Los cirenaicos
(según Luciano de Crescenzo)
(PRINCIPAL)


De los cínicos a los cirenaicos el salto es enorme: aun proviniendo del mismo tronco filosófico, Antístenes y Aristipo son dos pensadores en los antípodas. Si el primero podía ser comparado a un perro, el segundo tenía todo el carácter y la actitud de un gato. Para darse cuenta de ello basta sólo con reflexionar sobre esta anécdota double face que nos ha regalado, como de costumbre, Diógenes Laercio:

Un día, Diógenes de Sínope estaba lavando cabos de nabo en una fuente, cuando ve acercarse al cirenaico. -Si supieras comer verdura - le dice Diógenes -, no te verías obligado a cortejar a los tiranos»   « Y si tú trataras a los tiranos -responde Aristipo-, no te verías obligado a comer verdura.»  Y Diógenes replica: «Y si tú aprendieras a comer verdura, no tendrías ya que inclinarte ante los poderosos.»' 

Cabos de nabo aparte, de un modo u otro, quedan así subrayadas dos opciones de vida dignas de atención.

Aristipo, pese a haber nacido en África (alrededor del 435 a. C.), era de todas formas un griego: la ciudad donde nació, Cirene, había sido fundada un par de siglos antes por colonos griegos provenientes de la isla de Tera. Según Píndaro, su familia era la más rica y noble de toda Libia: tal vez para justificar el hecho de que el futuro hedonista, desde muy pequeño, se había habituado a vivir en el lujo. A los diecinueve años (alguno más, alguno menos), se marchó a Grecia para los juegos olímpicos, y en ellos conoció a un tal Iscómaco que le contó que en Atenas había un hombre llamado Sócrates que fascinaba a la juventud con sus discursos. Parece que Aristipo, al oír tales relatos, se impresionó tanto «que su cuerpo experimentó una súbita debilidad y él se volvió pálido y delicado, hasta el momento en que, sediento y ardiente, se puso en camino hacia Atenas para beber en aquella fuente y llegar a conocer al Hombre ».
Algunos historiadores sostienen que Aristipo, antes de conocer a Sócrates, había ya frecuentado a los sofistas y en particular a Protágoras, e incluso que él mismo era un hábil sofista; otros, en cambio, son de la opinión de que esa fama se la ganó sólo por haber dado lecciones a cambio de dinero. Mi impresión es que Aristipo era lo que en Nápoles se dice 'nu signore: le gustaba vivir bien y para poder permitírselo se hacía pagar sus méritos. Al padre de un alumno, que había protestado por la renta anual diciendo: « ¡500 dracmas! ¡Pero yo con 500 dracmas me compro un esclavo! », le respondió: «Muy bien, cómprate ese esclavo-, así te encontrarás luego con dos: tu hijo y el que has comprado.»  Sus tarifas eran diferentes en función de la capacidad de los alumnos: a los más inteligentes les practicaba un descuento y a los más estúpidos les pedía un sobreprecio.' Un día hizo lo imposible porque también Sócrates aceptase una compensación de veinte minas, pero el viejo filósofo «diplomáticamente» le respondió que el dáimon no se lo consentiría.
Su actitud para con el prójimo era seguramente la de un esnob: una vez, durante una tempestad en el mar, sintió tanto miedo que otro viajero empezó a burlarse de él: « Es extraño que un filósofo tema hasta tal punto la muerte, cuando yo, que no soy un sabio, no experimento ningún temor.» Y él, más maligno que nunca: -¿Es que quieres comparar mi vida con la tuya? ¡Yo tiemblo por la vida de Aristipo, tú por la de uno que no sirve para nada!»
