LIBRO I
DE LAS NOCIONES INNATAS
Capítulo II
«NO HAY PRINCIPIOS PRÁCTICOS INNATOS»
1. No hay pvincipios morales que sean tan claros y tan generalmente acogidos como
los principias especulativos anteriormente mencionados
Si los principios especulativos de que tratamos en el capítulo anterior no gozan, de hecho, de
asentimiento universal por parte de la humanidad, según hemos probado, está mucho más claro que los
principios prácticos quedan lejos de ser universalmente acogidos y me temo que será difícil presentar una regla
moral que pretendra tener un asentimiento inmediato y general como la proposición «lo que es, es», o que
sea una verdad tan manifiesta como aquello de que «es imposible que una misma cosa sea y no sea a la
vez». De aquá resulta evidente que los principios prácticos están más alejados del derecho de ser innatos,
y que es más podesosa la duda acerca de que sean impresiones innatas en la mente. Pero no es que se
ponga en duda su verdad; son igualmente verdaderos, aunque no igualmente evidentes. Los principios
especulativos llevan consigo su evidencia; los principios morales, en cambio, requieren raciocinio y discurso
y algún ejercicio de la mente para que se descubra la certidumbre de su verdad. No se muestran como
caracteres grabados en la mente, los cuales, sí los hubiera, serían de suyo visibles y conocidos
con certeza por todos gracias a su propia luz. Peso esto no constituye una derogación de su verdad ni de su
certidumbre, del mismo modo que no lo es de la verdad y de la certidumbre de que los tres ángulos de un
triángulo son igual a dos rectos sólo porque no es algo tan evidente como que «el todo es
mayor que la parte», ni algo tan apto para ser asentido la primera vez que lo escuchamos. Basta que esas reglas morales sean
susceptibles de ser demostradas y, por tanto, debemos culparnos a nosotros mismos si no alcanzamos un
conocimiento de ellas. Por la ignorancia que muchos hombres tienen a ese respecto, y la morosidad en asentir
con que otros los acogen, son pruebas evidentes de que no son innatos, ni aparecen a la vista del hombre
sin antes haberlos buscado.
2. No todos los hombres reconocen que la fidelidad y la justicia son principios
Para saber si existen unos principios morales en los que concuerden todos los hombres, me atengo a la
sentencia de cualquiera medianamente documentado en la historia de la humanidad y que se haya asomado
más allá del humo que desprende su propia chimenea. ¿Dónde está esa verdad práctica que es universalmente
admitida, sin dudas ni reparos, como debería serlo si fuera innata? La justicia y el cumplimiento de los
contratos es algo en lo que la mayoría de los hombres parecen estar de acuerdo. Es éste un
principio que se supone tiene aplicación hasta en las guaridas
de los bandidos y en las cuadrillas de los mayores malvados, y hasta los que han
llegado al extremo de repudiar los mismos sentimientos de humanidad, guardan entre sí la palabra y observan reglas de justicia.
Admito que los forajidos se comportan asi en sus tratos; pero no por haber recibido esos principios como
leyes innatas de la naturaleza. Las observan como reglas de propia conveniencia
dentro de sus comunidades; porque es imposible concebir que admite la justicia como principio práctico quien obra
rectamente con su compañero de fechorías y, al tiempo, despoja o mata al primer hombre honrado que encuentra. La
iusticia y la fidelidad son vínculos comunes de la sociedad, y por esa razón hasta los forajidos y los
ladrones, que han roto con el resto del mundo, tienen que mantener la palabra y observar entre sí reglas de
equidad, pues de lo contrario no podrían mantenerse unidos. Pero ¿habrá alguien que se atreva a decir que
quienes viven del fraude y de la rapiña tienen principios innatos de fidelidad y de
justicia que acatan y a los que asienten?
3. Contestación a la objeción de que aunque los hombres los nieguen en la práctica, no obstante las
admiten en el pensamiento
Quizá se alegue que el asentimiento tácito de sus mentes esté de acuerdo con
lo que sus actos contradicen. A esto contesto, primero, que siemgre he pensado que las acciones de los hombres son
las mejores intérpretes ee sus pensamientos. Pero puesto que es seguro que los actos de la
mayoría de los hombres y las actividades manifiestas de algunos han puesto en duda o negado esos
principios, es imposible pretender establecer un consenso universal ( aunque
solamente lo busquemos entre hombres maduros ) sin el cual no se podrá concluir que sean innatos esos principios. Pero,
en segundo lugar, resulta muy raro y poco razonable suponer unos principios
prácticos innatos que acaben en pura contemplación. Los principios prácticos
derivados de la naturaleza son para fines operativos, y deben producir conformidad en las
acciones y no solamente un asentimiento especulativo a su verdad, pues de otra
manera es inútil distinguirlos de los principios
especulativos. La naturaleza, lo admito, ha sembrado en el hombre un deseo de felicidad y de aversión ante
la desgracia. Realmente, éstos son principios prácticos innatos que, como corresponde a los principios
prácticos, continúan operando constantemente e influyen sin cesar en todas nuestras acciones. Pueden observarse
en todas las personas y en todas las edades de modo
fijo y universal; pero se trata de inclinaciones del apetito hacia el bien, y no de impresiones de la verdad
en el entendimiento. No niego que haya tendencias naturales impresas en la mente de los hombres, y que
desde el mismo momento en que hay sentido y percepeión unas cosas les son gratas y otras mal recibidas;
a unas se inclinan y otras las rehúyen, pero esto no favorece en absolutoe la doctrina de los caracteres
innatos en la mente, que serían los principios del conocimiento para gobernar nuestros actos. Tan lejos está
esto de confìrmar las susodichas impresiones naturales en el entendimiento, que lo dicho resulta un argumento
en contra, porque si hubiera caracteres ciertos impresos por la naturaleza en el entendimiento, como
principios del conocimiento, no podríamos menos que percibirlos al actuar constantemente en nosotros e
influir
en nuestro conocimiento, de igual manera que percibimos a esos otros que operan en la voluntad y en el
apetito, sin que nunca dejen de ser los resortes y los motivos constantes de todas nuestras acciones, a las
que constantemente impulsan con fuerza.
