LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
Capítulo XI
ACERCA DE NUESTRO CONOCIMIENTO DE LA
EXISTENCIA DE OTRAS COSAS
1. El conocimiento de la existencia de otros seres finitos únicamente se
obtiene por la sensación
El conocimiento de nuestro propio ser lo tenemos por
intuición. La existencia de Dios nos la da a conocer claramente la razón,
según ya se ha demostrado. El conocimiento de la existencia de cualquier otra cosa
solamente lo podemos tener por medio de la sensación; pues como no existe
ninguna conexión necesaria entre la existencia real y cualquier idea que
un hombre pueda tener en su memoria, y como ninguna otra
existencia, con excepción de la de Dios, tiene conexión necesaria con ningún
hombre particular, ningún hombre particular puede conocer la existencia de
ningún otro ser, a excepción únicamente de cuando ese ser, por la operación
que realiza sobre el hombre, se deja percibir por él. Pues el tener la idea de
cualquier cosa en nuestra mente no prueba más la existencia de esa cosa de lo
que el retrato de un hombre evidenciaría su existencia en el mundo o de lo que
las visiones de un sueño constituyen una historia verdadera.
2. Ejemplo: la blancura de este papel
Por tanto, la recepción actual de las ideas que están
fuera de nosotros es lo que nos da una noticia de la existencia de otras cosas,
y lo que nos hace conocer que algo existe en ese momento fuera de nosotros, y
que provoca esa idea en nosotros, aunque tal vez no sepamos ni consideremos de
qué manera se produce, pues no tomamos la certidumbre sino de nuestros sentidos
y de las ideas que recibimos por medio de ellos, y no conocemos la manera con
que se produce; por ejemplo, mientras escribo esto tengo, por el papel que
afecta a mis ojos la idea a la que llamo blanco, cualquiera que sea el objeto
que la produce en mi mente; y por ello conozco que esa cualidad o accidente (es
decir, la apariencia que en mis ojos siempre provoca esa idea) existe
realmente en ese momento, y tiene un ser exterior a mí. Y la mayor seguridad
que yo puedo tener sobre esto, y a la cual se pueden dirigir mis facultades, es
el testimonio de mis ojos, que son los únicos y propios jueces de esta cosa
sobre cuyo testimonio tengo razones para descansar, sobre algo que no puedo
dudar mientras escribo esto, que veo negro y blanco y que realmente existe algo
que causa en mí esa sensación de que escribo o de que muevo mi mano-, la cual
es una certidumbre tan grande como la mayor de la que sea capaz la naturaleza
humana sobre la existencia de algo, a no ser sobre la del propio hombre, o sobre
la de Dios.
3. Esta noticia de nuestros sentidos, aunque no sea tan
cierta como la demostración, tiene, sin embargo, el poder de llamarse
conocimiento y prueba la existencia de las cosas fuera de nosotros
Aunque la noticia que nos comunican nuestros sentidos de la
existencia de las cosas fuera de nosotros no sea tan cierta como nuestro
conocimiento intuitivo o como las deducciones de nuestra razón cuando se ocupa
sobre las claras ideas abstractas de nuestras propias mentes, sin embargo, es
una seguridad tan grande, que merece recibir el nombre de conocimiento. Si nos
persuadimos de que nuestras facultades actúan y nos informan correctamente
sobre la existencia de aquellos objetos que las afectan, aquella confianza no se
tomará como algo carente de fundamento; pues pienso que nadie que sea serio se
mostrará tan escéptico como para estar incierto sobre la existencia de
aquellas cosas que ve y siente. A menos que pueda llegar a dudar hasta tal punto
(sean cuales fueren las dudas que existen en sus pensamientos), nunca podrá
resistir una controversia conmigo, puesto que nunca podrá estar seguro de que
yo digo algo contrario a sus propias opiniones. En cuanto a mí, pienso que Dios
me ha dotado de la seguridad suficiente con respecto a la existencia de las
cosas exteriores a mí, ya que, por sus diferentes aplicaciones, puedo producirme tanto placer como dolor, el cual es una de las causas de mi estado actual.