Para comprender a Aristipo es necesario conocer su relación con el dinero. No era en, absoluto ávido: se procuraba lo bastante para satisfacer sus deseos (que eran muchos). Solía decir: «Es mejor que el dinero se pierda por Aristipo antes que Aristipo por el dinero.» En caso de necesidad habría estado muy dispuesto a vivir como un pobre. Un día, al salir del baño público, se puso en broma el manto sucio y descosido de Diógenes. Inútil es decir que, cuando el cínico advirtió que sólo le quedaba la clámide de púrpura del cirenaico para cubrirse, prefirió salir del sitio desnudo. Este hecho, con todo, nos hace comprender que Aristipo, en lo que atañe a la independencia, iba un paso por delante de sus colegas, cosa que nos confirma cuando dice: « Prefiero a Aristipo que lleva con desenvoltura los dos mantos.»
Al respecto existe una anécdota que implica también a Platón. Los dos filósofos se encontraban ambos en la  corte de Dioniso (no se se sabe bien si el Joven o el Vie jo, cuando el tirano los invitó a disfrazarse con vestidos femeninos. Platón se negó, diciendo que nunca se vestiría de mujer; Aristipo, en cambio, no se hizo rogar y dijo con gran nonchalance: «¿Por qué no? También en las fiestas de Baco la mujer que es pura no se corrompe.»" Y aquf, hemos llegado al nudo de la cuestión: «¿Qué es la libertad interior?» Aristipo declaraba que poseía tal equilibrio intimo ue podía atravesar sin temor los mares de la riqueza, del poder o del eros. Cuando lo acusaban de visitar asiduamente a la hetera Lais, se defendía diciendo: «La poseo, pero no soy poseído» (écho all'ouc écomai). 0 bien: «No es vergonzoso entrar en su casa; vergonzoso es no saber salir.» Señalo, a título de simple curiosidad, que Lais no se hacía pagar por Aristipo, porque lo consideraba un caso de propaganda, mientras al pobre Demóstenes le pedía la enorme cifra de 10.000 dracmas.
Platón no lo podía soportar, Jenofonte lo odiaba, Esquines peleaba con él continuamente, Diógenes lo consideraba un enemigo de la virtud, y en los siglos sucesivos, con la llegada del cristianismo, los Padres de la Iglesia y los historiadores más santurrones echaron pestes contra él: ¿pero por qué todos estaban contra Aristipo? Hay quien sostiene que lo criticaban porque se hacía pagar por sus lecciones de filosofía, otros porque llevaba una vida disoluta; para mí, en cambio, lo que ocurre es que ninguno le perdonaba el hecho de mostrarse alegre.
El primer choque ideológico entre los discípulos de Sócrates se produce entre el hedonismo de Aristipo, que es ante todo consciencia de la realidad sensible, y el idealismo de Platón. Es obvio que entre filósofos tan distinto, no podía haber acuerdo ni armonía. A un Platón, todo Estado y colectividad, un individualista como Aristipo no podía sino resultarle antipático; no por nada en el diálogo Fedón, cuando pasa revista a los que estaban presentes en el momento de la muerte de Sócrates, destaca su ausencia. Éste es el texto platónico:

-¿Y había forasteros? -pregunta Equécrates.

-Sí; estaban Simias, Cebes y Fedondas de Tebas, y de Megara habían venido Euclides y Terpsión  - responde Fedón.

-¿Y Aristipo y Cicombrotes? -vuelve a preguntar Equécrates.

-No, no estaban; cuentan que se encontraban en Egina.

Ahora bien, Egina, una pequeña isla que dista poco del Pireo, era famosa como lugar de placer y lascivia. Entre otras cosas, en Egina habitaba también Lais, la «favorita» de Aristipo." Platón no siente necesidad de precisar todos estos detalles; le bastaba con dejarlos entender, pues sabía muy bien que los atenienses sabrían leer entre líneas. En realidad, es como si hubiese escrito: Sócrates estaba muriendo, y esos dos lo estaban pasando en grande en Egina. Si hacemos caso a Cicerón, parece que el pobre Cleombrotes llegó al punto de suicidarse, lanzándose al mar desde un peñasco, cuando leyó semejante maldad.
Después de la muerte de Sócrates, Aristipo viajó  muchísimo: la  presencia del filósofo nos es señalada en Siracusa, en Corinto, en Egina, en Megara, en Sicilia y, obviamente, en Cirene, su ciudad natal. Parece que a edad tardía cayó también prisionero del sátrapa Artafernes en Asía Menor, más o menos a los setenta años. Escribió muchos diálogos y algunas relaciones de viajes, entre ellos tres volúmenes sobre Libia. De esta última obra tenemos sólo algunos fragmentos.
El PENSAMIENTO DE ARISTIPO se concentra en la capacidad de saber vivir «el instante que huye» y en el concepto, absolutamente napolitano, contenido en el verso: «Si 'o munno é 'na rota, pigliammo 'o minuto che sta pe' passú.»' (Si el mundo es una rueda, cojamos el minuto que está a pasar). La mayor parte de los hombres, según la edad, soporta la propia existencia, sea deteniéndose en los recuerdos del pasado, sea aferrándose al futuro. Pocos seres superiores (según Aristipo) consiguen vivir sumergiéndose en el presente. A menudo oímos a las personas ancianas suspirar con aire soñador «qué feliz era a los veinte años» (cuando sabemos perfectamente que no lo eran en absoluto) y con igual frecuencia vemos a jóvenes, en el punto culminante de su forma física e intelectual, que tienen sus miras puestas en un improbable futuro. Casi nadie es tan inteligente como para parir una constatación elemental del tipo de: «EN ESTE MOMENTO NO TENGO DESGRACIAS, LAS PERSONAS A QUIENES QUIERO SE ENCUENTRAN TODAS BIEN DE SALUD, ¡SOY FELIZ! » Tener sed y conseguir beber un vaso de agua pensando: « ¡Qué buena está el agua! », es un comportamiento cirenaico.
«El placer es un suave viento, el dolor una tempestad, la vida de cada día un estado intermedio parangonable a la bonanza.» Esta carta de navegación de Aristipo nos hace entender cuán necesario es dirigir nuestro barco a la zona donde sopla el placer.
Para aproximarse aún más al pensamiento cirenaico, tomemos a Heráclito, Aristipo y Pirandello, hagamos un batido de los tres juntos y extraigamos una teoría: el tiempo está constituido por instantes, cada uno distinto del otro, y tampoco el hombre es siempre el mismo hombre en el curso de la vida. Vivir, pues, quiere decir atrapar el instante justo con la justa disposición de espíritu, siendo en todas partes un extranjero.
Esta «filosofía del presente» no ha gozado nunca de las simpatías de los intelectuales; marcada por el, estigma «penzamme a salute», (de podo interés o importancia) se ha convertido en sinónimo de falta de compromiso moral y político, y como tal no utilizable a los fines de una transformación de la sociedad. No obstante esto, hay quien considera a Aristipo como el más socrático de los socráticos, justamente por su total independencia frente a los problemas de la vida. Si para los cínicos «libertad» significaba contentarse con poco para no sufrir la esclavitud de los placeres, para los cirenaicos es «aún más libertad» ser capaces de atravesar los placeres de la existencia sin dejarse seducir por ellos.
Aristipo precede casi en un siglo a su colega Epi curo; la diferencia entre ambos reside en el hecho de que el primero era mucho más «epicúreo» que el segundo. En efecto, mientras Epicuro hace distinciones entre los placeres y valora sus consecuencias, los cirenaicos practicaban el placer por el placer sin ponerse a pensar mucho en ello (mé diaférein hédonén hédonés).
Los SEGUIDORES más conocidos de Aristipo fueron: su hija Areté, educada en el placer y al mismo tiempo en el desprecio de lo superfluo, Teodoro llamado el Ateo y Hegesias. Como a menudo sucede, los discípulos se adelantaron a su maestro por la izquierda (o por la derecha, como en este caso).
Teodoro proponía arrebatar el placer en cualquier parte en que se lo encontrara, sin dejarse condicionar por falsos moralismos. Teórico del egoísmo, no admitía ni siquiera la amistad: «Es un sentimiento de socorro mutuo, útil sólo para los tontos. Los sabios, en cuanto autosuficientes, no advierten ninguna necesidad de tal cosa.»
Hegesias era el más radical de todos: «Desde el momento en que no es posible alcanzar una condición estable de placer y la vida, con sus emociones, nos procura esencialmente dolor tanto da morir.» Detenía a los transeúntes por la calle e intentaba convencerlos de que se suicidasen: «Óyeme, hermano: tú sabes seguramente que debes morir, pero lo que no sabes es el tipo de muerte que te espera: tal vez el Hado te ha reservado una muerte dolorosa y violenta, o una enfermedad lenta y cruel. Escucha el consejo de un sabio: ¡suicídate! ¡Un solo instante y te evitas la preocupación! » Pare ce que cada mes conseguía liquidar a un par de atenienses. La llamaban peisithánatos, persuasor de muerte».

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