4. Las reglas morales requieren pruebas, luego (ergo), no son innatas
Otro motivo que me hace dudar de la existencia de principios prácticos innatos es que no creo que pueda
proponerse una sola regla moral sin que alguien tenga derecho de exigir su razón, lo que sería
completamente ridiculo y absurdo si fueran innatos o por lo menos evidentes por sí mismos, que es lo que todo
principio innato debe necesariamente ser, sin que requiera una prueba para determinar su verdad ni
necesite ninguna razón para obtener su aprobación. Se creería falto de sentido común a
quien pidiera, de una forma u otra, la razón de por qué es impasible que una misma cosa sea y no sea a la vez. Esto
lleva consigo su propia luz y evidencia, y no necesita ninguna
prueba. Quien entienda los términos, concederá su asentimiento a esta proposición por sí misma, o de lo
contrario nada habrá que pueda influir en su ánimo para que lo haga. Pero si se le propusiere a alguien
esa inamovible regla de moralidad, fundamento de toda virtud social que dice «uno debe comportarse
como quisiera que el otro se comportara con uno», sin que antes lo hubiese escuchado, pero estando dotado
de capacidad para entender su sentido, ¿acaso no podría preguntar, sin incurrir en el absurdo, por la razón
de ella?, ¿acaso quien se lo propusiese no estaría obligado a explicarle su verdad y su
racionalidad? Esto demuestra elocuentemente que no es innata, porque si lo fuera no necesitaría ni admitiría prueba, sino que
necesariamente ( al menos, tan pronto como fuese escuchada y entendida ) sería acogida y asentida como
una verdad indiscutible, de la que ningún hombre puede dudar en manera alguna. De esta forma, la
verdad de todas estas reglas morales depende claramente de algo que le es previo y
de lo que es preciso deducirlas, lo que no podría ser si fuesen innatas o, por lo
menos, evidentes por sí mismas.
5. Ejemplo: en la obligación de guardar los compromisos
Que los hombres guarden sus compromisos es, sin duda alguna, una importante e innegable
regla moral; pero, a pesar de todo, si se pregunta a un cristiano que tiene la perspectiva de la felicidad o de la
desgracia en la otra vida, por qué motivo está un hombre obligado a mantener su palabra, dará como
razón que Dios, que es el poder de la vida y de la muerte eterna, así nos lo pide. Pero si la misma pregunta se hace a
un partidario de Hobbes, contestará que el público asi lo requiere, y que si no lo hace el Leviatán lo
castigará. Y si a uno de los antiguos filósofos paganos se le hubiera hecho la misma pregunta,
habría replicado que obrar de otra manera sería deshonroso, degradante para la dignidad humana y contrario a la virtud la
más alta perfección de la naturaleza humana.
6. La virtud generalmente merece la aprobación, no porgue sea innata, sino porgue es de
provecho
Naturalmente, de aquí se sigue la gran variedad de opiniones con respecto a las reglas morales gue tienen
los hombres, según los diferentes tipos de felicidad que esperan o que se proponen a sí mismos lo que no
podría suceder si los principios prácticos fuesen innatos por la mano de Dios. Admito que la existencia de
Dios se manifiesta de manera muy distinta, y que la obediencia que le debemos es algo tan congruente con
la luz de la razón que gran parte de la humanidad da testimonio de esta ley natural. Sin embargo, creo que
debe reconocerse que varias reglas morales pueden ser acogidas por la humanidad con aprobación general, sin
que se sepa ni se admita el verdadero fundamento de la verdad, que sólo puede ser la voluntad y la ley de
un Dios que contempla al hombre sumido en tinieblas, que tiene en su mano premios y castigos, y posee el
poder suficiente para llamar a dar cuentas al más engreído de los ofensores. Porque, como Dios unió con
vínculo inseparable la virtud y la felicidad social e hizo que la práctica de la virtud sea necesaria para el
mantenimiento de la sociedad y visiblemente beneficiosa para los que tengan trato con el hombre
virtuoso no es de extrañar que cada uno no sólo con ese, sino que recomiende esas reglas y las alabe a los
demás, por las ventajas que recibirá de la observancia que los otros presten a dichas reglas. Bien se puede,
por interés o por condición, proclamar como sagrado aquello que, una vez profanado y pisoteado, trae como
consecuencia, el que uno mismo no pueda ya sentirse
a salvo y seguro. Esto, aunque en nada menoscaba la obligación moral y eterna que evidentemente conllevan
esas reglas, muestra, sin embargo, que el acatamiento externo que los hombres les
prestan en sus palabras no prueba que sean principios innatos. Por el contrario, prueba que los hombres les
conceden su asentimiento interior en sus propias mentes no tanto como a reglas
inviolables de su propio obrar, ya que vemos que el intetés propio y los beneficios de
esta vida
hacen que profesen y aprueben exteriormente aquellas reglas morales muchos hombres cuyas
acciones delatan suficientemente que no les importa mucho el legislador que dictó esas
reglas ni el infierno que tienen preparado como castigo de quienes las infrinjan.
7. Las acciones dc los hombres nos convencen de que la regla de la virtud no es su
principio interno.
Porque, si dejando a un lado la cortesía, no reconocemos que haya demasiada sinceridad en las
declaraciones de la mayoría de los hombres, sino que tomamos sus actos como intérpretes de su
pensamiento, encontraremos que no sienten ese respeto interno por esta regla, ni tienen plena convicción de su certeza,
ni de su obligatoriedad. El gran principio moral que nos ordena comportarnos como
quisiéramos que el prójimo lo hiciera con nosotros, se recomienda más que practica; pero la infracción de esta regla que no se tiene por mayor vicio que predicar a otros no es una regla
moral ni obligator!a, lo que sería considerado como una locura y contrario a ese interés que los hombres
sacrifican cuando ellos mismos rompen las reglas. Se dirá, quizá, que la conciencia no reprende tales
infracciones y de ese modo se pretenderá dejar a salvo la obligación interna y el fundamento de la regla.
8. La conciencia no es prueba de ninguna regla moral innata.
A esto contesto que no me cabe duda, pero no admito que estén escritas en sus corazones, porque
muchos hombres, de igual manera que llegan a conocer otras cosas, pueden llegar a asentir ciertas
reglas morales y a convencerse de su obligatoriedad. Otros pueden llegar lo mismo, gracias a su educación, a la clase
de amistades que tengan y a las costumbres de su país; y esa persuasión, de cualquier
forma que se haya adquirido, servirá para que la conciencia actúe, lo que no es sino la propia opinión o el
juicío que nos formamos acerca de la rectitud moral o de la gravedad de nuestras propias acciones. Y si la conciencia fuera
prueba en favor de la existencia de principios innatos, sus contrarios serían también
principios innatos, pues algunos hombres, con la misma conciencia, buscan lo que otros evitan.
