LIBRO II DEL ENSAYO DEL ENTENDIMIENTO HUMANO

Capítulo XXI
ACERCA DE LA POTENCIA

1. Cómo obtenemos esta idea
Cómo la mente es informada todos los días por los dos sobre la alteración de aquellas ideas simples  que observa en las cosas exteriores, y cómo observa de qué manera una cosa termina y cesa de ser, y otra, que no era antes, empieza a existir; reflexionando también sobre lo que ocurre dentro de sí misma, y no tanto un cambio constante en sus ideas, unas veces causado por la impresión de los objetos exteriores en los sentidos, y otras por la determinación de su propia elección; y concluyendo a partir de lo que observa constantemente, que en el futuro ocurrirán cambios iguales en las mismas cosas, mediante iguales agentes y por iguales vías, considera en una cosa la posibilidad de que sus ideas simples hayan cambiado, y en otra cosa la posibilidad de realizar ese cambio; y, de esta manera, es como llega a la idea que denominamos potencia. Así, decimos que el fuego tiene la potencia de derretir el oro, es decir de destrozar la consistencia de sus partes insensibles, y en consecuencia su dureza, para hacerlo fluido; y que el sol tiene la potencia de blanquear la cera, y que la cera tiene la potencia de ser blanqueada por el sol, por lo que su amarillez queda destruida, apareciendo en su lugar la blancura. En éstos y en otros casos similares, la potencia que advertimos se refiere al cambio de las ideas que se pueden percibir; porque no podemos observar ninguna alteración u operación en ninguna cosa, si no es por el cambio observable de sus ideas sensibles; ni podemos concebir que se ha realizado ninguna alteración, si no es concibiendo un cambio de alguna de sus ideas.
2.
Potencia activa y pasiva
De esta manera considerada la potencia, es de dos clases, es decir: o capaz de efectuar un cambio, o capaz de recibirlo. La primera, puede ser llamada potencia activa, y la otra potencia pasiva. Podría ser digno de consideración el saber si la materia está o no totalmente desprovista de potencia activa, al igual que Dios, que es su autor, está totalmente por encima de toda potencia pasiva, y también resultaría interesante saber si el estado intermedio de los espíritus son o no los únicos capaces de potencia activa y pasiva. No trato ahora de entrar en este asunto, pues mi propósito actual no es buscar el origen de la potencia, sino cómo llegamos a la idea de ella. Pero puesto que las potencias activas son una parte tan grande de nuestras ideas complejas de las sustancias naturales (como más adelante veremos) y las menciono como tales para acomodarme a las nociones comunes, aunque no sean, tal vez, tan activas en la realidad estas potencias como nuestros pensamientos se imaginan, con todo creo que no resultará inútil, por este motivo, dirigir nuestras mentes a la consideración de Dios y de los espíritus, para alcanzar una idea más clara de la potencia activa.
3. La 
potencia incluye alguna relación
Confieso que la potencia incluye en sí misma alguna clase de relación (una relación respecto a la acción o al cambio), como realmente todas nuestras ideas, sean de la clase que sean, lo incluyen también, cuando las consideramos atentamente. Pues ¿no contienen acaso nuestras ideas de la extensión, la duración y el número en sí mismas una secreta relación de las partes? Lo mismo se evidencia, incluso de una forma mayor, en lo que se refiere a la forma y al movimiento. Y las cualidades sensibles, como los colores, los olores, etcétera, ¿qué son sino potencias de diferentes cuerpos, en relación a nuestra percepción, etc.? Y si las consideramos en las cosas mismas, ¿no dependen acaso del volumen, de la forma, de la textura y del movimiento de sus partes? Todo lo cual incluye alguna clase de relación entre ellas. Por tanto, pienso que nuestra idea de potencia puede muy bien ocupar un lugar entre las otras ideas simples, y ser considerada como una de ellas, ya que es una de aquellas que forman un ingrediente muy importante en nuestras ideas complejas de la sustancia, como más adelante tendremos ocasión de observar.
4.
La idea más clara de la potencia activa nos viene del espíritu
Nosotros estamos abundantemente provistos de la idea de potencia activa por la mayor parte de las clases de las cosas sensibles. En la mayoría de ellas no po- podemos evitar el observar que sus cualidades sensibles, es decir, que sus sustancias mismas, están en un flujo continuo, Por eso, con razón, las vemos como sujetas al cambio. No tenemos menos instancias de la potencia activa (que es la significación más propia de la palabra potencia), puesto que de cualquier cambio que se pueda observar, la mente debe deducir que hay una potencia capaz de realizar ese cambio, así como que existe una posibilidad de recibirlo en la cosa misma. Pero si lo consideramos atentamente, los cuerpos, por nuestros sentidos, no nos ofrecen una idea tan clara y dlistinta de la potencia activa como la que tenemos a partir de la reflexión sobre las operaciones de nuestras mentes. Porque, como toda potencia tiene relación con la acción, y como no hay sino dos clases de acciones de las que tengamos una idea, es decir, el pensamiento y el movimiento, consideremos entonces de cuál tenemos una idea más clara sobre las potencias que producen estas acciones. 1) Del pensamiento, el cuerpo no nos ofrece ninguna idea, sino que sólo la obtenemos a partir de la reflexión. 2) Ni tenemos a partir del cuerpo ninguna idea del comienzo del movimiento. Un cuerpo en reposo no nos ofrece idea alguna de ninguna potencia activa en relación con el movimiento; y cuando está en movimiento, ese movimiento es más bien una pasión que una acción. Pues cuando las bolas de billar obedecen al impulso del palo, no se trata de una acción de las bolas, sino de una mera pasión. Y cuando, por su impulso, ponen en movimiento a otra bola que se encuentra en su camino, no hacen sino comunicar el movimiento que han recibido de otro, y lo pierde en sí misma desde el momento en que la otra bola lo recibe; todo lo cual no nos proporciona sino una idea muy oscura de la potencia activa de mover que hay en el cuerpo, pues observamos que transmite el movimiento, pero no que lo produce. Porque no es sino una idea muy oscura de la potencia la que alcanza no a la producción de la acción, sino a la continuación de la pasión. Pues tal es el movimiento en un cuerpo empujado por otro; ya que la continuación de la alteración que se produce del estado de reposo al de movimiento no es una acción más de lo que lo es la continuación de la alteración de su forma que el mismo golpe provoca. La idea de comienzo del movimiento no la obtenemos sólo de la reflexión de lo que acontece en nosotros mismos, donde, por experiencia, encontramos que por una simple volición, por un meto pensamiento de la mente, podemos mover las partes de nuestro cuerpo que antes estaban en reposo. Así, me parece que la observación por nuestros sentidos sobre las operaciones de los cuerpos no llegamos sino a una idea muy oscura e imperfecta de la potencia activa, ya que en sí misma estas operaciones no nos ofrecen ninguna idea de la potencia para empezar una acción, sea el movimiento o el pensamiento. Pero si, a partir de la observación del impulso que un cuerpo ejerce sobre otro, alguien piensa que tiene una idea clara de la potencia, ello sería igualmente útil para mi propósito, pues la sensación es una de las vías por las que la mente obtiene sus ideas. Únicamente pensé que se debía considerar aquí, de pasada, si la mente no recibe su idea de potencia activa más claramente a partir de la reflexión sobre sus propias operaciones, que a partir de cualquier sensación externa.
5. La voluntad y el entendimiento son dos potencias de la mente o el espíritu
Esto, al menos, me parece evidente; que nosotros mismos encontramos una potencia para comenzar o para sufrir, para confirmar o para acabar diversas acciones en nuestra mente, y distintos movimientos de nuestros cuerpos, únicamente por un pensamiento o por una preferencia de la mente que ordena, o, por así decir, manda que no se realice determinada acción particular. Esta potencia que tiene la mente para mandar que una idea sea sometida a consideración, o para impedir que se la considere, o bien, para preferir en cualquier momento particular el movimiento de una parte del cuerpo al de su reposo, y viceversa, es lo que llamamos la voluntad. El ejercicio actual de esa potencia, produciendo cualquier acción particular, o impidiendo que se realice, es lo que llamamos volición o consentimiento. El no realizar esa acción, como consecuencia de una orden o mandato determinado de la mente es lo que llamamos actos voluntarios, y de cualquier acción que se realiza sin que intervenga un pensamiento semejante de la mente se afirma que es involuntario. La percepción que constituye el acto del entendimiento es de tres clases: uno, la percepción de ideas en nuestra mente. Dos, la percepción del significado de los signos. Tres, la percepción de la conexión o del rechazo,  del acuerdo o del desacuerdo, que hay entre cualquiera de nuestras ideas. Todas éstas se atribuyen al entendimiento, o potencia perceptiva, aunque solamente a las dos últimas solemos aplicar el término entender.
6. L
as facultades no son seres reales
Estas potencias de la mente, es decir, la percepción y la capacidad de elección se conocen usualmente por otro nombre. Y en la forma normal de hablar se dice que el entendimiento y la voluntad son dos facultades de la mente; término realmente adecuado si se utiliza, como debe hacerse con las palabras, de manera que no siembre ninguna confusión en los pensamientos de los hombres, como yo sospecho que ha ocurrido al aplicar los términos anteriores para significar unos seres reales en el alma que realizan estas acciones del entendimiento y volición. Porque cuando nosotros decimos que la voluntad es la facultad que manda y la facultad superior del alma; que es o no es libre; que es la que determina a las facultades inferiores; que sigue los dictados del entendimiento, etc., aunque éstas y otras expresiones similares pueden ser entendidas por aquéllas que examinan cuidadosamente sus propias ideas, y que dirigen sus pensamientos más por la evidencia de las cosas que por el sonido de las palabras, sin embargo sospecho que esta forma de hablar de facultades ha sumido a muchos en unas nociones confusas sobre distintos agentes que existirían dentro de nosotros, cada uno con su esfera y autoridad, y que mandarían, obedecerían y realizarían distintas acciones, como si se tratara de seres distintos; todo lo cual ha sido origen de no pocas disputas, oscuridad e incertidumbre en las cuestiones que se refieren a dichas facultades.
7.
De donde proceden las ideas de libertad y necesidad
Pienso que cada uno encuentra en sí mismo la potencia de iniciar o de impedir, de continuar o de poner fin a sus distintas acciones. A partir de la consideración sobre la extensión de esta potencia de la mente sobre las acciones del hombre, que cada uno encuentra en sí mismo, surgen las ideas de libertad y necesidad.
8.
Qué es la libertad
Todas las acciones de las que tenemos alguna idea, según ya hemos dicho, son de dos clases: pensamiento y movimiento; y en la medida que un hombre tenga la potencia de pensar o de no pensar, de moverse o de no moverse, según las preferencias o directrices de su propia mente, será un hombre libre. Por el contrario, si no son iguales la potencia de realizar una acción y de abstenerse de ella en un hombre; si el hacer algo o el no hacerlo no responde igualmente a la preferencia de su mente, no será un hombre libre, aunque, quizá, la acción sea voluntaria. De manera que la idea de libertad consiste en la idea de la potencia que tiene cualquier agente para hacer o dejar de hacer una acción particular, según la determinación o pensamiento de su mente que elige lo uno a lo otro; pero si no está dentro de la potencia del agente el actuar eligiendo una de estas cosas, no existe libertad, y ese agente está bajo una necesidad. De manera que la libertad no puede existir si no existe pensamiento, ni volición, ni voluntad; pero puede existir pensamiento, voluntad o volición, sin que exista libertad. Una pequeña consideración sobre uno o dos ejemplos nos pueden aclarar bastante esto.
9.
Supone el entendimiento y la voluntad
Una pelota de tenis, bien se encuentre en movimiento por el golpe de la raqueta, bien esté en reposo, no será tomada por nadie como un agente libre. Si investigamos sobre la razón de ello, encontraremos que es porque no concebimos que una pelota de tenis piense, y que en consecuencia pueda tener ninguna volición, o preferencia del movimiento sobre el reposo, o viceversa; por tanto, no tiene libertad, no es un agente libre; sino que el movimiento y el reposo caen bajo nuestra idea de lo necesario, por lo que así se les denomina. De igual manera, un hombre que cae al agua (al derrumbarse el puente sobre el que se encuentra) no tiene ninguna libertad, no es un agente libre. Porque aunque tiene volición, aunque prefiera no caer al agua, sin embargo como no entra en su poder el impedir este movimiento, la detención o cese de ese movimiento no se sigue de su volición, y, por tanto, no es libre en ese momento. De la misma manera un hombre que se golpea a sí mismo, o golpea a un amigo mediante un movimiento convulsivo de su brazo, que no está en su poder impedir por la volición de su mente, nadie pensará que ha actuado con libertad, sino que todos lo compadecerán por haber actuado impelido por la necesidad y el reflejo.
10. No pertenece a la volición
Supongamos que un hombre es llevado mientras duerme a la habitación en la que se encuentra una persona que desea ver y con la que quiere hablar; y que este hombre sea encerrado, de manera que no pueda salir. Cuando despierte, estará feliz de encontrarse con la compañía deseada con la que decidirá quedarse, es decir, que preferirá permanecer allí en lugar de salir fuera. Y yo pregunto: ¿no es esta estancia voluntaria? Pienso que nadie dudará que lo es y, sin embargo, como ha sido encerrado, resulta evidente que no está en libertad de permanecer o de salir. De manera que la libertad no es una idea que pertenezca a la volición o a la preferencia, sino que es propia de la persona que tiene el poder de actuar o dejar de actuar, según los designios o dictados de su mente. Nuestra idea de libertad llega hasta donde alcanza esa potencia, y no más allá. Porque siempre que alguna restricción impide la actuación de esa potencia, o que alguna confusión elimina esa indiferencia de la habilidad de obrar o de dejar de hacerlo, ya no hay libertad, ni existe en ese momento la noción que de ella tenemos.
11.
No es necesario oponer lo voluntario a lo involuntario
Tenemos suficientes ejemplos, y a menudo más que suficientes en nuestros propios cuerpos sobre ello. El corazón de un hombre se mueve, y la sangre circula sin que esté en su poder detenerlo por medio del pensamiento o la volición; y, por tanto, en lo que se refiere a estos movimientos, cuyo término no depende del juicio ni de la determinación de la mente, aunque ésta lo quisiera así, no nos encontramos ante un agente libre. Movimientos convulsivos agitan las piernas del hombre, de manera que aunque lo deseara fervientemente no podría detenerlos por ninguna potencia de su mente (como en esa extraña enfermedad llamada chorea sancti víti), sino que se encuentra perpetuamente bailando; no está en libertad de actuar, sino bajo la necesidad que le impone el movimiento, al igual que una piedra que cae, o una pelota de tenis golpeada con una raqueta. Desde otro punto de vista, una parálisis o el potro de castigo impiden que las piernas de un hombre obedezcan la determinación de su mente, cuando quiere hacer que su cuerpo se traslade a otro lugar, En todas estas ocasiones hay una ausencia de libertad, aunque, incluso para el paralítico, sea voluntario el permanecer sentado, en cuanto a que lo prefiera a moverse. Entonces, lo voluntario no se opone a lo necesario, sino a lo involuntario. Porque un hombre puede preferir lo que puede hacer o lo que no puede hacer; puede elegir el estado en que se encuentra, otro contrario o un cambio en el mismo, aunque la necesidad haya hecho inalterable este estado.
12.
Qué es la libertad
De la misma manera que ocurre con los movimientos del cuerpo, acontece con los pensamientos de nuestras mentes: cuando cualquier pensamiento es de tal clase que tenemos la potencia de conservarlo o desecharlo, según lo que la mente elija, existe libertad. Un hombre despierto, que se encuentra en la necesidad de tener algunas ideas constantemente en su mente, no se halla en la libertad de pensar o de no pensar más de lo que lo está de impedir que su cuerpo toque o deje de tocar a otro cuerpo; pero el que cambie su contemplación de una idea a otra es algo que muchas veces depende de su elección, y entonces, en ese sentido, tendrá la misma libertad de que dispone sobre otros cuerpos en los que descansa, en los que puede transportarse de uno a otro, a su gusto. Hay, sin embargo, algunas ideas para la mente que, como algunos movimientos para el cuerpo, no pueden evitarse en determinadas circunstancias, ni rechazarse por muchos esfuerzos que se empleen en ello. Un hombre no está en la libertad de desechar la idea del dolor ni de divertirse con otras contemplaciones. Y algunas veces una pasión vehemente ocupa nuestros pensamientos, como un huracán impulsa nuestros cuerpos, sin dejarnos en libertad de pensar en otras cosas, que quizá nos gustarían más. Pero desde el momento en que la mente tiene el poder de parar o continuar, de comenzar o impedir cualquiera de estos movimientos externos del cuerpo, o de los pensamientos internos, según crea que prefiere lo uno a lo otro, nos encontramos de nuevo ante la consideración de que el hombre es un agente libre.
