EL VALOR NECESITA DE LA SABIDURÍA
He aquí lo que habríamos respondido a la mayoría. Pero ahora, junto con Protágoras, os pregunto a vosotros, Hipias y Pródico (pues ya es hora de que participéis en la disputa) si lo que digo os parece verdadero o falso.
A todos les pareció que lo dicho era pero que muy verdadero.
– Así, pues –añadí–, estáis de acuerdo en que lo agradable es bueno y lo molesto, malo. Dejo de lado ahora la distinción de los nombres de Pródico: Bien digas «agradable», «delectable» o «regocijante», bien gustes de llamar a esto de cualquier modo o manera, ten a bien responder, estimado Pródico, al contenido de mi pregunta.
Pródico, sonriendo, asintió; e igualmente los demás.
– Y bien, amigos –proseguí–, ¿qué pensáis al respecto?; ¿no es cierto que todas las acciones encaminadas a vivir agradablemente y sin sufrimientos son bellas?; ¿y no es cierto que una obra bella es buena y útil?
Convinieron en ello.
– Si, pues, lo agradable es bueno, nadie, sabiendo o creyendo que otras acciones son mejores que la que él realiza, si le es posible, va y la realiza, pudiendo realizar la que es mejor. Y dejarse vencer no es otra cosa que ignorancia, en tanto que superarse a sí mismo no es otra cosa que sabiduría.
Todos convinieron en ello.
– Y bien, ¿acaso no llamáis ignorancia al hecho de tener una falsa opinión y de engañarse sobre las cosas de mucha importancia?
También convinieron todos en ello.
– ¿Qué otra conclusión sacar, entonces, sino que nadie va por gusto hacia lo malo ni hacia lo que considera malo y que, según parece, no está en la naturaleza del hombre el deseo de ir tras lo que considera malo con preferencia a lo bueno, y que, en caso de verse obligado a escoger entre dos males, nadie escoge el mayor, pudiendo escoger el menor?
Todos convinieron en todo esto.
– Y bien –proseguí–, ¿hay algo a lo que llamáis temor o miedo? ¿Llamáis eso a lo mismo que yo? A tí me dirijo ahora, Pródico. Yo llamo esto a cierta espera de un mal, tanto si la llamáis temor como si miedo.
Protágoras e Hipias convinieron en que efectivamente, esto era temor o miedo. Pródico, en cambio, convino en que era temor, pero no miedo.
-Nada importa eso. Pródico –repuse–. Lo importante es lo siguiente: Si lo anterior es verdad, ¿acaso un hombre sentirá deseos de ir tras lo que teme pudiendo ir tras lo que no teme? ¿No resulta esto imposible según lo que hemos concertado? En efecto, quedamos de acuerdo en que lo que se teme es lo que se considera malo, y que nadie por gusto va tras, ni toma, lo que considera malo.
-Todos convinieron en esto. Yo proseguí:
– Esto supuesto, Pródico e Hipias, que Protágoras nos justifique la verdad de lo que respondió al principio. No lo del principio del todo, esto es, que siendo cinco las partes de la virtud ninguna de ellas es como otra, sino que cada una de ellas posee facultad propia; ahora no me refiero a esto, sino a lo que dijo después. En efecto, a continuación afirmó que cuatro de ellas guardaban bastante proximidad entre sí, pero que el valor era bastante diferente de las restantes; afirmó que yo me daría cuenta de ello mediante la prueba siguiente: «Sócrates –dijo–, encontrarás hombres que son muy impíos, muy injustos, muy intemperantes y muy ignorantes, pero, por otra parte, muy valientes». Yo, entonces, quedé de momento sorprendido de la respuesta, pero más sorprendido aún he quedado después de haber tratado esto con vosotros. Le pregunté, en efecto, si a los valientes les llamaba audaces. «Sí –dijo–; y, además, arriesgados». ¿Recuerdas, Protágoras, que respondiste esto?
Dijo que sí se acordaba.
– Veamos, pues –proseguí–; dinos: ¿En qué afirmas tú que son arriesgados los valientes? ¿En lo mismo que lo son los cobardes?
– No –respondió.
– ¿En otras cosas?
– Sí –dijo.
– Entonces, ¿los cobardes afrontan las situaciones que inspiran confianza en tanto que los valientes, las terribles?
