RECUERDOS DE SÓCRATES
Jenofonte
[LIBRO IV]


De manera que tan útil era Sócrates en toda circunstancia y en todos los sentidos, que para cualquier persona de mediana sensibilidad que lo considerase era evidente que no había nada más provechoso que unirse a Sócrates y pasar el tiempo con él en cualquier parte y en cualesquiera circunstancias. Incluso su recuerdo cuando no estaba presente era de gran utilidad a los que solían estar con él y recibir sus enseñanzas, pues tanto si estaba de broma como si razonaba con seriedad hacía bien a los que le trataban.
A menudo decía que estaba enamorado de alguien, pero estaba claro que no se refería a los del cuerpo bien dotado por naturaleza, sino que deseaban a los que tenían un alma bien dotada para la virtud. Deducía la buena naturaleza de las personas por la rapidez para aprender las materias a las que se dedicaban, de su memoria para recordar lo que habían aprendido, y de su pasión por todas las enseñanzas gracias a las cuales se puede administrar bien una casa, una ciudad y, en suma, sacar buen partido de las personas y de las cosas humanas. Porque creía que esta clase de personas, una vez instruidas, no sólo serían felices ellas mismas y gobernarían bien sus casas, sino que también estarían en condiciones de hacer felices a los más hombres y ciudades. No se dirigía, sin embargo, a todos por igual, sino que a quienes pensaban que gozaban de una buena disposición natural y despreciaban la enseñanza les explicaba que las que pasan por ser las mejores naturalezas son las que más educación necesitan, indicándoles que también los caballos más pura sangre, que son más briosos y bravos, si se les doma de jóvenes se hacen más serviciales y mejores, pero si se quedan indómitos resultan los más difíciles de manejar y los más baratos. Y los perros de mejor raza, infatigables y emprendedores para la caza, si se les educa bien resultan los mejores y los más útiles para las cacerías, pero si no se les enseña son ineptos, rabiosos y absolutamente indóciles. De la misma manera, los hombres con mejores disposiciones naturales, con mayor fuerza de espíritu y eficaces al máximo en lo que emprenden, si se les educa e instruye en lo que tienen que hacer resultan excelentes y utilísimos, pues llevan a cabo los más numerosos y mejores servicios, pero si no se les educa ni se les instruye, son los peores y los más dañinos: no saben discernir lo que tienen que hacer, se lanzan a muchos negocios funestos, y como son altivos y violentos, resultan difíciles de manejar y de disuadir, con lo que causan muchos y terribles males.
Ahora bien, en cuanto a los que se enorgullecen de su riqueza y piensan que no necesitan ninguna educación, porque creen que les basta su dinero para, conseguir cuanto se propongan y recibir honores de la gente, les hacía entrar en razón diciéndoles que es un insensato el que cree que sin instrucción puede distinguir las acciones útiles y las perjudiciales, y un estúpido el que sin tener capacidad para hacer esta distinción cree que con su dinero puede conseguir lo que quiera y hacer lo que le conviene. Es tonto quien, no pudiendo hacer lo que le conviene, cree que está obrando bien y que ha conseguido preparar para él, del todo o suficientemente, lo necesario para la vida. Es un estúpido también el que cree que sin saber nada, sólo gracias a su dinero, pasará por bueno para algo, o, sin parecer bueno para nada, tendrá una buena consideración.
Voy explicar ahora cómo se comportaba con los que creen que han recibido la mejor educación y se enorgullecen de su sabiduría. Se había enterado de que el bello Eutidemo había reunido una gran colección de escritos de los poetas y sofistas más famosos, y a consecuencia de ello pensaba ya que destacaba sobre los jóvenes de su edad en sabiduría y tenía las mayores esperanzas de aventajarlos a todos en capacidad de hablar y de actuar. Lo primero que hizo Sócrates al enterarse de que Eutidemo a causa de su juventud no iba todavía al ágora, y que cuando quería ocuparse de algún asunto iba a sentarse en una guarnicionería cerca dcl ágora, fue irse también allí con algunos amigos suyos.
Al preguntarle uno al principio si Temistocles había destacado tantísimo entre sus conciudadanos por el trato con algún sabio o por su disposición natural, hasta el punto que la ciudad ponía sus ojos en él cada vez que necesitaba un hombre cabal, Sócrates, que quería provocar a Eutidemo, dijo que era una simpleza creer que en las artes de poca monta no se llega a ser importante sin la ayuda de maestros eficaces y que, en cambio, la función más importante de todas, el gobierno de la ciudad, puede surgir espontáneamente en los hombres.
En otra ocasión en la que Eutidemo estaba presente, viendo que rehuía la compañía y evitaba dar la impresión de admirar a Sócrates por su sabiduría, le dijo:
- Es evidente, amigos míos, que una vez haya alcanzado la edad, Eutidemo, aquí presente, por su manera de conducirse, cuando la ciudad proponga alguna moción sobre un tema no se abstendrá de dar consejo. Yo creo que ya tiene preparado un hermoso proemio para sus discursos políticos, cuidando que parezca que no ha aprendido nada de nadie. Seguro que empezará su intervención con un preámbulo así: «Ciudadanos atenienses, nunca aprendí nada de nadie, ni después de oír hablar de personas competentes en palabras o en hechos busqué un encuentro con ellos, como tampoco me preocupé de tener un maestro entendido, sino que, por el contrario, me he pasado la vida evitando no sólo aprender nada de nadie sino incluso aparentarlo. A pesar de ello, os aconsejaré lo que se me ocurra espontáneamente. Un proemio de este tipo también sería adecuado para los que pretendieran obtener el cargo de médico en la ciudad . Sería útil para ellos empezar así su discurso: «Nunca aprendí de nadie, ciudadanos atenienses, el oficio de médico, ni intenté tener como maestro a ningún médico. He pasado la vida evitando no sólo aprender de los médicos sino incluso dar la impresión de haber aprendido este oficio. A pesar de ello, dadme el cargo de médico, que yo intentaré aprender experimentando con vosotros».
Todos los presentes se echaron a reír. Como era evidente que Eutidemo estaba prestando atención a las palabras de Sócrates, aunque seguía evitando decir algo personalmente, como si creyera que con el silencio se rodeaba de una fama de prudencia, en ese momento dijo Sócrates, queriendo poner fin a esta situación:
- Es curioso cómo los que quieren ser capaces de tocar la cítara o la flauta o montar a caballo o alguna otra cosa parecida, intentan practicar de la manera más continuada posible lo que quieren llegar a ser, y no sólo por sí mismos, sino en compañía de los que pasan por mejores, haciendo y aguantándolo todo con tal de no hacer nada contra su opinión, en la idea de que por otros procedimientos no llegarían a ser personas importantes. En cambio, entre los que están deseando llegar a ser buenos oradores y dedicarse a la política, algunos piensan que sin preparación ni práctica serán capaces de realizarlo espontáneamente y de repente. Sin embargo, lo cierto es que estas artes parecen tanto más difíciles de ejecutar que aquellas que, siendo más los que se afanan en ellas, son muchos menos los que consiguen realizarlas. Por ello es evidente que necesitan una dedicatoria más asidua y más intensa los que se dedican a ellas que quienes aspiran a las otras.
Tales eran al principio los discursos de Sócrates, mientras Eutidemo escuchaba, pero cuando se dio cuenta de que éste prestaba más atención según hablaba y que escuchaba con mayor interés, se fue solo a la guarnicionería y, cuando Eutidemo se sentó junto a él, le preguntó:
- Dime, Eutidemo, ¿es verdad, como he oído decir, que has reunido una colección de las obras de los hombres que han adquirido fama de sabios?
Eutidemo contestó:
- ¡Sí, por Zeus!, Sócrates, y todavía las sigo reuniendo, hasta que pueda tener el mayor número posible.
- ¡Por Hera! , dijo Sócrates, te felicito por haber preferido sabiduría en vez de tesoros de plata y oro. Es evidente que en tu opinión el oro y la plata no hacen mejores a los hombres, mientras que las sentencias de los sabios enriquecen con la virtud a quienes las poseen.
Eutidemo se alegró al oír estas palabras, convencido de que Sócrates encontraba correcta su aproximación a la sabiduría. Y Sócrates, al advertir que Eutidemo estaba encantado con aquel elogio, le dijo:
- ¿A qué clase de bondad quieres llegar, Eutidemo, reuniendo estos escritos?
En vista de que Eutidemo se había quedado callado pensando una respuesta, Sócrates le preguntó de nuevo:
- ¿Acaso quieres ser médico? Porque se han escrito muchas obras de médicos.
Eutidemo respondió:
- ¡No, por Zeus!, médico no.
- ¿Quieres entonces llegar a ser arquitecto? También ello requiere un hombre experto.
- No, tampoco es eso.
- ¿Quieres hacerte un buen geómetra. como Teodoro?