13.
Qué es la necesidad
Siempre que falte totalmente el pensamiento, o la potencia de obrar o de dejar de hacerlo según los dictados del pensamiento, nos encontramos ante la necesidad. Esta, cuando se encuentra en un agente capaz de volición y cuando la iniciación o la continuación de alguna acción es contraria a esa preferencia de su mente, es llamada compulsión; cuando el impedimento o cese de alguna acción es contrario a su volición, se denomina represión. Los agentes que no tienen pensamiento alguno, ni volición, son agentes necesarios en todos los sentidos.
14.
La libertad no pertenece a la voluntad
Si esto es así (como imagino que lo es), considérese si no ayuda para poner punto final a esta largamente debatida, y pienso que poco razonable cuestión, pues me parece ininteligible, que pregunta si la voluntad de un hombre es o no libre. Porque, si no me equivoco, de cuanto he dicho se sigue que la misma cuestión es impropia, y tan carente de sentido es preguntar si la voluntad del hombre es libre, como inquirir si su dormir es rápido, o su virtud cuadrada: la libertad tiene tan poca aplicación respecto a la voluntad, como la rapidez del movimiento al sueño, o la cuadratura a la virtud. Todo el mundo se reiría ante el absurdo de unas cuestiones semejantes a éstas, pues resulta obvio que las modificaciones del movimiento no pertenecen al sueño ni la diferencia de forma a la virtud; y cuando alguien lo considere correctamente, pienso que percibirá claramente que la libertad, que no es sino una potencia, pertenece sólo a los agentes, y no puede ser un atributo o modificación de la voluntad, que no es, asimismo, sino una potencia.
15. La volición
Tan grande es la dificultad de explicar y de dar nociones claras de las acciones internas por medio de sonidos, que me veo obligado aquí a aclarar a mi lector que los términos ordenar, dirigir, elegir, preferir, etcétera, que he empleado aquí no expresarán suficientemente lo que es la volición, a menos que se reflexione sobre lo que uno mismo hace cuando ejecuta un acto de volición. Por ejemplo, el término preferir, que quizá parezca el más adecuado para expresar el acto de volición, no lo hace de un modo muy preciso. Porque aunque un hombre prefiera volar a caminar, sin embargo, ¿quién puede decir que tiene esa volición? Es evidente que la volición es un acto de la mente que, conociéndolo, ejerce ese dominio que supone tener sobre cualquier parte del hombre, para emplearla o impedirla en cualquier acción particular. Y ¿en qué otra cosa consiste la voluntad sino en la facultad de hacer esto? ¿Y acaso esta facultad es otra cosa que una potencia, es decir, la potencia de la mente para determinar los pensamientos que produce, la continuación o el detenimiento de cualquier acción, si ello depende de nosotros? Porque, ¿se puede negar que todo agente que tenga la potencia de pensar sobre sus propias acciones, y de preferir su actuación u omisión, lo uno a lo otro, tiene esa facultad llamada voluntad? Así pues, la voluntad no es sino una potencia de esta clase. La libertad, por otra parte, es la potencia que tiene un hombre para hacer o dejar de hacer cualquier acción particular, según que el ejecutarla o el no hacerla tenga en ese momento una preferencia en su mente; lo cual equivale a decir que es según que tenga esa volición.
16.
Las potencias pertenecen a los agentes
Así pues, resulta evidente que la voluntad no es sino una potencia o habilidad, y que la libertad no es sino otra potencia o habilidad de tal clase que preguntar si la voluntad es libre supone preguntar sí una potencia tiene otra potencia, o si una habilidad tiene otra habilidad; cuestión que, a primera vista, parece bastante absurda para ser motivo de una disputa, o para necesitar una respuesta. Porque, ¿quién no podrá ver que las potencias pertenecen solamente a los agentes, y que tan sólo son atributos de las sustancias, y no de las potencias mismas? Así que la cuestión sobre la libertad de la voluntad consistiría en preguntar sobre si la voluntad es un agente o una sustancia o, al menos, supondría presumirlo, puesto que la libertad no puede atribuirse con propiedad a ninguna otra cosa. Si la libertad se puede atribuir, sin que resulte una afirmación impropia, a la potencia, también se podrá atribuir a la potencia que hay en el hombre de producir o de impedir los movimientos en partes de su cuerpo, que es lo que hace que se le considere libre, y en lo que consiste su misma libertad. Pero sí cualquiera preguntara si la libertad es libre, se sospecharía que no sabe muy bien lo que dice, y que merecería tener unos oídos semejantes a los del rey Midas, el cual, sabiendo que el ser rico era una denominación de la posesión de riquezas, preguntaba si las riquezas mismas eran ricas.
17.
Cómo se llama libre a la voluntad del hombre
Sin embargo, aunque el término de facultad, que los hombres han aplicado a esta potencia llamada voluntad, y que los ha hecho hablar de ella como actuante, puede servir para paliar un poco este absurdo, mediante una acepción que disimula su verdadero significado, realmente no significa sino la potencia o la capacidad de preferir o elegir; y cuando se considera, bajo el nombre de facultad, a la voluntad simplemente como una capacidad de hacer alguna cosa, resulta evidente el absurdo que supone afirmar que es libre o que no lo es. Porque, si fuera razonable suponer y referirse a las facultades como seres distintos que pueden actuar (como hacemos cuando decimos que la voluntad ordena y que la voluntad es libre), deberíamos establecer una facultad hablante, una facultad caminante, una facultad danzante, por las que se produjeran estas acciones que no son sino diversos modos de movimiento; del mismo modo que hacemos facultades a la voluntad y al entendimiento por las que se producen las acciones de elegir y de percibir, que no son sino diversos modos de pensamiento. Y podríamos hablar tan propiamente diciendo que la facultad cantante es la que canta, y que la facultad danzante es la que danza, como cuando decimos que la voluntad elige, o el entendimiento concibe, o lo que es más habitual, que la voluntad dirige el entendimiento, o que el entendimiento obedece o desobedece a la voluntad; pues tan propio sería decir, y tan inteligible resultaría, que la potencia de hablar dirige a la potencia de cantar, o que la potencia de cantar obedece o desobedece a la potencia de hablar.
18.
Esta forma de hablar causa confusión en el pensamiento
Esta manera de hablar, a pesar de todo, ha prevalecido y, si no me equivoco, ha sido el motivo de grandes confusiones. Porque, como no se trata sino de diferentes potencias, en la mente o en el hombre, para realizar diversas acciones, éste las ejecuta según sus pensamientos; pero la potencia de ejecutar una acci6n no opera sobre la potencia de ejecutar otra acción. Porque la potencia de pensar no opera sobre la potencia de elegir, ni la de elegir sobre la de pensar, en mayor medida que lo hace la potencia de danzar sobre la de cantar, o la potencia de cantar sobre la de danzar, lo cual, cualquiera que reflexione sobre ello, podrá percibir fácilmente. Y, sin embargo, esto es lo que afirmamos cuando decimos que la voluntad opera sobre el entendimiento, o que el entendimiento lo hace sobre la voluntad.
19.
Las potencias son relaciones, no agentes
Admito que este pensamiento o aquél puedan ocasionar una volición, es decir, el ejercicio de la potencia que tiene un hombre de elegir; y que una elección real de la mente pueda causar el que se tenga un pensamiento real sobre ésta o aquella cosa, de igual manera que el canto real de una tonadilla pueda ser el motivo de una danza determinada o de otra, o que el baile real de una danza provoque el canto de una tonadilla u otra. Pero, en todo caso, no tenemos una potencia que opere sobre otra potencia, sino que es la mente la que opera y actúa sobre estas potencias; es el hombre el que realiza esas acciones; es el agente el que tiene la potencia, o el que es capaz de obrar. Porque las potencias son relaciones, no agentes; y solamente aquellos que tienen la potencia, o de lo que carecen para operar, solamente eso es libre o no lo es, y nunca la potencia misma. Porque la libertad, o la falta de libertad, no pueden pertenecer sino a lo que tiene la potencia de actuar, o a lo que carece de ella.
20.
La libertad no pertenece a la voluntad
El haber atribuido a las facultades lo que no les pertenece, es lo que ha ocasionado esta manera de hablar; pero el haber introducido dentro de estas reflexiones sobre la mente, bajo el nombre de facultades, una noción sobre sus operaciones, creo que ha contribuido tan poco al progreso de los conocimientos sobre esa parte de nosotros mismos, como el uso habitual que hacemos de semejante invención de las facultades, para designar las operaciones del cuerpo, ha favorecido nuestro conocimiento sobre la Medicina. Y no es que yo niegue que haya facultades tanto en el cuerpo como en la mente. Uno y otra tienen potencias para operar, ya que de lo contrario no podrían hacerlo; y lo que no puede operar es lo que no es capaz de operar. Tampoco niego que esas palabras y otras similares tengan un sitio dentro del uso común de los idiomas en los que se encuentran. Parecería una presunción excesiva el tratar de suprimirlas totalmente, e incluso la misma filosofía, que no gusta de lujosos ropajes, debe, sin embargo, cuando aparece en público, ser complaciente hasta el punto de vestirse según la moda usual y el lenguaje de un país, dentro de lo que lo permitan la verdad y la claridad del razonamiento. Pero el error ha estribado en hablar de las facultades y en representarlas como si se tratara de otros tantos agentes distintos. Porque, al preguntarse qué era lo que digería la comida en nuestro estómago se ha respondido inmediatamente que era la facultad digestiva, como si esto pudiera ser una contestación satisfactoria. Y cuando se ha inquirido sobre lo que obligaba a que algo saliera de nuestro cuerpo, se ha dicho que era la facultad expulsiva. Pues, ¿qué lo movía?-. la facultad motora. Y de la misma manera en lo que se refiere a la mente, se dice que es la facultad intelectual, es decir, el entendimiento, la que entiende; y que la facultad electiva, o sea la voluntad, es la que tiene voliciones o la que ordena. En resumen, esto no es otra cosa que afirmar que la capacidad de digerir, digiere; que la de mover, mueve, y que la de entender, entiende. Porque pienso que facultad, capacidad y potencia no son sino diferentes nombres de la misma cosa; de tal manera que estas diferentes formas de hablar, expresadas en términos más inteligibles, me parece que no significan otra cosa sino que la digestión se realiza mediante algo que es capaz de digerir, que el movimiento se ejecuta gracias a algo que se puede mover, y que el entendimiento se produce por algo que es capaz de entender. Y realmente sería muy extraño que fuese de otro modo; tan extraño como sería que un hombre fuese libre sin ser capaz de ser libre.
21.
Por el contrario, pertenece al agente o al hombre
Para retornar a nuestra investigación en torno a la libertad, creo que la cuestión no radica propiamente en saber si la voluntad es libre, sino en si el hombre es libre. De esta manera creo lo siguiente:
Primero, que la medida en que cualquiera pueda, por dirección o elección de su mente, prefiriendo la existencia de cualquier acción a la inexistencia de esa acción, y viceversa, pueda hacer que esa acción exista o no exista, en esa misma medida él es libre. Porque si dirigiendo el movimiento de mi dedo puedo hacer, mediante el pensamiento, que se mueva el dedo que antes estaba en reposo, o viceversa, me parece evidente que soy libre respecto a esa acción. Y si puedo, también por medio del pensamiento, eligiendo lo uno sobre lo otro, emitir palabras o guardar silencio, es evidente que tengo la libertad de hablar o de mantenerme en silencio; y un hombre será libre hasta el punto en que su potencia de obrar o de dejar de obrar alcance, según la determinación de su pensamiento que
le haga elegir lo uno a lo otro, Pues ¿acaso podemos concebir una libertad mayor en un hombre que la de tener la potencia de hacer según su voluntad? Y en la medida en que cualquiera pueda, eligiendo una acción a su ausencia, o el reposo a cualquier acción, producir esa acción o reposo, en esa medida puede hacer lo que es su voluntad. Porque una elección semejante de una acción frente a su ausencia, es la volición de ella; y difícilmente podríamos hacer que se imaginara a un ser cualquiera con más libertad que la que le proporciona el ser capaz de hacer lo que su voluntad le dicta. De tal manera que, en lo que se refiere a la acción, y dentro del alcance de la potencia que esté en él, un hombre parece que es tan libre como es posible que lo haga la libertad.
22.
En lo que se refiere a la acción de la voluntad, el hombre no es libre
Pero la mente inquisitivo del hombre, que quiere borrar, hasta donde pueda, todo pensamiento de culpa, incluso hasta el punto de situarse en un estado peor que el de la necesidad fatal, no se contenta con eso: no le satisface la libertad, si no alcanza más allá de ella misma; y se tiene como un argumento correcto el que un hombre no sea en absoluto libre, si no lo es en la acción misma de la volición tanto como en actuar según lo que su voluntad le dicta. Así pues, en lo que se refiere a la libertad del hombre, hay todavía otra cuestión: ¿será un hombre libre en su voluntad?; esto es lo que me parece que se quiere significar cuando se disputa sobre si la voluntad es o no libre. Y en lo que a ello se refiere, me imagino lo siguiente:
23. Cómo no puede ser un hombre libre en el ejercicio de su voluntad
En segundo lugar, puesto que el ejercicio de la voluntad, o la volición, es una acción, y puesto que la libertad consiste en una potencia de actuar o de no actuar, el hombre, en lo que se refiere al ejercicio de su voluntad, o al acto de la volición, no puede ser libre, cuando la acción que esté en su poder ha sido propuesta a su pensamiento como algo que debe hacerse en ese momento. La razón de ello es manifiesta, pues como la acción depende de su voluntad es inevitable que exista o que no exista, y su existencia o inexistencia, como no pueden sino seguir la determinación y preferencia de su voluntad, hace que él no pueda evitar la volición de la existencia o inexistencia de esa acción; es decir, que es absolutamente necesario que se incline por lo uno o por lo otro, o sea, que prefiera lo uno a lo otro, puesto que una de las dos cosas debe seguirse necesariamente y puesto que la cosa que elige proviene de la elección y determinación de su mente, o, lo que es lo mismo, de su volición; ya que si no la tuviera, ello no ocurriría así. De suerte que, en lo que se refiere a la acción misma de la voluntad del caso anterior, un hombre no es libre, ya que la libertad estriba en la facultad de obrar o de no obrar, de la cual carece entonces el hombre respecto a la volición. Porque un hombre se encuentra en una necesidad inevitable de elegir el hacer o el dejar de hacer una acción que esté en su poder, una vez que la cuestión se ofrece de esa manera a su pensamiento, por lo que necesariamente tendrá que inclinar su volición hacia lo uno o hacia lo otro, con lo que la acción que sin duda alguna se seguirá, o la ausencia de la acción, según los designios de su volición, será realmente voluntaria. Pero como el acto de la volición, o el de preferir una de las dos cosas, es algo que no se puede evitar, es evidente que, en ese sentido, un hombre se encuentra bajo una necesidad, y que, por tanto, no es libre a no ser que puedan coexistir libertad y necesidad y que un hombre pueda ser libre al tiempo que está forzado. Además, el hacer a un hombre libre en este sentido, es decir, mediante el que la acción de querer hacer algo dependa de su voluntad, supone un antecedente de la voluntad que determina los actos de esta voluntad, y otro antecedente que determina los del anterior, y así in infinitum; por lo que en el momento en que uno de estos antecedentes existen, las acciones del siguiente no pueden ser libres. Y como no hay ningún ser, hasta el punto en que puedo imaginar otros seres, capaz de una libertad semejante de voluntad, eso impide que mi voluntad pueda elegir el ser o el no ser de cualquier cosa en su potencia que haya sido considerada de semejante manera.
24.
