LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO


Capítulo IV
ACERCA DE LA REALIDAD DEL CONOCIMIENTO

1. Una objeción: si el conocimiento reside en nuestras ideas puede ser irreal o quimérico
Estoy seguro de que, a estas alturas, mi lector tendrá la sensación de que durante todo este tiempo no he estado construyendo sino un castillo en el aire, y que estará tentado de preguntarme que a qué viene tanto ruido. Afirmas -me podrá decir- que el conocimiento no es sino la percepción del acuerdo o desacuerdo de nuestras propias ideas, pero ¿quién sabe lo que son esas ideas? ¿Existe algo más extravagante que la imaginación del cerebro humano? ¿Dónde existe una cabeza que no tenga una quimera en ella? O si hay un hombre justo y sabio, ¿qué diferencia puede haber, según tus reglas, entre su conocimiento y el de la mente más extravagante y fantasioso del mundo? Ambos tienen sus ideas y perciben el acuerdo o desacuerdo que existe entre ellas. Si alguna diferencia hay entre ellos, la ventaja estará de parte del hombre de imaginación más calenturienta, ya que tendrá mayor número de ideas, y más vivaces. Y de este modo, según tus reglas, él será el más conocedor. Y si es verdad que todo conocimiento depende únicamente de la percepción del acuerdo o desacuerdo de nuestras propias ideas, las visiones de un entusiasta y los razonamientos de un hombre sobrio serán igualmente ciertas. Nada importa cómo sean las cosas: será suficiente con que un hombre observe el acuerdo de sus propias imaginaciones, y con que hable de manera convincente, para que todo sea verdad, para que todo sea cierto. Semejantes castillos en el aire serán unas fortalezas de verdad tan grandes como las demostraciones de Euclides. Que una arpía no es un centauro es, de esta manera, un conocimiento tan cierto y tan verdadero como que un cuadrado no es un círculo.
Pero ¿para qué le sirve todo este bonito conocimiento de la imaginación de los hombres al hombre que pregunte por la realidad de las cosas? Las fantasías de los hombres no tienen ninguna importancia; es el conocimiento de las cosas lo que se debe valorar; lo único que da valor a nuestros razonamientos, y preferencia al conocimiento de una persona sobre el de otra, es que este conocimiento esté basado en como realmente son las cosas, y no en sueños y fantasías.
2. Respuesta
A todo lo cual respondo que si el conocimiento de nuestras ideas termina en ellas y no alcanza más allá, cuando se intenta conseguir alguna cosa más, nuestros pensamientos más serios no serán de mayor utilidad que los sueños de un loco, y las verdades construidas sobre ellos no tendrán más peso que las disertaciones de un hombre que una serie de cosas claras en sus sueños, y las utiliza con gran seguridad. Pero confío en que antes de terminar podré hacer evidente que
esta manera de certidumbre, por el conocimiento de nuestras propias ideas, va un poco más allá de la mera imaginación, y creo que resultará claro que toda la certidumbre de las verdades generales que el hombre tiene no radica en nada más.
3. ¿Cuál será el criterio de este acuerdo?
Es evidente que la mente no conoce las cosas de forma inmediata, sino tan sólo por la intervención de las ideas que tiene sobre ellas. Nuestro conocimiento, por ello, sólo es real en la medida en que existe una conformidad entre nuestras ideas y la realidad de las cosas. Pero ¿cuál será ese criterio? ¿Cómo puede la mente, puesto que no percibe nada sino sus propias ideas, saber que están de acuerdo con las cosas mismas? Esto, aunque parece ofrecer cierta dificultad, pienso que se puede resolver, sin embargo, con la consideración de que existen dos clases de ideas que podemos asegurar están de acuerdo con las cosas.
4.
