un solo Dios, y pese al cuidado que
se tuvo por proporcionarles una noción verdadera de Dios, ha sido esa una doctrina que haya podido prevalecer entre
ellos como para que todos tengan la misma y la verdadera idea sobre El. Y ¿cuántos no habrá todavía
entre nosotros que, si se investigara el caso, se imaginan a Dios mediante la representación de un hombre
sentado en el cielo, y tienen otros conceptos absurdos e indignos acerca de él? Han existido entre los
cristianos, lo mismo que entre los turcos, sectas enteras que han afirmado con toda seriedad que la deidad es
corpórea y tiene forma humana; y aunque entre nosotros haya ahora solamente unos pocos que profesen el
antropomorfismo (conozco algunos que lo admiten), creo, sin embargo, que quien se preocupe por
averiguarlo encontrará entre los cristianos ignorantes y con poca instrucción
muchos que opinan así. Basta hablar con campesinos, cualquiera que sea su edad, o
con gente joven, sean de la condición que sean, para observar que aunque el nombre de Dios no se
les cae de la boca, sin embargo son tan extravagantes, bajas y dignas de lástima las naciones a que aplican ese
nombre, que nadie podría imaginar que fueron enseñadas por hombres racionales, y mucho menos escritas por
el dedo del mismo Dios. Tampoco comprendo por qué Dios ha de tenerse por menos bondadoso por
darnos una mente desprovista de una idea impresa acerca de Sí mismo, que por
enviarnos desnudos al mundo o porque no traigamos al nacer ningún arte o habilidad.
Porque estamos dotados de las facultades necesarias para alcanzar todo eso, será falta de ingenio y reflexión
nuestra, y no de largueza por parte suya, el que carezcamos de ello, tan cierto es que hay un Dios, como
que son iguales los ángulos opuestos que se obtienen por la intersección de dos
líneas rectas. Nunca ha existido ninguna criatura racional que, dedicándose con
seriedad a examinar la verdad de esas proposiciones, pueda menos que asentir a ella; aunque, sin duda
alguna hay muchos hombres que por no haber llevado en ese sentido el pensamiento son tan ignorantes de
la una como de la otra. Y si alguien considera conveniente llamar a esto asentimiento universal (lo que
seria el colmo de su alcance), no me opongo a tal cosa; pero un asentimiento universal
como ése no es más prueba de que sea innata la idea de Dios, de que lo sea también la idea de los ángulos a que antes nos
referíamos.
17. Si no es innata la idea de Dios, no se puede suponer que ninguna otra lo sea
Porque, aunque el conocimiento de la existencia de Dios sea el hallazgo más natural de la
razón humana, y, sin embargo, como me parece evidente de cuanto se ha dicho, la idea acerca de El no es innata, pienso
que ninguna otra idea podrá entonces aspirar a ese rango. Porque si Dios hubiera grabado alguna
impresión o rasgo en el entendimiento de los hombres, sería lo más razonable que habría sido una idea clara y
uniforme sobre Sí mismo, siempre que nuestra limitada capacidad fuese capaz de recibir un objeto tan
incomprensible e infinito. Pero el hecho de que nuestras mentes carezcan de esa idea, en un principio, siendo
la más importante para nosotros, es un argumento sólido contra cualquier otra impresión que se pretenda
innata. Confieso que, hasta donde puedo observar, no he conseguido encontrar ninguna, y me gustaría
mucho que alguien me ilustrara sobre el particular.
18. La idea de sustancia no es innata
Confieso que existe otra idea que seria muy ventajoso que tuvieran los hombres, ya que generalmente
se refieren a ella como si la tuvieran, y se trata de la idea de sustancia, que no tenemos ni podemos
alcanzar por medio de la sensación o de la reflexión. Si la naturaleza se hubiera preocupado de dotarnos de
alguna idea, bien podríamos esperar que se tratara de la de sustancia, ya que no podemos
procurárnosla nosotros mismos por medio de nuestras propias facultades; sin embargo, vemos que, por el contrario, ya
que esta idea no la alcanzamos por las mismas vías por las que llegan a la mente las demás, no la
poseemos, de hecho, como una idea clara; de tal manera que la palabra sustancia no significa nada, si no es una
incierta suposición de no se sabe qué idea (es decir, alguna cosa de la que no tenemos ninguna
particularidad distinta y positiva), idea que consideramos como substratum o soporte de aquellas otras
que sí conocemos .
