LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
Capítulo XVI
ACERCA DE LOS GRADOS DEL ASENTIMIENTO
Pero para volver a los fundamentos del asentimiento y de sus distintos grados, tendremos que advertir
que las proposiciones que recibimos a partir de la probabilidad son de dos clases: o concernientes a alguna existencia particular,
o,
como comúnmente se dice, a algún asunto de hecho, que cayendo bajo la observación, es capaz de testimonio humano; o bien se refieren a cosas que por estar
más allá de la posibilidad de descubrimiento de nuestros sentidos no son capaces de un testimonio semejante.
6. La conformidad de la experiencia de todos los demás
hombres con la nuestra produce una seguridad que se aproxima al conocimiento
Por lo que se refiere a la primera de estas dos clases, es
decir, asuntos particulares de hecho, hay que señalar:
Primero. Que cuando cualquier cosa particular, que está en
consonancia con nuestras observaciones constantes y con las de los demás en
casos semejantes, se ve atestiguada por los informes concurrentes de todos los
que la mencionan, nosotros la admitimos tan fácil- mente, y nos cimentamos tan
firmemente sobre ella como si se tratara de un conocimiento cierto; y razonamos y actuamos sobre ella con tan pocas dudas como si se tratara de una
demostración perfecta. De esta manera, si todos los ingleses que tienen motivo
para afirmarlo dijeran que hel6 en Inglaterra el pasado invierno, o que se
vieron golondrinas durante el verano, pienso que un hombre tendría tan pocos
motivos para dudar de ello como de que siete más cuatro son igual a once. Por
tanto, el primer y más alto grado de probabilidad es aquel en que el consenso
general de todos los hombres, en todos los tiempos, en la medida en que esto
se puede saber, concurre con la constante e infalible experiencia que un hombre
tenga en casos similares, para confirmar la verdad de cualquier hecho
particular, realmente atestiguado por quienes lo presenciaron; tales son todas
las constituciones establecidas y las propiedades de los cuerpos, y los
procesos regulares de causa y de efecto que existen en el curso ordinario de la naturaleza. A esto lo llamamos el argumento
sacado de la naturaleza de las cosas mismas. Porque lo que nuestra observación
constante y la de los otros hombres nos han mostrado que siempre es de la misma
manera, tenemos motivos para concluir que es el efecto de causas fijas y
regulares, aunque no entren dentro del alcance de nuestro conocimiento. De esta
manera, el que el fuego haya calentado a un hombre, que el plomo se licúe,
que se haya cambiado el color o la consistencia de la madera o el carbón, que
el hierro se sumerja en el agua y flote en el azogue, éstas y otras
proposiciones semejantes sobre hechos particulares, puesto que están de acuerdo
con nuestra experiencia constante en todas aquellas ocasiones en que hayamos
tratado con estos materiales, y puesto que generalmente se habla de ellos
(cuando los demás los mencionan) como de cosas en las que siempre se encuentra
que son de esta manera, y por tanto sin que puedan ser puestas en entredicho por
nadie, no nos permiten dudar que un relato que afirme que una cosa semejante ha
sucedido, o que cualquier predicción se establezca que sucederá de nuevo de
la misma manera, no nos permite dudar, digo, de que sean verdaderos. Estas
probabilidades se acercan tanto a la certidumbre, que gobiernan nuestros
pensamientos de una manera tan absoluta e influencian tanto nuestras acciones
como la demostración más evidente; y en lo que a nosotros se refiere,
establecemos una diferencia muy pequeña, o ninguna, entre ellas y el
conocimiento cierto. Así, nuestra creencia llega a ser seguridad cuando se
cimenta en estos fundamentos.
7. Un testimonio incuestionable y nuestra propia
experiencia
de que una cosa generalmente es así, producen la confianza
Segundo. El siguiente grado de probabilidad se obtiene
cuando encontramos, a partir de nuestra propia experiencia y del acuerdo de
todos los demás que mencionan el hecho, que una cosa es generalmente así,
y que un caso particular me es asegurado por muchos e
indubitables testigos; por ejemplo, habiéndonos mostrado la historia que en
todos los tiempos la mayor parte de los hombres prefieren su interés particular
al interés público, lo cual me ha sido confirmado por mi propia experiencia,
en la medida en que he tenido la oportunidad de confirmarlo, si todos los
historiadores que escribieron acerca de Tiberio afirman que éste actuó así,
ello será sumamente probable. Y en este caso, nuestro asentimiento tiene un
fundamento suficiente para llegar al grado de lo que podemos llamar confianza.
8. El testimonio honesto y la naturaleza indiferente de la cosa producen un
asentimiento inevitable
Tercero. En las cosas que ocurren sin gran trascendencia,
como el que un pájaro vuele hacia este lado o aquél, como el que un trueno se
produzca a la derecha o a la izquierda de un hombre, etc., cuando cualquier
hecho particular de esta clase queda establecido por el testimonio coincidente
de varios testigos insospechables, existe también un asentimiento inevitable.