La libertad es el libre albedrío de ejecutar lo que desea
Una cosa, por tanto, es evidente: que cuando un hombre debe obrar de inmediato, no puede deliberar libremente, ni dejar de hacerlo, según los designios de su voluntad, ya que no puede sino actuar de una manera o de otra, dado que la libertad solamente consiste en la capacidad de actuar o de dejar de hacerlo. Porque se afirma, de un hombre que está sentado, que tiene libertad desde el momento en que puede caminar si lo desea; pero si un hombre que está sentado no tiene la potencia de moverse, entonces este hombre no tiene libertad. De la misma manera un hombre que esté cayendo por un precipicio, aunque esté en movimiento, no goza de ninguna libertad, porque no puede parar el movimiento según sus deseos. Siendo esto así, resulta evidente que un hombre que camina y a quien se le aconseja que deje de hacerlo no goza de libertad en tanto en cuanto tendrá que decidirse por caminar o dejar de hacerlo; es decir, necesariamente tendrá que elegir lo uno a lo otro; el caminar o el quedarse quieto; lo mismo sucede en todas las demás acciones que se presentan de esa manera y que podemos ejecutar, acciones que, sin lugar a dudas, son las más numerosas. Pues si se tiene en cuenta la enorme cantidad de acciones voluntarias, que se suceden la una a la otra a cada momento, y durante nuestra vida, mientras estamos despiertos, son muy pocas las que se presentan a la voluntad para que decida antes del momento de realizarlas. Y en todas estas acciones, según ya lo he mostrado, la mente carece, en lo que a la volición se refiere, de la potencia de actuar o de dejar de hacerlo, circunstancia en la que radica la libertad. En estos casos, la mente carece de la potencia de abstenerse de ejercer la voluntad, desde el momento en que no puede dejar de decidirse, en una forma u otra, sobre estas acciones. Por más breve que sea la consideración, por muy rápido que actúe el pensamiento, o bien deja al hombre en la situación en que se encontraba antes del pensamiento, o bien cambia ésta; o continúa la acción, o la termina. De todo lo cual se evidencia que ordena y dirige lo uno con preferencia a lo otro, o con negligencia de ello, de manera que resulta totalmente involuntario bien la continuación, bien el cambio.
25.
La voluntad está determinada por algo fuera de ella
Puesto que resulta evidente que en la mayoría de los casos el hombre no está en libertad de ejercer o no, según la voluntad, su volición (porque cuando una acción se propone a sus pensamientos, dentro de su potencia, él no puede impedir la volición, sino que debe determinar una manera de actuar o. la otra), lo que surge a continuación como una pregunta es si un hombre tiene la libertad en la volición sobre las dos cosas que desea, es decir, el movimiento o el reposo. Esta pregunta conlleva un absurdo tan grande, que cualquiera puede convencerse suficientemente por ella misma de que la libertad no concierne a la voluntad. Porque preguntar si un hombre tiene la libertad de elegir, en su volición, entre el movimiento y el reposo, entre hablar o guardar silencio, es tan absurdo como preguntar si un hombre puede tener volición respecto a lo que ya tiene volición, o si puede apetecerle aquello que ya le apetece; pregunta ésta que, según creo, no merece una respuesta, y quienes la formulen tendrán que suponer que una voluntad determina los actos de otra voluntad, y que otra, a su vez, determina los de ésta, y así in infinitum.
26. Deben definirse las ideas de libertad y volición
Para evitar estos absurdos y otros semejantes, nada puede resultar de una utilidad mayor que el establecer en nuestras mentes unas ideas indeterminadas de las cosas que están bajo consideración. Si las ideas de libertad y de volición hubieran sido fijadas adecuadamente en nuestro entendimiento, y si las lleváramos en nuestras mentes, tal y como deberíamos, para aplicarlas en todas las cuestiones que sobre ellas se suscitan, supongo que una gran parte de las dificultades que desconciertan a los hombres en este aspecto, enturbiando sus entendimientos, se resolverían con mucha mayor facilidad, y que podríamos percibir si la oscuridad se origina a partir de una confusión en el significado de los términos, o si viene provocada por la naturaleza de la cosa.
27.
La libertad
Así, pues, debe tenerse en cuenta lo primero que la libertad estriba en que la existencia o inexistencia de cualquier acción depende de nuestra volición sobre ella, y no en que cualquier acción o su contraria dependa de nuestra preferencia. Un hombre que se encuentra en un acantilado está en libertad de saltar veinte yardas más hacia el interior del mar, pero no porque tenga la potencia de realizar la acción contraria, la cual consistiría en saltar veinte yardas hacia arriba, lo cual evidentemente no puede hacer, sino porque su libertad radica en que tiene la potencia de saltar o de no saltar. Pero si una fuerza superior a la
suya lo mantiene inmóvil o le obliga a caer, ese hombre ya no es libre, desde el momento en que ya no está en su poder el realizar o el dejar de realizar esa acción. Una persona que se encuentre encarcelada en una habitación de veinte pies cuadrados, y que esté situada en el ángulo norte de esa habitación es libre de caminar veinte pies hacia el sur, ya que puede caminar o dejar de hacerlo en esa dirección; pero, por el contrario, no tiene la libertad de hacerlo al revés, es decir, de caminar veinte pasos hacia el norte.
28. Qué significan la volición y la acción
En segundo lugar, debemos recordar que la volición o voluntad es un acto de la mente que dirige sus pensamientos hacia la producción de una acción cualquiera, ejercitando, de ese modo, su potencia para producirlo. Para evitar la multiplicación de los términos, solicito que la palabra acción abarque también la abstención de otra acción propuesta; por ejemplo: el hecho de permanecer sentado o de guardar silencio cuando se nos proponen el caminar o el hablar; ya que, aunque se trate de abstenciones de determinadas acciones, desde el momento en que requieren una determinación semejante de la voluntad y, a menudo, tienen tanta importancia en sus consecuencias como las acciones contrarias, existen justificaciones suficientes, desde este punto de vista, para considerarlas también acciones. Y esto lo digo para evitar que se me malinterprete cuando (por razones de brevedad) hable de esta manera.
29.
¿Que es lo que determina la voluntad?
En tercer lugar, como la voluntad no es sino una potencia que tiene la mente para dirigir las facultades operativas del hombre hacia el movimiento o el reposo, en tanto en cuanto éstas dependan de una dirección semejante, a la cuestión de ¿qué es lo que determina la voluntad?, la verdadera contestación y la más propia debe ser que es la mente. Porque aquello que determina la potencia general de dirigir en una dirección particular, sea ésta o aquélla, no es sino el agente mismo, cuando ejerce la potencia que tiene de esa manera particular, Y si esta contestación no resulta satisfactoria, parece evidente que el sentido de la pregunta ¿qué es lo que determina la voluntad?, es éste: ¿qué es lo que mueve a la mente, en cada caso particular, para determinar su potencia general de dirigir, en este o aquel movimiento particular o en el reposo? A ello respondo que el motivo que nos impulsa a mantenernos en el mismo estado o acción, es tan sólo la satisfacción momentánea que encontramos en ello; que el motivo que nos incita a cambiar, consiste siempre en un malestar, ya que nada nos puede impulsar a cambiar un estado o a emprender una acción nueva, si no es algún estado molesto. Este es el principal motivo que actúa sobre la mente para ponerla en acción, y a lo cual llamaremos, en aras de la brevedad, determinación de la voluntad, concepto que explicaré con más detenimiento después.
30.
La voluntad y el deseo no deben confundirse
Pero para adentrarnos en este examen, resulta necesario partir de la premisa de que, aunque antes he tratado de expresar el acto de la volición con los términos de elegir, preferir y otros similares, términos que significan deseo al tiempo que volición, ya que carecía de otras palabras cuyo significado determine ese acto de la mente, que recibe el nombre de volición o inclinación de la voluntad; sin embargo, como se trata de un acto muy simple, quien se muestre dispuesto a entender lo que ese acto es, rápidamente lo comprenderá al reflexionar sobre su propia mente, y al observar lo que hace cuando ejerce una volición, y todo ello mejor que mediante un conjunto de sonidos que inventáramos para expresar estos actos. Imagino que semejante precaución de no confundirse con el uso de expresiones que no establecen con el rigor suficiente las diferencias entre la voluntad y otros actos de la mente muy distintos de ésta, resulta mucho más necesaria desde el momento en que vemos que con frecuencia se confunden la voluntad y varias de las acepciones y, sobre todo, se utiliza en lugar de deseo, de manera indiscriminada, todo lo cual se lleva a cabo por personas que se mostrarían muy reacias a admitir que carecen de nociones muy distintas de las cosas y que han escrito de manera poco clara sobre ellas. En el asunto en que estamos tratando, pienso que ésta ha sido una de las ocasiones más importantes de oscuridad y error, por lo que, dentro de lo que sea posible, debe intentar evitarse. Pues quien dirija sus pensamientos hacia su interior, y contemple lo que sucede en su mente cuando tiene una volición, podrá observar que la voluntad o potencia de volición no se atiene sino a esa determinación particular de su mente, y que por sólo un pensamiento, la mente trata de provocar, continuar o finalizar una acción cualquiera que imagina puede manejar. Esto, si se considera adecuadamente, muestra palpablemente la distinción que debe existir entre voluntad y deseo, el cual bien puede tener, respecto a una misma acción, una tendencia contraria a la que nos impone la voluntad. Un hombre a quien no puedo rehusarme, puede obligarme a que persuada a otro que al mismo tiempo que le hablo yo puedo intentar persuadir. En este caso, resulta evidente que la voluntad y el deseo se contraponen. Tengo la volición de una acción dirigida en un sentido determinado, mientras mi deseo marcha en una dirección opuesta, y eso es una oposición directa. Un hombre que, por un violento ataque de gota en sus miembros, siente un malestar en su cabeza, o la falta de apetito en su estómago, desea también que cese el dolor de sus extremidades (pues desde el momento en que existe el dolor, existe el deseo de que desaparezca), aunque, sin embargo, al comprender que la desaparición del dolor pueda causar un cambio del humor nocivo a otra parte más vital, él no puede determinarse con respecto a ninguna acción que pueda servir para aportar esta disminución del dolor. De aquí resulta evidente que deseo y volición son dos actos distintos de la mente, y, en consecuencia, que la voluntad, que no es sino la potencia de la volición, es mucho más diferente del deseo.
31
. El malestar determina la voluntad
Así pues, volvamos a nuestra investigación sobre lo que determina la voluntad respecto a nuestras acciones. Y, después de reconsiderar la cuestión, creo que no es, como generalmente se supone, lo que determina la voluntad aquello que aparece como más grato para la vista, sino que es algún malestar (y generalmente el más agudo) el que hace que el hombre se determine. Esto es lo que determina la voluntad sucesivamente, y nos hace realizar las acciones que ejecutamos. A este malestar lo podemos llamar, porque de hecho lo es, deseo, pues es un malestar de la mente provocado por la ausencia de un bien. Todos los dolores corporales, sean de la clase que fueren, y toda inquietud de la mente, provocan un malestar; y a éste siempre va unido un deseo similar en proporción al dolor o a la inquietud que provoca, con lo que resulta difícil distinguir entre las dos cosas. Porque, como el deseo no es sino el malestar causado por la ausencia de un bien con respecto a un dolor que se padece, ya que no hay nadie que sintiendo dolor no desee su alivio de una manera similar a la intensidad de ese dolor, que le es inseparable. Y además de ese deseo por mitigar el dolor, existe otro provocado por la ausencia de un bien positivo, por lo que también el deseo y el malestar guardan una proporción de igualdad. Padecemos un dolor en la medida en que deseamos algún bien ausente. Pero debe notarse que todo bien ausente no produce un dolor con la misma proporción de la grandeza o magnitud de ese bien, o de la que le reconocimos, mientras que todo dolor, sí provoca un deseo igual a sí mismo, porque la ausencia de un bien no siempre provoca un dolor, mientras que sí lo hace la presencia del dolor. Y, por tanto, la ausencia de un bien puede ser considerada y contemplada sin deseo. Pero siempre que haya algún deseo, independientemente de su intensidad, se produce una sensación de malestar. 
32.
El deseo provoca el malestar
Que el deseo es un estado de malestar, es algo que quien reflexione sobre sí mismo podrá descubrir fácilmente. Quién, si no, ha dejado de sentir aquello que dijo un hombre sabio sobre la esperanza (que no es muy diferente de lo que aquí estamos tratando), que su aplazamiento hace enfermar al corazón; y eso en proporción a la grandeza del deseo que, algunas veces, hace llegar al malestar hasta el punto de provocar el grito de: «Dadme, hijos, dadme lo que deseo, o moriré.» La vida misma, y todos sus placeres, se convierten en una carga insoportable bajo la presión de un estado de malestar semejante.
33. El
malestar del deseo determina la voluntad
Es cierto que el bien y el mal, presentes o ausentes, actúan sobre la mente; pero lo que inmediatamente determina la voluntad en cada acción voluntaria es el deseo sobre algún bien que está ausente, sea éste negativo, como en el caso del alivio del dolor, sea positivo, como el que se obtiene de algún placer. Que este malestar sea el que determine la voluntad en las acciones voluntarias y sucesivas, que llenan la mayor parte de nuestras vidas y por las cuales llegamos al disfrute de los diferentes fines, es algo que trataré de mostrar, tanto a partir de la experiencia como de la evidencia que se desprende de este mismo hecho.
34.
Este es el resorte de la acción
Cuando un hombre se encuentra realmente satisfecho con el estado en que se halla - cosa que ocurre cuando está totalmente libre de cualquier molestia -, ¿qué industria, qué acción, qué deseo le queda, sino el de permanecer en ese estado? Y que esto es así, es algo que la observación de cada uno podrá corroborar. Pues, de esta manera, podemos ver que nuestro Sapientísimo Creador ha querido poner en el hombre, de acuerdo con nuestra constitución y hechura, y conociendo qué es lo que determina la voluntad, las molestias del hambre y de la sed, y de otros deseos naturales que se repiten cuando deben hacerlo, y que mueven y determinan sus voluntades, para el mantenimiento y la preservación de la especie humana. Porque pienso que podemos concluir que si la simple contemplación de esos dos fines buenos, hacia los que somos conducidos por estas diversas molestias, bastase para determinar nuestra voluntad y ponernos en acción, habríamos carecido de esos dolores naturales, y tal vez no habría existido dolor, pequeño o grande, en el mundo. Dice San Pablo que «es mejor casarse que abrasarse», por lo que podemos ver lo que lleva a los hombres a disfrutar de los placeres de la vida conyugal. El sentir un pequeño ardor no empuja con más violencia que los mayores placeres que nos puedan ofrecer en el futuro.
35.
La voluntad no está determinada por el mayor bien positivo, sino por la presencia del malestar
Parece una máxima perfectamente establecida y delimitada por el consenso general de toda la humanidad que el bien, el bien más grande, es lo que determina la voluntad, por lo que no debe de extrañar el hecho de que cuando publiqué por primera vez mis impresiones sobre este asunto la diera por supuesta; y me imagino que serán muchos los que piensen que es más disculpable que haya actuado de esta manera que si me hubiera aventurado a apartarme de una opinión tan común. Sin embargo, la verdad es que en aras de una investigación más estricta, me veo obligado a afirmar que el bien, el mayor bien, aunque sea aprehendido y confesado como tal, no determina la voluntad, en tanto que nuestro deseo, que suscita un bien de esta naturaleza, provoca un estado de ansiedad por la ausencia de dicho bien.
Aunque se intente convencer a un hombre de que la abundancia es mejor que la pobreza; aunque se le intente hacer ver que las comodidades de la vida son preferibles a la penuria, sin embargo, mientras esté satisfecho con este último estado y no experimente malestar por ello, no actuará; su voluntad no se moverá hacia ninguna acción que lo lleve a otra situación diferente. Aunque un hombre esté muy persuadido sobre las ventajas que tiene la virtud, y de que es algo tan vital para el hombre que quiera cumplir sus fines en este mundo, o alcanzar los del mundo futuro, como necesario es el alimento para la vida, sin embargo, en tanto no sienta el hambre y sed de justicia, en tanto no experimente un malestar por la ausencia de esa justicia, su voluntad no se encaminará a conseguir ese bien superior, sino que se sentirá impulsada por cualquier otro malestar a la realización de acciones diferentes. Por otro lado, vea el ebrio arruinarse su salud, disminuir su patrimonio; comprenda que el descrédito, la enfermedad y la carencia de lo más elemental, incluso de la bebida que tanto ama, le sobrevendrán de continuar con este vicio, y, sin embargo, al llegar la hora habitual en que sacia la sed, aunque sienta la ausencia de sus compañeros, se sentirá impulsado hacia la taberna, pese a que comprenda que su salud y su abundancia disminuye, y que hipoteca los gozos de la otra vida; entonces, este bienestar no se puede mirar como un bien poco considerable en sí mismo, ya que admite que es superior al placer de beber, o a la con- versaci6n inconexa de un grupo de borrachos. No es, por tanto, la falta de comprensión de ese bien mayor
lo que le hace actuar de esa manera, pues lo ve y lo conoce, y en los intervalos en que no se dedica a la bebida decide alcanzar ese otro bien mayor; pero cuando se vuelve a producir la insatisfacción por no haber realizado sus deseos, deja de dominar en él el bien mayor que había admitido, y el malestar que siente en ese momento hace que su voluntad actúe de la manera habitual, lo que hace que aumente la posibilidad de que vuelva a obrar de igual forma en la ocasión siguiente, por mucho que él prometa secretamente dejar la bebida, diciendo que ésta será la última vez que actuaba en contra de la consecución de aquel bien superior. De esta manera, este hombre se encuentra, de ocasión en ocasión, en el estado de aquel infeliz que se lamentaba: «video meliora, proboque, deteriora sequor», sentencia que, admitida como verdadera y confirmada por la experiencia constante, debe entenderse fácilmente en este contexto, y no en ningún otro.
