LIBRO II DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO

Capítulo XXVIII
DE OTRAS RELACIONES

1. Ideas de relaciones proporcionales
Además de las ocasiones antes mencionadas de tiempo, lugar y casualidad para comparar o relacionar las cosas, unas con respecto a las otras, existen, como ya he dicho, infinitas otras, alguna de las cuales voy a mencionar.
Primero, aquélla idea simple que, siendo capaz de partes o de grados, proporciona una ocasión para comparar los sujetos en que se encuentre, los unos con los otros, con respecto a esa idea, simple, por ejemplo, más blanco, más dulce, igual, mayor, etc. Estas relaciones, que dependen de la igualdad y del exceso de la misma idea simple, en distintos sujetos, pueden ser llamadas, si así se desea, proporcionales; y que estas relaciones solamente se refieren a esas ideas simples que recibimos de la sensación y de la reflexión, es cosa tan evidente que no se necesita decir nada para evidenciarlo.
2.
Relación natural
Segundo, otra ocasión de comparar las. cosas, o de considerar una cosa de manera que esa relación incluya alguna otra cosa, es la que ofrece la circunstancia de origen o inicio de las cosas, el cual inicio, no habiéndose cambiado más tarde, hace que la relación que de él depende sea tan duradera como el sujeto al que pertenece. Por ejemplo, padre e hijo, hermanos, primos hermanos, etc., cuya relación se establece a partir de una unidad de sangre de la que ellos son partícipes en distintos grados; también, compatriotas, es decir, aquellos que nacieron en el mismo país o territorio reciben la denominación de relaciones naturales; en este sentido, podemos observar que la humanidad ha adaptado sus nociones y sus términos al uso de la vida común, y no a la verdad y al alcance de las cosas. Porque es cierto que, en realidad, la relación entre el que engendra y el que es engendrado es la misma entre las distintas razas de los animales que entre los hombres. Sin embargo, pocas veces se afirma que tal o cual toro es el abuelo de éste o aquel novillo, o que dos palomos son primos hermanos. Y es muy conveniente que tales relaciones se observen y se señalen con nombres cuando hacen referencia a los humanos, ya que existen infinidad de ocasiones, tanto en los asuntos legales como en los de otro tipos en que se mencionan y se diferencian los hombres a partir de esa clase de relaciones; de lo que también se originan obligaciones en los distintos pleitos entre los hombres. En cambio, en los brutos, como los hombres no tienen motivos o los tienen muy escasos para poder observar esas relaciones, no han juzgado conveniente dotarlos de nombres que les distingan y particularicen. Esto, por decirlo de pasada, es lo que arroja alguna luz sobre el problema de las diferentes etapas y el desarrollo de las lenguas, las cuales, estando únicamente adaptadas a las necesidades de la comunicación, responden sólo a las nociones que tienen los hombres y al intercambio de pensamientos habituales entre ellos, pero no a la realidad y al alcance de las cosas, ni a los distintos respectos que se suelen encontrar entre ellos, así como tampoco a las diferentes consideraciones abstractas que sobre ellas se formulan. Cuando se ha carecido de nociones filosóficas, se puede observar que no existen términos para expresaras, y no debe de extrañar que los hombres no hayan forjado términos para aquellas cosas sobre las que no han encontrado ocasión de discutir. De aquí resulta fácil imaginar el porqué, en algunos países, se carece hasta de nombres para designar al caballo, y que en otros, en los que se preocupan esmeradamente del linaje propio de los caballos, no solamente tienen nombres para los caballos particulares, sino también para designar sus diversas relaciones de parentesco entre sí.
3.