Así, que exista una ciudad en Italia llamada Roma, que en ella haya vivido,
hace aproximadamente unos mil setecientos años, un hombre llamado Julio
César, que éste sea un general y que ganó una batalla a otro general llamado
Pompeyo, todo esto, aunque nada haya en la naturaleza de las cosas a su favor o
en su contra, como es relatado por historiadores dignos de crédito, y como
ningún otro escritor lo contradice, es algo que un hombre no puede dejar de
creer, y tan difícilmente debe dudar de ello como de las propias acciones que
él mismo haya presenciado como testigo.
9. El choque entre la experiencia y los testimonios hace
que varíen infinitamente los grados de probabilidad
Hasta aquí, el asunto parece poco complicado. La
probabilidad, fundada en tales cimientos, lleva consigo tanta evidencia que naturalmente determina el juicio, y nos
deja en una libertad tan pequeña para creer o no creer, como lo hace la
demostración para conocer o permanecer ignorante. La dificultad aparece cuando
los testimonios contradicen la experiencia común, y cuando los informes de la
historia y de los testigos chocan con el curso ordinario de la naturaleza o
entre ellos mismos. Y es aquí donde se necesita la diligencia, la atención y
la exactitud para formar un juicio correcto y para proporcionar el asentimiento
a la diferente evidencia y probabilidad del hecho, el cual aumenta o
disminuye su crédito según aquellos dos fundamentos de la credibilidad, es
decir, la observación común en casos semejantes, y los testimonios particulares del caso en cuestión. Estos son susceptibles de una variedad tan grande
de observaciones contradictorias, circunstancias, informes, calificaciones
diferentes, temperamentos, designios, olvidos, etc., por parte de los
informadores, que es imposible reducir a reglas precisas los distintos grados en
los que los hombres deben otorgar su asentimiento. Lo único que en general se
puede decir es que tanto los argumentos como las pruebas en pro y en contra,
después de un examen detenido, que sopese adecuadamente cada circunstancia
particular, acabará por aparecer de modo que, en lo que se refiere a la
totalidad del asunto, preponderen en mayor o menor grado hacia uno u otro lado,
de manera que consigan producir en la mente estos diferentes estados que
llamamos creencia, conjetura, sospecha, duda, vacilación, desconfianza,
incredulidad, etcétera.
10. Cuanto más remotos sean los testimonios tradicionales, menor será su
valor como pruebas
Esto es lo que se puede afirmar sobre los asuntos en los que
se emplean los testimonios y a los que se da asentimiento. Sobre ellos, pienso
que no sería vano tomar nota de una regla observada en las leves de Inglaterra, y que establece el que aunque la copia testimoniada de un documento sea una buena prueba, sin embargo, la copia de una
copia, aunque esté muy bien testimoniada y aunque sus testigos resulten dignos
de todo crédito, no se admitirá como prueba en un juicio. Esto ha sido tan
generalmente aprobado como algo razonable y adecuado a la precaución y a la
prudencia que se debe usar en nuestra investigación sobre las verdades
materiales, que todavía no he oído que nadie se lamentara de ello. Y esta
práctica, si se admite en las decisiones sobre lo justo y lo injusto, conlleva
esta observación: cuanto más remoto sea cualquier testimonio de la verdad
original, menor será su fuerza y su valor probatorio. Llamo verdad original al
ser y a la existencia misma de la cosa. Si un hombre digno de crédito acepta el
conocimiento de ello, esto será una prueba buena; pero si otro hombre,
igualmente digno de crédito, se refiere al testimonio del anterior, éste ya
será más débil, y si un tercero que atestigüe que ha oído de otro que
había oído algo, ello será aún menos consistente. De manera que en las
verdades tradicionales cada alejamiento debilita la fuerza de la prueba; y por
cuantas más manos haya pasado la tradición, menor será la fuerza y la
evidencia que recibe de ella. He creído conveniente señalar esto, porque he
observado cómo algunos hombres hacen justamente lo contrario, y son los que
consideran que las opiniones tienen más fuerza cuanto más antiguas son; y
que una cosa que no habría parecido en absoluto probable hace mil años a un
hombre racional contemporáneo del que la certificó por primera vez, aparece
como totalmente probable y más allá de toda duda, sólo porque desde
entonces se ha venido transmitiendo de unas personas a otras. Sobre este
fundamento, las proposiciones evidentemente falsas o bastante dudosas en su
origen llegan a ser, mediante la inversión de la regla de la probabilidad,
verdades auténticas, y de esta manera aquellas proposiciones que encontraron o
merecieron poco crédito cuando fueron formuladas
por sus autores, se consideran ahora venerables por el tiempo y se invocan
como venerables.
