DEFINICIÓN FINAL DEL SOFISTA
Extranjero. -Acabemos resueltamente lo que nos queda por hacer. Y después de esta averiguación, recordaremos nuestras precedentes divisiones, por especies.
Teetetes. -¿Cuáles?
Extranjero. -Hemos distinguido, en el arte de hacer imágenes, o ficciones, dos especies: el arte de copiar y el arte de la fantasmagoría.
Teetetes. -Sí.
Extranjero. -Y no sabemos en cuál de estas divisiones se comprenderá al sofista.
Teetetes. -Así es.
Extranjero. -En medio de esta incertidumbre, las tinieblas se han condensado en torno nuestro, cuando hemos encontrado esta máxima, tan discutida por todos los filósofos: Que no existen absolutamente imágenes, ni ficciones, ni fantasmas, porque nunca, ni de ninguna manera, ha existido especie alguna de falsedad.
Teetetes. -Lo que dices es cierto.
Extranjero. –Pero, ahora que, viendo claro en el discurso, vemos patentemente que el juicio puede ser falso, decimos que es posible que se imiten los seres, y que de estas imitaciones nazca el arte de engañar.
Teetetes. -Es posible.
Extranjero. -Hemos estado, antes, de acuerdo en que el sofista pertenece a una de las dos especies que ya recordamos.
Teetetes. -Sí.
Extranjero. -Apliquemos, pues, de nuevo, a dividir en dos el género que ya reconocimos antes; dirijámonos siempre a la derecha, fijándonos en las especies, con las que el sofista tiene afinidades, hasta que habiéndole despojado de todo lo que tiene de común con los demás seres, y no habiéndole dejado más que su naturaleza previa, la representemos a nosotros mismos y a todos aquellos que, por las condiciones de su espíritu, son más capaces de seguir este método.
Teetetes. -Es justo.
Extranjero. -¿No comenzamos por distinguir el arte de pacer y el arte de adquirir?
Teetetes. -Sí.
Extranjero.- Y en el arte de adquirir, nos ha parecido que el sofista pertenecía sucesivamente a la caza, al combate, a los negocios, y a otras especies semejantes.
Teetetes. -Perfectamente.
Extranjero. –Pero, como el sofista nos parece comprendido en el arte de imitar, es claro que el arte de hacer es el que deberemos, por lo pronto, dividir en dos. Porque imitar es hacer imágenes, ésta es la verdad, y no hacer las cosas mismas. ¿Es ésta tu opinión?
Teetetes. -Sí.
Extranjero. -Pero el arte de hacer se divide en dos partes.
Teetetes. -¿Cuáles?
Extranjero. –La una divina, la otra humana.
Teetetes. -Yo no comprendo aún.
Extranjero. -El poder de hacer, si nos acordamos de lo que hemos establecido al principio, es, ya lo hemos dicho, el poder que es causa de que lo que no existía antes, exista después.
Teetetes. -Recordémoslo.
Extranjero. -Todos los seres vivos, que son mortales, todas las plantas, ya procedan de semillas o de raíces, todos los cuerpos inanimados, contenidos en las entrañas de la tierra, sean fusibles o no, ¿ha sido otro poder, otra acción que la de un dios la que ha hecho que, no existiendo antes todas estas cosas, hayan comenzado a existir? ¿O bien, es preciso adoptar la creencia y el lenguaje del vulgo?
Teetetes. -¿Qué lenguaje y qué creencias son ésos?
Extranjero. -La de que es la Naturaleza la que engendra todo esto, por una causa mecánica, que no dirige el Pensamiento o, quizá, la causa universal esta dotada de razón y de una ciencia divina, cuyo principio es Dios?
Teetetes. -Yo, sin duda a causa de mi poca edad, he pasado, muchas veces, de una de estas opiniones a la otra. Pero, hoy, por el respeto que me mereces, y porque sospecho que, según tú, todas estas cosas son la obra de un Dios, me inclino a creerte.
Extranjero. -Muy bien, Teetetes. Si te creyéramos capaz, como a muchos otros, de mudar algún día de opinión, haríamos hoy los mayores esfuerzos para traerte a nuestro partido por el razonamiento y la fuerza de la persuasión. Pero, yo sé que tu índole te arrastra, sin nuestro auxilio, hacia estas creencias, y así paso adelante, porque sería perder el tiempo en discursos inútiles. Siento, pues, por principio, que todas las cosas que se refieren a la naturaleza son el producto de un arte divino, y las que los hombres forman, con las primeras: productos de un arte humano. De donde se sigue que hay dos géneros en el arte de hacer: el uno humano, el otro divino.