19. Dado que ninguna idea es innata, ninguna proposición lo puede ser
A pesar de todo lo que hables, por tanto, de principios innatos, sean especulativos o
prácticos, existe la misma probabilidad al decir que un hombre tiene en la bolsa 100 libras y al tiempo negar que traiga un
penique, un chelín, una corona o cualquier otra moneda que sirva para sumar aquella cantidad, que la
que hay para pensar que ciertas proposiciones son innatas, cuando las ideas a que se refieren no
pueden serlo en modo alguno. El que algunas proposiciones sean asentidas de manera general, no
prueba en absoluto que las ideas que en ella se expresan sean innatas, porque en la mayoría de los
casos, y sea cual sea la manera en que están allí las ideas, será preciso conceder asentimiento a las palabras
que expresan la conformidad o inconformidad respecto a tales ideas. Cualquier hombre que tenga una idea verdadera de Dios
y del culto que se le dé, asentirá esta proposición: «Dios debe ser objeto de un culto», si la proposición
está expresada en un dialecto que esa persona comprende; y todo hombre razonable que no le haya
prestado atención hoy, mañana estará dispuesto a asentir
a esa proposición; sin embargo, podemos suponer que existen hoy millones de hombres que desconocen una
o ambas ideas. Porque si admitirnos que los salvajes y la mayoría de los campesinos tienen una idea de
Dios y del culto que se le debe (lo que no se estará muy dispuesto a pensar con ellos), de todos
modos creo que son muy pocos los niños de quienes se puede pensar que tienen esas ideas, las cuales, por tanto, tuvieron que empezar a tenerse en algún
momento dado, y entonces es cuando, de igual manera, se empezará a asentir a aquella proposición, para en lo sucesivo no
tratar de nuevo el asunto. Pero dicho asentimiento, que se concede a una proposición cuando se escucha
por primera vez, no prueba que las ideas que conlleva sean innatas, como no lo prueba que un ciego de
nacimiento (a quien mañana extirparán las cataratas) haya tenido las ideas innatas de sol, de luz, de lo
anaranjado o de lo amarillo, sólo porque cuando recobre la vista asentirá con toda seguridad a las siguientes
proposiciones: «El sol es luminoso, el azafrán es amarillo». Por tanto, si semejante asentimiento concedido al
escucharse una proposición por vez primera no es prueba de que las ideas que ella conlleva son innatas,
menos podrá serlo de que lo sean las mismas proposiciones que las contienen. Y si existe alguna
proposición que tenga ideas innatas me gustaría mucho que me dijeran cuál es y cuántas son.