Primero, todas las ideas simples se conforman realmente a las cosas
Las primeras son las ideas simples, porque como la mente, según ya se ha mostrado, no puede forjarlas de ninguna manera por sí misma, tienen que ser necesariamente el producto de las cosas que operan sobre la mente de una manera natural, y que producen en ella aquellas percepciones para las que han sido adaptadas y ordenadas por la sabiduría y la voluntad de nuestro Hacedor. De aquí resulta que las ideas simples no son ficciones nuestras, sino productos naturales y regulares de las cosas que están fuera de nosotros, que operan de una manera real sobre nosotros, y que de esta manera llevan toda la conformidad que se pretendió, o que nuestro estado requiere; pues nos representan las cosas bajo aquellas apariencias que ellas deben producir en nosotros, y por las cuales somos capaces de distinguir las clases de sustancias particulares, de discernir los estados en que se encuentran, y de esta manera tomarlas para nuestras necesidades y aplicarlas a nuestros usos. Así, la idea de blancura, o la de amargo, tal como está en la mente, respondiendo exactamente a ese poder de producirla que hay en cualquier cuerpo, tiene toda la conformidad real que puede o debe tener con las cosas que están fuera de nosotros. Y esta conformidad entre nuestras ideas simples y la existencia de las cosas resulta suficiente para un conocimiento real.
5.
Segundo, todas las ideas complejas, excepto las ideas de sustancias, son sus propios arquetipos
En segundo lugar, como todas nuestras ideas complejas, a excepción de las de las sustancias, son arquetipos forjados por la mente, y no intentan ser copia de nada, ni referirse a la existencia de ninguna cosa que sirva como original, no pueden carecer de ninguna conformidad necesaria para un conocimiento real. Porque aquello que no está destinado a representar ninguna cosa sino a sí mismo, nunca puede ser capaz de una representación errónea, ni puede apartarnos de una verdadera aprehensión de cosa alguna, por su disimilitud con ella; y así son, con excepción de las sustancias, todas nuestras ideas complejas. Las cuales, según he mostrado en otro lugar, son combinaciones de ideas que la mente, por su libre elección, reúne sin considerar que tengan ninguna conexión con la naturaleza. Y de aquí resulta que en todas estas clases las ideas mismas son consideradas como los arquetipos, y las cosas son consideradas únicamente en tanto en cuanto se ajustan a ellos, De manera que no podemos por menos que estar infaliblemente seguros de que todo el conocimiento que tenemos sobre estas ideas es real, y que alcanza las cosas mismas. Porque en todos nuestros pensamientos, razonamientos y discursos de esta clase, no nos dirigimos a la consideración de las cosas sino en tanto en cuanto se conforman a nuestras ideas. De manera que, en este caso, no podemos menos que alcanzar una realidad cierta e indubitable.
6.
De aquí la realidad del conocimiento matemático
No dudo que se admitirá fácilmente que el conocimiento que tenemos de las verdades matemáticas no es sólo un conocimiento cierto, sino también real, y no la mera y vacía visión de una quimera insignificante del cerebro. Y, sin embargo, si lo consideramos detalladamente, encontraremos que se trata sólo de nuestras propias ideas. El matemático considera la verdad y las propiedades que pertenecen a un rectángulo o a un círculo únicamente en cuanto están en unas ideas de su propia mente. Pues seguramente nunca encontró ninguna de esas dos verdades existiendo matemáticamente, es decir, precisamente, en su vida. Y, sin embargo, el conocimiento que tiene de cualquiera de las verdades o propiedades que pertenecen a un círculo, o a cualquier otra figura matemática, es el de algo verdadero y cierto, incluso de cosas realmente existentes, ya que las cosas reales no van más allá, ni se tienen en cuenta en tales proposiciones sino en cuanto se conforman con aquellos arquetipos de la mente. En la idea de un triángulo, ¿es cierto que sus tres ángulos son iguales a dos rectos? En caso afirmativo, también será cierto de un triángulo dondequiera que realmente exista. Y si cualquier otra figura existente no responde exactamente a la idea de triángulo que tiene en su mente, en absoluto se refiere a esa proposición. Y por todo ello él tiene la certidumbre de que su conocimiento sobre tales ideas es un conocimiento real, porque, como no pretende que las cosas vayan más lejos de su conformidad con aquellas ideas suyas, está seguro de que conoce lo que se refiere a esas figuras, en el momento en que ellas tenían una existencia meramente ideal en su mente, así como se tendrá también la verdad de aquéllas cuando tengan una existencia real en la materia, puesto que sus reflexiones solamente giran en torno a esas figuras que son las mismas dondequiera y como quiera que existan.
7. Y
del conocimiento moral
De lo anterior se evidencia que el conocimiento moral es tan capaz de una certidumbre real como el matemático. Pues como la certidumbre no es sino la percepción del acuerdo o desacuerdo de nuestras ideas, y la demostración no es sino la percepción de dicho acuerdo, con la intervención de otras ideas o medios, nuestras ideas morales, lo mismo que las matemáticas, siendo arquetipos en sí mismas, y, por tanto, siendo ideas adecuadas y completas, todo el acuerdo o des- acuerdo que encontremos en ellas producirá un conocimiento real, al igual que el conocimiento de las figuras matemáticas.
