DEBATE SOBRE UN TEXTOS DE SIMÓNIDES SOBRE LA VIRTUD
– Considero, Sócrates, que una parte muy importante de la educación del hombre consiste en ser buen conocedor de la poesía épica, esto es, poder entender los escritos de los poetas; lo que han compuesto correctamente y lo que no, y saber discernir y dar razón de ello cuando sea preguntado. Y también ahora mi pregunta versará sobre aquello mismo sobre lo cual, ya antes, hemos disputado: la virtud; pero trasladada al campo de la poesía; ésta será la única diferencia.
En cierto pasaje dice Simónides, refiriéndose a Scopas, hijo de Creón el tesalio, que
Sin duda, llegar a ser un hombre bueno verdaderamente es difícil,
cuadrado de manos, de pies y de mente, hecho sin defecto.
¿Conoces esta oda o te la recito completa?
– No es necesario –respondí–, pues la conozco y me ha interesado mucho.
– Tanto mejor –repuso–. ¿Te parece, entonces, que ha sido compuesta con belleza y con verdad, o no?
– Con gran belleza y verdad –respondí.
– ¿Y si el poeta se contradice en ella? ¿Te seguiría pareciendo que ha sido compuesta con belleza?
– No; sin belleza –respondí.
– Mírala, entonces, mejor –dijo.
– ¡Pero, querido amigo, si la he examinado cuidadosamente !
– Pues sabes que unos versos más adelante dice:
El dicho de Pítaco, aunque salido de un sabio, no me resulta armonioso:
Es difícil, decía, ser bueno.
¿Te das cuenta de que es la misma persona la que dice estos versos y los anteriores?
– Lo sé, –respondí.
– ¿Y te parece –repuso– que éstos concuerdan con aquéllos?
– Así me parece –repuse.
Pero recelando a la vez de lo que iría a añadir le pregunté:
– ¿Es que a ti no te lo parece?
– ¿Cómo me iba a parecer que está de acuerdo consigo mismo el autor de ambos pasajes, el cuál, primero, establece que «llegar a ser un hombre bueno verdaderamente es difícil» y poco más adelante en el mismo poema lo olvida, y a Pítaco, que dice lo mismo que él, a saber, que «es difícil ser bueno», le censura, a la vez que manifiesta no estar de acuerdo con quien dice lo mismo que él? Es evidente que censurar a quien dice lo mismo que uno mismo es censurarse a sí mismo, de modo que, o bien la primera vez, o bien la segunda, no habla como es debido.
Estas palabras provocaron un amplio murmullo y muchos elogios entre los oyentes. Yo, por un momento, como golpeado por un gran púgil, sentí vértigo y quedé perturbado, tanto por lo que él había dicho, como por la aclamación de los demás. Luego, si he de decirte la verdad, para ganar tiempo con el que examinar qué habría querido decir el poeta, me volví hacia Pródico y dirigiéndole la palabra:
– Pródico –le dije–, Simónides es compatriota tuyo; justo es que acudas en su auxilio. Creo que debo pedirte ayuda para ello como relata Homero que el Escamandro, atacado por Aquiles, pidió ayuda al Simois:
Hermano mío, contengamos juntos la fuerza de este hombre
Así, también, te pido ayuda yo ahora, para que Protágoras no nos eche por tierra a Simónides. Pues la defensa de Simónides precisa de ese arte tuyo mediante el cual distingues «querer» de «desear», como cosas que no son lo mismo; así como también otras muchas cosas bellas de las que antes nos hablabas. Ahora, mira a ver si tu opinión concuerda con la mía, pues no me parece que Simónides se contradiga. Pero expónnos tú primero, Pródico, tu parecer: ¿Crees que «llegar a ser» es lo mismo que «ser» o una cosa distinta?
– Una cosa distinta, ¡por Zeus! –respondió Pródico.
– ¿No es cierto que en el primer pasaje Simónides expone su propia opinión, a saber, que llegar a ser un hombre bueno verdaderamente es difícil?
