LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
Capítulo XVIII
ACERCA DE LA LA
RAZÓN Y DE SUS DISTINTO ÁMBITOS
1. Es necesario conocer sus límites
Más arriba ha quedado demostrado que: 1) Estamos
absolutamente sumidos en la ignorancia, y carecemos de conocimiento de
cualquier clase, cuando no tenemos ideas. 2) Que estamos en la ignorancia, y carecemos de conocimiento racional, cuando no tenemos pruebas.
3) Que carecemos de conocimiento cierto y de certidumbre en el momento en que no
tenemos ideas claras, determinadas y específicas. 4) Que carecemos de
probabilidad para dirigir nuestros sentimientos en asuntos en los que no
tenemos ni un conocimiento propio ni el testimonio de otros hombres en los que
sustentar nuestra razón.
A partir de estas cuatro premisas, creo que podemos llegar
a concluir los límites entre el alcance de la fe y de la razón, pues la falta
de estos límites ha sido la causa, si no de grandes desórdenes, al menos sí
de grandes disputas, y tal vez de errores en el mundo. Pues en tanto no se
resuelva hasta dónde nos guiamos por la razón, y hasta dónde por la fe, en
vano mantendremos disputas y nos empeñaremos en convencer- nos los unos a los
otros en asuntos de religión.
2. La fe y la razón, distinguidas entre sí
Sé que cada secta utiliza la razón en tanto en que ésta le
ayuda, y cuando les falla se apresuran a exclamar: «Este es un asunto de fe y
está por encima de la razón». Pero no veo como pueden argumentar contra
otra persona, e incluso tratar de convencer a otro que emplee los mismos
argumentos, sin que antes se establezcan unos límites muy estrictos entre la
fe y la razón, los cuales deberían ser el primer punto que estableciera en
cualquier asunto en el que la fe tuviera algo que ver.
Por tanto, pienso que la razón, aquí y en cuanto algo que
se distingue de la fe, consiste en el descubrimiento de la certidumbre o de la
probabilidad de tales proposiciones o verdades que la mente llega a alcanzar por
medio de la deducción que realiza a partir de unas ideas obtenidas mediante
el empleo de sus facultades naturales, es decir, por medio de la sensación o
de la reflexión.
La fe, por el contrario, es el asentimiento dado a cualquier
proposición que no ha sido establecida mediante la deducción de la razón,
sino a partir del crédito de la persona que lo propone, el cual proviene de Dios
por alguna manera extraordinaria de comunicación. A esta manera de descubrir
verdades a los hombres es lo que llamamos revelación.
3. Ninguna idea simple puede ser adquirida por medio de la revelación
tradicional
Así pues, en primer lugar, afirmo que «ningún hombre inspirado por Dios
puede, mediante revelación alguna, comunicar a los demás ninguna idea simple
que no haya tenido antes por sensación o por reflexión». Porque cualesquiera
que sean las impresiones que él mismo ha tenido de la mano inmediata de Dios,
si esta revelación es de nuevas ideas simples;, no podrá ser comunicada a
ningún otro, ni por palabras ni mediante ningún otro signo. Porque las
palabras, a causa de su inmediata operación sobre nosotros, no provocan ninguna
otra idea distinta a la de sus sonidos naturales, y solamente por la costumbre
de emplearlas como signos es por lo que llegamos a reunir en nuestra mente las
ideas latentes, es decir, solamente aquellas ideas que ya antes estaban allí.
Porque las palabras, vistas o escuchadas, no llevan a nuestros pensamientos sino aquellas ideas que
acostumbramos a significar de esa manera, pero no pueden introducir ninguna que
sea totalmente nueva, ni ninguna idea simple que antes nos fuera desconocida. Lo
mismo se puede afirmar con respecto a los demás signos, que no pueden significarnos cosa alguna que no tuviéramos antes de que no tengamos ninguna idea en
absoluto.
