LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
Capítulo XII
ACERCA DEL PROGRESO DE NUESTRO CONOCIMIENTO
1. El conocimiento no se obtiene por las máximas
Como ha sido una opinión común recibida entre los hombres
de letras que las máximas son los fundamentos de todo conocimiento, y que
todas las ciencias estaban construidas sobre ciertas praecognita en las
que debía tener su punto de partida el entendimiento, y por las que se
había de regir en sus investigaciones sobre los asuntos pertenecientes a esas
ciencias, el camino más fácil para las escuelas ha sido establecer desde el
principio una o más proposiciones generales, como fundamentos sobre los que se
alzara el conocimiento que se había de obtener de esa materia. Estas
doctrinas, establecidas así como los fundamentos de toda ciencia, fueron
denominadas principios, como los puntos de partida de los cuales debíamos
arrancar, sin que pareciera adecuado volver la vista atrás en nuestras
investigaciones, según ya lo hemos advertido.
2. El origen de esa opinión
Algo que probablemente ha sido el origen de esta manera de
proceder en otras ciencias, me parece que fue el buen éxito que muestra tener en las
matemáticas en
las que, habiéndose observado que los hombres alcanzan una gran certidumbre
en el conocimiento, estas ciencias llegaron a denominarse por excelencia mazémata
y mázesis, es decir, aprendizaje, cosas aprendidas, plenamente aprendidas, puesto que
entre las demás ciencias tienen la mayor certidumbre, claridad y evidencia.
3. Por el contrario, tiene su origen en la comparación de ideas claras y
distintas
Pero si cualquiera considera esto atentamente, podrá
encontrar (según imagino) que el gran desarrollo y la certidumbre del
conocimiento real que los hombres alcanzaron en aquellas ciencias no se deben
a la influencia de esos principios, ni se derivan de ninguna ventaja particular
que hayan recibido de dos o tres máximas generales, establecidas como
principios; sino que tienen su origen en las ideas claras, distintas y completas
en que se ocuparon sus pensamientos, y en las relaciones de igualdad tan claras
que hay entre algunas de ellas, por lo que llegaron a tener un conocimiento
intuitivo y, a partir de él, una manera de descubrirlas en otras; y todo esto
sin la ayuda de aquellas máquinas. Porque, yo pregunto, ¿acaso no es posible
que un muchacho pueda conocer que todo su cuerpo es mayor que su dedo meñique,
salvo en virtud del axioma que establece que «el todo es mayor que una
parte», ni estar seguro de ello en tanto no haya aprendido esta máxima? o ¿no
puede una campesina saber que, habiendo recibido un chelín de alguien que le
adeuda tres, y otro chelín también de alguien que le debe tres, el resto de
las deudas debe ser el mismo?, ¿no puede ella saber esto, digo, sin que alcance
la certidumbre de ello por medio de esa máxima que dice «si tomas cantidades
iguales de otras iguales, los restos serán iguales», máxima que posiblemente jamás oyó ni en la que tal vez nunca pensó? Me
gustaría que se considerara, a partir de lo que ya he dicho, qué es lo que
primero y más claramente conoce la mayoría de la gente: el ejemplo particular,
o la regla general; y cuál de estas dos cosas da vida y nacimiento a la otra.