– Cierto es lo que dices, respondió Pródico.
– Censura a Pítaco –añadí– no, como piensa Protágoras, por decir lo mismo que él, sino por decir otra cosa. Pues Pítaco no dijo que era difícil «llegar a ser» bueno, como Simónides, sino «ser». Por lo tanto, Protágoras, según Pródico, no es lo mismo «ser» que «llegar a ser». Y si no es lo mismo «ser» que «llegar a ser», entonces Simónides no se contradice. Y a propósito de «es difícil llegar a ser bueno», quizá Pródico, aquí presente, y otros muchos hagan suyas las palabras de Hesíodo: «Que los dioses han puesto el sudor delante de la virtud», pero que, una vez que alguien ha llegado a la cima de la virtud, luego, le es más fácil, aun siendo difícil poseerla.
Al oír decir esto, Pródico me alabó, pero Protágoras replicó:
– Tu defensa, Sócrates, contiene un error mayor que el que defiendes.
– Entonces, según tú, Protágoras, lo he hecho mal y soy como un médico ridículo que, por curar la enfermedad, la agravo.
– Pues así es –añadió.
– ¿Y cómo es eso?, –repuse.
– Mucha habría de ser la ignorancia del poeta, dijo, para afirmar algo tan necio sobre lo que es poseer la virtud, dado que resulta lo más difícil de todo, como todo el mundo reconoce.
– ¡Por Zeus! –repuse–, ¡qué oportunidad que Pródico presencie nuestra disputa!, ya que su divina sabiduría parece ser, Protágoras, una de las más antiguas, que se remonta a Simónides o, incluso, es más antigua. Pero tú, que eres experto en otras muchas cosas, en ésta pareces un inexperto, y no un experto como yo, por ser discípulo de Pródico. En este momento me parece que no llegas a entender que el «difícil» ese, quizá, Simónides no lo tomó en el mismo sentido en que tú lo tomas, sino en un sentido como el que a propósito de «terrible» me corrige siempre Pródico: Cuando para alabar, por ejemplo, a tí o a algún otro digo: «Protágoras es un sabio terrible», me pregunta si no me avergüenzo de llamar «terrible» a lo que es bueno; pues lo terrible, dice, es malo. En efecto, nadie habla de una riqueza terrible, de una paz terrible o de una salud terrible, sino de una enfermedad terrible, de una guerra terrible, de una pobreza terrible; puesto que lo terrible es malo. Por consiguiente, quizá también los de Ceos y Simónides tomen «difícil» en el sentido de «malo» o de alguna otra cosa que tú no llegas a entender. Preguntemos a Pródico, pues justo es preguntarle sobre este vocablo de Simónides. Pródico, ¿qué entendía Simónides por «difícil»?
– «Malo» –respondió.
– Y por eso, Pródico –repuse–, censura a Pítaco cuando éste dice que es difícil ser bueno; como si le hubiese oído decir que es malo ser bueno.
– ¿Pues qué crees, Sócrates –dijo Pródico–, que iba a entender Simónides sino eso? Y reprocha a Pítaco no haber aprendido a emplear correctamente los nombres por ser de Lesbos y haberse educado en una lengua bárbara.
– Protágoras –repuse–, ya oyes lo que dice Pródico. ¿Tienes algo que objetar?
– Pródico –dijo Protágoras–: dista mucho de ser eso así. Estoy seguro de que Simónides, como la mayoría de nosotros, entendía por «difícil», no lo malo, sino lo que no es fácil, lo que se consigue con muchos impedimentos.
– También yo creo, Protágoras –repuse–, que Simónides entendía eso y que, además, Pródico lo sabe, pero que bromea y te tienta para ver si eres capaz de defender tu razonamiento. Prueba evidente de que Simónides no entiende «malo» por «difícil» es lo que sigue inmediatamente después, cuando dice que
Sólo un dios podría poseer este privilegio.
