LIBRO IV DEL ENSAYO SOBRE EL ENTENDIMIENTO HUMANO
Capítulo VII
ACERCA DE LAS MÁXIMAS
1 . Las máximas o axiomas son evidentes por sí mismas
Hay una clase de proposiciones que, bajo el nombre de
máximas o axiomas, han pasado por ser principios de la ciencia; y porque son
de suyo evidentes, se ha supuesto que son innatas, sin que nadie (que yo sepa)
haya intentado mostrar la razón y los fundamentos de su claridad y
coherencia. Sin embargo, se debería investigar la razón de su evidencia y
comprobar si sólo es propia de ellas, así como examinar hasta qué
punto influyen y dirigen nuestros conocimientos.
2. En qué consiste esa evidencia de suyo
Según ya he indicado, el conocimiento consiste en la
percepción del acuerdo o desacuerdo de las ideas. Ahora bien, cuando ese
acuerdo o desacuerdo es percibido inmediatamente por sí mismo, sin la
intervención o ayuda de ninguna otra cosa, tenemos entonces un conocimiento de
suyo evidente. Esto es algo que podrá advertir cualquiera que considere una
cualquiera de esas proposiciones a las que, sin ninguna prueba, concede su
asentimiento a primera vista; porque en todas ellas descubrirá que la razón de
su asentimiento proviene del acuerdo o desacuerdo que la mente, por una
comparación inmediata entre ellas, encuentra en esas ideas que responden a la
afirmación o a la negación de la proposición.
3. La evidencia de suyo no es peculiar a los axiomas recibidos
Siendo esto así, consideremos a continuación si esta
evidencia de suyo es peculiar tan sólo a esas proposiciones que
comúnmente caen bajo el nombre de máximas, y a las que se otorga la dignidad
de axiomas. Y aquí resulta evidente que algunas otras verdades, no tenidas por
axiomas, participan igualmente con aquéllas en esta evidencia de suyo. Esto lo
podremos comprobar si examinamos las distintas clases de acuerdo o desacuerdo
de las ideas que he mencionado más arriba, es decir: la identidad, la
relación, la coexistencia y la existencia real. Con esto podremos descubrir
que no sólo son de suyo evidentes aquellas proposiciones que han gozado del
crédito de máximas, sino que también lo son un gran número de otras proposiciones, incluso podríamos decir que un número
infinito.
4.
En cuanto a la identidad y diversidad, todas tas
proposiciones son igualmente evidentes por sí mismas
Porque, primero, como la percepción inmediata de] acuerdo o
desacuerdo de identidad está fundada en que la mente tiene distintas ideas,
esto nos proporciona tantas proposiciones evidentes por sí mismas como ideas
distintas tenemos. Cualquiera que tenga algún conocimiento tiene, como
fundamento del mismo, ideas varias y distintas; y es el primer acto de la
mente (sin el cual nadie es capaz de ningún cono- cimiento) conocer cada una de
sus ideas por sí mismas v distinguirlas de las demás. Cualquier persona puede
advertir en sí misma que conoce las ideas que tiene, del
mismo modo que sabe cuándo se encuentra en su entendimiento cualquiera de ellas
y en qué consiste; y que cuando hay allí más de una sabe que puede
distinguirlas sin ninguna confusión. Y siendo esto así (ya que no hay más
remedio de percibir lo que se percibe), no puede caber ninguna duda, cuando una
idea está en la mente, de que está allí, y de que es la idea que es; ni de
que dos ideas distintas, cuando están en la mente, están allí y no son una ni
la misma idea. De tal manera que tales afirmaciones y negaciones se realizan
sin ninguna posibilidad de duda, incertidumbre o vacilación, y necesariamente
deberán ser asumidas en el mismo momento en que se las comprende, es decir,
tan pronto como tengamos en nuestras mentes ideas determinadas que vienen
significadas por los términos de la proposición. Y, en consecuencia, siempre
que la mente considere de manera minuciosa cualquier proposición, de tal
manera que perciba que las dos ideas significadas por los términos, y que son
afirmadas o negadas la una de la otra, son la misma idea o, por el contrario,
son diferentes, adquirirá, de manera infalible, la certidumbre de la verdad de
dicha proposición; y lo mismo sucederá con respecto a aquellas proposiciones
cuyos términos significan ideas más o menos generales, v. gr.: cuando la idea
general de ser se afirma de sí misma, como ocurre en esta proposición: «todo
lo que es, es»; o cuando una idea más particular se afirma de sí misma, como
en «un hombre es un hombre», o en «todo lo que es blanco, es blanco»; o ya
sea que la idea de ser en general sea negada del no ser, que es la única idea
(si es que puedo llamarla así) diferente del ser, como ocurre en la
proposición «es imposible que la misma cosa sea y no sea»; o que cualquier
idea de cualquier ser particular sea negada de otra que es diferente de ella,
como en «un hombre no es un caballo», o «lo rojo no es azul». La diferencia
de las ideas, tan pronto como son entendidos los términos, hace que la verdad
de la proposición se haga inmediatamente manifiesta, y esto con igual certidumbre y facilidad en las proposiciones menos
generales como en las más generales; y todo ello por una misma razón, a saber:
porque la mente percibe, en cualquier idea que tenga, que una idea es idéntica
a sí misma, y que dos ideas distintas son diferentes y no las mismas; y ello
con la misma certidumbre en las ideas más generales como en las menos, en las
abstractas y en las comprensivas. Por tanto, no resulta exclusivo de estas dos
proposiciones generales («todo lo que es, es», «es imposible que la misma
cosa sea y no sea») el que sean de suyo evidentes por un derecho particular. La
percepción de ser o de no ser no pertenece más a estas ideas vagas,
significadas por los términos «todo lo que» y «cosa», de lo que pertenece
a otra idea cualquiera. Pues no significando estas dos máximas generales sino
que «lo mismo es lo mismo», y que «lo mismo no es diferentes, se trata de
verdades que podemos encontrar en ejemplos más particulares, al igual que en
aquellas máximas más generales, y que se puede conocer en los ejemplos
particulares incluso antes de pensar en aquellas máximas generales, y que
extraen toda su fuerza del discernimiento de la mente ocupada en aquellas
ideas particulares. Nada hay más evidente que la mente, sin la ayuda de
prueba alguna, o de reflexión sobre ninguna de aquellas dos proposiciones
generales, percibe con claridad y conoce con certeza que la idea de blanco es la
idea de blanco, y no la de azul, y que la idea de blanco, cuando está en la
mente, está allí y no ausente. Así pues, la consideración de estos axiomas
nada puede añadir a la evidencia o certidumbre de su conocimiento, Y lo mismo
ocurre (como cualquiera podrá comprobar en sí mismo) en todas las ideas que el
hombre tiene en su mente: sabe que cada idea es ella misma, y que no es
otra; y también sabe que está en su mente, y no fuera de ella, con una
certidumbre que no puede ser mayor. Por tanto, la verdad de ninguna
proposición general puede ser conocida con mayor certidumbre, ni añadir nada
a ésta. De manera que, con respecto a la identidad, nuestro conocimiento intuitivo alcanza tan lejos como nuestras ideas, y
nosotros somos capaces de fabricar tantas proposiciones de suyo evidentes
cuantos nombres tenemos para las ideas distintas. Y apelo a la mente individual
de cada uno para comprobar si la proposición «un círculo es un círculo»
no es una proposición tan evidente de suyo como esta otra, que contiene términos más generales y que establece que «todo lo que es, es»; y la
proposición «lo azul no es rojo», ¿no es acaso una proposición de la que la
mente no puede dudar, en el momento en que entiende sus términos, más de lo
que lo hace en el axioma «es imposible que la misma cosa sea y no sea»? Y lo
mismo ocurre en todas las proposiciones similares.
