RECUERDOS DE SÓCRATES
Jenofonte
[LIBRO III]


Voy a explicar ahora cómo ayudaba a quienes aspiraban a conseguir distinciones, haciéndoles ejercitarse en lo que pretendían. En efecto, al oír en cierta ocasión que Dionisodoro había llegado a Atenas y se anunciaba como profesor de mando militar, dijo a uno de sus discípulos, en el que había advertido que pretendía obtener este cargo en la ciudad:
- Sería realmente vergonzoso, muchacho, que una persona que desea ser general en la ciudad, pudiendo aprender para ello, no lo hiciera. Con más razón debería castigar la ciudad a esta persona que a uno que hiciera estatuas sin haber aprendido escultura, ya que en los peligros de que la guerra se pone en manos del general la ciudad entera y, lógicamente, tan grandes son las ventajas que se consiguen si tiene éxito como graves los males cuando fracasa. ¿Cómo no iba a ser justo castigar al hombre que, desentendiéndose de aprender este arte, se esfuerza, en cambio, para que se le elija?
Con estas palabras lo convenció para que fuera a aprender. Y cuando regresó de sus estudios, Sócrates bromeaba con él diciendo: ¿No os parece, amigos, que lo mismo que Homero dice de Agamenón que era majestuoso. también este muchacho después de aprender generalato parece más majestuoso? Porque de la misma manera que quien ha aprendido a tocar la cítara aunque no la toque es un citarista, y el que ha aprendido a curar aunque no cure es un médico, así también éste a partir de este momento toda su vida será un general, aunque nadie lo haya elegido. Mientras que el que no sabe, ni es general ni es médico, aunque todos lo hayan elegido. Pero a fin de que también nosotros, para que en el caso de que seamos elegidos taxiarco o capitán a tus órdenes estemos más enterados en asuntos militares, di nos por dónde empezó Dionisodoro a enseñarte a ser general - El principio fue como el final, dijo. Me enseñó táctica y nada más.
- Pues eso no es más que una parte insignificante del generalato, dijo Sócrates. Porque el general debe ser capaz de preparar el equipo necesario para la guerra , y las provisiones de los soldados, debe ser ingenioso, eficaz, diligente, sufrido, sagaz, amable y rudo, sencillo y astuto, cauto y falaz, pródigo y rapaz, liberal y codicioso, experto en defensa y en ataque, y otras muchas cualidades, naturales y aprendidas, que hay que tener para dirigir bien un ejército. También es bueno conocer la táctica, pues hay mucha diferencia entre un ejército formado en orden y otro desordenado , lo mismo que las piedras, ladrillos, maderas y tejas tirados desordenadamente no sirven para nada, pero una vez colocados en orden, debajo y en la parte superior los materiales que no se pudren ni se estropean, o sea las piedras y las tejas, y en medio los ladrillos y la madera, tal como van dispuestos en la construcción, entonces resulta la casa una propiedad de gran valor.
- Pues mira, Sócrates, dijo el muchacho, has dicho exactamente lo mismo, porque también en la guerra hay que colocar en primera línea y en retaguardia a los mejores soldados, y en el centro a los peores , para que los primeros los arrastren y los otros los empujen.
- Eso si efectivamente te enseñó a distinguir a los buenos y a los malos, porque en otro caso, ¿de qué te serviría lo que aprendiste? Pues si tu maestro te hubiera ordenado colocar primero y al final las mejores monedas, y poner en medio las peores, sin enseñarte previamente a distinguir la buena moneda de la falsa, entonces tampoco te serviría de nada.
- Pero, ¡por Zeus!, dijo, no me enseñó, de modo que tendríamos que ser nosotros mismos los que distinguiéramos a los buenos y a los malos.
- ¿Por qué no examinamos entonces, dijo, la forma de no equivocarnos?
- Estoy dispuesto, dijo el muchacho.
- Vamos a ver: si tuviéramos que apoderarnos de una cantidad de dinero, ¿no obraríamos correctamente poniendo en primera línea a los soldados más codiciosos?
-Yo al menos así lo creo.
- Y si se tratara de correr peligro, ¿no habría que poner en primera línea a los más ambiciosos de gloria?
- Al menos son ellos los que por mor de la gloria están dispuestos a correr peligro. Y ésos desde luego no se esconden, sino que se les ve por todas partes y sería fácil encontrarlos.
- Pero, pasando a otro tema, ¿te enseñó únicamente a colocar el ejército, o también en qué ocasiones y de qué manera hay que utilizar cada una de las formaciones?
- Nada de eso.
- Sin embargo, hay muchas circunstancias en las que no conviene ordenar ni mover las tropas de la misma manera.
- ¡Por Zeus!, eso tampoco me lo aclaró.
- Entonces, ¡por Zeus!, vuelve de nuevo y pregúntaselo, porque si lo sabe y no es un caradura, se avergonzará de haberte cobrado el dinero y haberte despachado tan escaso de conocimientos.
En una ocasión se encontró con un individuo que había sido elegido general:
- ¿Por qué motivo, le dijo, crees que Homero calificó a Agamenón de «pastor de pueblos»? ¿No será porque, de la misma manera que un pastor debe cuidarse de que las ovejas estén a salvo y tengan lo necesario y cumplan el objetivo para el que se las cría, también el general debe procurar que sus soldados estén a salvo, tengan lo necesario y cumplan el fin por el que están en campaña? Y si están en campaña es para ser más felices derrotando al enemigo. O ¿por qué motivo elogió Homero a Agamenón diciendo de él que

Era ambas cosas, un buen rey y un guerrero valiente?

¿No será porque no podría ser un valiente guerrero combatiendo él solo con valentía contra el enemigo, sino capacitando a todo el ejército para hacerla, y no lo llamaría buen rey sólo por gobernar bien su propia vida, sino por asegurar también la felicidad de sus súbditos? En efecto, un rey es elegido no para que se preocupe exclusivamente de su propio bienestar, sino para que sean felices gracias a él quienes lo han elegido. Todos los que hacen campañas quieren tener la vida más feliz que se pueda y eligen generales para ello, para tener quien les conduzca a este fin. Por ello es preciso que quien desempeñe un generalato procure el bienestar a quienes lo eligieron general, pues no hay nada más hermoso ni más fácil de encontrar, como no hay nada más vergonzoso que lo contrario.
Examinando de este modo cuál era la virtud de un buen jefe, Sócrates prescindía de cualquier otra y sólo se quedaba con la de hacer felices a las personas que estaban bajo su mando.
Sé que también una vez tuvo la siguiente conversación con uno que había sido elegido comandante de caballería:
- ¿Podrías decirme, joven, por qué motivo quisiste ser comandante de caballería? Porque seguro que no fue para cabalgar delante de los otros jinetes, ya que también los arqueros a caballo son acreedores a este honor, y aun cabalgan delante de los jefes de caballería.
- Es cierto lo que dices, afirmó.
- No será tampoco para que te conozcan, pues también a los que están locos los conoce todo el mundo.
- También en eso dices verdad.
- ¿Es entonces porque crees que podrías mejorar la caballería para entregársela a la ciudad y que en el caso de necesitarse jinetes estarías en condiciones, al frente de ellos, de hacer algún buen servicio a tu patria?
- Así es.
- Y, desde luego, es algo hermoso, ¡por Zeus!, si es que eres capaz de llevarlo a cabo. Pero el cargo para el que has sido elegido alcanza a caballos y jinetes.
- Pues sí, en efecto.
- Veamos pues, dinos cómo piensas mejorar a los caballos.
Entonces él contestó:
- Es que no creo que eso sea cosa mía, sino que cada uno en particular debe cuidarse de su propio caballo.
- Entonces, replicó Sócrates, si te facilitan caballos, unos tan estropeados de cascos o tan débiles de remos y otros tan mal alimentados que no pueden seguir el ritmo de la marcha, otros tan mal amaestrados que no se quedan donde los pones, otros tan coceadores que ni siquiera se les puede alinear, ¿de qué te servirá la caballería? ¿O cómo podrás hacer nada bueno para tu ciudad al frente de una tropa así?
Y él dijo:
- Dices muy bien, trataré, en la medida de lo posible, de preocuparme de los caballos.
- ¿Cómo? ¿Y no intentarás hacer mejores a los jinetes?
- Desde luego.
- ¿No empezarás por hacerlos más hábiles para montar a caballo?
- Así debe ser, al menos, dijo. Pues si alguno de ellos se cae, le sería más fácil salvar la vida.
- ¿Y qué pasará en el caso de que haya que afrontar algún peligro?, ¿harás que se acerquen los enemigos a la pista de arena donde soléis entrenaros o intentarás hacer las prácticas en parajes parecidos a aquellos en que se suelen producir los combates?
- Al menos esto sería mejor, dijo.
- ¿Y te preocuparás de que la mayoría practiquen el tiro de arco desde los caballos?
- También esto sería mejor.
- ¿Y has pensado ya en estimular la moral de los jinetes y excitados frente al enemigo, que es lo que los hace más valientes?