Sin duda, no iba a decir que es malo ser bueno y a continuación afirmar que sólo el dios posee tal cosa y asignar al dios, exclusivamente, dicho privilegio. Si así fuera, Pródico consideraría a Simónides un disoluto y no ciudadano de Ceos. Por lo demás, cuál era, en mi opinión, la idea de Simónides en este poema, estoy dispuesto a exponértela, si es que quieres enterarte de cómo entiendo yo eso que tú llamas poesía. Pero, si lo prefieres, te escucho.
Al oír decir esto, Protágoras replicó:
– Como tú quieras, Sócrates.
Por su parte, Pródico, Hipias y todos los demás me pidieron insistentemente que lo hiciera.
– Voy a intentar, pues –dije–, exponeros cuál es mi opinión sobre este poema:
La afición al saber es muy antigua entre los helenos y está muy extendida por Creta y Lacedemonia: Allí hay más sabios que en parte alguna, pero se ocultan y fingen ser ignorantes, para que no se evidencie que son superiores a los helenos en sabiduría, tal como nos decía antes Protágoras que hacían los sofistas. Aparentan, antes bien, ser superiores en la lucha y en el valor; porque piensan que, si se llega a conocer en que son superiores, entonces, todo el mundo se dedicaría a esto, a la sabiduría. Y así, ocultando su habilidad, engañan a los laconizantes de las demás ciudades, los cuales, para imitarlos, se abren las orejas, se ciñen con cintas, se aficionan a la gimnasia y usan vestidos cortos, como si los lacedemonios superasen en esto a los demás helenos. Los lacedemonios, por su parte, cuando quieren conversar libremente con sus sabios y se cansan de frecuentarlos en secreto, decretan una expulsión de estos extranjeros laconizantes, así como de cualquier otro extranjero allí residente, y se reúnen con los sabios, a espaldas de los extranjeros. Además, no permiten, como tampoco los cretenses, que ninguno de sus jóvenes salga a las otras ciudades, para que no desaprendan lo que ellos les han enseñado. En efecto, en estas ciudades se encuentran no sólo hombres, sino también mujeres, orgullosos de su educación. Una prueba de que digo la verdad y de que los lacedemonios se educan magníficamente en filosofía y en elocuencia es la siguiente: Si alguien se pone a conversar con el más vulgar de los lacedemonios, le tendrá por un inepto en muchas de sus frases, pero luego, de repente, en un momento dado de la conversación, al igual que un hábil arquero, lanza, como un rayo, una frase corta y llena de sentido, de modo que su interlocutor no queda a su lado por encima de un niño. Por eso, hay ahora y ha habido antiguamente quienes se han percatado de esto mismo, a saber, de que laconizar consiste en aficionarse al saber mucho más que a la gimnasia, al darse cuenta de que el ser capaz de proferir tales sentencias es de hombres completamente instruidos. A esta clase de hombres pertenecieron Tales de Mileto, Pítaco de Mitilene, Bias de Priene, nuestro Solón, Cleóbulo de Lindos, Misón de Quene y, como séptimo, se mencionaba entre éstos a Quilón de Lacedemonia. Todos ellos fueron émulos apasionados y estudiosos de la educación lacedemonia. Señal de esta su sabiduría son esas sentencias breves, dignas de recuerdo por parte de todos, que, como primicias de su sabiduría, ofrecieron conjuntamente a Apolo en el templo de Delfos, haciendo inscribir estas dos que todos repiten: Conócete a tí mismo y nada en demasía.
¿Que por qué os cuento esto? Porque esa era la manera de filosofar de los antiguos: una concisión lacónica. Y a Pítaco, en particular, se le atribuía esta sentencia celebrada por los sabios: «Lo difícil: ser bueno». Simónides, por su parte, ansioso de fama en la sabiduría, comprendió que si echaba por tierra esta sentencia, al igual que si hubiese vencido a un atleta famoso, sería célebre entre los hombres de entonces. Así pues, con la pretensión de destruir esa sentencia y por la razón indicada, compuso todo su poema. Tal es mi opinión.