Así, sean cuales fueren las cosas que fueron descubiertas a San Pablo
cuando fue arrebatado al tercer cielo y cualesquiera las ideas nuevas que su
mente recibido allí, la única descripción que él puede hacer a los otros de este lugar es ésta: «Que son cosas de tal
naturaleza, que ningún ojo vio jamás, ni oído alguno escuchó, ni ningún
corazón humano había sentido». Y suponiendo que Dios pudiera descubrir a
cualquiera, de manera sobrenatural, las especies de criaturas que tal vez
habiten, por ejemplo, en Júpiter, o en Saturno (pues no es imposible que las
haya ni creo que nadie lo pueda negar) que tengan seis sentidos, y que hubiera
impreso en su mente las ideas que estas criaturas reciben a través de su sexto
sentido, ese hombre se encontraría en la misma posibilidad de producir en
la mente de los demás mediante palabras, esas ideas, impresas por aquel sexto
sentido, que en la incapacidad en que nos encontramos para comunicar, por medio
de los sonidos, a un hombre, la idea de cualquier color, si ese hombre aun
poseyendo a la perfección los otros cuatro sentidos, ha estado privado de la
vista. Por tanto, en lo que se refiere a nuestras ideas simples, que constituyen
el fundamento y la única materia de todas nuestras nociones y conocimientos, dependemos por entero de nuestra razón, es
decir, de nuestras facultades
naturales, y en modo alguno las podemos recibir a partir de la revelación
tradicional. Digo «revelación tradicional» para distinguirla de la
«revelación original», pues por ésta significo la primera impresión que
Dios realiza inmediatamente sobre la mente de cualquier hombre, y sobre la cual
no podemos establecer ningunos límites; y por la otra, significo aquellas
impresiones transmitidas a otros mediante palabras, y a través de las vías
normales de comunicación de nuestros conceptos entre sí.
4. Segundo, la revelación tradicional puede hacernos conocer
proposiciones cognoscibles también por la razón, pero no con la misma
certidumbre con que lo hace la razón
En segundo lugar, afirma que las mismas verdades
que se pueden descubrir y aceptar a partir de la revelación son descubribles por la razón por aquellas ideas
que naturalmente tenemos. De esta manera, Dios podría, por medio de la
revelación, habernos descubierto la verdad de cualquiera de las proposiciones
de Euclides, al igual que los hombres, mediante el empleo de sus facultades
naturales, podrían haber llegado a des- cubrirlas por sí mismos. En todos los
asuntos de esta clase tenemos una necesidad muy pequeña de la revelación, ya
que Dios nos ha dotado de medios naturales y más seguros con los que llegar
al conocimiento de las mismas. Pues cualquier verdad que lleguemos a descubrir
claramente, a partir del conocimiento, y de la contemplación de nuestras
propias ideas, será siempre más cierto que aquel que nos llega mediante la
revelación tradicional. Pues el conocimiento que tenemos de esta revelación
procede originariamente de Dios, y nunca puede ser más seguro que el conocimiento que tenemos proveniente de la percepción clara y distinta del acuerdo o
del desacuerdo de nuestras propias ideas. Por ejemplo, si se viniera revelando
desde edades muy remotas que los tres ángulos de un triángulo son iguales a
dos rectos, yo podría asentir a la verdad de esta proposición a partir del
crédito de la tradición que me ha sido revelada; pero jamás llegaría a una
certidumbre tan grande como la que me originaría un conocimiento basado en la
comparación y medición de mis propias ideas sobre dos ángulos rectos y
sobre los tres ángulos de un triángulo. Lo mismo ocurre con los asuntos de
hecho cognoscibles por nuestros sentidos; v. g., el diluvio universal es una historia que nos ha sido transmitida a través de
escrituras que tienen su
origen en la revelación; y, sin embargo, pienso que nadie podrá afirmar que
tiene un conocimiento tan cierto y claro como el que tuvo Noé cuando lo
presenció, o como el que él mismo tendría en el caso de que lo hubiera visto
y vivido. Pues no hay mayor garantía que la que ofrecen los sentidos de que se
trata de algo que se supone fue escrito en un libro por Moisés, quien a su vez
fue inspirado; pero esta persona no tendrá la misma garantía para asegurar que Moisés escribió ese libro como si hubiera visto al
propio Moisés hacerlo. Así que la seguridad que supone la revelación es menor
que la que ofrecen sus sentidos.
