HUMANO, DEMASIADO HUMANO
TERCERA PARTE
LA VIDA RELIGIOSA
La doble lucha contra el mal.
Cuando un mal nos alcanza, puede ponérsela remedio o bien eliminando su causa o bien modificando el efecto que produce sobre nuestro sentimiento; es decir, reinterpretando el mal como un bien, cuyo provecho quizá sólo más tarde será visible. La religión y el arte (también la filosofia metafísica) se esfuerzan por modificar el sentimiento ora modificando nuestro jui- cio sobre las vivencias (por ejemplo, con ayuda de la tesis: -Dios castiga a quien ama. 2), bien suscitando un placer en el dolor, en la emoción en general (de donde toma su punto de partida el arte de lo trágico). Cuanto más propende uno a rein- terpretar y a justificar, tanto menos tendrá en cuenta y eliminará las causas del mal; el alivio y la narcotización momentáneos, tal como son corrientes, por ejemplo, cuando se siente dolor de muelas, le bastan también cuando se trata de sufrimien- tos más serios. Cuanto más declina el dominio de las religiones y de todo arte de la narcosis, tanto más estrictamente se aplican los hombres a la eliminación real de los males, lo cual por supuesto les sale fatal a los poetas trágicos -pues cada vez se encuentran menos temas para la tragedia, dado que cada vez va estrechándose más el reino del inexorable, inexpugnable destino-, pero peor aún a los sacerdo- tes, pues éstos han vivido hasta ahora de la narcotización de males humanos.La aflicción es conocimiento.
¡Cómo le gustaría a uno trocar las falsas afirmacio- nes de los sacerdotes, que hay un Dios que exige de nosotros el bien, que es guar- dián y testigo de cada acci<Sn, de cada instante, de cada pensamiento, que nos ama, que en toda desgracia quiere lo mejor para nosotros, cómo le gustaría a uno trocarlaspor verdades que fuesen tan saludables, tranquilizantes y benefactoras como errores! Pero no hay tales verdades; a lo sumo la filosofía puede oponerles a su apariencias metafísicas (en el fondo, igualmente fals"des). Pero, ahora bien, la gedia es que esos dogmas de la religión y de la metafísica no se pueden creercil en el corazón y en la cabeza se tiene el método estricto de la verdad, y por otra
uno, con la evolución de la humanidad, se ha vuelto tan delicado, excitable y dolien- te como para haber menester medios de salvación y de consuelo de índole suprema, de donde surge por tanto el peligro de que el hombre se desangre al entrar en con- tacto con la verdad reconocida. Esto es lo que expresa Byron en versos inmortales:
Sorrow is knowledge.- tbey wbo know the most must mourn tbe deepst oer tbe.fatal trutb, the tree qf knowledge ís not tbat qf
Ilfe3.Contra tales aflicciones no hay mejor remedio que conjurar el solemne desenfa- do de Horacio, al menos por lo que a las peores horas y eclipses solares del alma se refiere, y decirse con él a uno mismo:
quid aeternis mínorem
consiliis animun.fatigas?
cur non sub alta velplatano vea hac pinujacenteS4.
Pero a buen seguro el desenfado o la melancolía de cualquier grado son mejores que un retorno y una deserción románticos, un acercamiento, de cualquier forma que sea, al cristianismo; pues, dado el estado actual del conocimiento, de ningún modo puede uno entrar en tratos con él sin manchar irremediablemente su con- ciencia intelectual y degradarla ante sí y ante los demás. Esos dolores pudieran ser bastante penosos; pero sin dolores no puede llegarse a ser guía y educador de la humanidad; ¡y ay de quien lo intenwe y no tuviere esa limpia conciencia! 5
La verdad en la religión.
