HUMANO DEMASIADO HUMANO

SEGUNDA PARTE

PARA LA HISTORIA DE LOS SENTIMIENTOS MORALES

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Ventajas de la observación psicológica l. Que la reflexión sobre lo humano, demasiado humano --o, como dice la expresión erudita: la observación psico- lógica-, forma parte de los medios por los que se puede aliviar la carga de la vida; que el ejercicio de este arte procura presencia de ánimo en situaciones difíciles y entretenimiento en ambientes aburridos; más aún, que de los trances más espinosos y desagradables de la propia vida uno puede extraer sentencias y con ello sentirse un poco mejor: eso se creía, se sabía, en siglos pasados. ¿Por qué lo olvidó este siglo, en el que, al menos en Alemania, por no decir en Europa 3, la pobreza de observación psicológica se reconoce en múltiples signos? No precisamente en la novela, el relato y el ensayo filosófico: éstos son obra de hombres excepcionales; más ya en el enjuiciamiento de acontecimientos y personalidades públicos; pero donde sobre todo falta el arte del análisis y la síntesis psicológicos es en la vida social de todos los estamentos, donde por cierto que se habla mucho de hombres, pero en absoluto del hombre. ¿Por qué, no obstante, se deja escapar el más rico e inocuo tema de conversación? ¿Por qué ya no se lee para nada a los grandes maestros de la sentencia psicológica? Pues, dicho sin exageración alguna, en Europa es raro hallar a una persona culta que haya leído a La Rochefoucauld' y a sus parientes espirituales y artísticos 1; y mucho más raro aún a quien los conozca y no los desdeñe. Pero probablemente incluso este poco corriente lector extraerá

de ellos mucho menos deleite de lo que la forma de esos artistas debiera reportarle; pues ni siquiera el, más refinado cerebro es capaz de valorar debi- damente el arte de afilar sentencias si él mismo no ha sido educado en él y competido en él. Sin tal adiestramiento práctico, se toma esta creación y con- formación por más fácil de lo que es, no se siente con la suficiente nitidez lo logrado y exquisito. Por eso, los actuales lectores de sentencias extraen de ellas un goce relativamente insignificante, es más, apenas un buen regusto, de modo que les sucede como a los que están habituados a contemplar camafe- os: que elogian porque no saben amar, y están prontos a admirar, pero más pronto aún a huir.

Objeción. ¿O bien debiera revisarse esa tesis de que la observación psicológica forma parte de los atractivos, remedios y paliativos de la existencia? ¿Debiera uno haberse convencido suficientemente de las desagradables consecuencias de este arte para apartar ahora deliberadamente la mirada de sus cultivadores? En efecto, una cierta fe ciega en la bondad de la naturaleza humana, una arraigada repug- nancia hacia la disección de acciones humanas, una especie de pudor respecto a la desnudez de las almas podrían ser efectivamente cosas más deseables para la felicidad de un hombre que esa en ciertos casos útil cualidad de la agudeza psico- lógica; y quizá la fe en el bien, en hombres y acciones virtuosos, en una plétora de benevolencia impersonal en el mundo, haya mejorado a los hombres en tanto en cuanto los ha hecho menos desconfiados. Si se imita con entusiasmo a los héroes de Plutareo 1 y sentimos repulsión a rastrear escépticamente los motivos de sus actos, el provecho que de ello se deriva no redunda ciertamente en la verdad, sino en el bienestar de la sociedad humana: el error psicológico y en general la torpeza en este dominio ayudan a la humanidad a avanzar, mientras que el cono- cimiento de la verdad gana quizá más con la fuerza estimulante de una hipótesis como la que La Rochefoucauid ha antepuesto a la primera edición de sus Sentences et maximes morales@ -Ce que le monde nomme vertu n'est d'ordinaire qu'un fant6me formé par nos passions, á qui on donne un nomme honnéte pour faire impunément ce que'on veut. 1. La Rochefoucauld y esos otros maestros fran- ceses de la exploración del alma (a los que recientemente se ha agregado también un alemán, el autor de las observaciones psicológícas9) semejan tiradores de élite que una y otra vez dan en el blanco, pero en el blanco de la naturaleza humana. Su destreza es pasmosa, pero un espectador al que no guíe el espíritu de la cien-

cia, sino la filantropía, acaba finalmente por execrar un arte que parece implantar en las almas humanas el sentido de la detracción y de la sospecha.

Pese a todo. Sea de ello lo que sea en pro o en contra, en el estado actual de una determinada ciencia particular se ha hecho necesario el despertar de la observación moral, y no puede ahorrársela a la humanidad el cruel espectáculo de la mesa de disección psicológica y de sus escalpelos y pinzas. Pues aquí manda esa ciencia que pregunta por el origen y la historia de los llamados sentimientos morales y que según progresa debe plantear y resolver los complejos problemas sociológicos; la antigua filosolia desconocía por completo estos últimos y siempre eludió con pobres subter- fugios la investigación del origen y la historia de los sentimientos morales. Con qué consecuencias puede verse ahora muy claramente tras haberse comprobado con numerosos ejemplos cómo los errores de los más grandes Filósofos tienen habitual- mente su punto de partid aen una explicación falsa de determinados actos y senti- mientos humanos, cómo, cimentada sobre un análisis erróneo, por ejemplo, de los llamados actos altruistas, se erige una ética falsa, y luego se recurre a su vez con gusto a la religión y a los disparates mítológicos, hasta que finalmente las sombras de estos lúgubres espíritus acaban por proyectarse también sobre la física y toda la con- cepción del mundo. Pero si es indiscutible que la superficialidad de la observación psicológica les ha tendido y sigue una y otra vez tendiéndoles al juicio y al razona- miento humanos los lazos 'más peligrosos, ahora es menester esa perseverancia en el trabajo que no se cansa de acumular piedra sobre piedra, piedrecita sobre piedrecita; es menester una comedida intrepidez para no avergonzarse de tan modesto trabajo y hacer frente a todo desdén hacia el mismo. Es cierto: innumerables observaciones sobre lo humano y demasiado humano han sido descubiertas y formuladas por vez primera en círculos de la sociedad que estaban habituados a sacrificar cualquier cosa de la índole que fuese, no al conocimiento científico, sino a una coquetería del inge- nio; y el perfume de esa antigua patria de la sentencia moralista -un perfume muy seductor- ha impregnado todo el género, de modo que, por su culpa, el hombre científico deja ver cierta desconfianza hacia este género y su seriedad. Pero hasta de indicar las consecuencias; pues ahora cornienza a mostrarse qué resultados de índole muy seria crecen en el suelo de la observación psicológica. Pero ¿cuál es la tesis prin- cipal a que llega uno de los pensadores más audaces y ftios, el autor del libro Sobre el origen de los sentimientos morales" 11, gracias a sus penetrantes e incisivos análisis del obrar humano? -El hombre moral., dice, -no está más cerca de mundo inteligible (metafísico) que el hombre risico.. Esta tesis, templada y afilada por los martfllazos del conocimiento histórico, quizá pueda servir cualquier día, en un futuro, como el hacha que se aplique a la raíz de la -necesidad metalisica ". de los hombres, quién

sabtia decir si más como bendición o como maldición del bienestar general, pero en cualquier caso como una tesis de las más graves consecuencias, fecunda y terrible al mismo tiempo, y que contempla el mundo con esa doble faz que presentan todos los grandes conocimientos 13.

Hasta quépunto útil. Quede, así pues, por siempre en suspenso si la observa- ción psicológica reporta a los hombres más provecho o desventaja; pero es un hecho que es necesaria, pues la ciencia no puede prescindir de ella. Pero la cien- cia, lo mismo que la naturaleza, desconoce las referencias a fines últimos; sino que así como la segunda produce a veces cosas de la máxima conformidad a fin sin haberlas querido, así también la auténtica ciencia, en cuanto la imitación de la naturaleza en conceptos, a veces, más aún, con mucha frecuencia, favorecerá los intereses y el bienestar de los hombres y logrará lo conforme a fín, pero igual- mente sin haberio querido 15. Pero quien bajo el soplo de una tal clase de conside- ración sienta demasiado frío en el corazón, quizá no sea más que tiene demasiado poco fuego en sí; no obstante, si mira en torno, percibirá enfermedades que requieren compresas de hielo, y hombres tan -amasados. con brasa y espíritu, que apenas en ninguna parte encuentran el aire lo bastante frío y cortante. Además, así como ciertos individuos y pueblos demasiado serios tienen necesidad de frivo- lidades, así como otros demasiado excitables y volubles han de vez en cuando menester para su salud pesadas cargas agobiadoras, nosotros, los hombres de más espíritu de una época que a ojos vista entra cada vez más en combustión, ¿no debiéramos. recurrir a todos los medios de extinción y enfriamiento existentes para al menos conservar la solidez, candidez y mesura que aún tenemos, y así quizá servir algún día a esta época de espejo y recapacitación sobre sí misma?

