LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO

Capítulo XIX
ACERCA DEL ENTUSIASMO

1. Es necesario el amor a la verdad
El que quiera seriamente disponerse a la búsqueda de la verdad deberá preparar, en primer lugar, su mente a amarla; porque el que no ame a la verdad no demostrará grandes esfuerzos por conseguirla, ni mucha pena cuando no lo logre. Nadie hay entre los que se dedican a la ciencia que no esté convencido asimismo de que ama a la verdad, y ni una sola criatura racional dejaría de tomar como un insulto que se pensara de ella de otra manera. Y, sin embargo, uno no puede decir realmente que son muy pocos los que aman la verdad, en cuanto a verdad en sí misma, incluso entre los que están persuadidos de que lo hacen. Merece la pena saber cómo un hombre puede conocer si ama en realidad la verdad, y creo que sobre esto hay una prueba infalible: el no abrazar ninguna proposición con mayor seguridad de lo que sus pruebas lo permiten. Quien se exceda en esta medida de asentimiento, es evidente que no recibe la verdad por amor a ella, que no ama la verdad por amor a la verdad misma sino por algún otro fin oculto. Porque la evidencia de que cualquier proposición es verdadera (excepto las que son de suyo evidentes) como tan sólo depende de las pruebas que tenga un hombre, cualquiera que sea el grado de asentimiento que se conceda a esa proposición y que sobrepase el de la evidencia, resulta claro que todo lo que sobra de asentimiento concedido a esa evidencia responde a algún otro afecto diferente del que se debe otorgar a la verdad; porque es tan imposible que el amor a la verdad impulse mi asentimiento por encima de la evidencia, como que el amor a la verdad me obligue a otorgar mí asentimiento a una proposición en virtud de una evidencia que no me indica que ella sea verdadera, lo cual es igual que amarla como una verdad sólo porque es posible o probable que no sea una verdad. En cualquier verdad que no se posesione de nuestras mentes mediante la luz irresistible de la evidencia misma, o por medio de la fuerza de la demostración, los argumentos que obtienen nuestro asentimiento son las garantías que nos permiten medir la probabilidad que tienen para nosotros, y no podemos recibirlas sino por aquello que esos argumentos la ofrecen a nuestros entendimientos. De manera que cualquiera que sea el crédito a la autoridad que otorguemos a una proposición, que exceda a sus merecimientos a partir de los principios y de las pruebas en los que se sustenta, se debe atribuir la causa de nuestra inclinación a este peso específico, y en esa medida supondrá una derogación del amor a la verdad en cuanto tal, lo cual, desde el momento en que no puede recibir ninguna evidencia que proceda de nuestras pasiones o intereses, tampoco le permitirá recibir ningún matiz de ellos.
2. De dónde viene la inclinación a la creencias de los demás
El asumir una autoridad para ordenar a los demás, y una inclinación para prescribirles de sus opiniones, es una constante de aquel desvío y corrupción de nuestros juicios. Pues ¿cómo podría ser de otra manera distinta a que quien se ha impuesto a sí mismo alguna creencia esté listo para imponérsela a los demás? ¿Quién puede esperar de manera razonable los argumentos y convicciones con respecto a otro, si su entendimiento no tiene la costumbre de emplearlos con respecto a sí mismo? Y ¿quién, si violenta sus propias facultades, tiraniza su propia mente y usurpa una prerrogativa que se debe sólo a la verdad, que es la que debe ordenar el asentimiento por su única autoridad, es decir por y en proporción a la evidencia que conlleva, puede esperar lo mismo?
3. La fuerza del entusiasmo en la que se desecha la razón
En este momento me voy a tomar la libertad de considerar un tercer fundamento de¡ asentimiento, al que algunos hombres otorgan la misma autoridad que a la fe y a la razón y sobre el que se apoyan con igual confianza. Me refiero a ese entusiasmo que, haciendo caso omiso de la razón, pretende establecer la revelación sin ella. Por lo que, de hecho, desecha la razón y la revelación al mismo tiempo y la sustituye por la fantasía totalmente carente de fundamento del propio cerebro del hombre, y las asume como el fundamento de la opinión y de la conducta.
4.