5. En la coexistencia sólo tenemos unas pocas proposiciones de
suyo evidentes
En segundo lugar, por lo que se refiere a la coexistencia,
o a una conexión tan necesaria entre dos ideas, de manera que cuando una de
ellas se supone en un sujeto, la otra tiene que estar allí necesariamente, la
mente sólo tiene una percepción inmediata de tal acuerdo o desacuerdo en muy
pocas de estas ideas. Y por ello, nuestro conocimiento intuitivo es muy pequeño
en estos casos, y no se encuentran muchas proposiciones que sean de suyo
evidentes, aunque hay algunas que lo son; por ejemplo, puesto que la idea de
ocupar un espacio igual al contenido de sus superficies va unida a nuestra
idea de cuerpo, creo que será una proposición de suyo evidente la que
establezca que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio.
6. En otras relaciones, podemos tener muchas
En tercer lugar, en cuanto a las relaciones de modos, los
matemáticos han formulado muchos axiomas relativos solamente a esa relación de
igualdad. Así, el de que «si se restan cantidades iguales de otras iguales, el resto será igual». Pero aunque esta proposición,
como el resto de las de su clase, sean consideradas máximas por los
matemáticos, y aunque sean verdades incuestionables, sin embargo, creo que
cual- quiera que las considere detenidamente encontrará que no tienen
una evidencia en sí misma más clara que «uno más uno igual a dos», o «si
quitas dos dedos de una mano y otros dos de la otra, el número de dedos
restantes en ambas manos será el mismo». Estas proposiciones, y otras mil
similares que se pueden encontrar en los números, llevan al asentimiento nada
más escuchadas, y conllevan una claridad igual, si no mayor, que aquellos
axiomas matemáticos.
7. En lo que se refiere a la existencia real, no tenemos ninguna proposición
de suyo evidente
En cuarto lugar, en cuanto a la existencia real,
puesto que
no tiene ninguna conexión con ninguna de nuestras ideas, a no ser las de
nosotros mismos y la del Ser Primero, no tenemos, en lo que se refiere a la
existencia real de todo! los otros seres, ni siquiera un conocimiento
demostrativo, y menos un conocimiento evidente por sí mismo, y, por tanto, no
hay máximas por lo que a eso se refiere.
8. Estos axiomas no tienen mucha influencia sobre otros conocimientos
Consideremos a continuación qué influencia tienen estas
máximas recibidas sobre las demás partes de nuestro conocimiento. Las reglas
establecidas en las escuelas, en el sentido de que todos los razonamientos son
ex praecognitis et praeconcessis, parecen poner el fundamento de todo
otro conocimiento en estas máximas, bajo la suposición de que son praecognita.
Pienso que con estas palabras se quieren establecer dos cosas: primero, que
estos axiomas son aquellas verdades que la mente conoce primero; y, segundo, que las
otras partes de nuestro conocimiento dependen de ellas.
9. Porque las máximas o axiomas no son las verdades que hemos
conocido
primero
Primero. Que no son las verdades que la mente conoce en
primer lugar, es algo que resulta evidente por la experiencia, según ya hemos
demostrado en otro lugar (lib. 1, cap. l). Pues ¿ quién no es capaz de observar que un niño sabe con certeza que una persona extraña no es su madre?