20. No existen ideas innatas en la memoria
A todo esto permítaseme añadir que si existieran en la mente ideas innatas, sin que la mente pensara
en ellas de un modo exhaustivo deberían alojarse en la memoria, de donde se expondrían a
la vista por medio de la reminiscencia; es decir, serian conocidas cuando se
recordaran como perfecciones que estaban antes en la mente, a menos que pueda existir
reminiscencia sin recuerdo. Porque recordar es tanto como percibir algo con la
memoria o con conciencia de que se trataba de algo conocido o percibido antes. Si esto
falta, toda idea que le llega a la mente es nueva y no es una idea recordada, ya que la conciencia de que
era algo que estaba previamente en la mente es lo que diferencia el recordar de los
demás modos de pensar. Toda idea que la mente nunca recibió, no estuvo jamás en ella, Toda
idea en la mente, o bien es una percepción efectiva, o bien, habiéndolo sido, está
de tal suerte en la mente que por medio de la memoria puede llegar a ser una percepción efectiva una
vez más. Siempre que existe una percepción efectiva de una idea, sin concurso de la memoria, esta idea
parece como totalmente nueva y como desconocida antes por el entendimiento. Siempre que la memoria
muestra efectivamente una idea, es con conciencia de que antes había estado en la
mente y de que le es totalmente extraña. Si esto es o no así, cada uno lo podrá
corroborar personalmente, y en vista de ello quisiera se me diera el ejemplo de una idea de las que se
suponen innatas que alguien pudiera revivir y recordar previamente (antes de haber recibido ninguna
impresión de ella por los días que más adelante mencionaremos), sin cuya conciencia de una
percepción anterior no hay recuerdo; y toda idea que llegue a la mente sin tal conciencia no es una idea recordada ni
procede de la memoria, ni puede afirmarse de ella que estuviera en la mente antes de su aparición. Porque lo que no se muestra a la vista de manera evidente,
o lo que no está en la memoria, no está en ningún modo en la mente, y es lo mismo que afirmar que
nunca estuvo en ella. Supongamos un niño que tuvo la facultad de la vista hasta el
momento en que pudo distinguir los colores; pero al que después las cataratas
dejaron en tinieblas, y por espacio de cuarenta o cincuenta años vivió en la oscuridad, de
tal manera que perdió completamente todo recuerdo de las ideas que tuvo sobre los colores. Este fue el caso de un
ciego con el que en una ocasión conversé y que había perdido la vista a causa de unas viruelas que tuvo de niño, y que no tenia más noción de los colores que
un ciego de nacimiento. Y pregunto: ¿este hombre podía tener entonces en su mente
algunas ideas sobre los colores, lo mismo que un ciego de nacimiento? Y creo que nadie
diría que ni uno ni otro pudieran tener en la mente alguna idea de colores. Pero
extírpenles las cataratas, y será entonces cuando la idea de los colores (que no recuerda)
será transmitida de nuevo a su mente, en virtud de su vista recobrada, sin conciencia de haber tenido un
conocimiento previo después del cual podrá recordarlos y traerlos a la mente que
estaba en las tinieblas. En este caso, todas estas ideas de colores que pueden, no estando a la
vista, ser revividas, con conciencia de que fueron conocidas antes, estaban en la
memoria, y en este
sentido se afirma que están en la memoria. Todo esto nos sirve para concluir que toda idea que está en la mente,
sin que esté efectivamente a su vista, sólo está allí en cuanto que está en la memoria; y si no lo está, es que
no está en la mente, y si está en la memoria ésta no podrá sacarla de la mente a la vista sin
que se tenga la percepción de que procede de la memoria, o sea, de que se trata de
algo que antes se conocía y ahora se recuerda. Si, por tanto, existieran ideas innatas,
tendrán que estar en la memoria o no estarían en ningún lugar de la mente; y si están en la memoria es
que se las puede revivir sin que sea necesaria ninguna impresión externa; y siempre que estén en presencia
de la mente se la recordará; es decir, llevarán con ellas una percepción de que no son algo completamente nuevo para la mente. Existiendo tal diferencia
siempre entre lo que está y lo que no está en la memoria ni en la mente, todo aquello que no está en la
memoria, cuando aparece en la mente se muestra como totalmente nuevo y antes desconocido; y todo lo que
está en la memoria o en la mente, cuando ha sido sugerido por la memoria, aparece como no-nuevo, sino que la mente lo encuentra en sí misma y sabe que
estuvo antes ahí. Por ello podrá comprobarse si hay alguna idea innata en la mente, antes de que
existiera una impresión hecha por la sensación o por la reflexión. Y además, quisiera conocer a un hombre que,
habiendo alcanzado el uso de razón o en cualquier otro momento de su vida, se acordara de alguna de esas ideas
que no le hubiesen parecido nuevas desde su nacimiento. Si alguien afirma que existen ideas en la
mente que no estén en la memoria, le rogaría que lo explicara e hiciera
inteligible esta afirmación.
