EL FEDÓN
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-Ahora lo diré -dijo Cebes-. Para mí es evidente que el razonamiento se encuentra aún en el mismo punto, y que es susceptible de la misma censura que le hacíamos anteriormente. El que nuestra alma existía, antes incluso de venir a parar a esta forma, es algo que no me vuelve atrás en afirmar que ha quedado demostrado de un modo que me place sumamente, y, si no es molesto el decirlo, convincente por completo. Pero el que, una vez muertos nosotros, sigue existiendo en alguna parte, ya no me lo parece así. Mas tampoco concedo a la objeción de Simmias que el alma es algo menos consistente y menos duradero que el cuerpo: en todos estos puntos me parece que el alma es muy superior al cuerpo. Entonces, ¿por qué -me diría el razonamiento- persistes en tus dudas, ya que ves que, muerto el hombre, lo que es más débil continúa existiendo? ¿No crees que es necesario que lo más duradero siga mientras tanto conservándose?
Atiende ahora a esto, a ver si es razonable lo que digo, pues, al parecer, también yo, como Simmias, necesito un símil. En efecto, a mi me parece que la anterior afirmación se hace de un modo parecido a como pudiera hacer alguien, a propósito de un viejo tejedor que ha muerto, la de que el individuo en cuestión no ha perecido, sino que conserva la existencia en alguna parte; presentara como prueba el hecho de que el manto que le cubría y que él mismo tejió se conserva y no ha perecido; preguntara, si alguno no le creía: "¿Cuál de estas dos cosas es más duradera, el género humano o el de los mantos que usa y lleva el hombre? y, al respondérsele que es mucho más duradero el género de los hombres, se figurara que había quedado demostrado que, con mucha mayor razón, el hombre conserva la existencia, puesto que lo menos duradero no ha perecido. Pero esto, oh Simmias, creo que no es así. Examina también tú lo que digo. Todo el mundo reconocería que dice una necedad el que tal cosa sostiene. En efecto, el tejedor de nuestro ejemplo, que ha gastado y ha tejido muchos mantos semejantes,perece después de aquéllos, que son muchos, pero antes del último, y no por esto hay mayor razón para pensar que el hombre es inferior y más débil que un manto. Esta misma comparación, a mi entender, podría admitirla el alma con relación al cuerpo, y para mí seria evidente que se diría lo adecuado, si tal cosa se dijera de ambos: que el alma es más duradera y el cuerpo más débil y menos duradero. Pero asimismo habria de afirmarse que, si bien cada una de las almas desgasta muchos cuerpos, especialmente cuando la vida dura muchos años -pues si el cuerpo fluye y se pierde, mientras el hombre está aún con vida, el alma, en cambio, constantemente vuelve a tejer lo deteriorado - no obstante, es necesario que, cuando el alma perezca se encuentre en posesión de su postrer tejido, y sea éste el único a quien precéda aquélla en su ruina. Y, aniquilada el alma, entonces mostrará ya el cuerpo su natural debilidad y, pudriéndose, desaparecerá pronto. De manera que aún no está justificado el confiar, por prestar fe a este argumento, en que, una vez que muramos, sigue existiendo nuestra alma en alguna parte. Pues, aunque se concediera a quien lo emplea más aún de lo que tú dices, otorgándole no sólo el que nuestras almas existían antes incluso de que nosotros naciéramos, sino tambien el que nada impide que que, una vez que hayamos muerto, las almas de algunos continúen existiendo en ese momento y más adelante, dando lugar a futuros nacimientos y nuevas muertes, pues es por naturaleza el alma algo tan consistente que puede resistir muchos nacimientos; ni aún haciéndole esta concesión, se le podria conceder que al alma no sufre en los múltiples nacimientos, y que, por último, no queda totalmente aniquilida en una cualquiera de esas muertes. Més esa muerte y esa separación del cuerpo que trae al alma la destrucción, habría que a que afirmar que nadie la conoce, pues es imposible para cualquiera de nosotros el darse cuenta de ello. Y si esto es así, nadie tiene derecho a mostrarse confiado ante la muerte sin que su confianza sea una insensatez, a no ser que pueda demostrar que el alma es algo completamente inmortal e indestructible. Pero si no puede, es necesario que el que está a punto de morir tema siempre respecto de su alma que, en el momento de su separación con el cuerpo, quede completamente destruida.