5. Incluso la revelación original no puede admitirse en contra de la evidencia
clara de la razón
Así pues, en aquellas proposiciones cuya certidumbre se
funda en la clara percepción del acuerdo o des- acuerdo de nuestras ideas,
alcanzada bien por una intuición intermedia, como ocurre en las proposiciones
evidentes por sí mismas, bien por las deducciones evidentes de la razón en
las demostraciones, no necesitamos la ayuda de la revelación como algo
necesario para otorgarle nuestro asentimiento y para introducirla en nuestras
mentes. Porque las formas naturales del conocimiento se pueden establecer
allí, o lo han hecho ya, lo cual es la mayor seguridad que probablemente
podemos tener de cualquier cosa, a excepción de cuando Dios nos lo revela
inmediatamente; e incluso así nuestra seguridad no puede ser mayor que nuestro
conocimiento de que se trata de una revelación proveniente de Dios. Y, con
todo, no pienso que, en este sentido, hay nada que pueda disminuir o estar por
encima del conocimiento llano, o que pueda prevalecer racionalmente para hacer
admitir a un hombre que algo sea verdad, en contradicción flagrante con la
clara evidencia de su propio entendimiento. Porque desde el momento en que
ninguna evidencia de nuestras facultades, por medio de las cuales recibimos
tales revelaciones, puede exceder, aunque sí igualar, la certidumbre de
nuestro conocimiento intuitivo, se deduce que no podemos recibir como verdad
nada que entre en contradicción directa con nuestro entendimiento claro y
distinto; v. g., como las ideas de un cuerpo y de un espacio están tan
claramente de acuerdo, y como la mente tiene una percepción tan evidente de su
acuerdo, ello hace que nunca podamos asentir a una proposición que afirme que el mismo cuerpo pueda estar
en dos lugares distintos a la vez, aunque ello intentara tener la autoridad de
una revelación divina, ya que, primero, la evidencia de que no nos engañamos
al adscribirle a Dios esta afirmación y, segundo, de que nuestro entendimiento
es correcto, no puede ser nunca tan grande como la evidencia de nuestro propio
conocimiento intuitivo, el cual nos hace ver que resulta imposible que el
mismo cuerpo esté en dos lugares a la vez. Y, por tanto, «ninguna proposición
puede ser resumida como una revelación divina, u obtener el asentimiento que
a tales proposiciones se debe, si resulta contradictoria con nuestro conocimiento claro e intuitivo», pues esto supondría subvertir los principios y los
fundamentos de todo conocimiento, de cualquier evidencia y de cualquier
asentimiento; de manera que no existiría ninguna diferencia entre la verdad y
la falsedad en el mundo, ni ninguna medida entre lo creíble y lo increíble,
puesto que las proposiciones dudosas se pondrían en lugar de las que son
evidentes por sí mismas, y puesto que aquello que conocemos de una manera
segura dejaría su sitio a lo que posiblemente fuera un error. Por tanto, es
inútil el tratar de imponer como asuntos de fe proposiciones que son
contrarias a la clara percepción del acuerdo o desacuerdo de cualesquiera de
nuestras ideas. Estas no pueden provocar nuestro asentimiento en base a ningún
título. Pues nunca podrá convencernos la fe de nada que contradiga nuestro
conocimiento, ya que, aunque la fe esté fundada en el testimonio de Dios (que
no puede mentir) al revelarnos alguna proposición, sin embargo, no podemos
tener la seguridad de que se trata en verdad de una revelación divina, cuya
garantía es mayor que nuestro conocimiento. Puesto que toda la fuerza de la
certidumbre depende de nuestro conocimiento de que Dios nos la reveló, el cual,
en este caso, estaría en contradicción con nuestro conocimiento o nuestra
razón, al tiempo que siempre ofrecería esta objeción: que no podríamos ser
capaces de explicar cómo fuera posible concebir que, procediendo de ese Dios, Autor generoso de nuestro ser, una
cosa, en el caso de que la tuviéramos por verdadera, supondría el
desmoronamiento de todos los principios y fundamentos de un conocimiento que El
mismo nos ha proporcionado; haría inservibles todas nuestras facultades;
destruiría totalmente la parte más excelsa de su obra, nuestro entendimiento,
y situaría al hombre en una condición en la que se encontraría con una
claridad inferior y con una guía menor que la que tienen las bestias
perecederas. Pues si la mente del hombre nunca puede tener una evidencia más
clara (y tal vez no tan clara) sobre que una cosa sea o no una revelación divina, como la que tiene sobre los principios de su propia razón, nunca
tendrá un fundamento para abandonar la clara evidencia de su razón y dejar
un espacio a aquella proposición que no tenga una evidencia mayor de la que
gozan aquellos principios.
6. La revelación tradicional, menos aún
De esta manera un hombre puede hacer uso de su razón hasta
este punto, y prestarla atención incluso en el caso de la revelación inmediata
y original, cuando se supone que se le hace a él mismo. Sin embargo, en lo
que se refiere a todos aquellos que no pretenden partir de revelaciones
inmediatas en su beneficio, sino que, por el contrario, se requiere que le
presten obediencia, y que reciban las verdades reveladas a otros hombres,
quienes, por la tradición o mediante escritos las han recibido, tienen más
necesidad de la razón, y ella es la única que puede inducirles a recibirlas.