9. Ejemplo de algunas barbaridades ejecutadas sin ningún remordimiento
Por lo demás, no puedo comprender cómo cualquier hombre sería capaz de infringir las reglas morales con
confianza y serenidad si fuesen innatas y estuvieran grabadas en su mente. Basta
observar a un ejercito entrando a saco en una ciudad para ver qué observancia, qué sentido de los principios morales o qué
conciencia demuestra de todos los desmanes que se cometen. Latrocinios, asesinatos y
raptos son las actividades a las que se entregan los hombres cuando se les deja libres
de todo castigo y censura. ¿Es que no ha habido naciones, y de las más civilizadas, entre las que ha sido
una costumbre común la práctica de abandonar a los niños en los campos para que perezcan
de hambre, o devorados por las fieras, y ha sido esta costumbre tan poco censurada y ha suscitado menos escrúpulos que
el hecho de concebirlos? ¿No se da el caso, en algunos otros países, de meterlos en la misma sepultura
de sus madres si éstas mueren de parto o se deshacen de ellos si un supuesto astrólogo declara que tiene
mala estrella? y ¿acaso no existen lugares donde sin remordimiento alguno los hijos abandonan a sus
padres cuando éstos llegan a cierta edad? En algunas partes de Asia, cuando se desespera de la salud de un
enfermo, antes de morir, se le deposita en la tierra y se le deja expuesto a las inclemencias del viento y de
la intemperie sin auxilio ni piedad de nadie (vid Gruber apud Thevenot, part. IV, p.
13). Es común entre los mingredianos, que profesan el cristianismo, enterrar vivos a sus hijos sin
escrupulo (vid Gruber apud Thevenot, p. 38). Existen otros lugares donde los padres se
comen a sus propios hijos (vid vossius. De Nili origine, cap. 18, 19). Los caribes
( en las islas del Caribe) tenía por costumbre castrar a sus hijos con objeto de
engordarlos y comérselos (vide P. Marti, Dec. I). Y Garcilaso de la Vega nos habla de un
pueblo en el Perú que tenía la costumbre de engordar para comérselos a los hijos habidos con
mujeres cautivas que servían de concubinas para ese fin, y a las que, una vez pasada la edad en que podían tener hijos,
también mataban y devoraban (vide Historia de los íncas, lib. I, cap. 12). Los tupinambos creian que una
de las virtudes que les harian merecer el paraíso era vengarse de sus enemigos y comérselos.
Desconocen hasta el nombre de Dios (vide Lery, cap. 16, p. 231),
y no reconocen Dios, religión ni culto alguno. Los que canonizan los turcos como santos
llevan una vida que el pudor impide relatar. A continuación citaré un pasaje interesante de
Viaje a Baumgaste, en el idioma en que fue escrito, por ser una obra bastante
escasa «Ibi, ( súl, prope Belbes en Aegypto) vidimus sanctum unum Saracenicum inter arenarum cumulus; ita ut ex
utero matris prodiit nudum sedentem. Mos est, ut didicimus, Mohometistis, ut eos que amentes et sine
ratione sunt, pro sanctis colant et venerentur. Iusuper et eos qui cum diu vitam
egerint inquinatissimam, voluntariam demum poenitentiam et paupertatem, sanctitate venerandos deputant. Eiusmodi vero genus
hominum libertatem quandam affrenem habent, domos quos volunt intrandi, edendi, bibendi, et quod
est, concumbendi, ex quo concubitu, si proles secuta fuerit, sancta similiter habetur. His ergo hominibus,
dum vivunt, magnos exhibent honores; mortui vero vel templa vel monumenta extruunt amplissima,
eosque contingere ac sepelire maximae fortunae decunt loco. Audivimus haec dicta et dicenda per
interpreten a Mucrelo nostro. Insuper sanctum illem, quem eo loco vidimus, publicitus apprime commendari, eum
esse hominem sanctum, divinum ac integritate praecipuum; eo quod nec faeminarum unquam esset, nec
puerorum, sed tantummodo asellarum concubitur atque mularumn (Baumbasten, lib. II, cap. I, p. 73).
Acerca de estos santos turcos encontramos más datos en Pietro della Valle en su carta del 25 de enero
de 1616, Según esto, ¿dónde están esos principios innatos de justícia, piedad,
gratitud, equidad y castidad?
y ¿dónde está ese asentimiento universal que nos asegura la existencia de tales reglas
innatas? Los asesinatos en duelo se cometen sin ningun remordimiento de conciencia cuando se los consiente como honorables.
Es más, en muchos lugares, la inocencia a este respecto es una gran ignominia. Y si nos vamos más allá de
nuestras fronteras, para contemplar cómo son los hombres, nos daremos cuenta que en un sitio unos tendrán
escrúpulos en hacer o dejar de hacer lo que otros, en otro lugar, consideran digno de mérito.
10. Los hombres tienen principios prácticos opuestos
Quien lea la historia de la humanidad con detenimiento y examine a los diversos pueblos de la tierra
para considerar sus acciones desde puntos de vista diferentes, se convencerá de que no se puede nombrar
ningún principio moral ni ninguna regla de virtud que no sea en otro lugar del mundo despreciado y condenado por las costumbres generales de esa sociedad que
se rige por opiniones pragmáticas o reglas de vida opuestas a la de la otra, excepto aquellas absolutamente necesarias para conservar la sociedad humana
( las cuales también se violan en las relaciones entre las distintas sociedades ).
11. Naciones enteras rechazan diversas reglas morales
Quizá pueda objetarse a esto que no es ningún argumento decir que una regla es
desconocida porque es violada. Estoy de acuerdo con la objeción cuando se trata del
caso de aquellos que violan la ley sin dejar por eso de reconocerla como ley;
cuando la miran con cierta reverencia ante el temor de verse deshonrado,censurado
o castigado. Pero no es concebible que una
nación entera rechace públicamente y renuncie a lo que
cada miembro de esa nación reconoce infaliblemente
como ley, pues asi tendrían que reconocerlo quienes
lo tuvieran impreso en sus mentes de una manera innata. Es imposible que en ciertos cases algunos hombres
acepten reglas morales que en el fondo de sus pensamientos no tengan somo verdaderas sólo por mantener
la fama y estima entre quienes estén persuadidos de dichas reglas. Pero es impensable que una sociedad
entera de hombres desconozca de manera pública y expresa una regla y la desechen y que a la vez en sus
propias mentes no puedan menos de reconocer que es una ley cierta e infalible; y también es difícil de
imaginar que todos supongan que los demás con los que tratan ignoren ese hecho, de donde cada uno de los
miembros de esa sociedad temerían atraerse, por parte de los demás, el desprecio y el aborrecimiento que se
debe a quien se declara carente de humanidad y a quien, por confundir las conocidas y naturales normas de lo
bueno y de lo malo tendría que ser considerado como enemigo declarado de la tranquilidad y felicidad
común. Todo principio práctico que sea práctico no puede ser menos que ser conocido por todos como
justo y bueno. Por consiguiente, es contradictorio suponer que naciones enteras de hombres puedan unánime y
universalmente desmentir, tanto en la teoría como en la práctica, algo que por evidencia absoluta conoce cada
uno de sus miembros como lo verdadero, justo y bueno. Esto basta pasa mostrar que ninguna regla práctica
de conducta que sea violada universalmente y con la aprobación y consentimiento públicos, en cualquier
parte, puede ser considerada innata. Pero tengo algo más que añadir en respuesta a la objeción formulada
anteriormente.