¿Crees, acaso, que el poeta compuso estos versos con la idea de que el alma es armonía y susceptible de ser conducida por las afecciones del cuerpo, y no en la de que es capaz de guiarlas y domeñarlas como cosa que es excesivamente divina para ser comparada con una simple armonía?
-¡Por Zeus!, Sócrates, asi me parece.
Mas mi maravillosa esperanza, oh compañero, la abandoné una vez que, avanzando en la lectura, vi que mi hombre no usaba para nada la mente, ni le imputaba ninguna causa en lo referente a la ordenación de las cosas, sino que las causas las asignaba al aire, al éter y a otras muchas cosas extrañas. Me pareció que le ocurría algo sumamente parecido a alguien que dijera que Sócrates todo lo que hace lo hace con la mente y, acto seguido, al intentar enumerar las causas de cada uno de los actos que realize, dijera en primer lugar que estoy aquí sentado, porque mi cuerpo se compone de huesos y tendones; que los huesos son duros y tienen articulaciones que los separan los unos de los otros, en tanto que los tendones tienen la facultad de ponerse en tensión y de relajarse, y envuelven los huesos juntamente con las carnes y la piel que los sostiene; que, en consecuencia, al balancearse los huesos en sus coyunturas, los tendones con su relajamiento y su tensión hacen que sea yo ahora capaz de doblar los miembros, y que ésa es la causa de que yo esté aquí sentado con las piernas dobladas. E igualmente, con respecto a mi conversación con vosotros, os expusiera otras causas análogas imputándolo a la voz, al
aire, al oído y a otras mil cosas de esta índole, y descuidándose de decir las verdaderas causas, a saber, que puesto que a los atenienses les ha parecido lo mejor el condenarme, por esta razón a mí también me ha parecido lo mejor el estar aquí sentado, y lo más justo el someterme, quedándome aquí, a la pena que ordenen. Pues, ¡por el perro!, tiempo ha, según creo, que estos tendones y estos huesos estarían en Mégara o en Boecia, llevados por la apariencia de lo mejor, de no haber creído yo que lo más justo y lo más bello era, en vez de escapar y huir, el someterme en acatamiento a la
ciudad a la pena que me impusiera. Llamar causas a cosas de aquel tipo es excesivamente extraño. Pero si alguno dijera que, sin tener tales cosas, huesos, tendones y todo lo demás que tengo, no sería capaz de llevar a la práctica mi decisión, diria la verdad. Sin embargo, el decir que por ellas hago lo que hago, y eso obrando con la mente, en vez de decir que es por la elección de lo mejor, podría ser una grande y grave ligereza de expresión. Pues, en efecto, lo es el no ser capaz de distinguir que una cosa es la causa real de algo, y otra aquello sin lo cual la causa nunca podría ser causa. Y esto, según se ve, es a lo que los más, andando a tientas como en las tinieblas, le dan el nombre de causa, empleando un término que no le
corresponde. Por ello, el uno, poniendo alrededor de la tierra un torbellino, formado por el cielo, hace que así se mantenga en su lugar; el otro, como si fuera una ancha artesa, le pone como apoyo y base el aire. Pero la potencia que hace que esas cosas estén colocadas ahora en la forma mejor que pueden colocarse, a esa ni la buscan, ni creen tampoco que tenga una fuerza divina, sino que estiman que un día podrían descubrir a un
Atlante más fuerte, más inmortal que el del mito y que sostenga mejor todas las cosas, sin pensar que es el bien y lo debido lo que verdaderamente ata y sostiene todas las cosas. Pues bien, por aprender cómo es tal causa, me hubiera hecho con grandísimo placer discípulo de cualquiera; pero, ya que me vi privado de ella, y no fui capaz de descubrirla por mí mismo, ni de aprenderla de otro, ¿quieres que te exponga, Cebes, la segunda navegación que en busca de la causa he realizado?
-Lo deseo extraordinariamente -respondió.
-Pues bien -dijo Sócrates-, después de esto y una vez que me había cansado de investigar las cosas, creí que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista, si no contemplan la imagen del astro en el agua o en algún otro objeto similar.
-Sin embargo -dijo Sócrates-, ¿no reconoces que el que Simmias sobrepase a Sócrates no es en realidad tal y como se expresa de palabra? Pues la naturaleza de Simmias no es tal que sobresalga por eso, por ser Simmias, sino por el tamaño que da la casualidad que tiene. Ni tampoco le sobrepasa a Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates tiene pequeñez en comparación con el tamaño de aquél.