La.fábula de la libertad inteligible." La historia de los sentimientos en virtud de los cuales hacemos a alguien responsable, la de los llamados sentimientos morales por tanto, recorre las siguientes fases principales. Primero se llama bue- nas o malas a acciones aisladas sin tomar para nada en cuenta sus motivos, sino únicamente por las consecuencias útiles o nocivas. Pero no tarda en olvidarse

el origen de esos calificativos y se imagina que la propiedad -bueno- o -malo. es inherente a los actos en sí, sin tener en cuenta sus consecuencias, con lo cual se comete el mismo error por el que el lenguaje califica a la piedra misma de dura, al árbol mismo de verde, tomando por tanto como causa lo que es efecto. Luego se transfiere el ser bueno o malo a los motivos y se consideran los actos en sí como moralmente ambivalentes. Yendo más lejos, el predicado de bueno o malo no se atribuye ya al motivo aislado, sino a todo el ser de un hombre, del cual brota el motivo como del suelo la planta. Se hace así sucesivamente al hombre responsa- ble de sus efectos, luego de sus actos, luego de- sus motivos y, por último, de su ser. Descúbrese entonces por último que este ser tampoco puede ser responsable, por ser una consecuencia entera y absolutamente necesaria, y derivar de elemen- tos e influjos de cosas pasadas y presentes; por tanto, que al hombre no puede hacérsele responsable de nada, ni de su ser, ni de sus motivos, ni de sus actos, ni de sus efectos. Se llega con ello al reconocimiento de que la historia de los senti- mientos morales es la historia de un error, del error de la responsablidad, el cual estriba en el error de la libertad del albedrío. Schopenhauer en cambio razon<5 así: puesto que ciertos actos acarrean desazón (.consciencia de culpa-), debe de haber una responsabilidad; pues no existiría ninguna razón para esta desazón si todos los actos del hombre no se produjesen más que necesariamente -como de hecho, y también según la opinión de este filósofo, se producen-, sino que el hombre mismo accediese a todo su ser con la misma necesidad, lo cual niega Schopenhauer. A partir del hecho de esa desazón, cree Schopenhauer poder demostrar una libertad que el hombre debe de haber tenido de algún modo, cier- tamente no con respecto a las acciones, pero sí con respecto al ser: libertad por tanto de ser así o de otra manera, pero no de obrar así o de otra manera. En su opinión del esse, ',' de la esfera de la libertad y la responsabilidad, se sigue el ope- rar!, 19 la esfera de la causalidad, la necesidad y la irresponsabilidad estrictas. Aparentemente, esa desazón se refiere ciertamente al operaiv -en tal medida, es errónea-, pero en verdad al esse, que es el acto de un libre albedrío, la causa fun- damental de la existencia de un individuo; el hombre deviene lo que él quiera devenir, su voluntad es anterior a su existencia. Se trata aquí del sofisma de que del hecho de la desazón se infiere la justificación, la admisibilidad racional de esta desazón, y en base a este sofisma llega Schopenhauer a su fantástica conse- cuencia de la llamada libertad inteligible. Pero la desazón que sigue al acto no tiene en absoluto por qué ser racional, más aún, ciertamente no lo es, pues estriba en el erróneo supuesto de que el acto no habría debido producirse necesariamen- te. Por tanto, porque el hombre se tiene por libre, pero no porque sea libre, siente arrepentimiento y remordimiento de conciencia, Además, esta desazón es algo de lo que uno puede deshabituarse; en muchos hombres no se da en absoluto en relación con acciones respecto a las cuales otros muchos hombres la sienten. Es cosa muy variable, ligada a la evolución de las costumbres y de la cultura, y que quizá sólo se da en un período relativamente breve de la historia universal. Nadie es responsable de sus actos ni de su ser; juzgar es tanto como ser injusto. La tesis es tan clara como la luz del sol y, sin embargo, aquí todo el mundo prefiere volver a la sombra y la falsedad, por temor a las consecuencias"'.

El superanimal. La bestia en nosotros quiere que se le mienta; la moral es la mentira necesaria para que no nos destruya. Sin los errores implícitos en las hipótesis de la moral, el hombre seguiría siendo un animal. Pero así se ha toma- do por algo superior e impuesto leyes más estrictas. Por eso aborrece los estadios más próximos a la animalidad: por ahí ha de explicarse el menosprecio de¡ escla- vo como un no-hombre, como una cosa.

El carácter inmutable, 11 Que el carácter sea inmutable no es verdad en sentido estricto; esta bienquista tesis tan sólo significa más bien que durante la breve dura- ción de la vida de un hombre los motivos intervinientes no pueden habitualmente incidir con la suficiente profundidad para destruir los rasgos grabados a lo largo de muchos milenios. Pero si se imaginara a un hombre de ochenta mil años, tendr@ía un carácter absolutamente variable, de modo que poco a poco una multitud de individuos diferentes se desarrollaría a partir de él. La brevedad de la vida humana induce a muchas afirmaciones erróneas sobre las propiedades del hombre.

El orden de los bienes y la moral. La en un tiempo aceptada jerarquía de los bienes según un egoísmo inferior, superior o supremo quiera lo uno o lo otro, decide ahora sobre el ser-moral o ser-inmoral. Preferir un fin inferior (por ejem- plo, el goce sensual) a uno estimado superior (por ejemplo, la salud), pasa por inmoral, lo mismo que preferir la vida regalada a la libertad. Pero la jerarquía de los bienes no es en todo tiempo estable e igual; si alguien prefiere la venganza a la justicia, es moral según el criterio de una cultura pasada, inmoral según el de la actual. -Inmoral. significa por tanto que uno no siente, o todavía no lo bastante intensamente, los motivos superiores, más sutiles, más espirituales, que ha apor- tado la respectiva nueva cultura; designa a alguien atrasado, pero siempre según una diferencia de grado. La jerarquía de los bienes misma no se rige y modifica según puntos de vista morales; sino que, una vez establecida, se decide si una acción es moral o inmoral.

Los hombres crueles en cuanto atrasados. A los hombres que ahora son crueles debemos considerarlos como fases residuales de culturas pasadas: la montaña de la humanidad  pone aquí al descubierto las formaciones más profundas que de otro modo permanecen ocultas. Son hombres atrasados, cuyo cerebro, debido a todos

los posibles azares en el curso de la herencia, no se ha desarrollado tan delicada y multilateralmente. Nos muestran lo que todos.fuimos, y nos espantan; pero ellos mismos son tan poco responsables como un trozo de granito de ser granito. En nuestro cerebro deben de hallarse también estrías y circunvoluciones correspon- dientes a esa actitud, tal como en la forma de ciertos órganos humanos parecen hallarse vestigios de estados pisciformes. 11 Pero estas estrías y circunvoluciones no son ya el lecho por el que ahora discurre el río de nuestro sentimiento. 13

Gratítud y venganza. La razón de que el poderoso sea agradecido es la siguiente. Su bienhechor, con su beneficio ha, por así decir, violado la esfera del poderoso y se ha introducido en ella; ahora, como revancha, él viola a su vez la esfera del bienhechor mediante el acto de agradecimiento, Es una forma suaviza- da de venganza. Sin el desquite del agradecimiento el poderoso se habría mos- trado impotente y en el futuro pasaría por tal. Por eso toda sociedad de buenos, es decir, originariamente de poderosos, sitúa la gratitud entre los primeros debe- reS. SWift 2' aventuró la tesis de que el agradecimiento de los hombres es propor- cional a su cultivo de la venganza.

Doble premtoda del bien y del mal. El concepto de bueno y malo tiene una doble prehistoria, a saber: primero en el alma de los linajes y castas dominantes. A quien tiene el poder de pagar con la misma moneda, el bien con el bien, el mal con el mal, y ejerce efectivamente esa revancha, a quien es por tanto agradecido y venga- tivo, se le llama bueno; quien es impotente y no puede pagar con la misma moneda, pasa por malvado. En cuanto bueno se pertenece a los -buenos., a una comunidad que tiene un sentimiento común, porque todos los individuos están ligados entre sí por el sentido de la revancha. En cuanto malvado se pertenece a los -malvados., a una multitud de personas sometidas, impotentes, que no tienen un sentimiento común. Los buenos son una casta, los malvados una masa semejante al polvo. Bueno y malvado equivalen durante un tiempo a noble y villano, amo y esclavo. No se considera en cambio al enemigo como malo: puede pagar con la misma moneda. En Homero, el troyano y el griego son ambos buenos. Pasa por malvado, no el que nos inflige un daño, sino el que es despreciable. En la comunidad de los buenos el bien se hereda; es imposible que un malvado brote de tan buen suelo. A pesar de ello, si uno de los buenos hace algo indigno de los buenos, se recurre a subterfugios; se le echa, por ejemplo, la culpa a un dios, diciendo que ha castigado al bueno con

la ceguera y la ofuscación. Luego en el alma de los oprimidos, de los impotentes. Aquí cualquier hombre distinto pasa por hostil, despiadado, explotador, cruel, astu- to, sea noble o plebeyo; malo es la palabra característica de¡ hombre, más aún, de todo ser viviente que se presupone, de un dios por ejemplo; humano, divino equiva- len a diabólico, malo. Los signos de bondad, caridad, compasión, son angustiosa- mente acogidos como perfidia, preludio de un desenlace terrible, aturdimiento y engaño, en una palabra, como maldad refinada. Dada tal actitud de¡ individuo, ape- nas es posible el nacimiento de una comunidad, a lo sumo de la forma más rudimen- taria de la misma; de modo que, donde quiera que prevalezca esta concepción de bueno y malo, está cercana la ruina de los individuos, sus linajes y razas. Nuestra eti- cidad actual ha brotado en el terreno de los linajes y castas dominante£ 15

La compasión, rnás.fuetie que el st4ftimiento. 16 Hay casos en los que la com- pasión es más fuerte que el sufrimiento propiamente dicho. Sentimos, por ejem- plo, más pesar cuando un amigo nuestro se hace culpable de alguna ignominia que cuando la cometemos nosotros mismos. Es decir, en primer lugar, nosotros creemos en la pureza de su carácter más que él; luego, sin duda precisamente debido a esta creencia, el amor que le profesamos es más fuerte que el amor que él se profesa a sí mismo. Aunque en realidad su egoísmo padece más que nues- tro egoísmo en cuanto que tiene que soportar más intensamente las penosas consecuencias de su delito, a nuestra parte altruista -esta fórmula no ha de entenderse nunca estrictamente, sino sólo como una forma de hablar- su culpa le afecta sin embargo más intensamente que a su parte altruista 17.

Hipocondffa. Hay hombres que por simpatía y preocupación por otra perso- na se vuelven hipocondi@iacos; la clase de compasión que entonces nace no es nada más que una enfermedad. Hay así también una hipocondría cristiana, que ataca a esas personas solitarias, religiosamente agitadas, que tienen continua- mente en mente la pasión y muerte de Cristo.