8.
La existencia no es un requisito para que el conocimiento abstracto sea real
Para la obtención del conocimiento y la certidumbre es un requisito que tengamos ideas determinadas, y para que nuestro conocimiento sea real resulta necesario que nuestras ideas respondan a sus arquetipos. Y nadie se asombre de que yo sitúe la certidumbre de nuestro conocimiento en la consideración de nuestras ideas con tan poco cuidado y consideración (como a primera vista puede parecer) de la existencia real de las cosas, ya que la mayor parte de los pensamientos y motivos de las disputas entre aquellos que pretenden ocuparse en la investigación de la verdad y de la certidumbre resultarán no ser, si no me equivoco, sino proposiciones generales y nociones en las que nada tiene que ver en absoluto la existencia. Todos los discursos de los matemáticos sobre la cuadratura del círculo, sobre las secciones cónicas o sobre cualquier otra parte de las matemáticas nada tienen que ver con la existencia de esas figuras, sino que sus demostraciones, que dependen de sus ideas, son las mismas, con independencia de que en el mundo existan un cuadrado o un círculo. De la misma manera, la verdad y la certidumbre de los discursos morales abstraen de las vidas de los hombres y de la existencia en el mundo de aquellas virtudes sobre las que tratan; y los Oficios de Tulio no son menos ciertos porque no exista nadie en el mundo que practique tales reglas rigurosamente y que viva a la altura del modelo de hombre virtuoso que supo darnos, y que, cuando éste escribía, solamente existía en su idea. Si es verdad dentro de la especulación, es decir, dentro de la idea, que el asesino se hace acreedor a la muerte, también será cierto en la realidad de cualquier acción que exista conforme con esa idea de asesinato, Por lo que se refiere a otras acciones, la verdad de esa proposición no las concierne. Y así es respecto a todas las demás especies de cosas, que no tienen otras esencias sino las ideas que están en las mentes de los hombres.
9.
No será menos verdadero o cierto porque las ideas morales son obra nuestra
Sin embargo, se podrá decir que si el conocimiento moral se sitúa en la contemplación de nuestras propias ideas morales, y éstas, como los demás modos, son obra nuestra, ¿qué extrañas no habrá acerca de la justicia y de la templanza? ¿Qué confusión de vicios y virtudes si cada uno puede forjarse las ideas que desee? No habrá más confusión o desorden en las cosas mismas, o en los razonamientos que se hagan sobre ellas, que el que los matemáticos encontrarían en sus demostraciones, o en un cambio en la propiedad de las figuras y de sus relaciones, si un hombre hiciera un triángulo con cuatro ángulos o un trapecio con cuatro ángulos rectos, es decir, para expresarlo en un inglés normal, si cambiara los nombres de las figuras y llamara con un nombre a aquellas que los matemáticos designan por otro. Pues imaginemos que un hombre se forja la idea de una figura de tres ángulos, uno de los cuales es recto, y se le ocurre denominarla «equilátero», «trapecio» o de cualquier otra manera; las propiedades de esa figura y las demostraciones sobre esa idea serán las mismas que si le hubiera dado el nombre de triángulo rectángulo. Admito que el cambio en un nombre, debido a la falta de propiedad del lenguaje podrá, en un principio, confundir a quien no conozca la idea que se quiere significar; pero en el mismo momento en que se dibuje la figura, las consecuencias y las demostraciones resultarán claras y sencillas. Exactamente igual ocurre con respecto al conocimiento moral. Imaginemos que un hombre tiene la idea de quitar las cosas a los demás, sin el consentimiento de éstos, cosas que ellos han obtenido de manera honrada, y se le ocurre llamar a esta idea «justicia». Quien tome aquí el nombre sin la idea que conlleva, incurrirá en un error al unir otra idea suya a ese mismo nombre, Pero, sepárese la idea de ese nombre, o tómese tal y como era en la mente del hablante, y le convendrán las mismas cosas que serían adecuadas para el término injusticia. En verdad que los nombres equivocados en los discursos morales son, por regla general, origen de discordias, ya que no resulta tan fácil el rectificarlos como en las matemáticas, donde la figura, una vez dibujada y vista, deja el nombre sin utilidad y sin ninguna fuerza. Pues ¿qué necesidad tenemos de un signo, cuando la cosa significada está presente y a la vista? Pero en los nombres morales esto no puede conseguirse de una forma tan rápida y breve, a causa de la gran cantidad de composiciones que entran en la formación de las ideas complejas de los modos. Sin embargo, y pese a todo esto, la confusión de cualquiera de esas ideas que haga que se den nombres contrarios a la usual significación de las palabras en un lenguaje determinado, no impide que podamos tener un conocimiento cierto y demostrativo sobre sus distintos acuerdos y desacuerdos, siempre que nos atengamos cuidadosamente, como hacemos en las matemáticas, a las mismas ideas precisas, y que las examinemos en sus distintas relaciones sin dejarnos confundir por sus nombres. Si separamos la idea que estemos considerando del signo que la significa, nuestro conocimiento marchará igual- mente hacia el descubrimiento de una verdad real y cierta, cualquiera que sea el sonido que usemos.
