En el entendimiento humano, la facultad de juzgar prácticamente
es muy superior a la de juzgar teóricamente. En esta última, cuando la razón
común se atreve a salirse de las leyes de la experiencia y de las percepciones
sensibles, cae en simples incomprensibilidades y contradicciones consigo
misma....En cambio la facultad de juzgar prácticamente comienza mostrándose
ante todo muy acertada cuando el entendimiento común excluye de las leyes prácticas
todo motor sensible. Después llega incluso a tanta sutileza que puede ser que,
contando con la ayuda exclusiva de su propio fuero interno, quiera, o bien
criticar otras pretensiones relacionadas con lo que debe considerarse justo, o
bien determinar sinceramente el valor de las acciones para su propia ilustración;
y, lo que es más frecuente, en este último caso puede abrigar la esperanza de
acertar igual que un filósofo, y hasta casi con más seguridad, porque el filósofo
sólo puede disponer del mismo principio que el hombre común, pero, en cambio,
puede muy bien enredar su juicio en gran cantidad de consideraciones extrañas y
ajenas al asunto, apartándolo así de la dirección recta. ¿No sería entonces
lo mejor atenerse en cuestiones morales al juicio de la razón común y, a lo
sumo, emplear la filosofía sólo para exponer cómodamente, de manera completa
y fácil de comprender, el sistema de las costumbres y sus reglas para el uso
(aunque más aún para la disputa) sin quitarle al entendimiento humano común
su venturosa sencillez en el terreno de lo práctico, ni empujarle con la
filosofía por un nuevo camino de investigación y enseñanza?
Gran cosa es la inocencia, pero ¡qué desgracia que no pueda conservarse bien y
se deje seducir tan fácilmente! Por eso la sabiduría misma (que consiste más
en el hacer y el omitir que en el saber) necesita de la ciencia, no para
aprender de ella, sino para procurar asiento y duración a sus preceptos. El
hombre siente en sí mismo una poderosa fuerza contraria a todos aquellos
mandamientos del deber que la razón le representa muy dignos de respeto; esa
fuerza contraria radica en sus necesidades e inclinaciones. cuya satisfacción
total resume bajo el nombre de . Ahora bien, la razón ordena sus preceptos sin
prometer nada a las inclinaciones, severamente y casi con desprecio, por así
decir, y total despreocupación hacia esas pretensiones tan impetuosas y a la
vez tan aparentemente espontáneas que ningún mandamiento consigue nunca
anular. De aquí se origina una dialéctica natural, esto es, una
tendencia a discutir esas estrechas leyes del deber, a poner en duda su validez,
o al menos su pureza y severidad estrictas, acomodándolas en lo posible a
nuestros deseos e inclinaciones, es decir, en el fondo, a pervertirlas y
privarlas de su dignidad, cosa que al fin y al cabo la propia razón práctica
común no puede aprobar en absoluto.
De esta manera, la razón humana común se ve empujada, no por necesidad alguna
de especulación (cosa que no le ocurre nunca mientras se contenta con ser
simplemente una sana razón), sino por motivos prácticos, a salir de su círculo
y dar un paso en el campo de una filosofía práctica para recibir enseñanza y
clara advertencia acerca del origen de su principio y exacta determinación del
mismo, en contraposición con las máximas que radican en las necesidades e
inclinaciones. Así podrá salir de su perplejidad sobre las pretensiones de
ambas partes y no corre peligro de perder los verdaderos principios morales a
causa de la ambigüedad en que fácilmente se cae. Por consiguiente, se va
tejiendo en la razón práctica común cuando se cultiva una dialéctica
inadvertida que le obliga a pedir ayuda a la filosofía, del mismo modo que
sucede en el uso teórico, con lo que ni la práctica ni la teoría encontrarán
paz y sosiego más que en una crítica completa de nuestra razón.