12. Se dice que la violación de una regla no prueba que sea desconocida
Admitido. Pero opino que la aceptación general de su inobservancia sí es una
prueba de que no es única. Tomemos, por ejemplo, una de esas reglas que, por deducción obvia de la razón humana y acorde con la
inclinación natural de la mayor parte de los hombres, casi nadie ha tenido el valor de negar,
o la audacia de poner en duda. Efectivamente, sí existe alguna regla que pueda suponerse innata, me parece que no hay
otra cosa con mejores derechos a serlo que esta: padres, conservad y amar a vuestros hijos. Por tanto,
cuando se dice que ésta es una regla innata, ¿qué se debe entender? Una de dos, o que es un principio
innato que en toda ocasión motiva y dirige los actos de los hombres; o bien, que se trata de una verdad que
todos los hombres tienen impresa en la mente y que, por eso, conocen y le otorgan su asentimiento. Pero
no es innata en ninguno de esos sentidos. En primer lugar, ya probé con los ejemplos antes citados que no
se trata de un principio que influya en los actos de los hombres. Y no es necesario ir tan lejos como
Amingrelia o Perú para hallar casos de quienes descuidan, abusan y hasta destruyen a sus propios hijos; ni
tampoco se trata de costumbres más que brutales solamente propias de algunas naciones
salvajes y bárbaras, pues se puede recordar que esa práctica habitual e impune entre griegos y romanos expone a niños
inocentes sin sentir misericordia ni remordimiento. En segundo lugar, es también
falso que sea una verdad innata de todos conocida porque tan lejos está de ser una verdad innata eso de «padres, conservad a
vuestros hijos», que no es ni siquiera una verdad; es un mandamiento, no una proposición, y, por consiguiente,
no es susceptible de verdad o falsedad. Para que fuera susceptible de nuestro asentimiento
sería preciso reducirla a una proposición como la siguiente: es un deber de los padres conservar a sus hijos. Pero un deber
no se entiende sin una ley; y una ley no puede conocerse ni suponerse sin un legislador, o sin que suponga
premio o castigo; de tal manera que es imposible que este principio, o cualquier otro
principio de orden práctico, pueda ser innato, es decir, impreso en la mente como un deber, sin suponer que son innatas
las ideas de Dios, ley, obligación, castigo y de una vida futura. Porque es evidente por sí mismo que en
esta vida el castigo no se sigue de la inobservancia de esa regla, y, por tanto, que carece de sanción legal
en aquellos paises donde la costumbre admitida como norma general le es contraria.
Pero esas ideas ( que necesariamente serán innatas si algo hay de innato en el sentido del
deber ) están tan lejos de ser innatas que si no aparecen como claras y distintas para todos los
hombres estudiosos y reflexivos, mucho menos se mostrarán así a todos los hombres cxistentes. Y que una
de esas ideas, que entre todas aparece con más probabilidades de ser innata no lo es
( me refiero a la idea de Dios ), es algo que, según creo, mostraré con evidencia
para todo hombre que sepa discurrir en el capítulo siguiente.
13. Si los hombres saben cuáles principios son innatos, no pueden describirlos
De cuanto se ha dicho me parece que podemos concluir con seguridad que cualquier regla de
orden práctico que sea generalmente violada en cualquier parte del mundo, sin oposición, no puede suponerse innata,
porque es imposible que los hombres violen sin pudor ni temor, a sangre fria y
confiadamente, una regla que saben con evidencia que fue establecida psr Dios, y
que su desobediencia será castigad ( lo cual tendrían que saber si fuera
innata ) de tal modo que sería un mal negocio para el infractor. Sin un conocimientc, de
esa clase, un hombre nunca podrá estar seguro de que algo es un deber para él.
La ignorancia de la ley, la duda sobre ella, la esperanza de eludir la vigilancia
o el poder del legislador, y otras cosas por el estilo, pueden inducir al hombre a ceder en sus apetitos.
Pero si suponemos que se percibe la culpa seguida del suplicio; la desobediencia y el fuego que castigará; el
placer tentador y, junto a él, visible, levantada la mano del Todopoderoso y
preparada para vengarse ( pues éste sería el caso, si el deber fuera algo impreso en la
mente ), dígase, entonces, si es posible suponer que junto con esta visión y con un conocimiento tan cierto,
pueden desconsideradamente y sin escrúpulos ofender una ley que traen escrita en sí mismo en caracteres
indelebles, y que se les ofrece, a medida que la violan con toda su evidencia. Dígase si es posible suponer
que hombres que sienten en si mismos grabados los edictos de un legislador omnipotente pueden, sin
embargo, menospreciar y pisotear con confianza y ligereza sus prohibiciones más sagradas. Finalmente, diga
si es posible suponer que mientras un hombre desafía de manera abierta la ley innata y al
supremo legislador que la ha dictado, todos los que la contemplan, y aun los gobernantes y los regentes del pueblo,
poseídos ellos también del respeto que debe inspirar la ley y su legislador, se conviertan en cómpljces silenciosos que
no comenten el desagrado que les causa la infracción, ni se apresuran a culpar al
infractor. Realmente, los apetitos de los hombres se alojan en principios de acción; pero están tan lejos dc ser principios morales
innatos que si se les dejara en libertad de actuar pronto provocarían el derrumbamiento de toda moralidad.
