LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
Capítulo XIX
ACERCA DEL ENTUSIASMO
1. Es necesario el amor a la verdad
El que quiera seriamente disponerse a la búsqueda de la
verdad deberá preparar, en primer lugar, su mente a amarla; porque el que no
ame a la verdad no demostrará grandes esfuerzos por conseguirla, ni mucha pena
cuando no lo logre. Nadie hay entre los que se dedican a la ciencia que no esté
convencido asimismo de que ama a la verdad, y ni una sola criatura racional
dejaría de tomar como un insulto que se pensara de ella de otra manera. Y, sin
embargo, uno no puede decir realmente que son muy pocos los que aman la verdad,
en cuanto a verdad en sí misma, incluso entre los que están persuadidos de que
lo hacen. Merece la pena saber cómo un hombre puede conocer si ama en realidad
la verdad, y creo que sobre esto hay una prueba infalible: el no abrazar ninguna
proposición con mayor seguridad de lo que sus pruebas lo permiten. Quien se
exceda en esta medida de asentimiento, es evidente que no recibe la verdad por
amor a ella, que no ama la verdad por amor a la verdad misma sino por algún
otro fin oculto. Porque la evidencia de que cualquier proposición es verdadera (excepto las que son de suyo evidentes) como tan sólo depende de las
pruebas que tenga un hombre, cualquiera que sea el grado de asentimiento que
se conceda a esa proposición y que sobrepase el de la evidencia, resulta claro
que todo lo que sobra de asentimiento concedido a esa evidencia responde a
algún otro afecto diferente del que se debe otorgar a la verdad; porque es tan
imposible que el amor a la verdad impulse mi asentimiento por encima de la
evidencia, como que el amor a la verdad me obligue a otorgar mí asentimiento a una
proposición en virtud de una evidencia que no me indica que ella sea
verdadera,
lo cual es igual que amarla como una verdad sólo porque es posible o probable
que no sea una verdad. En cualquier verdad que no se posesione de nuestras
mentes mediante la luz irresistible de la evidencia misma, o por medio de la
fuerza de la demostración, los argumentos que obtienen nuestro asentimiento son
las garantías que nos permiten medir la probabilidad que tienen para nosotros,
y no podemos recibirlas sino por aquello que esos argumentos la ofrecen a
nuestros entendimientos. De manera que cualquiera que sea el crédito a la
autoridad que otorguemos a una proposición, que exceda a sus merecimientos a
partir de los principios y de las pruebas en los que se sustenta, se debe
atribuir la causa de nuestra inclinación a este peso específico, y en esa
medida supondrá una derogación del amor a la verdad en cuanto tal, lo
cual, desde el momento en que no puede recibir ninguna evidencia que proceda
de nuestras pasiones o intereses, tampoco le permitirá recibir ningún matiz de
ellos.
2. De dónde viene la inclinación a la creencias de los demás
El asumir una autoridad para ordenar a los demás, y una
inclinación para prescribirles de sus opiniones, es una constante de aquel
desvío y corrupción de nuestros juicios. Pues ¿cómo podría ser de otra
manera distinta a que quien se ha impuesto a sí mismo alguna creencia esté
listo para imponérsela a los demás? ¿Quién puede esperar de manera razonable
los argumentos y convicciones con respecto a otro, si su entendimiento no
tiene la costumbre de emplearlos con respecto a sí mismo? Y ¿quién, si
violenta sus propias facultades, tiraniza su propia mente y usurpa una prerrogativa que se debe sólo a la verdad, que es la que debe ordenar el
asentimiento por su única autoridad, es decir por y en proporción a la
evidencia que conlleva, puede esperar lo mismo?
3. La fuerza del entusiasmo en la que se desecha la razón
En este momento me voy a tomar la libertad de considerar un
tercer fundamento de¡ asentimiento, al que algunos hombres otorgan la misma
autoridad que a la fe y a la razón y sobre el que se apoyan con igual
confianza. Me refiero a ese entusiasmo que, haciendo caso omiso de la razón,
pretende establecer la revelación sin ella. Por lo que, de hecho, desecha la
razón y la revelación al mismo tiempo y la sustituye por la fantasía
totalmente carente de fundamento del propio cerebro del hombre, y las asume
como el fundamento de la opinión y de la conducta.