Razón y revelación
La razón es la revelación natural, por la que el Padre eterno de la luz y el origen de todo conocimiento comunica al género humano esa porción de verdad que ha colocado dentro del alcance de sus facultades naturales; la revelación es la razón natural aumentada por toda una serie de conocimiento nuevos, comunicados inmediatamente por Dios, y de los que la razón manifiesta su verdad mediante el testimonio y las pruebas que tiene de que proceden de Dios. De tal manera que el que desecha la razón para sustituirla por la revelación, apaga la luz de ambas y actúa aproximadamente igual que el hombre que intentara convencer a otro de que se sacara los ojos para recibir mejor, por medio del telescopio, la luz remota que procede de una estrella invisible.
5. Origen del entusiasmo
Como la revelación inmediata es algo que los hombres encuentran más fácil sobre la que establecer sus opiniones y regular su conducta que el tomarse el aburrido trabajo de un raciocinio estricto, y como este trabajo no siempre concluye felizmente, no resulta sorprendente que algunos se hayan inclinado a intentar actuar como si fueran los beneficiarios de la revelación y a persuadirse de que están bajo la guía peculiar del firmamento en sus acciones y opiniones, y especialmente en aquellas que no se pueden justificar mediante los métodos ordinarios del conocimiento y los principios de la razón. Así, en todos los tiempos podemos comprobar que existen algunos hombres en los que la melancolía se ha mezclado con la devoción, y a quienes la buena opinión que tenían de ellos mismos les ha llevado a pensar que tenían una gran familiaridad con Dios y que estaban más cerca de su benevolencia de lo que se encontraban los demás, y a estos hombres a menudo les ha gustado considerarse a sí mismos como personas que tenían un intercambio inmediato con la deidad y una comunicación frecuente con el espíritu divino. Creo que no se puede negar que Dios es capaz de iluminar el entendimiento mediante un rayo dirigido hacia la mente de una manera inmediata, ya que es el origen de toda luz; y esto es lo que ellos piensan que les ha sido prometido, lo cual, de ocurrir así, nos llevaría a preguntar: ¿quién tendría el título mejor para arrogarse esta gracia que quienes constituyen el pueblo peculiar y elegido por Dios y del que dependen?
6.
El impulso del entusiasmo
Estando sus mentes preparadas de esta maneta, cualquier opinión carente de fundamento que se venga a establecer firmemente en sus fantasías es una iluminación que procede del espíritu de Dios, y que en seguida se llena de autoridad divina. Y sean cuales fueren las acciones absurdas que se encuentren en la inclinación de realizar, se concluye que ese impulso proviene siempre de una llamada u orden del firmamento, y que debe ser obedecido. Por lo que siendo una orden del más allá no se puede uno equivocar al ejecutarla.
7.
Qué se entiende por entusiasmo
Esto es lo que yo entiendo propiamente por entusiasmo, el cual, aunque no está fundado sobre la razón ni sobre la revelación divina, sino que surge de las nociones de un cerebro acalorado o presuntuoso, no deja por ello de tener una influencia, después de haber echado raíces, más poderosa sobre la persuasión y los actos de los hombres que las otras dos, o que una y otra juntas; ya que los hombres se sienten más poderosamente inclinados a seguir los impulsos que reciben de ellos mismos, y parece seguro que todo hombre actúa de una manera más vigorosa cuando ese hombre se ve llevado en su totalidad por un movimiento natural. Pues un engreimiento fuerte, tomado por un principio nuevo, lo lleva todo con él mismo, cuando sobreponiéndose al sentido común, y sintiéndose liberado de todas las restricciones que la razón y la reflexión plantean, se elevan al grado de autoridad divina en unión de nuestro propio temperamento e inclinaciones.
8.
