LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
Capítulo XX
ACERCA DEL FALSO ASENTIMIENTO O DEL ERROR
1. Causas del error, o cómo los hombres llegan a dar
un asentimiento contrario a la probabilidad
Como el conocimiento no proviene solamente de la verdad
visible y cierta, el error no es una falta de nuestro conocimiento, sino un
juicio de nuestro juicio que da su asentimiento a lo que no es verdadero.
Pero si el asentimiento está fundado en lo verosímil, si el
objeto propio y el motivo de nuestro asentimiento es la probabilidad, y esa
probabilidad consiste en lo que ya se ha dicho en los capítulos anteriores, me
gustaría preguntar cómo los hombres llegan a dar su asentimiento en contra de
la probabilidad. Porque nada hay más común que la diversidad de opiniones;
nada más obvio que un hombre tenga dudas absolutas en algo que a otro s6lo le
parece medianamente dudoso, y que un tercero cree a pies juntillas.
Las razones de esto, aunque pueden ser muy variadas,
supongo que se podrían reducir a estas cuatro:
2. Primera causa de error, carencia de pruebas
Por «carencia de pruebas» no sólo entiendo la falta de
aquellas pruebas que no están en ninguna parte y que, por tanto, se pueden
obtener, sino también la falta de aquellas pruebas que ya existen, o que se
pueden descubrir. De esta manera los hombres carecen de pruebas cuando no
tienen el deseo o la oportunidad de realizar por ellos mismos experimentos y
observaciones que les lleven a probar alguna proposición, o cuando no tienen
la oportunidad de investigar y recoger los testimonios de los demás; y éste es
el estado en que se encuentra la mayor parte del género humano, ya que están
entregados al trabajo y atados a la necesidad que les impone su condición de
tener que gastar sus vidas solamente en procurarse los medios de subsistir.
Las oportunidades de estos hombres para el conocimiento y la investigación son,
por lo común, tan limitadas como sus fortunas; y sus entendimientos no tienen
sino una instrucción muy escasa, ya que emplean todo su tiempo y esfuerzos en
acallar a sus propios estómagos o a los llantos de sus hijos. No se puede
esperar más de un hombre que emplea toda su vida en algún oficio laborioso,
esté instruido sobre la diversidad de las cosas que ocurren en el mundo, que no
se podría esperar que un caballo de carga, cuyo único camino es la ruta
estrecha y embarrada del mercado, se muestre apto para conocer la geografía
del país. Ni tampoco resulta posible que quien carece de tiempo libre, de
libros y de idiomas, así como de la oportunidad de cambiar opiniones con
distintos hombres, esté en condiciones de recolectar estos testimonios y
observaciones que existen, y que son tan necesarios para establecer muchas o la
mayoría de las proposiciones que en las sociedades humanas se juzgan como las más acertadas o para
descubrir
los fundamentos de una seguridad tan grande como la creencia de los puntos sobre
los que se quiere construir necesariamente. De tal manera que, dado el estado
natural e inalterable de las cosas que existen en este mundo y la constitución
de los asuntos del género humano, una gran parte de la humanidad está
inevitablemente destinada a la ignorancia invencible de aquellas pruebas sobre
las que otros pretenden edificar, y que son necesarias para establecer estas
opiniones. Como la mayor parte de los hombres tienen bastante que hacer para
proporcionarse las formas de vida, no se encuentran en condiciones de
preocuparse por las investigaciones sabias y laboriosas.
3. Objeción: ¿a dónde irán a parar
aquellos que carecen de pruebas?