O que su botella no es la palmeta del maestro, mucho antes de que sepa que «es
imposible que la misma cosa sea y no sea». Y ¿cuántas no son las verdades
sobre los números que la mente puede observar de una manera obvia, que conoce
y de las que está perfectamente persuadida, antes de que incluso haya pensado
en estas máximas generales a las que los matemáticos en sus argumentaciones
las refieren? La razón de todo esto es muy simple: como aquello que hace que la
mente asienta a tales proposiciones no es nada más que la percepción que tiene
del acuerdo o desacuerdo de sus ideas, según encuentre que se afirman o se
niegan la una de las otras en aquellas palabras que entiende, y sabiendo además
que cada idea es lo que es, y que cada dos ideas distintas no son la misma idea,
necesariamente deberá deducirse que aquellas verdades de suyo evidentes que
consten de ideas que primero estén en la mente, serán las que primero se
conozcan. Y las ideas que primero están en la mente, evidentemente, son sobre
cosas particulares, a partir de las cuales, y de manera paulatina, el
entendimiento procede hacia algunas pocas ideas generales, las cuales, como
están tomadas de los objetos familiares y ordinarios de los sentidos, se
sitúan en la mente, junto con los nombres ,generales a ellas asignados. De esta
manera son las ideas particulares las primeras en ser recibidas y distinguidas, lográndose así el conocimiento sobre ellas. A
continuación, las ideas menos generales o específicas, que son las que
están más cerca de las particulares. Porque las ideas abstractas no resultan
tan obvias ni asequibles. para los niños, o para las mentes no adiestradas,
como las ideas particulares. Y si lo son para los hombres maduros, es tan sólo
por el uso constante y familiar que hacen de ellas. Pues si reflexionamos
con detenimiento sobre esto, encontraremos que las ideas generales son ficciones
y ejercicios de la mente que conllevan una cierta dificultad y no se ofrecen tan
fácilmente como tendemos a imaginar. Por ejemplo, ¿no se requiere esfuerzo y
habilidad para formar la idea general de un triángulo (que no es de las más
abstractas, comprehensivas o difíciles), desde el momento en que no debe ser ni
oblicuo, ni rectángulo, ni equilátero, ni isósceles, ni escaleno, sino todo
eso y a la vez nada de eso en concreto? Realmente es algo imperfecto, que no
puede existir; una idea en la que se reúnen algunas partes de diversas
diferentes e inconsistentes. Verdad es que la mente, en este estado
imperfecto, tiene necesidad de tales ideas e intenta, en cuanto puede,
alcanzarlas en aras a la comunicación y al desarrollo de sus conocimientos,
dos cosas a las que se siente muy inclinada de manera natural. Empero existen
razones para sospechar que semejantes ideas son señales de nuestra
imperfección; o, al menos, todo lo anterior será suficiente para mostrar que
la mayor parte de las ideas más abstractas y generales no son aquellas a las
que la mente asiente en primer lugar y con mayor facilidad, ni las que más
pronto forman parte de sus más tempranos conocimientos.
10. Porque las otras partes de nuestro conocimiento no dependen de su percepción
Segundo. A partir de cuanto se ha dicho, se evidencia que
estas maravillosas máximas no son los principios y fundamentos de todos
nuestros otros conocimientos. Pues desde el momento en que hay muchas otras
verdades que son tan evidentes de suyo como esas máximas, y muchas otras que
conocemos antes que éstas, resulta imposible que sean los principios de los que
deducimos todas las otras verdades. ¿Acaso es imposible saber que uno y dos son
igual a tres, si no es en virtud del axioma que establece que «el todo es igual
a todas sus partes tomadas en conjunto» o de otro semejante? Muchos son los que
saben que uno más dos son igual a tres, sin haber pensado jamás en este axioma
o en otro cualquiera por el que esto resulte probado; y lo saben con la misma
certidumbre con que cualquier otro hombre sepa que «el todo es igual a la suma
de sus partes», o cualquier otra máxima semejante; y todo ello por la misma
razón, de suyo evidente: porque la igualdad de esas ideas es tan cierta y
evidente para él sin estos axiomas, que no necesita ninguna prueba para
percibirlo. Ni, de la misma manera, después de saber que el todo es igual a la
suma de sus partes, sabrá que uno mas dos son igual a tres mejor o con mayor
certidumbre de lo que lo sabía antes. Porque si alguna dificultad surge de
estas ideas, «todo y partes» son términos más oscuros, o al menos más
difíciles de ser determinados por la mente que los de uno, dos y tres. Me
gustaría, de la misma manera, preguntar a esos hombres que pretenden que todo
conocimiento, además del de los principios generales, dependen de unos
principios generales, innatos y de suyo evidentes, cuál es el principio que
se necesita para probar que uno y uno son igual a dos, que dos más dos hacen
cuatro y que tres y tres son seis. Pero como esto se puede llegar a saber sin
necesidad de prueba alguna, resulta evidente que todo conocimiento no
depende de ciertos praecognita o de determinadas máximas generales que
llamamos principios, o bien que aquellas proposiciones son principios; y si
se han de contabilizar como principios, entonces lo serán también una gran
parte de las que tratan de los números. Si a esto añadimos todas las
proposiciones evidentes por sí mismas que se pueden formular sobre todas nuestras ideas distintas, será casi
infinito el número de los principios que los hombres llegan a conocer en
diversas edades, o cómo, al menos, será innumerable; y de cualquier forma, una
gran parte de estos principios innatos nunca será conocido por ellos en toda su
vida. Pero con independencia de que lleguen a la mente más temprano o más
tarde, hay una cosa que se puede afirmar con certeza sobre. ellos: que son
conocidos por su misma evidencia, que son enteramente independientes y que no
reciben ninguna luz, ni son susceptibles de ninguna prueba, los unos con
respecto a los otros; y mucho menos lo son los más particulares de los más
generales, o los más simples de los más compuestos, ya que los más simples
y los menos abstractos son los más familiares y los que se captan con mayor
rapidez y facilidad. Pero sean cuales fueren las ideas más claras, la evidencia
y la certidumbre de todas las proposiciones semejantes es ésta: que un hombre
advierte que la misma idea es la misma idea, y que infaliblemente percibe que
dos ideas diferentes son dos ideas diferentes. Porque cuando un hombre tiene en
su entendimiento las ideas de uno y de dos, la idea de amarillo y la idea de
azul, no puede menos de saber con certeza que la idea de uno es la idea de uno,
y que no es la idea de dos; y que la idea de amarillo es la idea de amarillo y
no la de azul. Pues un hombre no puede confundir las ideas que tiene en su
mente, y que él ha diferenciado, ya que eso significaría que las ha
distinguido y confundido al mismo tiempo, lo cual es una contradicción; y no
tener ideas distintas, significaría no disponer de nuestras facultades y, en
definitiva, no poseer conocimiento alguno. Y, por tanto, siempre que una idea se
afirma de sí misma, o de cualesquiera dos ideas totalmente distintas se niegan
la una de la otra, la mente tiene que asentir a tal proposición como una verdad
infalible desde el momento mismo en que en- tiende sus términos sin vacilación
o necesidad de pruebas, y sin que sea preciso que se incluyan en proposiciones de términos más generales, que llamamos
máximas.