Examinémoslo, no obstante, todos juntos para ver si tengo razón. En efecto, el comienzo mismo del poema resultaría ya ridículo si el poeta, queriendo decir que es difícil llegar a ser un hombre bueno, introduce el «sin duda». Pues esta expresión no parece introducida por razón alguna, a menos que se suponga que Simónides se refiere a la sentencia de Pítaco para poner pegas. Al decir Pítaco: «es difícil ser bueno», Simónides disiente diciendo: «No, Pítaco; sin duda, lo difícil es llegar a ser un hombre bueno verdaderamente». No «verdaderamente bueno», pues no es a «bueno» a lo que se aplica «verdaderamente», como si hubiese algunos que son verdaderamente buenos y otros sólo buenos, pero no verdaderamente. Esto sería evidentemente una simpleza, indigna de Simónides. Es preciso admitir en el verso una transposición de «verdaderamente» que se corresponde con el dicho de Pítaco, como si lo pusiéramos en un diálogo entre Pítaco y Simónides en el que, al decir aquél: «humanos, es difícil ser bueno», éste respondiera: «Pítaco: no dices la verdad, porque no es el ser, sino, sin duda, el llegar a ser, un hombre bueno, cuadrado de manos, de pies y de espíritu, lo verdaderamente difícil». De esta forma aparece el «sin duda» introducido con razón y el «verdaderamente» correctamente colocado al final. Y todo lo que sigue en el poema confirma que ése es el sentido. Muchas de sus partes, así como lo que se dice a propósito de cada materia, confirman que ha sido cuidadosamente compuesto, pues está lleno de encanto y elegancia. Pero resultaría excesivo analizarle de esta manera. Analicemos, pues, la idea del poema en general y su intención: Se trata, ante todo, de refutar, a lo largo de todo el poema, la sentencia de Pítaco. En efecto, poco después de este pasaje, como para justificar que, sin duda, llegar a ser un hombre bueno es verdaderamente difícil, añade: «aunque alguien sea capaz de ello por algún tiempo», pero, una vez que haya llegado a serlo, permanecer en ese estado y «ser un hombre bueno», como tú dices, Pítaco, es imposible y sobrehumano, pues «sólo un dios podría poseer este privilegio».
Al hombre, en cambio, no le es posible ser no malo,cuando una adversidad irresistible le abate.
Así pues, ¿a quién abate una irresistible adversidad en el mando de un navío? Es evidente que no al profano, porque el profano siempre está abatido. Como tampoco se derriba a quien está tumbado, sino que se derriba a quien ésta de pie, para ponerle tumbado; pero no al tumbado. Así, también, una adversidad irresistible abate a quien alguna vez tuvo recursos, no a quien siempre estuvo sin ellos: La descarga de una gran tempestad deja sin recursos al piloto, como la estación que viene desarreglada deja sin recursos al labrador, y como le sucede al médico mutatis mutandis. Es decir, cabe que el bueno llegue a ser malo, como lo atestigua el dicho de otro poeta:
El hombre bueno es, unas veces, malo, otras, bueno.
Pero no cabe que el malo llegue a ser malo, porque lo es necesariamente siempre. De modo que al dotado de recursos, al sabio, o al bueno, cuando le abate una adversidad irresistible, «no le es posible ser no malo». Tú dices, Pítaco, que es difícil ser bueno, pero, sin duda, es difícil llegar a serlo, aunque posible; pero ser bueno es imposible.Todo hombre, que actúa bien, es bueno, pero malo, si actúa mal.