36.
Porque la supresión del malestar es el primer peldaño hacia la felicidad
Si investigamos la razón de lo que la experiencia enseña de una manera tan evidente como los hechos, y si examinamos por qué solamente es el malestar el que actúa sobre la voluntad, y la determina en sus juicios, podríamos encontrar que, como nosotros tan sólo somos capaces de conseguir que la voluntad se de- termine hacia una acción a tiempo, el malestar actual que experimentamos determina de un modo natural a la voluntad de cara a la consecución de esa felicidad hacia la que dirigimos todas nuestras acciones. Porque, mientras estemos bajo la influencia de algún malestar, no podemos pensar que somos felices, ni que estamos en el camino de llegar a serio; pues como el dolor y la infelicidad son incompatibles con la felicidad, y, además, como son algo que impiden disfrutar incluso de los bienes que se poseen, un dolor mínimo bastará para anular todo el placer que teníamos. Y, por tanto, lo que determina la elección de nuestra voluntad sobre la acción inmediata es siempre el deseo de suprimir el dolor presente, como primer paso necesario hacia la felicidad.
37. Porque solamente el malestar está presente
Otra razón por la que el malestar es el único que determina la voluntad es la siguiente: porque solamente él está presente, y porque va contra la naturaleza de las cosas que lo ausente opere donde no está. Podrá argüirse que el bien ausente puede, por medio de la contradicción, ser llevado a la mente, con lo que se hace presente. Es verdad que puede estar en la mente su idea, y que en ella puede ser contemplada como presente; pero nada podrá estar en la mente como un bien presente que pueda sobreponerse a la ausencia del malestar que nos aflige, hasta que provoque en nosotros el deseo, cuyo malestar consiguiente prevalecerá en la determinación de la voluntad. En tanto esto no ocurra, la idea de cualquier bien que se halle en la mente estará allí sólo como otras ideas, es decir, corno un objeto de especulación inactiva que no actúa sobre la voluntad, ni nos impulsa a actuar. La razón de esto la voy a mostrar en seguida. ¿Cuántos existen a quienes se les ha representado vivamente los goces indefinibles del cielo, que estén dispuestos a renunciar a su felicidad en este mundo? Y es que cuando prevalecen los malestares ocasionados por los deseos en pos de los goces de esta vida, a ellos les toca determinar sus voluntades; y en tanto todo esto sucede no dan ni un paso, ni se mueven un ápice, para conseguir los bienes del otro mundo, por muy supremos que los consideren.
38. Porque todos los que admiten los goces del cielo como posibles no los buscan
Si la voluntad estuviese determinada por la contemplación del bien, según parezca su contemplación ma
yor o menor al entendimiento, que es la situación en la que todo bien ausente se halla, y que, en opinión recibida, es hacia lo que se mueve la voluntad y por lo cual es movida, no consigo ver de qué manera pudo desprenderse en alguna ocasión la voluntad de los goces celestiales infinitos, una vez que se le habían propuesto y que los había considerado como posibles. Porque, si todo bien ausente, una vez propuesto y presentado a la vista de la mente, determina por eso sólo la voluntad, poniéndonos en trance de actuar, puesto que todo bien ausente es sólo posible, pero no infalible, de esto se seguiría inevitablemente que el bien posible, que es infinitamente mayor, determinaría, de manera constante y regular, la voluntad en todas las acciones sucesivas que dirige; con lo que permaneceríamos de un modo constante e invariable en el camino hacia el cielo, sin que jamás nos detuviéramos, ni encauzáramos nuestras acciones hacia otro destino, pues la eternidad que ese estado futuro nos promete debería pesar mucho más que cualquier esperanza de riquezas, honores u otros placeres mundanos cualesquiera que pudiéramos imaginar, y cuya consecución nos resultase más viable; porque, como nada que sea futuro es algo que tenemos ya, hasta la esperanza de esos placeres puede engañarnos. Por tanto, si fuese verdad que el mayor bien a la vista determina la voluntad, una vez que un bien tan excelso hubiese sido propuesto, no podrían sino apoderarse de la voluntad, dirigiéndola hacia la obtención de ese bien, sin que pudiera dirigirse nunca hacia otro sitio; ya que, si así fuera, la voluntad, que tiene poder sobre los pensamientos lo mismo que sobre las otras acciones, fijaría la mente en la contemplación de ese bien.
39. Pero ningún malestar grande se descuida nunca
Este sería el estado de la mente y la tendencia regular de la voluntad en todas sus determinaciones, si realmente lo que determinara la voluntad fuera el ma
yor bien que se considera que está a la vista de la mente. Pero que esto no es así, es algo que se puede comprobar fácilmente por la experiencia; porque con mayor frecuencia se deja pasar un bien que admitimos es infinitamente mayor, en tanto se satisfacen los sucesivos malestares de nuestros deseos para obtener insignificancias. Pero, aunque ese bien mayor que admitimos eterno y de una excelencia indefinible, y que en alguna ocasión ha movido y afectado a nuestra mente, no fije invariablemente la voluntad, sin embargo, podemos comprobar que cualquier malestar grave o sobresaliente cuando se apodera de la voluntad la mantiene, por lo que podemos persuadimos de que esto es lo que determina la voluntad. De esta manera es como cualquier dolor agudo del cuerpo, o la ingobernable pasión de un hombre violentamente enamorado, o el deseo insatisfecho de venganza, hacen que la voluntad se mantenga fija y resuelta, con lo que, una vez determinada, no permite que el entendimiento deseche el objeto de su atención, sino que todos los pensamientos de la mente y todas las potencias del cuerpo se dedicarán ininterrumpidamente a esta actividad a la que les ha dirigido la voluntad, que, a su vez, se siente llevada por un malestar muy imperioso; de todo lo cual creo que se evidencia que la voluntad o potencia que nos impulsa a realizar una acción frente a cualquier otra es algo que viene determinado en nosotros por un malestar; y que esto sea o no así, desearía que cada uno lo decidiera después de experimentarlo en sí mismo.
40. El deseo acompaña a todo malestar
Hasta este momento me he detenido particularmente en el malestar que provienen del deseo considerándolo como aquello que determina la voluntad, ya que éste es el impulso principal y más sensible de la misma; pues la voluntad rara vez ordena una acción, ni realiza ninguna acción voluntaria, sin que la acompañe
algún deseo; lo cual es, según pienso, el motivo por el que tan a menudo se confunden voluntad y deseo. La aversión, el temor, la iracundia, la envidia, etc., tienen cada uno un estado de insatisfacción que les acompaña y que influye bastante en la voluntad. Estas pasiones, tanto en la vida como en la práctica, raramente se dan aisladas, sin mezclarse entre sí, aunque sea bastante habitual que en nuestros razonamientos y en nuestra contemplación se imponga la influencia de aquella que tiene más fuerza y que se ofrece a la vista de la mente de una forma más clara. Aún más, creo que raramente se podrá encontrar una pasión que no vaya acompañada de un deseo. Porque, según creo, siempre que hay un malestar existe un deseo, ya que la felicidad es algo a lo que aspiramos constantemente, y cuando experimentamos un malestar sentimos que nos falta, en esa misma medida, la felicidad, incluso aunque se trate de una apreciación subjetiva, distinta del estado real en que nos encontramos. Además, como no estamos en este momento en la eternidad, siempre miramos más allá del presente, y, sean cuales fueren nuestros placeres, siempre acompañará el deseo a nuestras previsiones, y de esta manera llevará con él a la voluntad. Así que, incluso en el mismo placer, lo que mantiene la acción de la que depende el goce es el deseo de continuarlo y el miedo a perderlo; y siempre que un malestar superior reemplace en la mente a éste, la voluntad se verá determinada por alguna acción nueva, abandonando el placer que disfrutaba en ese momento.
41. El malestar más apremiante determina naturalmente la voluntad
Pero como en este mundo nos vemos agobiados por distintos malestares, y distraídos por diferentes deseos, lo siguiente que se debe investigar es cuál de ellos tiene la preferencia para determinar la voluntad a una acción siguiente. A esto se puede contestar que, generalmente, es el malestar más apremiante de todos aquellos que se crean posibles de suprimir el que la determina. Porque, como la voluntad es la potencia de dirigir nuestras facultades operativas hacia alguna acción, hacía algún fin, esa potencia no puede ser trasladada jamás hacia lo que en ese momento se considere imposible de alcanzar. Pues esto supondría que un ser inteligente actuaba, de manera racional, para conseguir una meta que sabía era inalcanzable, ya que no otra cosa supondría actuar para llegar a algo que se estima no somos capaces de lograr. Así pues, estas molestias no nos impulsan a actuar. Pero dejando al margen éstas, son las molestias más importantes y más apremiantes experimentadas en un momento determinado las que generalmente van determinando nuestra voluntad en toda esa sucesión de actos voluntarios que constituyen nuestra vida. El malestar presente más grande y que se siente de una forma constante es lo que nos mueve a actuar y, en la mayor parte de los casos, lo que hace que la voluntad determine una nueva acción a realizar. Porque siempre debemos de contar con que el objeto más adecuado, y el único, de la voluntad es alguna de nuestras acciones, y nada más. Pues, como por nuestra volición no producimos sino alguna acción que esté en nuestro poder, la voluntad se determina por ello y no llega más allá.
42. Todo el mundo desea la felicidad
Si además se pregunta ¿qué es lo que mueve al deseo?, contestaré que solamente es la felicidad. La felicidad y la desgracia son los términos que indican dos extremos cuyos últimos límites desconocemos; aquello que «el ojo no vio, ni oyó el oído, ni entró en el corazón del hombre». Pero de uno y otra tenemos, en algún grado, impresiones muy vivas producidas por distintas especies de deleites y gozos, de una parte, y de tormentos y pesares, por la otra, a los cuales, en aras a la brevedad, daré los nombres de placeres y
dolores; y así existirán placeres y dolores de la mente o del cuerpo, aunque, para hablar con más propiedad, todos sean de la mente, si bien algunos se originan en la mente por el pensamiento, y otros en el cuerpo a partir de ciertas modificaciones del movimiento.
43.
Qué son la felicidad, la miseria, el bien y el mal
Así pues, la felicidad es, en su grado máximo, el mayor placer de que somos capaces, y la desgracia, el mayor dolor; y el grado ínfimo de lo que denominamos felicidad es aquel estado en el cual, lejos de todo dolor, gozamos de un placer presente sin el cual no nos podríamos contentar. Ahora bien, dado que el placer y el dolor se producen en nosotros cuando determinados objetos operan sobre nuestra mente o sobre nuestro cuerpo, en distintos grados, lo que tiene la capacidad de provocarnos un placer lo denominamos bien, y lo que puede producirnos un dolor lo llamamos mal; y no por otra razón que esa capacidad que tienen de producirnos placer y dolor, que es en lo que consiste nuestra felicidad o miseria. Aún más, aunque aquello que es capaz de producirnos un placer de cualquier intensidad sea bueno en sí, y aunque aquello que nos produzca un dolor sea malo, sin embargo, frecuentemente sucede que no lo denominamos así cuando compite con uno mayor de su misma clase, pues cuando rivalizan los grados de placer y de dolor también deben tener una preferencia justa. De manera que, si estimamos de manera correcta aquello que denominamos bueno y malo, encontraremos que depende en gran medida de la comparación que se establezca, pues la causa de cada grado menor de dolor, al igual que de cada grado mayor de placer, tiene la naturaleza de lo bueno, y viceversa.
44.
Cuál es el bien deseado y cuál no
Aunque eso sea lo que se denomina bien y mal, y aunque todo bien sea el objeto propio del deseo en general, sin embargo, todo bien, incluso visto y admitido como tal, no mueve necesariamente el deseo particular de cada hombre; solamente mueve aquella parte, o esa porción que se considera y se tiene como una parte necesaria de su felicidad. Cualquier otro bien, por muy excelente que en la realidad o en apariencia parezca, no provoca los deseos del hombre que no vea en ese bien parte de la felicidad con que puede satisfacerse, de acuerdo con su disposición en ese momento. Vista así, la felicidad es lo que busca todo el mundo de una manera constante, y todos los hombres persiguen lo que pueda producirla, Podrán contemplar otras cosas, también consideradas como buenas, sin deseo, y dejarlas pasar quedando satisfechos sin ellas. Pues pienso que no existirá nadie tan desprovisto de sentido que niegue el placer que existe en el conocimiento, y en lo que se refiere a los placeres sensuales demasiados adictos tienen como para que se pueda dudar si los hombres los aman o no. Ahora bien, supongamos que un hombre sitúa su satisfacción en los placeres sensuales, mientras que otro lo hace en los del conocimiento; aunque cada uno de ellos tenga que admitir que existe un gran placer en lo que se afanan cada uno por conseguir, como ninguno de ellos hace recaer su felicidad en el placer que alcanza el otro, sus deseos no se ven orientados hacia ello, sino que cada uno se satisface con lo que el otro no disfruta, por lo que su voluntad no se dirige a conseguir el placer del contrario. Sin embargo, desde el momento en que el hambre y la sed ocasionan un malestar en el hombre que se dedica al estudio, éste, cuya voluntad nunca se dirigió a la búsqueda de ricos manjares, de salsas apetitosas y de exquisitos vinos, por no sentirse inclinado hacia los placeres que estas cosas proporcionan, sin embargo, se ve conducido por su malestar de hambre y sed a buscar comida y bebida, aunque posiblemente se muestre indiferente sobre el tipo de alimento que va a tomar. Por lo contrario, el epicúreo que se dedica al estudio únicamente cuando la vergüenza o el deseo de ganar méritos ante su querida lo llevan a ello, sólo sentirá ese malestar en este tipo de situación. Así pues, aunque sea muy cierto que los hombres persiguen la felicidad de una manera diligente y constante, pueden, con todo, tener una visión clara del bien, de un bien superior al que reconocen esta categoría, y, sin embargo no afanarse por conseguirlo, ni dirigirse hacia él, si piensan que pueden ser felices sin haberío obtenido. Pero no ocurre de la misma manera con el dolor. El dolor siempre concierne a los hombres porque éstos no pueden dejar de verse afectados cuando sienten un malestar; por lo que se deduce que, como la falta de todo lo que se considera necesario para su felicidad les causa malestar, una vez que aparece algo que puede contribuir a aumentar su felicidad, comienzan a desearlo.
45. Por qué el bien mayor no se desea siempre
Creo que cada uno puede observar en sí mismo y en los demás que el bien superior visible no siempre provoca los deseos de los hombres de una manera proporcionada a la grandeza que ven en él y que le reconocen, aunque, por otra parte, cualquier malestar ínfimo nos hace actuar con la intención de suprimirlo. El motivo de esto se puede deducir fácilmente a partir de la consideración de nuestra felicidad y nuestra desgracia. Cualquier dolor presente, sea cual fuere, forma parte de nuestra desgracia presente, pero todo bien ausente no forma una parte siempre necesaria de nuestra felicidad actual, al igual que su ausencia tampoco forma parte de nuestra desgracia. Porque si así fuera, seríamos desgraciados constantemente y hasta el infinito, ya que hay infinitos grados de felicidad que no podemos alcanzar. Por esto es por lo que, una vez suprimido todo malestar, cualquier porción de bien, por modesta que sea, es suficiente para que los hombres se sientan satisfechos, hasta el punto de que, en una sucesión de gustos similares, pocos grados de placer suscitan una felicidad con la que los hombres se sientan satisfechos. Sí esto no fuera así, no habría lugar para esas acciones nimias e indiferentes que, con tanta frecuencia, determina nuestra voluntad, y con las que derrochamos a propósito una gran parte de nuestras vidas, lo cual resultaría incomprensible si existiera una determinación constante de la voluntad y del deseo en pos del bien que se mostrara como más importante. Pienso que no será necesario apartarse mucho de nuestro lugar habitual de residencia para convencerse de esto; en efecto, en esta vida no son demasiados aquellos cuya felicidad alcanza a tanto como para proporcionarles una sucesión constante de placeres mediocres o moderados, sin ninguna mezcla de malestar. Sin embargo, estarían satisfechos de permanecer aquí toda la eternidad, aunque no pudieran negar la posibilidad de una existencia en la que perdurasen los goces eternos futuros, los cuales sobrepasan con mucho todo el bien que pueden encontrar en este mundo. Aún más, no pueden menos de ver que semejante estado es aún más factible que la consecución y el mantenimiento de esa porción de honores, riquezas y placeres en los que se afanan, y por los que descuidan el estado inmortal. Y, sin embargo, a simple vista, de una diferencia tan grande, y de una persuasión de una felicidad tan perfecta, cierta y duradera en el estado futuro, y con el convencimiento claro de que no podrán asegurar su posesión, mientras hagan consistir su felicidad en los pequeños placeres y alcances de esta vida, dejando fuera los goces del cielo en los que debían afirmarse, de cualquier modo, sus deseos no se ven movidos por ese bien mayor aparente, ni sus voluntades se determinan hacia la realización de una empresa que procure alcanzar dicho bien.