Estas reglas generales no son sino el efecto de comparar nuestras ideas más
generales y abstractas, que son obra de la mente, hecha al igual que los
nombres que las imponemos, para hacer más fácil sus razonamientos, y para
trazar, en términos comprensibles y mediante reglas sencillas, sus variadas
y múltiples observaciones. Pero el conocimiento comienza en la mente, y se
funda en lo particular, aunque más tarde quizá no se advierta eso, pues
resulta natural para la mente (que tiende a avanzar en su conocimiento) reunir
muy atentamente todas esas nociones generales y utilizarlas propiamente, lo
cual aligera a la memoria del engorroso peso de las cosas particulares. Me
gustaría que se considerara la manera en que un niño, o cualquier otra
persona, puede tener más certidumbre de que su cuerpo es mayor que su dedo
meñique, después de haber dado a su cuerpo el nombre de «todo» y a su dedo
meñique el nombre de «parte», que la que tenía antes. O que se considerara qué conocimiento nuevo sobre su cuerpo puede tener mediante estos dos
términos que no tuviera ya sin ellos. ¿No sabría acaso que su cuerpo es mayor
que su dedo meñique si su lenguaje fuera tan imperfecto aún que todavía no
dispusiera de unos términos relativos tales como los de todo y parte?, y
pregunto, además, cuando tenga estos nombres, ¿cómo estará más seguro de
que su cuerpo es un todo y de que su dedo meñique es una parte, de lo que
estaba, o pudiera estar, acerca de que su cuerpo era mayor que su dedo
meñique, antes de que hubiera aprendido estos términos? Con la misma razón,
cualquiera podría dudar o negar que su dedo meñique fuera una parte de su
cuerpo, con la que niega que sea menor que su cuerpo. Y el que dude que sea
menor seguramente dudará de que sea una parte, de manera que la
máxima, el
todo es mayor que una parte, nunca podrá utilizarse para probar que el dedo
meñique es menor que el cuerpo, excepto cuando ya resulte inútil, es decir,
cuando se trae para convencer a alguien de una verdad que ya conoce. Pues el que
no conoce con certeza que un fragmento de materia unido a otro fragmento es
mayor que cualquiera de ellos por separado, nunca será capaz de saberlo
mediante la ayuda de esos dos términos relativos, todo y parte, por muchas máximas que se quieran formar con ello.
4. Es peligroso construir sobre principios precarios
Pero sea lo que fuere en las matemáticas, si es más claro
que, tomando una pulgada de una línea negra de dos pulgadas, y una pulgada de
una línea roja de dos pulgadas, las partes restantes serán iguales, o, si es
más claro el que «si quitas partes iguales de otras iguales, los restos serán
iguales», digo que lo que resulte más claro y primeramente conocido de las dos
cosas es algo que dejo a otro para que lo solucione, pues no es una materia
que resulte acorde con la circunstancia actual. Lo que aquí me propongo es
averiguar si el camino más corto hacia el conocimiento es empezar por las
máximas generales y construir sobre ellas las demás, tomando unos principios
que han sido establecidos en otras ciencias como verdades incuestionables; y
si es un camino seguro el recibirlo sin examen, y sin que se dude de ellos,
porque los matemáticos han sido tan dichosos o tan honrados como para no usar
ninguno que no fuera evidente por sí mismo e innegable. Si esto es así, no sé
qué es lo que no podrá pasar por verdad en la moral, y lo que no podrá
introducirse y probarse en la filosofía natural.
Veamos, en el caso de admitir aquel principio de algunos
filósofos antiguos que establecía que todo es materia, sin que existiera otra cosa, las consecuencias a que
nos llevaría, según los escritos de algunos que lo han revisado en nuestros
días, la admisión de este principio como cierto e indubitable. Acéptese, con
Polemón, que el mundo es Dios; o, con los estoicos, que es el éter o el sol;
o con Anaxímenes, que es el aire. ¡Qué teología, qué religión y qué culto
sería preciso que tuviéramos! Nada puede ser tan peligroso como el tomar unos
principios de esa clase sin cuestionarlos o examinarlos; especialmente si tales
principios conciernen a la moral, que tanta influencia tiene en la vida de los
hombres y que establece la línea de todas sus acciones. ¿Quién no esperará
otra clase de vida en Aristipo, que situaba la felicidad en los placeres
corporales, distinta de la de Antístenes, que hacía de la virtud el principio de
la felicidad? Y aquel que, con Platón, sitúe la beatitud en el conocimiento de
Dios, pondrá sus pensamientos en otras contemplaciones muy diferentes de las de
aquellos que no miran más allá que este grano de arena, y de las cosas
perecederas que tienen a su alcance. Quien, con Arquelao, establezca como
principio que el bien y el mal, la honestidad y la deshonestidad, solamente
son establecidas por las leyes y no por la naturaleza, tendrá otras medidas
de la rectitud moral y de la perversidad que aquellos que saben que estamos
sujetos a unas obligaciones anteriores a cualquier constitución humana.
