INTRODUCCIÓN AL PROTÁGORAS
Amigo.- ¿De dónde sales, Sócrates? ¿No es evidente que de andar a
la caza de los favores de Alcibíades? Por cierto, el otro día, al verle,
me pareció, en verdad, un hombre hermoso todavía y, con todo, un hombre,
Sócrates, dicho sea entre nosotros, y apuntándole ya una espesa barba.
Sócrates.- Bueno, ¿y qué? ¿Acaso no eres tú admirador de Homero, el
cual dijo que la edad más agradable es la de la primera barba,
precisamente la edad que tiene ahora Alcibíades?
Am.- ¿Y cómo están ahora las cosas? ¿Vienes de estar con él? ¿En
qué disposición se encuentra el joven contigo?
Sóc.- En buena, me pareció, y especialmente hoy, pues habló mucho en mi
favor, prestándome apoyo. Precisamente vengo de estar con él. Sin
embargo, voy a decirte algo inimaginable: Pese a estar él presente, no le
prestaba atención, y muchas veces me olvidaba de él.
Am.– ¿Y qué cosa ha podido pasar entre tú y él? Porque,
indudablemente, no habrás encontrado en esta ciudad otro más hermoso.
Sóc.– Pues sí; y con mucho.
Am.– ¿Qué dices? ¿Es de aquí o es extranjero?
Sóc.– Extranjero.
Am.– ¿De qué país?
Sóc.– De Abdera.
Am.– ¿Y tan hermoso te ha parecido ese extranjero como para resultarte
más hermoso que el hijo de Clinias?
Sóc.– ¿Cómo no ha de ser, mi buen amigo, que lo más sabio me resulte
lo más hermoso?
Am.– ¿Pero es acaso un sabio, Sócrates, lo que acabas de encontrarnos?
Sóc.– Pues sí; y, sin duda, al más sabio de los que actualmente
viven, si es que Protágoras te parece el más sabio.
Am.– ¡Oh! ¿Qué dices? ¿Ha llegado Protágoras?
Sóc.– Hace ya tres días.
Am.- ¿Y vienes ahora de estar con él?
Sóc.- Así es. Y hemos mantenido una larga conversación.
Am.- Entonces, si no tienes inconveniente, ¿por qué no nos la cuentas?
Siéntate aquí; ocupa el asiento de este esclavo.
Sóc.- De acuerdo, y lo haré con mucho gusto, si queréis escucharme.
Am.- Y nosotros te lo agradeceremos, si nos la cuentas.
Sóc.- En ese caso, el gusto sería doble. Así que, ea, escuchad: Anoche,
antes de amanecer, Hipócrates, hijo de Apolodoro y hermano de Fason,
picó insistentemente con su bastón a mi puerta y, una vez que alguien le
abrió, al punto entró precipitadamente y, dando grandes voces, dijo:
«Sócrates, ¿velas o duermes?». Entonces yo, reconociendo su voz, me
dije: «Este es Hipócrates», y le pregunté «¿Qué nuevas me traes?».
«Ninguna que no sea buena», replicó. «Enhorabuena, pues -repuse-, pero
¿de qué se trata y por qué vienes a esta hora?». «Protágoras está
aquí», dijo, parándose ante mí. «Desde anteayer -repuse-. Pero ¿es
que acabas de enterarte?». «¡Por los dioses! -exclamó-, que no me
enteré hasta ayer tarde».
Y, palpando la cama en la oscuridad, se sentó a mis pies y añadió:
«Como te lo digo, que fue ayer tarde, a última hora, a mi llegada a
Oinoe. Pues mi esclavo Sátiro se había escapado y, si bien pensaba
comunicarte que iba a ir a buscarle, sin embargo, me olvidé, no sé por
qué. Una vez de vuelta, después de cenar, al ir a acostarnos, fue cuando
mi hermano me dijo que Protágoras estaba aquí. Lo primero que pensé fue
venir a decírtelo; pero, luego, me pareció que la noche estaba ya
demasiado avanzada. Sin embargo, tan pronto como el sueño me libró de la
fatiga, me levanté rápidamente y vine para acá». Entonces yo,
reconociendo su valentía y su excitación, le dije: «¿Pero en qué te
incumbe esto? ¿Te ha ofendido en algo Protágoras?». El, riéndose,
contestó: «¡Por los dioses!, Sócrates, ¡Claro que sí! Ya que sólo
él es sabio y a mí no me hace tal». «Pero, ¡Por Zeus! –repliqué–,
si le ofreces dinero y le convences, te hará sabio». «Si por eso es –dijo–.
¡Por Zeus y todos los dioses! que no escatimaré mi dinero ni el de mis
amigos. Y por eso precisamente acudo ahora a tí: Para que le hables de
mí, pues yo soy aún demasiado joven y nunca he visto ni oído a
Protágoras, ya que la primera vez que vino aquí yo era aún un niño.