46. Por qué motivo el bien deseado no mueve la voluntad
Las necesidades ordinarias de nuestras vidas ocupan una parte muy considerable de ellas por el malestar del hambre, de la sed, del calor, del frío, del trabajo y del sueño, en sus sucesivas manifestaciones. A todo lo cual, si añadimos, además de los males accidentales, el malestar provocado por nuestra fantasía (como el
deseo de honores, de poder, de riquezas, etc.) que causa en nosotros la costumbre al uso, el ejemplo de los demás y nuestra educación, y otros mil deseos que se han convertido en naturales para nosotros por la costumbre, encontraremos que sólo una parte muy pequeña de nuestra vida está exenta de tales molestias, como para permitirnos sentir la atracción de un bien ausente que se muestra como más remoto. Pocas veces estamos lo bastante libres de las solicitaciones de nuestros deseos naturales o adquiridos para que los malestares que constantemente se suceden en nosotros, y que se originan a partir de una acumulación continua de necesidades naturales o de hábitos adquiridos, que se apoderan de la voluntad conforme van apareciendo, no hagan que una vez hayamos finalizado una acción en la que nos había comprometido nuestra voluntad, otro malestar haga que nos pongamos en acción de nuevo. Porque, como el suprimir el dolor que nos molesta en un momento es la manera de evitar el malestar, y, por tanto, lo primero que tenemos que hacer para conseguir la felicidad, acontece, entonces, que el bien ausente, aunque ocupe todos nuestros pensamientos y lo estimemos y contemplemos como tal bien, bien que, sin embargo, no forma parte de nuestra desgracia al estar ausente, queda desplazado para dar lugar a nuestros intentos de suprimir esas molestias que en este momento nos apremian; y hasta que una debida y frecuente contemplación de ese bien lo haga más próximo a nuestra mente, y nos ofrezca algún placer en él, o nos inspire un deseo, que, empezando en ese momento a formar parte de nuestro malestar presente, se encuentre en condiciones de igualdad respecto a las demás molestias que queremos subsanar, hasta ese instante no llega el momento en que la voluntad se determina, de acuerdo con la importancia de esta molestia.
47. Debida consideración del origen del deseo
Y, de esta manera, a partir de una consideración adecuada y del examen de algún bien que nos ha sido propuesto, podemos provocar nuestros deseos en una proporción equivalente al valor de ese bien, que de esta manera, en su momento oportuno, podrá actuar sobre nuestra voluntad y convencernos para que los obtengamos. Porque un bien, aunque parezca muy excelente y se admita como tal, sin embargo, no actúa sobre nuestra voluntad hasta que no provoca el deseo en nuestras mentes, que haga que nos sintamos inquietos por su ausencia. De otra manera no estamos en la esfera de su actividad, ya que nuestra voluntad se encuentra bajo la única determinación de aquellos malestares presentes, los cuales, mientras subsistan, siempre están provocando una inclinación de la voluntad para que los solucione. Porque la competencia se reduce exclusivamente a conocer cuál es el siguiente deseo que se debe satisfacer, o cuál es la molestia que se debe suprimir en primer lugar. Por lo que se evidencia que mientras siga existiendo algún malestar, algún deseo en la mente, no hay lugar para que el bien, como tal, llegue hasta la voluntad o consiga hacerla actuar. Pues, como ya dijimos, siendo el primer paso para conseguir la felicidad el evitar la desgracia, la voluntad no tiene espacio para ocuparse de otra cosa, en tanto que el malestar que experimentamos no haya sido totalmente suprimido; y, con la cantidad de necesidades y deseos que sentimos en nuestro actual e imperfecto estado, no creo que lleguemos a estar nunca libres de ello en este mundo.
48. La potencia de suspender la consecución de cualquier deseo produce la consideración
Dado que existen en nosotros un gran número de malestares, que siempre nos aquejan y determinan nuestra voluntad, es natural, como ya dije, que el malestar mayor y más apremiante pueda determinar la voluntad bajo la acción próxima; y de esta manera sucede en la mayor parte de las ocasiones, aunque no siempre. Porque como la mente, en la mayoría de las ocasiones, 
tiene la potencia, como muestra la experiencia, de suspender la ejecución y satisfacción de cualquiera de sus deseos; y como acontece así con todos ellos, uno tras otro, tiene la libertad para considerar los objetos de esos deseos, para examinarlos en todos sus aspectos, y para sopesarlos entre sí. En esto radica la libertad del hombre; y de su empleo inadecuado se originan toda una suerte de errores y de equivocaciones en las que incurre nuestra conducta al buscar la felicidad, pues rápidamente nos apresuramos a determinar la voluntad, sin que haya habido el examen debido de la cuestión. Para evitar esto, tenemos la facultad de suspender la búsqueda de la realización de este deseo o aquél, según cada uno puede comprobar en sí mismo. Creo que ésta es la fuente de toda la libertad, y en ello radica, desde mi punto de vista, eso que se llama (pienso que impropiamente) «el libre albedrío», pues mientras se mantiene esa suspensión de cualquier deseo, antes de que la voluntad quede determinada a esa acción y antes de que la realice (lo cual haría después de su determinación), tenemos la oportunidad de examinar, y de mirar y de juzgar sobre la bondad o maldad de aquello que intentamos hacer; y cuando, tras un examen concienzudo, emitimos un juicio, hemos cumplido con nuestra obligación y hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano para conseguir nuestra felicidad. Y no es una falta, sino más bien una perfección de nuestra naturaleza, el desear, el inclinar nuestra voluntad y el actuar de acuerdo con el resultado definitivo de un examen sincero.
49.
El determinamos por nuestro propio juicio no es una limitación de la libertad
Tan lejos está de ser una limitación de la libertad esto, que, por el contrario, resulta un perfeccionamiento y ventaja para ella; no es un desecho de esta libertad, sino su fin y su uso, y en la medida en que nos apartemos de semejante determinación, en esa misma medida estaremos más próximos a la desgracia y a la esclavitud. Una perfecta indiferencia de la mente, de manera que no pudiese determinar sobre la bondad o la maldad que se suponen inclinan su juicio, estaría tan lejos de constituir una ventaja y excelencia de cualquier naturaleza inteligente, como, por otro lado, resultaría imperfecto el estado en que se hallaba dicha naturaleza, si no tuviese indiferencia para actuar o dejar de hacerlo mientras no fuese determinada por la voluntad. Un hombre tiene la libertad para elevar su mano o su cabeza, o para dejarlas en reposo; respecto a lo uno u otro es perfectamente indiferente; y sería una imperfección suya si no tuviera este poder, si estuviera privado de esa indiferencia. Pero existiría una imperfección del mismo calibre si tuviera una indiferencia idéntica para levantar su mano o dejarla en reposo, cuando tuviera que defender su cabeza o sus ojos ante un golpe que le amenazaba. Una imperfección semejante sería que el deseo o la potencia de preferir fueran determinadas por el bien, como lo es que la potencia de actuar sea determinada por la voluntad y en la medida en que una determinación semejante sea más segura, en esa medida será mayor la perfección. Más aún, si nos determinara otra cosa diferente del resultado último de nuestra propia mente cuando juzga sobre la bondad o maldad de cualquier acción, no seríamos libres, ya que el fin mismo de nuestra libertad consiste en que podamos alcanzar el bien que habíamos elegido. Así pues, todo hombre está bajo la necesidad, a partir de su constitución como un ser racional, de determinarse a inclinar su voluntad hacia lo que estima que debe hacer, de acuerdo con los dictados de su pensamiento y de su juicio, de lo contrario se encontraría bajo los dictados de otra persona diferente a él, lo que supondría una falta de libertad. Y negar que la voluntad de un hombre, en cada una de sus determinaciones, sigue los designios de su propio juicio, supone afirmar que un hombre tiene una volición y actúa para alcanzar un fin que, en el mismo instante de esa volición y de ese acto, no desea alcanzar. Porque si en sus pensamientos presentes elige ese fin sobre los demás, parece evidente que lo considera mejor a cualquier otro y que quiere tenerlo antes, a no ser que pudiera tenerlo y no tenerlo, decidirse por él y no decidirse a un mismo tiempo; lo cual, evidentemente, supone una contradicción demasiado grande como para admitirla.
50. Los agentes más libres están determinados de esta manera
Si miramos hacia esos seres superiores que están sobre nosotros, y que gozan de una felicidad perfecta, tendremos motivos para juzgar que están determinados más firmemente que nosotros hacia la elección del bien, y que, sin embargo, no tenemos razón alguna para pensar que son menos felices o menos libres de lo que lo somos nosotros. Y si fuera necesario que unas pobres criaturas finitas, como somos nosotros, definiéramos lo que pueda ser la sabiduría y la bondad infinita, creo que tendríamos que decir que Dios mismo no puede elegir lo que sea bueno, sin que la libertad del Todopoderoso sea un obstáculo a que este Ser esté determinado por lo que sea lo mejor.
51. Una determinación constante en pos de la felicidad no supone un detrimento de la libertad
Pero, para que se pueda contemplar de una manera más correcta el error que supone esa consideración de la libertad, permítaseme que pregunte si hay alguien que se considere un imbécil por la sola razón de que un imbécil está menos determinado por sabias consideraciones de lo que lo está un hombre sabio. ¿No sería acaso designar como la libertad esa libertad de hacer el imbécil y de atraerse así la vergüenza y la desgracia una corrupción de este término? Si la libertad estriba en desentenderse de la conducta de la razón, y en perder el freno del examen y del juicio que es lo que nos impide elegir o hacer lo peor; si, digo, la libertad consiste en eso, entonces resultará que sólo los locos y los tontos son hombres libres. Sin embargo, pienso que nadie querrá ser un loco por ese amor a la libertad, a no ser que ya lo fuera. También me parece que nadie tendrá como una limitación de la libertad, o, en cualquier caso, una limitación que dé motivo a queja, esa búsqueda constante de la felicidad y de las restricciones que semejante deseo nos impone en cuanto a los actos que tienden a alcanzarla. El mismo Dios Todopoderoso se encuentra bajo esa necesidad de ser feliz; y mientras más sujeto esté a semejante necesidad cualquier ser inteligente, más se aproximará a la felicidad y a la perfección infinita. Y para que nosotros, siendo criaturas que estamos sumidas en un estado de ignorancia, no confundamos lo que es la felicidad verdadera, hemos sido dotados de la potencia de suspender cualquier deseo particular e impedir que determine la voluntad, y de comprometernos a la acción. Es decir, que tenemos la necesidad de detenernos cuando no estamos seguros del camino que debemos emprender; la necesidad de examinar consultando una guía; la determinación de la voluntad una vez realizada la investigación para seguir las direcciones de ese guía, y quién tenga la potencia de obrar o de no obrar, de acuerdo con semejante determinación será un agente libre, ya que una determinación semejante no disminuye la potencia en la que la libertad estriba. Un prisionero que ha sido liberado de sus cadenas, y para quien se abren las puertas del calabozo, está en completa libertad, porque puede irse o quedarse donde estaba, según sus deseos, o aunque estos deseos lo llevaran a permanecer donde se encontraba a causa de la oscuridad de la noche, el mal tiempo, o de la carencia de alojamiento. No deja de estar libre, aunque el deseo de alguna comodidad que le pueda ofrecer su prisión le haga determinarse por permanecer en ella.
52. La necesidad de obtener la verdadera felicidad
es el fundamento de la libertad
Así pues, como la más alta perfección de una naturaleza intelectual consiste en una búsqueda cuidadosa y constante de la verdad y de la felicidad estable, de la misma manera, el cuidado que debemos tener de no confundir la felicidad imaginaria con la verdadera, es el fundamento necesario de nuestra libertad. Mientras más ligados estemos por el empeño de obtener la felicidad en general, que es nuestro bien más grande, Y por tanto, aquello hacia lo que nuestros deseos se encaminan con más firmeza, más libres estaremos respecto a cualquier determinación voluntaria de nuestra voluntad hacia una acción determinada y respecto a una necesaria aquiescencia a nuestros deseos fijos sobre algún bien particular que en ese momento se nos muestre como el más apetecible, en tanto que no ha-amos examinado debidamente si, realmente, ese bien particular se inclina hacia nuestra verdadera felicidad o si es incompatible con ella. Y, por tanto, mientras que por medio de semejante investigación no hayamos obtenido tal informe, según lo requieran la importancia del asunto y la naturaleza del caso, estaremos obligados, en vista de la necesidad de elegir la felicidad y de buscarla como nuestro bien más grande, a suspender la satisfacción de nuestros deseos en los casos particulares.
53.
Este es el eje sobre el que gira la libertad de los seres intelectuales en sus constantes búsquedas en pos de la Felicidad verdadera; es decir, el hecho de que puedan suspender esa búsqueda en los casos particulares, hasta no haber mirado más adelante, y haberse informado a sí mismos sobre si esa cosa particular que les es propuesta en un momento determinado es deseada por ellos o está en el camino de su meta principal, y si verdaderamente es una parte del bien mayor que intentan obtener
Porque la inclinación y tendencia de sus naturalezas hacia la felicidad constituye para ellos una obligación y un motivo para que eviten confundirla o perderla, y, por tanto, necesariamente es algo que los lleva a actuar de una forma determinada a la hora de orientar sus acciones particulares, acciones que son los medios para conseguir esa felicidad, con cautela, después de una reflexión, con prudencia. Sea cual fuere la necesidad que determina la búsqueda del verdadero bien, ésa es la misma necesidad que obliga a suspender, con igual fuerza, a deliberar y a examinar cada deseo sucesivo, para llegar a saber si no se interpone su satisfacción en el logro de nuestra verdadera felicidad, y si nos aparta de ella. Creo que en esto radica el privilegio que tienen los seres finitos inteligentes; me gustaría que se considerara detenidamente si no las grandes posibilidades que el hombre tiene para el ejercicio de la libertad, en cuanto es capaz de utilizarla, y que es lo que hace que el hombre le dé un giro u otro a sus actos; en definitiva, este privilegio consiste en lo siguiente: que los hombres pueden suspender sus deseos y detenerlos en la determinación de la voluntad hacia cualquier acción, hasta que hayan examinado de una manera debida e imparcial la bondad o maldad que pueda contraer, de acuerdo con los méritos que el caso les proporcione. Esto es todo cuanto somos capaces de hacer, y cuando lo hemos realizado, hemos cumplido con nuestro deber y con cuanto podíamos hacer, y, también, con cuanto se nos pedía que hiciéramos. Porque, puesto que la voluntad supone un conocimiento que dirija nuestra elección, todo cuanto podemos hacer es mantener nuestra voluntad en estado de indeterminación, en tanto no hayamos examinado completamente lo bueno y lo malo de aquello que deseamos. Lo que después sucede se sigue de una cadena de consecuencias ligadas entre sí, y que dependen en su totalidad de la determinación final del juicio, determinación que está en nuestro poder, bien como consecuencia de una sola mirada rápida y precipitada, bien a través de un examen detenido y maduro; ya que la experiencia nos enseña que en la mayoría de los casos podemos suspender la satisfacción inmediata de un deseo cualquiera.
54.
El gobierno de nuestras pasiones es el verdadero perfeccionamiento de la libertad
Pero si una perturbación extrema (como a veces ocurre) se apodera de toda nuestra mente, como cuando el dolor del tormento, o un malestar impetuoso, como el del amor, la ira, o cualquier otra pasión violenta nos arrastra, privándonos de la libertad de pensamiento, no Alejándonos ya obtener el dominio de nuestra mente, para poder considerar a fondo y examinar un asunto de manera imparcial, entonces Dios, que sabe cuán frágiles somos, se apiada de nuestra debilidad, y no nos exige más que cuanto podemos hacer, viendo qué era lo que podíamos hacer y lo que no podíamos y nos juzga como lo hace un padre misericordioso y compasivo. Pero como la justa dirección de nuestra conducta, que se orienta hacia la felicidad verdadera, depende de nuestras precauciones para no caer en la satisfacción demasiado precipitada de nuestros deseos, y de la moderación y freno de nuestras pasiones a fin de que nuestro entendimiento sea libre para examinar y de que nuestra razón desprejuiciada pueda pronunciar su juicio, es en esto hacia lo que debemos dirigir nuestros cuidados más importantes, al igual que nuestros empeños. Esto nos obliga a esforzarnos en el entrenamiento de nuestra mente a fin de que pueda discernir acerca del bien o el mal que existen de una manera intrínseca en las cosas, y de no permitir que un bien superior y considerable, que admitimos, o pensamos poder obtener, se escape de nuestra mente sin dejar algún gusto, algún deseo de sí mismo, hasta que, por considerar de una manera justa su valor verdadero, hayamos provocado en nuestras mentes un apetito que guarde relación con su excelencia, y hayamos despertado en nosotros el malestar que se origina de su falta o del miedo a perderlo. Hasta qué punto esto sea algo que todos podamos realizar, es algo que cada uno podrá fácilmente descubrir solamente proponiéndose algunas resoluciones que pueda cumplir. Y que nadie diga que es incapaz de gobernar sus pasiones, o de impedir que estallen y que lo arrastren hacia una acción, porque lo que puede hacer cuando está en presencia de un príncipe o de un gran señor, puede hacerlo de la misma manera cuando se encuentra solo, o, si se quiere, cuando se encuentra en presencia de Dios.
