LIBRO II DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO

Capítulo XXIX
DE LAS IDEAS CLARAS Y OSCURAS, DISTINTAS Y CONFUSAS

1. Algunas ideas son claras y distintas, otras oscuras y confusas
Tras haber mostrado el origen de nuestras ideas y de haber pasado revista a sus distintas clases, tras haber considerado la diferencia que hay entre las ideas simples y complejas y haber observado de qué manera las ideas complejas se dividen en modos, sustancias y relaciones, todo lo cual, me parece, debe hacer quien intente conocer a fondo el progreso de la mente en su modo de aprehender y de conocer las cosas, tal vez parezca que me he detenido bastante en el examen de las ideas. Debo, sin embargo, solicitar permiso para hacer unas consideraciones más sobre ellas.
Lo primero es que algunas son claras y otras oscuras, unas distintas y otras confusas.
2. Claridad y oscuridad de las ideas explicadas por la vista
Como la percepción de la mente se explica mejor por medio de las palabras que se relacionan a la vista, comprenderemos más fácilmente lo que se quiere decir por claridad y oscuridad en las ideas si reflexionamos sobre lo que llamamos claro y oscuro en los objetos de la vista. Puesto que la luz es aquello que nos descubre los objetos visibles, damos el nombre de oscuro a lo que no está situado en una luz suficiente para descubrir minuciosamente la figura y los colores que son observables en un objeto, y que, en una mejor iluminación, podría ser discernible. De la misma manera, nuestras ideas simples son claras cuando son tal como los objetos mismos de los que proceden, las presentan o pueden presentarlas, a una sensación o percepción bien ordeñada. Mientras la memoria pueda retenerlas de esta manera y ofrecerlas a la mente siempre que ésta tenga ocasión para considerarlas, ellas serán ideas claras. Y mientras que esas ideas carezcan de alguna exactitud original, o mientras hayan perdido su primera frescura, y estén, como si dijéramos, marchitas o empacadas por efecto de tiempo, serán oscuras. Las ideas complejas, en cuanto están formadas de ideas simples, serán claras en la medida en que las ideas de que están compuestas sean claras, y en cuanto que el número y el orden de estas ideas simples, que
son los ingredientes de cualquier idea compleja, sea determinado y cierto.
3. Causas de la oscuridad
Las causas de la oscuridad en las ideas simples parecen estar o en el embotamiento de los órganos o en la ligereza y transitoriedad de las impresiones que causan los objetos, o también en la debilidad de la memoria, que no puede retener las impresiones tal y como las recibe. Porque para volver una vez más a los objetos visibles, que nos pueden ayudar en la comprensión de este asunto, si los órganos o facultades de percepción, de manera semejante a la de la cera endurecida por el frío, no recibieran la impresión del sello a consecuencia de la presión, o si, al modo de la cera demasiado blanda, no mantienen la huella cuando ha sido impresa; o si, suponiendo que la cera esté en su punto adecuado, pero faltándole la presión suficiente en la aplicación del sello para dejar una impresión nítida, la impresión del sello, en cualquiera de estos casos, sería oscura. Esto, supongo, no necesita ninguna explicación para hacerlo más claro.
4. Cuál es la idea distinta y cuál la idea confusa
Al igual que una idea clara es aquélla de la que la mente tiene una percepción tan plena y evidente, como la que recibe de un objeto exterior que opera adecuadamente sobre un órgano bien dispuesto, de la misma manera una idea distinta es aquélla por la que la mente percibe la diferencia de todas las demás; y una idea confusa es aquélla que no se distingue lo suficiente de otra, de la cual debe ser diferente,
tras una idea confusa; porque, sea esta idea como fuere, no puede ser otra cosa que como es en la mente, y esta percepción misma la distingue suficientemente de las demás ideas, que no pueden ser otras, es decir, diferentes, sin qué se perciba que es así. Ninguna idea, por tanto, puede haber que no se pueda distinguir de otra de la que debe ser diferente, a menos que se quiera que sea diferente de sí misma; porque, evidentemente, difiere de todas las demás.