21. Los principios que se afirman innatos no lo son, por su escasa utilidad o por su poca
certeza
Además de cuanto he dicho existe otra razón para hacerme dudar de que sean innatos los principios a
que me he referido o a otros cualesquiera. Plenamente persuadido de que el Dios infinitamente sabio hizo
todas las cosas en concordancia con su perfecta sabiduría, no logro comprender
por qué se tiene que suponer que haya impreso unos principios universales en las mentes de los hombres, dado que esos
principios que se pretenden innatos y que conciernen a lo especulativo no son de mucha utilidad, y lo que
concierne a la práctica no son de suyo evidentes, y dado que ni los unos ni los
otros se pueden distinguir de otras verdades que no se suponen innatas. Porque,
¿con qué motivo estarían grabados algunos caracteres en la mente par el dedo de Dios, no siendo más
claros que aquellos que le llegan más tarde o de los que no pueden distinguirse? Si alguien piensa que existen
tales ideas y proposiciones innatas que por su claridad y utilidad pudieran distinguirse de todo lo que sea
adquirido en la mente, no le sería difícil decirnos cuáles son; y entonces todo el mundo podría ser un juez
idóneo para determinar si son o no innatas. Porque si existen tales ideas o impresiones innatas, diferentes
claramente de cualquier otra percepción o conocimiento, todo el mundo se podrá convencer de ellas por sí
mismo. Acerca de la evidencia de estas supuestas máximas innatas ya he hablado, y más adelante
tendré ocasión de referirme a su utilidad.
22. Las diferencias en los descubrimientos que hacen los hombres dependen del uso diferente que
hacen de sus facultades
Para terminar, hay algunas ideas que se ofrecen francamente por si mismas al entendimiento de los
hombres, y existen algunas verdades que se deducen de algunas ideas en el momento en que la mente
las formula en proposiciones. Existen otras verdades que requieren una sucesión de ideas colocadas en orden,
el compararlas de manera adecuada y ciertas deducciones hechas con atención, antes de que puedan
descubrirse y se les otorgue asentimiento. Algunas de la primera clase han sido tomadas equivocadamente como
innatas, a causa de su recepción fácil y general. Pero lo cierto es que las ideas y las nociones distan tanto
de haber nacido con nosotros como las artes y las ciencias, aunque realmente algunas se
ofrezca antes a nuestras facultades que otras y, por tanto, sean de aceptación más general.
Pero incluso esto depende del modo como se empleen los órganos de nuestro cuerpo
y las potencias de nuestra mente, porque Dios dotó a los hombres de facultades o medios para descubrir,
recibir y retener verdades, según la manera en que se usen esas facultades y medios». La enorme diferencia
de nociones existentes entre los hombres se debe a la manera diferente en que las facultades son
ejercidas. Unos, los más, tomando las cosas bajo palabra, emplean mal su facultad de asentimiento al someter, por
pereza, sus mentes al dictado y dominio de otros, en doctrinas que, como un deber, les
correspondería
examinar de manera cuidadosa y no seguirlas a ciegas con una fe intuitiva. Otros, aplicando sus pensamientos
solamente a unas pocas cosas, llegan a conocer lo suficiente, para alcanzar en ellas un
grado elevado de conocimiento, pero por no haberse dedicado a la búsqueda de otras investigaciones, se mantienen en la
ignorancia de todo lo demás. De esta manera, el que los tres ángulos de un triángulo sean iguales a dos
rectos es una verdad tan cierta como cualquier otra pueda ser, y creo que es más evidente que muchas
de esas proposiciones que se tienen por principios. Sin embargo, existen millones de hombres, todo la
expertos que se quiera en otras cosas que ignoran totalmente esa verdad, porque nunca se pusieron a pensar sobre
esos ángulos. Y quien conozca esa proposición puede, sin embargo, ignorar de manera
absoluta la verdad de otras proposiciones, aun matemáticas, y que son tan claras y tan evidentes como aquella,
sólo porque en la búsqueda de verdades matemáticas se detuvo sin proseguir más adelante con su pensamiento.
