EL MITO DE PROTÁGORAS

– No rehusaré, Sócrates –repuso–. Pero ¿preferís que lo demuestre, como un anciano con jóvenes, relatando un mito, o prosiguiendo con un discurso razonado?

Muchos de los que allí estaban sentados le dijeron que lo expusiese como quisiese.

– Si es así –repuso–, creo que resultará más agradable que os relate un mito.

Era un tiempo en el que existían los dioses, pero no las especies mortales. Cuando a éstas les llegó, marcado por el destino, el tiempo de la génesis, los dioses las modelaron en las entrañas de la tierra, mezclando tierra, fuego y cuantas materias se combinan con fuego y tierra. Cuando se disponían sacarlas a la luz, mandaron a Prometeo y a Epimeteo que las revistiesen de facultades distribuyéndolas convenientemente entre ellas. Epimeteo pidió a Prometeo que le permitiese a él hacer la distribución. «Una vez yo haya hecho la distribución, dijo, tú la supervisas». Con este permiso comienza a distribuir. Al distribuir, a unos les proporcionaba fuerza, pero no rapidez, en tanto que revestía de rapidez a otras más débiles. Dotaba de armas a unas en tanto que para aquéllas, a las que daba una naturaleza inerme, ideaba otra facultad para su salvación. A las que daba un cuerpo pequeño, les dotaba de alas para huir o de escondrijos para guarnecerse, en tanto que a las que daba un cuerpo grande, precisamente mediante él, las salvaba. De este modo equitativo iba distribuyendo las restantes facultades. Y las ideaba tomando la precaución de que ninguna especie fuese aniquilada. Cuando les suministró los medios para evitar las destrucciones mutuas, ideó defensas contra el rigor de las estaciones enviadas por Zeus: las cubrió con pelo espeso y piel gruesa, aptos para protegerse del frío invernal y del calor ardiente, y, además, para que cuando fueran a acostarse, les sirvieran de abrigo natural y adecuado a cada cual. A unas les puso en los pies cascos y a otras piel gruesa sin sangre. Después de esto, suministró alimentos distintos a cada una: A unas hierbas de la tierra; a otras, frutos de los árboles; y a otras, raíces. Y hubo especies a las que permitió alimentarse con la carne de otros animales. Concedió a aquéllas escasa descendencia, y a éstos, devorados por aquéllas, gran fecundidad; procurando, así, salvar la especie.

Pero como Epimeteo no era del todo sabio, gastó, sin darse cuenta, todas las facultades en los brutos. Pero quedaba aún sin equipar la especie humana y no sabía qué hacer. Hallándose en este trance, llega Prometeo para supervisar la distribución. Ve a todos los animales armoniosamente equipados y al hombre, en cambio, desnudo, sin calzado, sin abrigo e inerme. Y ya era inminente el día señalado por el destino en el que el hombre debía salir de la tierra a la luz. Ante la imposibilidad de encontrar un medio de salvación para el hombre, Prometeo roba a Hefesto y a Atenea la sabiduría de las artes junto con el fuego (ya que sin el fuego era imposible que aquélla fuese adquirida por nadie o resultase útil) y se la ofrece, así, como regalo al hombre. Con ella recibió el hombre la sabiduría para conservar su vida, pero no recibió la sabiduría política, porque estaba en poder de Zeus y a Prometeo no le estaba permitido acceder a la mansión de Zeus, en la acrópolis, a cuya entrada había dos guardianes terribles. Pero entró furtivamente al taller común de Atenea y Hefesto en el que practican juntos sus artes y, robando el arte del fuego de Hefesto y las demás de Atenea, se las dio al hombre. Y, debido a esto, el hombre adquiere los recursos necesarios para la vida, pero sobre Prometeo, por culpa de Epimeteo, recayó luego, según se cuenta, el castigo de robo.