Las leyes éticas se han establecido para frenar y poner límites a esos deseos tan
exorbitantes, lo que consiguen con promesas de premios y amenaza de castigos que pesan más que la
satisfación que cualquiera pueda procurarse a sí mismo con la violación de la
ley. Por consiguiente, si hubiese alguna cosa impresa en la mente de los hombres que sonara
a ley, sería que todos los hombres tendrían cierto e inevitable conocimiento de que la
violación de la ley acarrea el castipo respectivo con inevitable seguridad. Porque si se
admite que los hombres pueden ignorar o tener duda respecto a lo que es innato, no tiene sentido
que se insista en la existencia de principios ínnatos y de su necesidad. Efectivamente, en tal caso no nos aseguran
la verdad y la certeza, que es lo que pretenden, y el hombre queda en el mismo estado
fluctuante e incierto en que está sin ellos. Toda ley innata debería ir acompañada de un conocimiento evidente e indudahle de
un castigo inevitable lo suficienternenfe grande para que fuera muy poco envidiable el papel del infractoï;
a no ser que al suponer innata la ley, se suponga también innato el Evangelio. Pero no quiero que se me
malinterprete, pues no debe deducirse que creo que sólo existen leyes positivas, porque niego que
haya leyes innatas. Hay mucha diferencia entre una ley innata y una ley natural; entre algo grabado en nuestra
mente desde un principio y algo que ignorándose, sin embargo, podemos llegar a
conocer por el uso y ejercicio de nuestras facultades naturales. Y pienso que de la
misma manera se apartan de la verdad quienes, refugiándose en los extremos
contrarios, o afirman que hay una ley innata, o niegan que hay una ley cognoscible
por la luz natural, o sea, sin la ayuda de una revelación positiva.
14. Quienes mantienen quee hay principios prácticos innatos no nos dicen lo que son.
Es tan evidente la discrepancía que hay entre los hombres acerca de los principios de
orden práctico, que me parece que no hay necesidad de añadir nada para demostrar que es
imposible probar la existencia de reglas morales innatas con el argumento del
asentimiento universal; y eso basta para sospechar que tale principios innatos no son
solo fruto de una opinión caprichosa, puesto que quienes hablan de ellos tan
confiadamente, sin embargo, muestran gran reserva en decirnos cuales son, a pesar de que tendría uno derecho
a esperar esto de los hombres que tanto hincaple ponen en esta doctrina. Esta actitud da ocasión para
desconfiar de sus luces o de su claridad, ya que, al sostener que Dios ha impreso en la
mente de los hombres los fundamentos del conocimiento y las reglas de conducta muestran tan poca
intención de instruir al prójimo, y tan poco interés tienen en el bien de la humanidad que no revelan cuáles son esos
principios, dada la disidencia que respecto a esa existe. Pero lo cierto es que de existir tales principios
innatos no habría necesidad de que fueran enseñados. Si los hombres encontraran impresas en sus mentes
esas proposiciones innatas, les sería fácil distinguirlas de las otras verdades que habrían aprendido después y que
hubieran deducido de aquellas proposiciones, y nada seria más sencillo que saber en qué consisten y
cuántas son. No podría haber más duda acerca de su núrnero de la que existe sobre el número de nuestros dedos, en ese
caso aparecerían enumerados en todos los sistemas. No obstante, como nadie, que yo sepa, ha logrado
darnos un inventario de esos principios, no se debe culpar a quien dude de su existencia, puesto que aun los
que discuten sobre que debemos creer en ellos, no nos dicen qué son. Se puede prever fácilmente que si
distintos hombres de diferentes sectas se encargaran de darnos una lista de esos principios
practicos innatos se limitarían a poner sólo aquello que se acomodara a su propia hipótesis y que sirvieran de
apoyo a las doctrinas de las escuelas o iglesias a que pertenecen, prueba clara de que no hay tales verdades innatas.
Pero es más, una gran parte de los hombres que están tan leios de encontrar en sí mismos esos principios
innatos, que al negarle la libertad al hombre, y de esa forma convertirlo en una pura máquina,
rechazan no solamente las reglas innatas, sino toda regla moral, sin dejar ninguna posibilidad de
creer que las hay a quienes no conciban de qué modo algo que no sea un agente libre pueda ser
capaz de una ley; de tal forma que, con semejante fundamento, será preciso que
rechacen todo principio de virtud quienes no puedan compartir la moral y el mecanicismo, dos cosas que
no se concilian o comparten con facilidad.
15. Examen de los principios innatos que propone Lord Herbert
Después de escribir lo anteriormente dicho, me llegó la noticia de que milord
Herbert habia fijado esos principios innatos en su libro De veritate e inmediatamente consulté la obra con la esperanza de encontrar
en un autor tan distinguido respuesta satisfactoria a esa cuestión, lo que me
autorizaría a poner término a mis investigaciones. En el capítulo donde trata del
instinto natural («De instinctu naturali», pag 76, edición de 1656,) encontré ordenado en lista los seis síguientes
rasgos por lo que dice pueclen reconocerse lo que él Ilama nociones comunes
(notitiae commune). 1." Prioritas. 2," Independentia. 3º Universalitas. 4." Certitudo. 5."
Necessitas, es decir-, según él mismo explica,
lo que sirva para la conservación del hombre (quae facium ad hominis conservationem).
6º Modus conformationis, o sea, assensus nulla interposita mora (es decir, el modo de conformarse con una verdad,
concediéndole asentimiento sin dilación). Y al fin de su pequeño tratado, De
religione laici (De la religión del laico), dice lo siguiente acerca de esos principios
innatos: «Adeo ut non ubiuscupribis religionis confirmo arctentut quae ubique vigent veritates. Sunt enim in
ipsa mente caelitus descriptae, nullisquae traditionibus, sive escriptis, sive non scriptis, obnoxiae» (Es así que
estas verdades de todos son conocidas, no se encierran dentro de los límites de una religión particular;
porque, como están grabadas en la mente por Dios, no dependen de ninguna tradición escrita o no escrita.)
Y más adelante añade: «Veritates nostrae catholicae, quae tamquam in dubia. Dei emata, in foro interiore
descriptae» (Nuestras verdades católicas, escritas en el fuero interno, como infalibles oráculos
divinos.) Una vez señalados de esta manera los rasgos propios de los principios innatos o ideas comunes,
y afirrmando que están grabados en la mente del hombre por
la mano de. Dios, el autor precede a enumerarlos, y son éstos: 1ª Esse oliquod
supremun numen (que hay un Dios supreme), 2º Numen illud coli debere (que ese Dios debe ser aceptado}.