11. Sin embargo, la historia es de gran utilidad
No quisiera que se pensara que ha intentado disminuir el
crédito y la utilidad de la historia. Ella es toda la luz que tenemos en muchos
casos, y de ella recibimos una gran parte de las verdades útiles que tenemos,
con una evidencia convincente. Pienso que nada hay más valioso que las
crónicas de la antigüe- dad, y yo desearía que tuviéramos más, y que no
estuvieran corrompidas. Pero esta verdad misma me obliga a decir que ninguna
probabilidad puede ser más alta que su origen primero. El que no tenga a su
favor otra evidencia que el simple testimonio de un solo testigo tendrá que
mantenerse o caer por su solo testimonio sea bueno, malo o indiferente; y
aunque después lo citen cien personas más, una después de otra, tan lejos
está por ello de tener más fuerza, que realmente lo que ocurre es que se
hace más débil. La pasión, el interés, el descuido, un error en el significado y mil razones diversas o caprichos de las mentes de los hombres
(que resultan imposibles de descubrir) pueden hacer que un hombre cite las
palabras de otro con error o equivoque sus sentidos. El que haya examinado,
por muy superficialmente que sea, las citas de los escritores, no podrá dudar
respecto del poco crédito que estas anotaciones merecen, cuando los originales no están a su alcance. En consecuencia, mucho más hemos de cuestionar
las citas hechas de otras citas. Una cosa es segura, y es que lo que en una
época se afirmó con fundamentos escasos, no podrá nunca adquirir más validez
en edades futuras por mucho que se haya repetido. Al contrario, mientras más
alejado esté del original, menor será su validez y tendrá siempre menos
fuerza en la boca o en las cuartillas de quien lo haya utilizado el último que
en las de aquel de quien él lo recibió.
12. En segundo lugar, en las cosas que no se pueden descubrir por
los sentidos la analogía es la gran regla de probabilidad
Las probabilidades que hasta aquí hemos mencionado
solamente se refieren a asuntos de hecho y a cosas capaces de observación y de
testimonio. Hay otra clase que se refiere a asuntos sobre los que los hombres
tienen opiniones con distinto grado de asentimiento, aunque las cosas sean de
tal índole, que por no caer bajo el dominio de nuestros sentidos, no son
capaces de testimonio. Tales son: 1.º La existencia, la naturaleza y las
operaciones de los seres finitos inmateriales que están fuera de nosotros,
como los espíritus, los ángeles, los demonios, etc., o la existencia de
seres materiales que, bien por su pequeñez o por su lejanía con respecto a
nosotros, no son capaces de ser advertidos por nuestros sentidos, como el hecho
de que existan plantas, animales y seres inteligentes en los planetas y otras
mansiones del vasto universo. 2.º Lo que se refiere a la manera de
operación en la mayor parte de las obras de la naturaleza, en las que aunque
vemos los efectos sensibles, sin embargo, sus causas nos son desconocidas y no
percibimos las formas y maneras en que se producen. Vemos que los animales se
reproducen, se alimentan y se mueven; el imán atrae al hierro, y que las partes
de una vela nos proporcionan, al fundirse y convertirse en llama, luz y calor.
Estos efectos y otros similares los vemos y los conocemos; pero sobre las causas
en las que operan, y las maneras en que se producen, solamente las podemos
adivinar y conjeturar con probabilidad. Porque estas cosas y otras por el
estilo, al no caer dentro del escrutinio de los sentidos humanos, no pueden ser
examinadas por ellos ni testimoniadas por nadie; y, por tanto, pueden aparecer
como más o menos probables solamente en la medida en que estén de acuerdo
en mayor o menor grado con las verdades ya establecidas en nuestras mentes y en
tanto guarden proporción con otras partes de nuestro conocimiento y de nuestra observación. La analogía en estos asuntos es
la única ayuda que tenemos, y solamente en ella fundamos los cimientos de la
probabilidad. Así, observando que el mero hecho de frotar dos cuerpos violentamente produce calor y, en muchas ocasiones,
hasta fuego, tenemos razones
para pensar que lo que llamamos calor y fuego consiste en una violenta agitación de las partículas imperceptibles de la materia
incandescente. De la
misma manera, observando que las diferentes refracciones de los cuerpos
traslucidos producen en nuestros ojos diferentes apariencias de distintos
colores, y también de diversas posiciones y arreglos de las partes
superficiales de algunos cuerpos, como el terciopelo, la seda rizada, etc.,
producen lo mismo, pensamos que es probable que el color y el brillo de los
cuerpos no es otra cosa que los diversos arreglos de sus partículas diminutas e
insensibles y la refracción de las mismas. De esta manera, encontrando que en
todas las partes de la creación, que caen bajo la observación humana
existe una conexión gradual de las unas con las otras, sin ningún vacío