Una cosa es segura: que la confianza en que nuestras facultades no nos engañan
en esto es la mayor seguridad que somos capaces de tener sobre la existencia de
los seres materiales. Pues nosotros no podemos actuar en nada de no ser por
medio de nuestras facultades, ni podemos hablar de] conocimiento mismo, sino por
la ayuda de esas facultades que están adecuadas para aprehender en qué consiste
el conocimiento.
Pero además de la seguridad que tenemos de que nuestros
mismos sentidos no se equivocan en la información que nos dan de la
existencia de las cosas que están fuera de nosotros, cuando se ven afectados
por ellas, concurren otras razones que refuerzan esa seguridad.
4. Primero, porque no podemos tener ideas de sensación si no es por el
concurso de los sentidos
Es evidente que esas percepciones se producen en nosotros por
causas exteriores que afectan nuestros sentidos; porque quienes carecen de los
órganos de cualquiera de los sentidos nunca podrán hacer que se produzcan en
su mente las ideas que afectan a ese sentido. Esto es tan evidente que no admite
la menor duda, y, por consiguiente, no podemos sino tener la seguridad de que
ingresan por los órganos de los sentidos, y de ninguna otra manera. Es obvio
que los órganos mismos no producen estas sensaciones, pues, en el caso
contrario, los ojos de un hombre en la oscuridad deberían también producir
colores, y su nariz debería percibir el aroma de las rosas en el invierno; y,
sin embargo, vemos que nadie gusta el sabor de una piña hasta que va a las
Indias, donde esta fruta se encuentra, y la prueba.
5. Segundo, porque una idea que deriva de una
sensación
actual, y otra derivada de la memoria, son percepciones muy distintas
Porque algunas veces me doy cuenta de que no puedo evitar
el que se produzcan esas ideas en mi mente, pues cuando tengo los ojos
cerrados, o lo están las ventanas de la habitación, aunque pueda, conforme a mis deseos, traer a mi mente las ideas de luz o de sol, las
cuales se alojaron en mí memoria mediante sensaciones anteriores, y de la misma
manera pueda apartar de mí esa idea, y traer a la vista las ideas del olor de
una rosa, o del sabor del azúcar, sin embargo, si vuelvo los o os hacia el sol
en el mediodía, no podré evitar las ideas que la luz o el sol me producirán.
De manera que existe una diferencia manifiesta entre las ideas que hay en mi
memoria (sobre las cuales, si solamente estuvieran allí, tendría
constantemente el mismo poder de disponer de ellas y rechazarlas, según me
pareciera) y aquellas otras ideas que forzosamente se me imponen y que no puedo
evitar tener. Y, por tanto, se debe necesitar alguna causa exterior, y la resuelta actuación de algunos objetos que están fuera de mí, cuya eficacia yo
no puedo resistir, para producir aquellas ideas en mi mente,
independientemente de que yo lo quiera o no. Además, no hay nadie que no pueda
percibir en sí mismo la diferencia entre la contemplación del sol, a partir de
la idea que tiene en la memoria, y el contemplarlo efectivamente en un momento
determinado, dos cosas cuya percepción es tan distinta que muy pocas de sus
ideas se distinguirán tanto la una de la otra. Y, por tanto, él tendrá un
conocimiento cierto de que las dos no son producto de su memoria, o acciones
de su mente y fantasías suyas, sino que la visión actual tiene una causa
fuera de él.
6. Tercero, porque el placer o el dolor que acompañan a la sensación actual
no acompañan a la vuelta de aquellas ideas fuera de los objetos exteriores
Añádase a esto el que muchas de aquellas ideas se producen
en nosotros con dolor, el cual recordaremos después sin la menor ofensa.
Así, cuando las ideas de calor o frío son recibidas por nuestras mentes,
ello no nos provoca ninguna molestia. Pero cuando nosotros sentimos estas ideas,
experimentamos bastante
desagrado, e igualmente lo volvemos a experimentar si éstas se repiten, pues
esta molestia se ocasiona por el desorden que los objetos externos causan en
nuestros cuerpos cuando estos objetos se. les aplican. E igualmente recordamos
las molestias del hambre, de la sed o de la fatiga sin sentir ningún dolor en
absoluto; y, sin embargo, o nunca debieran molestarnos, o deberían hacerlo
constantemente, tantas veces cuantas pensáramos en ellos, si no fueran más
que ideas flotantes en nuestra mente, y apariencias que llenaran nuestra
imaginación, sin que la existencia real de las cosas nos afectara desde fuera.