5. Objeción
Si una idea solamente es confusa cuando no puede distinguirse suficientemente de otra, de la cual es diferente, podrá objetarse que entonces es difícil encontrar una idea confusa; porque, sea esta idea como fuere, no puede ser otra cosa que como es en la mente, y esta percepción misma la distingue suficientemente de las demás ideas, que no pueden ser otras, es decir, diferentes, sin que se perciba que es así. Ninguna idea, por tanto, puede haber que no se pueda distinguir de otra de la que debe ser diferente, a menos que se quiera que sea diferente de sí misma; porque, evidentemente, difiere de todas las demás.

6. La confusión de ideas está en referencia a sus nombres
Para solucionar esta dificultad, y ayudarnos a concebir correctamente qué es lo que hace que en un momento determinado las ideas sean confusas, debemos considerar que las cosas que están clasificadas bajo nombres distintos se supone que son lo bastante diferentes para ser distinguidos, de manera que cada especie puede ser clasificada a partir de su nombre particular, y aludida como algo aparte de cualquier ocasión; y nada existe que sea más evidente que la suposición de que la mayor parte de los diferentes nombres significan cosas diferentes. Ahora bien, como cada idea que un hombre tiene es visiblemente lo que es, y distinta de toda idea que no sea ella misma, lo que la hace confusa, hasta el punto de poder ser designada de la misma manera por otro nombre diferente de aquel que la expresa, es la omisión cle la diferencia que mantiene a las cosas distintas (clasificadas con esos nombres diferentes), y que hace que algunas de ellas pertenezcan más a uno, y otras más bien a otro nombre; de manera que la distinción, que intentaba mantenerse bajo estos nombres diferentes, se pierde totalmente.
7.
Defectos que provocan esta confusión
Primero, las ideas complejas compuestas de unas cuantas ideas simples. Me parece que los defectos que
habitualmente provocan esta confusión son principalmente los siguientes:
Primero, cuando cualquier idea compleja (porque son las ideas complejas las más aptas a la confusión) está compuesta de un número excesivamente pequeño de ideas simples, y únicamente de las que son comunes a otras cosas, por donde las diferencias que hacen que tenga un nombre diferente quedan excluidas. De esta manera, el que tenga una idea formada solamente a partir de las ideas simples de una bestia con pintas, tendrá únicamente una idea confusa de lo que es un leopardo, porque su idea no se distinguirá suficiente de la de un lince, y de la de otras distintas clases de animales con pintas. Así es que semejante idea, aunque tenga el nombre particular de leopardo, no se podrá distinguir de aquellas designadas por los nombres de lince o de pantera, y lo mismo podría clasificarse con el nombre de lince que con el de leopardo. Y hasta qué punto la costumbre de definir palabras por términos generales hace confusas e indeterminadas las ideas que con esas palabras queremos expresar, es algo que dejo a la consideración de los demás. Pero una cosa es evidente, y es que las ideas confusas son aquellas que hacen incierto el empleo de las palabras, privándonos de la utilidad que supone el tener nombres diferentes. Cuando las ideas, para las que utilizamos términos distintos, no tienen una diferencia que provenga de sus distintos nombres, de manera que no se les puede distinguir por ellos, ocurre que estas ideas son realmente confusas.