Ahora bien, ¿qué es una buena actuación en lo referente a la escritura, y qué hace bueno a un hombre en escritura? Es evidente que el aprendizaje de dicha materia. ¿Cuál es la buena conducta que hace a un médico bueno? Evidentemente, el aprendizaje de la cura de enfermos. Por otra parte, «es malo, si actúa mal»: ¿Quién podría llegar a ser un mal médico? Evidentemente, quien, en primer lugar, sea médico; y, en segundo, buen médico. Este, efectivamente, podría llegar a ser, a su vez, malo. Nosotros, en cambio, legos en medicina, nunca podríamos llegar a ser, actuando mal, ni médicos, ni arquitectos, ni cosa por el estilo. Quien actuando mal no llegue a ser médico, es evidente que tampoco será un mal médico. Así también, el hombre bueno podrá llegar a ser, en determinadas circunstancias, malo, debido a la edad o la fatiga o una enfermedad o a cualquier otra desgracia, porque la única actuación mala es ésta: privarse del saber. Pero el hombre malo nunca podrá llegar a ser malo, pues lo es siempre. Si pretende llegar a ser malo, es preciso que antes llegue a ser bueno.
De modo que también esta parte del poema apunta a lo siguiente: Que no es posible ser un hombre bueno y perseverar siempre en ese estado; es posible, en cambio, llegar a ser bueno y, luego, malo. Pero, «ante todo, los mejores son aquéllos a quienes los dioses aman».
Todo esto, pues, va dirigido contra Pítaco, y lo que sigue lo atestigua aún mejor. Dice, en efecto:
Por eso yo nunca hacia una esperanza inútil
lanzaré el destino de mi vida,
lo que llegar a ser es imposible buscando:
un hombre sin tacha entre quienes
los frutos de la vasta tierra compartimos.
Cuando le encuentre os lo diré.
Y sigue diciendo –con tal vehemencia y a lo largo de todo el poema ataca la sentencia de Pítaco:
Pero a todo el mundo que
nada vergonzoso realiza gustosamente alabo y amo,
pues contra la necesidad ni los dioses luchan.
También estos versos van dirigidos a ese mismo dicho. Porque Simónides no era tan poco instruido como para decir que alababa a quien no hace nada malo «gustosamente»; como si hubiese alguien que obrase mal gustosamente. Pues estoy persuadido de que ningún varón sabio piensa que hombre alguno yerre gustosamente o cometa acciones vergonzosas y malas gustosamente. Por el contrario, saben bien que todo el que comete acciones vergonzosas y malas las comete a pesar suyo. Y Simónides dice alabar, no a quien no hace mal gustosamente, sino que el «gustosamente» se lo aplica a sí mismo. Pensaba, en efecto, que un hombre de bien se hace muchas veces violencia a sí mismo para llegar a ser amigo y elogiador de ciertas personas. Muchas veces, por ejemplo, a una persona le cae en suerte una madre, un padre, una patria o algo por el estilo, un tanto especiales. Los que son malos, cuando les sucede algo de esto, lo ven como con agrado y con sus reproches sacan a la luz y divulgan los defectos de los padres o de la patria, para que, al despreocuparse de ellos, los demás no les recriminen ni les echen en cara su despreocupación; de modo que murmuran aún más y a los odios inevitables añaden otros por su cuenta. Los buenos, por el contrario, disimulan y se esfuerzan en procurarles alabanzas; y si alguna injusticia de sus padres o de su patria les indigna, se apaciguan a sí mismos y restablecen la concordia, proponiéndose amarlos y alabarlos.
Supongo que muchas veces Simónides mismo habrá considerado oportuno alabar y encomiar a un tirano o a algún otro por el estilo, no gustosamente, sino por necesidad. Y por eso dice a Pítaco: «Pítaco, yo, si te censuro, no es porque soy amigo de censurar, puesto que
me basta quien no sea malo
ni demasiado inútil: el hombre sano
que conoce la justicia beneficiosa para la ciudad.
No denigraré a ése,
pues de denigrar no soy amigo,
porque no tiene límite el linaje de los necios.
de modo que, si alguien gusta de censurar, de los reproches a éstos quedará harto.
En verdad, son honestas todas las cosas con las que no
están mezcladas las torpes.