El hombre, una vez que participó de una porción divina, fue el único de los animales que, a causa de este parentesco divino, primeramente reconoció a los dioses y comenzó a erigir altares e imágenes de dioses. Luego, adquirió rápidamente el arte de articular sonidos vocales y nombres, e inventó viviendas, vestidos, calzado, abrigos, alimentos de la tierra. Equipados de este modo, los hombres vivían al principio dispersos y no había ciudades, siendo, así, aniquilados por las fieras, al ser en todo más débiles que ellas. El arte que profesaban constituía un medio, adecuado para alimentarse, pero insuficiente para la guerra contra las fieras, porque no poseían aún el arte de la política, del que el de la guerra es una parte. Buscaron la forma de reunirse y salvarse construyendo ciudades, pero, una vez reunidos, se ultrajaban entre sí por no poseer el arte de la política, de modo que, al dispersarse de nuevo, perecían. Entonces Zeus, temiendo que nuestra especie quedase exterminada por completo, envió a Hermes para que llevase a los hombres el pudor y la justicia, a fin de que rigiesen las ciudades la armonía y los lazos comunes de amistad. Preguntó, entonces, Hermes a Zeus la forma de repartir la justicia y el pudor entre los hombres: «¿Las distribuyo como fueron distribuidas las demás artes? Pues éstas fueron distribuidas así: Con un solo hombre que posea el arte de la medicina, basta para tratar a muchos, legos en la materia; y lo mismo ocurre con los demás profesionales. ¿Reparto así la justicia y el pudor entre los hombres, o bien las distribuyo entre todos?». «Entre todos, respondió Zeus; y que todos participen de ellas; porque si participan de ellas sólo unos pocos, como ocurre con las demás artes, jamás habrá ciudades. Además, establecerás en mi nombre esta ley: Que todo aquél que sea incapaz de participar del pudor y de la justicia sea eliminado, como una peste, de la ciudad».

Ahí tienes, Sócrates, por qué los atenienses, al igual que los demás pueblos, cuando deliberan sobre la virtud en arquitectura o en cualquier otra profesión, sólo a unos pocos les consideran con derecho a dar consejos. Y si alguien que no sea de éstos se pone a dar consejos, no le toleran, como tú dices, y con razón, añado yo. Pero cuando se ponen a deliberar sobre la virtud política, toda la cual deben abordar con justicia y sensatez, entonces escuchan, y con razón, a todo el mundo, como suponiendo que todos deben participar de esta virtud o, de lo contrario, no habría ciudades. Esta es, Sócrates, la causa de tal comportamiento.

Y para que no creas que te engaño, he aquí una prueba de cómo todos los hombres, en realidad, piensan que cada particular participa de la justicia y del resto de la virtud política: En las demás virtudes, como tú dices, si alguien, por ejemplo, dice que es un buen flautista o que sobresale en cualquier otro arte, sin ser verdad, entonces o se burlan o se indignan con él, y sus parientes, yendo por él, le recriminan como si se hubiera vuelto loco. Cuando, por el contrario, se trata de la justicia o del resto de la virtud política, si alguien, de quien saben que es injusto, se pone a decir en público la verdad sobre su persona, esto, el decir la verdad, que en el caso anterior se consideraba como sensato, en éste, se toma como una locura; pues sostienen que todo el mundo debe decir que es justo, lo sea o no; y que, quien no simula la justicia, está loco, puesto que no hay nadie que, en alguna manera, no participe necesariamente de la justicia, a menos que deje de ser hombre.

En resumen, he aquí mi respuesta: Que, efectivamente, cuando se trata de esta virtud, los atenienses admiten, con razón, el consejo de todo el mundo, porque piensan que todo el mundo tiene parte en ella.

Que, por otra parte, en su opinión esta virtud no es por naturaleza ni se desarrolla por sí misma, sino que es enseñable y que, si en alguien se desarrolla, se debe a su aplicación, es lo que a continuación voy a intentar demostrarte.