Contestación. ¿Tendré que decir, entonces, que la
mayor parte del género humano está sujeta, por las necesidades de su condición, a
una ignorancia inevitable en aquellas cosas que tanta importancia tienen para
ellos? (porque sobre éstos resulta obvio preguntar). ¿Acaso la mayoría de
los hombres no tendrán otra guía sino el accidente o el ciego azar para dirigirse a la felicidad o a la desgracia? ¿Constituyen las opiniones corrientes y
las guías establecidas en cada país una evidencia suficiente y una seguridad
para que cada hombre pueda arriesgar sus deseos más queridos, e incluso hasta
su felicidad o su desgracia eternas? O bien, ¿podremos acaso admitir como oráculos
infalibles y modelos de verdad a quienes enseñan una cosa en la cristiandad y otra
distinta en Turquía? ¿O es que acaso un pobre campesino será eternamente
feliz por haber tenido la suerte de nacer en Italia, y un jornalero se
encontrará totalmente perdido por haber tenido la desgracia de nacer en
Inglaterra? No voy a examinar aquí hasta qué punto algunos hombres correrán
a afirmar alguna de estas cosas; pero de lo que estoy seguro es de que los
hombres deberán seguir una u otra de aquellas proposiciones como
la verdadera
(que elijan la que deseen), o bien tendrán que admitir que Dios ha adornado a
los hombres de las suficientes facultades como para llevarlos por el camino que
deberían tomar siempre y cuando las empleen realmente en este sentido, y
cuando sus ocupaciones ordinarias se lo permitan. Ningún hombre está tan
inmerso en procurarse sus medios de vida como para carecer de un poco de tiempo
en el que meditar sobre su alma, y en el que informarse en los asuntos de
religión. Y si los hombres se esforzaran tanto en estos asuntos como en otros
de mucha menor importancia, ninguno estaría tan sujeto a las necesidades de la
vida que no fuera capaz de encontrar algunos ratos libres en los que dedicarse a
desarrollar su conocimiento.
4. Algunas gentes se sienten limitadas en la investigación
Además de aquellos cuyos progresos e instrucción se ven
limitados por las estrecheces de sus fortunas, existen otros cuya largueza
económica les resultaría totalmente suficiente para proveerse de libros y de
otros requisitos con los que disipar sus dudas y marchar en pos de la verdad;
pero están muy limitados por las leyes de sus países y por la estricta
vigilancia de aquellos que demuestran un gran interés por mantenerlos en la
ignorancia, temerosos de que cuanto más lleguen a saber menos crean en ellos.
Estos están tan lejos, e incluso más, de la libertad y de las oportunidades
de una investigación correcta que aquellos pobres y desdichados jornaleros a
los que antes nos referíamos; y aunque parezcan famosos y llenos de poder, se
encuentran reducidos a la estrechez del pensamiento, y esclavizados en aquella
parte en la que el hombre debiera ser más libre: su entendimiento. Este es
generalmente el caso de todos los que viven en lugares en los que no se tiene la
preocupación de propagar la verdad sin el conocimiento; donde los hombres
están obligados al azar, a profesar la religión existente en su país y, por tanto, a seguir ciertas opiniones, de la misma manera en que los ignorantes compran las recetas de los
embaucadores, sin saber como han sido hechas, o el resultado que tendrán, y
sin tener otro problema que el de creer que producirán una curación
inmediata; pero incluso en aquéllos resulta más grave que en estos últimos,
es decir, en los que carecen de libertad para rehusar tomar lo que quizá
habrían desechado, y para elegir al médico en el que quisieran depositar su
confianza.
5. Segunda causa de error, la falta de habilidad para usar las pruebas
Aquellas que carecen de habilidad para usar estas evidencias
que tienen sobre la probabilidad, quienes no pueden seguir una serie de
consecuencias en su mente ni estimar exactamente el distinto peso de testimonios contrarios y de pruebas opuestas, valorando cada circunstancia en su
justa medida, pueden fácilmente sentirse inclinados a otorgar su asentimiento
a proposiciones que no son probables. Hay algunos hombres de un silogismo otros
de dos, y ninguno más, y otros que pueden avanzar un paso más. Estos no
siempre pueden discernir de qué lado están las pruebas más poderosas, ni
pueden seguir de manera constante la opinión que en sí misma resulte la más
probable. Ahora bien, que exista una diferencia semejante entre los hombres,
con respecto a sus entendimientos, pienso que es algo que nadie podrá poner en
duda si ha tenido alguna conversación con sus vecinos, aun- que nunca haya
estado en Westminster-Hall o en la Bolsa, ni en los manicomios u hospitales. Si
una diferencia semejante en los intelectos de los hombres tiene su origen en
algún defecto de los órganos del cuerpo particularmente adaptados para pensar,
o en la falta de uso de aquellas facultades que producen la atrofia o, como
algunos piensan, en las diferencias naturales que hay en las mismas almas de los
hombres, en alguna de estas causas, digo, o en todas juntas, es algo que no me interesa examinar aquí. Una cosa tan sólo es
evidente: que hay una diferencia de grados en los entendimientos de los
hombres, en sus aprehensiones y raciocinios, y que esta diferencia es de tal
envergadura que se puede afirmar, sin que suponga una injuria para el género
humano, que existe tan gran distancia entre algunos hombres y otros en este respecto, como la que hay entre algunos hombres y ciertas bestias. Pero cuál
sea la causa de esto es una especulación que, aunque puede tener grandes consecuencias, no resulta, sin embargo, necesaria en nuestras presentes
intenciones.