Lo mismo podríamos decir del placer que acompaña a algunas sensaciones
actuales; y aunque las demostraciones matemáticas no dependen de los
sentidos, sin embargo, el examen que realizamos por medio de diagramas aporta un
gran motivo de crédito a la evidencia de nuestra vista, y parece dotarla de una
certidumbre que se aproxima a la de la demostración misma. Pues resultaría
muy extraño el que un hombre admitiera como una verdad indiscutible que dos
ángulos de una figura que ha medido por líneas y ángulos de un diagrama
fueran el uno mayor que el otro, y que, sin embargo, dudara de la existencia de
aquellas líneas y ángulos, que le han servido para realizar la medición.
7. Cuarto, porque nuestros sentidos se ayudan unos a otros, por el
testimonio de la existencia de las cosas externas, y nos permiten predecirlas.
Nuestros sentidos son, en muchos casos, los informadores de
la verdad de sus mensajes sobre la existencia de las cosas sensibles que están fuera de
nosotros. Aquel que vea el fuego podrá, si dudara de que se
trata de algo más que de una mera fantasía, sentirlo y convencerse de su
existencia metiendo la mano dentro de él. Y nunca sentiría un dolor tan agudo
si se tratara de una mera idea o de un fantasma, a menos que el dolor sea también una mera
fantasía,
cosa absurda, pues no podrá sentir que se quema solamente con el recuerdo de
la idea, cuando su quemadura ya esté curada.
De esta manera, mientras escribo esto, veo que puedo
cambiar la apariencia del papel, y, dibujando las letras, decir de antemano qué
idea nueva exhibirá en el momento siguiente, tan sólo por los trazos que mi
pluma va haciendo en él, trazos que no aparecerán (aunque mi fantasía dedique
todos sus esfuerzos a ello) si mi mano no se mueve, o aunque mi pluma se mueva, si mis ojos permanecen cerrados; y cuando estos caracteres estén trazados
sobre el papel, no podré por menos que verlos como están, esto es, no podré
por menos que tener las ideas de las letras que he escrito. De lo que resulta,
manifiestamente, que no se trata de un mero pasatiempo o juego de mi propia
imaginación, desde el mismo momento en que advierto que los caracteres, que
fueron escritos según los deseos de mi propio pensamiento, ya no les obedecen,
ni dejan de ser cuando así me lo imagino, sino que continúan afectando a
mis sentidos de una manera constante y regular, de acuerdo con las figuras que
dibujé. A todo lo cual, si añadimos que la visión de aquéllos suscitará, en
otro hombre, unos sonidos semejantes a los que yo de antemano intenté que
significaran, habrá muy pocos motivos para poder dudar que aquellas palabras
que yo escribí existan realmente fuera de mí, puesto que causan una serie
bastante larga de sonidos regulares que afectan a mis oídos, sonidos que no
pueden ser los efectos de mi imaginación, ni que mi memoria podría retener en
ese orden.