10. La confusión de los nombres no altera la certidumbre del conocimiento
Hay otra cosa de la que se debe tomar nota, y es que donde Dios o cualquiera otro legislador han definido algunos nombres morales, han formado la esencia de esas especies a las que esos nombres pertenecen, por lo que no hay peligro, en tales casos, de aplicarlos o usarlos en otro sentido. Pero en el resto de los casos, lo único que se hace es incurrir en una mera impropiedad del lenguaje al aplicar esos nombres de manera contraria a los usos comunes del país. Sin embargo, esto tampoco altera la certidumbre del conocimiento que todavía se puede obtener mediante una contemplación debida y por la comparación de aquellas ideas a las que se ha dado un sobrenombre.
11. Tercero. Nuestras ideas complejas de las sustancias tienen sus arquetipos fuera de nosotros, por lo que el conocimiento resulta escaso
En tercer lugar, hay otra clase de ideas complejas que, al referirse a arquetipos que están fuera de nosotros, pueden diferir de ellos y de esta manera, nuestro conocimiento puede llegar a ser escasamente real. Tales son nuestras ideas de las sustancias que, consistiendo en una colección de ideas simples, que se supone han sido tomadas de las obras de la naturaleza, pueden, sin embargo, ser diferentes de aquellos, cuando
contienen más ideas, u otras diferentes, que las que se encuentran reunidas en las cosas mismas. De lo que viene a acontecer que pueden fallar, y en efecto con frecuencia lo hacen, de ser una exacta conformidad respecto a las cosas mismas.
12.
En la medida en que nuestras ideas están de acuerdo con esos arquetipos que están fuera de nosotros, en esa misma medida nuestro conocimiento sobre ellos es real
Así, pues, afirmo que para tener ideas de las sustancias que por su conformidad con las mismas pueden ofrecernos un conocimiento real, no es suficiente, como en los modos, con reunir ideas tales que no sean inconsistentes, aunque nunca hayan existido de esa manera; así, por ejemplo, las ideas de sacrilegio, de perjurio, etc., que eran unas ideas tan reales y verdaderas antes, como después de la existencia de esos hechos. Pero como se supone que nuestras ideas de las sustancias son copias, y se refieren a unos arquetipos que están fuera de nosotros, deben haber sido tomadas de cosas que existen o han existido, y no deben consistir en ideas reunidas según el capricho de nuestros pensamientos, sin someterse a ningún modelo real del que hayan sido tornadas, aunque no podamos advertir ninguna inconsistencia en una combinación tal. La razón de esto es que, como no conocernos cuál sea la constitución real de las sustancias de la que dependen nuestras ideas simples, y cuál sea efectivamente la causa de la estricta unión de algunas de ellas con otras, y de la exclusión de otras, hay muy pocas de las que podamos asegurar que son consistentes o inconsistentes en la naturaleza, más allá de lo que la experiencia y la observación sensible alcanzan. Por tanto, la realidad de nuestro conocimiento sobre las sustancias se funda en lo siguiente que todas nuestras ideas complejas sobre ellas deben ser tales, y únicamente tales, que estén formadas de otras
simples que se hayan descubierto que coexisten en la naturaleza. Y así, aunque nuestras ideas son verdaderas, por más que tal vez no sean copias muy exactas, son, sin embargo, los sujetos de todo conocimiento real (si es que podemos tener alguno) que tengamos de ellas. Y este conocimiento, como ya se ha mostrado, no alcanza muy lejos, pero cuando así es será un conocimiento real. Cualesquiera que sean las ideas que tengamos, el acuerdo de éstas con respecto a otras seguirá siendo un conocimiento. Si estas ideas son abstractas, se tratará de un conocimiento general; pero para que sea real, cuando se trata de sustancias las ideas deberán ser tomadas de la existencia real de las cosas. Cualesquiera ideas simples que se han encontrado coexistiendo en cualquier sustancia son de tal naturaleza que las podemos unir, confiadamente, otra vez, y de esta manera forjarnos las ideas abstractas de las sustancias. Pues todo lo que ha tenido una unión en la naturaleza una vez, puede unirse de nuevo.