4. Razón y revelación
La razón es la revelación natural, por la que el Padre
eterno de la luz y el origen de todo conocimiento comunica al género humano esa
porción de verdad que ha colocado dentro del alcance de sus facultades
naturales; la revelación es la razón natural aumentada por toda una serie de
conocimiento nuevos, comunicados inmediatamente por Dios, y de los que la
razón manifiesta su verdad mediante el testimonio y las pruebas que tiene de
que proceden de Dios. De tal manera que el que desecha la razón para
sustituirla por la revelación, apaga la luz de ambas y actúa aproximadamente
igual que el hombre que intentara convencer a otro de que se sacara los ojos
para recibir mejor, por medio del telescopio, la luz remota que procede de una
estrella invisible.
5. Origen del entusiasmo
Como la revelación inmediata es algo que los hombres
encuentran más fácil sobre la que establecer sus opiniones y regular su
conducta que el tomarse el aburrido trabajo de un raciocinio estricto, y como este
trabajo no siempre concluye felizmente, no resulta sorprendente que algunos se
hayan inclinado a intentar actuar como si fueran los beneficiarios de la revelación y a persuadirse de que están bajo la guía
peculiar del firmamento en
sus acciones y opiniones, y especialmente en aquellas que no se pueden
justificar mediante los métodos ordinarios del conocimiento y los principios de
la razón. Así, en todos los tiempos podemos comprobar que existen algunos
hombres en los que la melancolía se ha mezclado con la devoción, y a quienes
la buena opinión que tenían de ellos mismos les ha llevado a pensar que
tenían una gran familiaridad con Dios y que estaban más cerca de su benevolencia de lo que se encontraban los demás, y a estos hombres a menudo les ha
gustado considerarse a sí mismos como personas que tenían un intercambio
inmediato con la deidad y una comunicación frecuente con el espíritu divino.
Creo que no se puede negar que Dios es capaz de iluminar el entendimiento mediante un rayo dirigido hacia la mente de una manera inmediata, ya que es
el origen de toda luz; y esto es lo que ellos piensan que les ha sido prometido, lo
cual, de ocurrir así, nos llevaría a preguntar: ¿quién tendría el título
mejor para arrogarse esta gracia que quienes constituyen el pueblo peculiar y
elegido por Dios y del que dependen?
6. El impulso del entusiasmo
Estando sus mentes preparadas de esta maneta, cualquier
opinión carente de fundamento que se venga a establecer firmemente en sus
fantasías es una iluminación que procede del espíritu de Dios, y que en seguida se llena de autoridad divina. Y sean cuales
fueren las acciones
absurdas que se encuentren en la inclinación de realizar, se concluye que ese
impulso proviene siempre de una llamada u orden del firmamento, y que debe ser
obedecido. Por lo que siendo una orden del más allá
no se puede uno equivocar al ejecutarla.
7. Qué se entiende por entusiasmo
Esto es lo que yo entiendo propiamente por entusiasmo, el
cual, aunque no está fundado sobre la razón ni sobre la revelación divina,
sino que surge de las nociones de un cerebro acalorado o presuntuoso, no deja
por ello de tener una influencia, después de haber echado raíces, más
poderosa sobre la persuasión y los actos de los hombres que las otras dos, o
que una y otra juntas; ya que los hombres se sienten más poderosamente
inclinados a seguir los impulsos que reciben de ellos mismos, y parece seguro
que todo hombre actúa de una manera más vigorosa cuando ese hombre se ve
llevado en su totalidad por un movimiento natural. Pues un engreimiento fuerte,
tomado por un principio nuevo, lo lleva todo con él mismo, cuando
sobreponiéndose al sentido común, y sintiéndose liberado de todas las
restricciones que la razón y la reflexión plantean, se elevan al grado de
autoridad divina en unión de nuestro propio temperamento e inclinaciones.
8. El entusiasmo se acepta en el sentido de la
contemplación
con una total falta de investigación y de pruebas
Aunque las opiniones y acciones extravagantes a las que ha
conducido el entusiasmo a los hombres, debieran ser suficientes para ponernos
en guardia sobre este principio falso, que tanto contribuye a confundirlos en
sus creencias y en su conducta, sin embargo, la afición que mostramos a lo
extraordinario y el placer y la gloria que surgen de sentirnos inspirados y en
situarnos sobre las vías naturales y ordinarias del conocimiento, halagan de
tal forma la pereza, la ignorancia y la vanidad humana que, una vez poseídos por esta
especie de revelación inmediata, por esta iluminación ausente de toda
búsqueda, y por esta certidumbre que no lleva consigo ninguna prueba o
examen, resulta muy difícil sobreponerse a ello. La razón no se muestra capaz
para esclarecerlos, pues ellos se sienten sobre ésta y parecen ver la luz
infundida a su entendimiento, sin poder equivocarse, y que esta luz se encuentra
allí de una manera clara y visible, lo mismo que la luminosidad del sol
brillante se muestra a sí misma sin necesitar otra prueba que su propia
evidencia. Estos hombres advierten la mano de Dios que se agita en su interior,
y los impulsos del espíritu, por lo que no pueden errar sobre lo que sienten.