11. Para qué se utilizan estas máximas generales o axiomas
¿Diremos entonces que estas máximas generales no tienen
ninguna utilidad? En absoluto, aunque tal vez su utilidad no sea la que
comúnmente se les atribuye. Pero como el poner el menor reparo acerca de lo que
algunos hombres han asignado a estas máximas puede ser motivo de protestas,
mediante el alegato de que se socavan los fundamentos de todas las ciencias, nos
parece interesante el considerarlas en relación a otras partes de nuestro
conocimiento, y el examinarlas de manera más detallada para establecer en qué
son útiles y en qué no lo son.
1. Resulta evidente, a partir de lo que ya se ha dicho, que
no son de ninguna utilidad para probar o confirmar proposiciones menos generales
y evidentes por sí mismas.
2. También es obvio que no son, ni han sido, la base sobre
la que se ha levantado ninguna ciencia. Sé que existe un derroche de
palabrería, fomentado por los escolásticos, sobre las ciencias y las máximas
en que éstas tienen su base; pero ha sido mi mala suerte la que ha provocado
que nunca me haya encontrado con ninguna de tales ciencias, y mucho menos con
ninguna erigida sobre estas dos máximas que establecen «que lo que es, es»
y «que es imposible que la mima cosa sea y no sea. Y mucho me gustaría se
me indicara dónde se pueden encontrar tales ciencias erigidas sobre dichas
máximas o sobre otros axiomas generales cualesquiera; y me sentiría en deuda
con quien me mostrara la estructura y el sistema de una ciencia construida
sobre estas máximas u otras similares, de manera que no pudiera mostrarse que
este sistema no queda en pie tan firmemente sin hacer consideración de ellas. Pregunto si estas máximas generales no tienen
la misma utilidad en el estudio de la divinidad y en los asuntos teológicos
que tiene en otras ciencias. Evidentemente, también deberían servir en éstas
para acallar a los farsantes y para poner fin a las disputas. Pero creo que
nadie afirmará por ello que la religión cristiana se construye sobre estas
máximas o que el conocimiento que de ella tenemos se deriva de estos
principios. Nosotros lo hemos recibido de la revelación, y sin la revelación
estas máximas en nada podrían habernos ayudado. Cuando encontramos una idea a
partir de cuya intervención descubrimos la conexión existente entre otras dos,
esto es una revelación de Dios a nosotros, por la voz de la razón; porque entonces llegamos a conocer una verdad que antes
desconocíamos. Cuando Dios nos
declara cualquier verdad, ello es una revelación que nos hace a través de la
voz de su Espíritu, y de ese modo logramos avanzar en nuestro conocimiento.
Pero, de cualquier manera, nunca recibimos nuestra luz o adquirimos el conocimiento en virtud de las máximas, sino que, en el primer caso, nos afluye a
partir de las cosas mismas, y observamos la verdad en ellas al percibir su
acuerdo o desacuerdo. Y en el segundo caso, Dios mismo nos lo proporciona de
manera inmediata, y vemos la ver- dad de lo que dice en su veracidad infalible.
3. Tampoco como ayuda en el descubrimiento de verdades
todavía desconocidas. No nos ayudan las máximas en los progresos de las
ciencias ni en el descubrimiento de las verdades todavía desconocidas. Newton, en su libro nunca lo bastante admirado, ha
demostrado varias
proposiciones, que son otras tantas verdades nuevas, antes desconocidas para el
mundo y que suponen importantes avances en el conocimiento matemático. Sin
embargo, para descubrir éstas no fueron las máximas generales que establecen
que «lo que es, es», o que «el todo es mayor que una parte», u otras
semejantes la que le ayudaron. Ni fueron éstas las claves que lo condujeron al
descubrimiento de la ver- dad y de la certidumbre de aquellas proposiciones.
Ni fue por ellas como alcanzó el conocimiento de esas
demostraciones, sino mediante el hallazgo de ideas intermedias que mostraron el
acuerdo o el desacuerdo de las ideas, tal y como quedaron expresadas en las
proposiciones que había demostrado. Este es el mayor y más importante
ejercicio y progreso del entendimiento humano en el desarrollo del
conocimiento y en el avance de las ciencias, y en ello están muy lejos de
recibir ayuda alguna de la contemplación de estas máximas o de otras
semejantes. Si aquellos que muestran esta admiración tradicional por esas
proposiciones, hasta tal punto que llegan a pensar que no se puede dar ni un
solo paso en el avance del conocimiento sin la ayuda de un axioma, ni ponerse
una sola piedra en la construcción de una ciencia sin una máxima general,
distinguieran entre el método para adquirir el conocimiento y el de
comunicarlo; entre el método de hacer avanzar una ciencia y el de enseñarla a
los demás hasta el punto que haya alcanzado, entonces podrían ver que aquellas
máximas generales no son los fundamentos en que se cimentan sus admirables
estructuras de los primeros descubrimientos, ni tampoco las llaves que sirvieron
para abrir y hacer accesible aquellos secretos del conocimiento.
Posteriormente, cuando se establecieron las escuelas, y las ciencias contaron
con profesores que transmitieran a los demás lo que ellos habían descubierto,
con frecuencia se utilizaron máximas, es decir, proposiciones que eran
evidentes por sí mismas o que no podían menos de ser tenidas por verdades. Y
habiendo imbuido en las mentes de sus discípulos estas proposiciones como
verdades incuestionables, las emplearon, en cuanto tuvieron ocasión de
hacerlo, para convencerlos de verdades relativas a casos particulares que no
eran tan familiares a sus mentes como aquellos axiomas generales que ya les
habían sido inculcados, y que habían sido cuidadosa- mente establecidos en sus
mentes. Y aunque estos ejemplos particulares, cuando se les considera detenida-
mente no son de suyo menos evidentes para el entendimiento que las máximas
generales que se aportan para confirmarlos, precisamente fue en estos ejemplos
particulares donde el primer descubridor halló la ver- dad sin la ayuda de las
máximas generales, y lo mismo puede hacer cualquier otro que los considere con
atención.