Pues con respecto a los defectos que los hombres consideran unos de otros, debidos a la naturaleza o a la casualidad, nadie se irrita ni reprende ni enseña ni castiga a quienes los poseen para que no sean así, sino que les compadecen. ¿Quién iba a ser tan necio como para intentar hacer algo de eso, por ejemplo, con los feos o los pequeños o los débiles? Pues se sabe, creo, que todos estos defectos, como sus contrarios, les sobrevienen a los hombres por naturaleza y por azar. Cuando se trata, en cambio, de aquellas virtudes que se piensa son fruto de la aplicación, de la práctica y de la enseñanza, si alguien posee, no éstas, sino los defectos contrarios, entonces sobre ese tal recaen iras, castigos y reproches. Parte de éstos son la injusticia, la impiedad y, en una palabra, todo lo que es contrario a la virtud política. En este caso, todo el mundo se irrita y reprende a quien sea, prueba evidente de que se consideran fruto de la aplicación y del aprendizaje. Y si quieres reflexionar, Sócrates, sobre el valor que tiene castigar a los injustos, eso mismo te hará ver que los hombres consideran que la virtud puede ser adquirida. En efecto, nadie castiga a los injustos con la atención puesta en, o a causa de, que cometieron injusticias, a menos que se vengue irracionalmente como una bestia. El que se pone a castigar con la razón aplica el castigo, no por la injusticia pasada, pues no conseguiría que lo que fue dejase de ser, sino pensando en el futuro. para que ni él ni quien ve su castigo vuelvan a cometer injusticias. Y si lo hace con esta intención, es porque piensa que la virtud es enseñable, pues castiga en prevención. De esta opinión son cuantos en la vida privada o pública aplican penas. A los que se considera injustos, los condena y castiga todo el mundo, y sobremanera, los atenienses, tus conciudadanos. De esto se deduce, lógicamente, que también los atenienses son de los que piensan que la virtud puede ser adquirida y enseñada.

Me parece que ha quedado suficientemente demostrado por qué tus conciudadanos actúan correctamente al aceptar, en lo tocante a la política, el consejo de un herrero o de un zapatero; y, en segundo lugar, que consideran que la virtud es enseñable y puede ser adquirida.

Queda aún la otra dificultad que tú presentabas a propósito de los hombres virtuosos, a saber, por qué los varones virtuosos instruyen y hacen sabios a sus hijos en todo aquello que depende de maestros, pero en nada les hacen mejores cuando se trata de la virtud en la que ellos sobresalen. Sobre esto no te pondré un mito, sino un discurso razonado. Reflexiona sobre esto: ¿Existe o no algo uno de lo que todos los ciudadanos han de participar necesariamente para que la ciudad subsista? Aquí. precisamente, y no en otro sitio encuentra solución la dificultad que tú presentas. Si ese algo uno existe y no es la arquitectura ni la forja ni la a alfarería, sino la justicia, sensatez, la piedad, y este uno formado es lo que llamo virtud propia del hombre; si existe esto de lo que todos deben participar y que constituye un modelo que todo aquél que quiera aprender o realizar alguna otra cosa ha de seguir o, de lo contrario, renunciar a ello; si al que no participa de ello se le enseña y se le castiga, sea niño, hombre o mujer, para que mediante el castigo se haga mejor, y, en caso de no enmendarse con castigos y enseñanzas, se le expulsa por indeseable de la ciudad o se le mata, si todo esto es así y pese a ello los hombres virtuosos enseñan a sus hijos todo lo demás, pero esto no, ¡mira tú que maravilla de hombres virtuosos! Pues ya hemos demostrado que ellos consideran que esto es enseñable, tanto en la vida privada como en la pública. Pero siendo enseñable y cultivable ¿enseñan a sus hijos las demás cosas sobre las que no existe pena de muerte en caso de no saberlas, en tanto que sobre lo que existe pena de muerte y también de destierro para sus hijos (y, además de pena de muerte, confiscación de bienes y, para resumir en una palabra, destrucción de las familias), esas materias, en cambió, ni las enseñan ni las cuidan con todo cuidado? Al menos, Sócrates, hay que creerlo así.