13. En nuestras investigaciones sobre las sustancias debemos tener en cuenta las ideas, y no limitar nuestros pensamientos a los nombres o a las especies que se supone han quedado establecidas por esos nombres
Si consideramos adecuadamente esto, y no limitamos nuestros pensamientos y nuestras ideas abstractas a los nombres, como si no hubiera, o no pudiera haber, otras clases de cosas, que ya han quedado establecidas por los nombres conocidos y, por decirlo así, ya determinadas, pensaremos sobre las cosas con mayor libertad y menor confusión de lo que tal vez lo hacemos ahora. Posiblemente se considere como una paradoja atrevida, si no se tacha de peligrosa falsedad, el que yo diga que unos estúpidos, que han vivido cuarenta años seguidos sin ninguna muestra de razón, son unos intermedios entre el hombre y la bestia. Pero este prejuicio está fundado únicamente en una falsa suposición, suposición que implica que esos dos nombres, hombre y bestia, significan especies distintas determinadas por esencias reales hasta tal punto que no puede haber ninguna especie entre ellas. En tanto que, si hacemos abstracción de esos nombres, y de la suposición de tales esencias específicas establecidas por la naturaleza, en las que todas las cosas de la misma denominación tienen exacta e igualmente la misma denominación; si no nos proponemos imaginar que hay un cierto número de esencias en las que todas las cosas, como en moldes, hubieran sido vaciadas y forjadas, podremos encontrar que las ideas de forma, de movimiento y de vida de un hombre privado de razón, son tan distintas y constituyen una clase de cosas tan distintas del hombre y de la bestia, como sería diferente la idea de la forma de un asno que tuviera razón de la de un hombre o una bestia, pues constituiría una especie de animal intermedio o distinto de ambos.
14.
Se contesta a la objeción que niega que un estúpido sea algo intermedio entre un hombre y una bestia
Aquí todo el mundo se aprestará a preguntarme -de suponer que los estúpidos pueden que si se puede considerarse como algo entre el hombre y la bestia, ¿qué son entonces? A esto respondo que son «estúpidos» y que esta palabra es bastante adecuada para significar algo diferente de «hombre» o «bestia», al igual que estos nombres de hombre y bestia tienen un significado diferente entre sí. Esto, considerado adecuadamente, puede resolver este asunto y mostrar lo que pretendo decir sin necesidad de más explicaciones. Pero como no soy tan ignorante del celo de algunos hombres, que siempre están dispuestos a deducir consecuencias y a ver amenazas para la religión, en el momento en que alguien osa discrepar de su manera de hablar, como no soy tan ignorante, opino como para no ver los calificativos que se colocarían a una proposición semejante a la que yo he formulado, y para saber, sin ninguna duda, que se preguntará que si los estúpidos son algo entre hombre y bestias qué será de ellos en el otro mundo, me apresuro a responder que, en primer lugar, no me corresponde a mí ni saberlo ni investigarlo, pues por su propio señor están en pie o caen. Y determinemos o no alguna solución sobre ello, su condición no se verá mejorada o empeorada. Ellos se encuentran en manos de un fiel Creador y de un bondadoso Padre, que no disponen de sus criaturas según nuestros estrechos pensamientos u opiniones, ni las distingue según los nombres y las especies de nuestra invención. Y nosotros, que tan poco sabemos de este mundo actual en el que nos encontramos, pienso que deberíamos abstenernos de ser perentorios en las definiciones de los diferentes estados en que quedarán las criaturas cuando dejen su actual estado. Deberá resultarnos suficiente el que El haya comunicado a todos los que son capaces de instrucción, de discurso y de raciocinio que serán llamados a rendir cuentas y que recibirán su premio o castigo de acuerdo con lo que hayan hecho de su cuerpo.