Ideas de relaciones instituidas o voluntarias
En tercer lugar, algunas veces el fundamento para considerar las cosas, refiriéndolas las unas a las otras, es algún acto por el que alguien llega a algún derecho normal, a una potestad o a una obligación. De esta manera, ocurre que un general es el hombre que tiene el poder de mandar a un ejército; y que un ejército, mandado por un general, es una reunión de hombres armados que están obligados a obedecer a un solo hombre. Un ciudadano, o burgués, es aquel que tiene el derecho de gozar de ciertos privilegios en este o en aquel lugar. A esta clase de relaciones, que dependen del acuerdo de la sociedad o de los deseos de los hombres, las llamo instituidas o voluntarias, y se las puede distinguir de las relaciones naturales en que son, en su mayor parte, si no en su totalidad, posibles de alterar de alguna manera, inseparables de la persona a la que han pertenecido en algún momento, aunque ninguna de las sustancias que se relacionan de esta manera llegue a ser destruida. Ahora bien, aunque todas éstas sean recíprocas, al igual que las demás, y contengan así una referencia de dos cosas la una con respecto a la otra, sin embargo, como puede acontecer que una de estas dos cosas carece de un nombre para designar a esta referencia, suele pasar desapercibida para los hombres, por lo que la relación normalmente es ignorada. Por ejemplo, la relación entre patrón y cliente es fácilmente advertida, pero los términos de alguacil o de dictador no son fácilmente conocidos en una primera audición, desde el momento en que no hay un nombre para designar a aquellos que se encuentran bajo el mandato del dictador o del alguacil, término que exprese la relación que existe entre el uno y el otro, aunque es seguro que ambos tienen un poder sobre los demás, y de esta manera
tienen una relación con ellos, al igual que la que existe entre el patrón y su cliente, o entre el general y su ejército.
4.
Ideas de relaciones morales
En cuarto lugar, existe otra clase de relaciones que es la conformidad o disconformidad entre las acciones voluntarias de los hombres y la norma respectiva, por las cuales ellos son juzgados. Creo que esta relación puede denominarse relación moral, en tanto en cuanto califica nuestros actos morales y pienso que debe ser examinada con detenimiento, ya que no existe ninguna otra parte del conocimiento sobre la que debamos poner tanto cuidado para llegar a ideas precisas y evitar, hasta donde podamos, la oscuridad y la confusión. Cuando las acciones humanas, con sus diversos fines, objetos, maneras y circunstancias, quedan forjadas en ideas distintas y complejas, son, según ya he demostrado, otros tantos modos mixtos, la mayor parte de los cuales tienen nombres adosados a ellos. De esta manera, suponiendo que la gratitud sea una disposición de reconocer y de devolver rápidamente los favores y bienes recibidos, y que la poligamia consista en tener más de una mujer al tiempo, cuando forjamos estas nociones en nuestras mentes tenemos allí otras tantas ideas determinadas de modos mixtos. Pero eso no es todo lo que concierne a nuestras acciones: no es suficiente con tener ideas determinadas sobre ellas, y saber qué nombres corresponden a tales o cuales combinaciones de ideas. Tenemos un interés mayor y que alcanza más allá de esto, y que consiste en saber si estas acciones son moralmente buenas o malas.
5. El bien y el mal moral
El bien y el mal moral, como ya hemos mostrado (libro 11, cap. 20, epígrafe 2; y cap. 21, epígrafe 43)
no son sino el placer o el dolor, o aquello que nos procura el placer o el dolor. El bien y el mal, morales, entonces, son solamente la conformidad o disconformidad entre las acciones voluntarias y alguna ley, por las cuales llegamos al bien o al mal a través de la voluntad y el poder de un legislador, y ese bien y ese mal, es decir, el placer y el dolor que acompaña al cumplimiento o a la violación de esa ley, es lo que denominamos recompensa y castigo.
6.