- Y si no, lo intentaré a partir de ahora.
- ¿Te has preocupado ya de que tus jinetes te obedezcan? Porque sin ello no sirven de nada los jinetes, por buenos y valientes que sean.
- Es cierto lo que dices, pero ¿cuál será el mejor procedimiento para inclinarlos a ello?
- Tú sabes sin duda que en cualquier circunstancia los hombres están más dispuestos a obedecer a quienes creen que son mejores: en una enfermedad hacen más caso de quien creen que es mejor médico, en una navegación los navegantes eligen a quien sabe más de pilotaje, y en el campo a quien más sabe de agricultura.
- Así es, sin duda.
- Es lógico entonces que, también en el arte de la caballería, al que evidentemente sepa más lo que hay que hacer será a quien los demás estén más dispuestos a obedecer.
- En ese caso, Sócrates, si soy yo evidentemente el mejor entre ellos, ¿será suficiente eso para que ellos me obedezcan?
- Sí, en el caso de que además les enseñes que el obedecerle será para ellos mejor y más saludable.
- ¿ Y cómo se lo enseñaré?
- ¡Por Zeus!, es mucho más fácil que si tuvieras que enseñar que el mal es mejor y más ventajoso que el bien.
- ¿Quieres decir con eso que, además de otros conocimientos, el jefe de caballería debe preocuparse de saber hablar?
- ¿Es que tú creías que debía ejercer su mando en silencio? ¿O no has reflexionado que cuanto hemos aprendido por costumbre, las cosas más bellas gracias a las cuales sabemos vivir, todo lo hemos aprendido por medio de la palabra, y que si alguien adquiere algún otro bello conocimiento lo aprende por medio de la palabra, y que los mejores maestros son los que más la utilizan, y quienes más saben de los temas más serios son los que saben hablar más bellamente? ¿O no te has dado cuenta de que cuando surge un coro en esta ciudad, como el que enviamos a Delos, ningún otro de ninguna parte puede competir con él, ni en ninguna otra ciudad se puede reunir un grupo tan bueno?
- Es verdad, dijo.
- Sin embargo, los atenienses no destacan tanto de los otros por su buena voz o por su estatura y robustez cuanto en afán de superación, que es lo que más estimula hacia las acciones bellas y honrosas.
- También eso es verdad.
- ¿No te parece entonces que si alguien se preocupara de nuestra caballería también superaría con mucho a los otros en la preparación de armas y caballos, por su disciplina y la intrepidez frente al enemigo, si creyera que obrando así iba a alcanzar alabanza y gloria?
- Probablemente, dijo.
- Entonces no vaciles y trata de dirigir a tus hombres en esa dirección, con lo que te beneficiarás tú mismo y los otros ciudadanos gracias a ti.
- Pues por Zeus que me esforzaré.
Un día, al ver a Nicomáquides que regresaba de unas elecciones le preguntó:
- ¿Qué generales han sido elegidos, Nicomáquides?
- Él replicó:
- ¡Así son los atenienses, Sócrates! No me eligieron a mí, después del duro trabajo que he estado realizando, reclutado para hacer campañas al frente de compañías y regimientos, cosido como estoy de heridas enemigas (y al decir esto se descubría y mostraba las cicatrices de las heridas), y, en cambio, han elegido a Antístenes, que ni sirvió nunca como hoplita ni hizo nada llamativo en caballería y no sabe otra cosa que acumular dinero.
- ¿Y no es ésa una buena cualidad, dijo Sócrates, que al menos sea capaz de procurar lo necesario para los soldados?
- En ese caso, dijo Nicomáquides, también los comerciantes son buenos para reunir dinero, pero no por ello podrían mandar un ejército.
Y Sócrates dijo:
- Pero Antístenes es ambicioso, y eso es bueno que lo tenga un general. ¿No te has dado cuenta de que todas las veces que ha sido corego ha conseguido la victoria?
- ¡Por Zeus!, dijo Nicomáquides, no es lo mismo dirigir un coro que un ejército.
- Aun así, dijo Sócrates, sin tener ninguna experiencia de canto ni de la instrucción de coros, fue capaz de encontrar los mejores para esta actividad.
- Entonces, dijo Nicomáquides, también en el generalato encontrará a otros que ordenen las tropas por él, y a gente que combata en su lugar.
- Entonces, dijo Sócrates, si también en la guerra sabe descubrir a los mejores, como en los certámenes corales, y los selecciona, lógicamente también en eso se alzará con la victoria, y también es probable que esté más dispuesto a hacer gastos por su cuenta para conseguir la victoria en la guerra con la ciudad entera que no para vencer en una competición coral sólo con su tribu.
- Estás hablando, Sócrates, como si la misma persona pudiera ser un buen director de coro y un buen general.
- Lo que yo quiero decir es que quien quiera que sea el que mande, si conoce lo que tiene que saber y es capaz de poner los medios, será un buen jefe tanto si tiene que mandar un coro, una casa, una ciudad o una guerra.
Nicomáquides intervino:
- ¡Por Zeus!, Sócrates. Nunca habría esperado oírte decir que los buenos administradores pueden ser buenos generales.
- En ese caso, veamos las actividades de cada uno de ellos para comprobar si son las mismas o son diferentes. - Veámoslo.
-¿No es deber de ambos formar subordinados obedientes y sumisos a ellos?
- Desde luego.
-¿Y qué me dices de ordenar hacer cada cosa a los que son aptos para ello?
- También eso.
- El castigar a los malos y honrar a los buenos creo que también corresponde a unos y otros.
- Totalmente de acuerdo.
-¿ Y cómo no va ser bueno que uno y otro capten la buena voluntad de sus subordinados?
- También ese punto.
-¿Y tú crees que conviene a ambos atraerse aliados y auxiliares o no?
- Por supuesto.
- Y tratar de conservar lo que ya tienen, ¿no es tarea de ambos?
- Necesariamente.
- ¿Y no conviene también que unos y otros sean eficaces y activos en sus atribuciones?
- Todas las atribuciones que se han citado son por igual propias de ambos, pero el combatir ya no lo es.
- Sin embargo, uno y otro tienen enemigos.
- Y muchos, eso sí.
- ¿Y no tienen uno y otro el mismo interés en vencerlos?
- Desde luego, pero pasas por alto una cosa: si hay que luchar, ¿de qué servirá la ciencia económica?
-.Aquí más que en ninguna otra parte, sin duda. El buen administrador, que sabe que no hay nada tan útil ni tan lucrativo como vencer al enemigo en una batalla, ni nada tan desventajoso y ruinoso como ser derrotado, buscará y dispondrá con el mayor interés cuanto ayude a la victoria, y examinará y cuidará escrupulosamente evitar lo que lleve a la derrota. Si ve que los preparativos para la victoria están dispuestos, entonces luchará, mientras que se guardará en absoluto de entablar batalla si no se encuentra preparado. No desprecies a los buenos administradores, Nicomáquides, pues el cuidado de los negocios privados sólo se diferencia del de los públicos en su número, pero en general son muy parecidos y sobre todo en lo que es más importante, que sin hombres ni unos ni otros se pueden llevar adelante, y que no gestionan unas personas los asuntos privados y otras los públicos, porque los que se cuidan de los bienes comunes no emplean hombres diferentes de los que utilizan los que administran bienes privados. Los que saben emplearlos tienen éxito en los asuntos privados y en los públicos, pero los que no saben fracasan en unos y en otros.
En una ocasión, hablando con Pericles, hijo del famoso Pericles, le dijo:
- Yo tengo la esperanza, Pericles, de que. siendo tú general, la ciudad estará más preparada y será más famosa en las artes de la guerra y triunfará sobre sus enemigos.
Pericles le respondió:
- Ya me gustaría que fuera como dices, pero no puedo llegar a comprender cómo podría ocurrir.
- ¿Quieres entonces, dijo Sócrates, que hablemos sobre este punto y examinemos dónde está la posibilidad?
- Lo estoy deseando.
- ¿Sabes que los atenienses no son inferiores en número a los beocios?
- Lo sé, dijo.
- Y hablando de hombres recios y bien desarrollados, ¿crees que podrían seleccionarse más entre los beocios o entre los atenienses?
- A mí me parece que tampoco en esto quedamos rezagados.
- ¿Y quiénes crees que están más unidos entre sí?
- Yo creo que los atenienses, pues muchos beocios, avasallados por los tebanos, están resentidos contra ellos, mientras que en Atenas no veo nada parecido.
- Sin embargo, no hay nadie más ambicioso ni más soberbio que ellos, cualidades que incitan al máximo a soportar peligros por la gloria y la patria.
- Tampoco en este aspecto son despreciables los atenienses.
- Y también en cuanto a hazañas gloriosas de los antepasados: nadie las tiene más grandes ni en mayor número que los atenienses. Estimulados por este recuerdo, se sienten incitados a la virtud y a comportarse como valientes.