El entusiasmo se acepta en el sentido de la contemplación con una total falta de investigación y de pruebas
Aunque las opiniones y acciones extravagantes a las que ha conducido el entusiasmo a los hombres, debieran ser suficientes para ponernos en guardia sobre este principio falso, que tanto contribuye a confundirlos en sus creencias y en su conducta, sin embargo, la afición que mostramos a lo extraordinario y el placer y la gloria que surgen de sentirnos inspirados y en situarnos sobre las vías naturales y ordinarias del conocimiento, halagan de tal forma la pereza, la ignorancia y la vanidad humana que, una vez poseídos por esta especie de revelación inmediata, por esta iluminación ausente de toda búsqueda, y por esta certidumbre que no lleva consigo ninguna prueba o examen, resulta muy difícil sobreponerse a ello. La razón no se muestra capaz para esclarecerlos, pues ellos se sienten sobre ésta y parecen ver la luz infundida a su entendimiento, sin poder equivocarse, y que esta luz se encuentra allí de una manera clara y visible, lo mismo que la luminosidad del sol brillante se muestra a sí misma sin necesitar otra prueba que su propia evidencia. Estos hombres advierten la mano de Dios que se agita en su interior, y los impulsos del espíritu, por lo que no pueden errar sobre lo que sienten. De esta manera éstos se animan a sí mismos y se convencen de que el razonamiento no tiene ninguna relación con lo que ven y sienten en sí mismos: se trata de cosas que son susceptibles de una experiencia sensible, que no admite dudas ni necesita comprobación. Y ¿no resultaría ridículo exigir a alguien que probara que la luz brilla y que él mismo la ve? La misma luz se prueba a sí misma y no puede aportar ninguna prueba diferente, cuando el espíritu ilumina nuestra mente, disipa las tinieblas y vemos esta luz como el sol del mediodía, sin necesidad del crepúsculo de la razón para mostrarla. Esta luz, que procede del cielo, es fuerte, clara y pura; conlleva su propia demostración, y de más utilidad nos serviría la ayuda de una luciérnaga para descubrir el sol que el examinar los rayos celestiales por medio de esa débil vela que es nuestra razón.
9.
Cómo descubrir el entusiasmo
Esta es la manera de hablar de algunos hombres: están seguros, porque están seguros, y sus persuasiones son correctas, solo porque se sienten fuertes en ellas. Porque una vez que se las ha desnudado de las metáforas provenientes de la vista y de los sentidos, esto es a lo que todo se reduce; y, sin embargo, estos símiles se les imponen de tal manera que actúan corno la certidumbre en ellos mismos y como demostraciones para los demás.
10.
Pero examinemos con un poco de atención esta luz interna y ese entendimiento sobre los que tan gran edificio se construye
Estos hombres tienen, según ellos dicen, una luz clara y la ven; tienen un sentido despierto y sienten. Esto, están seguros, no se les puede disputar, porque cuando un hombre dice que ve o siente, nadie puede negar que lo hace. Pero permítaseme entonces preguntar: ¿esta contemplación es la percepción de la verdad de una proposición o la percepción de una revelación divina; este sentimiento es la percepción de una inclinación o del placer de hacer algo, o la percepción del espíritu divino que mueve a esa inclinación? Son dos percepciones muy diferentes, que deben distinguirse de manera cuidadosa si no queremos confundirnos a nosotros mismos. Yo puedo percibir la verdad de una proposición, pero no percibir que ésta es una revela- ci6n inmediata de Dios por ello. Puedo percibir la verdad de una proposición de Euclides, sin que sea, o sin que yo perciba que lo es, una revelación. Igualmente puedo percibir que no adquirí ese conocimiento de una manera natural, de manera que pueda llegar a concluir que se trata de una revelación, sin que por eso perciba que se trata de una revelación divina, ya que existen espíritus capaces de provocar en mí, sin haberme encomendado a la divinidad estas ideas y de ofrecerlas a mi mente en un orden tal que yo perciba sus conexiones. De manera que el conocimiento de cualquier proposición que llega a mi mente sin que yo sepa cómo, no es una percepción de que proviene de Dios, y menos aún una fuerte persuasión de que es verdad una percepción que proviene de Dios, o me- nos aún que sea verdad. Pero aunque se llamen luz y visión, supongo que, en el mejor de los casos, se trata de creencias y de seguridades, y la proposición que se tiene como una revelación no es una proposición que se conozca como verdadera, sino que se tiene por verdadera. Pues cuando se sabe que una proposición es verdadera, no se necesita la revelación y resulta difícil pensar cómo alguien podría tener una revelación de lo que ya conoce. Por tanto, si se trata de una proposición de cuya verdad están persuadidos pero de la que no conocen que sea verdadera, sea cual fuete el nombre por el que la designen, no se trata de un acto de ver, sino de creer. Porque éstas son dos maneras por las que la verdad llega a la mente totalmente distintas, de forma que lo uno no significa lo otro. Lo que veo conozco que es así por la evidencia de la cosa misma; lo que creo, lo creo así a consecuencia del testimonio de los demás. Pero es necesario que sepan que ha existido ese testimonio, ya, que, de lo contrario, ¿en qué podría fundar mi creencia? O nada puedo