Reglas morales
Veo que existen dos clases de esas reglas morales o leyes a las que los hombres refieren generalmente sus acciones, y por las que juzgan el acierto o la escasez de las mismas, reglas o leyes que tienen sus diferentes penalidades, es decir, sus premios o sus castigos. Porque como resultaría totalmente inútil intentar imaginar una regla impuesta a las acciones libres de los hombres, sin que llevara anexada algún bien o algún mal para determinar sus voluntades, resulta necesario suponer, al imaginar que existe una ley, alguna recompensa o castigo que vaya anexado a esa ley. Sería baldío que un ser inteligente estableciera una regla para los actos de otro, y no pudiera al mismo tiempo recompensar la observación de esa regla, o castigar a quien la infringiera, respectivamente, con un bien o con un mal procedentes de manera natural de la misma acción, Porque aquello que naturalmente es la conveniencia o inconveniencia opera por sí solo, sin una ley. Esto, si no me equivoco, es la verdadera naturaleza de la ley más propiamente dicha.
7.
Leyes
Las leyes a las que los hombres generalmente hacen referir sus acciones, para juzgar sobre su rectitud o torpeza, me parece que son estas tres: 1) la ley divina; 2) la ley civil; 3) la ley de opinión o de reputación, si se me permite denominarla así. Por la relación que guardan las acciones con la primera, los hombres juzgan si son pecados o deberes; por la que guardan con la segunda, si son criminales o inocentes; y por la que mantienen con la tercera, si son virtudes o vicios.
8.
La ley divina es la medida del pecado y del deber
Primero. Por la ley divina entiendo la ley que Dios ha establecido para las acciones de los hombres, sea ésta promulgada por la luz de la naturaleza o por la luz de la revelación. Pienso que no existirá nadie tan estúpido que niegue que Dios ha decretado unas reglas por las que los hombres deben gobernarse. El tiene el derecho de hacerlo, desde el momento en que nosotros somos sus criaturas; y tiene bondad y sabiduría para dirigir nuestras acciones hacia aquello que mejor nos conviene, y el poder para hacer efectiva su ley por medio de premios y castigos de un peso infinito, en la otra vida, porque nadie puede sacarnos de sus manos. Esta es la única piedra de toque de nuestra rectitud moral. Y comparando sus acciones con esta ley divina es como los hombres llegan a juzgar sobre el mayor bien moral o el mal moral supremo que pueden encerrar unos actos, es decir, cómo pueden juzgar si, en lo que se refiere a deberes o a pecados, pueden llegar a que el Todopoderoso les haga partícipes de la felicidad o de la desgracia.
9. La
ley civil es la media de los crímenes y de la inocencia
En segundo lugar, la ley civil, que es la norma establecida por la comunidad para las acciones de los que pertenecen a ella, es otra regla por la que los hombres juzgan sus acciones, estableciendo si son o no acciones criminales. Esta es una ley que nadie descuida: sus recompensas y castigos que la avalan están a mano, y guardan proporción con el poder de quien la promulga, es decir, con la fuerza que tiene la comunidad para defender sus vidas, las libertades y los bienes de aquellos que viven de acuerdo con sus leyes y que tienen el poder de privar de la vida, de la libertad y de los bienes a quienes las violen; éste es el castigo de quienes atentan contra esta ley.
10.
La ley filosófica es la medida de la virtud vicio
En tercer lugar, la ley de la opinión o la reputación. La virtud y el vicio se suponen que son nombres que significan acciones buenas o malas por naturaleza, y en la medida en que así se apliquen estos nombres coinciden con la ley divina, más arriba mencionada. Sin embargo, sean cuales fueren las pretensiones que sobre esto haya, lo que podemos observar es que estos nombres de virtud o de vicio, en los casos concretos de su aplicación entre las diversas naciones y sociedades, de los hombres de todo el mundo, se atribuye constantemente sólo a aquellas acciones que, dependiendo de cada país o sociedad, tienen una reputación o un descrédito. No debemos pensar que sea extraño que los hombres, en todas partes, den el nombre de virtud a aquellas acciones que entre ellos se estiman dignas de alabanza y que denominen vicio a otras que tienen por censurables, ya que, de lo contrario, se condenarían a sí mismos al estimar por bueno lo que no admiten como recomendable, y al considerar malo, lo que dejan pasar sin ninguna censura. De esta manera, entonces, de la medida de lo que en todo lugar se denomina virtud o vicio, sea esta aprobación o censura, alabanza o crítica, que por un acuerdo tácito y secreto se establece entre las distintas sociedades, tribus y conjuntos de los hombres, en todo el mundo, y en virtud de lo cual varias acciones llegan a merecer el crédito o la crítica entre ellos, según los juicios,
máximas o modas de cada lugar. Porque, aunque los hombres que se reúnen en sociedades políticas hayan renunciado a favor de la comunidad al empleo de todas sus fuerzas, de manera que no puedan usar de ellas contra otro ciudadano más allá de lo que la ley del país establece, sin embargo, todavía tienen el poder de pensar bien o mal, de aprobar o desaprobar los actos de aquellos entre quienes viven o con quienes tienen relaciones, aprobación o desaprobación por las cuales se establece entre ellos lo que denominan virtud o vicio.