- Todo eso que dices es cierto, Sócrates, pero tú sabes que desde que se produjo el desastre de Tólmides y los mil en Lebadea y el de Hipócrates en Delio, a partir de ese momento ha quedado tirada por los suelos la fama de los atenienses comparada con la de los beocios, y ha crecido el orgullo de los tebanos frente a los atenienses hasta el punto de que los beocios, que con anterioridad ni siquiera en su propia tierra se atrevían a enfrentarse con los atenienses sin los espartanos y demás peloponesios, ahora amenazan por su propia cuenta con invadir el Ática, y los atenienses (cuando los beocio estaban solos), que antes arrasaron Beocia, ahora temen que los beodos saqueen el Ática.
Entonces dijo Sócrates:
- Me doy cuenta de que es ésta la situación, pero creo que en este momento la ciudad está en una disposición más propicia para un hombre de bien que asuma el mando, pues la confianza engendra descuido, indolencia e indisciplina, mientras que el miedo nos hace más atentos, más voluntariosos y más disciplinados. Se puede comprobar con lo que ocurre en los barcos: mientras no hay miedo de nada, los marineros son todo indisciplina, pero cuando temen una tormenta o al enemigo, no sólo cumplen todas las órdenes sino que incluso están callados a la espera de órdenes, como hacen los coristas.
- Pues bien, dijo Pericles, si realmente están ahora en las mejores condiciones para obedecer. sería el momento oportuno para decir cómo podríamos impulsarlos de nuevo a enamorarse del antiguo valor, la gloria y la felicidad.
- Entonces, dijo Sócrates, si quisiéramos que pretendieran el dinero que otros poseen, demostrándoles que este dinero era de sus padres y que les correspondía a ellos es como mejor les impulsaríamos a apoderarse de él. Pero puesto que lo que queremos es que se esfuercen por alcanzar la preeminencia con su virtud, tenemos que demostrarles que esta primacía les corresponde por afinidad desde antiguo y que, si se preocupan de ello, serán superiores a todos.
- ¿Y cómo podríamos enseñárselo?
- En mi opinión, haciéndoles recordar (cosa que ellos ya han oído) que los más antiguos antepasados suyos de que tengamos noticias fueron ya los mejores.
- ¿Acaso te estás refiriendo a aquel juicio de los dioses en el que Cécrope por su virtud hizo proclamar la sentencia?
- A ése me refiero, y también a la crianza y nacimiento de Erecteo y a la guerra que se produjo en su época contra todos los del continente contiguo, y a la del tiempo de los heraclidas contra los peloponesios, y a todas las guerras de la época de Teseo en todas las cuales es evidente que los atenienses se mostraron superiores a sus contemporáneos.
- Y, si quieres, añade también las acciones que llevaron a cabo posteriormente sus descendientes, nacidos no mucho antes que nosotros, las batallas que por sí mismos libraron contra los dueños de toda Asia y de Europa hasta Macedonia, que poseían la mayor potencia y los recursos más poderosos hasta entonces existentes, y habían realizado las más grandiosas hazañas. Además, las victorias logradas con el apoyo de los peloponesios por tierra y por mar. Estos hombres, efectivamente, se considera que fueron con mucho superiores a todos los de su tiempo.
- Así se considera, en efecto.
- Ésa es la razón por la que, cuando se produjeron tantas emigraciones de pueblos en Grecia, ellos permanecieron en su tierra y fueron muchos los que recurrieron a ellos cuando discutían por sus derechos, como también muchos oprimidos por gentes más poderosas buscaron refugio entre ellos.
Entonces dijo Pericles:
- En mi opinión, dijo Sócrates, lo mismo que algunos atletas a fuerza de ser muy superiores y conseguir muchas victorias acaban por descuidarse y quedar por debajo de sus rivales, así también los atenienses, como consecuencia de su gran superioridad, se descuidaron y por ello han venido muy a menos.
- ¿Y qué tendrían que hacer para recuperar su antiguo valor?
Sócrates respondió:
- No creo que sea ningún secreto: si redescubren las maneras de vida de sus antepasados y las practican tan bien como ellos, serán tan buenos como lo fueron los otros, pero de no ser así, que al menos imiten a los que ahora están a la cabeza, que practiquen sus costumbres, y si se aplican a ello con el mismo cuidado no serán inferiores, pero si ponen mayor interés serán incluso superiores.
- Por lo que afirmas, la hombría de bien todavía está lejos de nuestra ciudad. Porque ¿cuándo respetarán los atenienses a los mayores como lo hacen los lacedemonios, ya que desprecian a los ancianos, empezando por sus padres, o cuándo se entrenarán físicamente de la misma manera, ellos que no sólo no se cuidan de su bienestar físico sino que incluso se burlan de los que lo hacen? ¿Cuándo obedecerán de la misma manera a las autoridades, ya que incluso se jactan de despreciarlas? ¿O cuándo practicarán una convivencia tan grande, cuando, en vez de colaborar entre sí en lo que es de interés común, se pinchan unos a otros y se envidian entre ellos más que a las demás personas, y, lo que es peor, se pelean entre sí tanto en los tratos privados como en los públicos, entablan unos con otros muchísimos pleitos y prefieren beneficiarse así unos a costa de otros antes que ayudarse mutuamente, tratando los asuntos de Estado como si fueran ajenos, convirtiéndolos en objeto de sus luchas, disfrutando muchísimo de su capacidad para estas peleas? De ahí viene para la ciudad un tremendo desgaste y perjuicio, surge entre los ciudadanos el odio y la discordia, por lo que continuamente estoy temiendo que le sobrevenga a Atenas un mal tan grande que no lo pueda soportar.
- De ninguna manera, Pericles, dijo Sócrates, no pienses que los atenienses padezcan una maldad tan incurable. ¿No ves lo bien disciplinada que tienen la marina, con qué respeto obedecen a los que presiden los concursos atléticos, cómo en las competiciones corales se esmeran más que nadie en atender a los directores?
- Eso es lo que me admira, que mientras personas de esta clase obedecen a sus dirigentes, en cambio los hoplitas y los jinetes , que pasan por ser la flor y nata de la ciudadanía, son los más indisciplinados de todos.
Entonces dijo Sócrates:
- ¿No se compone acaso el Consejo del Areópago de personas que han sido aprobadas?
- Desde luego.
- ¿Conoces a otros que sentencien los pleitos con más nobleza, con mayor legalidad, con más justicia, con mayor solemnidad, o que actúen así en general?
- No tengo que hacer ningún reproche de ellos.
- Entonces no hay que desmoralizarse pensando que los atenienses no son disciplinados.
Pero es que precisamente en el ejército, donde más se necesitan la sensatez, la disciplina y la obediencia, no prestan atención a nada de ello.
- Tal vez, dijo Sócrates, es en el ejército donde tienen el mando personas menos entendidas. ¿No ves que a los citaristas, coristas y bailarines nadie intenta darles órdenes sin saber, lo mismo que ocurre con púgiles y luchadores de lucha libre? Por el contrario, todos los que dirigen esas actividades tienen que demostrar dónde aprendieron lo que ahora dirigen, mientras que la mayoría de los generales son improvisadores. Sin embargo, yo no creo que' tú seas uno de ellos, sino que pienso que lo mismo puedes decirme cuándo empezaste a aprender a ser general o a luchar en la palestra. Creo también que has conservado muchos de los conocimientos estratégicos recibidos en herencia de tu padre y que has recogido otros muchos por todas partes donde podías aprender datos útiles para dirigir un ejército. Sé que te preocupas mucho para no ignorar sin tú saberlo nada útil para un general, y que si adviertes que no sabes alguna de estas cosas, buscas a los que las saben, sin ahorrar regalos ni agradecimientos, para aprender de ellos lo que no sabes y tenerlos como buenos colaboradores.
Pericles le respondió:
- No se me pasa por alto. Sócrates, que si me hablas así no es porque creas que yo no me preocupo realmente por estos temas, sino porque tratas de instruirme en el sentido de que el hombre que esté dispuesto a dirigir un ejército debe preocuparse de todos estos puntos. Desde luego, estoy de acuerdo contigo en ello.
- ¿No te has dado cuenta, Pericles, de que delante de nuestro país hay grandes montañas, que se extienden a lo largo de Beocia, que entre ellas hay unos pasos hacia nuestra tierra estrechos y abruptos, y que también el interior está ceñido por montes escarpados
- Sé que es así.
- ¿ Y no has oído decir que los misios y los pisidios en el territorio del gran Rey ocupan lugares muy fragosos, y armados sólo a la ligera están en condiciones de hacer un gran daño con sus incursiones al país del Rey, y que ellos mismos viven en libertad?
- Sí que lo he oído decir.
- ¿No te parece entonces que los atenienses escogidos de entre los de edad más ágil y armados más ligeramente, ocupando los montes limítrofes de su territorio podrían hacer daño al enemigo y hacer del país un gran baluarte para sus conciudadanos?
Pericles respondió:
- Creo que todo eso, Sócrates, sería también útil.