5.
De esta manera, no es un camino seguro hacia la verdad
Por tanto, si aquellos pasan por ser principios no son
ciertos (lo cual lo deberemos saber de algún modo, de manera que seamos capaces
de distinguirlos de aquellos otros que son dudosos), sino que solamente llegan
a serlo en virtud de nuestro ciego asentimiento, es fácil que nos confundan, en vez de
llevarnos hacia la verdad, nos veamos abocados por causa de estos
principios hacia el equívoco y el error.
6. Se deben comparar las ideas claras y complejas mediante nombres
establecidos
Pero desde el momento en que el conocimiento de la certeza de
esos principios, así como el de todas las otras verdades, tan sólo dependen de
la percepción que tenemos del acuerdo o desacuerdo de nuestras ideas, la manera
de progresar en nuestro conocimiento no es, estoy seguro, la de recibir a
ciegas, y comulgar con unos principios recibidos con una fe implícita; sino que
me parece que consiste en adquirir y fijar en nuestras mentes ideas claras,
distintas y completas hasta donde eso se puede realizar, y anexarles unos
nombres adecuados e invariables. Y de esta manera, quizá, sin ningunos otros
principios, sino considerando únicamente esas ideas perfectas, y
comparándolas las unas con las otras, descubriendo su acuerdo y su desacuerdo,
y sus distintas relaciones y hábitos, llegaremos a adquirir un conocimiento
más verdadero y claro a través de esta única regla, sometiendo nuestras
mentes a la discreción de los demás más que a la admisión de unos
principios.
7. El verdadero método de progresar en el
conocimiento
consiste en la consideración de nuestras ideas abstractas
Así pues, nosotros debemos, si queremos proceder como
aconseja la razón, adaptar nuestros métodos de investigación a la naturaleza
de las ideas que examinemos y a la verdad que buscamos. Las verdades generales y ciertas se fundan solamente en los hábitos y relaciones de las ideas
abstractas. Una aplicación sagaz y metódica de nuestros pensamientos, en pos
de estas relaciones, es la única manera de descubrir todo lo que, con verdad y
certidumbre, puede ponerse sobre ellas en proposiciones generales. Qué pasos
debamos dar para proceder así, es algo que aprenderemos en las escuelas de los
matemáticos, quienes, a partir de unos principios muy llanos y fáciles, y
mediante grados sucesivos, y por una cadena continua de razonamientos, proceden
a descubrir y a demostrar verdades que a primera vista parecían sobrepasar la
capacidad humana. El arte de encontrar pruebas y los admirables métodos que han
inventado para separar y clasificar aquellas ideas intermedias que enseñan de
manera demostrativa, la igualdad o desigualdad de cantidades incomparables, es
lo que les ha llevado tan lejos, y lo que les ha hecho producir tan
maravillosos e inesperados descubrimientos. Y no voy a determinar yo si puede
encontrarse con el tiempo algo semejante, respecto a otras ideas, como para las
ideas de magnitud. Hay algo, sin embargo, que puedo afirmar: que si otras ideas,
que sean la esencia real y la nominal al mismo tiempo de sus especies, fueran
desbrozadas de la manera usual entre los matemáticos, llevarían nuestros
pensamientos más lejos y con mayor evidencia y claridad de lo que
posiblemente seamos capaces de imaginar.
8. Por esto, también puede aclararse más la
moralidad
Esto me ha dado la confianza para avanzar más en aquella
conjetura que ya sugerí (cap. 111), es decir, que la moralidad es tan capaz de
demostración como los principios matemáticos. Porque como las ideas a las que
se refieren los tratadistas de ética son todas esencias reales, y de tal
naturaleza, según me imagino, que tienen una conexión descubrible y un acuerdo
mutuo, en la medida en que podemos encontrar sus hábitos y relaciones, en esa misma
medida poseeremos verdades ciertas, reales y generales. Y no dudo que,
de adoptarse un método más correcto, podría existir más claridad en gran
parte de la. moral, lo cual haría que no existieran más motivos de duda, para
un hombre reflexivo, que los que pudieran haber sobre las verdades de las
proposiciones matemáticas que le han sido de- mostradas.