Economía de la bondad, La bondad y el amor, en cuanto las hierbas y fuerzas más saludables en el trato de los hombres, son hallazgos tan preciosos que sería

sin duda deseable que en la aplicación de estos medios balsámicos se procediera tan económicamente como fuese posible; pero esto es imposible. La economía de la bondad es el sueño de los más audaces utopistas.

Benevolencia. Entre las pequeñeces, sin embargo infinitamente frecuentes y por ello de mucho efecto, a las que la ciencia tiene que prestar más atención que a las grandes rarezas, ha también de contarse la benevolencia; me refiero a esas manifestaciones de actitud amistosa en el trato, esa mirada sonriente, esos apreto- nes de manos, ese contento del que habitualmente están revestidos casi todos los actos humanos. Cualquier profesor, cualquier funcionario añade esto a lo que es su deber; es la ocupación constante de la humanidad, por así decir las olas de su luz en las que todo prospera; particularmente en el círculo más íntimo, en el seno de la familia, la vida no verdea y florece más que por esa benevolencia. La bonho- mía, la afabilidad, la cordialidad son desagües siempre manantes del impulso altruista y han prestado una contribución mucho más poderosa a la edificación de la cultura que esas manifestaciones mucho más famosas del mismo que se llaman compasión, misericordia y abnegación. Pero se las suele despreciar, y, en efecto, no hay en ellas mucho de altruista que digamos. La suma de estas exiguas dosis es pese a todo enorme, su fuerza global figura entre las fuerzas más poderosas. Igualmente hállase en el mundo mucha más felicidad de la que ven ojos sombrí- os, a saber: si se cuenta correctamente y no se olvidan todos esos momentos de contento en que es rico cada día en toda vida humana, incluso la más atribulada.

Querer inspirar compasión"'. La Rochefoucauld 19 pone ciertamente el dedo en la llaga en el pasaje más notable de su autorretrato (impreso por vez prime- ra en 1658) cuando previene contra la compasión a todos los dotados de razón, cuando aconseja dejársela a las personas del pueblo 3", que precisan de las

pasiones (porque no las determina la raz<Sn) para ser llevadas al punto de ayu- dar a los que sufren e intervenir enérgicamente ante una desgracia; mientras que a su juicio (y al de Platón 31) la compasión enerva el alma. Por supuesto, uno debe testimoniar compasión, pero guardarse de tenería; pues los desdi- chados son, dicho de una vez, tan estúpidos, que para ellos testimoniar compa- sión constituye el máximo bien del mundo. Quizá pueda prevenirse todavía más categóricamente contra esta muestra de compasión si esa necesidad de los desdichados no se concibe precisamente como estupidez y deficiencia intelec- tual, como una especie de perturbación espiritual que la desgracia conlleva (y así parece concebirla La Rochefoucauld), sino que se la entiende como algo enteramente distinto y que da más que pensar. Obsérvese más bien a los niños que lloran y gritan para que se les compadezca y que por eso esperan el momento más propicio; vívase en trato con enfermos y espiritualmente depri- midos, y pregúntese si su elocuente lamentación y gimoteo, la exhibición de la desgracia, no persiguen en el fondo la meta de causar dolor a los presentes; la compasión que éstos entonces manifiestan es un consuelo para los débiles y sufrientes en la medida en que con ello reconocen tener todavía, sin embargo, pese a toda su debilidad, al menos un poder el poder de causar dolor. Extrae el desdichado una especie de placer de este sentimiento de superioridad de que le hace consciente el testimonio de la compasión; su vanidad se exalta: todavía sigue siendo lo suficientemente importante para infligirle dolor al mundo. Es por tanto la sed de compasión una sed de goce de sí mismo, y cier- tamente a costa del prójimo; muestra al hombre en toda la brutalidad de su querido yo más propio, pero no precisamente en su -estupidez-, como opina La Rochefoucauld. En los coloquios de sociedad tres de cada cuatro preguntas se formulan y tres de cada cuatro respuestas se dan para causarle un pequeño dolor al interlocutor; por eso están muchas personas tan ávidas de compañía: les procura el sentimiento de su fuerza. En tales incontables pero diminutas dosis en que se hace valer, es la malicia un poderoso estimulante de la vida; así como la benevolencia, difundida de la misma forma en el mundo humano, es el remedio siempre dispuesto. Pero ¿habrá muchas personas sinceras que admitan que produce placer causar dolor, que no es raro divertirse -y divertirse mucho- agraviando, al menos de pensamiento, a los demás hombres y dispa- rándoles la metralla de la malicia menuda? La mayoría son demasiado in- sinceros y algunos son demasiado buenos como para saber algo de este pudenduiw'; siempre negarán por tanto éstos que Próspero Merimée tenga razón cuando dice: -Sachez aussi qu'il n'y a rien de plus commun que de faire le mal pour le plaisir de le faire. 33.

Cómo la apariencia se convierte en ser'4. El actor no puede en definitiva, ni siquiera en el más profundo dolor, por ejemplo en el entierro de su hijo, dejar de pensar en la impresión de su persona y en el efecto escénico de¡ conjunto 15; llorará por su propio dolor y por las exteriorizaciones de¡ mismo, como su pro- pio espectador. El hipócrita que siempre desempeña uno y el mismo papel acaba por dejar de ser hipócrita; por ejemplo, los sacerdotes, que en su juven- tud son por lo común, consciente o inconscientemente, hipócritas, acaban por adquirir naturalidad y es precisamente entonces cuando son efectivamente, sin la menor afectación, sacerdotes; o bien, si el padre no llega a tanto, quizá el hijo, que se aprovecha de la ventaja del padre, hereda su habituación. Cuando alguien quiere durante mucho tiempo y tenazmente aparentar algo, acaba por serie difícil ser otra cosa. La vocación de casi todos los hombres, incluido el artista, comienza por una hipocresía, por un remedo de lo exterior, por una copia de lo efectista. El que lleva siempre la máscara de los semblantes afables, acaba inevitablemente por adquirir un dominio sobre los humores benévolos, sin el cual no puede forzarse la expresión de la afabilidad, y al final éstos adquieren dominio sobre él: es benévolo.

El punto de sincetvdad en el embuste. En todos los grandes embusteros mere- ce destacarse un fenómeno al que deben su poder. En el acto propiamente dicho de¡ embuste, entre todos los preparativos, lo aterrador de voz, expresión, gestos, en medio de la efectista puesta en escena, les sobreviene la.fe en sí mismos.@ ésta es la que luego les habla tan portentosa y persuasivamente a los circunstantes. Los fundadores de religiones se diferencian de esos grandes embusteros en que no salen de este estado de autoengaño; o bien muy raramente tienen esos momentos de lucidez en que les asalta la duda; pero habitualmente se consuelan atribuyendo estos momentos de lucidez al maligno Antagonista. El autoengaño es necesario para que unos y otros obtengan grandiosos efectos. Pues los honi- bres creen en la verdad de lo a todas luces intensamente creído.

Pretendidasfases de la verdad. Uno de los habituales sofismas es éste: pues- to que Fulano es sincero y franco con nosotros, dice la verdad. Así es como cree el niño en los juicios de los padres, el cristiano en las afirmaciones del fundador de la Iglesia. Asimismo, no se quiere conceder que todo aquello que los hom- bres han defendido en siglos pasados con sacrificio de felicidad y vida no eran

más que wores: quizá se diga que han sido fases de la verdad. Pero en el fondo se piensa que si alguien ha creído sinceramente en algo y luchado y muerto por su fe, sería demasiado inicuo que propiamente hablando no le hubiese anima- do más que un error. Tal fenómeno parece contradecir la justicia eterna; por eso el corazón de los hombres sensibles decreta una y otra vez, contra lo que les dice su cabeza, la tesis de que entre los actos morales y las percepciones inte- lectuales es de todo punto preciso un vínculo necesario. Desgraciadamente, no es así; pues no hay justicia eterna.

La mentira ¿Por qué en la vida cotidiana los hombres dicen la verdad la mayor@ía de las veces? No por cierto porque un dios haya prohibido la mentira. Sino, en primer lugar, porque es más cómodo; pues la mentira requiere inven- ción, disimulo y memoria. (Por eso dice Swift 3(: quien cuenta una mentira rara vez se da cuenta de la pesada -carga que se impone; en efecto, para sostener una mentira le hace falta inventar otras veinte.) Luego, porque en circunstancias sim- ples es ventajoso decir directamente: quiero tal, he hecho cual, etcétera; por consiguiente, porque el camino de la coerción y la autoridad es más seguro que el de la astucia. Pero si el niño se ha criado en circunstancias domésticas com- plicadas, maneja la mentira con la misma naturalidad e involuntariamente dice siempre lo que le conviene; un sentido de la verdad, una repugnancia por la mentira en sí le son enteramente extraños e inaccesibles, y miente por tanto con toda inocencia.

Sospecbar de la moral por causa de la.fe. Ningún poder puede sostenerse si no lo representan más que hipócritas; por más elementos -mundanos. que toda" vía posea la Iglesia católica, su fuerza estriba en esas naturalezas sacerdotales aún hoy numerosas que hacen de la vida algo gravoso y de profundo significado, y cuva mirada y consumido cuerpo hablan de vigilias, ayunos, ardientes plega- rias, quizá incluso de fiagelaciones; éstos son los que estremecen y angustian a los hombres: ¿cómo? ¿ser@ía necesario vivir asi-@, esta es la espantosa pregunta que al verlos se le viene a uno a la boca. Al difundir esta duda van cimentando cada vez los puntales de su poder; ni siquiera los pensadores liberales osan oponerse con acusado sentido de la verdad al asceta de esta índole y decir: .¡Engañado, no engañes!.. No les separa de él más que la diferencia de puntos de vista, en abso- luto una diferencia de bondad o maldad; pero de ordinario lo que no gusta suele tratarse también injustamente. Se habla así de la listeza y de¡ execrable arte de I'OS jesuitas, pero se pasa por alto a qué autodisciplina se somete cada uno de los jesuitas y cómo la desahogada praxis de vida que predican los manuales jesuíti- cos no debe en absoluto beneficiarles a ellos, sino al estamento laico. Cabe inclu- so preguntar si nosotros los ilustrados, con táctica y organización muy

semejantes, seríamos tan buenos instrumentos como dignos de admiración por autodisciplina, resistencia a la fatiga y abnegación.