8. Esta certidumbre es tan grande como nuestra
condición necesita
Sin embargo, si después que todo esto cualquiera se mostrara
tan escéptico como para desconfiar de sus sentidos, y para afirmar que todo
cuanto ve y oye, siente y gusta, piensa y hace, a lo largo de toda su existencia,
no es sino la serie de engañosas apariencias de un sueño prolongado que no
tienen ninguna realidad, de tal manera que pone en cuestión la existencia de
todas las cosas, o nuestro conocimiento sobre cualquier cosa, a ése yo le
rogaría que considerara que, si todo es un sueño, entonces él también sueña
que formula ese problema, de manera que no importa mucho el que un hombre que
está despierto le responda o no. Con todo, si así lo prefiere, podrá soñar
que le contesto esto: que la certidumbre sobre la existencia de las cosas in rerum natura, cuando tenemos el testimonio de nuestros sentidos, no
solamente es tan grande cuanto permite nuestra constitución, sino cuanto
nuestra condición necesita. Porque como nuestras facultades no están tan
adecuadas a la completa extensión del ser, ni a un conocimiento perfecto,
claro y comprensivo de las cosas, libre de toda duda y escrúpulo, sino para
preservarnos a nosotros mismos, en los que se dan estas facultades, y en los que
se acomodan a los usos de la vida, éstas sirven perfectamente a sus
propósitos si nos dan noticia cierta de aquellas cosas que nos convienen, o de
aquellas que no nos convienen. Pues aquel que pueda ver una lámpara ardiendo,
y haya experimentado la fuerza de su llama al poner su dedo en ella, no dudará
el que esto es algo que existe fuera de él que le daría, y que le produce un
gran dolor; lo cual es una seguridad suficiente, puesto que ningún hombre
requerirá una certidumbre mayor para gobernar sus actos que la que tiene a
partir de sus mismas acciones. Y si nuestro soñador quiere comprobar si el
calor potente de un horno de vidrio no es sino una meta imaginación de la
fantasía de un hombre dormido, metiendo su mano dentro quizá se despierte a
una certidumbre mayor de la que pudiera desear, lo cual sería algo más que una
mera imaginación. De manera que esta evidencia es tan grande como pudiéramos
desearla, pues nos resulta tan cierta como nuestro placer o nuestro dolor, es
decir, nuestra felicidad, nuestra miseria, más allá de las que no nos importa
el conocer o el existir. Tal seguridad sobre la existencia de las cosas que
están fuera de nosotros nos resulta suficiente para encaminarnos hacia el
bien y para evitar el mal que éstas provocan, en lo cual consiste el interés
que podamos tener en conocer la existencia de tales cosas.
9. Pero no alcanza más allá de la sensación actual
En definitiva, entonces cuando nuestros sentidos comunican
en un momento determinado cualquier idea a nuestro entendimiento, no podemos
menos que tener la seguridad de que algo existe realmente en ese momento fuera
de nosotros, algo que afecta a nuestros sentidos y que por medio de él
llegamos a tener noticias suyas, en nuestras facultades aprehensivas, y que
produce actualmente esa idea que percibimos entonces; y no podemos de esta
manera dudar de su testimonio hasta el punto de poner en duda el que tales
colecciones de ideas simples que, por medio de nuestros sentidos, hemos llegado
a ver unidas, existen realmente juntas. Pero este conocimiento se extiende tan
lejos como el presente testimonio de nuestros sentidos, que, ocupados en los
objetos particulares que en ese momento los afectan, no van más allá. Porque
si pude ver una colección semejante de ideas simples, a la que suelo denominar
hombre, que existían todas ellas reunidas hace un minuto, y ahora estoy solo,
ya no puedo estar seguro de que existe ahora ese mismo hombre, puesto que no hay
ninguna conexión necesaria entre su existencia de hace un minuto y su existencia actual. Puede haber dejado de existir de mil maneras, desde el momento en
que mis sentidos recogieron el testimonio de su existencia. Y si no puedo
estar seguro de que el hombre último que vi hoy tiene ahora existencia, menos seguridad podré tener de que lo
está alguien que se halla más lejos de mis sentidos, y al que no he visto
desde ayer o desde el año pasado y mucho menos podré tener ninguna seguridad
de la existencia de personas a las que nunca vi. Y, por tanto, aunque sea
altamente probable que millones de hombres existan en este momento, sin embargo,
mientras escribo esto, en la soledad, no puedo tener de ello esa certidumbre a
la que estrictamente llamamos conocimiento; aunque el alto grado de
probabilidades me pueda situar más allá de la duda, y haga razonable el que yo
actúe con la seguridad de que existen en este momento hombres (y hombres a los
que conozco y con los que tengo trato) en el mundo. Pero esto es la
probabilidad, no el conocimiento.