Pues como los asuntos de fe solamente provienen de la revelación divina y de
ninguna otra cosa, la fe, utilizando este término como «fe divina», no
tiene nada que ver con ninguna proposición, a no ser con aquellas que se
piensa provienen de la revelación divina. De manera que no puedo comprender
como aquellos que sostienen que la revelación es el único objeto de la fe puedan afirmar que es un asunto de fe y no de razón,
creer que tal o cual proposición, que está en este libro o en aquél, proviene
de la inspiración divina, a menos que mediante la revelación hayan llegado a
saber que esa proposición, o todas las que se encuentran en ese libro, fueron
comunicadas por inspiración divina. Sin una revelación semejante, el creer o
el no creer que esa proposición, o ese libro, tienen su origen en la autoridad
divina, no puede ser nunca un asunto de fe, sino un asunto de razón; y de tal
clase que yo solo podré llegar a asentir a él mediante el uso de mi razón, la
cual nunca podrá exigirme o hacerme capaz de creer en algo que le es
contrario, pues resulta imposible que la razón conceda su asentimiento a algo
que para ella misma se muestra como irrazonable.
Por tanto, en todas las cosas en las que tenemos una clara
evidencia a partir de nuestras propias ideas y de aquellos principios de
conocimiento que antes he mencionado, la razón es el juez más adecuado; y la
revelación, aunque pueda confirmar sus dictados al estar de acuerdo con ella,
sin embargo, no puede invalidar sus decretos en tales casos; y cuando tenemos
la clara y evidente sentencia de la razón, no podemos sentirnos obligados a
renunciar a ella en beneficio de una opinión contraria, bajo el pretexto de que
se trata de un asunto de fe, pues ésta no tiene ninguna autoridad contra los
dictados claros y evidentes de la razón.
7. En tercer lugar, las cosas que están por encima de la razón
son, cuando son reveladas, la materia más propia de la fe
Pero como hay muchas cosas de las que no tenemos sino
nociones muy imperfectas o ninguna, y como hay otras cosas de cuya existencia
pasada, presente o futura no podemos, por el uso de nuestras facultades naturales, tener ningún conocimiento, éstas, puesto que
están más allá del descubrimiento de nuestras facultades naturales, y por
encima de la razón, son cuando han sido reveladas el asunto más propio de la
fe. De esta manera el que una parte de los ángeles se rebelara contra Dios y
perdiera por ello el estado de felicidad que originariamente tenían, el que los
muertos resuciten y vivan de nuevo, estas cosas y otras similares, al estar
más allá de las posibilidades de descubrimiento por medio de la razón, son
únicamente materia de fe, con las que la razón nada tiene que ver directamente.
8. O las que no son contrarias a la razón, si son reveladas,
son asuntos de le, y deben tener más peso que las conjeturas probables de la
razón
Pero desde el momento en que Dios, al darnos la luz de la
razón, no se ha atado las manos para proporcionarnos, cuando así lo crea
conveniente, la luz de la revelación en algunos de aquellos asuntos en los que
nuestras facultades naturales sean capaces de dar una determinación probable,
la revelación, cuando le ha parecido a Dios oportuno concederla, debe tener
más peso que las conjeturas probables del hombre. Porque como la mente no tiene
la certeza de la verdad de lo que no conoce con evidencia, sino que únicamente se rinde ante la probabilidad que aparece en ella, es preciso que
otorgue su asentimiento a un testimonio que proviene de alguien que no puede
equivocarse y que no desea engañar. Sin embargo, siempre compete a la razón
el juzgar si la verdad es una revelación, y el decidir sobre el significado
de las palabras en las que ha deliberado. Además, si alguna cosa que sea
contraria a los principios evidentes de la razón, y al conocimiento manifiesto
que tiene la mente de sus propias y distintas ideas, se tiene por una
revelación, la razón debe hacer prevalecer su voz, como asunto que es de su competencia. Puesto que un hombre
nunca puede
alcanzar una certidumbre tan plena de que una proposición, que contradiga los
claros principios y la evidencia de su propio conocimiento, haya sido revelada
por la divinidad, o de que entienda correctamente las palabras sobre las que
ha deliberado, una certidumbre tan cierta como la que tiene de que es contraria
a la verdad; y de esta manera está obligado a considerar y a juzgar como un
asunto de la razón una proposición semejante, y a no seguirla, sin ningún
examen, como si se tratara de un asunto de fe.
9. La revelación, en las materias en las que la razón no puede
juzgar, o donde puede hacerlo con probabilidad solamente, debe ser escuchada
En primer lugar, toda proposición revelada, de cuya verdad
nuestra mente, por sus facultades y nociones naturales, no pueda juzgar, es
únicamente un asunto de fe y está por encima de la razón.