11.  La medida que los hombres comúnmente aplican para determinar lo que ellos llaman virtud o vicio
Cuál es esta medida común de la virtud y del vicio es algo que se podrá mostrar a cualquiera que considere que aunque lo que pasa por ser vicio en un país se tenga en otro por virtud o, por lo menos, como no vicio, en todas partes la virtud y la alabanza, el vicio y la reprobación, siempre van unidos. En todo lugar, la virtud es algo que se considera digno de alabanza, por lo que solamente aquello que tiene esas características recibe el nombre de virtud. Es más, virtud y alabanza van unidas tan estrechamente que a menudo se les da el mismo nombre. Virgilio dice: «Sunt sua praemia laudi»; y, en el mismo sentido, Cicerón afirma: «Nihil habet natura praestantibus quam laudem, quam dignitatem, quam deus», añadiendo a continuación que todos los nombres significan la misma cosa. Este es el lenguaje de los filósofos gentiles, que supieron bien en qué consistían sus nociones sobre la virtud y el vicio; y aun cuando los distintos temperamentos, la educación, las modas, las máximas y los intereses de las diferentes clases de hombres fueron, tal vez, las causas de que lo que en un sitio se tenía como motivo de alabanza, en otro fuera digno de censura, y que, de esta manera, virtudes y vicios se mudaran en las distintas sociedades; sin embargo, en cuanto a lo más importante, fueron las mismas en las distintas partes del mundo. Porque como lo más lógico es que cada uno otorgue su estimación y su opinión positiva a aquello en lo que encuentra un provecho propio, y que desapruebe y recrimine lo contrario, no debe extrañar que la estimación y el descrédito, la virtud y el vicio, correspondan en gran medida y en todas partes a la regla invariable del bien y del mal establecidas por la ley de Dios, no habiendo nada que asegure de manera tan visible y directa y que adelante el bien general de la humanidad en este mundo, como la obediencia a las leyes que Dios nos ha impuesto, y no existiendo nada que provoque tantos males y tanta confusión como la inobservancia de esas leyes. Por esto es por lo que, a no ser que los hombres hubieran renunciado totalmente al sentido común, a la razón y a su propio interés, al que se muestran tan apegados, no se pudieron equivocar a la hora de otorgar su aprobación o su crítica hacia el lado correcto. Es más, hasta aquellos hombres que mantenían una conducta contraria a aquellas leyes no pudieron sino dar su aprobación a la parte positiva, pues muy pocos son los que llegan a un grado tal de depravación que no condenen, al menos, en los demás unas faltas que ellos mismos cometen. Y esta es la razón por la que incluso dentro de la corrupción de las costumbres, los verdaderos límites de la ley de la naturaleza, que debe ser la regla de la virtud y del vicio, se mantuvieron inalterables; de manera que has- ta las prédicas de los maestros más inspirados no han temido referirse a la reputación común «Todo lo que es amable, todo lo que es del buen nombre, si existe alguna virtud, si existe alguna alabanza, es en lo que hay que pensar» (Filípicas, cap. IV, S).