- Tampoco quiero ser geómetra, dijo.
- ¿Un astrólogo entonces? Y como también el otro lo negó, dijo:
¿Un rapsodo, en ese caso? Porque aseguran que tienes todos los poemas de Homero.
¡Por Zeus!, yo no, desde luego. Sé que los rapsodos se saben a la perfección sus versos, pero ellos son muy tontos.
Entonces dijo Sócrates:
- ¿No irá a resultar, Eutidemo, que aspiras a la virtud por la que los hombres se hacen políticos, administradores, capaces de gobernar y útiles a los demás y a sí mismos?
Eutidemo respondió:
- Sí, Sócrates, ésa es la virtud que necesito.
- ¡Por Zeus!, dijo Sócrates, aspiras a la virtud más bella y a la más grande de las artes, pues es un arte de reyes y se llama «arte real». Pero ¿has reflexionado si es posible, sin ser justo, llegar a ser bueno en ese arte?
- Sí he reflexionado, y mucho, y no es posible sin justicia llegar a ser un buen ciudadano.
- ¿Y qué?, dijo Sócrates. ¿Ya lo has conseguido?.
- Creo, Sócrates, que no vaya parecer menos justo que otro cualquiera.
- Bien. ¿No tienen los hombres justos sus obras, como las tienen los carpinteros?
- Las tienen.
- Entonces, lo mismo que los carpinteros pueden mostrar sus obras ¿podrían también los hombres justos explicar las suyas?
- ¿Cómo no voy yo a poder explicar las obras de la justicia?, dijo Eutidemo. Y, ¡por Zeus!, también las de la injusticia, pues no son pocas las que se pueden ver y oír todos los días.
¿Quieres entonces, dijo Sócrates, que escribamos a un lado la J, al otro lado la I, y, a continuación, lo que nos
parezca obra de la justicia lo pongamos en la J y lo que sea de la injusticia en la I?
- Si crees que es necesario hacerla, hazlo.
Después de haber escrito Sócrates las letras tal como había dicho, continuó:
- ¿Existe la mentira entre los hombres?
- Existe, desde luego.
- ¿En qué lado la pondremos?
- Es evidente que en el de la injusticia.
- ¿No existe también el engaño?
- Ya lo creo.
- ¿En qué lado lo ponemos entonces?
- También es evidente que en el de la injusticia.
- ¿Y qué pasa con el hacer daño a otro?
- También ahí, dijo.
- ¿Y someter a esclavitud?
- También.
- ¿Y en la parte de la justicia no habrá nada de eso, Eutidemo?
- Sería terrible.
- ¿Qué ocurre entonces si alguien, elegido general, reduce a esclavitud a una ciudad injusta y enemiga? ¿Diremos que comete una injusticia?
- No, por cierto.
- ¿No diremos que hace algo justo?
- Desde luego.
- ¿Qué ocurre si engaña a los enemigos en la guerra?
- También eso es justo, dijo.
- Y en el caso de que robe y saquee los bienes enemigos, ¿no obrará en justicia?
- Desde luego, pero yo al principio suponía que las preguntas se referían únicamente a los amigos.
- Según eso, todo lo que pusimos en la injusticia tendríamos que ponerlo también en la justicia.
- Así parece.
- ¿Quieres entonces que después de plantear las cosas así determinemos de nuevo que obrar así es justo con el enemigo, pero injusto con los amigos, y que con éstos hay que ser lo más sinceros posible?
- Totalmente, dijo Eutidemo.
¿Qué pasa entonces, dijo Sócrates, si un general al ver desmoralizado a su ejército le miente diciendo que se acercan tropas aliadas, y con esta mentira pone fin a la desmoralización de los soldados?, ¿en qué lado pondremos este engaño?
- Yo creo que en el de la justicia.
- Y si alguien, viendo que su hijo necesita medicación y se niega a tomar la medicina, le engaña dándole la medicina como si fuera comida y utilizando esta mentira lo salva, ¿en qué lugar habrá que poner este engaño?
- Yo creo que en el mismo.
-Y si alguien, teniendo un amigo desesperado, por miedo de que se suicide le quita o le arrebata la espada o cualquier otra arma, ¿en qué lugar habrá que poner esto?
- También habrá que ponerlo en la justicia.
- ¿Quieres decir entonces que tampoco con los amigos hay que ser sincero siempre?
- No, ¡por Zeus!, y me retracto, si se me permite.
- Se te tendrá que permitir, dijo Sócrates, antes de que hagas una clasificación equivocada. Pero pasando ahora a los que perjudican a sus amigos con engaños, para no dejar este punto sin examinar ¿quién es más injusto, el que engaña voluntariamente o el que lo hace sin intención?
- La verdad, Sócrates, es que ya no me fío de mis respuestas, pues todo lo de antes me parece ahora distinto de lo que yo creía. Sin embargo, quede dicho por mi que es más injusto el que miente a propósito que el que lo hace sin darse cuenta.
- ¿Pero tú crees que hay un aprendizaje y una ciencia de lo justo como lo hay de las letras?
- Yo si lo creo.
- ¿Y a quién consideras más literato, al hombre que adrede escribe y lee incorrectamente o al que lo hace contra su voluntad?
- Yo creo que quien lo hace voluntariamente, porque, si quisiera, también podría hacerla correctamente.
- Entonces, ¿el que voluntariamente no escribe de modo correcto sería un buen letrado, y el que lo hace sin querer será un ignorante en letras?
- ¿Cómo no?
- ¿Y quién conoce la justicia, el que miente y engaña adrede, a conciencia de que lo hace, o el que lo hace sin querer?
- Es evidente que el que lo hace a sabiendas.
- ¿Estás afirmando entonces que el que sabe de letras es más literato que el que no sabe?
-Sí.
- ¿Y más justo el que entiende de lo justo que el que no entiende?
- Eso parece, pero creo que también aquí lo estoy diciendo sin saber por qué.
- ¿Qué ocurre entonces si alguien dispuesto a decir la verdad se contradice a cada momento hablando del mismo tema y, por ejemplo, para indicarle a alguien un mismo camino, unas veces dice que va a hacia levante, otras que a poniente, o al hacer una cuenta unas veces da un resultado mayor y otras menor? ¿Qué te parece un individuo así?
- Es evidente, ¡por Zeus!, que no sabe lo que creía saber.
- ¿Tú sabes que hay hombres a los que se considera serviles?
- Sí lo sé.
- ¿Por su sabiduría o por su ignorancia?
- Es evidente que por su ignorancia.
- ¿Acaso reciben este nombre por su ignorancia en la forja?
- No.
- ¿Es entonces por su ignorancia en carpintería?
- Tampoco es por eso.
- ¿En zapatería, entonces?
- Tampoco es por eso, sino al contrario, pues la mayoría de ellos conocen estos oficios y son personas serviles.
- ¿Se aplica entonces este nombre a personas que ignoran lo bello, lo bueno y lo justo?
- Yo creo que si, dijo.
- Luego debemos hacer toda clase de esfuerzos para evitar ser serviles.
- ¡Por los dioses, Sócrates!, yo estaba totalmente convencido de que estaba dedicado a una filosofía con la que mejor pensaba que me educaría en lo que conviene a un hombre que aspira a la hombría de bien, pero ahora ¿cómo te imaginas lo desalentado que estoy, cuando me doy cuenta de que, después de tantas fatigas, ni siquiera soy capaz de responder a tus preguntas sobre lo que es más necesario saber y sin tener otro camino que me conduzca a ser mejor?
Entonces le dijo Sócrates:
- Dime, Eutidemo, ¿has ido alguna vez a Delfos?
- He ido dos veces, ¡por Zeus!
- ¿Leíste entonces en algún sitio del templo la inscripción Conócete a ti mismo?
-Si.
- ¿Y ya no te preocupaste más de la inscripción, o prestaste atención e intentaste tratar de examinar cómo eres?
- Eso no, ¡por Zeus!, pues creía que lo sabía muy bien. Difícilmente podría saber otra cosa si me desconociera a mí mismo.
- En ese caso, ¿crees que se conoce a sí mismo uno que sólo conoce su propio nombre o quien actúa como los compradores de caballos, que no piensan que conocen al que quieren conocer hasta que examinan si es dócil o rebelde, fuerte o débil, rápido o lento, y en general cómo está en las cualidades convenientes e inconvenientes en cuanto al uso del caballo? ¿Es así también como él se examina a sí mismo sobre sus cualidades para su uso como hombre y como conoce su propio valor?
- Yo creo que es así, que quien desconoce su propio valor se ignora a sí mismo.