4. Por tanto, para llegar al empleo que se hace de las
máximas son útiles, en primer lugar, según ya se ha observado para los
métodos ordinarios de la enseñanza de las ciencias hasta el grado en que
éstas hayan avanzado; pero su utilidad es escasa o nula para impulsarlas hacia
adelante.
Y en segundo lugar, son útiles en las disputas para
silenciar a los farsantes obstinados, y para poner punto final a estas
disputas. Aquí solicito el permiso del lector para preguntar si la necesidad de
esas máximas para este fin no vendría dada de la siguiente manera: habiendo
convertido las escuelas a las disputas en la piedra de toque para conocer las
habilidades de los hombres y en criterio para evaluar el conocimiento,
adjudicaron la victoria a aquel que se mantuviera en el campo de batalla, es
decir, que el que tuviera la última palabra sería declarado el mejor en la
argumentación, aunque no lo fuera en la causa. Mas corno por este medio
resultaba muy factible que no se llegara a ninguna decisión entre hábiles
combatientes, mientras que uno pudiera encontrar siempre un medius terminus
para probar cualquier proposición, y mientras que el otro pudiera
constantemente negar con o sin distinción la mayor o la menor; a fin de
evitar, tanto como fuera posible, el que las disputas se convirtieran en un
interminable devenir de silogismos, se introdujeron en las escuelas
determinadas proposiciones generales, la mayor parte de las cuales eran
evidentes de suyo, que como por ser de tal naturaleza que debían ser
admitidas por todos los hombres, fueron tomadas como medidas generales de la
verdad, y sirvieron, en vez de principios (cuando los disputantes no habían
establecido ninguno entre ellos) sobre los que no podían pasarse y de los que
no podía, ninguno de los dos contendientes, desentenderse. Y de esta
manera,
estas máximas tildadas con el nombre de principios, más allá de las cuales
los hombres que tenían una disputa no podían retroceder, fueron erróneamente tomadas como las fuentes y orígenes de donde manaba todo conocimiento, y
como los cimientos sobre los que se erigían todas las ciencias. Porque cuando
sus disputas iban a parar a cualquiera de estas máximas se detenían allí y
no pasaban más adelante, con lo que el asunto se consideraba concluido. Pero
hasta qué punto constituye un error es algo que ya hemos demostrado
suficientemente.
Este método de las escuelas, que se han tenido como
depositarias de todo conocimiento, introdujo, en mi opinión, el empleo de estas
máximas con la mayor parte de las conversaciones que se desarrollaban fuera de
las escuelas, con el fin de tapar la boca a los pensadores a quienes
cualquiera puede cortar en la disputa cuando niegan esos principios evidentes
por sí mismos y generales que todo hombre razonable ha recibido cuando ha
reflexionado alguna vez sobre ellos; sin embargo, su único uso consiste aquí
en poner punto final a las disputas. Estas máximas, a decir verdad, nada
enseñan cuando se las apremia, incluso en aquellos casos, pues de hecho se ha
finalizado la disputa por medio de las ideas intermedias fijadas en el debate,
cuya conexión puede verse sin la ayuda de aquellas máximas de tal manera que
la verdad se conoce antes de que se produzca la máxima, y de que el argumento
vuelva a llevarnos al primer principio. Si los hombres quisieran, en lugar de
luchar por la victoria en un de- bate, averiguar y abrazar la verdad, dejarían
al margen los argumentos erróneos antes de que se hiciera necesario invocar
uno de esos principios. Y de esta manera las máximas tendrían la utilidad de
poner punto final a la perversidad de quienes, por su talento, embrollan a los
ingenuos. Pero como en esto de las escuelas permitió e incluso animó a los
hombres a oponerse a las verdades evidentes hasta que quedaran desconcertados, es decir, hasta que llegaran a una
contradicción con sí mismo con respecto a alguno de los principios
establecidos, no debe extrañarnos que no se avergüencen en la conversación
común de caer en aquello que en las escuelas se considera como síntoma de
virtud o de gloria: el mantener de manera obstinada el punto de vista que han
adoptado en una cuestión, independientemente de su verdad o falsedad, hasta el
final, incluso después de que están convencidos de que no es así. Realmente
este camino nos resulta sumamente extraño para alcanzar la verdad y el
conocimiento, y eso que pienso que la parte razonable de la humanidad, no
corrompida por la educación apenas podrá creer que alguna vez haya sido admitido por los amantes de la verdad y los estudiosos de la religión o la
naturaleza, o que haya sido introducido en los seminarios de quienes propagan
las verdades de la religión o de la filosofía entre los ignorantes y los
descreídos. No voy a ponerme a investigar hasta qué punto este camino en el
aprendizaje está destinado a confundir las mentes de los jóvenes apartándoles
del camino ¿le una búsqueda sincera y ardorosa de la verdad; es más, hasta
qué punto conseguirá hacerlos dudar sobre si existe una cosa determinada
o, al menos, si existe una verdad que debemos abrazar. Pero una cosa sí pienso,
y es que, a excepción de aquellos lugares que abrazaron la filosofía peripatética en sus escuelas, sin enseñar al mundo ninguna otra cosa que no
fuera el arte de disputar, estas máximas no se han considerado corno los
fundamentos sobre los que debieran erigirse las ciencias, ni como grandes
ayudas para el desarrollo del conocimiento.
Por tanto, esas máximas generales son, como ya dije, de gran
utilidad en las disputas, para cerrar la boca a los vocingleros, pero de muy
poco sirven para el descubrimiento de verdades desconocidas o para ayudar a la
mente en su búsqueda en pos del conocimiento. Pues ¿quién jamás ha
empezado a construir su conocimiento sobre la base de la proposición general
«lo que es, es», o de la que «es imposible que la misma cosa sea y no sea»?
