DUDA SOCRÁTICA
¿Virtud o Virtudes?

– Cuánto te agradezco, hijo de Apolodoro, el que me hayas compelido a venir aquí, pues posee para mí gran valor oír a Protágoras lo que he oído. Hasta ahora, siempre había creído que no existía práctica humana mediante la cual los buenos se hacen buenos. Ahora estoy convencido de que sí. Pero me queda una pequeña duda, de la que, evidentemente, Protágoras me sacará fácilmente, ya que también me ha sacado de muchas de esta índole.

Si alguien consultase sobre estas mismas cuestiones con cualquiera de nuestros oradores

políticos, probablemente escucharía de un Pericles o de algún otro maestro de elocuencia discursos de este tipo. Pero si se les plantea una objeción, son como los libros: incapaces de responder o de preguntar. En cambio, apenas si alguien les pregunta algo de lo expuesto por ellos, lo mismo que, cuando se golpea una vasija de bronce, ésta resuena con fuerza y vibra largamente hasta que alguien le pone la mano encima, así también estos oradores, a una pregunta breve, sueltan un discurso inacabable. Protágoras, aquí presente, en cambio, es capaz, no sólo de pronunciar largos y hermosos discursos, como acaba de demostrar, sino también de responder con brevedad a las preguntas, así como de esperar, cuando pregunta, y de aceptar la respuesta, cosa para la que pocos están preparados. Y ahora, Protágoras, sólo me queda una pequeña duda, que si me la aclarases, quedaría plenamente satisfecho.

Dices que la virtud es enseñable; y si hubiera de creer a alguien, te creería a tí. Te pido, pues, que me quites de encima este pequeño escrúpulo que me ha dejado tu discurso. Decías que Zeus infundió en los hombres la justicia y el pudor, y luego, repetidas veces a lo largo del discurso, has hablado de la justicia, la sensatez, la piedad, y todas estas como formando una unidad: la virtud. Esto quisiera que me explicases con exactitud: ¿Qué clase de unidad es la virtud? La justicia, la sensatez y la piedad ¿son partes de la virtud, o bien éstas que acabo de nombrar son todas nombres de una sola realidad? Esto es lo que quisiera saber.

– Fácil resulta, Sócrates, responder a esto: Al ser la virtud una, son partes las que mencionabas.

– ¿Son partes a la manera en que la boca, la nariz, los ojos, los oídos, son partes del rostro, o a la manera en que lo son las partes del oro, que en nada difieren entre sí y cada una con respecto al todo, excepto en la grandeza o la pequeñez?

– A la manera primera., me parece, Sócrates, y tal como las partes del rostro se relacionan con todo el rostro.

– ¿Y los hombres –repuse– adquieren, unos una de estas partes de la virtud y otros otra, o bien, necesariamente, el que posea una las tiene todas?

– De ninguna manera –respondió–, puesto que muchos son valientes, pero injustos, o bien son justos, pero no sabios.

– Entonces, ¿también éstas, la sabiduría y el valor, son partes de la virtud?

– Exacto –respondió–. Y la más excelente de las partes es la sabiduría.

– ¿Y cada una de ellas –repuse– es algo distinto de las otras?

– Sí.

– ¿Y cada una de ellas tiene facultad propia, al igual que las del rostro? Los ojos, por ejemplo, no son como los oídos ni su facultad es como la de éstos, ni ninguna otra parte es como alguna de las restantes, ni por su facultad ni por nada. ¿Ocurre lo mismo con las partes de la virtud?: ¿ninguna de ellas es como otra, ni por sí misma ni por su facultad? ¿No es cierto que de ajustarse al paradigma guardan, evidentemente, estas relaciones?

– Así es, efectivamente, Sócrates.

– Entonces –repuse–, ninguna otra parte de la virtudes es como el saber ni como la justicia ni como el valor ni como la sensatez ni como la piedad.

– No –añadió.

– Examinemos, pues, juntos –repuse–, la naturaleza de cada una de éstas. Y, en primer lugar, lo siguiente: ¿La justicia es o no algo real? A mí me parece que sí, ¿y a tí?

– A mí también –respondió.