En el período de la Ilustración no se fue justo con la importancia de la religión, no cabe duda; pero también es cierto que en la subsi- guiente reacción a la Ilustración se rebasó a su vez ampliamente la justicia, pues se trató a las religiones con amor, incluso con enamoramiento, y se les otorgó, por ejemplo, una comprensión más profunda, y aun la más profunda, de¡ mundo; a la cual la ciencia tenía que despojar del manto dogmático para entonces poseer la .Verdad- de forma no mítica. Las religiones deben por consiguiente --esta era la atir- mación de todos los adversarios de la Ilustración- expresar s"u allegotICO7, en@@ -El conocimiento es dolor; los que i-nás saben / del)en ren la verdad fatal: 1 el Affiol de la Ciencia no es el de la Vidi 12. George Gordon Noél, VI barón, Lord Byron (1788-1824):1 4 ¿Por qué atonuentas con designios eternos 1 a un alma der.se ¡)ajo el alto plátano 1 o bajo este pino?. Odas, 11, 1 1, 1 1
atención al entendimiento de la masa, esa prístina sabiduría que es la sabidul@ia en sí, en la medida en que toda verdadera ciencia de la era moderna ha llevado siem- pre a ella, en vez de apartar de ella; de modo que entre los más antiguos sabios de la humanidad y todos los que les siguieron reinaba la armonía y aun la igualdad de puntos de vista, y un progreso de los conocimientos -en el caso de que se quisiese hablar de ello- no se refería a la esencia, si no a la comunicación de la misma. Toda esa concepción de la religión y de la ciencia es de todo punto errónea; y ahora nadie osaría profesarla todavía si no la hubiese tomado bajo su protección la elo- cuencia de Schopenhaucr: esa elocuencia altisonante y que sin embargo no llega a sus oyentes más que al cabo de una generación. Si bien de la interpretación religio- so-moral de los hombres y del mundo dada por Schopenhaucr puede obtenerse mucho para la comprensión del cristianismo y de otras religiones, también es cierto que se equivocó en cuanto al valor de la religiónpara el conocimiento. El mismo no fue en esto más que un discípulo demasiado obsecuente de los maestros cientí- ficos de su tiempo, que sin excepción rendían homenaje al romanticismo y abjura- ban del espíritu de la Ilustración; si hubiese nacido en nuestra época actual, le habría sido imposible hablar del sensus allegotícus de la religión 1; más bien habría honrado, como solía, a la verdad con estas palabras: nunca religión alguna, ni mediata ni inmediatamente, ni como dogma ni comoparábola, ba contenido ver- dad alguna. Pues todas han nacido del miedo y de la necesidad, se han deslizado en la existencia por caminos erróneos de la razón; quizá alguna vez, puesta en situación de peligro por la ciencia, haya introducido subrepticiamente en su siste- ma alguna doctrina filosófica para que luego se la encontrase en ella; pero es una artimaña de teólogos, de la época en que una religión duda ya de sí misma. Estas artimañas de la teología, que por supuesto se practicaron ya muy pronto en el cris- tianismo en cuanto religión de una era instruida, impregnada de filosofía, han con- ducido a esa superstición del sensus allegoticus, pero más aún el hábito de los filósofos (especialmente los híbridos, los filósofos poéticos y los artistas tilosofan- tes) de tratar en general todos los sentimientos que hallaban en sí como esencia fundamental del hombre, y de atribuir por ende también a sus propios sentimientos religiosos un influjo significativo sobre la armazón de pensamiento de sus sistemas. Como los filósofos muchas veces filosofaban sometidos a la tradición de hábitos religiosos, o al menos bajo el poder de antiguo heredado de aquella -necesidad metafísica- 9, llegaban a opiniones doctrinales que de hecho se parecían mucho a las opiniones religiosas judías, cristianas o hindúes; es decir, se parecían como los hijos suelen parecerse a las madres, sólo que en este caso los padres no explicaban, al ver esa maternidad, cómo era ello posible, sino que, en la inocencia de su asom- bro, fabulaban sobre el parecido de familia entre toda religión y toda ciencia. En realidad, entre la religión y la auténtica ciencia no hay ni parentesco, ni amistad, ni siquiera enemistad: viven en planetas diferentes. Toda filosofía en la oscuridad de cuyos enfoques últimos brille una estela de cometa religiosa hace en sí sospechoso todo lo que presenta como ciencia: presumiblemente todo esto es asimismo reli- gión, aunque bajo la máscara de la ciencia. Por lo demás, si todos los pueblos estu- viesen de acuerdo sobre ciertas cuestiones religiosas, por ejemplo, la existencia de un Dios (lo que, dicho sea de paso, no es el caso por lo que a este punto se refie- re), esto sería más precisamente un contraargumento contra esas cosas afirmadas,
por ejemplo, la existencia de un dios: el consensos gentiurn y en general bomi-
num 1(
no puede justamente cara-el-7--,r -&- -r,%.>nua un corzsemw omnium sapientium 11 respecto a una sola cuesti<Sn, cera
v-xc-,cpci0n de que habla el verso de Goethe:Todos los más sabios de todos los tiempos
sonffen y hacen guiños y están de acuerdo: .F
,S locura es ,perar la mejoffa de los locos! ¡Hijos de la prudencia, tened a los tontos justamente por tontos, como debe ser!".