De esta manera éstos se animan a sí mismos y se convencen de que el
razonamiento no tiene ninguna relación con lo que ven y sienten en sí
mismos: se trata de cosas que son susceptibles de una experiencia sensible,
que no admite dudas ni necesita comprobación. Y ¿no resultaría ridículo
exigir a alguien que probara que la luz brilla y que él mismo la ve? La misma
luz se prueba a sí misma y no puede aportar ninguna prueba diferente, cuando el
espíritu ilumina nuestra mente, disipa las tinieblas y vemos esta luz como el
sol del mediodía, sin necesidad del crepúsculo de la razón para mostrarla.
Esta luz, que procede del cielo, es fuerte, clara y pura; conlleva su propia
demostración, y de más utilidad nos serviría la ayuda de una luciérnaga
para descubrir el sol que el examinar los rayos celestiales por medio de esa
débil vela que es nuestra razón.
9. Cómo descubrir el entusiasmo
Esta es la manera de hablar de algunos hombres: están
seguros, porque están seguros, y sus persuasiones son correctas, solo
porque se sienten fuertes en ellas. Porque una vez que se las ha desnudado de
las metáforas provenientes de la vista y de los sentidos, esto es a lo que todo se reduce; y, sin embargo, estos
símiles se les imponen de tal manera que actúan corno la certidumbre en ellos
mismos y como demostraciones para los demás.
10. Pero examinemos con un poco de atención esta luz interna y
ese entendimiento sobre los que tan gran edificio se construye
Estos hombres tienen, según ellos dicen, una luz clara y la
ven; tienen un sentido despierto y sienten. Esto, están seguros, no se les
puede disputar, porque cuando un hombre dice que ve o siente, nadie puede negar
que lo hace. Pero permítaseme entonces preguntar: ¿esta contemplación es
la percepción de la verdad de una proposición o la percepción de una
revelación divina; este sentimiento es la percepción de una inclinación o
del placer de hacer algo, o la percepción del espíritu divino que mueve a esa
inclinación? Son dos percepciones muy diferentes, que deben distinguirse de
manera cuidadosa si no queremos confundirnos a nosotros mismos. Yo puedo
percibir la verdad de una proposición, pero no percibir que ésta es una
revela- ci6n inmediata de Dios por ello. Puedo percibir la verdad de una
proposición de Euclides, sin que sea, o sin que yo perciba que lo es, una
revelación. Igualmente puedo percibir que no adquirí ese conocimiento de una
manera natural, de manera que pueda llegar a concluir que se trata de una
revelación, sin que por eso perciba que se trata de una revelación divina, ya
que existen espíritus capaces de provocar en mí, sin haberme encomendado a la
divinidad estas ideas y de ofrecerlas a mi mente en un orden tal que yo perciba
sus conexiones. De manera que el conocimiento de cualquier proposición que
llega a mi mente sin que yo sepa cómo, no es una percepción de que proviene de
Dios, y menos aún una fuerte persuasión de que es verdad una percepción que
proviene de Dios, o me- nos aún que sea verdad. Pero aunque se llamen luz y
visión, supongo que, en el mejor de los casos, se trata de
creencias y de seguridades, y la proposición que se tiene como una revelación
no es una proposición que se conozca como verdadera, sino que se tiene por
verdadera. Pues cuando se sabe que una proposición es verdadera, no se necesita la revelación y resulta
difícil pensar cómo alguien podría tener
una revelación de lo que ya conoce. Por tanto, si se trata de una proposición
de cuya verdad están persuadidos pero de la que no conocen que sea verdadera,
sea cual fuete el nombre por el que la designen, no se trata de un acto de ver,
sino de creer. Porque éstas son dos maneras por las que la verdad llega a la
mente totalmente distintas, de forma que lo uno no significa lo otro. Lo que veo
conozco que es así por la evidencia de la cosa misma; lo que creo, lo creo así
a consecuencia del testimonio de los demás. Pero es necesario que sepan que ha
existido ese testimonio, ya, que, de lo contrario, ¿en qué podría fundar mi
creencia? O nada puedo ver, o veré que es Dios el que me ha revelado. La
cuestión, pues, estriba en esto: ¿Cómo sé que Dios es el que me ha revelado
esto a mí, que esa impresión en mi mente tiene su origen en su espíritu
sagrado, y que por ello debo obedecerla? Si ignoro esto, por grande que sea la
seguridad que me asista, careceré de todo fundamento y cualquiera que sea la