- Pues entonces, dijo Sócrates, si estos planes te gustan, aplícate a ellos, querido, pues todo lo que puedas conseguir será bueno para ti y útil para la ciudad, y aun en el caso de que fracasaras en algún aspecto, ni dañarías a la ciudad ni tendrías que avergonzarte.
Glaucón , hijo de Aristón, intentaba convertirse en orador político, ansioso de ponerse al frente de la ciudad cuando todavía no había cumplido veinte años . Ninguno de sus parientes y amigos podía impedir que lo echaran de la tribuna y quedara en ridículo, pero lo consiguió únicamente Sócrates, que le tenía simpatía por su amistad con Cármides, el hijo de Glaucón, y con Platón.
Lo cierto es que, al encontrarse un día con él, lo primero que hizo para que le entrara el deseo de escucharle fue pararle y decirle:
- Glaucón, ¿te has propuesto ponerte al frente de nuestra ciudad?
- Desde luego, Sócrates.
- ¡Por Zeus!, le dijo, que no hay nada más hermoso en el mundo, porque es evidente que si consigues llevarlo a cabo, estarás en condiciones de alcanzar lo que desees, podrás ayudar a tus amigos, levantarás la casa paterna, engrandecerás a tu patria, serás famoso primero en el país y luego en Grecia, y tal vez, como Temístocles, incluso entre los bárbaros. Adondequiera que vayas, gozarás de consideración en todas partes. Al oír estas palabras, Glaucón se envaneció y se quedó a gusto con él.
Sócrates continuó:
- ¿Y no es evidente, Glaucón, que si efectivamente estás dispuesto a recibir honores has de ponerte a hacerle beneficios a la ciudad?
- Claro que sí, dijo.
-.¡Por los dioses!, dijo Sócrates, no nos lo ocultes entonces, dinos por qué servicio empezarás a favorecer a la ciudad.
- Como Glaucón se mantuvo callado, como si estuviera pensando por dónde empezaría, Sócrates le preguntó:
- ¿Vas a intentar hacer más rica a la ciudad, lo mismo que si quisieras ampliar la casa de un amigo lo harías a él más rico?
- Así es, efectivamente.
¿ Y no sería más rica haciendo que aumentaran sus ingresos?
- Al menos es lógico, dijo.
- Dime entonces de dónde proceden actualmente los ingresos de la ciudad y a cuánto ascienden. Porque seguro que has hecho un estudio, para completar los que anden escasos y proveer los que falten en absoluto.
- ¡Por Zeus!, dijo Glaucón, ese problema no lo he estudiado.
- Entonces, si dejaste de lado este tema, dinos cuáles son los gastos de la ciudad, pues seguro que piensas suprimir los superfluos.
- Pues por Zeus que aún no he tenido tiempo para ello.
- Entonces aplazaremos de momento lo de hacer más rica a la ciudad, pues ¿cómo podríamos ocuparnos de ello sin saber cuáles son los gastos y las rentas?
- Pero, Sócrates, es que se puede también enriquecer a la ciudad a costa de sus enemigos.
- Y mucho, por Zeus!, dijo Sócrates. si somos más fuertes que ellos, porque si se es más débil, se podría incluso perder lo que se tiene.
- Tienes razón, dijo.
- Entonces, dijo, el que vaya a decidir contra quiénes hay que luchar tendrá que conocer el poder de la ciudad y el de sus enemigos, para que aconseje hacer la guerra en el caso de que su país sea más poderoso y, si es más débil, sea capaz de convencer para evitarla.
- Dices bien.
- Dinos entonces en primer lugar cuál es la potencia de su ejército de tierra y de su armada, y luego la del enemigo.
- Pero, Sócrates, es que no podría decírtelo así de improviso.
- Pues si tienes algo escrito, tráelo, que me gustaría oírlo.
- No. ¡por Zeus!, no he escrito nada todavía.
- Entonces. dijo. nos abstendremos también de momento de deliberar sobre la guerra, pues probablemente por la importancia de estas cuestiones y estando empezando tu carrera política, todavía no te has informado. Sin embargo, yo sé que ya te has preocupado de la defensa del país y sabes cuántas guarniciones son necesarias y cuántas no, cuántos contingentes para ellas se necesitan y cuántos no, y que aconsejarás aumentar las necesarias y suprimir las superfluas.
- ¡Por Zeus! dijo Glaucón, por mi parte las suprimiría todas, ya que guardan tan bien el país que saquean las cosechas.
- Pero si se suprimen las guarniciones, ¿no crees que cualquiera que lo desee tendrá libertad para robar? ¿Has ido tú mismo a inspeccionarlas, o cómo sabes que vigilan tan mal?
- Me lo imagino, dijo.
- Entonces, cuando ya no se trate de sospechas sino de informes ciertos, discutiremos sobre este tema.
- Tal vez sea mejor, dijo Glaucón.
- Sin embargo, yo sé que no has ido a las minas de plata, para poder decir por qué ahora producen menos que antes.
- Desde luego no he ido, dijo.
- ¡Por Zeus!, dijo Sócrates, es que dicen que es un lugar malsano, de modo que cuando haya que tratar este tema tendrás una buena excusa.
- Te estás burlando de mí, dijo Glaucón.
- En cambio, hay una cosa que sé que no has descuidado, sino que has examinado bien: por cuánto tiempo es capaz de mantener a la ciudad el trigo que produce el país , y cuánto se necesita para un año, para que la ciudad no sufra escasez sin que tú te des cuenta, sino que, teniendo conocimiento previo, puedas, con tus consejos sobre lo necesario, ayudar y salvar a la ciudad.
- Pero bueno, Sócrates, sería el cuento de nunca acabar si es que uno va a tener que preocuparse también de esas cuestiones.
- Sin embargo, dijo Sócrates, tampoco un hombre podría gobernar bien su propia casa si no supiera todo lo que necesita y no se preocupara de subvenir a todas las necesidades. Pero ya que la ciudad está formada por más de diez mil casas y es difícil preocuparse al mismo tiempo de tantas familias, ¿por qué no has intentado primero engrandecer una, la de tu tío , que bastante lo necesita? Y si puedes hacerla con ésta, ya podrás intentarlo con más, mientras que si no puedes ayudar a un hombre, ¿cómo podrías hacerlo con muchos? Es lo mismo que si uno no pudiera aguantar el peso de un talento : evidentemente, no debería intentar llevar una carga más pesada.
- Es que yo, Sócrates, dijo Glaucón, podría ser útil a la casa de mi tío siempre que él estuviera dispuesto a hacerme caso.
- ¿De modo, dijo Sócrates, que no eres capaz de convencer a tu tío y crees que podrías convencer a todos los atenienses, incluido tu tío, para que te hicieran caso? Ten cuidado, Glaucón, no vaya a ser que por el ansia de conseguir gloria vayas a parar al extremo contrario. ¿O es que no te has dado cuenta de lo resbaladizo que es hablar y decir lo que no se sabe? Piensa, por las personas que conoces de esas características, que evidentemente dicen y hacen lo que no conocen, si te parece que por su actitud consiguen más elogios que censuras y si crees que son más admirados que despreciados. Piensa, por otra parte, en los que saben lo que dicen y lo que hacen, y te darás cuenta, en mi opinión, de que en todas las circunstancias los que reciben la gloria y la admiración están entre los que más saben, mientras que se habla mal y se desprecia a los más ignorantes. Por consiguiente, si deseas conseguir gloria y admiración en la ciudad, esfuérzate en conseguir saber lo mejor posible aquello en lo que estés dispuesto a trabajar, pues si llegas a destacar en ello sobre los demás y entonces intentas tomar las riendas de la ciudad, no me extrañaría que con la mayor facilidad llegues a conseguir lo que deseas.
Al ver que Cármides  era un hombre digno de tener se en cuenta y mucho más capaz que quienes entonces se dedicaban a la política, pero que temía presentarse ante la asamblea e intervenir en los asuntos públicos, le dijo:
- Dime, Cármides, si un hombre estuviera en condiciones de conseguir coronas en los juegos olímpicos y lograr con ello honra para él y aumentar en Grecia la fama de su patria, pero no quisiera competir, ¿en qué concepto lo tendrías?
- Evidentemente lo tendría por hombre blando y cobarde.
Y si alguien apto para intervenir en los asuntos de la ciudad, hacerla prosperar y conseguir honores personales con su actitud, vacilara en hacerla, ¿no habría que considerarlo con razón cobarde?
- Es posible, pero ¿por qué me lo preguntas?
- Porque en mi opinión tú eres apto, pero vacilas en interesarte incluso en materias en las que tienes obligación de participar por el hecho de ser ciudadano.
- Pero ¿en qué actividad has advertido mi aptitud para que ahora me condenes?
- En las reuniones que tienes con los hombres de Estado, pues cuando te comunican algún asunto veo que das buenos consejos, y cuando se equivocan en algo les haces las correcciones adecuadas.
- Pero no es lo mismo, Sócrates, tener una conversación privada que mantener un debate público.