-Es verdad.
-Ni tampoco es sobrepasado por Fedón porque Fedón es Fedón, sino porque Fedón tiene grandeza en comparación con la pequeñez de Simmias.
-Así es.
-Luego, por esta razón, Simmias recibe el nombre de pequeño y de grande, estando entre medias de ambos: al tamaño de uno ofrece su pequeñez, de suerte que le sobrepasa éste, y al otro presenta su grandeza, que sobrepasa la pequeñez de este último -y, a la vez que sonreía, anadió-: Parece que voy a hablar como un escritor artificioso, pero en realidad ocurre, sobre poco más o menos, lo que digo.
Cebes le dio su asentimiento.
y que en otros pasajes él y otros muchos poetas han denominado Tártaro. En esta sima confluyen todos los ríos y de nuevo arrancan de ella. Cada uno de ellos, por otra parte, se hace tal y como es la tierra que recorre. Y la causa de que todas las corrientes tengan su punto de partida y de llegada ahí es la de que ese líquido no tiene ni fondo ni lecho. Por eso oscila y, se mueve hacia arriba y hacia abajo. Y lo mismo hacen el aire y el viento que lo rodea. Pues le sigue siempre, tanto cuando se lanza hacia la parte de allá de la tierra como cuando se lanza hacia la parte de acá; y, de la misma manera que el aire de los que respiran forma siempre una corriente espiratoria o inspiratoria, allí tambien, oscilando al mismo tiempo que el liquido, da lugar a terribles e inmensos vendavales, tanto al entrar como al salir. Así, pues, cuando se retira el agua hacia el lugar que llamamos inferior, las corrientes afluyen hacia las regiones de allá a través de la tierra, y las llenan de una forma similar a como hacen los que riegan. En cambio, cuando se retiran de allí y se lanzan hacia acá, llenan a su vez las regiones de aquí, y en las partes que han quedado llenas discurren a través de canales y de la tierra, y cada una de ellas llega a los lugares hacia los que tiene hecho camino formando mares, lagunas, ríos y fuentes. De aqui, sumergiéndose de nuevo en la tierra, tras dar las unas mayores y más numerosos rodeos, y las otras menos numerosos y más cortos, desembocan de nuevo en el Tártaro, algunas mucho más abajo de donde se había efectuado el riego, otras un poco solamente. Pero todas tienen su punto de llegada más abajo que el de partida, algunas completamente enfrente del lugar de donde habían salido, otras hacia la misma parte. Algunas hay también que dan una vuelta completa, enroscándose una o varias veces alrededor de la tierra como las serpientes, y que, tras descender todo lo que pueden, desembocan de nuevo. Y en uno y otro sentido es posible descender hasta el centro, más allá no, pues una y otra parte quedan cuesta arriba para ambas corrientes.
Las restantes corrientes son muchas, grandes y de todas clases, pero en esta gran multitud se distinguen cuatro. De ellas es la mayor el llamado Océano, cuyo curso circular es el más externo. Enfrente de éste corre en sentido contrario el Aqueronte, que, además de recorrer lugares desérticos y pasar bajo tierra, llega a la laguna Aquerusíade, adonde van a parar la mayoría de los muertos y, trás pasar allí el tiempo marcado por el destino, unas más corto y otras más largo, son enviadas de nuevo a las generaciones de los seres vivos. Un tercer río brota entre medias de éstos, y cerca de su nacimiento va a parar a un gran lugar consumido por ingente fuego, formando un lago, mayor que nuestro mar, de agua y cieno hirviente. De allí, turbio y cenagoso, avanza en círculo y, después de rodear en espiral la tierra, llega entre otras partes a los confines de la laguna Aquerusíade sin mezclarse con el agua de ésta; desemboca en la parte más baja del Tártaro, habiendo dado muchas vueltas bajo tierra. Este es el que llaman Piriflegetonte, cuyas corrientes de lava despiden fragmentos incluso en la superfcie de la tierra alli donde encuentran salida. Y, a su vez. enfrente de éste hay un cuarto río que aboca primero a un lugar terrible y agreste, según se cuenta, que tiene en su totalidad un color como el del lapislázuli. A este lugar le llaman Estigio, y a la laguna que forma el rio, al desaguar en él, Estigia. Tras haberse precipitado aquí, y después de haber adquirido en su agua terribles poderes, se hunde en la tierra, avanza dando giros en dirección opuesta al Piriflegetonte y se encuentra con él de frente