luz que pretenda tener en mí no será sino producto del entusiasmo. Porque con independencia de que la proposición
supuestamente revelada tenga en sí misma una evidencia verdadera, probable o
incierta, según las vías naturales del conocimiento, la única proposición
que se debe mostrar como verdadera, y que tiene un fundamento sólido, es la
siguiente: que Dios es el que la ha revelado y que lo que yo he aceptado como
tal revelación ha sido inserto en mi mente por Dios, por lo que no se trata de
una ilusión originada por un espíritu diferente o que tenga su origen en mi
propia imaginación. Pues si no me equivoco, estos hombres la tienen por
verdadera, porque presumen que ha sido revelada por Dios. Pero ¿entonces no
deberían averiguar los fundamentos en los que se basan para pensar que esta
revelación proviene de Dios? De lo contrario, toda la confianza es mera
presunción, y esta luz que tanto les deslumbra no es sino un ignis latuus
que los mantiene constantemente encerrados en este círculo: es una
revelación porque lo creen firmemente, y lo creen porque es una revelación.
11. Al entusiasmo le falta la evidencia de que la
proposición proviene de Dios
En todo lo que tiene su origen en la revelación divina no se
requiere ninguna otra prueba sino la que indique que se trata de una
inspiración de Dios, pues El no puede engañar ni ser engañado. Pero
¿cómo se puede saber que una proposición de nuestra mente sea una verdad
infundida por Dios, una verdad que El nos ha revelado, que nos declara y que,
por tanto, debemos creer? Aquí es donde falla el entusiasmo a consecuencia de la
falta de evidencia que intenta tener. Porque los hombres poseídos de esta
manera se enorgullecen con una luz que, según ellos afirman, los ilumina y
les comunica el conocimiento de esta o aquella verdad. Pero si saben que se
trata de una verdad, deberán saberlo, bien porque se trate de una evidencia de
suyo, según la razón natural, bien por estas pruebas racionales que indiquen
que lo es. Pero si estos hombres ven y saben que se trata de una verdad por
cualesquiera de estos dos modos, inútilmente piensan que es una revelación, ya
que saben que es una verdad por los mismos medios de que dispone cualquier otro
hombre para conocer que lo es de manera natural, sin el auxilio de la
revelación, ya que de esta manera es como los hombres no inspirados llegan a
conocer todas las verdades que poseen, cualquiera que sea su especie. Si dicen
que saben que es verdad, porque se trata de una revelación de Dios, esta razón
es buena; pero en tal caso se les podrá preguntar por qué saben que es una
revelación de Dios. Si dicen que lo saben mediante la luz que conllevan, la cual brilla de manera
fulgurante en sus mentes y a la que no se pueden resistir, entonces les conmino
a que consideren sí esta afirmación significa alguna cosa distinta de lo que
ya dijimos, es decir: que es una revelación porque creen firmemente que ésa es
la verdad, pues toda esa luz a la que hacen referencia no es sino una persuasión, vigorosa de sus mentes, aunque infundada, de que se trata de una
verdad. Porque en cuanto a fundamentos racionales a partir de la prueba que
indican que es una verdad deben saber que no tienen ninguno, ya que si los
tuvieran entonces ya no recibirían la verdad como una revelación, sino a
partir de los fundamentos usuales sobre los que se asientan las demás verdades;
y si creen que se trata de una verdad porque es una revelación, y no tienen
ninguna otra razón para sentir que sea una revelación, excepto el que está
totalmente persuadido de ello, entonces creen que es una revelación tan sólo
porque creen firmemente que es una revelación, lo cual es un fundamento con
muy poco peso para apoyarnos en nuestras opiniones o en nuestras acciones. Y
¿qué mejor camino puede existir para conducirnos a los errores y desvaríos
más extravagantes que el tomar la fantasía como la guía suprema y única, y
el pensar que toda proposición o acción son las debidas, solamente porque
pensamos que es así? La fuerza de nuestras persuasiones no constituyen ninguna
prueba de su propia rectitud: las cosas equivocadas pueden aparecer tan rígidas
e inflexibles como las acertadas, y los hombres pueden mantener una actitud
tan afirmativa e invariable en el error como en la verdad. Y si no, ¿cómo
surgen esos fanáticos tan irreductibles en los partidos diferentes y opuestos?