- Sin embargo, uno que es capaz de calcular, no cuenta peor en público que él solo, y los que mejor tocan la cítara solos son los mismos que también destacan en público.
- ¿Es que no ves que la vergüenza y el miedo son innatos en las personas y les afectan mucho más ante multitudes que en reuniones privadas?
- Estoy dispuesto a demostrarte que a ti, que no te avergüenzas ante los más inteligentes ni sientes temor de los más fuertes, te da vergüenza hablar en presencia de los más insensatos y más débiles. Porque ¿de quiénes de ellos te da vergüenza?, ¿de los bataneros, de los zapateros, de los albañiles, de los herreros, de los campesinos, de los comerciantes o de los que andan traficando por el ágora preocupados de comprar algo barato para venderlo a más precio? Porque son todos ellos los que componen la asamblea. ¿En qué crees que se diferencia tu conducta de la de un luchador que siendo superior a atletas entrenados tuviera miedo de los aficionados? Porque tú conversas con la mayor facilidad con los que están al frente de la ciudad, algunos de los cuales te desprecian, y, aunque estás muy por encima de los que se dedican a dirigirse a la ciudad, temes hablar entre personas que nunca se han ocupado de política ni siquiera te han despreciado nunca, por miedo a que se rían de ti.
- ¿Cómo? ¿No crees que a menudo los de la asamblea se ríen de los que hablan correctamente?
- Y también los demás. Por eso me sorprende en ti que sepas manejar fácilmente a unos cuando lo hacen y, en cambio, pienses que no serás capaz de enfrentarte de ninguna manera a otros. No te desconozcas a ti mismo, mi querido amigo, ni cometas el error que comete la mayoría, pues muchos, lanzados a averiguar los asuntos de los otros, no se vuelven a examinarse a sí mismos. No te dejes arrastrar por la pereza, sino más bien esfuérzate en poner más atención a ti mismo. No te desentiendas más de los asuntos públicos, si es que pueden marchar mejor por obra tuya. Porque si van bien, no sólo los otros ciudadanos sino también tus amigos y tú mismo os beneficiaréis no poco.
Un día que Aristípo trataba de poner en evidencia a Sócrates, de la misma manera en la que él lo había sido por éste con anterioridad, deseando Sócrates que la conversación fuera útil a sus discípulos, respondió no como los que están en guardia para evitar que su argumento sea tergiversado en algún punto, sino como los que están convencidos de que están haciendo lo que deben. Arístípo le preguntaba si conocía algo bueno, para que, si Sócrates le decía, por ejemplo, algo como la comida, la bebida, la salud, la fuerza o la audacia, pudiera demostrarle que eso a veces es también un mal. Pero, consciente de que si una cosa nos molesta necesitamos liberarnos de ella, Sócrates le contestó como mejor podía hacerla:
- ¿Me preguntas si conozco algo bueno contra la fiebre?
- No, desde luego no es eso.
- ¿Contra la inflamación de ojos, entonces?
- Tampoco es eso.
- ¿Contra el hambre?
- Tampoco contra el hambre.
- Entonces, si me estás preguntando si conozco alguna cosa buena que no sea buena para nada, ni la sé ni la necesito.
Y en otra ocasión, al preguntarle Aristipo si conocía alguna cosa bella, le dijo:
- Conozco muchas.
- ¿Y son todas semejantes entre ellas?
- Al contrario, algunas son tan distintas como pueden serlo.
- ¿Y cómo es posible que sea hermoso algo distinto de lo hermoso?
- ¡Por Zeus!, lo mismo que frente a un hombre hermoso para la carrera hay otro distinto hermoso para la lucha; un escudo hermoso para la defensa es completamente distinto de la jabalina, que es hermosa para lanzarla con fuerza y velocidad.
- Me has respondido igual que cuando te pregunté sí conocías algo bueno.
- ¿ Y tú crees que una cosa es el bien y la otra la belleza?, ¿no sabes que todas las cosas son bellas y buenas para un mismo fin? En primer lugar, la virtud no es buena en un sentido y bella en otro. En segundo lugar, se considera a los hombres bellos y buenos en lo mismo y respecto a lo mismo, y en los mismos aspectos en que los cuerpos de los hombres parecen hermosos y buenos, en esos mismos aspectos todo cuanto utilizan los hombres se considera hermoso y bueno respecto a aquello para lo que tengan utilidad.
- ¿Entonces un capacho para transportar estiércol es también algo hermoso?
- ¡Sí, por Zeus!, y un escudo de oro es algo feo desde el momento en que el capacho está bien hecho para su uso y el escudo está mal.
- ¿Quieres decir que las mismas cosas son hermosas y feas?
- ¡Sí, por Zeus!, buenas y malas, pues a menudo lo que es bueno para el hombre es malo para la fiebre, y lo que es bueno para la fiebre es malo para el hombre. Con frecuencia también, lo que es hermoso para la carrera es feo para la lucha, pues todas las cosas son buenas y hermosas para el fin al que convienen y malas y feas para lo que no convienen.
También cuando decía que las mismas casas eran hermosas y útiles creo que enseñaba cómo se deben construir, y hacía las siguientes consideraciones: El que vaya a tener una casa como es debido ¿no debe procurar que sea lo más agradable posible de habitar y también lo más útil? Y una vez que se admitía este principio, continuaba: ¿No es agradable que sea fresca en verano y caliente en invierno? Y una vez convenido también este punto, decía: Si las casas están orientadas a mediodía, se cuela el sol en invierno en los soportales y en verano nos da sombra cuando pasa por encima de nuestras cabezas y de los tejados. Entonces, si es bueno que las casas sean así, deberán construirse más altas las partes que den al mediodía, para que el sol de invierno no quede encerrado, y en cambio más bajas las partes que dan al norte, para que no entren los vientos fríos por ellas. Resumiendo, la casa más agradable y más bella sería lógicamente aquella en la que uno pudiera refugiarse más a gusto en todas las estaciones del año y en la que pudiera tener más seguras sus posesiones. En cambio, las pinturas y decorados quitan más satisfacciones que las que producen En cuanto a los templos y altares decía que el lugar más conveniente era el más descubierto y al mismo tiempo más apartado del tráfico, porque es agradable rezar teniéndolos a la vista y acercarse a ellos con puras intenciones.
En otra ocasión le preguntaron si el valor se podía enseñar o era una cualidad natural:
- Creo, dijo, que lo mismo que un cuerpo nace más robusto que otro para soportar las penalidades, así, también un alma es por naturaleza más fuerte que otra frente a los peligros, pues veo que hay personas criadas en las mismas leyes y costumbres y son muy diferentes en materia de intrepidez. Pienso, sin embargo, que toda naturaleza puede acrecentar su valor con el aprendizaje y el ejercicio. Por ejemplo, es evidente que los escitas y los tracios no osarían con sus escudos y lanzas atacar a los lacedemonios, pero también salta a la vista que los espartanos no estarían dispuestos a luchar contra los tracios con sus escudos ligeros y sus jabalinas ni contra los escitas con sus arcos. Veo también que en todos los demás aspectos igualmente los hombres se diferencian mucho entre ellos por su naturaleza, pero que progresan mucho con el ejercicio. De todo ello se deduce evidentemente que todos, tanto los más dotados como los más obtusos por naturaleza, deben recibir enseñanzas y practicar en aquellas actividades en las que quieran llegar a ser dignos de renombre.
No hacía ninguna distinción entre sabiduría y prudencia, sino que juzgaba sabio y sensato al que conociendo lo que es bueno y bello lo practicaba y a quien sabiendo lo que es feo lo evitaba. Y como insistían en preguntarle si a quienes sabiendo lo que tenían que hacer hacían en cambio lo contrario los consideraba sabios y continentes, dijo: «No más que a los que son ignorantes e incontinentes, pues creo que todos los hombres, eligiendo entre las posibilidades que tienen a su disposición, hacen lo que creen más ventajoso para ellos. Por ello creo que los que no obran correctamente no son ni sabios ni sensatos». Decía también que la justicia y las demás virtudes en general son sabiduría, pues las acciones justas y todo cuanto se hace con virtud es bello y hermoso, y ni quienes las conocen podrían preferir otra cosa a cambio, ni quienes no las conocen podrían llevarlas a cabo, sino que errarían aunque lo intentaran. Así también los hombres sabios llevan a cabo acciones hermosas y buenas, y los que no son sabios no pueden, sino que incluso en el caso de que lo intenten se equivocan. Por tanto, puesto que todas las acciones justas y en general las hermosas y buenas se hacen por virtud, es evidente que la justicia y toda otra actitud en general es sabiduría. Decía que la locura es lo contrario de la sabiduría, pero no consideraba locura la ignorancia. En cambio, el no conocerse a sí mismo, opinar sobre lo que no se sabe y creer conocerlo, eso pensaba que era lo más próximo a la locura. «El vulgo, decía, «no considera locos a quienes se equivocan en lo que la mayoría ignora, pero trata como locos a los que yerran en lo que la mayoría conoce. Por ejemplo, si alguien cree que es tan alto que se agacha cuando atraviesa las puertas de la muralla, o si se considera tan fuerte que intenta levantar las casas o emprender acciones parecidas, que evidentemente son imposibles para cualquiera, la gente dice que está loco, mientras que los que se equivocan en cosas pequeñas no pasan por locos a los ojos del vulgo, sino que, de la misma manera que se da el nombre de amor a una pasión violenta, así, también se da el nombre de locura a una gran desviación mental.