12. Lo que da fuerza a esa ley es la alabanza y el descrédito
Si alguien ha pensado que he olvidado mi propia noción acerca de la ley, cuando afirmo que la ley
por la que los hombres juzgan la virtud y el vicio no es otra que el consentimiento de los hombres particulares desprovistos de la autoridad para hacer leyes, y desprovistos especialmente de lo que tan necesario y esencial resulta para toda ley, es decir, del poder de hacerla efectiva, creo poder decirle que quien imagine que la alabanza y la censura no son motivos suficientes para hacer que los hombres se mantengan dentro de las opiniones y las reglas establecidas para todos los que con ellos conviven, no parece tener muchos conocimientos sobre la naturaleza o la historia de los hombres, pues entre ellos se puede encontrar que, en una gran mayoría, se gobiernan fundamentalmente, si no exclusivamente, por esa ley establecida en ese momento, de tal manera que hacen aquello que les proporcione una buena reputación entre sus compañeros, sin tener demasiado en cuenta las leyes de Dios o de los magistrados. En lo que se refiere a las penas que acompañan la violación de las leyes divinas, algunos, tal vez la gran mayoría, pocas veces reflexionan con seriedad sobre ellas, y, entre los que no las olvidan, muchos, a la par que infringen la ley, mantienen la idea de una reconciliación futura y de un enmendarse en su falta. En lo que a los castigos se refiere, y que se imponen por la violación de las leyes del Estado, a menudo se consultan a sí mismos con la esperanza de quedar impunes. Pero nadie puede evitar el castigo de la censura y del desagrado que inevitablemente se impone a aquel que va contra las modas y las opiniones de su sociedad, entre la que desea ganar reputación. Ni existe uno solo, entre diez mil, lo suficientemente duro e insensible para soportar el desagrado continuo y la condena social de sus propios compañeros. Muy extraña e insólitamente tiene que estar formado aquel que se contente con vivir en un descrédito constante y en la desgracia de su sociedad particular. Algunos hombres han buscado la soledad y muchos son los que han logrado llegar a estar a gusto con ella; pero no existe nadie que conservando la menor característica o sentimiento hacia lo humano pueda vivir en sociedad constantemente despreciado y desacreditado a los ojos de sus familiares y de las personas con las que tiene un trato social. Esta es una carga demasiado gravosa para la capacidad humana y tendrá que ser absurdamente contradictorio quien derive su placer de la compañía de sus semejantes y sea, a la vez, insensible al desprecio y al descrédito de esas mismas personas.
13.
Estas tres leyes son las reglas morales del bien y del mal
Estas tres leyes son, por tanto: primero, la ley de Dios; segundo, la ley de las sociedades políticas; la ley de la moda o de la censura privada, y son aquellas con las que los hombres comparan sus acciones; y es por la conformidad que esos actos guarden respecto a una de esas leyes por la que extraen la medida cuan- do juzgan sobre su rectitud moral y cuando denominan a sus acciones buenas o malas.
14.