Porque si la luz que cada uno piensa tener en su mente y que en este caso no es
sino la fuerza de su propia persuasión, es una evidencia de que procede de
Dios, las opiniones contrarias pueden ostentar el mismo titulo que las haga
inspiraciones divinas, con lo que Dios no solamente sería el padre de las
luces, sino de las luces opuestas y contradictorias que llevan a los hombres
por caminos diferentes, y con lo que las proposiciones
contradictorias serían verdades divinas, en el caso de que la fuerza de la
persuasión infundada fuera una evidencia de que cualquier proposición tiene su
origen en la revelación Divina.
12. La firmeza de la persuasión no prueba que ninguna proposición proceda de
Dios
Esto no puede ocurrir de otra manera en tanto que la firmeza
de la persuasión se haga la causa de la creencia, y en tanto la confianza de
estar en lo cierto se tenga como un argumento en favor de la verdad. San Pablo
mismo creía hacer lo adecuado, y tener la obligación de hacerlo, cuando
perseguía a los cristianos a quienes consideraba íntimamente como pecadores,
y, sin embargo, fue él el que cometió una equivocación y no aquellos a los
que suponía en el error. Los hombres buenos no dejan de ser susceptibles de
equivocarse, y en ocasiones abrazan calurosamente ciertos errores que estiman
que son verdades divinas, y que brillan en sus mentes con la claridad más
meridiana.
13. Qué significa poner luz en la mente
La luz, la verdadera luz en la mente es, o no puede ser otra
cosa, que la evidencia de la verdad de una proposición, y si no se trata de una
proposición evidente por sí misma, toda la luz que tenga o que pueda tener
proviene de la claridad y validez de aquellas pruebas a partir de las cuales se
recibió. Hablar de cualquier otra luz en el entendimiento significaría sumirnos en las tinieblas, o situarnos bajo el poder del Príncipe de las
Tinieblas y, por nuestro propio consentimiento, entregarnos al engaño de
creer en la mentira. Porque si la fuerza de la persuasión debe ser la luz que
nos guíe, me gustaría preguntar cómo podremos distinguir entre las
desilusiones de Satán y las inspiraciones del Espíritu Santo. Aquel puede transformarse a sí mismo en el ángel de la luz, pero quienes se dejen guiar por
ese hijo de la mañana estarán tan totalmente satisfechos de la iluminación
que éste les ha llevado, es decir, tan firmemente persuadidos de ser los
beneficiarios del Espíritu de Dios como aquel que realmente ha recibido sus
beneficios. Acatarán esta iluminación, disfrutarán con ella y actuarán
según sus dictados, sin que nadie pueda estar más seguro, ni más en lo justo
que ellos, si lo que se toma como medida para juzgar es la firmeza de sus
propias creencias.
14. La revelación se debe juzgar a partir de la razón
Aquel que, por tanto, no quiera entregarse a todas las
extravagancias de la desilusión y del error debe someterse a esta guía de su
luz interior. Dios, cuando forja un profeta no destruye al hombre, sino que deja
todas sus facultades en un estado natural, de manera que sea capaz de juzgar si
sus inspiraciones tienen o no un origen divino. Cuando ilumina la mente con una
luz sobrenatural no extingue aquella otra luz natural. Si quiere que
otorguemos nuestro asentimiento a la verdad de una proposición cualquiera, o
bien nos la evidencia por las vías usuales de la razón natural, o bien la
da a conocer como una verdad a la que debemos prestar nuestro asentimiento en
virtud de su autoridad, mediante algunas señales por las que nos indica que la
razón no se puede engañar. Y si la razón descubre que se trata de una
revelación divina, entonces se declara en su favor de la misma manera que lo
haría en cualquier otra verdad, convirtiéndola en uno de sus dogmas. Cualquier
noción que resulte muy atractiva para nuestra fantasía deberá pasar como una
inspiración si el único juez para determinar nuestras persuasiones consiste
en la fuerza de las mismas persuasiones. Si la razón no puede examinar su verdad por ninguna cosa extrínseca a las mismas persuasiones, las inspiraciones y las desilusiones, la verdad y la
falsedad serán medidas por el mismo rasero, y no será posible distinguir entre
ellas.