ver, o veré que es Dios el que me ha revelado. La cuestión, pues, estriba en esto: ¿Cómo sé que Dios es el que me ha revelado esto a mí, que esa impresión en mi mente tiene su origen en su espíritu sagrado, y que por ello debo obedecerla? Si ignoro esto, por grande que sea la seguridad que me asista, careceré de todo fundamento y cualquiera que sea la luz que pretenda tener en mí no será sino producto del entusiasmo. Porque con independencia de que la proposición supuestamente revelada tenga en sí misma una evidencia verdadera, probable o incierta, según las vías naturales del conocimiento, la única proposición que se debe mostrar como verdadera, y que tiene un fundamento sólido, es la siguiente: que Dios es el que la ha revelado y que lo que yo he aceptado como tal revelación ha sido inserto en mi mente por Dios, por lo que no se trata de una ilusión originada por un espíritu diferente o que tenga su origen en mi propia imaginación. Pues si no me equivoco, estos hombres la tienen por verdadera, porque presumen que ha sido revelada por Dios. Pero ¿entonces no deberían averiguar los fundamentos en los que se basan para pensar que esta revelación proviene de Dios? De lo contrario, toda la confianza es mera presunción, y esta luz que tanto les deslumbra no es sino un ignis latuus que los mantiene constantemente encerrados en este círculo: es una revelación porque lo creen firmemente, y lo creen porque es una revelación.
11.
Al entusiasmo le falta la evidencia de que la proposición proviene de Dios
En todo lo que tiene su origen en la revelación divina no se requiere ninguna otra prueba sino la que indique que se trata de una inspiración de Dios, pues El no puede engañar ni ser engañado. Pero ¿cómo se puede saber que una proposición de nuestra mente sea una verdad infundida por Dios, una verdad que El nos ha revelado, que nos declara y que, por tanto, debemos creer? Aquí es donde falla el entusiasmo a consecuencia de la falta de evidencia que intenta tener. Porque los hombres poseídos de esta manera se enorgullecen con una luz que, según ellos afirman, los ilumina y les comunica el conocimiento de esta o aquella verdad. Pero si saben que se trata de una verdad, deberán saberlo, bien porque se trate de una evidencia de suyo, según la razón natural, bien por estas pruebas racionales que indiquen que lo es. Pero si estos hombres ven y saben que se trata de una verdad por cualesquiera de estos dos modos, inútilmente piensan que es una revelación, ya que saben que es una verdad por los mismos medios de que dispone cualquier otro hombre para conocer que lo es de manera natural, sin el auxilio de la revelación, ya que de esta manera es como los hombres no inspirados llegan a conocer todas las verdades que poseen, cualquiera que sea su especie. Si dicen que saben que es verdad, porque se trata de una revelación de Dios, esta razón es buena; pero en tal caso se les podrá preguntar por qué saben que es una revelación de Dios. Si dicen que lo saben mediante la luz que conllevan, la cual brilla de manera fulgurante en sus mentes y a la que no se pueden resistir, entonces les conmino a que consideren sí esta afirmación significa alguna cosa distinta de lo que ya dijimos, es decir: que es una revelación porque creen firmemente que ésa es la verdad, pues toda esa luz a la que hacen referencia no es sino una persuasión, vigorosa de sus mentes, aunque infundada, de que se trata de una verdad. Porque en cuanto a fundamentos racionales a partir de la prueba que indican que es una verdad deben saber que no tienen ninguno, ya que si los tuvieran entonces ya no recibirían la verdad como una revelación, sino a partir de los fundamentos usuales sobre los que se asientan las demás verdades; y si creen que se trata de una verdad porque es una revelación, y no tienen ninguna otra razón para sentir que sea una revelación, excepto el que está totalmente persuadido de ello, entonces creen que es una revelación tan sólo porque creen firmemente que es una revelación, lo cual es un fundamento con muy poco peso para apoyarnos en nuestras opiniones o en nuestras acciones. Y ¿qué mejor camino puede existir para conducirnos a los errores y desvaríos más extravagantes que el tomar la fantasía como la guía suprema y única, y el pensar que toda proposición o acción son las debidas, solamente porque pensamos que es así? La fuerza de nuestras persuasiones no constituyen ninguna prueba de su propia rectitud: las cosas equivocadas pueden aparecer tan rígidas e inflexibles como las acertadas, y los hombres pueden mantener una actitud tan afirmativa e invariable en el error como en la verdad. Y si no, ¿cómo surgen esos fanáticos tan irreductibles en los partidos diferentes y opuestos? Porque si la luz que cada uno piensa tener en su mente y que en este caso no es sino la fuerza de su propia persuasión, es una evidencia de que procede de Dios, las opiniones contrarias pueden ostentar el mismo titulo que las haga inspiraciones divinas, con lo que Dios no solamente sería el padre de las luces, sino de las luces opuestas y contradictorias que llevan a los hombres por caminos diferentes, y con lo que las proposiciones contradictorias serían verdades divinas, en el caso de que la fuerza de la persuasión infundada fuera una evidencia de que cualquier proposición tiene su origen en la revelación Divina.