en la laguna Aquerusíade. Y tampoco el agua de este río se mezcla con ninguna, sino que, después de habcr hecho un recorrido circular, desemboca en el Tártaro por el lado opuesto al del Piriflegetonte. Su nombre es, según dicen los poetas, Cócito. Siendo tal como se ha dicho la naturaleza de estos parajes, una vez qne los finados llegan al lugar a que conduce a cada uno su genio, son antes que nada sometidos a juicio, tanto los que vivieron bien santamente como los que no. Los que se estima que han vivido en el término medio, se encaminan al Aqueronte, suben a las barcas que hay para ellos y, a bordo de éstas, arriban a la laguna, donde moran purificándose; y mediante la expiación de sus delitos, si alguno ha delinquido en algo, son absueltos, recibiendo asimismo cada uno la recompensa de sus buenas acciones conforme a su mérito. Los que, por el contrario, se estima que no tienen remedio por causa de la gravedad de sus yerros, bien porque hayan cometido muchos y grandes robos sacrílegos, u homicidios injustos e ilegales en gran número, o cuantos demás delitos hay del mismo género, a ésos el destino que les corresponde les arroja al Tártaro, de donde no salen jamás. En cambio, quienes se estima que han cometido delitos que tienen remedio, pero graves, como, por ejemplo, aquellos que han ejercido violencia contra su padre o su madre en un momento de cólera, pero viven el resto de su vida con el arrepentimiento de su acción, o bien se han convertido en homicidas en forma similar, éstos habrán de ser precipitados en el Tártaro por necesidad; pero, una vez que lo han sido y han pasado allí un año, los arroja afuera el oleaje: a los homicidas frente al Cócito, y a los que maltrataron a su padre o a su madre frente al Piriflegetonte. Y una vez que, llevados por la corriente, llegan a la altura de la laguna Aquerusíade, llaman entonces a gritos, los unos a los que mataron, los otros a quienes ofendieron, y después de llamarlos les suplican y les piden que les permitan salir a la laguna y les acojan. Si logran convencerlos, salen y cesan sus males; si no, son llevados de nuevo al Tártaro y de aquí otra vez a los ríos, y no cesan de padecer este tormento hasta que consiguen persuadir a quienes agraviaron. Tal es, en efecto, el castigo que les fue impuesto por los jueces. Por último, los que se estima que se han distinguido por su piadoso vivir son los que, liberados de estos lugares del interior de la tierra y escapando de ellos como de una prisión, llegan arriba a la pura morada y se establecen sobre la tierra. Y entre éstos, los que se han purificado de un modo suficiente por la filosofía viven completamente sín cuerpos para toda la eternidad, y llegan a moradas aún más bellas que éstas, que no es fácil describir, ni el tiempo basta para ello en el actual momento. Pues bien, oh Simmias, por todas estas cosas que hemos expuesto, es menester poner de nuestra parte todo para tener participación durante la vida en la virtud y en la sabiduría, pues es hermoso el galardón y la esperanza grande. Ahora bien, el sostener con empeño que esto es tal como yo lo he expuesto, no es lo que conviene a un hombre sensato. Sin embargo, que tal es o algo semejante lo que ocurre con nuestras almas y sus moradas, puesto que el alma se ha mostrado como algo inmortal, eso sí estimo que conviene creerlo, y que vale la pena correr el riesgo de creer que es así. Pues el riesgo es hermoso, y con tales creencias es preciso, por decirlo así, encantarse a sí mismo; razón ésta por la cual me estoy extendiendo yo en el mito desde hace rato. Así que, por todos estos motivos, debe mostrarse animoso con respecto de su propia alma todo hombre que durante su vida haya enviado a paseo los placeres y ornatos del cuerpo, en la idea de que eran para él algo ajeno, y en la convicción de que producen más mal que bien; todo hombre que se haya afanado, en cambio, en los placeres que versan sobre el aprender y adornada su alma, no con galas ajenas, sino con las que le son propias: la moderación, la justicia, la valentía, la libertad, la verdad; y en tal disposición espera ponerse en camino del Hades con el convencimiento de que lo emprenderá cuando le llame el destino. Vosotros, Oh Simmias, Cebes y demás amigos, os marcharéis después cada uno en un momento dado.FIN