9. Nuestro conocimiento de las sustancias no puede progresar por
la contemplación de las ideas abstractas, sino únicamente por la experiencia
En nuestra búsqueda en pos del conocimiento de las
sustancias, la carencia de ideas adecuadas para semejante manera de proceder
nos obliga a utilizar un método completamente diferente. No avanzamos aquí,
como en el otro caso (en el que nuestras ideas abstractas son esencias reales
y nominales), contemplando nuestras ideas y considerando sus relaciones y
correspondencias. Esto nos ayuda muy poco, por las razones que ya hemos
expuesto muy detenidamente en otro lugar. Por lo cual, creo que resulta evidente
que las sustancias nos ofrecen muy poca materia para un conocimiento general,
y que la mera contemplación, de sus ideas abstractas no nos llevará mucho más
lejos en la búsqueda de la verdad y de la certidumbre. ¿Qué podemos,
entonces, hacer para el desarrollo de nuestro conocimiento en los seres
sustanciales? Deberemos tomar un camino bastante diferente: la carencia de
ideas sobre las esencias reales de las sustancias nos remite desde nuestros
propios pensamientos hacia las cosas mismas, tal y como ellas existen. La
experiencia tendrá que enseñarme aquí lo que la razón no puede, y
solamente mediante sus pruebas podré conocer con certidumbre qué otras
cualidades coexisten con aquellas de mi idea compleja; por ejemplo, si ese
cuerpo amarillo, pesado, fusible, que llamo oro, es o no maleable; experiencia
que (con independencia de lo que resulte del examen de ese cuerpo particular) no
me dará la seguridad de que ocurre lo mismo en todos los cuerpos, o en
cualquier otro amarillo, pesado, fusible, sino en el que yo he experimentado.
Porque de ninguna manera es una consecuencia que surja de mi idea compleja,
pues la necesidad o inconsistencia de la maleabilidad no tiene ninguna
conexión evidente con la combinación de ese color, peso y fusibilidad en
ningún cuerpo. Lo que aquí he dicho sobre la esencia nominal del oro,
suponiendo que consista en un cuerpo de un determinado color, peso y fusibilidad, seguirá siendo verdad si se le
añaden la maleabilidad, la fijeza y la solubilidad en aqua regia. Nuestros
razonamientos a partir de estas ideas no nos harían avanzar demasiado en el
descubrimiento seguro de otras propiedades que se encuentren en aquellas masas
de materia donde están todas aquéllas. Pues como las otras propiedades de
tales cuerpos no dependen de éstas, sino de aquella desconocida esencia real,
de la que también éstas dependen, no podemos descubrir por ellas a las demás.
Ni podemos ir más allá de donde nos llevan las ideas simples de nuestra
esencia nominal, que es muy poco más allá de sí mismas; y de esta manera se
nos ofrecen muy pocas verdades que sean ciertas, universales y útiles. Porque
habiendo experimentado en este trozo particular de materia, y habiendo
encontrado que es (al igual que todos los demás del mismo color, peso y
fusibilidad con los que he experimentado) maleable, eso quizá también forma
parte ahora de mi idea compleja, y forma parte de mi esencia nominal de oro.
Pero aunque de esta manera haga consistir la idea compleja a la que doy el
nombre de oro de un número mayor de ideas simples que antes, sin embargo, como
no contiene la esencia real de ninguna especie de cuerpo, no me ayuda a saber
con certidumbre (digo a saber, aunque quizá me pueda servir para conjeturar)
las demás propiedades restantes de ese cuerpo, sino en tanto que tienen una
conexión visible con alguna o todas de las ideas simples que forman mi
esencia nominal. Así, por ejemplo, no puedo estar seguro, a partir de
esta idea compleja, de si el oro es fijo o no lo es; porque, como antes no
existe ninguna conexión necesaria, o inconsistencia que se pueda descubrir entre una idea compleja de un cuerpo amarillo, pesado, fusible, maleable entre
éstas, digo, y la fijeza, de manera que yo pueda saber con certidumbre que en
cualquier cuerpo que ellas se encuentren tendrá que presentarse con seguridad
la fijeza. Para llegar a una seguridad semejante en este sentido, deberé
aplicar mi experiencia, y hasta donde ella alcance, tendré un
conocimiento
seguro, pero no más allá.