¿O quién hay que habiendo tomado como principio una de aquellas máximas
haya deducido un sistema de conocimientos útiles para la ciencia? A menudo,
corno las opiniones equivocadas encierran una contradicción, una de estas máximas puede servir como piedra de toque que nos muestre muy bien a dónde nos
llevan tales opiniones; empero, por más adecuadas que sean para llamar la
atención sobre el absurdo o el error que contiene el razonamiento o la opinión
de una persona, tienen muy poca utilidad para iluminar el entendimiento, y no se
encontrará que la mente reciba mucha ayuda de ellos en sus progresos hacia el
conocimiento; progresos que no serían ni más ni menos ciertos si aquellas
dos proposiciones generales nunca hubieran sido pensadas. Verdad es que, como
dije algunas veces, sirven en las argumentaciones para tapar la boca a los vocingleros, al mostrar el absurdo de lo que se afirma y al exponerlo a la
flagrante vergüenza de contradecir lo que todo el mundo sabe, y que él mismo
no puede admitir como verdadero. Pero una cosa es hacer ver a un hombre que se
encuentra en un error, y otra muy distinta al llevarlo a la posesión de la
verdad; me gustaría saber qué verdades enseñan estas dos proposiciones, y
qué verdades por su influencia se nos hacen evidentes, me refiero a verdades
que no conociéramos antes o que no podamos llegar a conocer sin ellas.
Razonemos lo mejor que podamos a partir de estas dos proposiciones y veremos que
solamente son predicados de identidad y que toda la influencia que nos producen,
si es que nos producen alguna, no se refiere sino a ellas. Cada proposición
particular sobre la identidad o la diversidad se puede conocer tan clara y
ciertamente en sí misma, si lo hacemos atentamente, como aquellas dos
proposiciones generales, ya que estas proposiciones generales, dado que sirven
para todos los casos han sido más inculcadas en la mente humana y se ha insistido más sobre ellas. En cuanto a otras
máximas menos generales, la mayor parte de ellas no son más que proposiciones
meramente verbales, y lo único que nos enseñan es la importancia de unos nombres en su relación con los otros. «El todo es igual a sus partes», os
pregunto: ¿qué verdad nos enseña esta proposición? ¿Qué se contiene en
esta máxima que no sea el sentido que tienen las palabras totum o todo?
Y el que sepa que el término todo significa lo que está compuesto de varias
partes, no estará muy lejos de saber que el todo es igual a la sume de las
partes. Y por la misma razón, me parece que la proposición «una montaña es
más alta que un valle» y otras similares podrían pasar muy bien por máximas.
Sin embargo, esto no impide que los profesores de matemáticas, cuando enseñan
ex cátedra lo que ya saben e inician a otros en su ciencia, coloquen como
iniciación de sus sistemas estas máximas y otras similares de manera que los
alumnos acostumbrados desde el principio en sus pensamientos a este tipo de proposiciones, formuladas en tales términos generales, puedan habituarse a esta
clase de reflexiones y tengan esas proposiciones más generales por reglas establecidas y por sentencias que de inmediato se pueden aplicar a todos los
casos particulares. Y no es que, si se consideran con igual medida, sean más
claras y evidentes que lo son las instancias particulares confirmadas por
ellas, sino que, como son más familiares para la mente, el hecho mismo de
enunciarlas es suficiente para contentar al entendimiento. Pero esto, digo, se
debe más al hábito de emplearlas y al status de que gozan en nuestra
mente por la frecuencia con que pensamos en ellas, que a la diferencia en la
evidencia de las cosas. Pero antes de que la costumbre haya establecido en la
mente unos métodos determinados de pensar y razonar, tiendo a imaginar que el
proceso es totalmente diferente y que el niño cuando pierde una parte de su
manzana sabe lo que ha ocurrido en este caso particular mejor que si se lo
formularan en la proposición general que establece que «el todo es igual a
la suma de sus partes», y que si una necesita ser confirmada por la otra, la
proposición general tiene mayor necesidad de la particular dentro de su mente
que la particular de la general. Pues nuestro conocimiento empieza a partir de
lo particular y poco a poco se va ampliando hacia lo general. Aunque más tarde
la mente sigue el camino contrario, y habiendo reducido su conocimiento a las
proposiciones más generales que pueda, se familiariza con ellas en sus pensamientos y se acostumbra a recurrir a ellas como modelos a partir de los cuales
diferencian la verdad de la falsedad. Y mediante este empleo usual de las
mismas, como normas para medir la verdad de otras proposiciones, llega, con el
tiempo, a pensar que las proposiciones más particulares obtienen su verdad y su
evidencia de su conformidad con respecto a otras más generales, las cuales', en
los discursos y argumentaciones, se arguyen de forma habitual y se admiten de
manera constante. Esta me parece, en definitiva, la razón por la que, entre
tantas proposiciones evidentes por sí mismas, tan sólo las más generales
han recibido el título de máximas.
12. Las máximas, si no se tiene cuidado en el uso de las
palabras, pueden llegar a probar contradicciones
Una cosa más me parece necesario señalar sobre estas
máximas generales, y es que están tan lejos de adelantar o establecer en
nuestras mentes el conocimiento verdadero que si nuestras nociones están equivocadas o resultan vagas o inexactas y entregamos nuestros pensamientos al
sonido de las palabras más que a convertirlos en ideas determinadas o establecidas de las cosas, estas máximas generales, digo,
servirán para mantener en
nuestros errores, y de acuerdo con el hábito tan frecuente de emplear mal las
palabras servirán para probar contradicciones; así como, por
ejemplo, el que tomando como base a Descartes se forje en la mente una idea de
lo que aquél llama cuerpo, y piense que no es sino la pura extensión, podrá
llegar a demostrar con facilidad que no existe el vacío, es decir, que no hay
espacio sin cuerpo, mediante la máxima que establece que «lo que es, es».