– Así opina la gente, Sócrates.
– Tienes razón –repuse–; pero no te pregunto eso, sino en qué afirmas tú que son arriesgados los valientes: ¿En las situaciones terribles, creyendo que son tales, o en las que no lo son?
– Según las razones que antes exponías, ha quedado demostrado que lo primero es imposible.
– También en esto tienes razón –repuse–; de modo que si ha quedado demostrado eso correctamente, entonces nadie afronta las situaciones que considera terribles, puesto que, dejarse vencer, hemos visto que es ignorancia.
Protágoras estuvo de acuerdo.
– Por lo tanto, todos afrontan las situaciones que inspiran confianza, tanto los cobardes como los valientes, y en este sentido, afrontan lo mismo los cobardes y los valientes.
– Sin embargo, Sócrates, las situaciones que afrontan los cobardes y los valientes son totalmente opuestas. Por lo pronto, unos desean ir a la guerra, otros, en cambio, no.
– Ir a la guerra –repuse–, ¿es una cosa bella o vergonzosa?
– Bella –respondió.
– ¿Y no hemos convenido en que, si es bella, es buena? Pues quedamos de acuerdo en que todas las acciones bellas son buenas.
– Tienes razón, y así me ha parecido siempre.
– Bien –repuse–. Pero ¿quiénes son los que, según dices, no quieren ir a la guerra, pese a ser una cosa bella y buena?
– Los cobardes –respondió.
– ¿Y no es cierto –repuse– que, si es una cosa bella y buena, es también agradable?
– En eso hemos quedado –dijo.
– ¿Pero es que los cobardes no desean ir, a sabiendas, hacia lo que es más bello y mejor y más agradable?
– Si admitimos esto, echamos por tierra los puntos de acuerdo anteriores.
– ¿Y el valiente? ¿No tiende hacia lo que es más bello y mejor y más agradable?
– Necesario es admitirlo.
– Y en general, ¿no es verdad que los valientes no tienen miedos vergonzosos, cuando temen, ni confianzas vergonzosas, cuando confían?
– Es verdad –respondió.
– Y si no son vergonzosos, ¿no es cierto que son bellos? Estuvo de acuerdo en ello.
– Y si bellos, también buenos, ¿ no?
– Sí.
– Por el contrario, ¿no es cierto que los cobardes, los confiados y los furiosos tienen miedos vergonzosos y confianzas vergonzosas?
Estuvo de acuerdo en ello.
– Pero esas confianzas vergonzosas y malas que tienen los cobardes, ¿de dónde proceden sino del desconocimiento y de la ignorancia?
– Así es.
– Y bien, a aquello por lo que los cobardes son cobardes, ¿lo llamas cobardía o valentía?
– Cobardía, sin duda.
– ¿Y no quedamos en que son cobardes por ignorancia de las cosas terribles?
– Exactamente.
– ¿Son, por consiguiente, cobardes debido a esta ignorancia?
– Sí.
– ¿Y no acabas de afirmar que aquello por lo que son cobardes es la cobardía?
Dijo que sí.
– Así, pues, ¿no será la cobardía ignorancia de las cosas terribles y de las no terribles?
Hizo un signo de aprobación.
– Por otra parte –proseguí–, el valor es lo contrario de la cobardía.
– Sin duda.
– Y la sabiduría de las cosas terribles y no temibles. ¿no es lo contrario de la ignorancia de tales materias?
También hizo otro signo de aprobación.
– Y la ignorancia de estas materias, ¿no es la cobardía?
Concedió esto de muy mala gana.
– Por consiguiente, la sabiduría de las cosas temibles y no temibles es el valor, ya que ella es lo contrario de la ignorancia de estas materias, ¿no?
Sobre esto no quiso ya hacer signo alguno de aprobación y guardó silencio Entonces. yo le dije:
– ¿Qué te pasa, Protágoras, que ni afirmas ni niegas lo que te pregunto?
– Concluye tú mismo –me dijo.
– Bien; pero haciéndote aún una última pregunta: ¿Sigues aún opinando, como al principio, que hay hombres muy ignorantes y, sin embargo, muy valientes?
– Sócrates, me pareces un porfiado al obligarme a responder; así, pues,
voy a darte ese gusto. Te respondo que lo que me preguntas me parece
insostenible, según lo que hemos concertado.