Victoria del conocimiento sobre el mal radical A quien quiera ser sabio le es muy conveniente haber albergado durante mucho tiempo la idea del hombre fundamentalmente malo y corrupto: es tan falsa como la opuesta; pero ejerció la hegemonía durante épocas enteras y sus raíces han brotado hasta dentro de nosotros y nuestro mundo. Para comprendernos, debemos comprenderla; pero para ascender luego más alto, debemo s elevarnos por encima de ella. Reconocemos entonces que no hay pecados en sentido metafísico; pero, en el mismo sentido, tampoco virtudes; que todo este ámbito de las ideas éticas está en constante fluctuación, que hay conceptos más elevados y más hondos de bueno y malo, ético y no ético. Quien de las cosas no apetece mucho más que conocimiento de las mismas, fácilmente alcanza la paz con su alma, y a lo sumo por ignorancia, pero difícilmente por apetencia, errará (o pecará, como dice la gente). Ya no querrá estigmatizar y extirpar los apetitos; pero su única meta, que le domina completamente, conocer siempre tan bien como sea posible, lo volve- rá frío y amansará toda la fiereza de su disposición. Además, se ha deshecho de una multitud de ideas atormentadoras; nada siente ya ante palabras como penas del infierno, pecaminosidad, incapacidad para el bien: en ellas no reconoce más que las sombras evanescentes de falsas concepciones del mundo y de la vida.

La moral como autodivisión del hombre. Un buen autor, que ponga efectiva- mente el corazón en su asunto, desea que venga alguien y le anonade mediante una exposición más clara del mismo asunto y la respuesta definitiva a todas las preguntas contenidas en él. La joven enamorada desea poder comprobar con la infidelidad del amado la abnegada fidelidad de su amor. El soldado desea caer en el campo de batalla por su patria victoriosa: pues con la victoria de su patria triun- fa su deseo supremo. La madre le da al hijo aquello de que ella misma se priva: sueño, la mejor comida, en ciertas circunstancias su salud y sus bienes, ¿Son todas éstas situaciones altruistas? ¿Son estos actos de moralidad milagros, puesto que, según la expresión de Schopenhauer, son -imposibles y, sin embargo, reales.? ¿No está claro que en todos estos casos el hombre antepone algo de sí, un pensamien- to, un anhelo, un producto, a algo distinto de sí, que por consiguiente divide su ser y sacrifica una parte a las demás? ¿Es algo sencillamente diferente cuando un testarudo dice: -prefiero caer a cederle a este hombre el paso.? En todos los casos mencionados se da la inclinación hacia algo (deseo, impulso, anhelo); ceder a ella, con todas sus consecuencias, no es en cualquier caso -altruista-. En la moral el hombre no se trata como indit@iduum, sino como dit@idUUM 17.

Lo que se puede prometer. Se pueden prometer acciones, pero no sentimien- tos, pues éstos son involuntarios 3. Quien promete a alguien amarlo siempre u odiarlo siempre o serie siempre fiel, promete algo que no está en su poder; en cambio, puede sin duda prometer acciones, las cuales son por cierto habitualmen- te las consecuencias del amor, del odio, de la fidelidad, pero pueden también derivar de otros motivos. Por consiguiente, prometer a alguien amarlo siempre significa: mientras te ame, te dispensaré las acciones del amor; si dejo de amarte, seguirás recibiendo de mí, aunque por otros motivos, las mismas acciones, de modo que en la mente de los demás persista la apariencia de que el amor es inmutable y siempre el mismo. Por tanto, cuando sin autc>ofuscación se le prome- te a alguien amor perpetuo, se promete la perduración de la apariencia del amor.

Intelecto y moral Hay que tener una buena memoria para poder cumplir pro- mesas dadas. Hay que tener una gran fuerza de imaginación para poder compa- decerse. Tan estrechamente ligada está la moral a la bondad de¡ intelecto.

Quererse vengar y vengarse. Tener un pensamiento de venganza y llevarlo a cabo significa sufrir un acceso de fiebre violento, pero pasajero; en cambio, tener un pensamiento de venganza sin fuerza ni coraje para llevarlo a cabo significa soportar una dolencia crónica, un envenenamiento de¡ cuerpo y de¡ alma. La moral, que sólo contempla las intenciones, evalúa por igual ambos casos; habi- tualmente se evalúa el primer caso como el peor (por las malas consecuencias que quizá acarree el hecho de vengarse). Ambas apreciaciones son miopes.

Saber esperar. Saber esperar es tan difícil que los más grandes poetas no han desdeñado hacer del no saber esperar el motivo de sus poemas. Así Shakespeare en Otelo, Sófocies en AyaX39: el suicidio de éste ya no le habría parecido necesa- rio sólo con que hubiese dejado que su sentimiento se enfriase un día más, como sugiere el oráculo; probablemente se habría burlado de las terribles insinuacio- nes de la vanidad herida y se habría dicho: ¿quién en mi caso no ha tomado una

oveja por un héroe? ¿Es, pues, algo tan monstruoso? Por el contrario, no es más que algo universalmente humano: Ayax podkia haberse consolado así. La pasión no quiere esperar; con frecuencia, en la vida de los grandes hombres lo trágico no reside en su conflicto con la época y la bajeza de sus contemporáneos, sino en su incapacidad para aplazar su obra uno o dos años: no saben esperar. En todos los duelos, de lo único que los amigos que prestan su consejo tienen que asegurarse es de si las personas participantes pueden todavía esperar: si no es este el caso, entonces un duelo es razonable en la medida en que ambos se digan a sí mismos: -o sigo con vida, y entonces ése debe morir al punto, o a la inversa., En tal caso esperar significaría @eguir sufriendo ese terrible martirio de¡ honor ofendido a la vista de su ofensor; y esto puede ser un sufrimiento mayor de lo que en definitiva vale la vida.

Embi,iaguez de venganza. Los hombres groseros que se sienten agraviados suelen elevar tanto como es posible el grado de agravio y relatan la causa en tér- minos muy exagerados, nada más que para poder embriagarse con el sentimien- to de odio y venganza una vez suscitado.

Valor de la detraccídn. No pocas personas, quizá la mayoría, para mantener en pie en ellas su autoestima y una cierta virtualidad al obrar, tienen absoluta necesidad de rebajar y detraer en su representación a todas las personas que conocen. Pero como las naturalezas mezquinas están en mayoría e importa mucho si tienen o pierden esa virtualidad, resulta que ...

El arrebatado. Ante alguien que se arrebata contra nosotros debe uno poner- se en guardia como ante alguien que en una ocasión haya atentado contra nues- tra vida; pues que todavía vivamos se debe a la falta de poder para matar; si bastaran miradas, ha mucho que ya no viviríamos. Es parte de una cultura tosca reducir a alguien al silencio dando muestras de ferocidad fi'sica, infundiendo miedo. Asimismo, esa fría mirada que los aristócratas tienen para sus sirvientes es un resto de aquellos deslindes entre los hombres según las castas, una muestra de tosca antigüedad; las mujeres, las conservadoras de lo antiguo, han conserva- do también más fielmente este vestigio".

Adónde puede conducir la sincMdad4l. Alguien tenía la mala costumbre de a veces expresarse con entera sinceridad sobre los motivos por los cuales actuaba y que eran tan buenos o tan malos como los motivos de todas las personas. Primero suscitó escándalo, luego recelo, poco a poco fue proscrito y desterrado de la sociedad, hasta que finalmente la justicia se acordó de un ser tan depravado en una ocasión en que de ordinario no solía tener ojos o bien los cerraba. La falta de discreción sobre el secreto general y la propensión irresponsable a ver lo que nadie quiere ver -a sí mismo- le llevaron a prisión y a una muerte prematura.

Punible, nunca castigado, Nuestro crimen contra los criminales consiste en que los tratamos como canallas.

Sancta simplicitaS44 de la virtud. Toda virtud tiene privilegios; por ejemplo, el de contribuir con su propio pequeño haz de leña a la hoguera de un condenado.

Moralidady éxito. Con frecuencia no sólo los espectadores de un acto miden lo moral o inmoral de¡ mismo por el éxito: no, el autor mismo hace esto. Pues los motivos e intenciones rara vez son suficientemente claros y simples, y a veces inclu- so la memoria aparece perturbada por el éxito del acto, de modo que uno adscribe motivos falsos a su propio acto o trata como esenciales los motivos inesenciales. El éxito le da a menudo a un acto el brillo pleno y sincero de la buena conciencia; un fracaso proyecta la sombra del remordimiento de conciencia sobre la acción más respetable. De ahí resulta la conocida práctica del político, que piensa: -no me deis más que el éxito: con él tendré a mi lado a todas las almas honradas, y yo mismo me convertiré en honrado ante mí mismo.. De modo análogo debe el éxito reem- plazar a la mejor motivación. Muchas personas cultas creen aún ahora que la victo- ria del cristianismo sobre la filosofía griega es una prueba de la mayor verdad del primero, aunque en este caso no haya vencido sino lo más grosero y violento sobre lo más espiritual y lo delicado. Lo que hay de mayor verdad ha de deducirse del hecho de que las ciencias que van despertando han incorporado punto por punto la filosofía de Epicuro y refutado punto por punto el cristianismo 15.

Amory.fusticia. ¿Por qué se sobreestima el amor en detrimento de la justicia y se dicen de él las cosas más bellas, como si fuese una esencia muy superior a esa otra? ¿No es, pues, a todas luces más estúpido que ella? Sin duda, pero precisa- mente por esto tanto más agradab@- para todos. Es est 'úpido y parece una rica cornucopia de dones que reparte entre todos, incluidos quienes no los merecen y ni siquieran los agradecen. Es imparcial como la lluvia, que, según la Biblia 47 y la experiencia, cala hasta los huesos, no sólo al injusto, sino a veces también al justo.