Porque la idea a la que él anexa el nombre cuerpo, como sólo está basada en
la extensión, hace posible que su conocimiento de que no pueda haber espacio
sin cuerpo resulte cierto. Así pues, él conoce con claridad y distinción la
idea que tiene de la extensión y sabe que esa idea es lo que es, que no es otra
ideal aunque sea llamada por estos tres nombres: extensión, cuerpo, espacio.
Tres palabras que desde el momento en que significan una idea única e idéntica
pueden, sin lugar a dudas, ser afirmadas con la misma evidencia y certidumbre
las unas de las otras con que cada término lo puede ser de sí mismo; y tan
cierto resulta, que mientras los emplee todos para afirmar una idea única e
idéntica, esta predicación que establece que el «espacio es cuerpo», es tan
verdadera e idéntica como la predicación de que «el cuerpo es cuerpo», tanto
en lo que se refiere a su significado como a su sonido.
13. Ejemplo con el vacío
Pero si otra persona viene habiéndose forjado una idea
diferente de la de Descartes sobre la misma cosa pero sirviéndose, como él,
del mismo nombre de cuerpo, y hace que su idea, que él ha expresado mediante
el término cuerpo, sea la de una cosa que tiene a la vez extensión y solidez
podrá fácilmente demostrar que puede existir un vacío o espacio sin cuerpo,
al igual que Descartes demostró lo contrario, Porque como la idea a la que da
el nombre de espacio no es sino tan sólo la idea simple de extensión, y la
idea a la que otorga el nombre de cuerpo es la idea compleja de extensión y resistibilidad o solidez unidas en un
mismo sujeto, esas dos ideas no son exactamente una y la misma, sino que son en
el entendimiento tan distintas como las ideas de uno y de dos, de blanco y de
negro, o como las de corporeidad y humanidad, si me es lícito expresarme en
términos tan bárbaros; y, por tanto, la predicación de ellas en nuestras
mentes o en términos que las signifiquen no es de identidad, sino que la
negación de ellas, la una de la otra (por ejemplo, esta proposición: «la
extensión o el espacio no es un cuerpo») es tan verdadera y tan evidentemente
cierta como la máxima que establece que «es imposible que la misma cosa sea y
no sea» y cualquier proposición que pueda formularse a partir de ella.
14. No prueban la existencia de las cosas fuera de nosotros
Sin embargo, aunque estas dos proposiciones --como se ha
visto-- pueden demostrarse igualmente, es decir, que puede haber un vacío y
que no puede existir un vacío, partiendo de los principios ciertos que establecen que «lo que es, es» y «que la misma cosa no puede ser y no ser», a
pesar de eso estos dos principios no pueden servir para probar qué cuerpos
existen, o si algún cuerpo existe realmente, ya que eso queda para que
nuestros sentidos nos lo descubran hasta donde ellos alcanzan. Puesto que estos
principios universales y evidentes por sí mismos no son sino nuestro
conocimiento constante, claro y distinto de nuestras propias ideas más
generales y comprehensivas, nada nos pueden asegurar de lo que existe fuera de
la mente; su certidumbre está fundada solamente sobre el conocimiento que
tenemos acerca de cada idea por sí misma, y de su distinción respecto a otra,
en torno a lo cual no podemos equivocarnos mientras estén en nuestra mente,
aunque podemos equivocarnos, y de hecho lo hacemos a menudo cuando retenemos los
nombres sin las ideas o cuando los empleamos de manera confusa, unas veces
para una idea, otras para otra. En estos casos, como la fuerza de esos axiomas
sólo alcanza los sonidos y no la significación de las palabras, sirve
solamente para llevarnos a la conclusión, la duda y el error. Esto lo planteo
con el fin de mostrar a los hombres que estas máximas, aun- que se tengan como
los grandes baluartes de la verdad, no les aseguran de no incurrir en el error
cuando emplean sus palabras de manera imprecisa. En todo lo que he sugerido
aquí sobre la escasa utilidad que tienen para el desarrollo del conocimiento,
o sobre el peligro de usar ideas indeterminadas, he estado muy lejos de intentar
que estas máximas deban desecharse, como alguno ha llegado a achacarme. A
éstos les digo que son verdades evidentes por sí mismas y que no pueden
desecharse; hasta el punto en que su influencia llega, es inútil despreciarla
y yo nunca lo he pretendido. Sin embargo, y sin que ello suponga ninguna
injuria a la verdad o al conocimiento, puedo tener razón al pensar que su uso
no responde al gran peso que se ha hecho recaer sobre ellas, y puedo alentar a
los hombres a que no hagan un uso equivocado de ellas con el fin de mantenerse
en sus errores.
15. Estas no pueden añadirse a nuestro conocimiento de las
sustancias, y su aplicación a las ideas complejas es peligrosa
Pero sea cual fuere su utilidad en las proposiciones
verbales, no pueden descubrirnos ni probarnos el menor conocimiento sobre la
naturaleza de las sustancias, tal como se encuentran y existen fuera de nosotros, más allá de lo que tiene su fundamento en la experiencia. Y aunque la
consecuencia de esas dos proposiciones, llamadas principios, sea muy clara, y su
empleo no resulte peligroso o dañino en la demostración de cosas que no
requieran en absoluto la prueba que tales máximas ofrece, ya que se trata de cosas que
tienen suficiente claridad por sí mismas y al margen de ellas, es decir, en
los casos donde nuestras ideas son determinadas y conocidas por los nombres que
las significan, sin embargo, cuando esos principios, es decir «lo que es, es»
y «es imposible que la misma cosa sea y no sea», se emplean en la
demostración de proposiciones que contienen palabras que significan ideas
complejas, v. gr., hombre, caballo, oro, virtud, allí resultan de un peligro
infinito, y muy comúnmente hacen que los hombres reciban y mantengan la falsedad como si fuera la verdad manifiesta, y la incertidumbre como si fuera una
demostración; de aquí se sigue el error, la obstinación y todos los males que
suelen devenir de los razonamientos erróneos. La razón de esto no radica en
que estos principios sean menos verdaderos o en que tengan fuerza para probar
proposiciones formadas de términos que significan ideas complejas, que las que
tienen cuando las proposiciones están compuestas por ideas simples, sino que
porque los hombres generalmente yerran al pensar que cuando se mantienen los
mismos términos las proposiciones son acerca de las mismas cosas, aunque las
ideas que estos términos significan sean en verdad diferentes, resulta que las
máximas se utilizan para defender proposiciones contradictorias en el sonido y
en la apariencia, lo cual ya hemos visto en la demostración arriba mencionada
sobre el vacío. De manera que mientras los hombres tomen las palabras en lugar
de las cosas, como con frecuencia suelen hacer, estas máximas pueden y deben
servir comúnmente, para probar proposiciones contradictorias, como pondré de
manifiesto de una manera aún más evidente.