10. La experiencia nos puede
procurar la conveniencia, pero no la ciencia
No niego que un hombre, habituado a los experimentos
racionales y regulares, sea capaz de penetrar más en la naturaleza de los
cuerpos, y de vislumbrar con mayor verdad sus propiedades desconocidas, que uno
para el que le son extrañas; y, sin embargo, esto no es, según ya afirmé,
más que un juicio y una opinión, no un conocimiento y una certidumbre. Esta
forma de adquirir y avanzar en nuestro conocimiento sobre las sustancias
solamente se consigue por medio de la experiencia y de la historia, que es todo
lo que permite la flaqueza de nuestras facultades en este estado de
mediocridad en que estamos en el mundo, y lo que me hace sospechar que la
filosofía natural no es capaz de convertirse en ciencia. Nosotros podemos,
según me imagino, llegar a un conocimiento general muy pequeño sobre las
especies de los cuerpos y sus diversas propiedades. Podemos tener experiencias y
observaciones históricas, a partir de las que podemos extraer ventajas de
convivencia y salud, y de esta manera incrementar nuestro conjunto de
comodidades en esta vida; pero más allá de esto, mucho me temo que no vayan
nuestras inteligencias y que no sean capaces de avanzar, según me imagino,
nuestras facultades.
11.
Estamos hechos para la ciencia moral y no solamente para las interpretaciones
probables de naturaleza externa
A partir de aquí, parece obvio concluir que, puesto que
nuestras facultades no están hechas para penetrar en las constituciones
internas y en las esencias reales de los cuerpos y que, sin embargo,
pueden descubrirnos claramente el ser de un Dios, y el conocimiento de
nosotros mismos lo bastante para llevarnos hacia el descubrimiento completo y
claro de nuestro deber y principal negocio, en tanto que criaturas racionales,
es obligación nuestra el emplear aquellas facultades que tenemos en aquello
para lo que han sido mejor adaptadas y en seguir la dirección de la naturaleza donde parece que nos conduce. Pues también parece racional el concluir
que nuestra ocupación más propia radica en aquellas investigaciones y en esa
clase de conocimiento más acorde con nuestras capacidades naturales y que
conlleva lo que más nos interesa, es decir, la condición de nuestro estado
eterno. Por tanto, pienso que puedo llegar a la conclusión de que la moral es
la ciencia más adecuada y el principal asunto del género humano en general (el
cual, a la vez, está interesado y obligado a buscar su summum bonum), así
como otras artes, referidas a las diferentes partes de la naturaleza, son
reducto del talento de algunos hombres en particular, para el uso común de la
vida humana y para su propia subsistencia en este mundo. Podemos citar, para ver
qué consecuencias puede tener el descubrimiento de un cuerpo natural en la vida
humana, todo el vasto continente de América como un ejemplo convincente, pues
la ignorancia en las artes útiles, y la carencia de la mayor parte de las
comodidades de la vida, en un país que abunda en toda clase de riquezas
naturales, creo que pueden atribuirse a su ignorancia de lo que se encuentra
en una piedra muy común y despreciable: me refiero al mineral de hierro. Y
sea cual fuere lo que pensemos sobre nuestro ingenio o adelanto en esta parte
del mundo, en la que el conocimiento y la abundancia parecen estar en pugna, lo
cierto es que quien reflexione seriamente sobre ello, supongo que se
convencerá, sin ninguna duda, de que si se perdiera entre nosotros el uso del
hierro, seríamos reducidos, inevitablemente, en unos cuantos siglos a las
necesidades materiales y a la ignorancia de los antiguos salvajes americanos cuyos talentos y provisiones naturales en nada se
quedan cortos sobre las naciones más florecientes y políticas. De manera que el que por primera vez dio a conocer el uso de ese mineral,
realmente puede llamarse el padre de las artes y el autor de la riqueza.