considerable o discernible entre ellas, en toda esa gran variedad de cosas que
vemos en el mundo, que están tan estrechamente unidas, resulta que en los
distintos rangos de los seres no es fácil descubrir los límites entre ellos, y
que tenemos razones para persuadirnos de que, mediante pasos escalonados,
ascienden hacia la perfección de manera gradual. Es un asunto difícil decir
dónde comienza lo sensible y lo racional, y dónde termina lo insensible y lo
irracional. Y ¿quién hay con una mi- rada tan aguda que pueda determinar con
precisión cuál es la especie inferior de las cosas vivientes, y cuál es la
primera de ellas que no tiene vida? Las cosas, hasta donde podemos observarlas,
disminuyen y aumentan del mismo modo que lo hace la cantidad en un cono
regular en el que aunque existe una diferencia visible entre la longitud y el
diámetro en distancia remota, sin embargo la diferencia entre el inferior y el
superior, cuando se tocan, es difícilmente discernible. La diferencia entre
algunos hombres y algunos animales es excesivamente grande; pero si
comparamos el
entendimiento y las habilidades de algunos hombres con los de algunos brutos,
encontraremos una diferencia tan pequeña que resultará difícil si el de el
hombre es más claro o más amplio. Observando, digo, el descenso gradual y
suave en aquellas partes de la creación que están por debajo del hombre, la
regla de la analogía hace probable que lo mismo suceda con las cosas que
están sobre nosotros y sobre nuestra observación, y que existan distintos
rangos de seres inteligentes, que nos exceden en diversos grados de perfección
ascendiendo hasta la infinita perfección del Creador por suaves pasos y
diferencias que están, una de otra, a no mucha distancia de la que le es más
próxima. Esta clase de probabilidad, que es el mejor conducto para los
experimentos racionales y para el establecimiento de hipótesis, a partir de la
analogía, con frecuencia nos lleva al descubrimiento de verdades y de
producciones útiles, que de otro modo estarían ocultas.
13. Un caso en el que la experiencia es contraria no disminuye el testimonio
Aunque la experiencia común y el curso ordinario de las
cosas tienen, con toda justicia, una marcada in- fluencia sobre la mente de los
hombres para hacerles dar crédito o negársele a algo que se les propone para
que lo crean; hay, sin embargo, un caso en el que la extrañeza del hecho
no disminuye el asentimiento que se concede al testimonio fidedigno que se le ha
otorgado. Pues cuando tales acontecimientos sobrenaturales son susceptibles
de llegar a los fines para los que les ha destinado Aquel que tiene el poder de
cambiar el curso de la naturaleza, entonces, en tales circunstancias, pueden
ser más propios para obtener creencia, justamente porque están más allá de
las observaciones ordinarias o porque son contrarias a ellas. Este es el caso
propio de los milagros, los cuales, si están bien atestiguados, no solamente llevan en
sí mismo la credibilidad, sino que hacen creíbles también otras verdades que necesitan una
confirmación semejante.
14. El mero testimonio de la revelación divina es el más alto grado de
certidumbre
Además de las que hemos mencionado hasta aquí hay una clase
de proposiciones que exigen el más alto grado de nuestro asentimiento, fundada
sobre el mero testimonio, con independencia de que la cosa propuesta esté de
acuerdo o en desacuerdo con la experiencia común y el curso ordinario de las
cosas. La razón de esto es que se trata del testimonio de alguien que no puede
engañar ni ser engañado, y esa persona es el mismo Dios. Esto conlleva una
seguridad más allá de toda duda, una evidencia más allá de cualquier excepción. Se le llama por un nombre peculiar,
revelación y a nuestro
asentimiento a ella, fe, la cual determina tan absolutamente nuestras mentes y
excluye toda duda tan perfectamente como nuestro mismo conocimiento. Y tanto
podemos dudar de nuestra propia existencia corno de que cualquier revelación de
Dios sea verdad. De manera que la fe es un principio establecido y seguro del
asentimiento y de la certidumbre, no deja ningún resquicio para la duda o la
indecisión. Unicamente debemos estar seguros de que se trata de una revelación
divina y de que la entendemos correctamente, pues de otra manera nos
expondríamos a todas las extravagancias propias del entusiasmo y a todos
los errores de los falsos, al tener la fe y la seguridad en lo que no es una
revelación divina. Y, por tanto, en estos casos nuestro asentimiento no debe
ser mayor, si queremos ser racionales, que la evidencia de que es una
revelación y de que éste es el significado de la expresión que se acepta.
Pero acerca de la fe y de la preferencia que debe tener ante otros argumentos
de persuasión, hablaré más adelante, cuando trate de ella en el lugar en que
comúnmente se la sitúa, es decir, en contraposición a la razón, aunque, en
verdad, no sea nada más que un asentimiento fundado en la más alta de las
razones.