– Pues bien, si alguien nos preguntase: «Decidme, Protágoras y Sócrates, esa cosa real que acabáis de mencionar, la justicia, ¿es en sí misma justa o injusta?». Yo le respondería que justa. ¿Qué dictamen darías tú? ¿El mismo que yo u otro?

– El mismo –respondió.

– Entonces, tal es la justicia cual ser justo, respondería yo a nuestro preguntante. ¿No responderías eso tú también?

– Sí.

– Y si además de esto nos preguntase: «¿No decís también que existe una piedad?». Asentiríamos a ello, pienso.

– Efectivamente.

– «¿También decís que esto es algo real?», proseguiría él. ¿Asentiríamos, o no?

También estuvo de acuerdo en esto.

– «¿Decís –proseguiría– que ese mismo algo real ha sido hecho así por naturaleza como algo impío o como algo piadoso?». A mí –repuse– esta pregunta me indignaría y respondería: «Habla bien, hombre, porque difícilmente pueda ser piadosa alguna otra cosa, si no lo es la piedad misma». ¿Qué dirías tú? ¿No responderías así?

– Por supuesto que sí –dijo.

– Si siguiera preguntando y nos dijese: «¿Pero qué decíais poco ha? ¿Acaso no os he entendido bien? Me pareció que decíais que las partes de la virtud se relacionan entre sí de tal forma que ninguna de ellas es como la otra». Yo le respondería: «Lo anterior lo has entendido bien, pero si crees que he dicho yo eso, te equivocas. Protágoras fue quien respondió eso; yo, simplemente, preguntaba». Si él, entonces, dijese: «Protágoras, ¿dice Sócrates la verdad? ¿Sostienes que ninguna parte de la virtud es como otra? ¿Es ésta tu opinión?». ¿Qué le responderías?

– Tendría que admitirlo, Sócrates.

– Admitido todo esto, ¿qué le responderíamos, Protágoras, si nos preguntase: «Así, pues, ni la piedad es como ser justa una cosa, ni la justicia como ser piadosa, sino que ésta es como ser no piadosa y aquélla, como ser no justa; por lo tanto, aquélla es injusta, y ésta, impía, ¿no?». ¿Qué le responderíamos? Yo, por mi parte, le respondería que la justicia es piadosa y la piedad, justa. Y en tu nombre, si me lo permites, respondería esto mismo: Que la justicia es lo mismo que la piedad o algo muy parecido, y que la justicia es, ante todo, como la piedad y la piedad, como la justicia. Mira, pues, si me prohíbes responder así o estás de acuerdo.

– Me parece, Sócrates, que no del todo. La cuestión no es tan sencilla como para conceder que la justicia es piadosa y la piedad, justa; antes bien, me parece que hay en ello alguna diferencia. Pero eso ¿qué importa? Si quieres, convengamos en que la justicia es Piadosa y la Piedad, justa.

– De ningún modo –repuse–. Porque no tengo necesidad alguna de que se redarguya con ese «si quieres» o «si te parece», sino de que redarguyamos tú y yo. Lo de «tú y yo» lo digo porque pienso que es la mejor forma de poner a prueba la discusión, al eliminar de ella ese «si».

– Sin duda –repuso– la justicia se parece en algo a la piedad; pues también cualquier cosa, de alguna manera y en algún aspecto, se parece a otra: Lo blanco se parece, de alguna manera, a lo negro; lo duro, a lo blando; incluso aquellas cosas que en apariencia son más opuestas entre sí. Las mismas partes del rostro, de las que antes decíamos que poseían facultades diferentes y que ninguna de ellas era como otra, de alguna manera y en algún aspecto, se parecen y cada una es como las otras. De modo que por ese camino podrías probar, si quisieras, que todas las cosas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a las cosas que tienen algo semejante, ni desemejantes a las que tienen algo desemejante, por muy poco que tengan semejante .Quedé sorprendido y le pregunté:

– ¿Pero es que, según tú, lo justo y lo piadoso se relacionan entre sí de modo que sólo poseen en común una pequeña semejanza?

– No exactamente así –respondió–. Pero tampoco como tú, me parece, piensas.

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