3º " Virtutem cum pietate conjunctam optiman esse rationem cultus divini (que la virtud unida a la piedad es el culto más
excelente que puede rendirse a la divinidad). 4º. Resipiscendum esse a
peccatis (que es preciso arrepentirse de los pecados). 5º Darï praemium
vel poenam porst anc vitam transactam (que hay premios o castigos después de esta vida, según se ha vivido). Ahora bien,
aunque creo que éstas son verdades tan claras por su tal índole, si son explicadas rectamente, que una
criatura racional apenas puede negarle su asentimieato; sin embargo, me parece que el autor anda
lejos de probar que sean impresiones innatas in foro interiori desciptae. Porque me tomo la libertad de hacer las
siguientes observaciones:
16. 1.º Que esas cinco proposiciones, o no son todas las existenes, o
son más las nociones comzlnes grabadas en nuestra mente por la mano de Dios
Si es razonable creer que hay algunas así impresas, puesto que hay otras proposiciones que, de
acuerdo con los rasgos expuestos, tienen tanto derecho a semejante originalidad y a pasar por innatas, como,
al menos, algunas de las cinco numeradas; por ejemplo, «haz como quieras que se haga contigo»; y tal
vez se encontrarían cien ejemplos más, si se buscaran de manera cuidadosa,
17. 2.º Que las cinco proposiciones no poseen los rasgos señalados por el autor
Así, por ejemplo, el primero, segundo y tercer rasgo no conviene de un modo perfecto a ninguna de
ellas; y el primero, segundo, tercero, cuarto y sexto rasgo conviene más a la tercera, cuarta y
quinta proposición. Además, la historia nos habla de muchos hombres, ¡qué
digo! naciones enteras, que dudan o no creen en algunas o en todas las proposiciones
aludidas. No veo cómo la tercera, es decir, «que la virtud unida a la piedad es el mejor culto que se puede
brindar a la divinidad», puede ser un principio innato, cuando la designación conjunto de sonidos «virtud» es
de tan difícil comprensión, tan susceptible de equívoco en su sentido y cuando este hecho da lugar a tan
diversos contenidos y resulta tan dificil de entender. Yor tanto, tal regla de orden práctico es muy
incierta y sirve tan poco de guía en la conducta de nuestras vidas, y, por consiguiente, resulta muy
inadecuado considerarla como un principio práctico innato.
18. Escaso uso de estos principios
Consideremos ahora esa proposición en cuanto a su significado, pues el sentido, no el sonido, es y debe
ser el principio o noción común. Veamos: «la virtud unida a la piedad es el culto más excelente que
puede rendirse a la divinidad», es decir, el culto que le es más aceptable. Ahora bien, si se toma el sentido
que por regla general se suele dar a la palabra «virtud», quiero decir, referida a
aquellas acciones que pasan por dogmas de alabanza, según la diversidad de opiniones de los
distintos paises, esta proposición está tan lejos de ser indubitable, que ni siquiera es
verdadera. Si, por el contrario, consideramos la palabra virtud en el sentido de aplicable a las acciones que se
ajustan a la voluntad de Dios y a la regla por El prescrita, que es la verdadera y única regla de
virtud, cuando este vocablo se emplea para significar lo que es bueno y recto por naturaleza, en
este caso la proposición «que la virtud es el más excelente culto que pueda rendirse a Dios» será totalmente verdadera e
indudable, pero de escasa utilidad para la vida del hombre, ya que no pasa de significar esto: «que a
Dios le place que obre conforme a sus mandamicntos, lo cual un hombre puede admitir como verdad sin
que sin emhargo, sepa qué es lo que Dios manda; de tal forma que tan lejos estara de
poseer una regla o principio que guíe sus actos como lo estaba antes. Y creo
que serán muy pocos los que acepten una proposición que no pasa de decir que a
Dios le place que se obre conforme a sus mandamientos como un principio moral
innato escrito en la mente de todos los hombres (a pesar de lo verdadero e indudable que
pueda ser}, puesto que su enseñanza es tan escasa, si alguno lo acepta, que tendría razón al
aceptar cientos de proposiciones como principios innatos, puesto que hay muchos que ostentan tan buen título como ése
para ser considerado de ese modo, y que, sin embargo, hasta ahora nadie les ha dado el
rango de principios
innatos.
19. No sería posible que Dios nos diera unos principios con palabras de significado incierto
Tampoco nos informa mejor la cuarta proposición, a saber: que es preciso arrepentirse de los pecados»
mientras no se determine qué acciones son esas que se consideran pecados. Porque el término peccata o
pecados se toma normalmente para designar los actos malos que traen castigo a quien los comete; pero
¿entonces cuál puede ser ese gran principio moral que nos obligue a arrepentirnos y a no hacer eso que nos
acarreará un daño, sin que sepamos cuáles sean en particular esos actos que traen semejantes
consecuencias? En realidad, se trata de una proposición cierta y digna de ser inculcada y recibida en y por quienes
enseñan qué actos son pecados en cualquier circunstancia; pero ni ésta ni la
proposición anterior pueden concebirse como principios innatos, ni, si lo fueran,
tendrían alguna utilidad, a no ser que el patrón y medida de vicios y virtudes estuviesen
grabados en la mente de los hombres y también fuesen principios innatos, lo cual me parece muy dudoso. Por tanto,
imagino que es poco probable que Dios hubiera grabado ciertos principios en la mente de los hombres en
términos de significados tan inciertos como son las palabras «virtud» Y «pecados», que, entre los distintos
hombres, se refieren a cosas diferentes. Pero es más, ni siquiera puede suponerse que tales principios están
adscritos a ciertas palabras, porque las empleadas en la mayoría de ellos son nombres de sentido muy
general que no pueden entenderse sin antes conocer las nociones particulares que abordan. Y es que en los
casos particulares, la ponderación debe salir del conocimiento de las mismas acciones, y las reglas sobre las
que se fundan dichas acciones son independientes de las palabras y anteriores al conocimiento de los
hombres. Estas reglas deben ser conocidas por un hombre, sea el que fuera el idioma que le toque
aprender, el inglés, o el japonés, y aunque jamás aprenda ningún idioma, ni entienda el uso de
las palabras, como sucede en el caso de los sordomudos. Cuando se muestre que quienes no han aprendido el uso de las
palabras y no han sido enseñados por la ley y las costumbres de sus paises saben que no matar a otro
hombre es parte del culto debido a Dios, así como no tener comercio con más mujer que una;
el no procurar el aborto, el no exponer a sus hijos; el no tomar lo ajeno
aunque lo deseemos, sino, por el contrario, aliviar y remediar las necesidades del prójimo, y que, cuando
hemos actuado contrariamente a esos preceptos, debemos arrepentirnos, lamentarnos y tener propósito de
enmienda; cuando se pruebe efectivamente que todos los hombres conocen la totalidad de esas reglas y otras
mil semejantes, que caen bajo el. sentido de esas dos palabras generales utilizadas
anteriormente, es decir, «virtutes et peccata», entonces habra mejor razón para
admitirlas a ellas y a otras similares como nociones comunes y principio de orden práctico y, a pesar de
todo, aunque fuera cierto que hubiera asentimiento universal ( suponiendo que lo hay para los principios
morales ) respecto a verdades que pueden conocerse de modo distinto al de una impresión origínal, esa
circunstancia no probaría que son innatas, que es lo que pretendo sostener.