Pero todos le ensalzan, Sócrates, y dicen que, hablando. es el más
sabio. ¿Por qué no vamos a su casa para cogerle dentro? se aloja, según he oído, en casa de
Calias, el hijo
de Hipónico. Vayamos, pues». «Todavía no, buen amigo –repuse–. Es
temprano para ir allí. Salgamos, entretanto, al patio, y esperemos,
mientras paseamos, a que amanezca. Y, después. vamos. Protágoras pasa
mucho tiempo en casa; de modo que, tranquilízate, le cogeremos,
seguramente, dentro».
Después de esto, nos levantamos y salimos al patio. Yo, para tantear el
ánimo de Hipócrates, le pregunté, al tiempo que le observaba
atentamente:
– Dime, Hipócrates; ahora pretendes acudir a Protágoras y gastarte con
él tu dinero, pero ¿a qué clase de hombre te diriges? ¿En qué piensas
salir convertido de sus manos? Supón que te diera por acudir a tu
homónimo, Hipócrates de Cos, el de los Asclepíades, y gastarte con él
tu dinero; si alguien te preguntase: «Dime, Hipócrates, ¿piensas gastar
tu dinero con Hipócrates en tanto que es qué?». ¿Qué responderías?
– Respondería –dijo–, que en tanto que es médico.
– ¿Y para convertirte en qué?
– En médico –dijo.
– Y si te diera por acudir a Policleto de Argos o a Fidias de Atenas y
gastarte con ellos tu dinero, y si alguien te preguntase: «¿Piensas
gastar tu dinero con Policleto y con Fidias en tanto que son qué? ¿Qué
responderías?
– Respondería que en tanto que son escultores.
–¿Y para convertirte en qué?
– En escultor, evidentemente.
– Pues bien –repuse–, ahora es a Protágoras a quien acudimos tú y
yo. Y estamos dispuestos a pagarle por tu instrucción, si es que alcanza
nuestra fortuna para con ella convencerle, y, si no, echando mano de la de
los amigos. Si alguien, al vernos tan empeñados en este propósito, nos
preguntase: «Decidme, Sócrates e Hipócrates, ¿pensáis gastar vuestra
fortuna con Protágoras en tanto que es qué?». ¿Qué responderíamos?
¿Por qué otro nombre oímos llamar a Protágoras? Así como a Fidias le
llaman escultor y a Homero poeta, a Protágoras ¿qué nombre se le da?
– A este hombre, Sócrates. Le llaman sofista.
– Entonces, ¿vamos a gastar nuestra fortuna con él en tanto que
sofista?
– Exactamente.
– Y si alguien te preguntase: «Acudes a Protágoras para convertirte
¿en qué?»
Entonces él se ruborizó (ya empezaba a amanecer, por lo que su rostro
resultaba visible) y respondió:
– Si el caso es como los anteriores, es evidente que para convertirme en
sofista.
– ¡Por los dioses! –repuse–, ¿No te avergonzarías de aparecer tú
mismo ante los helenos como un sofista?
– ¡Por Zeus!. Ciertamente que sí, Sócrates, si he de decir lo que
siento.
– Pero, entonces, Hipócrates, ¿no es cierto que tú piensas que el
aprendizaje con Protágoras será tal cual fue el aprendizaje con el
maestro de primeras letras, de cítara y de gimnasia? En efecto,
aprendiste cada una de estas disciplinas, no para ejercerlas como
profesional, sino para educarte como conviene a cualquier ciudadano libre.
– Exactamente así –respondió– entiendo yo el aprendizaje con
Protágoras.
– ¿Te das cuenta, entonces –dije–, de lo que vas a hacer, o no te
percatas?
– ¿De qué?
– De que vas a encomendar el cuidado de tu alma a un hombre que es, como
dices, un sofista; mas qué es un sofista, mucho me extraña que lo sepas.
Y si desconoces esto, no sabes tampoco a quién entregas tu alma, ni si el
propósito es bueno o malo.
– Creo saberlo, –repuso.
– Dime, entonces, ¿qué piensas que es un sofista?
– Pienso que, como el nombre indica, es aquél que es entendido en cosas
sabias.
– Lo mismo, –repliqué–, cabe decir de los pintores y de los
arquitectos: Ellos son entendidos en cosas sabias. Ahora bien, si alguien
nos preguntase: «¿En qué cosas son entendidos los pintores?», le
responderíamos, probablemente, que en las cosas concernientes a la
producción de imágenes; y así del resto. Si, de la misma manera, nos
preguntasen: «¿En qué cosas sabias es entendido el sofista?» ¿Qué le
responderíamos? ¿En qué oficio es maestro?