6. Tercera causa de error, la salta de voluntad para usar las
pruebas
Hay otra clase de gente que carecen de pruebas no porque no
estén a su alcance, sino porque no quieren usarlas; y son aquellos que aunque
disponen de riquezas y de tiempo libre suficiente, no carecen de medios
adecuados ni de otros auxilios; sin embargo, nunca sacan ningún partido de
ellos. Su constante persecución del placer, su dedicación cotidiana de los
negocios, desvía hacia otra parte los pensamientos de algunos hombres; la
pereza, la indolencia en general, o bien la aversión particular hacia los
libros, hada el estudio y la meditación mantienen a otros alejados de todo
pensamiento serio. Y todavía hay otras que, con el temor de que una
investigación parcial no favoreciera las opiniones que mejor se amoldan a
sus prejuicios, a sus formas de vida y a sus propósitos, se contentan con
tener por verdad, sin examen alguno, lo que más les conviene y más concuerda
con la moda imperante. De esta manera, la mayoría de los hombres, incluso
aquellos que pudieran actuar de otra manera, pasan su vida sin informarse de
las probabilidades que les convenía conocer, y sin concederles un
asentimiento racional, aunque estén a la vista hasta tal punto que bastará con
volver los ojos en esa dirección para quedar convencidos de ella. Sabemos
que hay algunos hombres que no leen sus cartas cuando suponen que
traen malas noticias, y que muchos otros no hacen un cómputo de sus fortunas, o
no piensan en su situación económica cuando tienen razones para temer que sus
asuntos no marchan lo suficientemente bien. Cuántos hombres existen cuya
amplitud de medios les proporciona el tiempo necesario para avanzar en su
entendimiento, pero que se conforman con una perezosa ignorancia, es algo que no
puedo decir. Sin embargo, creo que tendrán una opinión muy baja de sus almas
aquellos que gasten todos sus ingresos en las necesidades de su cuerpo, y no
dediquen nada a procurar los medios y auxilios que desarrollen sus conocimientos:
aquellos que se esfuerzan para llevar siempre unos trajes limpios y lujosos, y
que se sentirían muy desgraciados por vestir otros de tela común, o por
llevar un abrigo raído y que, sin embargo, permiten sin ningún sufrimiento que
su mente aparezca recubierto de una librea usada, llena de remiendos y
desgarrada, tal y como han tenido a bien imponerle la fortuna o el sastre de
su región (me refiero a la opinión común de aquellos con quienes he conversado). No quiero hacer aquí mención de lo muy irracional que esto resulta
para los hombres que piensen en un estado futuro y en lo mucho que les importa, cosa que ningún hombre racional deja de hacer de vez en cuando. Tampoco
voy a señalar lo vergonzoso que es para los grandes fustigadores del conocimiento el que se muestren ignorantes en las cosas que les importa saber. Pero,
al menos, merecería la pena considerar por aquellos que se tienen por hidalgos,
lo siguiente: que de cualquier manera que estimen la fama, el respeto, el poder
y la autoridad como concomitantes de su nacimiento y fortuna, encontrarán,
sin embargo, que todas ellas juntas les pueden ser arrebatadas por hombres de
una condición más baja que los superen en el conocimiento. Los que están
ciegos siempre serán dirigidos por quienes pueden ver, o caerán en el
arroyo; y seguramente el más esclavizado es aquel que lo está en su entendimiento. En los
ejemplos anteriores hemos mostrado algunas de las causas del
asentimiento equivocado, y cómo suele pasar que las doctrinas probables no
siempre se reciben con un asentimiento proporcional a las razones que tienen en
favor de su probabilidad; pero hasta aquí hemos considerado solamente las
probabilidades de las que existen pruebas, pero que no se muestran al que
abraza el error.
7. Cuarta causa de error, ¿qué son las falsas
medidas de probabilidad?