No dice esto como dando a entender que, en verdad, son blancas todas las cosas con las que no están mezcladas las negras, pues esto resultaría extremadamente ridículo, sino que él se contenta con la mediocridad para no censurar. Y «no busco –dice– un hombre sin tacha entre quienes compartimos los frutos de la vasta tierra. Cuando le encuentre, os lo diré». De modo que, por esta razón, no voy a alabar a nadie, ya que «me basta quien sea mediocre y no haga nada malo», puesto que «a todo el mundo alabo y amo». Emplea aquí una expresión de los mitilenos como para dirigirse a Pítaco: «A todo el mundo (...) gustosamente alabo y amo». (Dentro del paréntesis y entre pausas va) «que nada vergonzoso realiza». Porque hay personas a las que alabo y amo no gustosamente. A tí, pues, Pítaco, si dijeras una cosa medianamente conveniente y verdadera, nunca te censuraría. Pero ahora, por engañarnos gravemente en un asunto de suma importancia, bajo la apariencia de decir la verdad, por eso te censuro.
Esta es, mi opinión, Pródico y Protágoras, la intención con la que Simónides ha compuesto este poema.
Entonces dijo Hipias:
– Me parece, Sócrates, que has explicado hábilmente el poema. Pero yo también tengo un buen comentario del mismo que os puedo ofrecer, si queréis.
– De acuerdo, Hipias –repuso Alcibíades–, pero en otra ocasión. Ahora justo es que Protágoras y Sócrates cumplan lo que concertaron: si todavía Protágoras quiere preguntar, que responda Sócrates; pero si quiere ya responder a Sócrates, que pregunte éste.
– Dejo a Protágoras que elija lo que más le guste –repuse–. Pero si accede a ello, dejemos a un lado las odas y poemas épicos. Con mucho gusto, Protágoras, concluiría contigo el examen de lo que te pregunté al principio. Porque las disputas sobre poesía me parecen adecuadas para los banquetes de las gentes ignorantes y vulgares; pues éstas, al no poder, debido a su falta de educación, por sí mismas mantener con las demás una conversación ni con su voz ni con sus razonamientos, alquilan flautistas, pagando cara la voz ajena de las flautas, y a través de sus sonidos se relacionan con los demás. En cambio, cuando se reúnen a comer gentes de bien y educadas, no verás ni flautistas ni bailarinas ni tañedoras de lira, sino que se bastan a sí mismas para conversar por su propia voz sin necesidad de esas bagatelas y puerilidades. Hablan y escuchan alternativa y ordenadamente, aun cuando hayan bebido vino en abundancia. Así, también este tipo de reuniones, cuando se componen de gentes como las que la mayoría de nosotros nos preciamos de ser, no tienen necesidad de voces ajenas ni de poetas a los que no cabe preguntar sobre qué hablan, en tanto que sus intérpretes, disputando sobre cualquier cuestión que no pueden probar, unos dicen que el poeta entendía esto y otros, lo otro. Los hombres virtuosos rechazan complacerse en tales reuniones; conversan entre sí por sus propios medios, poniendo a prueba el ingenio de los demás y dando prueba del suyo a través de los razonamientos. Estos son, en mi opinión, a quienes debemos más bien imitar tú y yo. Dejando a un lado los poetas, hablemos entre nosotros por nuestros propios medios, poniendo a prueba la verdad y nuestro ingenio. Si quieres preguntar aún, dispuesto estoy a responderte; o bien, si quieres, permíteme preguntarte, para dar fin a las cuestiones que habíamos iniciado e interrumpimos a la mitad.
Mientras yo decía estas y otras cosas por el estilo, Protágoras no dejaba entrever qué opción tomaría. Entonces, Alcibíades, dirigiéndose a Calias le dijo:
– Calias, ¿te parece correcto el proceder de Protágoras, al no querer mostrar con claridad si va a entrar en conversación o no? A mí, desde luego, no. Que dispute o que diga que no quiere disputar, para que todos nos enteremos de ello por su propia boca y para que Sócrates dispute con algún otro u otro cualquiera, si quiere, con otro.
Entonces Protágoras, avergonzado, según me pareció, por lo que decía
Alcibíades y por las instancias de Calias y de casi todos los presentes, se
decidió, no sin dificultad, a disputar y me mandó que le preguntase, pues
estaba dispuesto a responder.