Dicho sin verso ni rima y aplicado a nuestro caso: el consensos sapientium consiste en que el consensos gentium garantiza una chifladura.
OrVgen del culto religioso.
Si nos remontamos a los tiempos en que la vida religiosa florecía con mayor fuerza, hallamos una convicción fundamental de la que ahora ya no participamos y debido a la cual nos vemos cerradas de una vez para siempre las puertas de la vida religiosa: se refiere a la naturaleza y al trato con ella. En esos tiempos nada se sabe todavía de leyes naturales; ni para la tie- rra ni para el ciclo hay una necesidad; una estación del año, la salida del sol, la lluvia pueden darse o no. Falta en general todo concepto de causalidad natural. Cuando se rema no es el remar lo que mueve la nave, sino que remar no es más que una ceremonia mágica por la que se obliga a un demonio a mover la nave, Todas las enfermedades, la muerte misma, son resultado de influencias mágicas. A la enfermedad y la muerte nunca se llega naturalmente; falta por completo la idea de -proceso natural-; ésta no despunta sino entre los antiguos griegos, es decir, en una fase muy tardia de la humanidad, en la concepción de la Moira 13 entronizada por encima de los dioses. Cuando alguien tira con arco, hay siempre en ello una mano y una fuerza irracionales; si las fuentes se secan de pronto, piénsase ante todo en demonios subterráneos y sus perfidias; cuando un hom- bre se desploma, debe de ser efecto invisible de la flecha de un dios. En la India (según Lubbock) 14 un carpintero suele ofrecer sacrificios a su martillo, a su hacha y a las restantes herramientas; del mismo modo tratan un brahmán el esti- lo con que escribe, un soldado las armas que emplea en campaña, un albañil su trulla, un labriego su arado. Los hombres religiosos se representan toda la natu- raleza como una suma de actos de seres conscientes y dotados de voluntad, un inmenso complejo de arbitrariedades. Respecto a todo lo que está fuera de nosotros no se permite la inferencia de que tal cosa será así y así, debe advenirasí y así; lo más o menos seguro, calculable, somos nosotros: el hombre es la regla, la naturaleza la ausencia de regla; esta tesis entraña la convicción funda- mental dominante en toscas culturas primitivas, religiosamente creativas. Nosotros los hombres actuales no sentimos ni más ni menos que completamente al revés; cuanto más rico se siente ahora interiormente el hombre, cuanto más polifónico es su sujeto, más poderosamente le impresiona la proporción de la naturaleza; todos nosotros reconocemos con Goethe en la naturaleza el gran medio de aplacamiento de las almas modernas 15@ oírnos la oscilación pendular del más grande de los relojes con un anhelo de sosiego, de recogimiento y de apaciguamiento, como si pudiésemos embebemos de esa proporción y sólo así llegar al goce de nosotros mismos. Antaño era a la inversa: si recordarnos los estados toscos y primitivos de los pueblos u observarnos a los salvajes actuales, los hallamos determinados de la manera más intensa por la ley, por la tradición: el individuo está ligado a ésta casi automáticamente y se mueve con la uniformi- dad de un péndulo, La naturaleza -la inconcebible, terrible, misteriosa naturale- za- debe de aparecérsele como el reino de la libertad, del arbitrio, del poder superior, aun, por así decir, corno un grado suprahumano de la existencia, como Dios. Pero, ahora bien, cada uno de los individuos de tales épocas y circunstan- cias siente que su existencia, su felicidad, la de su familia, la del Estado, el éxito de todas las empresas dependen de esas arbitrariedades de la naturaleza: algu- nos fenómenos naturales deben producirse en tiempo oportuno, otros cesar en tiempo oportuno. ¿Cómo se puede ejercer un influjo sobre estas espantosas incógnitas, cómo se puede llegar al reino de la libertad?, se pregunta, indaga angustiado; ¿no hay, pues, ningún medio para, mediante una tradición y una ley, hacer esas potencias tan regulares como regular eres tú mismo? La reflexión de los hombres que creen en la magia y en los milagros llega a imponerle una ley a la naturaleza; y, dicho brevemente: el culto religioso es el resultado de esta reflexión. El problema que esos hombres se plantean está de lo más estrecha- mente emparentado con este otro: ¿cómo puede la estirpe más débil dictar sin embargo leyes a la más.fuerte, determinarla, guiar sus actos (respecto a la más débil)? Se recordará primeramente la forma más inocua de coacción, aquella coacción que