12. En el estudio de la naturaleza debemos evitar
las hipótesis y los principios
equivocados
Así pues, no quiero que se piense que desprecio el estudio
de la naturaleza. Realmente estoy de acuerdo en que la contemplación de sus
obras nos proporciona la ocasión de admirar, reverenciar y glorificar a su
Autor; y en que si va correctamente dirigido puede suponer un beneficio mayor
para el género humano que esos monumentos de caridad ejemplar que han sido
levantados a tan grande costo por los fundadores de hospitales y asilos. Aquel
que inventó el primero la imprenta, el que descubrió el uso del compás, o el
que hizo público las virtudes y el uso adecuado de la quinina, han contribuido
más a la propagación del conocimiento, a la provisión y aumento útiles, y
a la salvación de los hombres que quienes construyeron colegios, casas de labor
y hospitales. Todo lo que quiero decir es que no debemos llevarnos por la opinión o por la esperanza de un conocimiento, cuando no es posible que lo
tengamos, o por las formas en que se nos puede proporcionar; que no debemos tomar sistemas dudosos por ciencias completas, ni nociones ininteligibles por
demostraciones científicas. Debemos contentarnos, en el conocimiento de los
cuerpos, con adivinar lo que podamos en base a los experimentos particulares,
puesto que no podemos, a partir del descubrimiento de sus esencias reales,
aprehender al mismo tiempo todo el conjunto y comprender la naturaleza y las
propiedades de toda la especie en su conjunto. Donde nuestra investigación se
remite a la coexistencia o repugnancia a coexistir que no podamos descubrir
mediante la contemplación de nuestras ideas, tienen que ser la experiencia, la
observación y la historia natural la que nos den, por medio de
nuestros
sentidos y una por una, alguna penetración sobre las sustancias corporales. El
conocimiento de los cuerpos lo tenemos que adquirir por nuestros sentidos,
empleándolos cuidadosamente para que nos den noticia sobre sus cualidades y
operaciones mutuas; y en lo que se refiere a lo que esperamos conocer sobre los
espíritus puros en este mundo, pienso que solamente debemos esperar a la
revelación. El que vaya a considerar lo poco que las máximas generales, los
principios precarios y las hipótesis formuladas a su gusto, .han servido para
promover el conocimiento verdadero, o para satisfacer las investigaciones de
los hombres racionales en pos de los verdaderos avances de la ciencia, lo
poco, digo, que durante muchos siglos ha servido al progreso de los hombres
hacia el conocimiento de la filosofía natural, el establecimiento de aquellos
principios pensará que debemos tener razones suficientes para agradecer a
quienes en el siglo actual han tomado otro camino y han trazado para
nosotros, si no algo que nos lleve más fácilmente a la culta ignorancia, sí
un camino más seguro hacia el conocimiento provechoso.
13. El verdadero uso de las hipótesis
No es que no podamos emplear ninguna hipótesis para explicar
ningún fenómeno de la naturaleza. Las hipótesis, si se emplean correctamente,
sirven de gran ayuda al menos para 4a memoria, y con frecuencia nos llevan hacia
nuevos descubrimientos. Pero lo que quiero decir es que debemos tomar
ninguna de ellas demasiado apresuradamente (lo cual la mente, que siempre
intenta penetrar hasta las causas de las cosas, y tener algunos principios,
está muy deseosa de hacer), hasta no haber examinado muy detenidamente las particularidades y haber realizado distintos experimentos en aquello que queremos
explicar con nuestra hipótesis, y comprobar si contesta adecuadamente a ello,
si nuestros principios nos llevan de acuerdo con el pensamiento y si no resulta tan incompatible con ningún fenómeno de la
naturaleza como parecen acomodarse y explicar el que pretendíamos. Y, al menos,
debemos tener cuidado de que el nombre de principios no nos confunda, ni se nos
imponga, haciéndonos recibir como verdad incuestionable lo que realmente no es
sino una conjetura muy dudosa, tales como son la mayoría (estoy por decir que
todas) de las hipótesis de la filosofía natural.