Examinando en qué consiste la envidia, se dio cuenta de que era un dolor producido no por las desgracias de los amigos o por la felicidad de los enemigos, sino que aseguraba que sólo sentían envidia los que se afligían por la prosperidad de los amigos. Y como algunos se sorprendían de que alguien pudiera afligirse por la felicidad de una persona a la que apreciaba, les hacia recordar que hay mucha gente que, incapaz de desentenderse de los amigos en la desgracia, les ayudan en su infortunio pero se afligen cuando son felices. Aunque este sentimiento no podría ocurrirle a un hombre sensato, sin embargo, los necios lo padecen siempre.
Examinando en qué consistía el ocio, decía que se daba cuenta de que la mayoría de la gente siempre hacia algo, pues incluso los jugadores de dados y los payasos hacen algo, pero afirmaba que todos éstos eran ociosos, pues podían dedicarse a actividades mejores que éstas. En cambio, para pasar de las mejores a las peores ocupaciones nadie tiene ocio, y si alguien pasa decía que éste obra mal, ya que le falta ocio.
Decía que no son reyes y gobernantes los que llevan el cetro ni los que han sido elegidos por quienquiera que fuese, ni los que han alcanzado el poder a suertes, por la violencia o el engaño, sino los que saben gobernar. Una vez que se le reconocía que lo propio del gobernante es mandar lo que hay que hacer y que al gobernado le corresponde obedecer, demostraba que en un barco el que sabe es el que gobierna, mientras que el armador y todos los demás que hay en la nave obedecen al que sabe, lo mismo que en la labranza los que poseen campos, en las enfermedades los enfermos, en el ejercicio corporal los que entrenan su cuerpo, y en general cuantos ejercen algo que necesita estudio, si creen que ellos mismos entienden de ello, se cuidan personalmente, y si no, obedecen a los expertos que están presentes, e incluso los mandan llamar cuando faltan, para someterse a ellos y hacer lo que sea necesario. En el caso de la hilatura, explicaba que son las mujeres las que mandan a los hombres, porque son ellas las que saben cómo hay que hilar la lana, mientras que ellos no saben. Y si alguien objetaba diciendo que también el tirano puede no hacer caso a los que le dan sabios consejos, decía: «¿Cómo podría no hacer caso, habiéndose establecido un castigo cuando alguien no obedezca un buen consejo? Pues si en cualquier circunstancia alguien no sigue un buen aviso, cometerá un error, sin duda, y ese error será castigado». Y si alguien hacía ver que el tirano puede incluso hacer dar muerte a un consejero prudente decía: «¿ y tú crees que uno que manda matar a sus mejores aliados queda sin castigo o que su castigo es uno cualquiera? ¿Tú qué crees? ¿Que quien obra así más bien se salva, o que va más rápidamente a su perdición?
Una vez que alguien le preguntó cuál creía que era la mejor ocupación para un hombre, respondió: «Obrar bien. Y al volverle a preguntar si creía que la buena suerte también era una ocupación, dijo: «Creo que la suerte y la actividad son entre sí todo lo contrario, pues creo que es tener buena suerte encontrar alguna de las cosas necesarias sin buscarla, mientras que si alguien obra bien a fuerza de aprendizaje y estudio, lo considero buena conducta, y los que se dedican a ello creo que obran bien. Decía que los más gratos a los dioses eran en la labranza los que hacían bien sus trabajos agrícolas, en medicina sus deberes médicos, y en política sus funciones cívicas. Pero el que no hacía nada bien decía que no era ni útil para nada ni grato a los dioses.
Además, si alguna vez conversaba con alguien que tenía un oficio y lo practicaba profesionalmente, también a éstos les era útil. Un día se presentó en casa de Parrasio el pintor , Y conversando con él le dijo:
- Dime, Parrasio, ¿la pintura no es una representación de los objetos que se ven? Por ejemplo, vosotros imitáis, representándolo por medio de los colores, lo mismo la profundidad que el relieve, la oscuridad y las sombras, la dureza y la blandura, lo áspero y lo liso, la juventud y la decrepitud.
- Tienes razón, dijo.
- Y sin duda, si queréis representar formas perfectamente bellas, habida cuenta de que no es fácil encontrar un solo hombre que tenga todos sus miembros irreprochables, reunís de diversos modelos lo que cada uno tiene más bello y así conseguís que un conjunto parezca del todo hermoso.
- Así lo hacemos, dijo.
- ¿Y qué ocurre con lo más seductor, más agradable, más amable, lo que más se añora y más se desea: el carácter del alma?, ¿también lo imitáis? ¿O no es representable?
- ¿Cómo podría ser representable, dijo, lo que por no tener una determinada proporción, ni color, ni ninguna de las propiedades que tú acabas de citar, no es, en una palabra, visible?
- ¿Y no se da en el hombre poner cara de amor y de odio?
- Yo creo que sí, dijo.
- ¿ Y no se puede imitar eso en la mirada?
- Desde luego.
- ¿Y tú crees que ponen las mismas caras los que se preocupan por las alegrías y las desgracias de los amigos que los que no se preocupan?
- Claro que no, ¡por Zeus! En las alegrías tienen rostro radiante, y en las desgracias cara triste. 
- ¿Y eso también se puede representar?
- Ciertamente, dijo.
- Pero también la arrogancia y la independencia, la humildad y el servilismo, la templanza y la inteligencia, la insolencia y la grosería se ponen en evidencia en el semblante y las actitudes de los hombres, tanto si están parados carpa si se mueven.
- Es cierto lo que dices.
- ¿Y no es todo ello imitable?
- Ya lo creo, dijo.
- ¿Y qué crees tú que es más agradable de ver, hombres que evidencian caracteres bellos, hermosos y amables, o los que dejan verse como feos, malvados y odiosos? - ¡Por Zeus!, hay mucha diferencia, Sócrates.
En otra ocasión, acudió al taller del escultor Clitón y hablando con él le dijo:
- Que son hermosos los corredores, atletas, boxeadores y luchadores que tú haces, Clitón, lo veo y lo sé, pero lo que más cautiva el espíritu de los espectadores, el que parezcan vivos, ¿cómo lo haces para infundirlo a tus estatuas?
Y como Clitón, perplejo, no fue capaz de responder en el acto, continuó:
- ¿Acaso es tomando las figuras vivas como modelo como consigues que tus esculturas parezcan más vivas?
- Sí, así es.
- ¿No es imitando las partes de los cuerpos que por sus actitudes están relajadas y tensas y las que están comprimidas o separadas, tirantes o flojas, como consigues que tus obras se parezcan más a la realidad y sean más convincentes?
- Totalmente.
- Y el representar los sentimientos de los cuerpos que tienen alguna actividad, ¿no produce también cierto deleite a los espectadores?
- Es lógico.
- ¿No habrá que representar en ese caso como amenazadores los ojos de los combatientes y alegre la mirada de los vencedores?
- Necesariamente.
- Luego el escultor debe representar con la figura las actividades del alma.
Otro día entró en casa del armero Pistias y éste le enseñó a Sócrates unas corazas bien acabadas.
- ¡Por Hera!, exclamó, buen invento, Pistias, que la coraza proteja la parte del hombre que necesita protección, y que no impida el libre uso de las manos. Pero dime una cosa, Pistias, ¿por qué, sin hacer las corazas ni más sólidas ni más costosas que las otras, sin embargo las vendes más caras?
- Porque las hago más proporcionadas.
- ¿Y cómo demuestras esta proporción para poner más precio, con la medida o con el peso? Porque no creo que las hagas todas iguales ni parecidas, si las haces a medida.
- Es que así las hago, ¡por Zeus!, pues una coraza no serviría para nada sin ese requisito.
- ¿Entonces hay cuerpos humanos bien proporcionados y otros que no lo son?
- Evidentemente.
- ¿Cómo haces entonces que una coraza proporcionada se ajuste a un cuerpo desproporcionado?
- Procurando que ajuste, pues si ajusta es proporcionada.
- Me parece, dijo Sócrates, que siguiendo tu razonamiento hablas de la proporción no en sí misma sino en relación con el usuario, como si hablaras de un escudo diciendo que está proporcionado a quien le siente bien, o de un manto o de cosas en general. Pero tal vez lo de ajustar tiene otra ventaja no pequeña.
- Enséñame1a, Sócrates, si eres capaz de hacerlo.