- ¿ Y no es evidente también que gracias a ese conocimiento de sí mismos los hombres reciben múltiples beneficios, y sufren, en cambio, numerosos males por estar equivocados sobre ellos mismos? Porque los que se conocen a sí mismos saben lo que es adecuado para ellos y disciernen lo que pueden hacer y lo que no. Haciendo únicamente lo que saben, se procuran lo que necesitan y son felices, mientras que se abstienen de lo que no saben, con lo cual no cometen errores y evitan ser desgraciados. Gracias también a ello son capaces de juzgar a los demás hombres y por el partido que sacan de ellos se procuran bienes y evitan perjuicios. En cambio, los que no se conocen y se engañan sobre sus propias posibilidades, se encuentran frente a las demás personas y situaciones humanas en la misma situación que consigo mismos, y ni saben lo que necesitan ni lo que tienen que hacer ni de quiénes se pueden valer, sino que se equivocan en todos estos asuntos, fracasan en la consecución de bienes y se precipitan en las desgracias. Los que saben lo que hacen consiguen fama y honor cuando alcanzan sus aspiraciones, las personas de su mismo rango los tratan con agrado y los que fracasan en sus actividades están deseando ponerse en sus manos para que les aconsejen, ponen en ellos sus esperanzas de prosperidad y por todas estas razones los estiman más que a nadie. En cambio, los que no saben lo que se traen entre manos eligen mal, fracasan en lo que emprenden, y no sólo sufren con ello penas y castigos sino que encima tienen mala fama, son objeto de burla y viven despreciados y sin ninguna consideración. Puedes verlo también en las ciudades: las que desconocen su propia fuerza entran en guerra contra otras más poderosas, y unas son destruidas y otras se convierten de libres en esclavas.
Entonces intervino Eutidemo:
- Ten la seguridad de que creo firmemente, Sócrates, que el conocimiento de sí mismo debe tener la máxima importancia, pero ¿cómo hay que empezar a conocerse a sí mismo? Es algo por lo que pongo los ojos en ti por si quisieras servirme de guía.
- Entonces, dijo Sócrates, me imagino que sabes cómo son las cosas buenas y cómo son las malas.
- ¡Por Zeus!, es que si no supiera ni siquiera eso, sería todavía peor que un esclavo.
- En ese caso, ¡ea!, explícamelo.
- No es difícil, dijo. En primer lugar, pienso que la salud es un bien y la enfermedad un mal. En segundo lugar, también las causas de una y otra, sean bebidas, comidas o costumbres, lo que conduce a la salud es bueno y lo que lleva a la enfermedad es malo.
- Luego también la salud y la enfermedad serían buenas cuando son causa de un bien y malas cuando originan un mal.
- ¿Cuándo podría ser la salud causante de un mal y la enfermedad serio de un bien?
- ¡Por Zeus!, por ejemplo cuando en una campaña ignominiosa, o en una navegación funesta, o en otras muchas circunstancias parecidas, los que por ser fuertes participan en ellas y perecen, mientras que los que se quedan fuera por su flojedad se salvan.
- Tienes razón. Pero también puedes ver que en las empresas provechosas unos participan porque son fuertes mientras que otros por su debilidad se quedan fuera.
- ¿Y esas situaciones, que unas veces benefician y otras dañan, son acaso más buenas que malas?
- No lo parece, ¡por Zeus!, siguiendo nuestro razonamiento. Pero la sabiduría, Sócrates, ése sí que es un bien sin ningún género de duda. Pues ¿en qué actividad no saldría mejor parado un sabio que un ignorante?
- ¿Cómo? ¿Acaso no has oído hablar de Dédalo , que, apresado por Minos a causa de su sabiduría, se veía obligado a servirle, se vio privado de su patria y de la libertad, y cuando intentó escapar con su hijo ocasionó la muerte de éste y él mismo no pudo salvarse, sino que fue a parar de nuevo a manos de bárbaros, donde fue otra vez sometido a esclavitud?
- Así lo cuentan, ¡por Zeus!
- ¿Y no has oído hablar de los sufrimientos de Palamedes ? Porque todos los poetas cantan cómo pereció por su sabiduría a causa de la envidia de Ulises.
- Así se cuenta también.
- ¿ Y cuántos otros crees tú que por su sabiduría se convirtieron en desterrados junto al Gran Rey y allí fueron sus esclavos?
- Es posible, Sócrates, que el bien más indiscutible sea la felicidad.
- Sí, Eutidemo, si no se compone de bienes discutibles.
- Pero ¿cuál de los elementos de la felicidad podría ser discutible?
- Ninguno, a no ser que añadamos la belleza, la fuerza, la riqueza, la fama, o alguna otra cosa parecida.
- Pero es que tendremos que añadirlas, ¡por Zeus!, pues ¿cómo se podría ser feliz sin ellas?
- Entonces, ¡por Zeus!, añadiremos elementos que producirán muchas consecuencias funestas a los hombres. Porque muchos a causa de su belleza son corrompidos por los que se vuelven locos por los encantos juveniles; muchos por su fuerza intentan empresas excesivas y se precipitan en males mayores; muchos a causa de la riqueza se envician y van a parar a la perdición, víctimas de asechanzas; y muchos también a causa de su fama e influencias políticas sufrieron grandes desgracias.
- Es que si tampoco puedo hablar bien de la felicidad, entonces reconozco que no sé lo que hay que pedirles a los dioses.
- Tal vez, dijo Sócrates, por tu excesiva confianza en saber estas cosas no las meditaste suficientemente, pero puesto que te dispones a ponen e al frente de un Estado democrático, es evidente que al menos sabes qué es una democracia.
- Totalmente, dijo,
- ¿Tú crees que es posible saber qué es una democracia sin saber qué es un pueblo?
- Creo que no, ¡por Zeus!
- ¿Y sabes qué es el pueblo?
- Creo que sí.
- ¿Qué crees tú que es el pueblo?
- Yo creo que son los ciudadanos pobres.
- ¿ Y sabes quiénes son los pobres?
- ¿Cómo no iba a saberlo?
- ¿Y sabes también quiénes son los ricos?
- Tanto como quiénes son los pobres.
- ¿A quiénes llamas pobres y a quiénes ricos?
- Son pobres, en mi opinión, los que no tienen bastante para pagar lo que deben, y ricos los que tienen más de lo suficiente.
- ¿Te has dado cuenta entonces de que algunos con muy poco no sólo les basta sino que incluso ahorran, mientras que otros con grandes fortunas no tienen suficiente?
- ¡Por Zeus!, dijo Eutidemo, hiciste bien al recordármelo, pues conozco algunos monarcas que por falta de recursos se ven obligados a cometer crímenes, igual que los más necesitados.
- Entonces, dijo Sócrates. si son así las cosas, debemos poner a los monarcas entre el pueblo, y a los que poseen pocos bienes, si son buenos administradores, entre los ricos.
Entonces dijo Eutidemo:
- Es evidente que mi propia estupidez me obliga a reconocerlo y voy pensando que para mí lo mejor sería callarme, pues probablemente no sé simplemente nada, y se marchó completamente descorazonado, despreciándose a sí mismo y convencido de que en realidad era un esclavo.
Ahora bien, muchos de los que habían sido puestos en semejante situación ya no se acercaban más a Sócrates y él los tenía por muy torpes Eutidemo, sin embargo, comprendió que no podría llegar a ser un hombre digno de consideración sino tratando lo más posible a Sócrates, y así, nunca se apartaba de él, salvo en caso de necesidad, y en ocasiones imitaba incluso sus costumbres. Sócrates, por su parte, cuando se dio cuenta de su disposición trató de desconcertarle lo menos posible y le daba, en cambio, las nociones más sencillas y más claras sobre lo que creía que era más necesario saber y más digno de dedicarle una mayor atención.
Sócrates no se daba ninguna prisa para que sus seguidores se convirtieran en elocuentes, prácticos e inventivas, pues pensaba que antes debía infundirles el buen juicio. Porque sin buen juicio, los que poseían aquellas capacidades creía que eran más injustos y más propensos a hacer el mal. Y así, en primer lugar intentaba que sus seguidores fueran juiciosos con los dioses. Otros contaban , por haber estado presentes, conversaciones que tuvo con terceras personas sobre este tema. Por mi parte, asistí al siguiente diálogo que tuvo con Eutidemo:
- Dime, Eutidemo, ¿se te ocurrió pensar alguna vez con qué cuidado han preparado los dioses cuanto los hombres necesitan?
Y él respondió:
- Desde luego que no, ¡por Zeus!
-¿Pero sabes al menos que, en primer lugar, necesitamos la luz, que los dioses nos proporcionan?
- Sí, ¡por Zeus!, pues si no tuviéramos luz estaríamos en las mismas condiciones que los ciegos, a pesar de nuestros ojos. y también necesitamos descanso, nos dan la noche como el mejor reposadero.
- Muy cierto, también eso merece agradecimiento.
