Los neoestoicos
Séneca
El nuevo estoicismo
es puramente de nuestro país. Sus mayores exponentes fueron Séneca, Epicteto,
y Marco Aurelio, los tres residentes en Roma. Un noble, un esclavo y un
emperador: es tanto como decir que los estoicos no se fijaban mucho en las
diferencias de clase.
Séneca nació
en Córdoba en el año 4 a.C. y se trasladó a Roma cuando aún era niño.
Durante cierto tiempo vivió también en Egipto, donde permaneció hasta el 32
d.C. Tuvo como maestros al neopitagórico Soción y al estoico Atalo. Para
ganarse la vida actuó primero como ahogado y después como político, y fue
justamene por esta segunda actividad por la que empezaron sus problemas.
La política, por aquellos tiempos, era un oficio peligroso, y no tanto por la
locura de los emperadores, como generalmente se cree, cuanto por la ambición de
sus mujeres: Livia, Agripina y Mesalina eran tres «buenas» señoras que, día
y noche, pero sobre todo por la noche, tramaban y sugerían nombres de políticos
a quienes enredar o eliminar. Séneca es un caso típico: una primera vez, bajo
Calígula, consiguió a duras penas salvar la vida haciendo circular el rumor de
que estaba tuberculoso y se encontraba a punto de morir, la segunda, bajo
Claudio, a causa de un chisme de Mesalina (que lo acusaba de haber tenido
relaciones íntimas con una tía del emperador), terminó exiliado ocho años en
Córcega. Pero si Mesalina era su enemiga, Agripina lo protegía: muerta la
primera, la segunda lo hizo volver a Roma para que se encargara de la educación
del pequeño Nerón, por entonces de sólo doce años.
Cuando en el 54 Agripina envenenó a Claudio y sentó en el trono a Nerón, Séneca
se convirtió automáticamente en el político más importante del Imperio y
todo fue bien hasta que otra gentil dama, Popea, empezó a hacerle la guerra. A
esta altura de los acontecimientos, asqueado del ambiente de la política, se
retiró al campo. Lamentablemente, la dimisión no lo salvó de los juegos de
poder de quienes habían permanecido en Roma: acusado injustamente de haber
participado en la conjuración de los Pisones, se le solicitó que se suicidara.
Cuando el mensajero de Nerón llegó para anunciarle el privilegio que se le había
concedido, no se demoró en inútiles subterfugios: dictó a un esclavo una
carta de despedida a los romanos, abrazó a su mujer, bebió la cicuta y, al
mismo tiempo, se abrió las venas en la bañera. Tenía setenta años y la
muerte no le daba miedo. Así pensaba al respecto: «Conozco a la muerte hace
tiempo: la muerte es el no-ser. Después de mí sucederá lo que ha sido antes
que yo. Si antes no hemos sufrido, quiere decir que tampoco sufriremos después.
Somos como una linterna que, apagándose, no puede estar peor que cuando no la
habían encendido. Sólo en el breve intermedio podemos ser sensibles al mal».
Siempre he sospechado que Séneca fue incluido entre los estoicos sólo por el
modo en que afrontó su muerte. Si consideramos su vida, en cambio, no podemos
menos que advertir una contradicción embarazoso entre pensamiento y acción. En
otras palabras, Séneca predicaba bien y se ganaba la vida mal. Mientras con una
mano escribía a un amigo.- «A menudo los ricos no valen más que las bolsas
que usan para transportar el dinero: más que hombres, son accesorios», con la
otra se afanaba sin cesar por acrecentar su patrimonio. Si escuchamos a Tácito,
una vez fue incluso acusado de influir a los moribundos del Palacio para que lo
nombraran heredero en sus testamentos. Tampoco su interés por la política se
conciliaba demasiado con la apatheia, con el desapego y alejamiento de
las pasiones. La única hipótesis posible es que se convirtió en filósofo
practicante sólo en sus últimos años, cuando decidió retirarse a la vida
privada.