12.
La firmeza de la persuasión no prueba que ninguna proposición proceda de Dios
Esto no puede ocurrir de otra manera en tanto que la firmeza de la persuasión se haga la causa de la creencia, y en tanto la confianza de estar en lo cierto se tenga como un argumento en favor de la verdad. San Pablo mismo creía hacer lo adecuado, y tener la obligación de hacerlo, cuando perseguía a los cristianos a quienes consideraba íntimamente como pecadores, y, sin embargo, fue él el que cometió una equivocación y no aquellos a los que suponía en el error. Los hombres buenos no dejan de ser susceptibles de equivocarse, y en ocasiones abrazan calurosamente ciertos errores que estiman que son verdades divinas, y que brillan en sus mentes con la claridad más meridiana.
13.
Qué significa poner luz en la mente
La luz, la verdadera luz en la mente es, o no puede ser otra cosa, que la evidencia de la verdad de una proposición, y si no se trata de una proposición evidente por sí misma, toda la luz que tenga o que pueda tener proviene de la claridad y validez de aquellas pruebas a partir de las cuales se recibió. Hablar de cualquier otra luz en el entendimiento significaría sumirnos en las tinieblas, o situarnos bajo el poder del Príncipe de las Tinieblas y, por nuestro propio consentimiento, entregarnos al engaño de creer en la mentira. Porque si la fuerza de la persuasión debe ser la luz que nos guíe, me gustaría preguntar cómo podremos distinguir entre las desilusiones de Satán y las
inspiraciones del Espíritu Santo. Aquel puede transformarse a sí mismo en el ángel de la luz, pero quienes se dejen guiar por ese hijo de la mañana estarán tan totalmente satisfechos de la iluminación que éste les ha llevado, es decir, tan firmemente persuadidos de ser los beneficiarios del Espíritu de Dios como aquel que realmente ha recibido sus beneficios. Acatarán esta iluminación, disfrutarán con ella y actuarán según sus dictados, sin que nadie pueda estar más seguro, ni más en lo justo que ellos, si lo que se toma como medida para juzgar es la firmeza de sus propias creencias.
14.
La revelación se debe juzgar a partir de la razón
Aquel que, por tanto, no quiera entregarse a todas las extravagancias de la desilusión y del error debe someterse a esta guía de su luz interior. Dios, cuando forja un profeta no destruye al hombre, sino que deja todas sus facultades en un estado natural, de manera que sea capaz de juzgar si sus inspiraciones tienen o no un origen divino. Cuando ilumina la mente con una luz sobrenatural no extingue aquella otra luz natural. Si quiere que otorguemos nuestro asentimiento a la verdad de una proposición cualquiera, o bien nos la evidencia por las vías usuales de la razón natural, o bien la da a conocer como una verdad a la que debemos prestar nuestro asentimiento en virtud de su autoridad, mediante algunas señales por las que nos indica que la razón no se puede engañar. Y si la razón descubre que se trata de una revelación divina, entonces se declara en su favor de la misma manera que lo haría en cualquier otra verdad, convirtiéndola en uno de sus dogmas. Cualquier noción que resulte muy atractiva para nuestra fantasía deberá pasar como una inspiración si el único juez para determinar nuestras persuasiones consiste en la fuerza de las mismas persuasiones. Si la razón no puede examinar su verdad por ninguna cosa extrínseca a las mismas persuasiones, las inspiraciones y las desilusiones, la verdad y la falsedad serán medidas por el mismo rasero, y no será posible distinguir entre ellas.