- Y puesto que el sol con su luz nos pone en evidencia las horas del día, y todo lo demás, mientras que la noche con su oscuridad es más confusa, ¿no hicieron aparecer astros en la noche, para aclararnos las horas nocturnas, gracias a lo cual podemos hacer muchas cosas necesarias?
- Así es, dijo.
- Además, la luna no sólo nos pone de manifiesto las partes de la noche, sino también las del mes.
- Es totalmente cierto.
- Y del hecho de que, puesto que necesitamos alimento, nos lo hagan surgir de la tierra y proporcionen las estaciones adecuadas para este fin, las cuales no sólo nos procuran los muchos y variados productos que necesitamos, sino también otros para deleitarnos, ¿qué me dices?
- Todo ello significa un gran amor a la humanidad.
- ¿ Y qué me dices de ofrecernos el agua, ese elemento tan valioso que en unión de la tierra y de las estaciones hace brotar y crecer todo lo que nos es útil, contribuye a nuestra alimentación y, mezclada con todos nuestros alimentos, hace que sean más fáciles de digerir, más provechosos y más agradables, y como es lo que más necesitamos nos lo dan con la máxima abundancia?
- También eso es prueba de su providencia.
- ¿Y lo de habernos proporcionado el fuego, socorro contra el frío, valedor contra la oscuridad, colaborador en todas las artes y en todo cuanto los hombres emprenden para su utilidad? Porque, dicho en pocas palabras, los seres humanos no pueden llevar a cabo sin el fuego ninguna actividad que merezca la pena de cuanto es útil para vivir.
- También ese aspecto es el colmo de la filantropía.
- ¿Y eso de que el sol, después de pasar el solsticio del invierno, se acerque madurando unas plantas, secando otras ya pasadas de sazón, y. que, una vez llevado a término, ya no se acerque más, sino que se retire, evitando dañarnos con más calor del necesario, y que cuando de nuevo se aleja tanto de nosotros que resulta evidente que de alejarse más nos moriríamos de frío, se vuelva de nuevo y se acerque a nosotros, dando vueltas en el firmamento donde más útil pueda sernos?
- ¡Por Zeus! que también eso parece del todo que ocurre en favor de los seres humanos.
- ¿Y qué me dices del hecho de que, como está claro que no podríamos soportar ni el calor ni el frío si surgieran de repente , el sol se vaya acercando poco a poco y también poco a poco se aleje, de modo que sin darnos cuenta nos encontramos en lo más duro de los dos extremos?
- Yo hace tiempo que estoy tomando en consideración en vista de ello, dijo Eutidemo, si los dioses tienen alguna otra ocupación que cuidarse de los hombres. Sólo una cosa me lo impide, y es que también los otros seres vivos participan de estos beneficios.
- ¿Pero no es también evidente, dijo Sócrates, que incluso esos seres vivos nacen y se desarrollan en beneficio de los hombres? Pues ¿qué otro ser vivo hay que disfrute de las cabras, de las ovejas y vacas, de los caballos y asnos y de los otros animales tantos beneficios como los hombres? Yo creo que se benefician de ellos más que de los vegetales. Lo cierto es que se alimentan y sacan ganancia de éstos no menos que de aquellos, aunque muchas razas humanas no emplean los frutos de la tierra para su alimentación, pero viven de la leche, del queso y de la carne del ganado. Todos amansan y domestican a los animales útiles y los emplean como auxiliares para la guerra y otras actividades.
- También en eso estoy de acuerdo contigo, dijo, pues me doy cuenta de que hasta los animales mucho más fuertes que nosotros se hacen tan sumisos a los seres humanos, que hacen con ellos lo que quieren.
- ¿Y eso de que, como las cosas bellas y útiles son numerosas y distintas entre sí, hayan dado a los hombres sentidos adecuados a cada una de ellas, gracias a los cuales disfrutamos de todos aquellos bienes?, ¿y lo de que hayan implantado en nosotros la razón, gracias a la cual, pensando y recordando lo que percibimos, aprendemos para qué es buena cada cosa e ingeniamos muchos procedimientos para disfrutar de los bienes y defendemos de los males?
- ¿Y que nos hayan proporcionado la facultad de interpretar, gracias a lo cual nos informamos de todos los bienes, participando de ellos, nos comunicamos entre nosotros, promulgamos leyes y gobernamos las ciudades?
- Totalmente parece, Sócrates, que los dioses se han tomado un gran cuidado de los hombres.
- Y el que, como no podemos prever lo que nos conviene en el porvenir, también en este aspecto hayan colaborado con nosotros, revelando por medio de la adivinación a los consultantes lo que sucederá algún día y dando instrucciones sobre cómo puede resultar mejor.
- Contigo, Sócrates, parece que son más amigables todavía que con los otros, pues sin consulta previa te dicen lo que tienes que hacer y lo que no.
- Hasta tú te darás cuenta de que digo la verdad si no esperas a ver la apariencia corporal de los dioses, sino que te conformas, viendo sus obras, con adorarlos y honrarlos. Reflexiona que los propios dioses nos indican ese camino, pues no sólo los dioses en general cuando nos ofrecen sus bienes lo hacen sin aparecer para nada ante nuestros ojos, sí no que también el dios que ordena y abarca todo el universo , en quien reside toda bondad y toda belleza y las mantiene continuamente para nuestro uso intactas, sanas y sin vejez, sirviéndonos sin fallo más rápidamente que el pensamiento, este dios se deja ver como realizador de las más grandiosas obras, pero como regente de todo es para nosotros invisible. Reflexiona que hasta el sol, que parece que todos lo ven, no permite a los hombres mirarlo con fijeza, y si alguien intenta mirarlo desvergonzadamente, le quita la visión. También te darás cuenta de que los ministros de los dioses son invisibles: porque es evidente que el rayo baja de lo alto y que abate todo lo que encuentra, pero no se le ve ni cuando se precipita, ni cuando descarga su fuerza, ni cuando desaparece. Tampoco los vientos se ven, pero sus efectos nos resultan evidentes y los notamos cuando se acercan. Es más, hasta el alma humana, que participa de la divinidad como ningún otro elemento humano, es evidente que reina dentro de nosotros, pero ella misma no se ve. Meditando todo ello, nadie debe despreciar lo invisible, sino que, reconociendo su poder por sus manifestaciones, hay que honrar a la divinidad.
- Yo, Sócrates, respondió Eutidemo, no me desentenderé ni una pizca de la divinidad, puedes estar seguro, pero hay una cosa que me desmoraliza y es que me parece que no hay un solo hombre que pueda corresponder con el debido agradecimiento a los favores de los dioses.
- No te preocupes por eso, Eutidemo. Tú sabes que el dios de Delfos, cuando alguien le pregunta cómo podría dar gracias a los dioses, contesta: Según la ley de tu país . Leyes, sin duda, en todas partes agradar a los dioses con ofrendas en la medida de las fuerzas de cada uno. Siendo así, ¿cómo se podría honrar a los dioses de una manera más hermosa, y piadosa que haciendo lo que ellos mismos ordenan? Pero no hay que quedar de ninguna manera por debajo de las propias fuerzas, porque si alguno obra así, es evidente que entonces no honra a los dioses. Por ello, sin omitir nada en la medida de nuestras fuerzas, es necesario honrar a los dioses y confiar en recibir los mayores beneficios. No sería sensato que alguien esperara mayores beneficios que de quien puede otorgarlos más grandes o de otra manera que agradándoles. ¿Y cómo les podría agradar mejor que obedeciéndoles de la mejor manera posible?
Con estos consejos y con su propia conducta, Sócrates hacía más piadosos y sensatos a los que le seguían. Tampoco ocultaba su opinión acerca de lo justo, sino que incluso la daba a conocer con hechos, tratando a todos en privado según la ley y servicialmente, y obedeciendo en público a las autoridades en todo lo que las leyes prescribían, tanto en la ciudad como en las campañas militares, hasta tal punto que destacaba entre todos por su disciplina . En una ocasión en la que presidía la asamblea como epístata, no permitió que se sometiera a votación una propuesta contraria a las leyes sino que, apoyado en éstas, hizo frente a un intento de la asamblea que no creo que ningún otro hombre habría aguantado. Y cuando los Treinta le daban alguna orden ilegal, no la obedecía . Por ejemplo, cuando le prohibieron hablar con los jóvenes o cuando le ordenaron a él y a algunos otros ciudadanos que fuera a detener a alguien para condenarle a muerte, fue el único que no obedeció, porque se le había dado una orden contra la ley. O cuando Meleto le acusó en juicio público, siendo así que en general los acusados suelen hablar a los jueces para ganarse su favor, adularles y suplicarles en contra de las leyes, gracias a lo cual a menudo muchos eran absueltos por los jueces, él no quiso hacer nada de lo que ilegalmente suele hacerse en los tribunales, sino que, a pesar de que habría sido fácilmente absuelto por los jurados a poco que hubiera cedido empleando alguno de estos medios, prefirió morir respetando las leyes antes que vivir en la ilegalidad. A menudo se expresaba en este sentido con muchas personas, pero me consta que una vez tuvo la siguiente conversación con Hipias de Élide hablando de la justicia. De regreso a Atenas al cabo de mucho tiempo, Hipias se encontró con Sócrates cuando éste estaba diciendo a unos discípulos lo sorprendente que era que, si un hombre quería enseñar a alguien a ser zapatero, carpintero, herrero o jinete. no tenía problema sobre a dónde lo mandaría para conseguir este fin (incluso algunos dicen que quien quisiera hacer justo a un caballo o a un buey tendría muchísima gente que se los adiestrara). En cambio, si alguien quiere aprender personalmente la justicia o enseñársela a su hijo o a su criado, no sabría dónde ir para conseguirlo. Hipias, que lo habla estado escuchando, dijo en tono de burla:
- ¿Todavía sigues diciendo, Sócrates, las mismas cosas que te oí decir hace mucho tiempo?