La moralidad es la relación de las acciones voluntarias con estas reglas
Si la regla a la que referimos nuestros actos voluntarios, como piedra de toque por la que los examinamos y por la que juzgamos sobre su bondad y le damos el nombre correspondiente, nombre que es como el signo de valor que le concedemos, si esa regla, digo, la tomamos de las modas y de las costumbres del país, o de la voluntad del legislador, la mente puede juzgar con facilidad la relación que mantiene un acto con esa regla, y si ese acto se conforma o no con ella, extrayendo la noción del bien y del mal morales, que no son sino conformidad o disconformidad que cualquier acto guarda con dicha regla, de lo que, en consecuencia, se la llama frecuentemente rectitud moral. Ahora bien, como esta regla no es sino un conjunto de diversas ideas simples, la conformidad con ella no es sino ordenar el acto de manera que las ideas simples que le pertenecen correspondan a las que la ley requiere. De esta manera es como vemos que los seres morales y las nociones de esta clase tienen su base y su fin en aquellas ideas simples que hemos recibido a partir de la sensación y de la reflexión. Por ejemplo, consideremos la idea compleja significada por la palabra asesinato, cuando la hayamos examinado en todos sus particulares, encontraremos que no es sino la unión de un conjunto de ideas simples derivadas de la sensación o de la reflexión, es decir: primero, de la reflexión sobre las operaciones sobre nuestra propia mente tenemos las ideas de volición, de consideración, de intento premeditado, de malicia o de desear que a otro le ocurra un mal, también tenemos las ideas de vida, o de percepción y automoción. Segundo, extraemos de la sensación un conjunto de aquellas ideas simples y sensibles que se encuentran en un hombre, y de algún acto por el que ponemos fin a la percepción y al movimiento de un hombre; ideas todas que quedan comprendidas en la palabra asesinato. Esta colección de ideas simples, según las encuentre conformes o no a la estimación del país en que he sido criado, y de acuerdo con la opinión laudatorio o crítica de la mayoría de los hombres que vivan en él, harán que denomine ese acto virtuoso o vicioso. Pero si tengo como regla de comparación la voluntad de un legislador supremo e invisible, entonces, desde el momento en que he partido de que se trataba de un acto ordenado o prohibido por Dios, lo denominaré bueno o malo, pecado o realización de un deber, y si lo comparo con la ley civil, es decir, con la regla impuesta por el legislador de un país, lo denominaré legal o ilegal, crimen o no crimen. De manera que de donde quiera que tenemos la regla de las acciones morales, o sean cuales fueren los patrones que utilicemos para forjar en la mente las ideas de las virtudes o de los vicios, éstas solamente consisten, y tan sólo se componen, de un agregado de ideas simples, recibidas de la sensación o de la reflexión, y su rectitud o descarrío depende de su acuerdo o desacuerdo con esos patrones establecidos por alguna ley.
15.
Las acciones morales pueden ser contempladas o de manera absoluta o como ideas de relación
Para concebir adecuadamente las acciones morales debemos tomarlas a partir de una doble consideración. Primero, según son en sí mismas, como una colección de ideas simples. De esta manera, la ebriedad o la mentira significan tal o cual agregado de ideas simples que he denominado modos mixtos; y, en este sentido, son ideas tan absolutas positivas como el que un caballo beba o el que un loro hable. Segundo, nuestras acciones se consideran buenas o malas, o indiferentes, y en este sentido son relativas, ya que se trata de su conformidad o disconformidad con alguna regla que las hace regulares e irregulares, buenas o malas; y por eso, en tanto en cuanto se las compara con esa regla, reciben esa denominación o caen bajo esa relación. De esta manera, la acción de desafiar y pelearse con un hombre, considerada como un modo positivo, o como una cierta especie de acción, distinguida de todas las demás acciones por las ideas que le son peculiares, se denomina duelo, acción que, cuando se la considera en relación a la ley de Dios, merecerá el nombre de pecado, mientras que en otros países se hará digna de los elogios de valor y virtud; y en relación con las leyes que imperan en algunos países, será tenida por un crimen capital. En estos casos, cuando el modo positivo tiene un nombre, y otro nombre en cuanto a su relación con una ley, la distinción puede ser fácilmente observada como ocurre en las sustancias, cuando un nombre, por ejemplo hombre, se usa para significar la cosa, y otro nombre, por ejemplo padre, para significar la relación.