55. Cómo los hombres siguen caminos diferentes y, en ocasiones, equivocados
A partir de todo lo que se ha dicho, es fácil explicar por qué sucede que, aunque todos los hombres desean la felicidad, sin embargo, sus voluntades los llevan por caminos diferentes, y algunos, como consecuencia de ello, por caminos que suponen un mal. A esto digo que las diversas elecciones opuestas que los hombres hacen en el mundo no suponen que todos los hombres no busquen el bien, sino que una misma cosa no resulta el mismo bien para todos los hombres. Esta variedad de búsquedas muestra que no todos sitúan la felicidad en la misma cosa, y que todos eligen el mismo camino para llegar a ella. Si todo lo que concierne al hombre terminara con esta vida, la razón por la cual uno se aplica al estudio y al conocimiento, mientras otro lo hace a la cetrería y a la caza; la razón por la que uno, elige el lujo y la diversión, en tanto que otro prefiere la sobriedad, y otro la riqueza, no sería que cada uno de éstos no tuviera como meta su propia felicidad, sino que situarían su felicidad en cosas diferentes. Por este motivo fue una contestación correcta la que dio aquel médico a un enfermo de la vista: «Si encuentras mayor placer en el gusto del vino que en el uso de tu vista, el vino es bueno para ti; pero si el placer de ver es mayor para ti que el de la bebida, el vino es malo.»
56. Todos los hombres aspiran a la felicidad pero no a la misma clase de felicidad
La mente tiene gustos diversos del mismo modo que los tiene el paladar; y tan vanamente intentaría agradar a todos los hombres con la riqueza o con la gloria (en lo cual algunos hombres hacen recaer su felicidad), como inútil sería tratar de satisfacer el apetito de todos los hombres con queso o con langosta, manjares que, aunque sean muy agradables y apetitosos para muchos, son para otros desagradables y ofensivos, hasta tal punto que muchas personas llegarían a elegir una situación de hambre a satisfacer la misma con unos platos que, para otros, constituyen un banquete. Creo que así se explica la razón por la que los filósofos antiguos preguntaban en vano si el summum bonum consistía en la riqueza o en los deleites corporales o estribaba en la virtud y en la contemplación. Tan poco razonable habría sido el que disputaran sobre cuál era el sabor más atractivo al paladar, si el de las manzanas, el de las ciruelas, o el de las nueces, y que por ese motivo se hubieran dividido en distintas escuelas como lo fue esa disputa. Porque, así como el sabor agradable no depende de las cosas en sí mismas, sino de lo gratas que resulten para un paladar determinado, dentro de una gran verdad, así también la mayor felicidad consiste en tener aquellas cosas que producen el mayor placer, y en la ausencia de aquellas otras que provocan alguna molestia o dolor. Ahora bien, para hombres diferentes, esas cosas son cosas diferentes. Si, por tanto, los hombres solamente hacen recaer sus esperanzas en esta vida; si solamente pretenden encontrar en ella el placer, no es extraño, ni carece de fundamento, el que busquen su felicidad evitando todo lo que pueda provocarles molestias, y procurando todo aquello que les dé un placer, sin que deba asombrarnos que a este respecto exista una gran variedad de gustos. Porque si no esperamos nada más allá de la tumba, lo que se puede deducir, correctamente, es lo siguiente: «comamos y bebamos, disfrutemos de lo que más nos deleita, pues mañana moriremos». Esto, creo, servirá para mostrarnos el motivo por el que, aun cuando todos los deseos de los hombres tienden a la felicidad, no todos se mueven con el mismo objeto. Los hombres podrían elegir cosas diferentes, y, sin embargo, elegir todos correctamente, suponiendo que, a semejanza de unos pobres insectos, algunos como las abejas amasen a las flores y a su miel mientras que otros, como los escarabajos, prefiriesen otros tipos de alimentos que, después de haberles deleitado durante algún tiempo, dejarían de existir para no volver a existir nunca más.
57.
La potencia de suspender la volición explica i responsabilidad en la elección del mal
Si sopesamos cuidadosamente estas cosas, creo que podremos tener una visión clara sobre el estado de libertad del hombre. La libertad, es evidente, consiste en una potencia de hacer, o de no hacer; de hacer o de dejar de hacer algo, según nuestra voluntad. Esto no se puede negar. Pero como, según parece, esto sólo se refiere a acciones que un hombre realiza a consecuencia de su volición, todavía puede preguntar si tiene la libertad o no la tiene en estas voliciones. Y a esto se puede responder que, en la mayoría de los casos, un hombre no está en libertad de abstenerse de un acto de volición; debe realizar un acto de su voluntad, de donde se siga la existencia o inexistencia de la acción propuesta. Hay, sin embargo un caso en el que el hombre está en libertad respecto al acto de volición, y es cuando el hombre elige un bien remoto como una finalidad que debe perseguirse. Aquí, un hombre puede suspender el acto elegido; impedir que ese acto quede determinado a favor o en contra de la cosa que ha sido propuesta, en tanto no haya examinado si esa cosa es, en sí misma o en sus consecuencias, de una naturaleza tal que realmente pueda hacerlo feliz o no. Porque una vez que una cosa ha sido elegida y se ha convertido por ello en una parte de la felicidad de quien la elige, surge el deseo, y ese deseo provoca un malestar, en proporción a la vehemencia del deseo, que determina la voluntad y que lleva al hombre a la búsqueda del objeto elegido en cuantas ocasiones se le ofrezcan. Y así vemos cómo sucede que un hombre puede hacerse merecedor de un castigo justo, aunque no hay duda de que en todos los actos particulares de su volición, su voluntad se ha inclinado necesariamente hacia aquello que entonces estimó era lo bueno. Porque aunque su voluntad siempre está determinada por lo que es juzgado como bien por su entendimiento, sin embargo, ello no le excusa, pues, a causa de una elección demasiado precipitada, se ha impuesto a sí mismo unas normas erróneas sobre lo bueno y lo malo, normas que, por más falsas y erróneas que sean, tienen la misma influencia sobre su conducta futura que si se tratara de otras más verdaderas y correctas. El ha viciado su propio paladar, y, por tanto, debe responderse a sí mismo de la enfermedad y muerte que ha de seguirse. La ley eterna y la naturaleza de las cosas no pueden alterarse para acomodarse a una elección mal aconsejada. Si la negligencia o el abuso de la libertad que tenía para examinar lo que real y verdaderamente llevaba a su felicidad han hecho que se equivoque, las consecuencias que derivan de esa equivocación se deben achacar a su propia elección. Este hombre tenía la facultad de suspender su determinación; facultad que le fue dada para que examinara, para que atendiera a su propia felicidad, y para que no se engañara a sí mismo; y no pudo juzgar si valía más engañarse que no engañarse, en un asunto de importancia y que tan de cerca le concernía.
58. Por qué los hombres eligen cosas a la desgracia
Cuanto se ha dicho servirá también para mostrar la razón por la que los hombres de este mundo prefieren cosas diferentes, y buscan la felicidad por caminos opuestos. Sin embargo, puesto que los hombres siempre se muestran constantes y celosos en lo que a su felicidad o a su desgracia se refiere, queda todavía la cuestión de por qué sucede con frecuencia que los hombres elijan lo peor o lo mejor, e incluso aquello que, según sus propias confesiones, les ha llevado a la desgracia.
59.
Causas de esto
Para dar cuenta de los distintos y opuestos caminos que siguen los hombres, aunque todos tiendan a la felicidad, nosotros debemos considerar de dónde surgen los distintos malestares que determinan la voluntad en la preferencia de tal acción voluntaria:
Primero. De los dolores corporales. Algunos de ellos tienen su origen en causas que no están en nuestro poder, tales como los dolores corporales producidos por la indigencia, por la enfermedad o por ciertos daños externos, como son los que se originan por la tortura, el potro, etc.; dolores que cuando se experimentan y son violentos, la mayoría de las veces actúan forzando la voluntad, y desvían las vidas de los hombres de la virtud, la piedad, la religión y de todo aquello que antes creían que conducía a la felicidad; porque no todos los hombres tratan, o bien por desuso, o bien porque en ese momento ya no son capaces de hacerlo, de excitar en sí mismos el deseo de obtener, por la contemplación de un bien remoto y futuro de obtener ese bien, siendo lo suficientemente fuertes para sobreponerse al malestar que les está creando esos tormentos corporales, para mantener fija la voluntad en la elección de los actos que conducen a la felicidad futura. Un país vecino ha sido hace poco un escenario trágico, del que podemos extraer ejemplos, si fueran necesarios, y el mundo no ofreciese en todos los países y en todos los tiempos suficientes ejemplos que confirmasen aquella autorizada observación, «cessitas cogit at turpia». Y, por tanto, hay un gran motivo para suplicar: «No nos dejes caer en la tentación.»
Segundo. De deseos equivocados que se originan de juicios equivocados. Otros malestares proceden de nuestros deseos o de un bien ausente, los cuales deseos siempre guardan proporción con el juicio que nos formamos de ese bien, y depende del placer que obtenemos al conseguir ese bien ausente. Los motivos pueden equivocarnos de diferente manera, y hacernos caer en error.
60.Nuestro juicio de un bien presente o de un mal siempre es correcto
En primer lugar voy a considerar los juicios erróneos que los hombres hacen sobre el bien o el mal futuro y que son causas por las que equivocan sus deseos. Porque, en lo que se refiere a la felicidad o a la miseria presente, cuando solamente eso entra en consideración, sin tener en cuenta las consecuencias, el hombre nunca elige mal: sabe lo que más le gusta y lo que prefiere en ese momento. Las cosas en cuanto son gozadas en un momento presente, son lo que parecen ser: un bien aparente y real, en este caso, siempre son el mismo. Porque, como el placer o el dolor son justamente de un. grado determinado y de ningún grado mayor que el que se experimenta, el bien o el mal presente son realmente lo que aparentan ser. Por tanto, si cada una de nuestras acciones concluyera en sí misma, y no tuviera consecuencias posteriores, indudablemente nunca podríamos equivocarnos en la elección de lo bueno, eligiendo infaliblemente lo mejor. Si al mismo tiempo se nos presentasen el dolor que produce el trabajo honrado y el que provoca la amenaza de morirnos de hambre o de frío, nadie dudaría sobre cuál elegir; si se ofrecen a un mismo tiempo a un hombre el modo de satisfacer una pasión amorosa y de gozar de los placeres del cielo, no vacilaría y no se equivocaría en la determinación de su juicio.
61. Nuestros juicios erróneos tienen como causa un bien y un mal futuros solamente
Pero como nuestras acciones voluntarias no llevan consigo toda la felicidad y toda la miseria que depende de ellas, en el tiempo de su ejecución, sino que son las causas precedentes del bien y del mal, que traen tras de sí sobre nuestras cabezas cuando dichas acciones ya han dejado de existir por sí mismas, por esa razón, nuestros deseos van más allá de nuestros datos presentes, y llevan a la mente hacia un bien ausente, según la necesidad que creemos tener de ese bien para procurarnos una felicidad o para aumentarla. Lo que proporciona una atracción al bien ausente es la opinión que nos hemos formado sobre él; sin ella no podría movernos un bien ausente. Porque, a partir de la pequeñez de nuestra capacidad, a la que ya estamos acostumbrados, no podemos sino gozar de un placer en un momento determinado, el cual, mientras no experimentamos ningún malestar y mientras nos siga proporcionando deleite, basta para hacernos creer que somos felices. Por ello es por lo que todo bien remoto, e incluso todo bien que nos es aparente, no nos afecta, porque la indolencia y el placer que nosotros tenemos son suficientes para nuestra felicidad presente, y no nos incitan a aventuramos en un cambio; y ello porque consideramos que ya somos felices, y que nos basta con este contento. Porque, quien está contento, es feliz. Pero en el momento en que aparezca un nuevo malestar, esta felicidad se ve perturbada, y de nuevo nos sentimos impulsados a la búsqueda de la felicidad.
62. De un juicio erróneo depende lo que sea una parte necesaria de la felicidad
Por tanto, la tendencia que tienen los hombres de concluir que pueden ser felices sin el mayor bien ausente es una de las grandes ocasiones que los deseos se orienten hacia dicho bien. Porque mientras tengan un pensamiento semejante, no se sentirán movidos por los placeres de un estado futuro; éstos les importarán poco, y no experimentarán ningún malestar por su ausencia, de manera que la voluntad, libre de la determinación que esos deseos provocan, queda en libertad para procurarse satisfacciones menos remotas y para alejar los malestares que experimenta en ese momento por la falta y por el deseo que siente por aquéllas. Pero cambie o no cambie ese punto de vista, comprenda que la virtud y la religión son necesarias para su felicidad; asómese al estado futuro de felicidad o de desgracia y vea a un Dios, a un Juez inefable, dispuesto a premiar o a castigar a cada uno de acuerdo con sus actos, que otorga vida eterna a quienes por su perseverancia en la bondad han buscado la gloria, la fama y la inmortalidad, y que otorga penas y angustias a todas las almas que han practicado el mal, por una indignación e ira justas; digo que ese que haya sabido tener una visión acerca de un estado diferente de felicidad o desgracia absoluta, que se sigue después de esta vida para todos los hombres, advertirá, de acuerdo con su conducta en ella, que las normas del bien y del mal que mueven su elección deben ser totalmente distintas. Porque, como ningún placer ni dolor en esta vida puede guardar proporción con la felicidad ilimitada o con la desgracia eterna que el alma experimentará después de ella, los actos que el hombre pueda realizar serán ejecutados no de acuerdo con el placer o el dolor pasajeros que les acompañen, o que aquí tienen, sino en la medida en que sirvan para asegurar esa felicidad perfecta y duradera del futuro.
63. Una razón más concreta sobre los juicios erróneos
Pero para dar una razón más concreta de la desgracia que frecuentemente hacen recaer sobre sí mismos los hombres, a pesar de que todos busquen cuidadosamente la felicidad, debemos considerar cómo las cosas se ofrecen a nuestros deseos bajo apariencias engañosas, y eso sucede a causa de los juicios equivocados que sobre ellas emitimos. Para ver hasta dónde esto llega, y cuáles son las causas de los juicios equivocados, debemos recordar que las cosas se juzgan buenas o malas en un doble sentido:
En primer lugar, lo que propiamente es bueno o malo no es sino el placer o el dolor.
En segundo lugar, como no sólo el placer y el dolor presentes, sino también aquello que por su eficacia o por sus consecuencias nos pueden aportar placer o dolor en el futuro, constituye el objeto propio de nuestros deseos, siendo, pues, capaz de mover a una criatura dotada de previsión, resulta también que aquellas cosas que van seguidas de placer y de dolor son consideradas como buenas o malas.
64.
Nadie elige la desgracia porque la quiera así sino a partir únicamente de un juicio erróneo
El juicio erróneo que nos confunde y que a menudo hace que la voluntad se determine por aquello que le es más nefasto, consiste en un mal cálculo a la hora de comparar el bien y el mal que existen en las cosas. El juicio equivocado de que aquí vengo hablando no es lo que un hombre puede pensar acerca de la determinación de otro hombre, sino lo que cada hombre debe confesarse a sí mismo como lo malo. Porque, como he afirmado que es una base indudable el que todo ser inteligente busca en realidad la felicidad, que consiste en el cruce de un deleite sin una mezcla considerable de malestar, resulta imposible que alguien quiera poner voluntariamente en su bebida algún ingrediente desagradable o que omita algo que pueda proporcionarle satisfacción y que suponga un aumento de su felicidad, si no es a causa de un juicio equivocado. No voy a referirme aquí a ese error que es la consecuencia de un error invencible, y que apenas merece el nombre de juicio equivocado, sino que hago referencia a ese juicio equivocado que cada hombre admite que es de esta manera.
65.