Y Sócrates le respondió:
- Sí, Hipias, y, lo que es más sorprendente todavía, no sólo digo las mismas cosas siempre, sino que sigo hablando de los mismos tópicos. En cambio tú, como eres un erudito , nunca dices lo mismo sobre los mismos temas.
- Descuida, siempre intento decir cosas nuevas.
¿ Y eso también sobre materias que conoces? Por ejemplo, si alguien te pregunta, hablando de letras, cuántas y cuáles tiene la palabra Sócrates, ¿intentarás decir unas veces una cosa y otras otra? O a los que preguntan sobre números, si cinco y cinco son diez, ¿no les responderás ahora lo mismo que antes?
- En estos temas, Sócrates, hago como tú, siempre respondo lo mismo. Sin embargo, hablando de la justicia estoy seguro de que podría decir ahora cosas que ni tú ni nadie podría refutar.
- ¡Por Hera!, gran hallazgo es ese que afirmas haber encontrado, si con él dejan de votar sentencias contradictorias los jueces y los ciudadanos de discutir sobre lo justo, de pleitear entre ellos y dividirse en partidos, si las ciudades cesan en sus diferencias sobre sus derechos y de hacerse la guerra entre ellas. Por mi parte, no sé cómo podría separarme de ti antes de haber oído al que ha descubierto tamaño bien.
- Pues, ¡por Zeus!, no me vas a oír hasta que tú mismo hayas revelado lo que piensas que es la justicia. Ya está bien de burlarte de los otros haciendo preguntas y refutando a todo el mundo sin que tú estés dispuesto a dar cuenta de nada ni a exponer tu opinión sobre tema alguno.
- ¡Cómo, Hipias!, ¿es que no te has dado cuenta de que yo no dejo de explicar lo que me parece que es justo?
- ¿ Y cómo es ese razonamiento tuyo?
- Es que si no lo explico con palabras, lo explico con mis hechos. ¿O es que no te parece que la acción es más convincente que la palabra?
- Mucho más, ¡por Zeus! ¡Cuántos hay que dicen cosas justas y cometen injusticias!, mientras que llevando a cabo hechos justos no podrían ser injustos.
- ¿Has oído decir alguna vez que yo haya prestado falso testimonio, que haya delatado, que haya provocado discordias entre amigos o en la ciudad, o que haya cometido alguna otra acción injusta?
- Yo, desde luego, no.
- ¿Y no crees que ser justo es abstenerse de injusticias?
- Es evidente, Sócrates, que ahora estás intentando escabullirte de expresar tu opinión sobre lo que consideras justo, pues no dices lo que hacen los hombres justos, sino lo que no hacen.
- Es que yo pensaba, dijo Sócrates, que el hecho de no querer cometer injusticia era una prueba evidente de justicia. Pero si tú no estás de acuerdo, mira a ver si te gusta más así: yo afirmo que la justicia es lo que es legal.
- ¿Quieres decir, Sócrates, que lo legal y lo justo es lo mismo?
-Sí.
- Es que no comprendo qué entiendes por legal o qué entiendes por justo.
- ¿Pero entiendes lo que son las leyes del Estado?
- Sí.
- ¿Qué entiendes que son?
- Lo que los ciudadanos reunidos decretaron que debía hacerse y lo que debía prohibirse.
- Según eso, actuaría legalmente el que actuara como ciudadano de acuerdo con esas normas y sería ilegal el que las transgrediera.
- Totalmente, dijo.
- ¿Y, también según eso, no obraría justamente el que obedece a las leyes e injustamente el que las desobedece?
- Desde luego.
- Entonces, ¿el que obra justamente es justo y el que actúa injustamente es injusto?
- ¿Cómo no?
- Entonces, el que obra legalmente es justo y el que actúa ilegalmente es injusto.
Hipias respondió:
- Pero, Sócrates, ¿cómo podría darse tanta importancia a unas leyes o a su obediencia, cuando a menudo los mismos que las promulgaron las rechazan y las cambian?
- También las ciudades a menudo promueven guerras y de nuevo hacen la paces.
- Sin duda.
- ¿Crees entonces que hay alguna diferencia entre menospreciar a los que acatan las leyes, teniendo en cuenta que podrían ser abolidas, y censurar a los soldados que actúan con disciplina .en las guerras, por el hecho de que puede volverse a la paz? ¿O es que también vas a condenar a los que ayudan con entusiasmo a su patria en la guerra?
- Desde luego que no, ¡por Zeus!
- ¿No te has enterado de que Licurgo el lacedemonio no habría hecho a Esparta distinta de las otras ciudades si no le hubiera infundido la obediencia a las leyes por encima de todo? ¿No sabes que los mejores gobernantes de las ciudades son los que consiguen inspirar en los ciudadanos una mayor obediencia a las leyes; y que la ciudad en la que sus ciudadanos más respetan las leyes es la más feliz en la paz y la más irresistible en la guerra? Más aún, la concordia se considera como el mayor bien para las ciudades y muy a menudo sus senados y sus hombres más ilustres aconsejan a los ciudadanos vivir en concordia, y en Grecia la ley hace jurar a los ciudadanos en todas partes que vivirán en buena armonía, y por doquiera se presta este juramento. No creo que esta ley exista para que todos los ciudadanos distingan a los mismos coros ni para que aplaudan a los mismos flautistas, ni para que coronen a los mismos poetas ni disfruten con los mismos espectáculos, sino para que obedezcan a las leyes. Pues si los ciudadanos se atienen a ellas, las ciudades son más poderosas y viven más felices. Sin concordia, en cambio, ni una ciudad podría ser bien gobernada ni una casa bien administrada. Y en privado, ¿cómo se podría incurrir menos en castigo por parte de la ciudad o cómo se podría ser más honrado que obedeciendo a las leyes? ¿Cómo se podría perder menos ante los tribunales o cómo se tendrían más oportunidades para ganar? ¿En quién tendría mayor confianza para depositar su dinero, o sus hijos o hijas? ¿A quién consideraría la ciudad entera más digno de confianza que a un hombre legal? ¿De quién esperarían alcanzar mayor justicia los padres, parientes, amigos, ciudadanos o extranjeros? ¿De quién se fiarían más los enemigos en materia de armisticio, treguas o pactos sobre la paz? ¿Con quién se aliarían de mejor gana que con un hombre legal? ¿A quién confiarían más los aliados el mando de las tropas, la custodia de las guarniciones o de las ciudades? ¿De quién esperaría un benefactor mayor agradecimiento que de un hombre observante de la ley? ¿A quién se haría mejor un favor que a quien se piensa que va a devolverlo? ¿De quién querría ser nadie más amigo o menos enemigo que de una persona así? ¿A quién haría menos la guerra que a uno de quien desearía más ser su amigo y menos su enemigo, de quien la mayoría desearían ser aliados y amigos y poquísimos querrían ser enemigos y adversarios?
Por ello, Hipias, declaro que lo legal y lo justo son una misma cosa, pero si tú crees lo contrario, entonces explícate.
Respondió Hipias:
- ¡Por Zeus!, Sócrates, no es que opine lo contrario de lo que acabas de decir sobre lo justo.
- ¿Conoces leyes que no estén escritas, Hipias?
- Sí, las que hay en todo país y se consideran como tales.
- ¿Podrás decir que las promulgaron los hombres?
- ¿Cómo podrían hacerla personas que ni podrían reunirse todas en el mismo sitio ni hablan la misma lengua?
- ¿Quiénes crees entonces que han promulgado estas leyes?
- Yo creo que los dioses han impuesto estas leyes a los hombres, pues entre todos los hombres la primera ley es venerar a los dioses.
- ¿ Y honrar a los padres no es también ley universal?
- También lo es.
- ¿ Y no lo es también que los padres no se unan sexualmente con los hijos ni los hijos con sus padres?