Aju,sticiamiento. ¿Cómo es que todo ajusticiamiento agravia más que un asesi- nato? Se debe a la frialdad del juez, los penosos preparativos, la percepción de que aquí se está utilizando a un hombre como medio para intimidar a otros. Pues la culpa no se castiga, aunque la hubiera: ésta la tienen los educadores, los padres, el ambiente, nosotros, no el asesino; me refiero a las circunstancias deter- minantes.

La esperanza. Pandora trajo el tonel de los males y lo abrió'. Era el regalo de

los dioses a los hombres, por fuera un bello y seductor regalo, etiquetado como -tonel de la dicha.. De allí salieron volando todos los males, seres vivientes alados: desde entonces andan vagando y causando daño a los hombres día y noche. Cuando Pandora c=6 la tapa por voluntad de Zeus, un único mal no había aún escapado y quedó dentro del tonel. Tiene ahora el hombre para siempre el tonel de la dicha en casa y piensa maravillas del tesoro que en él tiene; está a su dispo- sición y se sirve de él cuando le place; pues no sabe que ese tonel que Pandora trajo era el de los males, y considera el mal que quedó dentro como el bien supre- mo: es la esperanza. En efecto, Zeus quería que el hombre, por atormentado que estuviese por los otros males, no se quitase la vida, sino que continuara dejándose atormentar siempre de nuevo. Para ello le da al hombre la esperanza: ésta es en verdad el peor de los males, pues prolonga el tormento de los hombres 19.

El grado de inflamabilidad moral, desconocido. Del hecho de haber experi- mentado ciertos entremecedores espectáculos e impresiones, por ejemplo, de un padre injustamente juzgado, muerto y martirizado, de una esposa infiel, de un cruel asalto del enemigo, depende que nuestras pasiones alcancen la incandes- cencia y guíen toda nuestra vida o no. Nadie sabe a qué pueden empujarle las circunstancias, la compasión, la indignación, no conoce su grado de inflamabili- dad. Pequeñas circunstancias miserables hacen miserable; no es habitualmente de la calidad de las vivencias, sino de su cantidad, de lo que depende la bajeza o elevación del hombre, en el bien y en el mal.

El mártir a la.fuerza. Había en un partido un hombre demasiado medroso y cobarde para contradecir jamás a sus camaradas: se le utilizaba para cualquier servicio, de él se conseguía todo, pues temía la mala opinión de sus compañeros más que la muerte; se trataba de una miserable alma débil. Ellos conocían esto y, apoyándose en las propiedades mencionadas, hicieron de él un héroe y por fin hasta un mártir. Aunque el cobarde interiormente siempre decía no, sus labios siempre decían sí, incluso en el cadalso, cuando murió por los ideales de su par- tido; junto a él estaba, en efecto, uno de sus viejos correligionarios, que mediante la palabra y la mirada lo tiranizó de tal modo que efectivamente afrontó la muer- te del modo más decoroso y es desde entonces celebrado como mártir y gran carácter.

Criterio para todos los días. Rara vez se errará si se reducen las acciones extremas a la vanidad, las mediocres a la habituación 51 y las mezquinas al miedo.

Malentendido sobre la virtud. Quien ha conocido el vicio en conexión con el placer, así como el que deja tras de sí una juventud ávida de goces, se imagina que la virtud debe estar ligada al dispiacer. A quien por el contrario han agobia- do mucho sus pasiones y vicios, anhela en la virtud la calma y la dicha del alma. Por eso es posible que dos virtuosos no se entiendan entre sí en absoluto.

El honor, tramfe?-ido de la persona a la causa. Se honran generalmente los actos de amor y de sacrificio en favor del prójimo, donde quiera que se mues- tren. Aumenta así la estimación de las cosas que son amadas de esa manera o por las cuales uno se sacrifica, aunque quizá no sean en sí de mucho valor. Un ejército valiente convence de la causa por la que lucha.

La ambición, un sucedáneo del sentimiento moral. En naturalezas carentes de ambición no puede faltar el sentimiento moral. Los ambiciosos se las arreglan sin él, con casi el mismo éxito. Por eso los hijos de familias modestas, ajenas a toda ambición, si alguna vez pierden el sentimiento moral, suelen convertirse rápidamente en perfectos canallas. 54

La vanidad enriquece. ¡Qué pobre sería el espíritu humano sin la vanidad! Pero con ella se asemeja a un bazar bien surtido y nunca desabastecido, que atrae a compradores de todas las clases: pueden encontrar casi de todo, tenerlo todo, siempre que lleven consigo la moneda en curso (la admiración).

El viejo y la muerte. Dejando aparte las exigencias que plantea la religión, cabe sin duda preguntar: ¿por qué habr@ia de ser más honroso para un hombre llegado a viejo, que siente la mengua de sus fuerzas, esperar su lento agota- miento y derrumbe que fijarse un plazo con plena consciencia? El suicidio es en este caso una sencillísima acción de¡ todo natural, que, como victoria de la razón, a justo título debiera suscitar respeto; y lo suscitaba en aquellos tiempos en que los adalides de la filosofía griega y los más esforzados patriotas roma- nos solían apelar al suicidio en la hora de la muerte. En cambio, el afán por prolongar la vida de día en día en ansiosa consulta a los médicos y con el más penoso régimen de vida, sin fuerzas para acercarse a la meta propiamente dicha de la vida, es mucho menos respetable. Las religiones son ricas en sub- terfugios ante el reto del suicidio: con ello engatusan a los enamorados de la vida. 11

Errores del autor y de la Víctima. Cuando el rico le arrebata al pobre una propiedad (por ejemplo, un príncipe la amada al plebeyo), nace en el pobre un error: cree que para quitarle lo poco que él tiene, aquél debe de ser un hombre enteramente perverso. Pero aquél no siente tan profundamente el valor de una sola propiedad, pues está habituado a tener mucho; de modo que no puede trasplantarse al alma del pobre y no le hace tanta injusticia como éste cree. Cada uno tiene una falsa idea del otro. La injusticia del poderoso que más subleva en la'historia no es ni con mucho tan grande como parece. Ya la sensación heredi- taria de ser un ser superior con aspiraciones superiores enfría bastante y calma la conciencia: cuando la diferencia entre nosotros y otro ser es muy grande, todos dejamos incluso de sentir en absoluto la injusticia, y matamos por ejemplo una mosca sin ningún remordimiento de conciencia. No es así ningún signo de maldad en jerjes 5' (a quien incluso todos los griegos describen como eminente- mente noble) que le quite su hijo al padre y lo haga descuartizar por haber manifestado una medrosa, execrable desconfianza hacia toda la expedición militar: en este caso el individuo es eliminado como un insecto molesto, es demasiado inferior para poder suscitar prolongados sentimientos atormentado- res en un amo del mundo. Más aún, todo cruel no es cruel en la medida en que el maltratado cree; la representación del dolor no es lo mismo que su padeci- miento. Otro tanto sucede con los jueces injustos, con el periodista que con pequeños fraudes extravía a la opinión pública. Causa y efecto están en todos estos casos rodeados por grupos de sentimientos y pensamientos enteramente diferentes; mientras que involuntariamente se presupone que el autor y la vícti- ma piensan y sienten igual, y, conforme a este presupuesto, se mide la culpa del uno por el dolor del otro.

La piel del alma. Así como los huesos, carnes, intestinos y vasos sanguíne- os están encerrados en una piel que hace soportable el aspecto del hombre, así envuelve la vanidad las emociones y pasiones del alma: es la piel del alma.

Sueño de la virtud. La virtud se levantará más fresca despues de haber de haber dormido.

Refinamiento de la verg~za. Los hombres no se avergüenzan de pensar algo sórdido, pero sí cuando se imaginan que se les considera capaces de estos pensamientos sórdidos.

La maldad es rara. Los hombres están en su mayoría demasiado ocupados :onsigo para ser malvados.

EI.fiel de la balanza. Se elogia o censura según lo uno o lo otro reporte mayor ocasión de lucir nuestro juicio.

Lucas 18, 14,

Prohibición del suicidio. Hay un derecho según el cual le quitamos la vida a un hombre, pero no uno según el cual le quitemos la muerte: esto no es sino crueldad. "

@Omgido.

Vanidad. Nos interesa la buena opinión de los hombres, primero porque nos es útil, luego porque queremos complacerles (los hijos a los padres, los discípu- los a los profesores y en general los hombres benévolos a todos los demás hom- bres). Sólo cuando a alguien le importa la buena opinión de los hombres, al margen de la ventaja o de su deseo de complacer, hablamos de vanidad. En este caso, el hombre quiere complacerse a sí mismo, pero a expensas de sus semejan- tes, bien induciéndoles a una falsa opinión sobre sí, o bien alcanzando un grado de -buena opinión. que inevitablemente fastidie a todos los demás (suscitando envidia). El individuo habitualmente quiere, mediante la opinión de otros, acre- ditar y fortalecer ante sí la opinión que de sí tiene; pero la poderosa habituación a la autoridad -una habituación tan vieja como el hombre- lleva también a muchos a apoyar en la autoridad su propia fe en sí, a no aceptarla por tanto sino

que se humilla quiere ser ensalzado.

de la mano de otros; fían más en el juicio de los demás que en el propio. El inte- rés por sí mismo, el deseo de darse gusto, alcanza en el vanidoso tal altura, que induce a los demás a una estima de él mismo falsa, demasiado elevada, y luego se atiene, no obstante, a la autoridad de los demás: provoca por tanto el error y sin embargo le da crédito. Debe por consiguiente concederse que los hombres vanidosos no quieren tanto agradar a otros como a sí mismos, y que llegan al extremo de desdeñar así su propio provecho; pues a menudo se empenan en disponer a sus semejantes desfavorable, hostil, envidiosa, perjudicialmente por tanto, contra sí, sólo para tener el disfrute de sí mismos, el autogoce.