Los hombres pueden equivocarse al comparar el presente con el futuro
Por tanto,
como en el placer y el dolor presentes nunca se equivoca, según ya dije, aquello que realmente es bueno o malo; aquello que es el placer mayor o el dolor más grande, es justamente como aparece. Pero aunque el placer y el dolor presente muestren sus diferencias y sus grados de un modo tan evidente que no dan lugar a equívoco, sin embargo, cuando comparamos los placeres o dolores presentes con los futuros (caso habitual que suele ocurrir cuando tenemos necesidad de hacer determinaciones muy importantes para la voluntad) es frecuente que emitamos juicios equivocados acerca de ellos, ya que medimos por la diferente distancia en que se encuentran con respecto a nosotros. Y como los objetos cercanos a nuestra vista parecen más grandes que otros que son mayores, pero que están situados más lejos de ella, así también los placeres y los dolores presentes se imponen a los que están más lejos mediante la ventaja de su cercanía. Y así, la mayoría de los hombres, a semejanza de los herederos pródigos, se inclinan a juzgar que un poco de dinero en mano es preferible a un gran capital venidero, de tal manera que, por poseer de inmediato alguna cosa de poca importancia, renuncian a una gran fortuna que podrían poseer. Todos tienen que reconocer que esto es un juicio equivocado, sea lo que fuere aquello en lo que cada uno sitúa su placer; porque lo que está en el futuro tiene que convertirse en algún momento en el presente, y entonces ya tendrá la ventaja de la cercanía, se mostrará a sí mismo en toda su dimensión, y quien lo juzgó por una medida, desigual descubrirá el equívoco involuntario en el que incurrió. Si el placer de la bebida estuviera acompañado en el momento mismo en que un hombre acaba de beber, de esas náuseas y de ese dolor de cabeza, que para algunos hombres se sigue tras la misma, creo que por más placer que se extrajera del licor, nadie permitiría que en esas condiciones el vino llegara siquiera a sus labios, y, sin embargo, él mismo ingiere todos los días ese vino solamente por el error que proporciona una pequeña distancia en el tiempo. Pero si el placer o el dolor disminuyen tanto con sólo la distancia de unas pocas horas, ¿cómo no va a producir el mismo efecto una distancia mayor en un hombre que no haga por medio de un juicio recto aquello que le obligará a hacer el tiempo, es decir, a presentarse la cosa delante de los ojos, para considerarla como si estuviera presente, apreciándola de esa manera en su dimensión real? De esta manera suele acontecer que nos descarriamos por lo que toca al placer o al dolor por sí mismos, o por los verdaderos grados de la felicidad y de la desgracia, y que el futuro pierde su proporción adecuada, con lo que aquello que está presente obtiene nuestra preferencia como si fuera lo mejor. No me refiero aquí de ese juicio equivocado por el que no sólo se disminuye lo que está ausente, sino que se deja directamente reducido a la nada, cuando los hombres disfrutan de lo que está presente y se lo procuran, concluyendo falsamente que por ello no les podrá acontecer ninguna desgracia; porque un juicio semejante no depende de la comparación respecto al bien mayor o a los males futuros que es de lo que ahora estamos hablando, sino que depende de otra clase de juicio erróneo, que es lo que se refiere al bien o al mal en cuanto se los considera como la causa y el origen del placer o del dolor que se siguen de ellos.
66.
Causas de nuestros juicios erróneos cuando comparamos el placer y el dolor presentes con los futuros
Me parece que la causa de nuestros juicios erróneos, cuando comparamos los placeres o dolores presentes con los futuros, radica en la constitución débil y estrecha de nuestras mentes. No podernos disfrutar bien de dos placeres al mismo tiempo, y menos aún disfrutar de un placer mientras estamos embargados por algún dolor. El placer presente, si no está muy debilitado, hasta el punto de no ser un placer, ocupa de tal modo nuestras estrechas almas, llena tan completamente nuestra mente, que apenas deja algún pensamiento para las cosas ausentes; o si en nuestros placeres se encuentran algunos que no sean lo suficientemente fuertes para apartarnos de la consideración de cosas futuras, tenemos, sin embargo, tal repulsa por el dolor, que un poquito del mismo es capaz de apagar todos nuestros placeres: un poco de amargura mezclada en la copa de vino nos impide gustar su dulzura. De aquí se deriva que deseemos librarnos de un mal ausente, a cualquier precio, que nos inclinemos a creer más grave éste que cualquier mal ausente, porque cuando estamos bajo el dominio de un dolor presente, no nos sentimos capaces de una felicidad, por pequeña que sea. Las quejas diarias de los hombres constituyen una prueba palpable de esto: el dolor que cualquiera experimenta siempre es el peor de todos los que ha sentido; y con angustia se grita: «venga cualquier cosa mejor que esto; nada puede ser tan insoportable como lo que ahora estoy sufriendo», y por eso todos nuestros esfuerzos y nuestros pensamientos se dirigen a liberarnos cuanto antes de ese mal presente, al que consideramos como una condición primera y necesaria para nuestra felicidad, con independencia de lo que después ocurra. Pensamos vehementemente que nada hay que pueda exceder, ni siquiera igualar, a un malestar que nos abruma en ese momento. Y como la abstinencia de un placer presente que se nos ofrece supone un dolor, y muchas veces un dolor inmenso, puesto que el deseo aumenta con la proximidad de lo deseado, no es extraño que esto actúe de la misma manera que el dolor y. aleje de nuestros pensamientos lo futuro de manera que nos obliga, como si dijéramos, a echarnos a ciegas en sus brazos.
67.
El bien ausente no puede hacer inclinar la balanza frente al malestar presente
Añádase a esto que el bien ausente, o, lo que es lo mismo, el placer futuro, especialmente si es de esa clase de los que no conocemos, raramente puede inclinar la balanza frente a cualquier malestar, ya sea causado por un dolor, por un deseo que esté presente. Porque como ese placer futuro no puede ser, al hacerse presente, mayor que lo será realmente cuando se llegue a disfrutar, los hombres tienden a hacerlo más pequeño en su deseo, para admitir en lugar de él cualquier deseo que esté presente, y para afirmarse a sí mismos que, cuando llegue el momento de la decisión, tal vez no se adecue a la noticia u opinión que generalmente se da sobre él, porque por su propia experiencia saben que no sólo aquello que los otros han exagerado, sino que incluso aquello que ellos mismos han disfrutado con gran placer y satisfacción durante algún tiempo, después resultó insípido e incluso repugnante, y, por tanto, no ven nada en aquel placer futuro que los lleve a renunciar a disfrutar de sus momentáneos deleites. Pero que ésta sea una manera falsa de juzgar cuando se aplica a la felicidad de la otra vida, es algo que tendrá que admitirse, a no ser que haya quien pueda afirmar que Dios es incapaz de hacer felices a unos seres que ha creado con ese objeto. Porque estos seres tiendan hacia un estado de felicidad es algo que ciertamente se debe adecuar a la voluntad y al deseo de cada uno; de manera que podemos suponer que sus deseos, si son tan diferentes como realmente parecen en este momento, ese maná que proviene del cielo será agradable al paladar de todos. Todo lo que hemos dicho sobre los juicios erróneos en lo que se refiere al placer y al dolor presentes y futuros cuando se comparan entre sí, o cuando se considera lo ausente de la misma manera que lo venidero, puede ser suficiente para nuestros actuales propósitos.
68.  Juicios erróneos derivados de la consideración de las acciones por sus consecuencias
En cuanto a las cosas buenas o malas por sus consecuencias, y por la capacidad que tienen de procurarnos el bien o el mal en el futuro, hacemos distintas clases de juicios equivocados.
1. Cuando juzgamos que no depende realmente de esas cosas todo el mal que en realidad se deriva de ellas.
2. Cuando juzgamos que, aunque las consecuencias en ese momento sean muy importantes, sin embargo, no son tan ciertas que no pueda suceder de otra manera, o al menos que no se puedan evitar por otros medios, como son la industria, el empeño, algún cambio, el arrepentimiento, etc.
Sería fácil mostrar en cada caso particular que ésos son modos erróneos de juzgar, si examinara cada uno de una manera particular; pero me voy a limitar a afirmar que esto, en general, es una forma de proceder muy equivocada e irracional, ya que se hipoteca un bien mayor por otro más pequeño en base a unos indicios inconcretos y antes de proceder a un examen riguroso, que guarde relación con la importancia que un asunto tiene, si nos equivocamos en él. Esto, según mi opinión, es algo que debe ser admitido por todo el mundo, especialmente si se consideran las causas habituales de estos juicios erróneos, entre los cuales están las siguientes:

69. Causas de éstos
La ignorancia. Porque quien juzga sin ninguna información de lo que él mismo es capaz, no puede sino juzgar equivocadamente.
La inadvertencia. Es decir, cuando un hombre pasa por alto aquello que él mismo sabe. Esta es una ignorancia afectada y presente, que hace que nuestros juicios caigan en tantos errores como el anterior. juzgar es, por decirlo de alguna manera, hacer el balance de una cuenta para determinar dónde recae la diferencia. Por tanto, si se reúnen confusamente y de manera apresurada las distintas cantidades de cualquiera de los dos sumandos, y si se hace caso omiso de otras que debieron incluirse en nuestros cálculos, esta precipitación será la causa de un juicio tan erróneo como
el que se derivaría de una ignorancia absoluta. Generalmente la causa que más contribuye a ello es que predomine algún placer o dolor en nosotros en un momento determinado, los cuales son exagerados por nuestra naturaleza débil y apasionada, que fácilmente se encuentra bajo la influencia de aquello que está presente. Fuimos dotados de entendimiento y razón para que pudiéramos evitar esas precipitaciones, pero no siempre logramos hacer un uso adecuado de ello, inquiriendo y examinando previamente los asuntos para poder después emitir juicios. El entendimiento carecería de objeto si no tuviera libertad; y sin entendimiento, la libertad, aunque pudiera existir, no tendría ningún sentido. Si un hombre se da cuenta de que algo puede ser bueno o malo para él, de que puede hacerlo fea o desgraciado, pero no puede mover ni un solo paso para conseguir lo primero o evitar lo segundo, ¿en qué le ayuda esa percepción? El que disponga de la libertad de andar por la oscuridad más absoluta, ¿podría acaso aprovecharse de esa libertad de un modo más favorable que aquel que se siente impulsado hacia arriba y hacia abajo como una burbuja que el viento lleva de un lado para otro? Poco importa que uno sea movido desde fuera o desde dentro por una fuerza ciega. Lo principal, y al tiempo la utilidad más grande que tiene la libertad, es la de poder evitar la precipitación; y el ejercicio principal de la libertad consistiría en detenerse, con los ojos abiertos y mirar a nuestro alrededor para ver las consecuencias de lo que vamos a hacer, de una manera tan pausada corno la importancia del asunto lo requiera. No voy a entrar aquí en el examen pormenorizado de hasta qué punto la pereza y la negligencia, el acaloramiento y la pasión, la preponderancia de la moda o de los hábitos adquiridos, contribuyen de distintas maneras a la emisión de juicios falsos, según las distintas ocasiones. Tan sólo añadiré otro juicio erróneo que creo resulta necesario mencionar, porque tal vez pasa un poco desapercibido, aunque su influencia en los hombres sea mucha.
70.
Juicio erróneo sobre lo que sea necesario a nuestra felicidad
Que todos los hombres deseen la felicidad, es algo que resulta indudable; pero, como ya hemos señalado antes, cuando se encuentran libres de dolor, tienden a la consecución del primer placer que esté a su alcance, o a aquel que las costumbres aconsejan como el más idóneo; de tal manera que, encontrándose satisfechos hasta que viene a inquietarles algún deseo, que altera esa felicidad y les muestra que no son totalmente felices, éstos no ven más allá, desde el momento en que su voluntad no se encuentra determinada por ninguna acción que les impulse a la consecución de otro bien conocido. Porque, como la experiencia nos muestra que no podemos disfrutar de toda clase de bienes, sino que unos excluyen otros, no fijamos nuestros deseos sino en el bien que parece ser más grande, a no ser que pensemos que conviene a nuestra felicidad, ya que si juzgamos que podemos tenerla sin este bien, no nos sentimos impulsados a actuar. Esta es otra ocasión para que los hombres lleguen a juicios equivocados, pues piensan que no es necesario para su felicidad aquello que realmente lo es; y este error hace que nos equivoquemos tanto a la hora de elegir un bien que pretendemos conseguir como a la de arbitrar los medios para conseguir otro aparentemente más remoto. Pero, sea cual fuere la forma del error, bien poniendo nuestra felicidad donde no está en realidad, bien arbitrando unos medios inadecuados para lograrla, parece indudable que quien no logre alcanzar su fin principal, es decir, su felicidad, tendrá que admitir que juzgó incorrectamente. Todo lo cual provoca que lo que nos hace caer en este error es el mal sabor, real o supuesto, que producen unas acciones que nos han conducido hacia ese fin, ya que como a los hombres les resulta muy absurdo ser infelices para llegar a ser felices, no emprenden fácilmente ese camino.
71. Podemos cambiar el agrado o desagrado de las cosas
La última pregunta que sobre esta materia podemos realizar consistiría en averiguar si está en poder del hombre el cambiar el agrado o desagrado que acompaña a cualquier clase de acción; y a esta pregunta contesto que, en la mayoría de los casos, es evidente que puede hacerlo. Los hombres pueden y deben habituar su paladar para tomarle el gusto a aquello que no lo tiene, o que suponen que no lo tiene. El gusto de la mente es tan diverso como el del cuerpo, y también como el de éste aquél es susceptible de cambios; y supone un gran error pensar que los hombres no pueden alterar el desagrado o la indiferencia que ciertas acciones provocan de manera que lleguen a convertirlos en gusto y deseo, siempre que estén dispuestos a poner de su parte todo lo que puedan. Bastará, a veces, con una consideración adecuada para que el cambio se produzca; pero en la mayor parte de los casos, será en la práctica, la aplicación y la costumbre las que consigan estos resultados. Podemos dejar de utilizar el pan, o el tabaco, aunque sepamos que son útiles para la salud, porque nos son indiferentes o desagradables; pero cuando la razón y la consideración nos lo recomiendan, y una vez que hemos hecho la prueba, encontramos que son agradables a causa de su uso y costumbre. Y es realmente cierto que esto mismo sucede respecto a la virtud. Las acciones son agradables, o desagradables, bien en sí mismas, bien consideradas como medios para lograr un fin mayor y más apetecible. Al comer un plato bien condimentado y a gusto del paladar de una persona, nuestra mente puede ser sensible al placer en sí que acompaña la acción de comer, sin que tenga que hacer referencia a otra finalidad; pero la consideración del placer que encontramos en la salud y en la fuerza (que es la razón de la supervivencia que existe en la comida) puede añadir un nuevo gusto, capaz de hacernos ingerir un brebaje de sabor desagradable. En este último sentido, cualquier acción puede llegar a ser más o menos agradable sólo a partir de la visión de su finalidad, y por la mayor o menor persuasión que tengamos para sentirnos unidos a ella o impulsados hacia ella; pero el placer en la acción misma se adquiere mejor, o se aumenta, mediante el uso y la práctica. Sucede a menudo que los intentos terminan por reconciliarnos con aquello que, desde lejos, nos resulta repugnante, y que su repetición provoca que disfrutemos de lo que en un primer momento nos pudo desagradar. Las costumbres tienen una atracción bastante fuerte y provocan una sugerencia tan fuerte de bienestar y placer sobre esto o aquello que estamos habituados a realizar, que no podemos dejar de hacerlo, o, al menos, sentirnos a gusto sin realizar unas acciones a las que nos ha llevado la práctica habitual, y que, por ello, resultan por sí mismas atractivas. Aunque esto sea evidente, y aunque la experiencia de todos nos muestre que se puede lograr, con todo, en la conducta de los hombres, esto es un aspecto que descuidan hasta tal punto que posiblemente se considere una paradoja el afirmar que los hombres pueden hacer agradables para ellos mismos unas cosas y unas acciones con lo que, de esta manera, pueden poner remedio a algo que, con bastante justicia, se considera como el origen de muchos de sus yerros. Una vez que la moda y las opiniones comúnmente recibidas han establecido unos conceptos falsos, y después que la educación y las costumbres han llegado a consagrar hábitos erróneos, los hombres sitúan de manera equivocada los valores adecuados de las cosas y llegan a corromper sus gustos. Es necesario tomarse la molestia de enmendar esos disgustos y de lograr adquirir costumbres contrarias que puedan cambiar nuestros placeres, y que nos hagan disfrutar de lo que o bien es necesario para nuestra felicidad, o bien nos conduce a ella. Esto es una cosa que todo el mundo puede admitir que está dentro de sus posibilidades; y cuando sucede que alguien ha perdido la felicidad, viéndose sumido en la desgracia, tiene que admitir que cometió un error al no preocuparse de aquella posibilidad, y sentirse culpable por ello; y preguntaría a cada hombre en particular, si no le ha llegado a suceder esto con frecuencia.