Aún hay una última clase de personas las cuales,
aunque tengan a la vista las probabilidades reales de forma totalmente evidente,
no se dejan convencer, ni ceden ante las razones manifiestas, sino que o
emejein, suspenden su asentimiento, o lo dan a la opinión menos probable. A este
peligro se exponen aquellos que admiten las medidas equivocadas de la
probabilidad, que son:
8. Proposiciones dudosas tomadas como principios
El primer y más firme fundamento de probabilidad es la
conformidad que una cosa tiene con nuestro conocimiento, especialmente con esa
parte de nuestro conocimiento que hemos abrazado y que seguimos considerando
como principios. Estos tienen una influencia tan grande sobre nuestras
opiniones que resulta normal que juzguemos la verdad por ellos. Y hasta tal
punto llegan a ser una medida de probabilidad, que todo lo que tiene conformidad
con nuestros principios está tan lejos de pasar por probable que ni siquiera se tiene por posible. La reverencia que se manifiesta ante estos
principios es tan grande y su autoridad tan superior a cualquier otro, que no
sólo el testimonio de otro hombre sino la evidencia de nuestros mismos
sentidos son rechazados cuando se ofrecen a apoyar alguna cosa contraria a
esta regla preestablecida. Hasta qué punto la doctrina de los principios
innatos, y la de que los principios no deben ser probados o puestos en
cuestión, ha contribuido a esto, es algo que no voy a examinar aquí. Pero realmente estoy dispuesto a admitir que una verdad no puede contradecir a
otra, aunque, sin embargo, me siento en la obligación de decir también que
todo el mundo debe cuidarse mucho al admitir algo como principio, y examinarlo
cuidadosamente para ver si se conoce con seguridad que es algo verdadero por sí
mismo, por su propia evidencia o si solamente se le concede una creencia sobre
la autoridad de los demás. Porque el que ha aceptado principios falsos, entregando ciegamente su autoridad a la de cualquier opinión que no sea
evidentemente verdadera por sí misma, introduce en su entendimiento un fuerte
prejuicio que inevitablemente confundirá su asentimiento.
9. Nada hay más normal que el que los niños reciban en sus
mentes proposiciones (especialmente sobre materias de religión) que proceden de
sus padres, de sus nodrizas o de los que viven con ellos, las cuales una vez que
han sido introducidas en sus entendimientos vírgenes y saltos de prejuicios, y
una vez que se han instalado allí, paso a paso, y se fijan de una manera tan
firme (lo mismo si son verdaderas que si son falsas) que, a consecuencia del
prolongado hábito y de la educación, ya no resulta posible sacarías de allí
Porque los hombres, cuando ya han crecido, y al reflexionar
sobre sus opiniones, advirtiendo que las de esta clase son tan antiguas como sus mentes, como sus
memorias, puesto que no pudieron darse cuenta cuando se introdujeron allí, ni
por qué medios las adquirieron, fácilmente tienden a reverenciarlas como si
se tratara de asuntos sagrados, y no soportan que se los profanen, se los toque
o se los ponga en duda. Las consideran como el Urim y el Thummim que Dios puso
en sus almas para que fueran los que decidieran de manera absoluta y soberana
sobre la verdad y la falsedad, y para que sirvieran de jueces a los que había
que apelar en toda clase de controversias.
10. De la eficacia irresistible
Esta opinión de sus principios (sean los que fueren), una
vez que ha sido establecida en la mente de cualquier persona, permite con
facilidad imaginar cómo se recibirá cualquier proposición, por muy claramente
que esté probada, que invalida su autoridad o que contradiga en alguna medida a
estos oráculos internos. En tanto, los absurdos más flagrantes y las cosas
menos probables, siempre que estén de acuerdo con tales principios, serán
aceptados con gusto y digeridos con facilidad. La gran obstinación que se
advierte en los hombres cuando creen firmemente opiniones muy contrarias, aunque
en muchas ocasiones igualmente absurdas, entre las varias religiones que existen
en la humanidad, constituyen una prueba evidente de que son una consecuencia
inevitable de esta manera de razonar a partir de principios tradicionales
recibidos. De tal manera que los hombres prefieren desconfiar de sus propios
ojos, renunciar a la evidencia de sus sentidos y contradecir a su propia
experiencia, antes de admitir una cosa que no esté de acuerdo con estas
sagradas creencias. Tómese a un papista inteligente a quien se haya inculcado
desde el principio de su entendimiento, esta máxima: que debe creer lo que cree
la Iglesia (es decir, los de su comunión), o que el Papa es infalible, de
manera que nunca haya oído cuestionarlo, hasta que llegado a la edad de cuarenta o
cincuenta años encuentre a otro hombre que tiene otros principios diferentes.