8. En segundo lugar, cuando las ideas simples que están unidas aparecen desordenadamente
Otro defecto que hace confusas nuestras ideas es que aun cuando las ideas particulares que forman cualquier idea basten por su número, sin embargo, están tan mezcladas que no parece fácil distinguir si ese conjunto pertenece más bien al nombre que se le da a esa
idea que a cualquier otro nombre. No hay nada más propio para hacernos concebir esta confusión que una clase de pinturas, exhibidas como piezas sorprendentes del arte, en las que los colores, después de haber sido aplicados sobre la tela por el pincel, hacen resaltar determinadas formas muy extrañas, sin que guarden en su posición un orden discernible. Tal dibujo, formado por diversas partes en las que no se muestra ni la simetría ni el orden; no es, en sí mismo, una cosa más confusa que la pintura de un cielo lleno de nubes, y, sin embargo, nadie considera un cuadro confuso, aunque manifieste la misma ausencia de orden en los colores y en las formas, ¿ Qué es, entonces, que éste parezca confuso puesto que no lo es la falta de simetría? Y es evidente que no lo es, porque en el otro dibujo, hecho a imitación de éste, no se puede hablar de confusión. A ello contesto que lo que hace que pase por confuso es el que no se le ha asignado un nombre con el que se vea que mantiene más relación que con cualquier otro, Por ejemplo, si se dice que es el retrato de un hombre o de César, entonces cualquiera tendrá motivos suficientes para considerarlo confuso, porque en el estado en que aparece no se puede distinguir que pertenezca mejor al nombre de hombre o de César que a los de un mono o de Pompeyo, los cuales se supone que significan ideas distintas a aquellas significadas por hombre o por César. Pero cuando por un espejo cilíndrico, situado correctamente, aquellas líneas irregulares han sido reducidas a su debido orden y proporción, cesa la confusión y el ojo puede ver de inmediato que se trata de un hombre o de César, es decir, que pertenece a estos nombres, y que se distinguen suficientemente de un mono o de Pompeyo, es decir, de las ideas significadas por estos nombres. Lo mismo exactamente sucede respecto a nuestras ideas que son, por decirlo así, retratos de las cosas. Ninguno de estos dibujos mentales, sea cual fuere la manera en que están reunidas sus partes, puede ser llamado confuso (puesto que son plenamente discernibles tal como son), hasta que no se clasifiquen con algún nombre ordinario, al cual no se discierna que le pertenecen más que a cualquier otro nombre que tiene una significación diferente.
9. Tercero, cuando sus ideas simples son mutables e indeterminadas
Un tercer defecto que frecuentemente da nombre de confusas a nuestras ideas es el de que cualquiera de ellas sea incierta e indeterminada. De esta manera, podemos observar que algunos hombres, por querer emplear las palabras de un idioma sin haber aprendido su significado exacto, cambian la idea que atribuyen a tal o cual término, siempre que lo usan. Quien tal cosa hace, en razón de la incertidumbre de lo que debe omitir o incluir, por ejemplo, en su idea de Iglesia, o de idolatría, cada vez que piensa en una u otra, sin mantener fija una sola combinación precisa de las ideas que componen la una o la otra, se dirá de él que tiene una idea confusa de la idolatría o de la Iglesia, aunque esto se deba a la misma razón que antes, es decir, a que una idea mutable (si admitimos que es una sola idea) no puede pertenecer más a un nombre que a otro, perdiendo de ese modo la distinción para la que han sido designadas por nombres distintos.
10. La confusión sin referencia a los nombres es difícilmente concebible
Por todo lo que se ha dicho, se puede observar en qué medida los nombres son la ocasión de que las ideas se llamen distintas o confusas, en el sentido en que ellas se toman como los signos fijos de las cosas y, mediante sus diferencias, significan y mantienen distintas a las cosas que en sí mismas son diferentes, por una relación secreta e inobservada que la mente establece entre sus ideas y tales nombres. Esto tal vez se entenderá mejor una vez que haya leído lo que digo sobre las palabras en el tercer libro que he escrito en esta misma obra. Pero si no se advierte, esa referencia de las ideas a los distintos nombres, en tanto en cuanto son signos de cosas distintas, le resultará difícil decir qué es una idea confusa. Y, por tanto, cuando un hombre designe por algún nombre una clase de cosas, o una cosa en particular, distinta de todas las demás, la idea compleja que anexa a ese nombre será tanto más distinta cuanto más particulares sean las ideas, y cuanto mayor y más determinado sea el número y el orden de las que están hechas. Porque mientras más sean las ideas particulares que contenga, más serán las diferencias perceptibles por las que se mantiene separada y distinta de todas las ideas que pertenecen a estos nombres, incluso de aquellos que más se les acercan, y de ese modo toda confusión con ellos se evita.
11. La confusión siempre concierne a dos ideal
Como la confusión crea una dificultad para separar dos cosas que debieran estar separadas, siempre concierne a dos ideas y, sobre todo, a aquellas que más se aproximan entre sí, Por ello, cuando sospechamos que una idea es confusa, debemos examinar qué otra idea está en peligro de confundirse con ella, o de qué idea no resulta fácil separarla, encontrando siempre que se trata de una idea que pertenece a otro nombre, de manera que debe ser una cosa diferente de la que, sin embargo, no resulta lo bastante distinta, bien porque sea la misma cosa, bien porque sea parte de ella o, por lo menos, porque sea designada con la misma propiedad por aquel nombre que por el otro con el que se encuentra clasificada, de manera que no conserve aquélla diferencia implicada en los dos nombres distintos en relación con la otra idea.