- A mí no me parece, Sócrates, que ésa sea una ley divina.
- ¿Por qué no?
- Porque veo que algunos la transgreden.
- También se transgreden las leyes en otros muchos aspectos, pero los transgresores de las leyes establecidas por los dioses sufren un castigo que los hombres de ninguna manera pueden evitar, como hacen algunos que transgrediendo las leyes promulgadas por los hombres se libran de pagar un castigo, unos porque pasan inadvertidos y otros empleando la violencia.
- ¿Y cuál es el castigo, Sócrates, que no pueden evitar los padres que se unen con los hijos y los hijos que se unen con los padres?
- El más terrible de todos, ¡por Zeus! Porque ¿qué castigo más grave podrían sufrir los padres que engendran hijos que el de engendrar monstruos?
- Pero ¿por qué van a engendrar monstruos personas a las que nada impide, siendo ellos buenos y sanos, engendrar también hijos buenos y sanos?
- Porque, ¡por Zeus!, no basta que sean sanos los que se unen para procrear, sino que tienen que estar también en la flor de sus cuerpos. ¿O es que crees que es igual la semilla de los que están en la flor de la edad y la de los que aún no han llegado a ella o ya la han rebasado?
- ¡Por Zeus!, es lógico que no sean iguales.
- ¿Cuál de ellas es mejor?
- Evidentemente, la de los que están en la flor de la edad.
- ¿Y la de los que no están en la flor de la juventud no es adecuada?
- No es lógico que lo sea, ¡por Zeus!
- ¿Y en este caso no convendría que no procrearan?
- No deberían, desde luego.
- Y si procrean en estas condiciones, ¿procrean como no deben?
- Yo al menos así lo creo.
- ¿Qué otras personas procrearían mal, si no éstos?
- Estoy de acuerdo contigo en este aspecto.
- Bien. ¿Y no es de ley en todas partes corresponder con el bien a los que nos hacen bien?
- Es una ley, pero también es transgredida.
- ¿Y los que la transgreden no sufren también un castigo, abandonados de los buenos amigos y obligados a ganarse a los que les odian? ¿O no es cierto que los que hacen el bien a los que tratan son buenos amigos, pero los que no les corresponden incurren en su odio a causa de su ingratitud, aunque por el gran beneficio que obtienen de su trato les persiguen con mucha asiduidad?
- ¡Por Zeus!, Sócrates, todo eso parece cosa divina, pues el hecho de que las propias leyes asuman el castigo para quienes las infringen me parece que es propio de un legislador superior al hombre.
- ¿Crees entonces, Hipias;, que los dioses legislan cosas justas o cosas distintas ¿o la justicia?
- No cosas distintas, ¡por Zeus!, pues difícilmente legislaría nadie lo justo si no lo hiciera un dios.
- Entonces, Hipias, a los dioses les agrada que lo justo y lo legal sean una misma cosa.
Hablando y obrando de esta manera, Sócrates hacía más justos a sus seguidores.
Vaya hablar ahora de cómo hacía más eficientes a sus seguidores. Convencido de que el dominio de sí mismo es bueno para quien se dispone a llevar a cabo una acción hermosa, en primer lugar se mostraba ante sus discípulos como el hombre más disciplinado del mundo, y, en segundo lugar, en sus conversaciones dirigía ante todo a sus amigos hacia el dominio de sí mismos. Por ello pasaba el tiempo recordando todo lo que es útil para la virtud y se lo hacía recordar a todos sus compañeros. Sé que una vez tuvo la siguiente conversación con Eutidemo acerca del dominio de sí mismo:
- Dime, Eutidemo, ¿crees que la libertad es un bien hermoso y magnífico para un hombre y para una ciudad?
- Como ningún otro puede serlo.
-¿Y crees que es libre un individuo dominado por las pasiones del cuerpo, que le incapacitan para obrar bien?
- En absoluto, dijo.
- ¿Te parece tal vez libertad el obrar bien, y crees que es propio de esclavos tener quienes impidan obrar de esa manera?
- Totalmente, dijo.
- ¿Te parece entonces que los que no se dominan no son libres en absoluto?
- Sí, naturalmente, ¡por Zeus!
- ¿Tú crees que los intemperantes no sólo se ven impedidos de realizar acciones hermosas, sino que además se sienten obligados a cometer las más vergonzosas?
- Es que yo creo que se ven más obligados a éstas que a impedir aquéllas.
- ¿Y qué clase de amos crees tú que son los que impiden lo mejor y obligan a hacer lo peor?
- Son lo peor que se pueda decir, ¡por Zeus!
- ¿Cuál crees que es la peor esclavitud?
- La que somete al servicio de los peores amos.
- ¿Entonces los intemperantes sufren la peor esclavitud?
- Yo sí lo creo.
- Y si la sabiduría es el bien mayor. ¿no crees que la intemperancia humana les priva de ella y los lanza al extremo contrario? ¿O no te parece que impide al hombre prestar atención al estudio de los conocimientos útiles, arrastrándolo a las pasiones, y a menudo, aun sabiendo distinguir lo bueno y lo malo, les perturba para que haga lo peor, en vez de elegir lo mejor?
- Así ocurre.
- Y en cuanto al buen juicio, ¿a quién diríamos que le resulta menos adecuado que al incapaz de dominarse a sí mismo? Porque, sin duda, las actividades de la sensatez y de la incontinencia son opuestas.
- También estoy de acuerdo en ello.
- ¿Y crees que hay algo que impida más que la intemperancia la atención a lo conveniente?
- No lo creo.
- ¿Crees que puede haber algo peor para el hombre que lo que hace que en vez de lo beneficioso prefiera lo perjudicial, que lo seduce para que se desentienda de aquello y atienda esto y le obliga a hacer lo contrario de lo que hacen los sabios?
- Nada, dijo.
- ¿No es lógico que la templanza produzca en el hombre efectos contrarios a los de la intemperancia?
- Totalmente.
- ¿Y lo que produce efectos contrarios no es lógicamente lo mejor?
- Es lógico.
_ ¿Parece lógico entonces, Eutidemo, que lo mejor para el hombre es la templanza?
- Naturalmente, Sócrates.
- ¿Has reflexionado alguna vez sobre el tema?
- ¿Sobre qué tema?
- Sobre que la intemperancia ni siquiera lleva a los placeres, aunque sea a lo único a lo que parece conducir a los hombres, mientras que el dominio de sí mismo es lo que más hace disfrutar de los placeres.
- ¿Cómo ocurre eso?
- Al no permitirnos resistir la intemperancia ni el hambre, ni la sed, ni la pasión amorosa, ni el sueño, que son las únicas razones por las que resulta agradable el comer, la bebida y el amor, y también el descansar y el dormir, tras haber esperado y resistido hasta que esas cosas lleguen con el mayor placer posible, nos impide también disfrutar con un gozo que valga la pena en las necesidades más imperiosas y recurrentes. Por el contrario, el dominio de uno mismo es el único capaz de hacernos resistir las citadas privaciones y también el único que nos permite disfrutar dignamente de los placeres antedichos.
- Es verdad lo que dices.
- Pero también los que se dominan a sí mismos disfrutan del placer de aprender algo bueno y hermoso y del de dedicarse a alguna de las actividades que enseñan los medios de gobernar bien el cuerpo, administrar bien la casa, ser útil a los amigos y a su ciudad, y vencer a los enemigos, cualidades de las que nacen no sólo beneficios sino también los mayores placeres cuando se practican, mientras que los intemperantes no participan de estas ventajas. Porque ¿a quién diríamos que le corresponde menos obtenerlas que a la persona que menos puede dedicarse a ello, absorbida por la preocupación de los placeres más inmediatos? Dijo entonces Eutidemo:
- Yo creo que lo que quieres decir, Sócrates, es que un hombre sometido a los placeres corporales nada tiene en común con ninguna virtud.
- Sí, Eutidemo, ¿en qué se diferencian un hombre sin dominio de sí mismo y la fiera más obtusa? Porque un individuo que no examina lo mejor, sino que busca por todos los medios hacer lo más agradable, ¿en qué se diferencia de la más irracional de las alimañas? Únicamente los que se dominan pueden examinar las cosas que más importan, seleccionarlas por clases con palabras y hechos, y elegir lo mejor para abstenerse de lo peor.
Así es como decía Sócrates que los hombres se hacían mejores y más felices y más capaces de dialogar. Añadía que el nombre de dialéctica venía de ahí, de reunirse en común para reflexionar clasificando las cosas en sus géneros. Por ello había que intentar conseguir la máxima aptitud en esta disposición y preocuparse de ello al máximo, ya que por este procedimiento se forman los mejores hombres, los más aptos dirigentes y los más hábiles para el diálogo.