Límites de la.filantropía. Todo aquel que ha declarado que el otro es un imbécil, un tipo malvado, se enfada si éste demuestra finalmente que no lo es.

Moratité larmoyante. 13 ¡Cuánto placer proporciona la moralidad! ¡Piénsese nada más en el mar de agradables lágrimas que ha corrido ya a propósito de rela- tos de acciones nobles, magnánimas! Este encanto de la vida desaparecería si aumentase la creencia en la irresponsabilidad total.

Origen de la justicia. La justicia (equidad) se'origina entre personas más o menos igualmente poderosas, como acertadamente lo comprendió Tucídides (en el terrible diálogo entre los emisarios atenienses y melios '); allí donde no hay poder dominante claramente reconocible y una lucha revertiría en un inútil pe@ui- cio recíproco, brota la idea de entenderse y ponerse de acuerdo sobre las preten- siones de ambos bandos: el carácter inicial de la justicia es el carácter de trueque. Cada cual da satisfacción al otro, en tanto que cada cual recibe lo que valora más que el otro. Se le da a cada uno lo que en adelante quiere tener como suyo, y se recibe a cambio lo deseado. La justicia es por tanto retribución y trueque bajo el supuesto de un pod&io más o menos igual. de modo que originariamente la ven- ganza pertenece al ámbito de la justicia, es un trueque. Lo mismo que la gratitud. La justicia se reduce naturalmente al punto de vista de una autoconservaci¿>n sagaz, por tanto al egoísmo de aquella reflexión: .¿para qué perjudicarme inútil- mente y quizá no alcanzar sin embargo mi meta?.. Esto por lo que al origen de la

justicia se refiere. Del hecho de que los hombres, conforme a su hábito

tual, hayan olvidado el fin originario de actos llamados justos, equitativos, y todo dado que durante milenios se les ha enseñado a los niños a admirar e tales actos, ha ido naciendo paulatinamente la apariencia de que un acto

un acto altruista; pero en esta apariencia estriba la alta estimación de¡ mismo, cual además, como todas las estimaciones, va en incremento constante: pues altamente estimado es perseguido, imitado, multiplicado con sacrificio, y agranda por el hecho de que cada individuo le añade al valor de '-

el valor del esfuerzo y el celo aplicados. ¡Qué aspecto más poco moral tendría mundo sin el olvido! Un poeta podría decir que Dios ha apostado el olvido como cancerbero en el umbral del templo de la dignidad humana.

Del derecho del más débil. Cuando alguien, por ejemplo una ciudad asediada, se somete bajo condiciones a alguien más poderoso, la alternativa es la de que uno puede destruirse, incendiar la ciudad y causarle por tanto una gran mengua al poderoso. Surge aquí por tanto una especie de equiparación sobre cuyos cimientos pueden establecerse derechos. Al enemigo la conservación le resulta ventajosa. En tal medida hay también derechos entre esclavos y amos, es decir, exactamente en la medida en que la posesión del esclavo le es útil e importante al amo. Originariamente el derecho es proporciona¡ al grado en que uno se le aparece al otro valioso, esencial, imprescindible, invencible, cte. En este sentido el más débil tiene también derechos, pero menores. De ahí el famoso unusquis- que tantum jurys habet, quantum potencia valet," (o, más exactamente: quan- tum potencia valere creditur). '.

Las tres.fases de la moralidad basta la.fecba El primer signo de que el animal se ha convertido en hombre se produce cuando sus actos ya no se refieren al bie- nestar de¡ momento, sino al duradero, cuando el hombre por tanto deviene útil, coi@forme a.fin: entonces irrumpe el libre dominio de la razón. Una etapa aún más elevada se alcanza cuando actúa según el principio de¡ honor, en virtud de éste se alinea, se somete a sentimientos colectivos, y esto le eleva muy por encima de la fase en que sólo le guiaba la utilidad personalmente entendida: respeta y quiere ser respetado; es decir: concibe el provecho como dependiente de lo que él opina de los demás y éstos de él. Por último, en la etapa más elevada de la moralidad basta la.fecba, actúa según su criterio sobre las cosas y los hombres, él mismo determina, para sí y para los demás, lo que es honorable, lo que es útil; se ha con-

vertido en el legislador de las opiniones, conforme al concepto cada vez más desa- rrollado de lo útil y honorable. El conocimiento le capacita para anteponer lo más útil, es decir, el provecho general duradero, al personal, el reconocimiento de vali- dez general duradera al momentáneo; vive y actúa como individuo colectivo.

Moral del individuo maduro. Hasta ahora se ha considerado como el signo distintivo propiamente dicho de la acción moral lo impersonal; y está demostra- do que en un principio aquello por lo que se elogiaba y se distinguía todas las acciones impersonales era la atención al provecho general. ¿No debiera ser inmi- nente una significativa transformación de estos enfoques, ahora que cada vez se percibe mejor que es precisamente en la mayor atención posible a lo personal donde mayor es también el provecho para lo general, de modo que precisamen- te los actos estrictamente personales corresponden al concepto actual de morali- dad (en cuanto utilidad general)? Hacer de sí una pemona cabal y en todo lo que se hace tener en cuenta el beneficio supremo, no lleva más lejos que estas emo- ciones y acciones en favor de otros. Por supuesto, todos nosotros aún adolece- mos siempre del demasiado escaso respeto a lo personal en nosotros; esto está precariamente desarrollado, admitámoslo: nuestro sentido más bien se ha retraí- do violentamente de ello y se lo ha ofrecido como sacrificio al Estado, a la cien- cia, al desamparado, como si fuera lo malo que debiera ser sacrificado. También ahora queremos trabajar por nuestros semejantes, pero sólo en tanto en cuanto en este trabajo hallemos nuestra máxima ventaja propia, ni más ni menos. Todo depende de qué entiende uno por su ventaja; precisamente el individuo inma- duro, rudimentario, tosco, será quien lo entenderá también más toscamente.

Costumbre y decentels'. Ser moral, decente, ético, significa prestar obediencia a una ley o tradición de antiguo fundada. Es indiferente si uno se somete a ella de buen o mal grado, basta con que lo haga. Se llama -bueno- al que por natura- leza, siguiendo una larga herencia, por tanto fácil y prestamente, obra lo decente, sea esto cada vez lo que sea (por ejemplo, tornando venganza cuando tomar venganza forma parte, como entre los antiguos griegos, de las buenas costum- bres). Se le llama bueno porque es bueno -para algo.; pero puesto que, pese a los cambios de costumbres, la benevolencia, la compasión y otras cosas por el estilo son siempre sentidas como -buenas para algo., como útiles, ahora se llama primordialmente -bueno. al benevolente, al servicial. Malo es ser -no decente. (indecente), practicar la indecencia, contravenir la tradición, sea ésta racional o estúpida; pero en todas las leyes de decencia de las diferentes épocas se ha senti- do primordialmente como pernicioso lo pernicioso para el prójimo, de modo

que ahora con la palabra -malo. pensamos sobre todo en el perjuicio voluntario al prójimo. Lo -egoísta. y lo -altruista. no es la oposición fundamental que ha lle- vado a los hombres a la distinción entre decente e indecente, bueno y malo, sino: acatamiento de una tradición, de una ley, y emancipación de la misma. A este respecto da igual cómo haya nacido la tradición: en cualquier caso, sin aten- der a bueno y malo o a cualquier imperativo categórico 711 inmanente, sino ante todo con el fin de la conservación de una comunidad, de un pueblo; todo uso supersticioso nacido sobre la base de un azar falsamente interpretado impone una tradición que es decente seguir; emanciparse de ella es, en efecto, peligroso, más pernicioso todavía para la comunidad que para el individuo (pues la deidad castiga la blasfemia y toda violación de sus privilegios en la comunidad, y sólo en tal medida también en el individuo). Ahora bien, toda tradición se hace cada vez más respetable cuanto más remoto se hace su origen, cuanto más se olvida éste; la veneración que se le tributa va acumulándose de generación en genera- ción, la tradición acaba por sacralizarse y suscitar respeto; y así la moral de la piedad es en todo caso mucho más antigua que la que exige actos altruistas.

El,placer en la costumbre. Un género importante de placer, y por tanto fuente de la moralidad, tiene su origen en el hábito. Lo habitual se hace más fácilmente, mejor, por tanto más a gusto, se siente un placer al hacerlo, y se sabe por expe- riencia que lo habitual no ha defraudado, por tanto es útil; una costumbre con la que se puede vivir está demostrada como sana, provechosa, en contraste con todos los nuevos ensayos todavía no acrisolados. La costumbre es, por consi- guiente, la unión de lo agradable y lo útil, y además no hace menester ninguna reflexión. Tan pronto el hombre puede ejercer coacción, la ejerce, a fin de impo- ner e introducir sus costumbres, pues éstas son para él la sabiduría acrisolada de la vida. Asimismo, una comunidad de individuos obliga a cada uno de ellos a la misma costumbre. Aquí el sofisma es: dado que uno se siente bien con una cos- tumbre, o dado al menos que por medio de ella uno conserva su existencia, esta costumbre es necesaria, pues vale como la única posibilidad de que uno se sien- ta bien; el bienestar de la vida parece provenir únicamente de ella. Esta concep- ción de lo habitual como una condición de la existencia se lleva hasta los menores detalles de la costumbre: puesto que en los pueblos y culturas de bajo nivel es muy reducida la comprensión de la causalidad efectivamente real, se cuida con supersticioso temor de que todo siga el mismo curso; incluso allí donde la costumbre es penosa, dura, incómoda, se la conserva en razón de su utilidad aparentemente máxima, No se sabe que con otras costumbres puede darse el mismo grado de bienestar y puede incluso alcanzarse grados superiores. Pero sin duda se percibe que todas las costumbres, aun las más duras, con el

tiempo se tornan más agradables y más suaves, y que el modo de vida más estricto puede convertirse en un hábito y por tanto en un placer.