Teetetes. -Justamente.
Extranjero. -Es preciso dividir, aún, cada uno de estos dos géneros, en dos.
Teetetes. -¿Cómo?
Extranjero. -Acabas de dividir, en dos, el arte de hacer, en razón de su latitud, pues bien, divídelo, ahora, en razón de su longitud.
Teetetes. -Dividámoslo así.
Extranjero. -Comprenderá cuatro partes: dos que se refieren a nosotros y que son artes humanas, y dos que se refieren a los dioses y son artes divinas.
Teetetes. -Sí.
Extranjero. –Pero, tomando la división en otro sentido, cada una de las dos primeras partes comprende dos: el arte de hacer las cosas mismas, y el arte que se puede llamar de hacer imágenes. He aquí cómo el arte de hacer se divide aún en dos.
Teetetes. -Explícame el objeto de estas dos ultimas divisiones.
Extranjero. -Nosotros mismos, todos los animales, los elementos de las cosas, el fuego, el agua, y todos los seres análogos a estas cosas, todo, ya lo sabemos, es producción y obra de un dios. ¿No es verdad?
Teetetes. -Sin duda.
Extranjero. –Pero, todas estas cosas van acompañadas de sus imágenes, que no son ellas, y estas imágenes son también el resultado de un arte divino.
Teetetes. -¿Qué imágenes?
Extranjero. –Los fantasmas de nuestros sueños, los cuales se ofrecen naturalmente a nuestra vista durante el día, la sombra por el reflejo del fuego, y este doble fenómeno de la luz propia del ojo y de la luz exterior, encontrándose sobre una superficie lisa y brillante, y produciendo una imagen tal, que la sensación, que experimenta la vista, es lo contrario de la sensación ordinaria.
Teetetes. -He allí, pues, los dos productos de la parte divina del arte de hacer: la cosa misma y la imagen que la sigue.
Extranjero. -Pasemos a nuestro arte humano de hacer. ¿No decimos que él construye una casa verdadera por medio de la arquitectura y, por medio de la pintura, otra que es como un sueño de creación humana, al uso de las gentes despiertas?
Teetetes. -Ciertamente.
Extranjero. -Todas nuestras obras pueden reducirse a estas dos producciones de nuestro arte de hacer: si se trata de la cosa misma, es el arte de hacer las cosas; de la imagen, es el arte de hacer imágenes.
Teetetes. -Ahora ya comprendo. Se divide el arte de hacer en dos especies, bajo dos puntos de vista. Bajo el uno, el arte es divino y humano; bajo el otro, hay el arte de producir seres y el de producir sólo semejanzas de los mismos.
Extranjero. -Ahora recordemos lo que hemos dicho del arte de hacer imágenes. Debe comprender dos especies: el arte de copiar y el arte de la fantasmagoría, si lo falso es realmente lo falso, y pertenece naturalmente a la categoría de los seres.
Teetetes. -Muy bien. .
Extranjero. -Está bien resuelto, y debemos, sin ninguna dificultad, reconocer estas dos especies.
Teetetes. -Sí.
Extranjero. -A su vez, dividamos en dos el arte de la fantasmagoría.
Teetetes. -¿Cómo?
Extranjero. -Unas veces se recurre a instrumentos extraños y, otras, el autor de la representación se sirve de sí mismo como instrumento.
Teetetes. -¿Qué dices?
Extranjero. -Cuando alguno representa tu manera de ser mediante posiciones de su cuerpo, o tu voz, mediante las inflexiones de su voz, esta parte de la fantasmagoría se llama propiamente mímica.
Teetetes. -Sí.
Extranjero. –Démosle, pues, el nombre de arte mímica. En cuanto a la otra parte, para mayor comodidad, la dejaremos a un lado, y dejamos a otro el cuidado de formar, con sus variedades, un todo, y darle el nombre que le convenga.
Teetetes. -Admitamos estas divisiones, y despreciemos la segunda.
Extranjero. –Pero, la primera debe aún ser dividida en dos; fija tu atención. He aquí por qué.
Teetetes. -Habla.