Desde la más tierna infancia y durante toda la vida enseñan y amonestan a sus hijos. Tan pronto como el niño comprende el lenguaje, la nodriza, la madre, el preceptor y el padre mismo se esfuerzan constantemente para que sea el mejor en este terreno. En cada acción y en cada palabra le enseñan y le explican qué es justo y qué injusto, qué es bello y qué feo, qué es piadoso y qué es impío, qué hay que hacer y qué no. Si el niño obedece, bien; si no, le enderezan con amenazas y cachetes, como se endereza una vara torcida y curvada.

Luego, cuando se le envía a la escuela, se recomienda al maestro que ponga mucho más empeño en cultivar las buenas costumbres del niño que en cultivar el arte de las letras, o el de tocar la cítara. Los maestros, por su parte, ponen en ello el mayor cuidado. Cuando aprenden las letras y están en disposición de entender las palabras escritas, como ocurriera antes con los sonidos vocales, les ponen a leer en los bancos las obras de los grandes poetas y les obligan a aprenderlas de memoria. En ellas encuentran muchos consejos y gran número de relatos, alabanzas y elogios de egregios varones antiguos, de modo que el niño, movido por la emulación, los imite y sienta el deseo de ser como ellos. Los citaristas, a su vez, actúan de modo similar: Se cuidan de cultivar la sensatez y de que el adolescente no obre mal. Además, cuando aprenden a tocar la cítara, les enseñan las obras de otros grandes poetas líricos, para que las interpreten con la cítara, y se esfuerzan en que los ritmos y armonías queden incrustados en las almas de los niños, para que sean más mansos y para que, al ser mejores en el ritmo y la armonía, resulten competentes en el hablar y en el actuar, pues toda la vida del hombre tiene necesidad de ritmo y de armonía. Todavía después de esto, se los envía al maestro de gimnasia, para que con un cuerpo más vigoroso puedan ejecutar las órdenes de una mente ágil, y no se vean obligados, a causa de su fragilidad corporal, a amedrentarse, tanto en la guerra como en las demás situaciones. Esto lo hacen precisamente los que más pueden; y los que más pueden son los más ricos. Pues bien, sus hijos son los que primero comienzan a frecuentar la escuela y los últimos que la abandonan.

Una vez que han abandonado la escuela, de nuevo la ciudad les obliga a aprender las leyes y a vivir conforme a ellas como conforme a un paradigma, para que no actúen con ellas a capricho, sino que, lo mismo que a los niños que todavía no saben escribir bien los maestros de escritura, trazando con el estilete las letras modelo, les entregan así la cartilla y les obligan a escribir conforme a la dirección de los trazos, así también la ciudad, prescribiendo las leyes ideadas por los buenos legisladores antiguos, obliga a gobernar y a ser gobernados conforme a ellas. Si alguien se aparta de ellas, le castiga y el nombre de este castigo, tanto entre vosotros como en otras partes, es el de «correctivo», como si la justicia fuese correctora.

Pues bien, siendo tal la diligencia, tanto privada como públicamente, a favor de la virtud, ¿todavía te sorprendes, Sócrates, y dudas si la virtud es enseñable? Esto no debe sorprender a nadie; por el contrario, mucho más sorprendería que no fuese enseñable.