16. Las denominaciones de acciones muchas veces nos confunden
Pero, como muy a menudo la idea positiva de la acción y su relación moral están comprendidas bajo un mismo nombre, y la misma palabra se puede usar para expresar al mismo tiempo el modo y la acción, y su rectitud o descarrío, resulta que se repara menos en la relación misma, por lo que ocurre con frecuencia que no se hace ninguna distinción entre la idea posesiva de la acción y la relación que guarda con la regla. Por lo que la confusión de estas dos consideraciones distintas, encuadradas bajo un mismo término, hace que aquellos que se muestran demasiado influenciados por la impresión que les causa un sonido y que toman el nombre de la cosa por la cosa misma se vean frecuentemente equivocados en su juicio sobre las acciones. De esta manera, el tomar una cosa que pertenece a otra sin el conocimiento o permiso de su dueño, es lo que propiamente se denomina robar. Pero como este nombre se extiende, por lo común, como significativo de la gravedad moral de la acción y como denota su contrariedad con una ley, los hombres suelen condenar todo aquello que oyen calificar de robo como una acción mala, y contraria a las reglas del derecho. Y, sin embargo, la privación oculta de su espada para un loco, con el fin de evitar que cause algún daño, aunque propiamente se denomine robo, puesto que tal es el nombre que se le da a semejante modo mixto, si se compara con los preceptos de la ley de Dios y si se considera en su relación con esa regla suprema, no es pecado o trasgresión, aunque el nombre de robo ordinariamente lo signifique.
17. Las relaciones son innumerables y solamente voy a mencionar aquí las más importantes
De esta manera, la relación de las acciones humanas respecto a la ley es, por tanto, lo que llamo relaciones morales.
Se necesitaría un grueso volumen para hacer referencia a todas las clases de relaciones, por lo que no se debe esperar que las mencione todas aquí. Baste para nuestro propósito actual con mostrar, junto y con las que ya hemos examinado, las ideas que tenemos sobre esta consideración comprensiva llamada relación. Consideración que es tan variada y cuyas ocasiones son tan numerosas (tantas como puede haber comparando unas cosas con otras) que no resulta fácil reducirlo a reglas o someterlas a una sistematización. Estas que he mencionado, pienso, son las más importantes, y de una naturaleza tal que nos permiten ver de dónde obtenemos nuestras ideas de las relaciones y en qué se fundan éstas. Pero antes de acabar con esta argumentación, permítaseme decir lo siguiente:
18. Todas las relaciones terminan en ideas simples
Primero, que es evidente que todas las relaciones terminan en aquellas ideas simples en las que encuentran su fundamento, y que hemos obtenido a partir de la sensación y de la reflexión. De manera tal que todo lo que tenemos en nuestros pensamientos (si pensamos algo, o si esto tiene algún sentido), o todo lo que hemos querido significar a otros, cuando utilizamos palabras que significan relaciones, no es sino algunas ideas simples, o conjunto de ideas simples comparadas entre sí. Esto es tan manifiesto en esa especie de relación llamada proporcional, que ninguna otra cosa lo puede ser más. Porque cuando un hombre dice: «La miel es más dulce que la cera», es evidente que en esa relación sus pensamientos terminan en esa idea simple de dulzura, lo cual es igualmente verdadero respecto a todas las demás relaciones, aunque, cuando son relaciones compuestas o doblemente compuestas, las ideas simples de que están hechas raramente se advierten; por ejemplo, cuando se menciona la palabra padre, primero, se significa esa especie particular o idea colectiva que la palabra hombre denota; segundo, aquellas simples sensibles significadas por la palabra
generación, y tercero, sus efectos y todas las ideas simples que la palabra niño lleva consigo. De esta manera, con la palabra amigo, cuando se torna en el sentido de un hombre que quiere a otro hombre y que está dispuesto a hacerle el bien, tiene todas las siguientes ideas que la forman: primero, todas las ideas simples comprendidas en la palabra hombre o ser inteligente; segundo, la idea del cariño; tercero, la idea de presteza o disposición; cuarto, la idea de acción que significa cualquier clase de pensamiento o de movimiento; quinto, la idea del bien, que denota todo lo que pueda procurar su felicidad. Ideas todas que, si se examinan de cerca, terminan fácilmente en ideas simples particulares, de las que la palabra bien, en general, significa cualquiera, pero que esta palabra bien, si se la separa totalmente de toda idea simple, nada significa. Y de esta manera es como también las palabras morales terminan finalmente en un conjunto de ideas simples, aunque quizá más remotamente, por- que el significado inmediato de los términos relativos tiene con frecuencia relaciones supuestamente conocidas, de las que si se pasa de la una a la otra terminan siempre en ideas simples.