15. ¿Qué será de los estúpidos en el futuro?
Pero, en segundo lugar, respondo que la fuerza de la pregunta de esos hombres (es decir, ¿qué será de los estúpidos en un estado futuro?) está fundada en una de las dos siguientes suposiciones, las cuales son falsas una y otra. La primera es que todas las cosas que tengan una forma exterior y la apariencia de un hombre deben estar necesariamente designadas a una existencia inmortal futura después de esta vida. O, en segundo lugar, que todo lo que tiene un nacimiento humano debe tener el mismo fin. Rechácense semejantes imaginaciones, y se podrá advertir que tales preguntas carecen de fundamento y son ridículas. Así pues, me gustaría que quienes piensan que las únicas diferencias entre ellos y un estúpido son accidentales, y que la esencia entre ellos es exactamente la misma, consideren si pueden imaginar que la inmortalidad va aneja a cualquier parte exterior del cuerpo. Supongo que la mera enunciación de esto será suficiente para demostrar que no es así. Pues todavía no he oído hablar de nadie tan inmerso en la materia que pretenda que las formas de las partes groseras, externas y sensibles, tendrán una vida eterna, o que ésta sea una consecuencia necesaria de ello; o que cualquier masa de materia podrá, después de su disolución en este mundo, quedar restablecida en el futuro en un estado perpetuo de sensación, percepción y conocimiento, tan sólo porque fue modelado con tal o cual forma, y porque sus partes visibles estuvieron estructuradas de esta o aquella manera. Una opinión como ésta, que sitúa la inmortalidad en una cierta forma superficial, cierra todas las puertas a la consideración de un alma o de un espíritu, única base que hemos tenido hasta ahora para afirmar que unos seres son inmortales y que otros no lo son. Supone dar más importancia a lo exterior que a lo interior de las cosas; supone, también, colocar la excelencia del hombre más en la forma externa de su cuerpo que en las perfecciones internas de su alma, que no es sino anexar la inmensa e inestimable prerrogativa de la inmortalidad y de una vida perdurable de la que goza por encima de otros seres materiales, anexarla, digo, a la forma de su barba o al aspecto de su abrigo. Porque esta o aquella forma externa de nuestros cuerpos no conlleva más la esperanza de una duración eterna que la forma del traje de un hombre conlleva los fundamentos racionales para imaginar que jamás se desgastará, o que hará inmortal al que lo lleve puesto. Quizá se arguya que nadie piensa que la forma es lo que hace que algo sea inmortal, sino que la forma es un signo de que dentro existe un alma racional, que es inmortal. Pero me gustaría saber quién la convirtió en signo de eso, pues no basta con afirmar una cosa para que sea así. Necesitaré algunas pruebas para poderme persuadir de ello. Que yo sepa, no hay ninguna figura que hable semejante lenguaje. Porque tan razonable resulta afirmar que el cuerpo muerto de un hombre, en el que no se encuentran más apariencias de vida que en una estatua, tiene, sin embargo, un alma viviente en él a causa de su forma, como lo es que exista un alma racional en un estúpido, debido a que tiene la forma exterior de una criatura racional, aunque sus acciones, en todo el curso de su vida, hayan dado menos muestra de razón de la que se encuentra en cualquier animal.