10. Es una locura esperar que todas las cosas tengan demostración
Por todo ello podemos hacer una observación sobre lo vano y
estúpido que resulta el que un hombre, dotado de un conocimiento tan
estrecho, y a quien la razón le -ha sido otorgada para dilucidar las distintas
evidencias y probabilidades de las cosas, y para, de acuerdo con ello actuar,
digo que cuán vano es esperar una demostración y una certidumbre sobre cosas
que no son susceptibles de ello, y rehusar el asentimiento a proposiciones
totalmente racionales y actuar muy en contra de verdades claras y evidentes,
porque no se pueden reconocer de una manera tan evidente como para superar no ya
la razón, sino incluso el menor pretexto de duda. Aquel que en los asuntos
normales de la vida no quiera admitir nada que no tenga una demostración
directa y clara, sólo podrá estar seguro de que en este mundo ha de perecer
rápidamente. La salubridad de su comida o bebida no le darán un motivo
suficiente para aventurarse a tomarlo; y me gustaría saber qué es lo que
podría hacer basado en unos fundamentos semejantes, que no estuvieran sujetos a duda u
objeción.
11. La existencia anterior de otras cosas se conocen por la memoria
Lo mismo que cuando nuestros sentidos se emplean
efectivamente en cualquier objeto, nosotros sabemos que existe, igualmente
podemos estar seguros de que otras cosas han existido, por medio de nuestra memoria, cosas que han afectado antes a nuestros sentidos. Y de esta manera
tenemos conocimiento de la pasada existencia de varias cosas, de las que,
habiéndonos informado nuestros sentidos, todavía retiene nuestra memoria la
idea; y sobre esto estaremos fuera de toda duda, siempre y cuando recordemos
bien. Pero este conocimiento no alcanza más allá de lo que anteriormente nos
habían asegurado nuestros sentidos. Así, viendo agua en este momento,
resulta una verdad incuestionable para mí que el agua existe efectivamente, y
recordando que la vi ayer, ello será también verdad mientras mi memoria lo
retenga, constituyendo para mí una proposición indubitable de esta manera el
que el agua existió el 10 de julio de 1668; como será igualmente verdadero que
existía un cierto número de colores muy delicados que vi, al mismo tiempo en
una burbuja de esa agua; pero estando ahora apartado tanto de la visión del
agua como de las burbujas, no conozco con más certidumbre que exista el agua
que el que existan las burbujas o los colores de ellas, pues no hay más
necesidad para mí de conocer que exista hoy el agua, porque existiera ayer, que
la que tengo de que existan las burbujas o los colores hoy, porque existieron
ayer, aunque es bastante más probable, ya que se ha observado que el agua continúa existiendo durante mucho tiempo, en tanto que las burbujas y los colores de
ellas dejan de existir rápidamente.
12. La existencia de otros espíritus finitos no es cognoscible
Qué ideas tengamos y cómo hemos llegado a ellas es lo que
ya he mostrado; pero aunque tenemos aquellas ideas en nuestra mente, y sabemos
que las tenemos allí, el hecho de poseer ideas sobre los espíritus no basta
para que conozcamos que tales cosas existen fuera de nosotros, o para que
existan unos espíritus finitos, 0 cualesquiera otros seres espirituales, a
excepción del Dios eterno. Tenemos fundamentos, a partir de la Revelación y
de otras razones, para creer con seguridad que existen tales criaturas; pero
como nuestros sentidos no se muestran capaces de descubrirlas, carecemos de
medios para llegar al conocimiento de sus existencias particulares. Pues no
podemos saber mejor que existen realmente unos espíritus "tos, que tienen
su existencia en virtud de las ideas que de tales seres tenemos en la mente,
que, por las ideas que alguien tenga de las hadas o los centauros, alguien pueda
llegar a saber que existen cosas que responden al nombre de esas ideas.
Y, por tanto, en lo que respecta a la existencia de los
espíritus finitos, lo mismo que a las de otras cosas, debemos contentarnos
con la evidencia de la fe; pero las proposiciones universales ciertas respecto a
este asunto están más allá de nuestro alcance. Porque por muy verdadero que
sea, por ejemplo, que todos los espíritus inteligentes que Dios ha creado
existen todavía, sin embargo, ello nunca podrá formar parte de nuestro
conocimiento cierto. Nosotros podremos asentir a estas y a otras proposiciones
semejantes como a cosas altamente probables, pero me temo que no puedan formar
parte de nuestro conocimiento cierto en nuestro estado actual. Entonces, no
deberemos exigir a los demás demostraciones, ni empeñarnos nosotros
mismos en la búsqueda de una certidumbre universal en todas aquellas materias,
de las que no somos capaces de ningún otro conocimiento sino de aquel que
nos proporciona a nuestros sentidos en este o aquel particular.