19. Tenemos, generalmente, una noción tan clara de la relación como de las ideas simples de las cosas en las que se funda
En segundo lugar, debemos tener en cuenta que en las relaciones, generalmente, tenemos, en la mayoría de las ocasiones, si no siempre, una noción tan clara de la relación como la que tenemos de las ideas simples en las que se funda; siendo la conformidad o la inconformidad de que depende la relación algo de lo que tenemos generalmente ideas tan claras, como de cualquier otra cosa, y puesto que no se trata sino de diferenciar entre sí las ideas simples, o sus diversos grados, sin lo cual no podríamos tener de ninguna manera un conocimiento distinto. Porque si tengo una idea clara de la dulzura, de la luz o de la extensión,
de la misma manera tengo una idea clara igual o mayor de cada una de estas cosas. Si sé lo que es, en lo que se refiere a un hombre, el haber nacido de una mujer, por ejemplo, de Sempronia, es que también conozco lo que es respecto a otro hombre, el haber nacido de la misma mujer, Sempronia. De manera que tengo una noción tan clara de la hermandad, de los hermanos, como de los nacimientos, y tal vez más clara. Porque si creyera que Sempronia extrajo a Tito de un campo de perejil (como frecuentemente se les dice a los niños), y que de ese modo se convirtió en su madre, y que más tarde extrajo también a Cayo del mismo campo, tendría una noción tan clara de la relación de hermano que existe entre Tito y Cayo como si tuviera toda la habilidad de una comadrona, ya que la noción de que una misma mujer contribuyó igualmente como madre al nacimiento de Tito y Cayo (aunque fuera un ignorante o estuviera equivocado sobre cómo esto se produjo) es aquélla noción en la que fundé la relación, desde el momento en que las circunstancias del nacimiento son las mismas, sean cuales fueren estas circunstancias. Para que exista o no exista esta noción de hermandad, es suficiente con comparar a los hermanos en base a la descendencia de una misma persona, aunque desconozca las circunstancias particulares en que se produjo su descendencia. Pero aunque las ideas de relaciones particulares sean capaces de tanta claridad y distinción en la mente de quien las considere de manera adecuada como la de los modos mixtos, y aunque puedan ser más determinadas que las ideas de sustancias, sin embargo, los nombres que les pertenecen tienen frecuentemente una significación tan ambigua e incierta como los que pertenecen a sustancias o a los modos mixtos y mucho más dudosa e incierta que los nombres de las ideas simples. Y es que como las palabras relativas son los signos de esta comparación, que se hace únicamente en el pensamiento de los hombres y no son sino una idea en la mente de los hombres, ocurre con frecuencia que los hombres las aplican a diversas comparaciones de cosas, a partir ale su propia imaginación, y que no se corresponden siempre con lo que se imaginan otros que usan los mismos nombres.
20. La noción de relación es la misma aunque la regla con la que se compara cualquier acción sea verdadera o falsa
En tercer lugar, en aquello que he denominado relaciones morales, debemos observar que tengo una noción verdadera de la relación al comparar la acción con una regla, independientemente de que esta regla sea verdadera o falsa. Porque si mido algo por una yarda sé si esa cosa es más o menos larga que esta supuesta yarda, aunque tal vez la yarda que medí no sea un patrón exacto, lo que no hace a este caso. Pues aunque la regla sea errónea, y yo me haya equivocado en ella, sin embargo la conformidad o inconformidad que pueda observar respecto a aquello con. la que la comparo me hace percibir la relación. Aunque, midiéndola por una regla equivocada, me vea inducido a juzgar equivocadamente sobre la rectitud moral porque lo he puesto a prueba con aquello que no es la regla verdadera; pero, sin embargo, no me equivoco en la relación que esa acción mantiene con la regla con la que la comparo, con la cual está en acuerdo o desacuerdo.

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