Extranjero. -Entre los que imitan, unos lo hacen sabiendo lo que imitan, y otros no sabiéndolo. Ahora bien, ¿hay diferencia más profunda que la que media entre la ignorancia y el conocimiento?
Teetetes. -No la hay.
Extranjero. –Pero, la imitación de que nosotros tratamos, es la de los que saben. En efecto, ¿cómo imitar tu actitud y tu persona, sin conocerte?
Teetetes. -Imposible.
Extranjero. -¿Pero qué diremos del exterior de la justicia y, en general, de la virtud? ¿No hay muchos que, no conociéndola y teniendo de ella un mero parecer, ponen todo su cuidado en reproducir su imagen, tal como se la figuran, imitándola en cuanto pueden en sus acciones y en sus palabras?
Teetetes.-Si, hay una infinidad.
Extranjero. -¿Es que todos los esfuerzos se estrellan, por parecer justos, sin serlo en realidad, o sucede todo lo contrario?
Teetetes. -Todo lo contrario. .
Extranjero. -Digamos, pues, que hay una gran diferencia entre este último imitador y el precedente, entre el que ignora y el que conoce.
Teetetes. -Sí. .
Extranjero. -¿Dónde encontraremos un nombre conveniente para cada uno? En verdad, nada más difícil. Parece que nuestros antepasados han tenido, sin apercibirse de ello, yo no sé qué aversión contra la división de los géneros en especies, de suerte que ninguno de ellos se tomó el trabajo de dividir. De aquí resulta que tenemos muy escasos nombres. Sin embargo, a riesgo de pasar por temerarios, haremos un sacrificio, en obsequio de la claridad y de la necesidad de distinguir, y llamaremos a la imitación, que se funda en un simple parecer, “imitación según un parecer”, y a la que se funda en ciencia, “imitación sabia”.
Teetetes. -Conforme.
Extranjero. -De la primera es de la que tenemos que ocuparnos, porque el sofista no está en el número de los que saben, sino en el de los que imitan.
Teetetes. -En efecto.
Extranjero. -Examinemos al imitador según su parecer, como se examina un trozo de hierro, para asegurarse si es hierro puro o si tiene alguna soldadura.
Teetetes. -Examinémosle.
Extranjero. -Veo una muy notable. Entre estos imitadores, hay algunos cándidos, que creen, de buena fe, saber las cosas sobre las que no tienen más que opinión, o parecer. Pero hay otros que muestran claramente, por la versatilidad de sus discursos, que tienen plena conciencia, y que temen ignorar las cosas que aparentan saber delante del público.
Teetetes. -Existen verdaderamente las dos clases de imitadores de que hablas.
Extranjero. -¿Y por qué no llamaremos a los imitadores de la primera clase, sencillos, y a los de la segunda, irónicos?
Teetetes. -No hay inconveniente.
Extranjero. -Pero este último género, ¿es simple o doble?
Teetetes. -Míralo tú.
Extranjero. -Ya lo examino y noto dos especies. Éste es hábil para ejercitar su ironía, en público, en largos discursos, delante del pueblo reunido; aquél, en particular, en discursos entrecortados, precisando a su interlocutor a contradecirse.
Teetetes.-No puede hablarse mejor.
Extranjero. -¿Cómo designaremos al imitador de largos discursos? ¿Le llamaremos hombre político u orador popular?
Teetetes. –Orador popular.
Extranjero. -Y al otro ¿le llamaremos sabio o sofista?
Teetetes. -Sabio no puede ser, porque hemos dejado sentado que no sabe. Pero, puesto que imita al sabio, debe evidentemente tomar su nombre, y creo comprender que éste es el hombre al que justamente debemos llamar verdadero sofista.
Extranjero. -¿No podremos, como antes, formar una cadena con las cualidades del sofista? ¿No las enlazaremos en su nombre, remontando desde el fin hasta el principio?
Teetetes. -Nada mejor.
Extranjero. -Por consiguiente, la imitación en esta clase de contradicción que es irónica y según un parecer; la imitación fantasmagórica, que es una parte del arte de hacer imágenes, no la divina, sino la humana; la imitación, que es, en el discurso, el arte de producir ilusiones o apariencias, tal es la raza, tal es la sangre del verdadero sofista; afirmándolo, estamos seguros de decir la pura Verdad.
Teetetes.
-Perfectamente.