- Las corazas que ajustan bien agobian menos que las que no ajustan, teniendo el mismo peso, pues las que ajustan mal, sea que cuelguen con todo su peso de los hombros o que compriman excesivamente alguna otra parte del cuerpo, resultan incómodas y desagradables de llevar. En cambio, las que ajustan reparten el peso por igual entre las clavículas y las paletillas, los hombros, el pecho, la espalda y el vientre, hasta el punto de que son casi un añadido del cuerpo más que una carga.
- Acabas de decir precisamente el motivo por el que yo creo que mis obras valen tanto. Sin embargo, algunos prefieren comprar corazas pintadas y doradas.
- Verdaderamente, dijo, si compran por ese motivo corazas que no ajustan, pienso que lo que compran es una molestia pintada y dorada. Pero teniendo en cuenta que el cuerpo no está quieto, sino que unas veces se dobla, otras se endereza, ¿cómo podrían ajustar bien unas corazas apretadas?
- De ningún modo, dijo.
- Quieres decir entonces que las corazas que vienen bien no son las apretadas sino las que no molestan al usarlas.
- Tú lo has dicho, Sócrates, y lo has entendido perfectamente.
Había entonces en Atenas una hermosa mujer llamada Teodota , que alternaba con quien era capaz de convencerla. Un día la mencionó uno de los presentes, diciendo que su belleza superaba toda ponderación, asegurando que los pintores iban a su casa para pintarla y que ella les enseñaba de su cuerpo lo que le convenía.
- Tendríamos que ir a verla, dijo Sócrates, pues no se puede conocer de oídas lo que supera todo elogio de palabra.
y entonces dijo el narrador:
- En ese caso, apresuraos a seguirme.
Y efectivamente se dirigieron a casa de Teodota, la sorprendieron posando para un pintor y se pusieron a contemplarla. Al terminar su trabajo el pintor, dijo Sócrates:
- Amigos, ¿somos nosotros los que debemos estar agradecidos a Teodota por habernos mostrado su belleza, o ella a nosotros por haberla contemplado? Porque si esta exhibición ha sido beneficiosa para ella, es ella la que tiene que estarnos agradecida a nosotros, y si es para nosotros más útil la contemplación, somos nosotros los que debemos darle las gracias a ella.
Y como alguien dijo que tenía razón, continuó:
- Luego ella ya se está beneficiando de nuestras alabanzas y, a medida que vayamos corriendo la voz, sacará todavía más provecho. Nosotros, en cambio, ya estamos deseando tocar lo que contemplamos, nos vamos a ir desazonados y, cuando nos hayamos alejado, sentiremos añoranza. Consecuentemente, nosotros seremos los adoradores y ella la adorada.
Dijo entonces Teodota:
- ¡Por Zeus!. si es ésa la situación, todavía debería yo estaros agradecida por vuestra contemplación.
En este momento, al ver que ella iba muy ricamente ataviada y que su madre estaba a su lado con un vestido
y unas galas poco comunes, y además muchas criadas de buen aspecto y muy arregladas, y encima de eso una casa equipada sin reparar en gastos, dijo Sócrates:
- Dime, Teodota, ¿tienes tierras?
-No.
- ¿Tienes entonces una casa que te produzca rentas?
- Tampoco tengo casa.
- ¿Tendrás al menos gente asalariada?
- Tampoco tengo asalariados.
- Entonces, ¿de dónde sacas tus ingresos?
- Si algún amigo está dispuesto a ayudarme, ése es mi medio de vida.
- ¡Por Hera!, Teodota, hermoso capital: mucho mejor tener un rebaño de amigos que tener lo de ovejas, de cabras o vacas. Pero ¿te entregas al azar, a ver si un amigo te revolotea como una mosca, o tú personalmente te ingenias de alguna manera?
- ¿Cómo podría yo encontrar algún ingenio para ello?
- ¡Por Zeus!, con mucha mayor eficacia que las arañas, porque tú sabes que ellas cazan para vivir: tejen finísimas telarañas y se alimentan de lo que cae allí dentro.
- ¿Me aconsejas entonces que también yo me teja una trampa parecida?
- Evidentemente, pues no se puede pensar en emprender sin más la cacería más valiosa que existe, la captura de amigos. ¿No te has dado cuenta de que incluso en algo de poco valor, la caza de la liebre, los cazadores emplean muchas artimañas? Como las liebres salen por la noche a comer, para cazarlas se procuran perros entrenados para la noche, y como las liebres intentan escapar al amanecer, tienen otros perros que rastrean por el olfato el camino que siguen desde el pasto a la madriguera y las encuentran. y como las liebres son tan veloces que incluso descubiertas pueden escapar corriendo, disponen de otros perros rápidos para cazarlas a la carrera. Pero algunas consiguen escapar de estos perros, entonces ponen redes en los vericuetos por donde intentan escapar, para que caigan en ellas y queden atrapadas.
- ¿ Y con cuál de estas artimañas podría yo cazar amigos?
- ¡Por Zeus!, en vez de perro tienes que tener a alguien que te rastree las huellas de los ricos y amantes de la belleza, y que, una vez que los haya encontrado, se las ingenie para meterlos en tus redes.
- ¿Pero qué clase de redes tengo yo?
- Hay una, sin duda, muy bien entretejida, tu cuerpo, y dentro de él un alma con la que vas aprendiendo cómo debes mirar para agradar, qué debes decir para seducir, y cómo debes acoger agradablemente al que se interesa en serio por ti, cerrarle la puerta al que sólo trata de divertirse, visitar con interés al amigo enfermo, compartir su alegría cuando ha hecho algo hermoso y agradecer con toda el alma al que se preocupa solícitamente por ti. En cuanto a besar, estoy seguro de que sabes hacerla no sólo con ternura sino también con cariño. Que los amigos te resultan agradables, entonces estoy seguro de que los convencerás de palabra y de obra.
- ¡No, por Zeus!, dijo Teodota, yo no me ingenio con ninguna de esas mañas.
- Lo cierto es que tiene mucha importancia comportarse con un hombre con naturalidad y corrección, pues con violencia ni podrías coger ni retener a un amigo, pero con buenas maneras y complacencia esa fiera es fácil de coger y resulta leal.
- Es verdad lo que dices.
- Por ello, lo primero que debes pedirles a los que se interesen por ti son favores que les cueste hacer lo menos posible, y luego tienes que corresponderles agradecida de la misma manera. Así es como se irán haciendo más amigos tuyos, te querrán durante más tiempo y serán contigo más generosos. Pero te quedarán agradecidos sobre todo si les ofreces tus dones cuando te los pidan. Porque tú sabes que hasta los manjares más exquisitos parecen desagradables si te los sirven antes de que los desees, y cuando la gente está harta producen incluso repugnancia. En cambio, si te los sirven después de provocar el apetito, por vulgares que sean, parecen muy agradables.
- ¿Y cómo podría yo infundir apetito de lo que tengo?
- ¡Por Zeus!, en primer lugar, no ofreciéndolo a los que ya están satisfechos ni haciéndoselo recordar hasta que, una vez pasada la sensación de saciedad, les vuelva el apetito. En segundo lugar, tentando a los que lo pidan con un trato correctísimo, sin dar la impresión de que quieres concederlo y haciéndote la esquiva, hasta que estén lo más ansiosos posible, pues hay mucha diferencia entre dar los mismos favores en el acto a darlos antes de desearlos.
Entonces dijo Teodota:
- ¡Ea, Sócrates!, ¿por qué no me acompañas en esta caza de amigos?
- ¡Por Zeus!, lo haré si consigues convencerme.
- ¿Y cómo podría yo convencerte?
- Tú misma lo averiguarás y te las ingeniarás, si me necesitas.
- Entonces, dijo ella, ven a verme a menudo.
Y Sócrates, burlándose de su propia falta de ocupación, dijo:
- ¡Ay, Teodota!, no es fácil para mí, ni mucho menos, tener tiempo disponible. Tengo un montón de asuntos particulares y públicos que no me dejan un momento libre. También tengo amigas que no me dejan marcharme ni de día ni de noche, porque están aprendiendo de mí filtros y encantos.
- ¿También sabes de esas cosas, Sócrates?
- ¿Por qué crees, si no, que Apolodoro , que aquí ves, y Antístenes nunca se apartan de mí? ¿Por qué crees que han venido de Tebas Cebes y Simias? Ten la seguridad de que eso no puede ocurrir sin un montón de filtros, ensalmos y torcecuellos.
- Préstame entonces tu sortilegio, para hacerlo rodar lo primero ante ti.
- Pero, ¡por Zeus!, es que yo no quiero que me atraigas, sino que tú vengas hacia mí.
- Pues iré, pero has de recibirme.
- Te recibiré, dijo, a no ser que tenga dentro otra más querida que tú.
Al ver que Epígenes uno de sus seguidores, a pesar de ser joven, andaba enclenque de cuerpo, le dijo:
- ¡Qué cuerpo más descuidado tienes, Epígenes!
- Es que soy descuidado, Sócrates.