Placer e instinto social. De sus relaciones con otros hombres obtiene el hom- bre un nuevo género de placer que se agrega a aquellos sentimientos de placer que extrae de sí mismo; en general extiende con ello significativamente el reino de¡ sentimiento placentero. Quizá muchas cosas de las que entre éstas se cuen- tan las haya ya heredado de los animales, que sienten a ojos vista placer cuando juegan unos con otros, sobre todo la madre con los cachorros. Piénsese luego en las relaciones sexuales, que hacen que casi todas las hembras les parezcan inte- resantes a todos los machos en vista de¡ placer, y viceversa. El sentimiento de placer cimentado en relaciones humanas mejora en general a las personas; la ale- gría compartida, el placer gozado en común los intensifica, le da al individuo seguridad, le hace más cordial, disipa la desconfianza, la envidia: pues uno se siente a sí mismo bien y ve a los demás sentirse bien de¡ mismo modo. Las manifestaciones deplacer de la misma índole despiertan la fantasía de la simpa- tía, el sentimiento de ser algo igual: lo mismo hacen también los sufrimientos comunes, los mismos contratiempos, peligros, enemigos. Sobre esto se basa entonces sin duda la asociación más antigua, cuyo sentido es la eliminación y la defensa comunes frente a un displacer amenazante en provecho de todos y cada uno de los individuos. Y así es como el instinto social se deriva de¡ placer.

Lo inocente de las llamadas malas acciones. Todas las -malas. acciones están motivadas por el instinto de conservación o, más precisamente todavía, por el deseo de placer y la evitación de¡ dispiacer del individuo; de tal modo motiva- das, no son malas. -Causar dolor en sí. no existe, aparte de en el cerebro de los filósofos, lo mismo que -causar placer en sí. (compasión en sentido shopenhauc- riano). En la situación anterior al Estado, matamos al ser, sea mono u hombre, que quiere coger antes que nosotros el fruto del árbol precisamente cuando tenemos hambre y corremos hacia el árbol; lo mismo que aún haríamos ahora con el animal si viajásemos por comarcas inhóspitas. Las malas acciones que actualmente más nos sublevan estriban en el error de que el otro que nos las inflige tiene libre albedtio, por tanto que queda a su discreción no hacernos este mal. Esta creencia en la discreción suscita el odio, el afán de venganza, la perfi- dia, toda la perversión de la fantasía, mientras que nos enfadamos mucho menos con un animal, pues lo consideramos como irresponsable. Hacer el mal, no por instinto de conservación, sino como represalia, es consecuencia de un juicio falso y por eso igualmente inocente. En la situación que antecede al Estado el individuo puede tratar a los demás, para intimidarlos, dura y cruelmente, a fin de asegurar su existencia mediante tales pruebas intimidatorias de su fuerza. Así

actúa el violento, poderoso, el originario fundador del Estado que somete a los más débiles. Tiene derecho a ello, como aún ahora se lo arroga el Estado; o más bien: no hay ningún derecho que pueda impedir esto. Sólo puede prepararse el terreno para cualquier moralidad cuando un individuo superior o un individuo colectivo, por ejemplo, la sociedad, el Estado, somete a los individuos, por tanto los saca de su aislamiento y los alinea en un ensamble. La coacción precede a la moralidad, más aún, ésta misma es todavía durante un tiempo coacción a la que uno se sujeta para evitar el dispiacer. Más tarde se convierte en costumbre, luego en libre obediencia, finalmente casi en instinto: entonces, como todo lo desde ha mucho habitual y natural, se la asocia con el placer y se la llama vitiud.

Pudor. El pudor existe donde quiera que haya un -misterio-; pero éste es un concepto religioso que en los primeros tiempos de la cultura humana tenía un gran alcance. Por doquier había dominios acotados a los que el derecho divino vedaba el acceso, salvo bajo determinadas condiciones: al principio de modo enteramente espacial, en cuanto que ciertos lugares no habían de ser hollados por el pie de los profanos y, al aproximarse a ellos, éstos sentían pavor y angus- tia. Este sentimiento fue de múltiples maneras transferido a otras situaciones, por ejemplo, a las relaciones sexuales, que, como privilegio y ádyton72 de la edad madura, debían ser sustraídas, para bien suyo, a las miradas de los jóvenes: rela- ciones para cuya protección y mantenimiento de la santidad se imaginaban muchos dioses activos y apostados como guardianes en la cámara nupcial. (Por eso en turco esta cámara se llama harén, -santuario-, y por consiguiente se la designa con la misma palabra que se usa para los atrios de las mezquitas 73.) Así, la realeza, como centro que irradia poder y esplendor, es para el súbdito un mis- terio lleno de secretismo y de pudor: de lo que muchas secuelas se dejan aún sentir hoy día en pueblos que por lo demás de ningún modo se cuentan entre los pudorosos. Asimismo, para todos los no filósofos sigue todavía siendo un miste- rio todo el mundo de los estados internos, la llamada -alma., tras haberse creído durante un tiempo infinito que ésta era digna de un origen divino, de un trato con la divinidad; es por tanto un ádyton y suscita pudor.

No jUZgUéiS 74 . Al considerar períodos pretéritos, debe uno guardarse de caer en una censura injusta. La injusticia de la esclavitud, la crueldad del sojuzgamien- to de personas y pueblos no han de medirse con nuestra vara. Pues en aquellos tiempos no estaba tan ampliamente desarrollado el instinto de la justicia. ¿Quién

puede reprocharle al ginchrino 75 Calvino la quema en la hoguera del médico Servet? 16 Fue esta una acción consecuente derivada de sus convicciones, e igual- mente tenía la Inquisición sus buenas razones; sólo que las opiniones dominan- tes eran falsas y resultaban en una consecuencia que se nos aparece dura, pues esas opiniones se nos han hecho extrañas. ¡Qué es por lo demás quemar en la pira a un individuo en comparación con los eternos suplicios del Infierno para casi todos! Y sin embargo esa idea reinaba entonces en todo el mundo, sin que con su horror mucho mayor perjudicase esencialmente la idea de un DIOS 77. También entre nosotros son los sectarios políticos tratados dura y cruelmente, pero, como se ha aprendido a creer en la necesidad del Estado, no se siente aquí la crueldad tanto como allí donde rechazamos las concepciones. La crueldad de los niños y los italianos para con los animales se reduce a la incomprensión; sobre todo en razón de los intereses de la doctrina clerical, el animal ha sido demasiado relegado con respecto al hombre. También se dulcificarán muchos de los horrores y atrocidades de la historia, apenas creíbles considerando que el que da la orde'n y el ejecutor son personas distintas: el primero no lo ve y su fantasía no resulta por tanto fuertemente impresionada; el último obedece a un superior y se siente irresponsable. La mayoría de los príncipes y de los jefes militares apa- recen fácilmente, por falta de fantasía, crueles y duros, sin serio. El egoísmo no es malo, porque la idea de -prójimo- -la palabra es de origen cristiano 7,1 y no corresponde a la verdad- es muy débil en nosotros; y nos sentimos libres e irres- ponsables para con él, casi como para con las plantas y las piedras. Ha de apren- derse que el otro sufre, y nunca puede aprenderse del todo.

@El hombre siempre obra bien.. "' No nos quejamos de la naturaleza por inmo- ral cuando nos envía una tormenta y nos empapa: ¿por qué llamamos inmoral al hombre pernicioso? Porque aquí suponemos un albedi@ío que opera arbitrariamen- te, libre; allí, necesidad. Pero esta distinción es un error. Además: ni siquiera al perjuicio intencionado lo llamamos inmoral en todas las circunstancias; sin ningún escrúpulo se mata, por ejemplo, una mosca meramente porque nos fastidia su zumbido; intencionadamente se castiga al criminal y se le hace sufrir para prote- gernos a nosotros y a la sociedad. En el primer caso es el individuo quien, a fin de

conservarse o incluso para evitarse un displacer, hace sufrir intencionadamente; en el segundo, el Estado. Toda moral admite el pe@uicio intencionado en legítima defensa, es decir, ¡cuando se trata de la autoconservacióni Pero estos dos puntos de vista bastan para explicar todas las malas acciones cometidas por hombres contra hombres: uno quiere placer para sí o quiere evitar el dispiacer; de cualquier modo, siempre se trata de autoconservación. Tienen razón Sócrates y Platón: haga lo que haga el hombre, siempre hace el bien, es decir, lo que le parece bueno (útil), según su grado de inteligencia, la medida actual de su racionalidad.

Lo inocuo de la maldad. La maldad no tiene en sí como meta el sufrimiento de otro, sino nuestro propio goce, por ejemplo, como sentimiento de venganza o de excitación nerviosa más fuerte. Ya toda broma muestra cómo causa contento ejercer nuestro poder sobre otro y llevarlo al placentero sentimiento de la superioridad. Ahora bien,, ¿es inmoral tener placer basado en el displacer de otros? ¿Es la alegría del mal ajeno diabólica, como dice Schopenhaucr? "' Pues bien, en la naturaleza nos causa placer quebrar ramas, desprender piedras, luchar con animales salvajes, y ciertamente para con ello devenir conscientes de nuestra fuerza. ¿Hace inmoral la cosa misma respecto a la que nos sentimos irres- ponsables el hecho de saber que otro sufre por causa nuestra? Pero si no supiera uno esto, tampoco tendría en ello el placer de su propia superioridad: éste sólo puede darse a conocer precisamente en el sufrimiento del otro, por ejemplo, en la broma. Todo placer en sí mismo no es ni bueno ni malo; ¿de dónde provendría la determinación de que, para tener placer en sí mismo, no deber@ía causarse nin- gún displacer a los demás? Unicamente del punto de vista del provecho, es decir, en atención a las consecuencias, al eventual dispiacer cuando del perjudicado o del Estado suplente pueda esperarse sanción y venganza: sólo esto puede haber originariamente constituido la base para abstenerse de tales actos. La compasión está tan lejos de tener como meta el placer de otro, como, según queda dicho, la maldad el dolor en sí de otro. Pues en sí oculta al menos dos (quizá muchos más) elementos de un placer personal y es de este modo autocontento: primero como placer de la emoción, de cuya índole es la compasión en la tragedia, y luego, cuando impulsa a la acción, como placer de la satisfacción en el ejercicio del poder. Además, si una persona sufriente nos es muy allegada, la ejecución de acciones compasivas nos evita a nosotros mismos un sufrimiento. Aparte de algunos filósofos, los hombres siempre han situado bastante baja la compasión en la escala de los sentimientos morales: con razón.