16.
Ejemplo en la demostración sobre el hombre
Por ejemplo, supongamos que el hombre sea el sujeto sobre
el cual queremos demostrar algo por medio de estos primeros principios, y
veremos que en la medida en que esta demostración está sujeta
a estos principios
es solamente verbal, y que no nos ofrece ninguna proposición cierta, universal
y verdadera, ni ningún conocimiento de un ser existente fuera de nosotros. En
primer lugar, cuando un niño se forja la idea de un hombre, es probable que su
idea se ajuste al retrato que un pintor haría de sus apariencias visibles
unidas; y una complicación semejante de ideas unidas en su entendimiento forma
la idea singular compleja que él llama hombre, y como el color blanco es en
Inglaterra el predominante en la piel de los hombres, el niño podrá demostrar
que un negro no es un hombre porque el color blanco es una de las ideas
simples que permanecen constantemente en la idea compleja que él denomina
hombre. Por tanto, él puede demostrar, a partir del principio que
establece que «es imposible que la misma cosa sea y no sea« que un negro no es
un hombre; y el fundamento de su certidumbre no será esa proposición
universal, de la que tal vez nunca tuvo noticias ni en la que probablemente
pensó jamás, sino en la percepción clara y distinta que tiene de sus. propias
ideas simples de negro y de blanco, que no puede confundir la una con respecto a
la otra, ni puede ser persuadido a mezclar, independientemente de que conozca
o no aquella máxima. Y a este niño, o a cualquiera que tenga la misma
idea que él denomina hombre, no resultará jamás posible demostrarle que el
hombre está dotado de un alma porque su idea de hombre no incluye ni tiene
noción de una idea semejante. De manera que para él, el principio de que «lo
que es, es» no prueba esta cuestión, sino que depende del conjunto de sus
ideas y de la observación, a través de las cuales él se forma
la idea compleja llamada hombre.
17. Otro ejemplo
En segundo lugar, otra persona que tenga un mayor progreso
dentro de la formación y colección de la idea que llama hombre, y que haya añadido a la apariencia externa
la risa y el raciocinio, podrá demostrar que los niños y los imbéciles no
son hombres, valiéndose de la máxima que determina que «es imposible que la
misma cosa sea y no sea». De hecho, yo he discutido con hombres de bastante
raciocinio que negaban que aquéllos fueran hombres.
18. Un tercer ejemplo
En tercer lugar, tal vez otra persona construya la idea
compleja que llama hombre solamente a partir de la idea de cuerpo en general,
añadiéndole la facultad del lenguaje y del razonamiento y dejando al margen la
forma. Este hombre será capaz de demostrar que un hombre puede muy bien no
tener manos, y ser cuadrúpedo, ya que ninguna de estas dos cosas están
incluidas en su idea de hombre; y en cualquier cuerpo o forma en que
encontrara unidos el habla y el razonamiento, vería un hombre, porque teniendo
un conocimiento claro de semejante idea compleja, resulta cierto que «lo que
es, es».
19. Poca utilidad se puede extraer de estas máximas en las
demostraciones, cuando tenemos ideas claras y distintas
De manera que si se considera correctamente, pienso que
podemos afirmar que cuando nuestras ideas están determinadas en nuestra mente,
y están designadas por nombres fijos y claros que les hemos anexado
mediante aquellas determinaciones establecidas, son de muy poca utilidad, o más
bien no tienen ninguna utilidad en absoluto, para probar el acuerdo o el des-
acuerdo de ninguna de ellas. Aquel que no pueda discernir la verdad o
falsedad de semejantes proposiciones sin ayuda de estas máximas o de otras semejantes, no
podrá hacerlo ayudado por estas máximas, puesto que no podrá esperar conocer
la verdad de estas máximas sin ninguna prueba, si no puede conocer la verdad de
otras, que son tan evidentes por sí mismas como aquéllas, también sin
prueba alguna. A partir de estas bases, el conocimiento intuitivo no requiere ni
admite prueba alguna más en una de sus partes que en otra. Y el que quiera
suponer lo contrario, destruirá los fundamentos de todo conocimiento y de toda
certidumbre, pues quien necesite alguna prueba para adquirir la certeza y para
otorgar su asentimiento a la proposición de que dos es igual a dos, también
necesitará una prueba para admitir que lo que es, es. Y quien necesite,
asimismo, una prueba para convencerse de que dos no son tres , de que lo
blanco no es negro, de que un triángulo no es un círculo, etc., o de que
cualesquiera otras dos ideas determinadas y distintas no son una y la misma
también necesitará una demostración para convencerse de que «es imposible
que la misma cosa sea y no sea».
20. Cuando nuestras ideas no están
claramente determinadas su uso resulta peligroso
Y lo mismo que estas máximas resultan de muy poca utilidad
cuando tenemos ideas determinadas, de la misma manera, según ya lo he
demostrado, su uso puede ser peligroso cuando nuestras ideas no son determinadas, y cuando empleamos palabras que no están anexadas a unas ideas
determinadas, sino que son de un significado impreciso y confuso, pues unas
veces significan una idea y otras expresan otra idea diferente. De aquí se
siguen confusiones y errores, que estas máximas (traídas como pruebas para
establecer proposiciones cuyos términos significan ideas indeterminadas)
confirman y asientan con su autoridad.