se ejerce cuando se ha ganado la simpatía de alguien. Mediante súplicas y ruegos, mediante la sumisión, mediante la obligación a donaciones y obsequios regulares, mediante celebraciones halagadoras, es por consiguiente también posible ejercer una coacción sobre las potencias de la naturaleza, en la medida en que se conquista su simpatía: el amor ata y es atado. Pueden enton- ces concluirse pactos, en los cuales las partes se obligan recíprocamente a deter- minada conducta, se intercambian prendas y se cruzan juramentos. Pero mucho más importante es una clase de coacción más violenta: mediante la magia y el encantamiento. Así como con ayuda del hechicero el hombre puede hacerle daño a un enemigo más fuerte y mantenerle temeroso de él, así como el hechizo amoroso obra a distancia, así cree el hombre más débil poder también determi- nar a espíritus más poderosos de la naturaleza. El principal medio de todo encantamiento es apoderarse de algo perteneciente a otro, cabellos, uñas, algo de comida de su mesa, e incluso su efigie, su nombre. Con tal aparato se puede hechizar; pues el presupuesto fundamental reza: a todo lo espiritual le es propio algo corporal; con la ayuda de esto último se puede atar, perjudicar, destruir elespíritu; lo corpóreo ofrece el asidero con que puede atraparse lo espiritual. como el hombre determina al hombre, así determina también a cualquier ru natural; pues también éste tiene su elemento corpóreo por el que se le atrapar. El árbol y, comparado con él, la semilla de la que ha brotado: esta mática yuxtaposición parece demostrar que en ambas formas se ha i uno y el mismo espíritu, ora pequeño, ora grande. Una piedra que de echa a rodar es el cuerpo en que opera un espíritu; en una pradera solitaria una roca, parece imposible pensar que una fuerza humana la haya traído aquí, de modo por tanto que la piedra debe de haberse movido a sí misma, decir: debe de albergar un espíritu. Todo lo que tiene un cuerpo es de encantamiento, por ende también los espíritus de la naturaleza. Si un está directamente ligado a una imagen, puede también ejercerse contra él coacción por entero directa (mediante la negación del alimento del fiagelándola, encadenándola y cosas por el estilo). En China, el pueblo para arrancarle a su dios el favor que precisa, cubre de cuerdas su imagen, la derriba, la arrastra por las calles atravesando lodazales y estercolemos; tú, 1 --- espíritu., dicen, -te hemos dejado vivir en un fastuoso templo, te hemos dorado, bonitamente, te hemos alimentado bien, te hemos ofrecido sacrificios y, sin embargo, así de desagradecido eres-. Similares medidas violentas se han tomado aun durante este siglo en países católicos contra imágenes de santos y de la Virgen cuando no han cumplido con su obligación en caso de pestes y sequías. Todas estas relaciones mágicas con la naturaleza han dado lugar a innumerables ceremonias; y, por último, cuando el embrollo de las mismas se ha hecho dema- siado grande, se hacen esfuerzos por ordenarlas, por sistematizarlas, de modo que se cree garantizar la marcha propicia de todo el curso de la naturaleza, espe- cialmente del gran cielo anual, mediante una marcha correspondiente de un sis- tema de procedimientos. El sentido del culto religioso es determinar y comprometer a la naturaleza en beneficio del hombre, por tanto imprimirle una legalidad que de antemano no tiene,, mientras que en la época actual lo que se quiere conocer, para atenerse a ella, es la legalidad de la naturaleza. Dicho bre- vemente: el culto religioso se basa en las ideas de encantamiento entre hombre y hombre; y el hechicero es más antiguo que el sacerdote. Pero igualmente se basa en otras y más nobles ideas: presupone la relación de simpatía de hombre a hombre, la existencia de la benevolencia, de la gratitud, de la audiencia a los suplicantes, de los pactos entre enemigos, del préstamo de garantías, del dere- cho a la protección de la propiedad. Ni siquiera en niveles de cultura muy bajos se enfrenta el hombre a la naturaleza como esclavo impotente, no es necesaria- mente el siervo sin voluntad de la misma: en la fase griega de la religión, particu- larmente en la relación con los dioses olímpicos, ha incluso de pensarse en una convivencia de dos castas, una más aristocrática, más poderosa, y una menos aristocrática; pero por su origen se copertenecen de algún modo y son de una misma índole, no tienen por qué avergonzarse una de otra. Esto es lo aristocráti- co de la religiosidad griega ".