72.
Preferir el vicio a la virtud es un juicio evidentemente erróneo
No me voy a extender más sobre los juicios erróneos, ni sobre el descuido de lo que se puede hacer, las causas por las que los hombres se equivocan. Esto requeriría un volumen, y no es algo que entre dentro de mis intenciones. Pero, sean cuales fueren las falsas nociones, o los descuidos vergonzosos de los hombres, considerando lo que éstos podrían hacer, y que les llevan a un camino apartado de la felicidad, distrayéndola de la misma, según podemos observar por las distintas maneras de discurrir nuestras vidas, lo cierto es que la moral establecida sobre unos fundamentos verdaderos no puede sino determinar la elección de todo aquel que se tome la molestia de reflexionar sobre sus actos; y aquel que no sea una persona lo suficientemente razonable como para tomar en serio su propia felicidad y la desgracia infinita, necesariamente tiene que condenarse a sí mismo por no haber hecho un uso adecuado de su entendimiento. Los premios y los castigos que el Todopoderoso establece en la otra vida que tengamos en consideración de su ley y tienen un peso suficiente como para inclinar la elección de los hombres en su favor contra cualquier placer o dolor de esta vida, siempre y cuando se considere la posibilidad de un estado eterno que nadie puede poner en duda. Todo el que admita que una felicidad ilimitada es la consecuencia posible de una vida honrada en este mundo, y que el estado contrario será el castigo justo a una mala vida, tendrá que concluirse a sí mismo que juzga muy erróneamente si no llega a la conclusión de que una vida virtuosa, a la espera segura de una felicidad venidera, debe ser elegida a otra dominada por el vicio, y marcada por el temor de ese estado horrible de miseria en que posiblemente caerá quien sea culpable de haberse entregado a ella, o, en el mejor de los casos, con la terrible e incierta esperanza del aniquilamiento. Evidentemente esto es así, aunque la vida dedicada a la virtud en este mundo no tuviera como correlato sino el dolor, y la entregada al vicio estuviera llena por el placer continuo; lo cual, sin embargo, suele suceder de manera contraria, no teniendo los perversos en su favor mucho de lo que vanagloriarse, incluso en su situación presente; es más, si tenemos en cuenta todas las circunstancias, pienso que éstos suelen llevar la peor parte, incluso en esta vida. Pero cuando se pone en la misma balanza una felicidad infinita y una miseria eterna, si lo peor que puede sucederle a un hombre bueno, suponiendo que se haya equivocado, es lo mejor que le puede acontecer a otro malo, incluso en la hipótesis de que haya acertado, ¿quién, sino un loco, estará dispuesto a correr este riesgo? ¿Quién, en su sano juicio, elegirá situarse en la posibilidad de una desgracia infinita, sin poder ganar nada corriendo un riesgo semejante, aun cuando pudiera escapar a aquellos peligros? El hombre honrado, por el contrario, nada arriesga contra la felicidad infinita, en el caso de que se realicen sus esperanzas. Si no se equivocó, será eternamente feliz; si erró, no será desgraciado, pues no sentirá nada. Por el contrario, si el perverso acertó, no será feliz, y si no lo hizo, será eternamente desgraciado. ¿No es, entonces, un juicio claramente erróneo el que emite aquel que no ve de inmediato hacia dónde debe inclinarse su elección en este caso? He evitado toda referencia acerca de la certeza o probabilidad de un estado futuro, ya que mi intención en este punto ha sido mostrar el juicio equivocado en que cualquiera debe admitir que incurre, según sus propios principios, sean los que fueren, y según cualquier consideración que impulse a preferir los efímeros placeres de una vida viciosa, sabiendo que una vida futura es por lo menos posible, y no pudiendo estar seguro de lo contrario.
73.
Recapitulación: libertad de indiferencia
Para terminar esta investigación sobre la libertad humana debo decir que, según apareció primero, yo mismo temí desde un principio que un amigo mío muy juicioso sospechó, desde el momento de su publicación, que podría contener algún error, aun cuando no pudiera mostrármelo de una manera concreta, por lo que empecé a revisar este capítulo bastante concienzudamente. Con este motivo, habiendo observado que existía una inadvertencia en la que es fácil caer y que resulta difícil de observar, inadvertencia que cometí al poner una palabra aparentemente indiferente en lugar de otra, ese descubrimiento me mostró la manera de ver que aquí, en esta segunda edición, someto a luz de los sabios, y que en resumen estriba en lo siguiente: la libertad es una potencia de actuar o de dejar de hacerlo, de acuerdo con los designios de la mente. La potencia de dirigir las facultades operativas del movimiento o del reposo es lo que denominamos voluntad. Aquello que en el curso de nuestras acciones voluntarias determina la voluntad para que realice algún cambio de operación, es un determinado malestar presente, que o bien es un deseo, o al menos siempre va acompañado de deseo. El deseo siempre está impulsado por el mal, como una manera de huir de él; ya que una liberación total del dolor es algo que forma parte necesaria de nuestra felicidad. Pero, todo bien, sin excepción del bien mayor, no mueve constantemente al deseo, porque puede no formar, o puede no ser considerado como formando parte necesaria de nuestra felicidad. Pues lo que más deseamos es, fundamentalmente, ser felices. Pero que este deseo general de la felicidad actúa de una forma constante e invariable, sin embargo, la satisfacción de cualquier deseo particular puede dejarse en suspenso, impidiendo que la voluntad se determine para realizar un acto cualquiera que tienda a esa satisfacción del deseo, en tanto no hayamos examinado detenidamente si el bien particular aparente que deseamos en ese momento forma parte de nuestra verdadera felicidad, o si es contrario a la misma. El resultado de nuestro juicio, después de un examen tal, es lo que en última instancia determina al hombre, el cual no sería realmente libre si su voluntad estuviera determinada por una cosa distinta a su propio deseo, que está guiado por su mismo juicio. Sé que algunas personas colocan la libertad en la indiferencia del hombre, anterior a la determinación de su voluntad. Me gustaría mucho que aquellos que tanto insisten en semejante indiferencia que antecede a la determinación de la voluntad, nos dijeran claramente si esa supuesta indiferencia es también anterior al pensamiento y al juicio del entendimiento, al igual que lo es al decreto de la voluntad; pues resulta muy difícil situarla entre estos dos términos, o sea, inmediatamente después del juicio del entendimiento, y antes de la determinación de la voluntad, ya que dicha determinación sigue de manera inmediata al juicio del entendimiento; y el colocar la libertad en una indiferencia que sea anterior al pensamiento y al juicio del entendimiento, me parece que es algo semejante a situar la libertad en un estado de penumbra en el que nada podríamos ver ni decir sobre la misma; al menos, es situarla en un sujeto incapaz de libertad, pues se niega el que un agente cualquiera pueda obtener la libertad, ii no es mediante el pensamiento y el juicio. Como no afino demasiado a la hora de expresarme, tengo que reconocer a aquellos, los que pueden hacerlo de ese modo, que la libertad está situada en la indiferencia; pero en una indiferencia que viene después del juicio del entendimiento, más aún, incluso después de que la voluntad se haya determinado. Y ésta es una indiferencia no propia del hombre (porque habiendo éste juzgado una vez lo que es mejor, es decir, el hacer algo o el no hacerlo, ya no es indiferente), sino una indiferencia de las potencias operativas del hombre, potencias que siendo al mismo tiempo capaces de actuar o de dejar de hacerlo, antes y después de que la voluntad se determine, están en un estado tal que si así se desea, puede denominarse estado indiferente, y en la misma medida que tenga esa indiferencia, el hombre será libre, pero no más allá de ella. Así por ejemplo, supongamos que tengo la capacidad de mover mi mano o de dejarla en reposo. Esta potencia operativo es indiferente al movimiento o al reposo de mi mano, y, por ello mismo, soy totalmente libre en este sentido. Si mi voluntad determina a esa potencia operativo, en el sentido de mantener la mano en reposo, soy libre, porque la indiferencia de esa potencia operativo mía de actuar o de dejar de hacerlo todavía existe, ya que la potencia de mover mi mano en modo alguno se ve enfrentada a la determinación de mi voluntad que ha ordenado que se produzca el reposo actual. La indiferencia de esa potencia para actuar o dejar de hacerlo es la misma que existía antes, tal y como aparecería si la voluntad quiere hacer la prueba ordenando lo contrario. Pero si durante el reposo mi mano se ve súbitamente acometida por la parálisis, habrá terminado la indiferencia de esa potencia operativo, y con ella ha muerto mi libertad, pues ya no dispongo de ella, al tener que dejar necesariamente mi mano en una situación de reposo. Al mismo tiempo, si mi mano se ve impulsada a un movimiento que proviene de una convulsión, desaparecerá también la indiferencia de la facultad operativo para realizar aquel movimiento, con lo que asimismo habré perdido mi libertad al tener la necesidad de que mi mano se mueva. He añadido esto, para mostrar en qué clase de indiferencia pienso que consiste la libertad, y no en ninguna otra clase real o imaginaria.
74. Potencia activa o pasiva en el movimiento y en el pensamiento
Como las verdaderas nociones relativas a la naturaleza y a la extensión de la libertad son de una importancia tan grande, espero que se perdone esa digresión, que me ha hecho explicar debidamente este asunto. Las ideas de voluntad, volición, libertad y necesidad me vinieron de una manera natural en este capítulo dedicado a la potencia. En una anterior edición de este Tratado, expuse mi pensamiento en lo que se refiere a estos asuntos, de acuerdo con las luces que entonces tenía. Pero en el momento actual, como amante que soy de la verdad y no de mis propias doctrinas, confieso que se ha producido algún cambio en mis opiniones, cambio para el que creo haber encontrado una firme base. En lo que escribí al principio, me atuve a la verdad con una indiferencia sin prejuicios, yendo hasta el lugar en que ésta quiso llevarme. Pero como mi vanidad no alcanza hasta el punto de considerarme infalible, ni me siento tan falaz como para desfigurar errores por el temor a enturbiar mi reputación, no he sentido ninguna vergüenza en publicar lo que sugirió un examen más severo, animado siempre por el mismo propósito firme de encontrar la verdad. No es imposible que algunos piensen que mis anteriores asertos eran correctos; y otros (como yo he podido comprobar) se inclinen más a aceptar los actuales y que otros, en definitiva, no acepten ni los unos ni los otros. Y esta variedad en las opiniones de los hombres tampoco es algo que me resulte sorprendente, ya que buscar deducciones imparciales de la razón en un asunto tan controvertido sería casi imposible, pues las deducciones exactas referidas a unas
nociones abstractas no parecen muy fáciles, especial- mente en el caso de argumentaciones relativamente extensas. Por todo lo anterior me parece que estoy bastante obligado hacia cualquier persona que se tome la molestia de aclarar las dificultades que todavía puedan existir en lo que al problema de la libertad se refiere, bien si parte de mis argumentaciones, bien si toma otras cualesquiera como base.
Pero, antes de dar por terminado este capítulo, creo que nos ayudaría a clarificarnos sobre la potencia el hacer que nuestros pensamientos investiguen de una manera más exacta qué es aquello en lo que la acción consiste. Antes dije que solamente tenemos idea de
dos clases de acción, es decir: movimiento y pensamiento. Pero, realmente, aunque se tienen por acciones estas dos y así se las denomina, sin embargo, cuando se analizan detenidamente, no parecen serlo de una manera tan perfecta. Porque, si no me equivoco, existen casos que, considerados adecuadamente, se reconocen más como pasiones que como acciones, y, por tanto, se tienen más como meros efectos de potencias pasivas de unos sujetos que, empero, pasan por ser agentes de las mismas. Porque, en estos casos, la sustancia que tiene el movimiento o pensamiento recibe únicamente desde afuera la impresión por la cual se la sitúa en acción, de manera tal que actúa únicamente por la capacidad que tiene de recibir semejante impresión de algún agente externo; y una potencia tal no es propiamente una potencia activa, sino una mera potencia pasiva capaz en el sujeto. Algunas veces la sustancia o el agente se ponen asimismo en acción por su propia potencia, y esto es propiamente la potencia activa. Cualquier modificación que tenga una sustancia, por cuya modificación se produce algún efecto, es denominada acción: por ejemplo, una sustancia sólida, por el movimiento, opera o altera las ideas sensibles de una sustancia, y, por tanto, esta modificación del movimiento la denominamos acción. Sin embargo, este movimiento en esa sustancia sólida no es, cuando se considera correctamente, sino una pasión, ya que lo recibió de algún agente externo. Por tanto, en la potencia activa y el movimiento no se da ninguna sustancia que no pueda iniciar el movimiento en sí misma o en cualquier otra sustancia, cuando se halla en reposo. Lo mismo puede decirse respecto al pensamiento, ya que la potencia de recibir ideas o pensamientos por la operación de alguna sustancia externa se llama potencia de pensamiento, no siendo sino una potencia o capacidad pasiva. Y, sin embargo, la actitud de traer a la vista unas ideas, cuando así se desea, que estaban ausentes, o de comparar aquellas que creemos convenientes, sí constituye una potencia activa. Esta reflexión puede ser de alguna utilidad para que evitemos los equívocos acerca de las potencias y de las acciones que, en la gramática de la mayoría de los idiomas, lo mismo que en el uso que de ellos hacemos, se encuentran; ya que aquello que se significa mediante verbos que los dramáticos llaman activos, no siempre significa acción, como ocurre, por ejemplo, en estas proposiciones: yo veo la luna, o las estrellas, o siento el calor del sol, que, aunque se expresan mediante un verbo activo, no significan ninguna acción en mí por la que yo opere sobre aquellas sustancias, sino solamente la percepción de las ideas de luz, redondez y calor; y en éstas, yo no soy activo, sino meramente pasivo, y no puedo, en esta posición de mis ojos o de mi cuerpo, evitar recibirlas; pero cuando muevo mis ojos en otra dirección, o pongo mi cuerpo lejos del efecto de los rayos solares, entonces sí soy propiamente activo, porque mi propia decisión, y mediante una potencia que existe en mí, puedo darme ese movimiento. Una acción semejante es el producto de una potencia activa.
75.
Resumen de nuestras ideas originales
Hasta aquí he presentado, en un breve esbozo, una visión de nuestras ideas originales, de las que se deriva el resto, y de las cuales se forman las demás, de manera que si las considero como filósofo, y examino de qué causas dependen, y de qué están formadas, creo que todas se pueden reducir a unas cuantas primarias y originales, a saber:
La extensión.
La solidez.
La movilidad o la potencia de ser movido.
Ideas que por nuestros sentidos recibimos del cuerpo: la perceptibilidad, o potencia de percepción, o de pensamiento.
La movilidad, o potencia de movimiento: ideas que mediante la reflexión recibimos de nuestras mentes.
He utilizado estos dos últimos términos para evitar el peligro de caer en errores en el uso de aquellos otros que puedan resultar equívocos.
A estas ideas, podemos añadir:
La existencia.
La duración.
El número, que pertenecen las dos a una y otra forma antes expresada, y que quizá de ellas dependen todas las demás ideas originales. Porque mediante éstas, imagino que podríamos explicar la naturaleza de los colores, de los sonidos, de los sabores, de los olores y de todas las otras ideas que tenemos, si nuestras facultades fueran lo suficientemente agudas para percibir las extensiones y las acciones adecuadamente modificadas de estos cuerpos diminutos que producen aquellas distintas sensaciones en nosotros. Como mi propósito actual se limita a investigar sobre el conocimiento que la mente tiene de las cosas, por aquellas ideas y apariencias que Dios la ha capacitado para recibir y de qué modo la mente llega a tener un conocimiento semejante, como no intento examinar las causas o maneras por las que se produce, en contra del objeto de este Ensayo no me voy a poner a investigar filosóficamente la constitución peculiar de los cuerpos y. la configuración de las partes, a partir de la cual tienen la potencia de producir en nosotros las ideas de sus cualidades sensibles, No voy a entrar, por tanto, en una disquisición semejante; baste, para mis actuales propósitos, con observar que el oro o el azafrán tienen la potencia de producir en nosotros la idea de lo amarillo; que la nieve o la leche pueden producir la de lo blanco, ideas que podemos tener solamente con nuestra vista, sin necesidad de examinar la constitución de las partes de esos cuerpos, ni las formas especiales o movimiento de las partículas que ellos desprenden para causar en nosotros esa sensación particular; aunque cuando intentamos ir más allá de las meras ideas que hay en nuestras mentes, y queremos investigar sus causas, no podemos concebir ninguna cosa existente en los objetos sensibles por la que se produzcan en nosotros diversas ideas, sino la diversidad en tamaño, forma, número, textura y movimiento de sus partes insensibles.

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