Igualmente puede suceder respecto a las nociones que tengamos sobre el ser de la deidad, porque cuando no existe
ninguna verdad que un hombre pueda encontrar por sí mismo con mayor evidencia que la existencia de
Dios, sin embargo, quien se conforme con aceptar las cosas tal como las encuentra en el mundo,
conforme le halaguen los gustos y las pasiones sin preocuparse por investigar un poco sus causas, sus fines y su
admirable disposición, y de reflexionar de manera preocupada y atenta sobre el particular, un hombre así puede
vivir durante largo tiempo sin ninguna noción de Dios. Y si alguien, a través de la conversación, le hubiera inculcado semejante noción en su cabeza,
posiblemente creería en ella; pero si nunca se tomó el trabajo de examinarla, el conocimiento que haya
adquirido no será mejor que el que tuviera una persona a quien habiéndosele
dicho, que los tres ángulos de un triangulo son igual a dos rectos, lo aceptara bajo
palabra, sin pararse en la demostración. En tal caso podrá asentir a la existencia de Dios como una opinión
probable, pero sin que por eso tenga un conocimiento su verdad la cual podría haber alcanzado con claridad y
evidencia de haber empleado sus facultades de manera cuidadosa. Todo lo cual, dicho sea de paso, sirve para
demostrar «de qué manera depende nuestro conocimiento del buen uso de esas potencias
de las que nos ha dotado la naturaleza», y lo poco que depende de esos principios innatos que inútilmente se suponen
impresos en el hombre para servirle de guía; principios que todos los hombres tendrían que conocer
necesariamente si existieran, ya que de otro modo su existencia sería inútil. Y dado que la totalidad de los
hombres no los conocen, y no pueden distinguirlos siquiera de otras verdades adventicias, bien podemos
afirmar que tales principios no existen.
23. Los hombre deben pensar y conocer por sí mismos
Al haber dudado de esta manera de la existencia de los principios innatos sé que me expongo a un
número incalculable de censuras, pues se me acusa de destruir los antiguos
cimientos del conocimiento y de la certidumbre. Pero, al menos, he logrado convencerme de que el camino que he seguido, que
coincide con la verdad, les da mayor firmeza a esos cimientos. Y puedo afirmar con seguridad
que en el discurso que sigue a continuación ni me he propuesto desviarme de esto ni someterme ante ninguna
autoridad; mi única meta ha sido la verdad, y cuando me ha parecido que a ella me dirigía, allí se han
encauzado imparcialmente mis pensamientos, sin importarme si las pisadas de otro habían
dejado o no su huella en ese camino. No es que no tenga el respeto que merecen las opiniones ajenas; pero a pesar de todo, es a
la verdad a quien se debe el mayor respeto, y espero que no se me tilde de arrogante por decir que, tal
vez, adelantaríamos más en el descubrimiento de conocer racional y contemplativo si lo buscásemos en su
origen, en la consideración de las cosas mismas y empleando, mejor que los pensamientos de los demás, los
nuestros propios. Porque pienso que con la misma razón podemos concebir la esperanza a través de los
ojos ajenos, que conocer las cosas mediante el entendimiento de los demás. En la
medida en que nosotros mismos
consideramos que alcanzamos la verdad y la razón, en esa misma medida alcanzamos un conocimiento real y
verdadero. El hecho de que en nuestro cerebro circulen las opiniones de otros hombres, por más que
sean verdaderas, no nos hace ni un ápice más conocedores. Lo que en ellos fue ciencia, en nosotros no supone
sino obstinación mientras otorguemos asentimiento reverentemente a un nombre y no utilicemos, como
aquellos hicieran, la razón para comprender las verdades que los hicieron famosos. Aristóteles fue, en
verdad, un hombre de extensos conocimientos; pero nadie pensó que fuera un sabio porque hubiese
abrazado ciegamente las opiniones de otro y las sostuviese confiadamente. Y si no hizo de él un filósofo el tomar
sin examen los postulados de otra persona, supongo que eso tampoco convertirá en filósofo a ningún otro.
En las ciencias, cada uno posee tanto como en realidad sabe y comprende: lo que se cree y acepta solamente
bajo palabra no son sino fragmentos que, aunque resulten muy valiosos cuando se ensamblan en la pieza
entera, poco aumentan el capital de quien los recoge. Semejante riqueza prestada, como el dinero en los
cuentos de hadas, aunque sea oro en mano de quien lo recibe, se transformará en
hojarasca y polvo cuando se intente emplear.