12.
Causas de la confusión de ideas
Esto, pienso, es la confusión propia de las ideas, la cual siempre lleva consigo una secreta referencia a los nombres. Al menos en caso de que haya otra confusión de las ideas, ésta es la que más siembra el desorden de entre todas en los pensamientos y razonamientos de los hombres, ya que son las ideas, de la misma manera que están clasificadas con sus nombres las que en su mayor parte ocupan los razonamientos internos de los hombres, y las que siempre son comunes con las demás. Y, por tanto, cuando dos ideas se suponen distintas y están designadas por dos nombres diferentes que no son tan discernibles como los sonidos que las significan, nunca deja de aparecer la confusión; por lo que también, cuando dos ideas cualesquiera son tan diferentes como las ideas de los sonidos que las significan, no puede existir ninguna confusión entre ellas. La forma de prevenir esto es el reunir y unificar en nuestra idea compleja, tanto como podamos, todos esos ingredientes por los que se diferencian de las demás, y una vez unificados de esta manera en un número y en un orden, aplicarles de manera invariable el mismo nombre. Pero como esto no se acomoda ni a la pereza ni a la vanidad de los hombres, y como no tiene más propósito que el de llegar a obtener la verdad desnuda, que no es siempre la finalidad perseguida, una actitud semejante es más de desear que de esperar. Y puesto que la aplicación indeterminada de nombres a ideas vagas, variables y casi inexistentes, sirve al tiempo que para ocultar la ignorancia propia para llevar la perplejidad y la confusión a los demás, lo cual se tiene como símbolo de suprema sabiduría en el conocimiento, no debe extrañar que la mayor parte de los hombres, a la vez que se valen de este recurso, se lamenten de que los demás no hagan lo mismo, y aunque pienso que una parte no pequeña de la confusión que reina en las nociones que los hombres tienen se podría evitar utilizando una mayor preocupación y el ingenio, sin embargo estoy lejos de afirmar que ésta sea voluntaria. Algunas ideas son tan complejas y están formadas de un número tan grande de partes, que la memoria no puede recordar con facilidad la combinación exacta y precisa de ideas simples con un solo nombre, y mucho menos de aventurar cuál es la idea exacta significada por ese nombre cuando otras personas lo utilizan. De lo primero, surge la confusión en los razonamientos y opiniones interiores de un hombre; de lo segundo, la confusión frecuente en los discursos y argumentaciones frente a los demás. Pero como en el libro anterior me he referido más extensamente a las palabras, sus defectos y a los abusos que de ellas se hacen, no voy a tratar más de ello aquí.
13. Las ideas complejas pueden ser precisas en una parte y confusas en otra
Como nuestras ideas complejas están formadas de colecciones, y por tanto de variedad de ideas simples, puede suceder que sean muy claras y distintas en una parte y confusas y oscuras en otra, En un hombre que hable de un kiliedro, o cuerpo de mil caras, es posible que la idea de la forma de ese cuerpo sea para él confusa, aunque no lo sea la idea del número; de manera que pudiendo discurrir y hacer demostraciones que se refieren a esa parte de su idea compleja que depende del número mil, crea por ello que tiene una idea distinta de un kiliedro, aunque sea evidente que no tenga una idea tan precisa de su forma como para distinguirla de la forma de un cuerpo que tiene novecientas noventa y nueve caras. La no observancia de esto es el origen de no pocos errores en los pensamientos de los hombres y de la confusión en sus discursos.