¿Hasta qué punto no estará dispuesto a abrazar, no sólo contra toda
probabibilidad, sino incluso contra toda clara evidencia de sus sentidos, la
doctrina de la transustanciación? Este principio tiene una influencia tal en su
mente que le hará creer que es un filete de carne lo que sus ojos le dicen que
es Un trozo de pan. Y ¿de qué manera se podría actuar para convencer a un
hombre de la improbabilidad que mantiene, si como fundamento de todo
raciocinio establece, con algunos filósofos, que es necesario dar crédito a su
razón (porque así es como algunos llaman su propia mente a los argumentos ex-
traídos de sus principios) en contra de sus sentidos? Si un entusiasta acepta
el principio de que él o su profesor están inspirados y actúan por medio de
una comunicación inmediata del Espíritu Divino, en vano tratará de aportar
la evidencia de las razones claras contra su doctrina. Por tanto, todos los que
han sido imbuidos de falsos principios no se moverán, en aquellas cosas que
estén en contradicción con estos principios, por probabilidades clarísimas
y totalmente convincentes, en tanto no sean tan cándidos e ingenuos consigo
mismo como para persuadirse sobre la necesidad de examinar todos estos
principios, lo cual es algo que muchos nunca podrán sufrir.
11. Segundo, hipótesis
recibidas
Junto a éstos hay otros hombres cuyo entendimiento están
vaciados en un molde para amoldarse solamente a una hipótesis recibidas, La
diferencia entre éstos y los anteriores consiste en que aquéllos admiten las
cuestiones de hecho y están de acuerdo con sus adversarios, aunque difieren
únicamente a la hora de asignar las razones y de explicar las maneras de operación. Estos no manifiestan un total desafío a sus sentidos, como los
anteriores, ya que pueden escuchar más atentamente su información, pero de ninguna manera
admiten sus indicaciones en la explicación de las cosas, ni se dejan llevar por
unas probabilidades que podrían convencerles de que las cosas no suceden de la
misma manera que ellos han decretado que tenían que suceder por sí mismos.
¿No sería, acaso, insoportable para un docto profesor ver destruido, a manos
de un recién llegado y en un momento, toda la autoridad que ha acumulado en
cuarenta años, desmenuzando la dura roca del griego y del latín, y habiendo
empleado su tiempo y desvelos en conseguir una aceptación general y una
reverencia tan venerable como su barba? ¿Puede alguien esperar que éste llegue
a confesar que todo lo que ha estado enseñando a sus alumnos desde
hacía treinta años eran errores y equívocos y que les venció a un precio
muy elevado palabras huecas e ignorancia? ¿Qué probabilidades, digo, se
necesitarían para imponerse en un caso semejante? Y ¿quién, por muy adecuados
que sean los argumentos, se mostrará dispuesto a abandonar todas sus antiguas opiniones y todas las pretensiones de un saber y de un aprendizaje que le
han supuesto un duro trabajo durante toda su vida, para emprender, totalmente
des- nudo de conocimientos, un nuevo camino? Todos los argumentos que se puedan
usar para ello serían tan poco capaces de llegar a prevalecer, como el viento
que se empeñara en despojar al caminante de su capa cuando
éste la sostenía más fuerte para evitarlo. A estos errores de las
hipótesis equivocadas se pueden reducir los errores ocasionados por una
hipótesis verdadera, o por principios correctos pero no entendidos de manera
acertada. Nada resulta más familiar que esto, y los ejemplos de hombres que
luchan por opiniones diferentes, las cuales derivan todas de la infalible
verdad de las escrituras, son una prueba innegable de ello. Todos los que se
denominan a sí mismos cristianos saben que el texto dice melatoeila, lleva consigo una
obligación de una importancia mucho más elevada. Y, sin embargo,
cuán errónea es esta práctica entre quienes no comprendiendo sino el
francés, entienden este mandato con la traducción de Repentez-vous
(arrepentíos); o, en el otro sentido, Fatiez pénitence (haced
penitencia).