20. Se aprueba la objeción de que los principios innatos pueden haberse corrompido
De poco servirá esgrimir en este caso la muy cómoda, pero poco sustanciosa razón de que los
«principios innatos morales pueden haberse ensombrecido» debido a la educación, a las costumbres y a las
opiniones generales de quienes nos rodean y que se «han borrado completamente» de las mentes de los
hombres. Porque, de ser verdad esta afirmación, el argumento del asentimiento universal con
el que se pretende afirmar la existencia de los principios innatos queda sin efecto a no ser que quienes los invocan
piensen que sus opiniones personales o las de su círculo puedan pasar por ser el consenso universal,
cosa no poco frecuente en quienes, erigiéndose en jueces únicos de la verdad, no tienen en cuenta para
nada el sufragio y la opinión del resto del género humano, pero en este caso el
argumento sería el siguiente: los principios admitidos como verdaderos por toda la humanidad son innatos;
los principios admitidos por los hombres juiciosos son los aceptados por toda la humanidad;
nosotros y quienes piensen como nosotros somos hombres juiciosos; por tanto, estando
nosotros de acuerdo, nuestros principios son innatos;
todo lo cual es un bonito modo de argumentar y un breve camino hacia la infalibilidad.
Porque, si se toma la cosa de otro modo, resultará muy difícil de entender cómo puede haber algunos principios que todos
los hombres conocen y consienten y, sin embargo, que no haya ningún principio de esos que no esté borrado
de la mente de muchos hombres como consecuencia de una «depravada costumbre y mala educación». Lo
que quiere decir que todos los hombres admiten esos principios, pero que, sin embargo,
muchos hombres los niegan y no les conceden su asentimiento. Y, realmente, suponer la existencia de tales
primeros principios no será de gran provecho porque, con o sin ellos, estaremos en las mismas dudas, puesto que un poder
humano, como es la voluntad de nuestros maestros o la opinión de nuestros amigos, es capaz de alterarlos
o de hacer que los perdamos. Y a pesar de tanta jactancia respecto a los primeros principios y a una luz
innata, permaneceremos en las mismas tinieblas e incertidumbre que si no existiera tal luz, pues lo mismo
da carecer de norma que poseer una que se desvíe hacia cualquier lado o no saber cuál sea la buena entre
reglas diversas u opuestas. Quisiera que los partidarios de los principios innntos me
dijeran si tales principios son o no susceptibles de empañarse y borrarse por causa de la educación y las costumbres. Si no lo
son, será preciso entonces encontrarlos por igual en toda el género humano, y
tendrán que aparecer con claridad en cada hombre; si, en cambio, son susceptibles de variar a causa de ideas aprendidas entonces,
las deberíamos encontrar de manera más clara y permanente cuanto más nos acercáramos a su origen, es
decir, en los niños y en la gente iletrada, por ser quienes han estado menos expuestos a la
influencia de opiniones extrañas. Elíjase el lado que más guste y se verá que es incompatible con los hechos manifiestos y con la observación cotidiana.
21. En el mundo hay principios contradictorios
No hay inconveniente en admitir que existe un gran número de «opiniones que son recibidas y abrazadas
por hombres de distintos países, diferente educación y distinto temperamento, como primeros e
incuestionables «principios», muchos de los cuales, bien por ser absurdos, o porque se oponen entre si, es
«imposible que sean verdaderos». Sin embargo, y a pesar de lo irracionables que puedan ser, todas esas
proposiciones son acatadas como sagradas en algún lugar del mundo y de tal manera que,
hasta los hombres de buen entendimiento en estos temas, preferirían sacrificar
la vida y lo más querido antes que permitirse dudar de la verdad de tales proposiciones o
permitir que alguien las ponga en tela de juicio.
22. Cómo los hombres llegan a adquirir sus principios
Aunque parezca extraño, sin embargo, lo confirma la experiencia cotidiana, y tal vez no cause tanta
sorpresa si consideramos los modes y maneras por los cuales puede suceder que ciertas doctrinas, que no
tienen otro origen que la superstición de la niñez o la autoridad de los ancianos, puedan alcanzar, con el
transcurso del tiempo, y el asentimiento de los vecinos, la dignidad de principios religìosos o
morales. Porque quienes se esmeran ( según se suele decir ) en inculcar a sus hijos los buenos principios
( y son pocos los que no tienen buen acopio de buenos principios, en los que ellos mismos
creen ), infunden en el entendimiento, aun incauto y sin prejuicios (pues el papel
en bianco es apto para recibir cualquier impresión ), esas doctrinas que quieren que se retengan y
profesen. Tales doctrinas, enseñadas a los niños desde que tienen algún entendimiento, y
confirmadas a medida que crecen en edad, bien por profesión declarada, bien por tácito asentimìento por parte de todos con los
que tienen trato o, por lo menos, a quienes respecta por su sabiduría, por sus conocimientos y por su
piedad, y que jamás toleran que se hable de dichas
proposiciones, de ninguna otra manera que no sea como base y cimiento en que se apoyan su
religión y
buenas costumbres, llegan, de ese modo, a ser consideradas verdades innatas, incuestionables y evidentes
por sí mismas.
23. Se supone que son innatos porque no recordamos cuándo los adquirimos
A esto se puede añadir que cuando los que han sido educados de ese modo llegan, con el tiempo, a
reflexionar sobre sí mismos, no pueden descubrir en sus mentes nada más antiguo que aquellas opiniones
que le fueron enseñadas antes de que la memoria empezara a llevar el control de sus acciones o antes de
que se fijara el momento en que algo nuevo se le presentara y, por tanto, no tienen inconveniente en
afirmar que esas proposiciones, de cuyo conocimiento no pueden encontrar en si mismo el origen, fueron
con toda seguridad impresas en la mente por Dios y por la naturaleza, y no enseñadas por nadie.