¿Por qué, entonces, muchos hijos de padres buenos salen malos? Aprende por tu parte esto: El hecho no resulta en absoluto sorprendente, si lo que he venido diciendo es cierto, a saber, que en este asunto, el de la virtud, si la ciudad quiere subsistir, nadie debe ser profano. Si, pues, lo que digo es así (y ciertamente lo es), elige y considera otra cualquiera de las profesiones o de las enseñanzas. Supongamos, por ejemplo, que la ciudad no pudiera subsistir sin que todos fuéramos flautistas, cada cual en la medida de sus posibilidades; y que se enseñase esto a todo el mundo, tanto privada como públicamente, a la vez que se acusaba a quien no tocara bien la flauta; y que nadie se viese privado de esto, como ahora nadie se ve privado ni hace un misterio de lo justo y de las leyes, a diferencia de lo que ocurre en las demás obras técnicas (pues a todos, creo, nos resultan ventajosas la justicia y la virtud comunitarias, y por eso todos están dispuestos a comunicar y enseñar a todos la justicia y las leyes). Si esto es así, y si mantuviésemos todo el interés y buena voluntad para enseñarnos mutuamente el arte de tocar la flauta, ¿tú crees, Sócrates, que los hijos de los buenos flautistas saldrían buenos flautistas en mayor proporción que los hijos de los malos? Yo creo que no. Ocurriría, más bien, que el hijo que saliese mejor dotado para el arte de la flauta, ese se haría famoso, mientras que el peor dotado quedaría sin gloria. Ocurriría también con frecuencia que el hijo del buen flautista saldría mediocre y el hijo del mediocre, bueno. Pero, de todas formas, todos serían flautistas aceptables, en comparación con los profanos y con quienes no entienden nada de flauta.

Así, también ahora, el hombre que más injusto pueda parecerte de cuantos viven en una sociedad regida por leyes sería, con todo, justo y un profesional de esta materia, si se le comparase con gentes que no tuviesen ni educación ni tribunales de justicia ni leyes ni coacción alguna que les obligase a cultivar la virtud, siendo así una especie de salvajes como los que el año pasado nos presentaba el poeta Ferécrates en las fiestas Leneas. Si, de repente, te vieras en medio de estas gentes, como los misántropos en aquel coro, desearías encontrarte con Euribato y Frinondas y echarías de menos con nostalgia la maldad de las gentes de aquí. Ahora te muestras desdeñoso, Sócrates, porque todo el mundo, en la medida de sus posibilidades, es maestro de virtud y, por eso, te parece que nadie lo es. Es como si trataras de averiguar quién es el maestro que nos ha enseñado a hablar griego.

Te parecería que ninguno en particular. Lo mismo te ocurriría, creo, si trataras de averiguar quién ha enseñado a los hijos de nuestros artesanos el arte que han aprendido de su padre, según el grado de competencia de éste y la de sus amigos de oficio: ¿Quién los ha enseñado? Creo, Sócrates, que indicar el maestro de éstos resulta tan difícil como fácil es encontrar el de los completamente ignorantes. Pues lo mismo ocurre con la virtud y con todo lo demás: Por pequeña que sea la ventaja que alguien nos saque en hacernos progresar en la virtud, hemos de darnos por satisfechos.

Yo, precisamente, creo ser uno de esos. Y de manera diferente a los demás hombres, ayudar a que alguien llegue a ser un hombre de bien y merecer el salario que cobro, y aún uno mayor, como opina también el mismo discípulo. Por eso, he dispuesto la siguiente forma de hacer efectivo tal salario: Una vez que alguien ha recibido mis enseñanzas, si quiere, me paga la suma que he pedido; si no, yendo a un templo, declara bajo juramento cuánto merecen mis enseñanzas y eso me entrega.

Aquí tienes, Sócrates, lo que mediante un mito y un discurso razonado he dicho: Que la virtud es enseñable. Que los atenienses así lo creen. Que no tiene nada de sorprendente el que de padres buenos salgan hijos malos y de malos, buenos; puesto que tampoco los hijos de Policleto, de la misma edad que Paralo y Jantipo, aquí presentes, son nada en comparación con su padre; y lo mismo ocurre con los hijos de los otros profesionales. Por lo que a éstos respecta, aún es pronto para enjuiciar: hay puestas en ellos muchas esperanzas, pues son jóvenes.

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