12. Tercero, pasiones predominantes
Las probabilidades que están en contra de los apetitos de
los hombres y las pasiones predominantes corren la misma suerte. Por muy fuerte
que sea la probabilidad que, por un lado, haya sido ofrecida a la mente de un
avaro, y el dinero que se ofrezca por otro, creo que resulta fácil averiguar
cuál será su inclinación. Las mentes rastreras, como las paredes de barro,
resisten a las baterías más fuertes; y aunque, tal vez, la fuerza de un
argumento claro pueda, en ocasiones, hacer alguna impresión, sin embargo, permanecen firmes y cierran el paso al enemigo, la
verdad, que quiere cautivarles
o confundirles. Dígase a un hombre que está apasionadamente enamorado, que su
amada le es infiel; tráigasela un batallón de testigos sobre la infidelidad
de la amante, y apuesto diez contra uno que con tres palabras amables de ella se
invalidarán todos los testimonios. Quod volumus facile credimus (lo que
se amolda a nuestros deseos, lo creemos fácilmente). Supongo que esto es algo
que todos hemos experimentado, y aunque los hombres no puedan siempre oponerse
de manera abierta a la fuerza de una probabilidad manifiesta que está en contra
de lo que ellos quisieran, sin embargo, no por eso abandonan ante la
argumentación. Y no es que no resulte propio de la naturaleza el entendimiento
inclinarse siempre hacia el lado más probable, sino que un hombre tiene el
poder de suspender y detener sus requerimientos, y no permite un examen total
y satisfactorio, hasta donde el asunto en cuestión lo permitiría. Pero en
tanto esto no se haga así, siempre continuarán estas dos formas de evadir las
probabilidades más aparentes.
13. Dos medios de evadir las probabilidades
Primero, la supuesta falacia latente en las palabras que se
emplean. El primer medio consiste en que, como los argumentos están recubiertos
de palabras (pues en la mayor parte de los casos lo están), puede haber una
falacia latente en ellos, y como las consecuencias tal vez estén encadenadas,
puede haber alguna de ellas que sean incoherentes. Son muy pocos los discursos
breves, claros y tan consistentes que la mayoría de los hombres no puedan,
con gran satisfacción para ellos mismos, achacarles esa duda, y a partir de
cuya convicción puedan, sin ningún reproche de falta de honradez o de razón,
verse libres de ellos mediante esta antigua máxima: non persuadebis, etiamsi
persuasevis (aunque no pueda responder, no cederé).
14. Supuestos argumentos para lo contrario
En segundo lugar, las probabilidades manifiestas se pueden
evadir y privarles del asentimiento, en base de esta sugerencia: «Todavía no
conozco todo lo que se puede decir en contra». Y, por tanto, aunque haya sido
derrotado, no resultará necesario que ceda, puesto que desconozco las fuerzas
que aún tengo en la reserva. Este es un subterfugio tan abierto y tan amplio
la convicción, que resulta difícil determinar cuando un
hombre se sale totalmente de su ámbito.
15. Qué probabilidades determina
naturalmente
el asentimiento
Sin embargo, hay algunos límites, y cuando un hombre ha
inquirido cuidadosamente todos los fundamentos de la probabilidad y de lo
improbable, cuando ha hecho todo cuanto está en su mano para informarse
honradamente de todas las particularidades, y cuando ha sumado los pros y los
contras de ambos lados, puede, en la mayor parte de los casos, llegar a conocer en qué
lado se encuentra la probabilidad dentro de la consideración global del asunto.
Porque existen algunas pruebas en determinados asuntos de la razón que, al
ser suposiciones que están bajo una experiencia universal, son tan decisivos y
claros, y algunos testimonios en los asuntos de facto son tan universales que
no es posible rehusarles el asentimiento. De manera que pienso que podemos
concluir que, en las proposiciones donde aunque las pruebas están a la vista
sean muy importantes, sin embargo, hay fundamento suficiente para
sospechar que existe una falacia en las palabras, o que ciertas pruebas son
susceptibles de inclinar la balanza al lado contrario; entonces, el
asentimiento, la suspensión o el disentimiento constituyen a menudo acciones
voluntarias. Pero cuando las pruebas son de tal naturaleza que lo hacen
altamente probable, y cuando no existe un fundamento suficiente para sospechar
que hay falacia en las palabras (lo cual una consideración sosegada y seria
puede llegar a des- cubrir) o que no existen pruebas igualmente válidas,
todavía sin descubrir, en el otro sentido (lo cual también la naturaleza de
las cosas puede en algunos casos llegar a hacer evidente a un hombre
reflexivo), entonces, digo, un hombre que haya sopesado esto detenidamente,
difícilmente podrá rehusar su asentimiento hacia aquel lado que parezca tener