14. Esto, si no se atiende, puede provocar la confusión en vuestras argumentaciones
El que piensa que tiene una idea distinta de la forma de un kiliedro, debe intentar probarlo tomando
otra porción de la misma materia informe, como oro o cera, de igual volumen y que forme figura de novecientas noventa y nueve caras. El podrá, sin duda, ser capaz de distinguir esas dos ideas por el número de caras, y podrá razonar y argumentar acerca de aquéllas con distinción en tanto mantenga sus pensamientos y razonamientos en el límite de las ideas que se refieren a los números; de manera que pueda hacerlo en el sentido de que uno de esos cuerpos puede dividirse en dos números iguales mientras que el otro no, etc. Pero cuando se ponga a distinguir esas ideas por la forma de los cuerpos, se encontrará perdido inmediatamente, y me parece que no podrá forjar en su mente dos ideas, la una diferente de la otra, únicamente por la forma de esos dos pedazos de oro, como podría si esas mismas porciones de oro estuvieran hechas la una en forma de cubo y la otra en un cuer- po de cinco caras. Sobre estas ideas incompletas fácilmente solemos engañarnos a nosotros mismos, y tendemos a discutir con los demás, especialmente cuando tienen nombres particulares y familiares. Porque como estamos convencidos en lo que se refiere a aquélla que tenemos con claridad, y como el resulta familiar se aplica al todo, que contiene también aquélla parte de la idea que es imperfecta, tendemos a usar éste para expresar esta parte confusa y a sacar conclusiones de la parte oscura de significación, de una manera tan confiada como lo hacemos de la otra.
15. Un ejemplo con la eternidad
Habiendo tomado frecuentemente en nuestros labios la palabra eternidad, tendemos a pensar que poseemos una idea positiva y comprensiva de ella, lo que supone decir que no hay ni una sola parte de su duración que no esté claramente contenida en nuestra idea. Verdad es que quien así piense puede tener una idea clara de la duración, o una idea muy clara de una longitud de duración muy grande; además, puede
tener una idea perfectamente clara de la comparación entre esa magnitud muy grande de duración y una mayor todavía; pero como resulta imposible que incluya en su idea cualquier duración, por muy grande que pueda ser toda la extensión junta de la duración en la que se supone que no existe final, una parte de su idea está más allá aún de los límites de esa duración muy grande y que se representa en su pensamiento, es algo muy oscuro e indeterminado. Y de aquí se explica por qué en las disputas y razonamientos sobre la eternidad, o sobre cualquier otra infinitud, es fácil vernos envueltos en equívocos y en absurdos manifiestos.
16. La divisibilidad infinita de la materia
En la materia no tenemos ninguna idea clara de la pequeñez de las partes que vaya mucho más allá de la más pequeña que se ofrezca a nuestros sentidos y, por tanto, cuando hablamos de la indivisibilidad in infinitum, aunque tengamos ideas claras de la división y de la divisibilidad, y tengamos también ideas claras de las partes que se realizan por la división de un todo, sin embargo, no tenemos sino ideas muy oscuras y confusas de los corpúsculos o cuerpos diminutos que han de ser así divididos, cuando por divisiones interiores han sido reducidos a una pequeñez que sobrepasa bastante el alcance de la percepción de cualquiera de nuestros sentidos. De manera que aquello de lo que poseemos ideas claras y distintas, es lo que significa en general o en abstracto la división y la relación existente entre el todo y las partes. Pero del volumen del cuerpo que puede dividirse de esta manera infinitamente tras ciertas progresiones, no tenemos, según parece, ninguna idea clara y distinta en absoluto, pues le preguntaría a cualquiera que, tomando el más pequeño átomo de polvo jamás visto, si tiene alguna idea empírica acaso (con excepción del número que no tiene nada que ver con la extensión) entre la diezmilésima y millonésima parte de él o si piensa que puede refinar sus ideas hasta ese punto, sin perder de vista esas dos partículas, que añada entonces diez cifras más a cada uno de estos números. No parece irrazonable suponer un grado semejante de pequeñez, puesto que una división, llevada hasta ese extremo no le acerca más al término de una división infinita que la primera división en dos partes. En lo que a mí se refiere, tengo que confesar que no poseo ideas claras y distintas de los diferentes volúmenes o de la extensión de esos cuerpos, ya que no poseo sobre ellos más que ideas muy oscuras. Por tanto, creo que cuando hablamos de la división in infinitum de los cuerpos