14. El tener
ideas claras y distintas con nombres establecidos,
y el empezar por advertir aquellas ideas intermedias que muestran su acuerdo o
desacuerdo, son las maneras de aumentar nuestro conocimiento
Pero con independencia de que la filosofía sea o no capaz de
la certidumbre, las vías para alcanzar el conocimiento, según me parece
son, en definitiva, las dos siguientes:
Primero, adquirir y establecer en nuestras mentes ideas
determinadas de aquellas cosas de las que tenemos nombres generales o
específicos; al menos, de todas las que queremos considerar, y sobre las que intentamos desarrollar nuestro conocimiento, o
aumentarlo. Y si éstas son
ideas específicas de sustancias, deberemos también hacerlas tan completas como
podamos, con lo cual quiero decir que deberemos intentar reunir tantas ideas
simples cuantas, habiéndose observado que coexisten, puedan determinar
perfectamente la especie; y cada una de estas ideas simples, que son los
ingredientes de nuestras ideas complejas, deberán ser claras y distintas en
nuestra mente. Pues como resulta evidente que nuestro conocimiento no puede exceder a nuestras ideas, en la medida en que sean
imperfectas, confusas u
oscuras, no podremos esperar llegar a tener un conocimiento cierto, perfecto o
claro.
Segundo, la otra manera estriba en el arte de encontrar aquellas ideas intermedias que pueden
mostrarnos el
acuerdo o la repugnancia de otras ideas, que no pueden ser comparadas de manera
inmediata.
15.
Las matemáticas constituyen un ejemplo de esto
Que sean estas dos maneras (y no el confiar en unas máximas,
y el extraer consecuencias de algunas proposiciones generales) las que
constituyan el método correcto para el progreso de nuestro conocimiento con
respecto a las ideas de otros modos, además de los de cantidad, es lo que nos
va a demostrar la consideración del conocimiento matemático muy fácilmente.
Lo primero que podremos encontrar en él es que el que no tenga una idea clara
y perfecta sobre aquellos ángulos o figuras acerca de los cuales quiere saber
algo, será totalmente incapaz de ningún conocimiento sobre ellos. Supongamos,
si no, que un hombre no tenga una idea totalmente exacta de un ángulo recto, de
un triángulo escaleno o de un trapecio, y veremos que en vano se esforzará en
conseguir cualquier demostración sobre estas figuras. Es más, resulta evidente
que no fue la influencia de aquellas máximas que las matemáticas toman por
principios lo que llevó a los maestros de esta ciencia a los grandiosos
descubrimientos que han realizado. Supongamos que un hombre dotado de un gran
entendimiento conozca todas las máximas que generalmente se usan en las
matemáticas incluso de una manera totalmente perfecta, y que considere su
extensión y sus consecuencias cuanto desee; con semejante ayuda no podrá
llegar, imagino, ni siquiera a saber que el cuadrado de la hipotenusa en un
triángulo rectángulo es igual al cuadrado de los otros dos lados. El conocer
que «el todo es igual a todas sus partes» y que «si se toman cantidades
iguales de otras iguales, el resto será igual», etc., no le ayudará a aquella
demostración. Y pienso que un hombre podrá meditar cuanto desee sobre aquellos axiomas, sin que llegue a vislumbrar ni un ápice más de las
verdades matemáticas. Estas han sido descubiertas por una aplicación
distinta del pensamiento: la mente tuvo a la vista otros objetos, otras visiones
bastante diferentes de aquellas máximas, cuando por primera vez llegó al
conocimiento de tales verdades matemáticas que los hombres no pueden calibrar
lo suficiente cuándo una vez compenetrados con aquellas máximas desconocen
totalmente los métodos que usaron aquellos que hicieron por vez primera las
demostraciones. Y ¿quién podrá saber los métodos que llegan a ampliar
nuestro conocimiento en otras áreas de la ciencia, métodos que supongan lo que
el álgebra es en las matemáticas, que ha sido de tanta utilidad para encontrar
las ideas de cantidades con las que se miden otras ideas, y cuya igualdad o
proporción nunca, o muy difícilmente, llegaríamos a saber sin ellos?