Voy a intentar hablar ahora de cómo hacia más capaces para el diálogo a los que le seguían. En efecto, Sócrates creía que quienes tienen un concepto de lo que es cada cosa pueden también explicárselo a los otros, mientras que los que no lo tienen no sería sorprendente que se equivocaran ellos e hicieran equivocarse a los demás. Por ese motivo, nunca dejaba de examinar con sus seguidores el concepto de cada cosa. Gran trabajo sería exponer en detalle cómo hacía todas sus definiciones, pero vaya hablar de las que creo bastarán para demostrar el método de su investigación.
En primer lugar, examinaba el concepto de piedad de la siguiente manera:
- Dime, Eutidemo, ¿qué crees tú que es la piedad?
- ¡Es la cosa más bella, por Zeus!
- ¿Podrías decirme cómo es el hombre piadoso?
- Yo creo que es el que honra a los dioses.
- ¿Acaso puede cada uno honrar a los dioses de la manera que quiera?
- No, ya que hay leyes según las cuales se debe honrar a los dioses.
- Entonces, ¿sabría el que conozca estas leyes cómo se debe honrar a los dioses?
- Yo creo que sí.
- Y el que sabe cómo hay que honrar a los dioses ¿piensa que no hay que hacerlo de otra manera que como él sabe?
- Creo que no.
- Entonces, los que hacen lo que las leyes ordenan ¿son justos?
- Yo sí lo creo.

- Entonces, los que conocen las normas legales relativas a los hombres ¿obran en justicia?
- Sí, desde luego.
- Y los que obran en justicia ¿son justos?
- ¿Quién si no iba a serlo?
- Siendo así, ¿definiríamos correctamente diciendo que son justos los que conocen las normas legales relativas a los hombres?
- A mí, al menos, me lo parece.
- Y la sabiduría ¿qué diríamos que es? Dime: ¿te parecen sabios los que saben aquello en lo que son sabios, o hay alguien que sea sabio en lo que no sabe?
- Es evidente que son sabios en lo que saben, porque ¿cómo podría alguien ser sabio en lo que no sabe?
- Entonces, ¿los sabios son sabios en virtud de un conocimiento?
- ¿En qué otra cosa se podría ser sabio si no fuera por un conocimiento?
- ¿Honra a los dioses de distinta manera a como cree que hay que hacerla?
- Yo creo que no.
- Entonces, el que conoce lo legal respecto a los dioses ¿honra a los dioses legalmente?
- Desde luego.
- O sea que el que los honra según ley los honra como es debido.
- ¿Cómo no?
- Y el que los honra como es debido ¿es piadoso?
- Seguro.
- ¿Definiríamos correctamente al piadoso diciendo que es el que sabe lo legal respecto a los dioses?
- Yo, al menos, así lo creo.
Y a los hombres ¿puede tratarlos cada uno como quiera?
- No, porque también con éstos el que sabe lo que es legal, de acuerdo con lo cual deben tratarse entre ellos, será un hombre de ley.
- Entonces, los que se tratan entre ellos de acuerdo con eso ¿se tratan como es debido?
- ¿Cómo no?
- En ese caso, los que se tratan como es debido ¿se tratan bien?
- Totalmente bien.
- Y los que tratan bien a los hombres ¿cumplen bien las acciones humanas?
- Es lógico.
- Entonces, los que obedecen a las leyes ¿obran en justicia?
- Sí, desde luego.
- ¿Tú sabes a qué se llama justicia?
- Lo que las leyes ordenan.

- ¿El conocimiento entonces es sabiduría?
- Yo, al menos, lo creo.
- ¿Tú crees que es posible para un hombre saberlo todo?
- No, ¡por Zeus!, ni siquiera una parte insignificante.
- Entonces no es posible que haya un hombre que sea sabio en todo.
- Cierto que no, por Zeus.
- Entonces, ¿cada uno es sabio en aquello que sabe?
- Yo, al menos, así lo creo.

- ¿Tú crees que lo útil es lo mismo para todos?
- No lo creo.

- ¿Luego lo útil es bueno para aquel a quien le será útil?
- A mí me lo parece.

- ¿Entonces, según el fin para el que cada cosa es útil, para este fin es bello su empleo?
- Sí, seguro.
- Según eso, ¿hay alguna cosa bella respecto a un fin distinto de aquel cuyo uso es bello?
- No lo es en ningún otro sentido.
- ¿Entonces, una cosa útil es bella respecto a lo que es útil?
- Así lo creo.
- Y la valentía, Eutidemo, ¿crees que es una de las cosas bellas?
- Yo diría que es la más bella de todas.
- Y como útil ¿no crees que la valentía lo sea para los fines menos importantes?
- ¡Por Zeus!, más bien todo lo contrario, para los más importantes.
- ¿Tú crees que frente a las calamidades y peligros es útil ignorarlos?
- En absoluto.
- Entonces, los que no temen los peligros porque los ignoran ¿no son valientes?
- ¡Por Zeus!, es que si así fuera, muchos insensatos y cobardes serían valientes.
- ¿Y los que temen incluso lo que no es peligroso?
- Ésos menos todavía, ¡por Zeus!
- Entonces, tú consideras valientes a los que son buenos frente a las calamidades y peligros, y cobardes a los que son malos.
- Desde luego.

- ¿Y consideras malos a los que se comportan malamente?
- ¿A quién si no?
- Ahora bien, ¿tanto unos como otros se comportan como hay que hacerlo?
- ¿Cómo podría ser de otra forma?

- Y los que saben cómo hay que comportarse ¿también pueden hacerlo?
- Es que son los únicos que pueden.

- Luego los que se comportan mal ¿es porque están equivocados?
- Al menos es lógico.
- Luego los que saben comportarse bien en las calamidades y peligros son valientes, y los que se equivocan, cobardes.
- Al menos yo así lo creo.
En cuanto a monarquía y dictadura, pensaba que ambas eran formas de gobierno, pero creía que había diferencias entre ellas. Consideraba que la monarquía era un gobierno consentido por los ciudadanos de acuerdo con las leyes de la ciudad, y la dictadura un gobierno ejercido contra la voluntad general y no según leyes, sino como quisiera el gobernante. Consideraba como aristocracia el régimen en el que el poder emana de los que cumplen las leyes, como plutocracia cuando emana de las rentas y como democracia cuando emana de todos.
Si alguien le contradecía sin tener nada preciso que decir, sino afirmando sin ninguna clase de demostración que era más sabio lo que él decía, o más apto para la política o más valiente, o cualquier otra cualidad como éstas, hacía remontar la discusión hacia su planteamiento, más o menos de la siguiente manera:
- ¿Tú afirmas que es mejor ciudadano el que tú elogias que el que elogio yo?
- Eso afirmo.

- En la administración del dinero, ¿no se llevaría la palma el que enriqueciera la ciudad en recursos financieros?
- Desde luego.
- ¿Y en la guerra el que la hiciera triunfar sobre sus contrarios?
- ¿Cómo no?
- ¿Y en una embajada el que convirtiera a los enemigos en amigos?
- Naturalmente.

Una vez reconducida así la discusión, la verdad se evidenciaba entre los mismos que la contradecían. Y cuando él mismo quería precisar algún argumento, iba avanzando entre los puntos de mayor acuerdo, convencido de que en ello consistía la seguridad del razonamiento. Precisamente por ello, cada vez que hablaba conseguía entre sus oyentes el mayor asentimiento de cuantas personas yo haya conocido. Decía también que Homero presentó a Ulises como orador seguro porque era capaz de llevar sus discursos a través de opiniones aceptadas por las personas.
Me parece que por todo lo que ya se ha dicho resulta evidente que Sócrates exponía simplemente su opinión a los que le frecuentaban. Lo que ahora vaya contar es cómo intentaba también que fueran capaces de bastarse a sí mismos en las actividades que les competían. De todas las personas que yo he conocido, nadie como él se preocupaba tanto de saber cuáles eran los conocimientos de sus acompañantes. En cuanto a las materias que le convenía saber a un hombre de bien, enseñaba con el mayor interés lo que él mismo sabía, y en lo que era más inexperto los dirigía a quienes sabían de ello. Les mostraba hasta qué punto debía ser experto en cada tema un hombre correctamente formado. Por ejemplo, de geometría afirmaba que se debe aprender lo suficiente para llegar a ser capaz, en caso de necesidad, de medir correctamente un trozo de tierra, tomar posesión de ella, transmitirla, repartirla, justificar la renta. Tan fácil resulta de aprender esta parte, que si se presta atención a la medida se conoce al mismo tiempo el tamaño de la finca y se acaba sabiendo cómo se ha medido. En cambio, desaprobaba el seguir aprendiendo geometría hasta llegar a las figuras incomprensibles, pues decía que no veía para qué podía servir. Sin embargo, él no las ignoraba, pero decía que tales estudios consumían la vida entera de un hombre, impidiéndole aprender otras muchas enseñanzas útiles.
