¿PUEDE ENSEÑARSE LA VIRTUD?

Cuando nos hubimos sentado todos, Protágoras dijo:

– Repite ahora, Sócrates, una vez que están éstos presentes, lo que poco ha me recordabas en favor de este joven.

– Protágoras –repuse–, el comienzo es el mismo que el de antes, por lo que respecta al motivo de nuestra visita: Hipócrates, aquí presente, está ansioso de tu compañía; le gustaría oír decir qué obtendrá si te sigue.

Tales fueron nuestras palabras. Tomando la palabra Protágoras, dijo:

– Joven, esto tendrás, si me sigues: En cuanto convivas un día conmigo, volverás a casa siendo mejor, y al día siguiente, lo mismo, y todos los días progresarás a más.

Al oír esto, repuse:

– Protágoras, nada sorprendente tiene lo que dices, sino que es lo más natural; pues incluso tú, pese a los muchos años que tienes y lo sabio que eres, si alguien te enseñase lo que no alcanzas a saber, llegarías a ser mejor. Pero no es esa la cuestión. Supongamos que, de pronto, Hipócrates cambia de idea y desea la compañía de ese joven recién llegado a la ciudad, Zeuxipo de Heraclea, y acudiendo a él, como ahora a tí, escucha de él lo mismo que ha escuchado de tí: que cada día que pase con él se hará mejor y progresará. Si le preguntase: «¿En qué dices que me haré mejor y progresaré?». Zeuxipo respondería que en pintura. Y si frecuentase a Ortágoras de Tebas y, al escuchar de él lo mismo que ha escuchado de tí, le preguntase que en qué iba a ser mejor cada día pasado con él, éste respondería que en el arte de tocar la flauta. Respóndenos, pues, del mismo modo a este joven y a mí, cuando te preguntamos: «Si Hipócrates, aquí presente, frecuenta a Protágoras, en cuanto pase un día con él, volverá siendo mejor, y así. cada día, progresará; pero, ¿en qué?, Protágoras, y ¿sobre qué?».

Protágoras, al oír esto respondió:

– Sócrates, preguntas con habilidad y a mí me gusta responder a los que preguntan con habilidad. Si Hipócrates acude a mí, no tendrá que soportar los inconvenientes que soportaría frecuentando a cualquier otro de los sofistas pues todos ellos causan perjuicio a los jóvenes: Estos huyen de las artes y aquéllos de nuevo les empujan, contra su voluntad, a ellas, haciéndoles aprender cálculo, astronomía, geometría, música, (y, al decir esto, miraba a Hipias). En cambio, quien acuda a mí, no aprenderá otra cosa que aquello a lo que viene. Lo que yo enseño es la prudencia: en los asuntos familiares, para que administre su casa perfectamente; y en los asuntos públicos, para que sea el mejor dispuesto en el actuar y en el hablar.

– Vamos a ver –repuse– si interpreto bien tus palabras. Me parece que te refieres al arte de la política y que te comprometes a hacer de los hombres buenos ciudadanos.

– Esa es, exactamente, Sócrates, la oferta que hago.

– ¡Qué hermoso arte posees!, si realmente lo posees. No te voy a decir otra cosa que lo que pienso. Yo creía, Protágoras, que esto no era enseñable, si bien no sé cómo voy a disentir de tu afirmación. Y es justo que te diga por qué pienso que ni es enseñable ni los hombres pueden transmitírselo unos a otros. En efecto, yo opino, al igual que todos los demás helenos, que los atenienses son sabios. Y observo, cuando nos reunimos en asamblea, que si la ciudad necesita realizar una construcción, llaman a los arquitectos para que aconsejen sobre la construcción a realizar. Si de construcciones navales se trata, llaman a los armadores. Y así en todo aquello que piensan es enseñable y aprendible. Y si alguien, a quien no se considera profesional, se pone a dar consejos, por hermoso, por rico y por noble que sea, no se le hace por ello más caso, sino que, por el contrario, se burlan de él y le abuchean, hasta que, o bien el tal consejero se larga él mismo, obligado por los gritos, o bien los guardianes, por orden de los presidentes le echan fuera o le apartan de la tribuna. Así es como acostumbran a actuar en los asuntos que consideran dependientes de las artes. Pero si hay que deliberar sobre la administración de la ciudad, se escucha por igual el consejo de todo aquél que toma la palabra, ya sea carpintero, herrero o zapatero, comerciante o patrón de barco, rico o pobre, noble o vulgar; y nadie le reprocha, como en el caso anterior, que se ponga a dar consejos sin conocimientos y sin haber tenido maestro. Evidentemente, es porque piensan que esto no es enseñable. Y no sólo ocurre así en los asuntos comunitarios de la ciudad, sino que, también en los privados, los ciudadanos más sabios y mejores son incapaces de transmitir a otros esa virtud que ellos poseen. Así, Pericles, por ejemplo, padre de estos dos jóvenes, los ha educado conveniente y cuidadosamente en todo aquello que depende de maestros; en cambio, en aquello que él mismo es sabio, ni los educa él ni se los encomienda a ningún otro, sino que les deja pastar libremente, como animales sueltos, por si encuentran casualmente la virtud por sí mismos. Si quieres, he aquí otro ejemplo: Este mismo Pericles, siendo tutor de Calias, hermano menor de Alcibíades, aquí presente, y temiendo que aquél fuera corrompido por Alcibíades, le separó de éste y encargó a Arifrón de su educación. Pero no habían pasado seis meses, cuando Arifrón, no sabiendo qué hacer con él, se lo devolvió a Pericles.

Podría citarte otros muchos que, siendo virtuosos, jamás pudieron hacer mejores a nadie: ni a propios ni a extraños.

A la vista de estos ejemplos, Protágoras, desconfío de que la virtud sea enseñable, pero, cuando te oigo decir tales cosas, me siento confundido y empiezo a creer lo que dices, convencido, como estoy, de la gran experiencia que posees, debida a lo mucho que has aprendido y a lo que tú mismo has descubierto. Por eso, si puedes demostrarnos con mayor claridad que la virtud es enseñable, no rehuses, sino demuéstralo.

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