15. La creencia no es una prueba de la revelación
Si esta luz interna, o cualquier otra proposición que tomemos bajo este título por una inspiración de nuestra mente se conforma a los principios de la razón o a la palabra de Dios, demostrando que es una revelación atestiguada, la razón actúa como garantía suya y podemos recibirla como verdadera y tomarla por guía de nuestras creencias y actos. Si no recibe ningún testimonio ni evidencia de estas reglas, no podremos tomarla como una revelación ni mucho menos como una verdad, en tanto no tengamos alguna otra señal de que se trata de una revelación además de nuestra creencia de que es así. De esta manera, vemos que los santos varones antiguos que recibieron revelaciones de Dios tenían alguna otra prueba además de esa luz interna de seguridad en sus mentes, para testificar que la habían recibido de Dios. No quedaban únicamente abandonados a sus propias persuasiones de que estas persuasiones procedían de Dios, sino que tenían otros signos externos para convencerlos del autor de esas revelaciones. Y cuando debían convencer a los demás, tenían el poder que se les había otorgado para justificar la verdad del encargo celestial, y, mediante signos visibles, aseguraban la autoridad divina del mensaje que se les había enviado. Moisés vio cómo ardía un arbusto sin consumirse, y oyó una voz que procedía de este arbusto: esto era algo más que un mero impulso que le aconsejara ir a ver al faraón, para poder sacar a sus hermanos de Egipto; y, sin embargo, no creyó que esto era suficiente para autorizarle a marchar con este mensaje, en tanto que Dios, mediante otro milagro de la vara convertida en serpiente, le asegurara de un poder para llevar a cabo su misión
y que sirviera de testimonio ante los cuales tenía que llevarla a cabo. Gedeón fue enviado por un ángel a liberar a Israel de los medianitas y, sin embargo, pidió una señal para convencerse de que era una misión de Dios. Estos y otros ejemplos semejantes que se encuentran entre los antiguos profetas son suficientes para mostrar que la visión interior o la persuasión de sus propias mentes no les parecían, sin alguna otra prueba, una evidencia suficiente de que procedieran de Dios, aunque las escrituras no hagan mención de que siempre se han demandado o exigido tales pruebas.
16.
Criterios de la revelación divina
En todo lo que yo he dicho estoy lejos de negar que Dios no pueda iluminar, o que no lo haga en algunas ocasiones, las mentes de los hombres en la comprensión de ciertas verdades o para excitarles a realizar buenas acciones, por medio de la influencia y de la asistencia del Espíritu Santo, sin que les acompañen ningunos signos extraordinarios. Pero en tales casos también tenemos la razón y la Escritura, reglas infalibles para saber si proceden o no de Dios. Cuando la verdad que abrazamos se muestra conforme con la palabra escrita de Dios, o cuando la acción se muestra conforme con los dictados de la recta razón y de los escritos sagrados, podemos estar seguros de que no corremos ningún riesgo en tomarlos como procedentes de Dios; porque aunque quizá no se trate de una revelación inmediata de Dios, que opere de una manera extraordinaria en nuestras mentes, sin embargo, podemos estar seguros de que tiene la garantía de la revelación que El nos ha dado de que es verdad. Pero no es por la fuerza de nuestra persuasión privada e interior por la que podemos tener la seguridad de que se trata de una revelación divina. Nada puede convencernos de ello sino la palabra escrita de Dios, que está fuera de nosotros, o aquella norma de la razón que nos es común con todos los demás hombres. Cuando la razón o la Escritura se muestren expresamente de acuerdo con una opinión o acto, podemos recibirlos como algo que procede de la autoridad divina, pero no es por la fuerza de nuestras propias persuasiones por lo que podemos otorgarles este carácter. La inclinación de nuestra mente podrá favorecerla todo lo que se desee, pero eso tal vez muestre que se trata de un afecto personal y que, sin embargo, no signifique en absoluto que sea un fruto de la divinidad primera.

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