un mayor índice de probabilidad. Por ejemplo, si puede ser probable que un conjunto heterogéneo de letras de imprenta puedan con frecuencia caer en un
cierto orden y con un determinado método de manera que produzcan en el papel
un discurso coherente, o si es probable que un concurso ciego y fortuito
de átomos, no gobernado por ningún agente dotado de entendimiento, formen
frecuentemente los cuerpos de cualquier especie animal, en estos casos y en
otros similares, pienso que nadie que los considere podrá ni un solo instante
dudar sobre a qué lado inclinarse, ni tener ninguna duda sobre el asentimiento
que debe otorgar. Por último, cuando no pueda haber ninguna sospecha (siendo la
cosa indiferente por su propia naturaleza, y totalmente dependiente
del testimonio de los testigos) para suponer que haya testimonios tan dignos de
crédito en favor como en contra del hecho atestiguado, el cual únicamente se
puede llegar a conocer por medio de una investigación, por ejemplo, saber si
existió hace mil setecientos años un hombre en Roma tal como se dice que fue
Julio César, en tales casos, digo, no creo que sea posible que un hombre
razonable pueda negar su asentimiento, sino que, por el contrario, asentirá
ante todas estas probabilidades. En otros casos menos claros, pienso que está
dentro de la facultad del hombre el suspender su asentimiento, y tal vez
contentarse con las pruebas que tienen en el caso que favorezcan la opinión
más acorde con sus deseos o sus investigaciones, para de esta manera terminar
la investigación. Pero que un hombre otorgue su asentimiento hacia el lado en
que encuentra menos probabilidades, me parece algo totalmente impracticable, y
tan imposible como el creer que una cosa es probable e improbable a la vez.
16. Cuándo está en nuestro poder suspender nuestro
juicio
Al igual que el conocimiento no es más
arbitrario que la percepción, yo creo que el asentimiento no está más en
nuestro poder que el conocimiento. Cuando el acuerdo entre dos ideas
cualesquiera aparece ante nuestra mente, sea de una manera inmediata o por medio
de la ayuda de la razón, no puedo más el dejar de percibirlo, ni puedo evitar
conocerlo en mayor medida que lo que pueda dejar de ver aquellos objetos sobre
los que recae mi vista y a los que miro a plena luz del día; y lo que,
después de un examen cuidadoso encuentro como lo más probable, no puedo
denegarle mi asentimiento. Pero aunque no podamos impedir nuestro conocimiento,
después de haber percibido el acuerdo entre dos ideas, ni podemos impedir
nuestro asentimiento después de que se hace evidente la
probabilidad, y tras la debida consideración de todo aquello por la que la
hemos medido, sí podemos, sin embargo, impedir tanto el conocimiento como el
asentimiento, al suspender nuestras investigaciones sin utilizar nuestras
facultades en la búsqueda de alguna verdad, pues en otro caso la ignorancia, el
error y la infidelidad nunca deberían considerarse como una falta.. De esta
manera, en algunos casos, podemos impedir el suspender nuestro asentimiento,
pero ¿acaso un hombre versado en historia moderna o antigua puede dudar de si
existe un lugar como Roma, o de si existió un hombre como Julio César?
Además, hay millones de verdades que ese hombre no tiene interés, o piensa que
no tiene el interés de conocerlas; como si nuestro rey Ricardo III era jorobado
o no, o si Rogelio Bacon era un matemático o un mago. En estos casos y en otros
semejantes, en los que el asentimiento en uno u otro sentido no tiene gran
importancia para los deseos de nadie, pues no dependen de esa determinación
ninguna clase de acción, no resulta sorprendente que la mente elija la opinión
más en boga o que se deje llevar por la de alguien que acaba de llegar. Estas
opiniones y otras similares tienen tan poco peso y consideración que, como
las manchas del sol, raramente se advierten sus influencias. Encuentran en la
mente como por un azar y allí se las deja flotar libremente. Pero cuando la
mente considera que la proposición tiene alguna trascendencia para ella, cuando
cree que el asentimiento o la falta de asentimiento le pueden acarrear
consecuencias de importancia, y que el bien o el mal dependen de una elección o un rechazo adecuados,
de manera que la mente se dedica a investigar con seriedad en pos de la
probabilidad más acertada, en ese caso, digo, pienso que no está dentro de nuestra capacidad de elección el que tomemos la solución que más nos
agrade, cuando aparezca una clara ventaja de probabilidad en uno de los lados.
En este caso, pienso que el asentimiento vendrá determinado por la mayor
probabilidad, más de lo que podría evitar saber que una cosa es verdad cuando percibe el acuerdo o el
desacuerdo entre dos ideas.