En segundo lugar, todas las proposiciones sobre las que la
mente, mediante el uso de sus facultades naturales, pueda llegar a determinar
y a juzgar, a partir de las ideas naturalmente adquiridas, son materia de
razón; pero siempre con esta diferencia: que en aquellas que se refieren a las
que la mente no tiene sino una evidencia incierta, sin estar convencida de su
verdad, sino sobre fundamentos probables, que todavía admiten una posibilidad
de que lo contrario sea verdad, sin forzar la evidencia de su propio
conocimiento, y sin destruir los principios de toda razón; digo, que en tales
proposiciones probables una revelación evidente debe determinar nuestro
asentimiento, incluso en contra de la probabilidad. Porque cuando los
principios de la razón no han evidenciado que una proposición es verdadera o
falsa, una revelación clara puede determinar la mente, como un principio más
de la verdad y como el fundamento del asentimiento; y de esta manera puede ser asunto de fe y estar sobre la razón. Porque
como la razón en este caso particular no puede alcanzar más allá que la mera
probabilidad, la fe proporciona la determinación donde la razón se había quedado corta, y la razón descubre en qué lado está la verdad.
10. En los asuntos en los que la razón puede
ofrecer un conocimiento, también
debe ser escuchada
Hasta este punto alcanza el dominio de la fe, y ello sin
ningún menoscabo o traba para la razón, que éste no debe sentir injuriada o
relegada, sino asistida y desarrollada por los nuevos descubrimientos de la
verdad que provienen de las fuentes eternas de todo conocimiento. Ciertamente,
es verdad todo lo que Dios ha revelado y de ello no se puede dudar. Este es el
objeto propio de la fe; pero el que una revela- ci6n sea o no divina, es algo
que debe ser juzgado por la razón, la cual nunca podrá permitir que la mente
rechace la evidencia más grande para abrazar la que es más pequeña, ni que
acepte la probabilidad en contra del conocimiento y de la certidumbre. No puede haber evidencia de que una revelación tradicional sea de origen divino, en
los términos en que la recibimos, y en el sentido en que la entendemos, tan
clara y tan cierta como lo son los principios de la razón. Y, por tanto, nada
que sea contrario e incompatible con los dictados claros y evidentes por sí
mismos de la razón, tiene el derecho de ser invocado o asentido como un asunto
de fe sobre el que no tenga nada que ver con la razón. Todo lo que proviene de
la revelación divina debe estar por encima de nuestras opiniones, de
nuestros prejuicios o intereses y tienen todo el derecho para ser recibido con
un asentimiento total. Una sumisión semejante de nuestra razón a la fe no
cambia los límites de nuestro conocimiento, ni hace peligrar los fundamentos de
la razón, sino que permite utilizar nuestras facultades dentro de los fines que se les
concedieron.
11. Si no se establecen los límites entre la razón y la
fe, no
se podrá contrarrestar ningún fanatismo o extravagancia en la religión
Si no se mantienen las competencias de la razón y de la fe
mediante estos límites, no habrá ningún espacio en materia de religión
para la razón, y todas estas opiniones extravagantes y ritos que se encuentran en las distintas religiones del mundo no podrán ser censurados. Porque a
esta manía de oponer la fe a la razón, pienso que se deben en gran medida
todos esos absurdos que ocupan la mayoría de las religiones que se han
apoderado del género humano y que lo dividen. Pues como los hombres han sido
imbuidos de la opinión de que no deben consultar a la razón en las cosas que
se refieren a la religión, aunque éstas aparezcan como contradictorias al
sentido común y a la totalidad de los principios de su conocimiento, han dejado
correr su fantasía y superstición natural y han sido inducidos por ello a
aceptar unas opiniones tan extrañas y unas prácticas tan extravagantes en
religión que un hombre cuerdo no puede sino asombrarse de estas estupideces y
considerarlas tan lejos de ser agradables para el Dios inmenso y sabio, que no
puede evitar el pensar que son ridículas y ofensivas para cualquier hombre en
su sano juicio. De manera que siendo la religión lo que más debiera
distinguirnos, en el fondo, de las bestias, y aquello que debiera elevarnos más
como criaturas racionales por encima de los animales, a menudo hace que los
hombres aparezcan como más irracionales e insensatos que las mismas bestias. Credo,
quia impossibile est (creo, porque es imposible), he aquí una máxima que
puede comprenderse en un hombre bueno en un arranque de celo, pero que
resultaría una regla muy mala para que los hombres escogieran sus opiniones o
su religión.