Legítima defensa. Si se admite en general como moral la legítima defensa, deben también admitirse casi todas las manifestaciones del egoísmo llamado

inmoral: se hace sufrir, se roba o se mata para sobrevivir o para protegerse, para prevenir la desgracia personal; se miente cuando la astucia y el fingimiento son el medio adecuado para la autoconservación'-'. Causar daño intencionadamen- te, cuando se trata de nuestra existencia o seguridad (conservación de nuestro bienestar), se concede como moral; desde este punto de vista causa daño el Estado mismo cuando impone castigos. Naturalmente, causar daño inintenciona- damente no es inmoral: aquí rige el azar. ¿Hay, pues, una especie de perjuicio intencionado cuando no se trata de nuestra existencia, de la conservación de nuestro bienestar? ¿Hay un perjuicio por pura maldad, por ejemplo en el caso de la crueldad? Si no se sabe cuánto dolor produce un acto, éste no es un acto de maldad; así, el niño no es perverso, malo, con el animal: lo investiga y lo destru- ye como si fuese uno de sus juguetes. Pero, ¿se sabe cada vez plenamente cuánto dolor le produce a otro un acto? Eludimos el dolor hasta donde alcanza nuestro sistema nervioso: si llegara más lejos, hasta dentro de nuestros semejantes, no causaríamos ningún sufrimiento a nadie (salvo en los casos en que nos lo causa- ríamos a nosotros mismos, es decir, cuando nos cortamos por mor de nuestra curación, cuando nos esforzamos y afanamos por mor de nuestra salud). Concluimos que algo le produce dolor a otro por analogía, y es posible que a nosotros mismos nos haga daño por el recuerdo y la fuerza de la fantasía. Pero, ¡qué diferencia hay siempre entre el dolor de muelas y el dolor (compasión) que provoca ver a alguien con dolor de muelas! Por consiguiente: al causar daño por así llamada maldad, siempre nos es desconocido el grado de dolor infligido; pero en la medida en que en el acto se produce un placer (sentimiento del pro- pio poder, de la intensa excitación propia), el acto tiene por causa la conserva- ción del bienestar del individuo y cae, por tanto, bajo un punto de vista análogo al de la legítima defensa o la mentira por fuerza mayor. Sin placer no hay vida; la lucha por el placer es la lucha por la vida. Si el individuo libra esta lucha de modo que los hombres le llamen bueno o de modo que le llamen malo, es algo sobre lo que deciden el nivel y la idiosincrasia de su inteligencia.

La justicia retributiva. Quien ha comprendido perfectamente la doctrina de la irresponsabilidad plena no puede ya de ninguna manera subsumir la llamada jus- ticia punitiva y retributiva bajo el concepto de justicia, en el caso de que la justi- cia consista en dar a cada cual lo suyo. Pues el que es castigado no merece el castigo: sólo es usado para en adelante arredrar ante ciertas acciones; tampoco quien es premiado merece este premio: no podía actuar de otra manera que como ha actuado. La recompensa por tanto sólo tiene el sentido de un estímulo para él y para otros, a fin por consiguiente de ofrecer un motivo para acciones posteriores; el aliento se le da al que está corriendo en la pista, no al que ha lle- gado a la meta. Ni el castigo ni el premio son algo que le corresponda a nadie como lo suyo; se le dan por razones utilitarias, sin que él tuviera que elevar con

justicia una reclamación respecto a ellas. Debe decirse: -el sabio no premia por- que se haya obrado bien., lo mismo que se ha dicho: -el sabio no castiga porque se haya obrado mal, sino para que no se obre mal.. Si premio y castigo desapare- ciesen, desaparecerían los poderosísimos motivos que apartan de ciertas accio- nes, que impulsan a ciertas acciones; el provecho de los hombres exige su perpetuación; y en la medida en que premio y castigo, elogio y censura obran del modo más sensible sobre la vanidad, el mismo provecho exige también la perpetuación de la vanidad. "4

.junto a la cascada. Al contemplar una cascada en las innumerables ondula- ciones, serpenteos y rompientes de las olas creemos ver libertad de¡ albedrío y capricho; pero todo es necesario, cada movimiento puede calcularse matemáticá- mente. Lo mismo sucede también con los actos humanos; si se fuese onmiscien- te, debería poderse calcular de antemano cada acción singular, lo mismo que cada progreso de¡ conocimiento, cada error, cada maldad. El agente mismo está atrapado en la ilusión del arbitrio; si la rueda del mundo se parase por un instan- te y hubiera un omnisciente entendimiento calculador para aprovechar esta pausa, podría seguir contando el futuro de cada ser hasta los tiempos más remo- tos y señalar cada una de las huellas por las que esa rueda todavía pasará. La ilu- sión del agente respecto a sí, la asunción del libre albedrío, forma parte de este mecanismo calculable. '5

Irresponsabilidad e inocencia. La plena irresponsabilidad de¡ hombre respec- to a sus actos y a su ser es la píldora más amarga que tiene que tragar quien per- sigue el conocimiento cuando se ha habituado a ver en la responsabilidad y el deber el título de nobleza de su humanidad. Con ello todas sus estimaciones, dis- tinciones, aversiones se han desvalorizado y devenido falsas: su sentimiento más profundo, que él dispensaba al sufriente, al héroe, obedecía a un error; no le cabe ya elogiar ni censurar, pues es absurdo elogiar y censurar la naturaleza y la necesidad. Así como la obra de arte buena le encanta, pero no la elogia, pues ella no puede nada por sí misma, así como ante la planta, así debe proceder ante las acciones de los hombres, ante las suyas propias. Puede admirar su fuerza, belleza, plenitud, pero no le cabe hallar mérito en ellas: el proceso químico y la pugna de los elementos, el tormento de¡ enfermo que anhela el restablecimiento, no son más meritorios que esas luchas anímicas y esos estados de apremio en

que por diversos motivos se debate uno hasta que finalmente se decide por el más poderoso, como se dice (pero en verdad hasta que el motivo más poderoso decide sobre nosotros). Pero todos estos motivos, por altisonantes que sean los nombres que les demos, han brotado de las mismas raíces en que creemos que residen los venenos malignos; entre las buenas y las malas acciones no hay una diferencia de género, sino a lo sumo de grado. Las buenas son malas acciones sublimadas; las malas son buenas acciones envilecidas, embrutecidas. El único anhelo de¡ hombre de gozar de sí mismo (amén del temor a verse privado de ello) se satisface en todas las circunstancias, obre el hombre como pueda, es decir, como deba: sea mediante actos de vanidad, de venganza, de placer, de uti- lidad, de maldad, de astucia, sea mediante actos de sacrificio, de compasión, de conocimiento. Los grados de capacidad de juicio deciden a qué se deja cada cual arrastrar por este anhelo; cada sociedad, cada individuo, tienen constantemente presente una jerarquía de los bienes según la cual determinan sus actos y juzgan los de los demás. 'Pero este criterio está constantemente mortificándose; muchas acciones son llamadas malas y no son más que estúpidas, pues el grado de inteli- gencia que se decidió por ellas era muy bajo. Es más, aún hoy son todavía en un determinado sentido estúpidas todas las acciones, pues el grado supremo de inteligencia humana que ahora puede alcanzarse será también rebasado a buen, seguro: y entonces, al echar una mirada retrospectiva, todos nuestros actos y jui- cios aparecerán tan limitados y precipitados como limitados y precipitados Se nos antojan ahora los actos y juicios de los pueblos salvajes y atrasados. Percatarse de todo esto puede causar profundos dolores, pero luego hay un con- suelo: son dolores de parto. La mariposa quiere romper su envoltura, la estira, la desgarra; entonces la ciega y confunde la luz desconocida, el reino de la libertad. En los.hornbres susceptibles de esta tristeza -¡qué pocos serán!- es donde se hace el primer ensayo de que la humanidad pueda transformarse de humanidad moral en sabia. El sol de un nuevo Evangelio lanza su primer rayo sobre las cimas más altas del alma de esos individuos: allí las nieblas se espesan más que nunca y se yuxtaponen la más radiante claridad y el más oscuro crepúsculo. Todo es necesidad: así reza el nuevo conocimiento; y este conocimiento mismo es necesidad. Todo es inocencia; y el conocimiento es el camino hacia la com-prensión de esta inocencia. Si el placer, el egoísmo, la vanidad son necesarios para que se produzcan fenómenos morales y su floración suprema, el sentido de la verdad y la justicia del conocimiento, si el error y la confusión de la fantasía fueron el único medio por el que la humanidad pudo elevarse paulatinamente a este grado de autoiluminación, de autoemancipación, ¿quién podría menospre- ciar ese medio? ¿Quién podría entristecerse al comprobar la meta a que condu- cen esos caminos? En el ámbito de la moral todo es devenido, mudable, fluctuante, todo está en curso, es verdad; pero también todo está en la cotúente hacia una sola meta. Por más que nunca deja de operar en nosotros el hábito heredado de la estimación, del amor, del odio erróneos, bajo el influjo del cre- ciente conocimiento se irá debilitando: un nuevo hábito, el de comprender, el de no amar, el de no odiar, el de contemplar desde lo alto, va implantándosenos paulatinamente en el mismo terreno, y dentro de miles de años será quizá lo sufi- cientemente poderoso para darle a la humanidad la fuerza de producir al hom- bre sabio, inocente (consciente de su inocencia), tan regularmente como en la actualidad produce al hombre necio, inicuo, con consciencia de culpa, es decir, el antecedente necesario, no lo contrario de aquél.