13. Solamente las proposiciones particulares sobre la existencia concreta son
cognoscibles
Por todo lo cual, resulta que existen dos clases de
proposiciones: 1) hay una clase de proposiciones sobre la existencia de
cualquier cosa que responda a una idea tal; como cuando tenemos la idea de un
elefante, del ave fénix, del movimiento o de un ángel en la mente, lo
primero y más normal es preguntar si una cosa similar existe en algún sitio. Y
este conocimiento es sólo de lo particular. Ninguna existencia de cosa alguna
fuera de nosotros, a no ser la de Dios, puede ser conocida con certidumbre más
allá de lo que nos informan nuestros sentidos. 2) Hay otra clase de
proposiciones, en las que se expresa el acuerdo o desacuerdo de nuestras ideas
abstractas y la dependencia de las unas con respecto a las otras. Tales proposiciones pueden ser universales o ciertas. De este modo, teniendo la idea de
Dios y de mí mismo del temor y de la obediencia, no puedo por menos que tener
la seguridad de que Dios debe ser temido y obedecido por mí; y esta
proposición será cierta, sobre el hombre en general, si me he hecho una idea
abstracta de una especie semejante, de la que yo soy un particular. Y, sin
embargo, por más cierta que sea la proposición que establece que «los
hombres deben temer y obedecer a Dios» no me prueba la existencia de los
hombres en el mundo, sino que será una proposición verdadera para todas las
criaturas, siempre y cuando unas criaturas semeja s existan. La certidumbre de
tales proposiciones generales dependen del acuerdo o del desacuerdo que se pueda
descubrir en esas ideas abstractas.
14. Y todas las proposiciones que se
conocen como verdaderas sobre las ideas abstractas
En el caso primero, nuestro conocimiento es la consecuencia
de la existencia de cosas que producen ideas en nuestras mentes por nuestros
sentidos; en el segundo caso, el conocimiento es la consecuencia de las ideas
(sean las que fueren) que están en nuestras mentes, produciendo allí
proposiciones generales ciertas. Muchas de éstas han sido llamadas aeternae
veritates, y, de hecho, todas lo son; pero no porque todas o algunas de
ellas hayan sido escritas en la mente de todos los hombres, ni porque ninguna
de ellas fueran proposiciones en la mente de alguien hasta que aquél, habiendo
formulado las ideas abstractas, las uniera o separara mediante la afirmación o
la negación. Sino que donde quiera que podamos suponer una criatura tal y
como es el hombre, dotado de unas facultades semejantes y equipado, por tanto,
con unas ideas como las que tenemos, deberemos concluir que, cuando aplique
sus pensamientos a la consideración de sus ideas, necesariamente conocerá la
verdad de las proposiciones ciertas que se desprenderán del acuerdo o del
desacuerdo que percibimos en sus propias ideas. Tales proposiciones son llamadas
por ellos «verdades eternas», y no porque sean proposiciones eternas
formadas actualmente, y que precedan al entendimiento que las formula en
cualquier momento; ni tampoco porque estén impresas en la mente según unos
moldes que tengan su lugar fuera de la mente y que existían antes, sino porque
una vez que han sido formuladas sobre las ideas abstractas, de tal manera que
son verdaderas, en cualquier momento que sea, pasado o futuro, en que se
supongan que han sido construidas otra vez por una mente que tiene las ideas
aquéllas, siempre serán realmente verdaderas. Pues como se suponen que los
nombres significan perpetuamente las mismas ideas, como las mismas ideas tienen
inmutablemente las mismas relaciones entre sí, las proposiciones
sobre cualesquiera ideas abstractas que hayan sido verdaderas deberán
necesariamente ser aeternal verities.