Si esto es así, el fundamento del error estaría en las
falsas medidas de la probabilidad, lo mismo que el fundamento del vicio
radicaría en las falsas medidas del bien.
17. Cuarto, la autoridad
La cuarta y última medida errónea de probabilidad que voy a
señalar, y que mantiene en la ignorancia o en el error a más personas que
todas las otras juntas, es aquella que ya mencioné en el capítulo anterior; me
refiero a aquella que consiste en ceder nuestro asentimiento ante opiniones
comúnmente recibidas, bien de nuestros amigos o camaradas, bien en nuestro
vecindario o en nuestro país. ¿Cuántos hombres no hay que no tienen más
fundamento para sus opiniones que una supuesta honestidad, sabiduría o el
conjunto de quienes son de su misma profesión? Como si los hombres honestos o
muy cultos no pudieran incurrir en el error; o como si la verdad se pudiera
establecer mediante el voto de la multitud; y, sin embargo, éste es el criterio
que siguen una gran mayoría de los hombres. Pues este criterio goza del apoyo de la
venerable
antigüedad, y me llega como pasaporte de las edades, por lo que puedo tener
la seguridad ante la aceptación que les otorgo; todo lo que se me
argumentará es que otros hombres han abrazado y abrazan la misma doctrina, con
lo que nada debiera ser más razonable que yo la abrace también. Y más
justificado estaría que un hombre estableciera sus opiniones echando una
moneda al aire que siguiendo aquella norma. Todos los hombres están expuestos
al error, y la mayor parte de ellos están muy expuestos a llegar al bien por
sus pasiones, bien por sus intereses. Si pudiéramos descubrir los motivos
ocultos que influyeron en los nombres famosos y cultos del mundo, y en los
jefes de los partidos, encontraríamos que no siempre fue el deseo de abrazar la verdad, por amor a la
misma, lo que les llevó a defender unas doctrinas, las cuales hicieron suyas y
que siempre mantuvieron. Una cosa, al menos, es cierta, y es que no hay ninguna
opinión tan absurda que no pueda un hombre admitir como un fundamento tal. Ni
puede nombrarse ningún error que no haya tenido sus transmisores, pues nunca le
faltarán a un hombre caminos erróneos para seguir, cuando él piensa que está
en el sendero adecuado que otros le han marcado.
18. No son tantos los errores en los que incurren los hombres como generalmente
se piensa
Pero a pesar del mucho ruido que se hace en el inundo sobre
los errores y opiniones de la humanidad, quiero hacerle justicia al declarar que
no son tantos los hombres que caen en el error y en las opiniones equivocadas
como generalmente se piensa. Y no porque yo crea que todos abrazan la verdad,
sino porque en estas doctrinas en las que tanto alborotan, realmente no tienen
ningún pensamiento ni ninguna opinión. Porque si alguien se tomara la
molestia de catequizar un poco a la mayor parte de las sectas que existen en
el mundo, no hallaría en ellas ninguna opinión propia sobre unas materias que
con tanto celo defienden, y mucho menos tendría motivos para suponer que las
habían aceptado tras el examen de los argumentos y la valoración de las
probabilidades. Se han acostumbrado a seguir al partido al que se encuentran
adscritos por su educación o por sus intereses, y en él, como un soldado
cualquiera de un ejército, demuestran su valor y su determinación según los
mandatos de sus caudillos, sin examinar, e incluso sin conocer la razón por la
que ellos combaten. Si a través de las formas de vida de un hombre se llega a
conocer que la religión no constituye para él una preocupación seria, ¿por
qué razón hemos de pensar que ese hombre se calienta la cabeza con las opiniones de su iglesia, y que se preocupa de examinar los
fundamentos de esta o aquella doctrina? Para él resulta suficiente con
obedecer a sus caudillos y con apoyar con su mano y con su voz la causa común,
de manera que esto le sirva para proporcionarse crédito, prebendas o
protecciones de esa sociedad. Así es como los hombres llegan a ser partidarios
y defensores de aquellas opiniones de las que nunca estuvieron convencidos o
sobre las que nunca reflexionaron, y acerca de las cuales ni siquiera tuvieron
en su cabeza las ideas más vagas; y aunque no pueda decir que hay menos
opiniones improbables o erróneas en el mundo que las que realmente existen, sin
embargo, esto es cierto: que existen menos personas que este momento les
conceden su asentimiento y las toman equivocadamente por verdades de lo que se
imagina.