16. Monstruos
Pero como un estúpido es un descendiente de padres racionales, por tanto, se debería concluir que tiene un alma racional. Sin embargo, no sé en virtud de qué lógica se debe hacer esta afirmación, ya que estoy seguro de que los hombres no admiten una conclusión de esta naturaleza. Porque si la admitieran no tendrían la osadía, como la tienen, de destruir las producciones mal formadas y contrahechas. Sí, dirán, pero es que éstos son monstruos. Sea, pero ¿qué son entonces estos seres estúpidos, babosos e intratables? ¿Puede un defecto del cuerpo producir un monstruo, y no producirlo un defecto del alma, la parte más noble y, según el lenguaje habitual, la más esencial? ¿Puede, acaso, convertir en un monstruo la falta de la nariz o del cuello, y excluir a semejante progenie del rango de los hombres, y no hacerlo la falta de la razón y del entendimiento? Esto supone volver a las teorías que acabamos de refutar; así pues, supone situarlo todo en la forma, y a medir al hombre sólo por su apariencia exterior. Para mostrar que, según la manera común de razonar sobre este asunto, la gente se apoya totalmente en la forma y reduce toda la esencia de la especie humana (como ellos la establecen) a la forma exterior, aunque lo nieguen totalmente y aunque lo tachen de falto de sentido, no necesitaremos sino rastrear en sus pensamientos y sus prácticas, y esto se mostrará totalmente evidente. Se afirma que un estúpido bien formado es un hombre, que tiene un alma racional, aunque no sea aparente. Haz que las orejas sean un poco más largas y más puntiagudas, y que la nariz sea más achatada de lo normal, y comenzarás a dudar. Haz que la cara sea más estrecha, más plana y más alargada y te verás preso de la confusión. Y añádele más y más semejanzas con una bestia, hasta que la cabeza sea perfectamente idéntica a la de un animal, y en este momento afirmarás que es un monstruo, y que queda demostrado para ti que no tiene un alma racional y que debe ser destruido. Ahora bien, yo pregunto: ¿dónde se encuentra la medida justa? ¿Cuáles son los límites de la forma que conllevan un alma racional? Porque desde el momento en que han existido fetos humanos, mitad bestia y mitad hombres, y otros que son tres partes de lo uno y una de lo otro, de manera que es posible que existan con toda una variedad de formas, con una mezcla de hombre o de bestia, quisiera saber cuáles son exactamente los rasgos que, según esta hipótesis, son capaces de que un alma racional se una a ellos. ¿Qué clase de forma exterior es un signo seguro de que hay o no un habitante semejante dentro? Porque hasta que esto no se establezca, hablaremos al azar sobre el hombre, y me temo que seguirá siendo así en tanto nos sigamos guiando por unos determinados sonidos y por la imaginación de unas especies fijas y establecidas en la naturaleza, sin saber lo que éstas sean. Pero, después de todo, me gustaría que se considerase que aquellos que piensan haber resuelto la dificultad únicamente mediante la afirmación de qué feto contrahecho es un monstruo, incurren en el mismo defecto que los que arguyen lo contrario, porque forman una especie intermedia entre el hombre y la bestia. Pues, explíquenme, ¿qué otra cosa es ese monstruo en este caso (si es que la palabra monstruo ha de significar algo), sino algo que no es ni hombre ni bestia, pero que participa de ambos? Y lo mismo exactamente ocurre con el estúpido que hemos estado hablando hasta ahora. Tan necesario resulta abandonar la común noción de especies y esencias, si tratamos de asomarnos verdaderamente a la naturaleza de las cosas y de examinarlas por medio de lo que nuestras facultades pueden descubrir en ellas, y no por las fantasías carentes de fundamento que se han elaborado sobre ellas.
17.
Las palabras y las especies
He mencionado esto aquí porque pienso que no podemos ser demasiado precavidos para que las palabras y las especies, en las nociones ordinarias en que las usamos, se nos impongan. Porque se me ocurre pensar que en eso reside uno de los principales obstáculos para alcanzar un conocimiento claro y distinto, en especial en lo que se refiere a las sustancias; y de aquí ha surgido una gran parte de las dificultades sobre la verdad y la certidumbre. Si pudiéramos acostumbrarnos a separar nuestras contemplaciones y razonamientos de las palabras, en gran medida podríamos remediar este inconveniente dentro de nuestros propios pensamientos, pero, con todo, seguiría perturbándonos en nuestras conversaciones con los demás, mientras retuviéramos la opinión de que las especies y sus esencias son algo más que nuestras ideas abstractas (tal y como son) a las que les anexamos nombres para que las signifiquen.
18.
Recapitulación
En el momento en que percibimos el acuerdo o desacuerdo de cualquiera de nuestras ideas, existe un conocimiento cierto; y en el momento en que estamos seguros de que esas ideas se conforman a la realidad de las cosas, tenemos un conocimiento cierto y real. Y como he señalado aquí las formas que tiene semejante acuerdo con la realidad de las cosas, me parece que he mostrado en qué consiste la certidumbre, la certidumbre real. Lo cual, independientemente de lo que pueda ser para otros, confieso que fue para mí, hasta este momento, uno de los grandes desiderata de que yo tenía gran necesidad.

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