nuestra idea de sus distintos volúmenes., sujeto y fundamento de la división termina después de una cierta progresión por confundirse y hasta por perderse en la oscuridad. Pues la idea que únicamente representa el tamaño tendrá que ser muy oscura y confusa si no podemos distinguirla de otra de un cuerpo que sea diez veces mayor, a no ser por el número; de manera que todo lo que podemos decir es que tenemos ideas claras y distintas de uno y de diez, pero de ninguna manera que las tenemos de semejantes extensiones. Resulta evidente, por todo lo que he dicho, que cuando hablamos de la divisibilidad infinita del cuerpo o de la extensión, nuestras únicas ideas distintas y claras son las de los números; las ideas claras y distintas de la extensión, después de cierta progresión de la división, se pierde totalmente y sobre tales partículas diminutas carecemos totalmente de ideas distintas, pues al final tenemos que regresar a la idea del número, como sucede en todas nuestras ideas del infinito, idea del número que siempre ha de añadirse, pero que de ese modo nunca termina por ser una idea distinta de partes efectivas infinitas. Es cierto que tenemos una idea más clara de la división siempre que pensamos en ella, pero por ello no somos más capaces de tener una idea más clara de las partes infinitas de la materia de lo que lo somos de poseer una idea clara de un número infinito, únicamente porque podamos adicionar siempre números nuevos a un número determinado cualquiera, que ya tenemos, puesto que la divisibilidad ilimitada no nos proporciona una idea más clara y distinta de partes efectivamente infinitas que la adicionabilidad ilimitada (si esta expresión se me permite); nos proporciona ideas claras y distintas de un número que sea efectivamente infinito, porque una otra no consisten sino en la potencia que tenemos le aumentar más el número, aunque éste sea todo lo grande que se quiera. De manera que en lo que se refiere a lo que aún queda por adicionarse (que es en lo que la infinitud consiste) no tenemos sino ideas oscuras, imperfectas y confusas, a partir de la cual no podemos razonar y argumentar, ni somos capaces de hacerlo con mayor certeza y claridad de lo que, en aritmética, podemos hacerlo sobre un número del cual no tengamos una idea tan distinta como la que poseemos del cuatro o del cien, sino que únicamente tenemos una idea oscura y relativa, la cual, comparada con cualquier otra, es todavía mayor; no tenemos una idea más clara y positiva de ella cuando decimos o pensamos que es mayor que cuatrocientos millones, que si afirmáramos que es mayor que cuarenta o que cuatro; porque cuatrocientos millones no se acercan más en nada al fin de la adicionabilidad del número que cuatro, ya que quien actúe sumando cuatro a cuatro tardará lo mismo en llegar al término de una adición que quien actúe añadiendo cuatrocientos millones a cuatrocientos millones. Y lo mismo sucede también en lo que se refiere a la eternidad, porque quien tenga una idea de sólo cuatro años tiene una tan positiva y completa como la del que posee una de cuatrocientos millones de años, ya que lo que todavía resta de eternidad sobre estos dos números de años es tan claro para el uno como para el otro, es decir, que ambos carecen totalmente de una idea clara y positiva de ella. Porque quien vaya sumando solamente cuatro años a cuatro años, y así sucesivamente, llegará tan pronto a la eternidad como el que lo vaya haciendo de cuatrocientos en cuatrocientos millones de años, y así sucesivamente, o, si se prefiere adicionando, doblando el incremento tantas veces como quiera hacerlo; porque el abismal resto seguirá estando tan lejos del fin de todas esas progresiones como lo está de un día o de una hora. Y es que nada que es infinito mantiene ninguna proporción con lo que es finito, y por eso nuestras ideas, que son todas finitas, no pueden mantener ninguna proporción con lo infinito. Lo mismo sucede en lo que se refiere a nuestra idea de la extensión cuando la vamos agrandando por medio de la adición, o cuando la disminuimos por la división, pretendiendo que nuestros pensamientos abarquen hasta el espacio infinito: después de duplicar unas cuantas veces las ideas de extensión más grandes que podamos tener, perdemos la idea clara y distinta de ese espacio, pues se convierte en un espacio confusamente mayor, pero con un resto todavía más grande sobre el cual, cuando pretendemos razonar, acabamos siempre perdidos. Porque las ideas confusas siempre nos llevan a la confusión cuando las argumentaciones y deducciones que tiene por base aquéllas son confusas.

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