También recomendaba familiarizarse con el estudio de la astronomía, aunque de ésta sólo hasta ser capaces de reconocer las partes de la noche, del mes y del año, para poder aplicarlo en los viajes por tierra y por mar, en las guardias y en cuantas demás actividades se llevan a cabo durante la noche, el mes o el año, para poder emplearlas como señales, reconociendo las divisiones ya marcadas. Decía que también esto es fácil de aprender de los cazadores nocturnos, pilotos y otros muchos a quienes interesa saberlo. En cambio, trataba de disuadir enérgicamente de que se aprendiera astronomía hasta llegar a conocer incluso los astros que no giran en la misma esfera, los planetas y estrellas errantes, y consumirse investigando sobre su distancia de la tierra, sus recorridos y las causas de éstos, pues decía que tampoco veía ninguna utilidad en ello. Sin embargo, tampoco era un ignorante en estos temas, aunque aseguraba que son estudios capaces de consumir la vida de un hombre y de apartarle de otras muchas enseñanzas útiles.
Resumiendo, disuadía de la meditación sobre cómo maneja la divinidad cada uno de los fenómenos celestes, pues decía que ni los hombres podían llegar a descubrirlo, ni pensaba que a los dioses les agradaría que un hombre investigara lo que ellos no querían aclarar. Decía que también había el peligro de que perdiera el juicio quien se entregaba a tales cavilaciones, como le había ocurrido a Anaxágoras, que tanto se jactaba de haber explicado los mecanismos de los dioses. Él sostenía que eran una misma cosa el fuego y el sol, sin darse cuenta de que los hombres ven el fuego, pero no pueden mirar al sol, ni de que a fuerza de recibir los rayos del sol se les pone más negra la piel, cosa que no ocurre con el fuego. Ignoraba también que las plantas de la tierra no pueden progresar sin los rayos del sol, mientras que bajo el efecto del fuego perecen todas. Afirmaba también que el sol es una piedra incandescente, ignorando que una piedra puesta al fuego ni resplandece ni aguanta mucho tiempo, mientras que el sol permanece todo el tiempo más resplandeciente que ninguna otra cosa.
Recomendaba también aprender cuentas, pero tanto en esta materia como en otras aconsejaba evitar esfuerzos vanos, y él personalmente lo examinaba todo y lo discutía con sus acompañantes hasta donde era provechoso.
Insistía mucho a sus seguidores en el cuidado de la salud, haciéndoles aprender de los entendidos cuanto era posible, prestando cada uno atención a sí mismo durante toda su vida sobre qué alimento, qué bebida, qué clase de trabajo le convenía, y qué uso debía hacer de ello para conservarse sano. Decía que observándose uno de ese modo le resultaría trabajoso encontrar un médico que diagnosticara mejor que él mismo lo que le convenía para su salud.
Y si alguien quería conseguir mayor ayuda que la que podía proporcionar la sabiduría humana, le aconsejaba practicar el arte adivinatorio. Porque el que sabe los medios por los que los dioses dan indicaciones a los hombres sobre sus avatares nunca quedará privado del consejo de los dioses.
Si alguien, por el hecho de que, mientras Sócrates decía que una divinidad le indicaba lo que debía y lo que no debía hacer, fuera condenado a muerte por los jueces, pensara que con ello se demostraba que mentía acerca de la divinidad, que considere en primer lugar que Sócrates tenía ya una edad tan avanzada que, si no entonces, habría muerto poco después. Y, en segundo lugar, que abandonó la parte más dolorosa de la vida, en la que todos ven disminuir su inteligencia; en lugar de ello, al demostrar la fuerza de su espíritu incrementó su buena fama, tanto por haberse expresado en su defensa con la mayor franqueza, libertad y justicia como por haber soportado la sentencia de muerte con toda calma y virilidad. Se reconoce efectivamente que ninguno de los hombres de los que se tenga memoria soportó su muerte de una manera más bella. Y así, se vio obligado a vivir después del juicio treinta días, por caer en dicho mes las fiestas Delias y no permitir la ley que nadie muriera por ejecución pública hasta que regresara de Delos la peregrinación; durante ese tiempo llevó a la vista de todos sus familiares un régimen de vida en absoluto diferente al de tiempo anterior. Lo cierto es que todo el mundo sintió siempre por él la máxima admiración por su buen ánimo y su carácter alegre. ¿Cómo podría haber muerto con una muerte más bella? ¿O qué muerte podría haber más bella que la de quien muere de la manera más hermosa? ¿Qué muerte podría ser más feliz que la más hermosa muerte? ¿Qué muerte más grata a los dioses que la más feliz?
Voy a contar también lo que oí a Hermógenes, hijo de Hipónico, hablando de él. Cuando Meleto ya había presentado por escrito su acusación contra Sócrates, al oírle hablar Hermógenes de todo menos de su proceso, le dijo que debía pensar en su defensa. Y él respondió: «¿Pero no crees que me he pasado toda mi vida dedicado a ese ejercicio?» Y que al preguntarle cómo, le dijo que en toda su vida no había hecho otra cosa que investigar lo justo y lo injusto, practicando la justicia y absteniéndose de la injusticia, y que él creía que tal era la más hermosa preparación de su defensa. Hermógenes insistió: «¿No te das cuenta, Sócrates, de que los jueces en Atenas, desorientados por los discursos, ya hicieron morir a muchos inocentes, y que, en cambio, absolvieron a muchos culpables?», «Pues, ¡por Zeus!», dijo Sócrates, «que ya al intentar ponerme a pensar en la defensa que presentaría ante los jueces se me opuso la divinidad», «¡Sí que es extraño eso, dijo
, Hermógenes. Y Sócrates: «¿Te extraña que al dios le parezca mejor que yo termine ya mi vida? ¿No sabes que hasta el día de hoy yo no me cambiaría por nadie por haber vivido ni mejor ni más a gusto que yo mismo? Porque yo creo que los que mejor viven son los que más se preocupan de llegar a ser lo mejores posible, y los que viven más a gusto son los que más se dan cuenta de que se han hecho mejores. Éste es el efecto que yo he notado que me ocurría a mí hasta el día de hoy, y cuando me encontraba con otras personas y me he comparado con ellas, he mantenido continuamente esta impresión sobre mí mismo. Y no sólo yo, sino que también mis amigos mantienen siempre este juicio sobre mí, no porque me quieran, pues en ese caso los que estiman a otros tendrían esta opinión sobre sus amigos, sino porque ellos mismos cuando me frecuentan esperan que llegarán a ser mejores. En cambio, si vivo más tiempo, tal vez tendré que pagar el tributo a la vejez: ver y oír menos, discurrir peor, hacerme cada vez más torpe y olvidadizo y ser inferior a los que antes superaba. Además, si no tuviera conciencia de estas cosas, mi vida no merecería la pena vivirla, pero si me diera cuenta, ¿cómo no iba a ser necesariamente mi vida peor y más desagradable? Por otra parte, si muero injustamente, será una vergüenza para los que injustamente me han hecho morir, pues si la injusticia es una vergüenza, ¿cómo no va ser también una vergüenza un acto injusto? En cambio, ¿qué vergüenza puede ser para mí el que otros no hayan podido reconocer en mí la justicia ni ponerla en práctica? Por mi parte, veo que la fama que dejan en la posteridad los hombres de tiempos anteriores no es la misma para los autores y para las víctimas de la injusticia. Yo sé que aun en el caso de que muera ahora la atención que conseguiré de la humanidad no será la misma que la de los que me han dado muerte, porque sé que siempre me serán testigos de que nunca hice daño a nadie, ni induje a nadie al mal, sino que siempre intenté hacer mejores a mis acompañantes».
Así hablaba Sócrates con Hermógenes y con otros. Entre los que conocieron a Sócrates tal como era, ninguno de cuantos aspiraban a la virtud ha dejado de añorarle más que a nadie, como el colaborador más útil en la búsqueda de la virtud. Para mí, siendo tal como lo he descrito, tan piadoso que no hacia nada sin el asentimiento de los dioses, tan justo que no habría hecho el más pequeño daño a nadie, sino que ayudaba muchísimo a los que le trataban, con tal dominio de sí mismo que nunca pudo preferir lo más agradable a lo mejor, tan prudente que nunca se equivocaba cuando juzgaba lo mejor y lo peor, sin necesitar ayuda alguna, sino que se bastaba para el conocimiento de estas nociones, capaz de expresarlas de palabra y definirlas, hábil para examinar a los demás, refutarles en sus errores y dirigirlos hacia la virtud y la bondad, a mi, como digo, me parecía todo lo mejor que podría ser un hombre y el más feliz del mundo. Y si alguien no le gusta así, que compare con la manera de ser de otros, y que ante esa comparación juzgue.


Recuerdos