Aceptan y acogen tales proposiciones con la misma veneración que muchos tienen por sus padres. Pero no porque
sea algo natural, ya que los niños no adoptan esa conducta cuando no les ha sido
enseñada, sino porque creen que es natural porque les educaron así y porque no tienen memoria de los comienzos de tal respeto.
24. Cómo se obtiene cada principio
Esta explicación parecerá muy probable y se podrá comprobar que así sucede inevitablemente, si
consideramos la naturaleza de los hombres y la constitución de las cosas humanas, según las cuales la mayor
parte de las «hombres están obligados, para vivir, a dedicar su tiempo a las labores diarias de su
profesión, y no podrían tener el ánimo tranquilo sin tener alguna base firme o principio en el que descansen sus
pensamlentos». Casi resulta imposible suponer que exista alguien tan desarraigado y
superficial en su entendimiento que no tenga algunas proposicìones que reverencien y sean para él los princípios en los que
funda sus raciocinios y por los cuales juzga la verdad y la falsedad, lo justo y lo injusto; pero unos
por falta de habilidad y de tiempo libre, otros por carecer
de la propsición adecuada, y otros que se abstienen de preguntar por qué han sido educados así, lo cierto
es que son pocos los hombres que no se ven expuestos, por ignorancia, por pereza, por
educación, o por precipitación a aceptar bajo palabra los principios que le han sido
inculcados.
25. Otra explicación
Es evidente que ése es el caso de todos los niños y jóvenes; y el hábito, más
fuerte que la naturaleza, no deja de impulsarles a adorar como divino cuando los ha acostumbrado a acatar en sus mentes y a
aceptar en sus entendimientos. No es sorprendente que en una edad madura, cuando los hombres están ocupados
en los quehaceres de la vida o sumidos en la busca de
placeres, no se pongan seriarnente a la tarea de examinar sus credos, y muy particularmente cuando uno
de sus principios consiste en que los principios no deben dudarse. Y si por casualidad se disfruta de
tiempo y se tienen capacidad y voluntad, ¿quién será el atrevido que intente
mover las bases en que ha fundado todos sus pensamientos y actos anteriores, y a
exponerse de ese modo a atraer sobre sí la vergüenza de haber estado durante tanto tiempo en el equívoco
y en el error?, ¿dónde está quien sea tan intrépido para aceptar el reproche,
siempre dispuesto, que se lanza a quienes se atreven a disentir de las opiniones
aceptadas en su pais o por su círculo¿, ¿y dónde encontrará el hombre dispuesto a soportar con paciencia
los calificativos de extravagancia, escéptico o ateo que con seguridad son aplicados a quien, por poco que sea,
ponga en duda cualquier opinion general? Además, hay que considerar que
el temor de dudar de esos principios» será mayor cuando se tienen por normas que Dios estableció en las mentes como patrón y
piedra de toque de todas las demás opiniones, como sucede con todo el mundo, no habrá nada que
impida pensar que son sagradas cuando se advierte que, de todos sus pensamientos, esos son los primeros en el
tiempo y los más venerados por los demás hombres.
26. Idolatria
No es difícil imaginar cómo por estos medios sucede que los hombres terminan adorando
ídolos que han sido erigidos en sus mentes; que se encariñen con las nociones que les han sido tan
familiares y que lleguen a revestir con el atributo de lo divino ciertos absurdos y errores, convirtiéndose en celosos
adeptos de sectas que rinden culto a los toros y a los monos, y por cuya defensa están dispuestos a argumentar, a
pelear y a morir. «Dum solos credat habendod ese deos, quos iyse colit...» (cada uno está convencido de que
únicamente se deben considerar los dioses que sirve) Juvenar, sátira XV, vv. 37 y 38). Porque, como las
facultades raciocinantes del alma, que casi siempre están ocupadas, aunque no siempre con cautela y
sabiduría, no podrían desplegarse, faltas de fundamento y apoyo en la mayoría de los hombres, quienes, o por
certeza o por distracaon no quieran penetrar hasta los principios del conocimiento y rastrear la verdad hasta
su fuente y origen, o porque no tienen tiempo, por falta de ayudas adecuadas, o por alguna otra
razón no pueden hacer eso, resulta muy natural y casi inevítable que esa gcnte camulgue con algunos principios
prestados; de tal forma que, como éstos gozan de la supuesta reputación de ser pruebas de otras cosas, se
piensa que ellos mismos no están necesitados de prueba alguna. Quien admita en su mente algunos de esos
principios, para darles el acatamiento que se concede a los principios de esa clase sin
que nunca se aventure a examinarlos, sino, por el contrario, se acostumbre a creer en ellos, puesto que están para ser creidos,
estará expuesto a recibir por la educación que le den y por las costumbrcs aceptadas en su país cualquier
absurdo en calidad de principio innato y, a fuerza de
fijar la atención sobre el mismo objeto, llegará a cegarse de tal modo que tome por imagen de la deidad
y como obra de sus manos algún monstruo forjado por su propio cerebro.
27. Es preciso examinar los principios
Por la variedad de principios opuestos aceptados y defendidos por toda clase y calidad de hombres
fácilmente se puede notar cuántos son los que llegan a ellos por ese lento camino que
hemos expuesto, y, sin embargo, los consideran innatos. Y a quien niegue que ése es el método por
el cual la mayoria de los hombres alcanzan la certidumbre que tienen acerca de la verdad
y evidencia de sus principíos, tal vez no les sea tan fácil encontrar otro modo de explicar la
existencia de dogmas opuestos, firmemente creidos, afirmados confiadamente, y por los que tantos hombres
han estado dispuestos en todo tiempo a morir para demostrar que son verdaderos. Y, por cierto, si es
privilegio de los principios innatos de ser recibidos sin examen y dando fe a su
propia autoridad, no puedo hablar de ninguna cosa que no pueda creerse, ni cómo
sería posible poner en duda los principios aceptados por cualquiera. Pero si se admiten como lícitos y como
una obligación examinar y poner a prueba los principios, me gustaría saber de qué modo pueden ponerse
a prueba los primeros principios innatos; o, por lo menos, cabe preguntar: cuáles son los rasgos y
características que enseñan a distinguir los auténticos principios innatos de los otros, para que, entre la
gran variedad de candidatos, no se caiga en error en un asunto de tanta importancia. Cuando se haga esto,
estaré dispuesto a abrazar unas proposiciones que son tan deseadas como útiles; pero, mientras tanto,
humildemente me permitiré dudar, puesto que temo que el argumento del asentimiento universal, el
único aducido, no es prueba suficiente para decidirme en la elección y para
asegurarme la existencia de cualquier principio innato.