24. Cuál es el origen de la opinión favorable a los principios
innatos
Sé perfectamente que cuando se hallaron unas proposiciones generales que al ser comprendidas no
admitían duda, la conclusión más fácil fue afirmar que eran innatas. Una vez aceptada esta conclusión, los
perezosos se vieron libres del trabajo de investigar, y eso mismo impidió la búsqueda de los
que tenían dudas respecto a todo lo concerniente a lo que se había declarado innato. Y resultó ventajoso en gran medida, para quienes se consideraban a sí mismos como
profesores y maestros, poder convertir en principio de todos los principios el que los principios son
incuestionables; porque habiéndose establecido el axioma de que existen unos principios innatos, se obligó a
sus partidarios a recibir alguna doctrina como innata, lo que resultó igual que
impedirles el empleo de su propia razón y juicio, y obligarlos a creer y a recibir esa
doctrina bajo palabra y sin examen posterior. Colocados de esta forma en una acritud de fe ciega, fue fácil
dominarlos y servirse de ellos para los fines que pretendieron los que tuvieron la habilidad y
responsabilidad de educarlos y dirigirlos. Pues no es pequeño el poder que se otorga a un hombre sobre
otro cuando éste tiene autoridad para dictarle principios y enseñarle verdades
indiscutibles, y para hacer que un hombre comulgue, como si fuera un principio
innato, con todo aquello que pueda servir para los fines particulares de quien lo
enseña. En cambio, si hubieran examinado las distintas maneras por las que los hombres alcanzan
muchas verdades universales, habrían hallado que se forman en la mente mediante una
reflexión adecuada sobre el ser de las cosas mismas, y que se descubren por el uso de esas facultades de que la
naturaleza les dotó
para recibir y juzgar, siempre y cuando se hayan empleado para esos efectos de manera correcta.
25. Conclusión
El propósito del discurso siguiente es el de mostrar cómo actúa el entendimiento, tema del que me
ocuparé después de haber advertido de antemano que para limpiar el camino hacia los
fundamentos que concibo como únicos y verdaderos sobre los que establecer aquellas nociones que podemos tener sobre nuestro
propio conocer, hasta este momento me he encontrado en la necesidad de dar las razones que tengo para poner en duda la existencia de los
principios innatos. Y dado que algunos de los argumentos en contra de tales principios se apoyan en opiniones comúnmente
recibidas, me he sentido en la obligación de dar varias cosas por supuestas, lo
que difícilmente podrá evitar que se proponga la tarea de mostrar la falsedad o la
improbabilidad de cualquier doctrina. Sucede, en los discursos polémicos, lo mismo que en
los asaltos de las ciudades, donde con tal de que el terreno donde se emplazan las baterías sea
firme, no se averigua ni a quien se ha tomado ni a quién pertenece, y solamente interesa que sea
el adecuado para el propósito que se persigue. Sin embargo, en el resto de este
discurso me propongo construir un edificio uniforme y de partes bien ensambladas, hasta
donde me sea posible por mi experiencia y observación, y tengo la esperanza de
edificarlo sobre bases tan sólidas que no me obliguen a apuntalarlo con soportes y contrafuertes
que descansaran sobre cimientos tomados de prestado; o, al menos, si lo mío resultara ser
un castillo en el aire, trataría que fuera todo de una pieza y no se desmoronara.
Por lo demás, quiero advertir a mi lector que no espere demostraciones innegables y
convincentes, a no ser que se me conceda el privilegio, que no pocas veces se ha
dado a otro, de que mis principios se tengan por supuestos, porque entonces no dudo
de que también yo sabré hacer demostraciones. Todo lo que diré en favor de los principios sobre los cuales
procede es que únicamente puedo apelar a la experiencia y observación sin prejuicios de cada uno, para que
afirmen si son o no verdaderos; y eso es todo lo que puede pedirse de un hombre cuya única pretensión es
exponer sincera y abiertamente su propia conjetura respecto a un asunto un tanto oscuro, y que no
persigue más propósito que el de buscar la verdad, sin ningún prejuicio.