15. La creencia no es una prueba de la revelación
Si esta luz interna, o cualquier otra proposición que
tomemos bajo este título por una inspiración de nuestra mente se conforma a
los principios de la razón o a la palabra de Dios, demostrando que es una
revelación atestiguada, la razón actúa como garantía suya y podemos
recibirla como verdadera y tomarla por guía de nuestras creencias y actos. Si
no recibe ningún testimonio ni evidencia de estas reglas, no podremos tomarla como una revelación ni mucho
menos como una verdad, en tanto no tengamos
alguna otra señal de que se trata de una revelación además de nuestra
creencia de que es así. De esta manera, vemos que los santos varones antiguos
que recibieron revelaciones de Dios tenían alguna otra prueba además de esa
luz interna de seguridad en sus mentes, para testificar que la habían
recibido de Dios. No quedaban únicamente abandonados a sus propias persuasiones
de que estas persuasiones procedían de Dios, sino que tenían otros signos
externos para convencerlos del autor de esas revelaciones. Y cuando debían
convencer a los demás, tenían el poder que se les había otorgado para justificar la verdad del encargo celestial, y, mediante
signos visibles,
aseguraban la autoridad divina del mensaje que se les había enviado. Moisés
vio cómo ardía un arbusto sin consumirse, y oyó una voz que procedía de
este arbusto: esto era algo más que un mero impulso que le aconsejara ir a ver
al faraón, para poder sacar a sus hermanos de Egipto; y, sin embargo, no creyó
que esto era suficiente para autorizarle a marchar con este mensaje, en tanto
que Dios, mediante otro milagro de la vara convertida en serpiente, le asegurara
de un poder para llevar a cabo su misión y que sirviera de testimonio ante los cuales tenía que
llevarla a cabo. Gedeón fue enviado por un ángel a liberar a Israel de los
medianitas y, sin embargo, pidió una señal para convencerse de que era una
misión de Dios. Estos y otros ejemplos semejantes que se encuentran entre los
antiguos profetas son suficientes para mostrar que la visión interior o la
persuasión de sus propias mentes no les parecían, sin alguna otra prueba, una
evidencia suficiente de que procedieran de Dios, aunque las escrituras no hagan
mención de que siempre se han demandado o exigido tales pruebas.
16. Criterios de la revelación divina
En todo lo que yo he dicho estoy lejos de negar que Dios no
pueda iluminar, o que no lo haga en algunas ocasiones, las mentes de los hombres
en la comprensión de ciertas verdades o para excitarles a realizar buenas
acciones, por medio de la influencia y de la asistencia del Espíritu Santo, sin
que les acompañen ningunos signos extraordinarios. Pero en tales casos
también tenemos la razón y la Escritura, reglas infalibles para saber si
proceden o no de Dios. Cuando la verdad que abrazamos se muestra conforme con la
palabra escrita de Dios, o cuando la acción se muestra conforme con los
dictados de la recta razón y de los escritos sagrados, podemos estar seguros de
que no corremos ningún riesgo en tomarlos como procedentes de Dios; porque
aunque quizá no se trate de una revelación inmediata de Dios, que opere de
una manera extraordinaria en nuestras mentes, sin embargo, podemos estar
seguros de que tiene la garantía de la revelación que El nos ha dado de que
es verdad. Pero no es por la fuerza de nuestra persuasión privada e interior
por la que podemos tener la seguridad de que se trata de una revelación divina.
Nada puede convencernos de ello sino la palabra escrita de Dios, que está
fuera de nosotros, o aquella norma de la razón que nos es común con todos los
demás hombres. Cuando la razón o la Escritura se muestren expresamente de
acuerdo con una opinión o acto, podemos recibirlos como algo que procede de
la autoridad divina, pero no es por la fuerza de nuestras propias persuasiones
por lo que podemos otorgarles este carácter. La inclinación de nuestra mente
podrá favorecerla todo lo que se desee, pero eso tal vez muestre que se trata
de un afecto personal y que, sin embargo, no signifique en absoluto que sea un
fruto de la divinidad primera.