- No más que los que se disponen a competir en Olimpia. ¿O es que crees que es poco importante el combate por la vida contra el enemigo, que los atenienses plantearán en cualquier momento? Sin embargo, no pocos, a causa de su debilidad física, mueren en los peligros de la guerra o se salvan vergonzosamente. Muchos, por la misma razón, son hechos prisioneros y pasan en cautividad el resto de su vida, si es ése su destino, en la más penosa esclavitud, o caen en la más dura necesidad después de pagar rescates superiores en mucho a sus posibilidades y pasan el resto de su vida carentes de lo necesario y pasando calamidades. Muchos, en fin, se ganan una mala fama, considerados como cobardes por la debilidad de su cuerpo. ¿Acaso menosprecias estos castigos por la debilidad física y crees que podrás soportarlos fácilmente? Por mi parte, creo que es mucho más fácil y agradable el esfuerzo que tiene que soportar el que se preocupa del bienestar de su cuerpo. ¿O es que piensas que una mala constitución es más saludable y más útil en general que la buena, o desprecias las consecuencias de la buena constitución? Lo cierto es que a los que están en forma les ocurre todo lo contrario que a quienes no lo están: los hombres que tienen el cuerpo bien tienen salud y son fuertes, y muchos gracias a ello se salvan honorablemente de los combates en las guerras y escapan a todos los peligros; muchos socorren a sus amigos, hacen el bien a su patria y, por ello, se hacen acreedores a la gratitud, consiguen una gran fama, obtienen los más hermosos honores y, gracias a eso, pasan el resto de su vida más agradablemente y mejor, dejando en herencia a sus hijos medios mejores para vivir. No porque el Estado no haga practicar públicamente ejercicios de entrenamiento para la guerra deben descuidarlos los particulares, ni por ello deben aplicarse con menos asiduidad. Ten la seguridad de que en ninguna otra lucha ni circunstancia de la vida quedarás peor por haber preparado mejor tu cuerpo. El cuerpo es útil para todas las actividades humanas: en todos los usos del cuerpo es muy importante tenerlo en las mejores condiciones posibles. Pues incluso en los casos en que parece que su utilidad es mínima, es decir, en el pensar, ¿quién no sabe que también en este caso muchos cometen grandes errores por no tener el cuerpo sano? La falta de memoria, la desmoralización, la irascibilidad, la locura, a menudo debido a la mala salud del cuerpo invaden el pensamiento de muchos de tal manera que incluso expulsan los conocimientos. En cambio, los que tienen el cuerpo sano están muy seguros y no corren ningún peligro de padecer alguna de estas calamidades a causa de la debilidad física. Más bien es probable que su bienestar físico sea útil para producir consecuencias opuestas a las que se originan de una mala constitución. ¿Qué persona sensata no soportaría cualquier cosa para conseguir efectos contrarios a los que hemos citado? Además, es vergonzoso envejecer por este descuido, antes de ver qué clase de hombre se habría podido llegar a ser con la mayor hermosura y fortaleza física. Pero estas cosas no las puede ver un hombre descuidado, porque no es algo que quiera producirse espontáneamente.
Un día que alguien estaba enfadado porque, después de adelantarse a saludar a una persona, ésta no le había correspondido, dijo:
- Es ridículo, porque si te hubieras encontrado con alguien en peor estado físico que tú, no te enojarías, pero en cambio te molesta haber tropezado con un espíritu más grosero que el tuyo.
-A otro que se quejaba de que no comía a gusto, le dijo: «Acúmeno da un buen remedio para eso», Y al preguntarle cuál era el remedio, contestó: «Dejar de comer, pues al hacerla llevarás una vida mejor, más barata y más sana».
Otro se quejaba de que el agua que bebía en su casa estaba caliente.
- Así, cuando quieras darte un baño, la tendrás preparada.
- Pero es que está demasiado fría para un baño.
- ¿Acaso tus criados también están molestos de beberla y bañarse con ella?
- ¡No, por Zeus! y hasta me sorprende a menudo ver con qué gusto la emplean para ambos usos.
- ¿Qué agua es más caliente para beber, la de tu casa o la del templo de Esculapio?
- La del templo de Esculapio.
- ¿Y qué agua es más fría para bañarse, la de tu casa o la del templo de Anfiarao?
- La del templo de Anfiarao.
- Piensa entonces que podrías ser más difícil de contentar que tus criados y que los enfermos. A uno que había castigado violentamente a un criado, Sócrates le preguntó por qué estaba enfadado con el servidor:
- Porque es muy tragón y muy estúpido y, como le gusta mucho el dinero, no da golpe.
- ¿Has pensado alguna vez si no mereces más palos tú que el criado?
A uno que tenía miedo de viajar a Olimpia le preguntó: ¿Por qué temes el viaje? ¿No te pasas también aquí casi todo el día paseando? Pues también, si vas allí de viaje, pasearás antes de comer, volverás a pasear antes de cenar y luego descansarás. ¿No te das cuenta de que, si pones en línea los paseos que haces en cinco o seis días, fácilmente llegarías de Atenas a Olimpia? También es más agradable adelantar el viaje un día que retrasarlo, porque es molesto tener que alargar las jornadas más de lo necesario, mientras que añadir una jornada al viaje proporciona una gran comodidad. Así que es mejor apresurarse en la partida que en el camino.
A otro que se quejaba de estar agotado después de realizar un largo viaje, le preguntó si llevaba carga.
- ¡No, por Zeus, yo no llevaba más carga que el manto!
- ¿Hiciste solo el camino o te acompañaba un criado?
- Iba acompañado por un criado.
- ¿De vacío, o llevaba alguna carga?
- ¡POr Zeus!, llevaba mis mantas y el resto del equipaje.
- ¿Y cómo terminó el viaje?
- Creo que mejor que yo.
- ¿Qué habría pasado si hubieras tenido que llevar su carga?; ¿cómo crees que te habría sentado?
- ¡Muy mal, por Zeus! Más bien ni siquiera habría podido llevarla.
- Entonces, el hecho de poder soportar la fatiga menos que tu criado ¿te parece propio de un hombre bien ejercitado?
Cada vez que se reunían para cenar y unos llevaban poca comida y otros mucha, Sócrates ordenaba a su criado que la aportación pequeña la pusiera junto con la común o que repartiera a cada uno su parte. De ese modo, los que habían llevado mucho se avergonzaban de no participar de lo que se había puesto en lo común y de no corresponder con su propia parte, de modo que también ellos ponían su parte en común. Como no tenían ya más que los que habían aportado poco, dejaron de gastar mucho en su aportación.
Un día que observó que uno de los comensales dejaba de lado el pan y comía sólo companaje, como la conversación trataba de nombres y del motivo por el que se empleaba cada uno de ellos, dijo:
- Amigos, ¿podríamos decir por qué motivo a una persona se la llama comilón? Porque todo el mundo come carne con el pan cuando lo hay, y no creo que sólo por eso se les llame comilones.
- Desde luego que no, dijo uno de los presentes.
- ¿Qué pasa entonces si uno se come la carne sin pan, no por régimen sino por gusto?, ¿puede pensarse que es un comilón o no?
- Difícilmente se podría llamar comilón a otro.
- ¿Y el que come poco pan y mucha carne?, preguntó otro de los presentes.
- Yo creo, dijo Sócrates, que también éste debería ser llamado con razón comilón, y cuando la gente en general pide a los dioses una buena cosecha, lógicamente éste pedirá buena cosecha de carne.
Al pronunciar Sócrates estas palabras, el joven se dio cuenta de que se estaba aludiendo a él; no dejó de comer carne, pero se acompañó de pan.
Sócrates lo notó y dijo:
- Fijaos en ese joven los que estáis cerca, a ver si come pan con carne o carne con pan.
Al ver otro día a otro comensal que con una sola rebanada de pan probaba muchos manjares, dijo:
- ¿Podría haber una cocina más dispendiosa o que más perjudique los manjares que la de un hombre que come muchas cosas al mismo tiempo y mete toda clase de manjares en la boca? En todo caso, el mezclar más ingredientes que los cocineros, aumenta el gasto, pero el que mezcla lo que aquellos no suelen mezclar porque no casa bien, mientras los cocineros trabajan bien, él, en cambio, comete un fallo y les estropea su arte. Y, en verdad, ¿no es ridículo ,procurarse los cocineros más expertos y luego uno, sin tener siquiera pretensiones de este arte, tergiversar lo que hacen aquellos? Todavía ocurre otra cosa al que come al mismo tiempo muchos platos, y es que cuando no tiene tantos a la vista puede creer que le falta algo, añorando la costumbre, mientras que el que está acostumbrado a acompañar cada trozo de pan con un trozo de carne podrá contentarse sin pena con uno solo cuando no se le ofrezcan muchos.
Decía también que en el lenguaje de los atenienses «disfrutan es sinónimo de «comen, y decía que se añadía «bien para indicar el hecho de comer cosas que no dañan ni al alma ni al cuerpo ni eran difíciles de encontrar, de modo que lo de disfrutar lo aplicaba también a los que llevan una vida ordenada.


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