– ¿Qué íbamos a responder, Sócrates, sino que es maestro en hacer
que uno hable hábilmente?
– Con eso, repuse, diríamos, sin duda, la verdad, pero no suficiente,
pues esa respuesta nos exige otra pregunta: ¿Sobre qué hace el sofista
que uno hable hábilmente? El citarista, por ejemplo, hace, sin duda, que
uno hable hábilmente sobre aquello en lo que es entendido; lo
concerniente a la cítara, ¿no?
– Exacto.
– Bien. Y el sofista, ¿sobre qué hace que uno hable hábilmente? ¿No
es evidente que sobre lo que él conoce?
– Naturalmente.
– ¿Y qué es eso en lo que el sofista es entendido y hace entendido a
su discípulo?
– ¡Por Zeus!, –replicó–, no sé contestarte.
Entonces yo le dije:
– ¿Cómo? ¿No te das cuenta del peligro en el que vas a poner tu alma?
Si tuvieras que confiar tu cuerpo a alguien, corriendo el riesgo de
resultar mejorado o dañado, ¿acaso no mirarías mucho si deberías o no
confiarlo y dedicarías muchos días a pedir consejos a los amigos y
allegados? Pero, cuando se trata de algo que estimas más que tu cuerpo,
esto es, tu alma, de la que depende toda tu felicidad o tu desdicha,
según resulte mejorada o dañada, sobre eso no consultas ni con tu padre
ni con tu hermano ni con ninguno de nuestros amigos, si debes confiar o no
tu alma a ese extranjero que acaba de llegar, sino que te enteras ayer
tarde, según dices, de su llegada y ya hoy, antes de amanecer, pones
manos a la obra, sin reflexionar y sin consultar si es conveniente
confiarte a él o no. Y estás dispuesto, además, a gastar toda tu
fortuna y la de tus amigos, dando por hecho que, de cualquier forma, debes
unirte a Protágoras, a quien no conoces, como confiesas, ni has tratado
nunca; a quien llamas sofista, pero con un manifiesto desconocimiento de
qué es un sofista, a quien vas a confiarte.
Al oír esto, repuso:
– Por lo que acabas de decir, Sócrates, eso parece.
– ¿No es cierto, Hipócrates, que el sofista es una especie de
comerciante o traficante de mercancías de las que se alimenta el alma? Al
menos, a mí eso me parece.
– ¿Pero de qué se alimenta el alma, Sócrates?
– De las enseñanzas, indudablemente, –repuse–. De modo que, amigo
mío, no nos vaya a engañar el sofista, alabando lo que vende, como los
que venden alimentos del cuerpo, los comerciante y traficantes. Porque
éstos negocian con mercancías, de las que ni ellos mismos saben cuál es
provechosa o perjudicial para el cuerpo (pues, al venderlas, las alaban
todas), ni lo saben los que se las compran, a no ser que alguno sea, por
casualidad, maestro de gimnasia o médico. Así también, los que llevan
las enseñanzas por las ciudades, vendiéndolas y traficando con ellas,
ante quien siempre está dispuesto a comprar, alaban todo lo que venden.
Mas, probablemente, algunos de éstos, querido amigo, desconocen qué, de
lo que venden, es provechoso o perjudicial para el alma; y lo mismo cabe
decir de los que les compran, a no ser que alguno sea también, por
casualidad, médico del alma. Por lo tanto, si eres entendido en cuál de
estas mercancías es provechosa y cuál perjudicial, puedes ir seguro a
comprar las enseñanzas a Protágoras o a cualquier otro.
Pero si no, procura, mi buen amigo, no arriesgar ni poner en peligro lo
más preciado, pues mucho mayor riesgo se corre en la compra de
enseñanzas que en la de alimentos. Porque quien compra comida o bebida al
traficante o al comerciante puede transportar esto en otros recipientes y,
depositándolo en casa, antes de proceder a beberlo o comerlo, puede
llamar a un entendido para pedirle consejo sobre lo que es comestible o
potable y lo que no, y en qué cantidad y cuándo; de modo que no se corre
gran riesgo en la compra. Pero las enseñanzas no se pueden transportar en
otro recipiente, sino que, una vez pagado su precio, necesariamente, el
que adquiere una enseñanza marcha ya, llevándola en su propia alma,
dañado o beneficiado. Por consiguiente, examinemos estas cuestiones con
quienes tienen más edad que nosotros, pues somos aún jóvenes para
resolver un asunto tal. Ahora, no obstante, vayamos, como habíamos
decidido, y escuchemos a ese hombre; y luego, al oírle, consultemos
también con otros, ya que Protágoras no está allí solo, sino que
están Hipias de Elis y también, creo, Pródico de Ceos y muchos otros
asimismo sabios.