SOFISTA
(225d-231c)
Extranjero. -Según mi modo de razonar, se refieren todos a un arte único, que designaremos, con un solo nombre.
Teetetes. -¿Cuál?
Extranjero. -El arte de seleccionar.
Teetetes. –Bien.
Extranjero. -Examina si habría medio de distinguir en este arte dos especies.
Teetetes. -Me impones una indagación demasiado premiosa para mí.
Extranjero. -¡Ah! ¿No ves que, cuando se discierne o distingue alguna cosa, tan pronto se separa lo peor de lo mejor, como lo semejante de lo semejante?
Teetetes. -Ahora que lo has dicho, me parece claro.
Extranjero. -Yo no conozco un nombre en uso para expresar la segunda manera de discernir; mas, por lo que hace a la que conserva lo mejor y desecha lo peor, conozco uno.
Teetetes. -Dilo.
Extranjero. -Toda operación de este género, si no me equivoco, es llamada por todo el mundo purificación.
Teetetes. -Así es como se la llama.
Extranjero. –Y bien, ¿no notas que el arte de purificarse es doble?
Teetetes. -Sí, con el tiempo, quizá; pero ahora no distingo nada.
Extranjero. -Sin embargo, es conveniente reunir bajo un nombre común las diferentes especies de purificación que se refieren al cuerpo.
Teetetes. -¿Qué especies y qué nombre?
Extranjero. -Hablo de las purificaciones de los seres vivos, ya tengan lugar en el interior del cuerpo por medio de la gimnasia y de la medicina, o ya en el exterior como las que se refieren al arte del bañero, que no merecen la pena de que se insista en ellas; y hablo también de las purificaciones de los cuerpos inanimados, que dependen del arte del batanero, del arte del adorno y embellecimiento, en general, y se distribuyen en mil variedades, cuyos nombres parecen ridículos.
Teetetes. -Muy bien.
Extranjero. -No puede ser de otra manera, mi querido Teetetes, pero no importa. Nuestro método no hace menos aprecio del arte de purificar con la esponja que del de purificar con brebajes; no se inquieta si el uno es menos útil, y el otro más. En la esperanza de llegar al conocimiento de todas las artes, se consagra a discernir las que pertenecen a una misma familia y las que son de familias diferentes, y a todas, las estima igualmente; y si encuentra que alguna se parece, no por esto tiene a las unas por más ridículas que las otras. No creo que el arte de la guerra proporcione una caza más noble que el arte de destruir los insectos, sino que, de ordinario, inspira más frivolidad y más orgullo. En cuanto al nombre que tú reclamas para designar, a la vez, todas las operaciones, que tienen por objeto purificar los cuerpos animados o inanimados, nuestro método no se cuida, en manera ninguna, de que sea un nombre magnífico; basta que comprenda todas las especies de purificación, diferentes de las purificaciones del alma, porque el objeto de nuestro método es, si no lo entiendo mal, separar claramente las purificaciones del espíritu de todas las demás.
Teetetes. -Entiendo perfectamente, y reconozco dos especies de purificación, la una, que mira el alma; la otra, que mira al cuerpo y es diferente de la primera.
Extranjero. -¡Admirablemente dicho! Pero, escúchame aún, y tratemos de subdividir en dos esta última división.
Teetetes. -Te seguiré a todas partes, y trataré de dividir contigo.
Extranjero. -¿Diremos que, en el alma, la maldad difiere de la virtud?
Teetetes. -¿Cómo negarlo?
Extranjero. -La purificación, según nosotros, consiste en desterrar todo lo que es malo, conservando el resto.
Teetetes. -En eso consiste.
Extranjero. -Si, pues, en lo que concierne al alma, tenemos que se ha desterrado la maldad, y si a esto lo llamamos purificación, nos habremos expresado con exactitud.
Teetetes. -Mucho.
Extranjero. –Hay dos suertes de maldad en el alma.
Teetetes. -¿Cuáles?
Extranjero. -La una se parece a la enfermedad del cuerpo; la otra, a la fealdad.
Teetetes. -No comprendo.
Extranjero. -¿Crees, quizá, que enfermedad y discordia sean una misma cosa?
Teetetes. -He aquí una pregunta a la que no sé qué responder.
Extranjero. -¿Crees que la discordia sea otra cosa que la desunión que sobreviene, como resultado de una alteración, entre principios que naturalmente corresponden a una misma familia?
Teetetes. -No.
Extranjero. -¿Y la fealdad es otra cosa que la falta de armonía, que es desagradable dondequiera que se encuentre?
Teetetes. -No puede ser otra cosa.
Extranjero. -¡Pero qué! En el alma de los hombres malos, ¿no vemos las opiniones en discordia con los apetitos; el valor, con los placeres; la razón, con los pesares, y todas las cosas con todas las cosas?
Teetetes. –Sí, ciertamente.
Extranjero. -Estos principios son todos de la misma familia.
Teetetes. -¿Cómo negarlo?
Extranjero. –Luego, diciendo que la maldad es una discordia y una enfermedad del alma, nos explicaremos con exactitud.
Teetetes. -Mucho.
Extranjero. -Pero veamos otra cosa. Hay cosas capaces de moverse, que tienden a un fin, y hacen esfuerzos para conseguirlo. Pues bien, si en cada uno de estos arranques pasan al lado del fin o meta sin tocarla, ¿procede esto de que se mueven con medida o, por el contrario, de que se mueven sin ella?
Teetetes. -Sin medida, evidentemente.
Extranjero. -Pero sabemos que la ignorancia, es involuntaria en todas las almas.
Teetetes. -Ciertamente.
Extranjero. -La ignorancia para un alma que se lanza en busca de la verdad, no es otra cosa que la desviación de un pensamiento extraviado.
Teetetes. -Así es.
Extranjero. -Un alma irrazonable es deforme y está desprovista de medidas.
Teetetes. -Así parece.
Extranjero. -Existen, pues, en el alma, al parecer, estas dos clases de males: primera, la que la mayor parte de los hombres llama maldad, y es evidentemente la enfermedad del alma.
Teetetes. -Sí.
Extranjero. -En seguida viene la que se llama ignorancia; pero no se admite de buena gana que este mal baste por sí solo para hacer mala al alma.
Teetetes. -Veo bien que es preciso conceder lo que decías antes y sobre lo que yo dudaba: que existen en el alma dos especies de males: la cobardía, los excesos, la injusticia, todo esto es la enfermedad; la ignorancia, tan múltiple y tan diversa, es la fealdad.
Extranjero. -Respecto del cuerpo, ¿no hay dos artes que corresponden a estas dos afecciones?
Teetetes. -¿Qué artes?
Extranjero. -Para la fealdad, ¿gimnasia; para la enfermedad, la medicina.
Teetetes. -Conforme.
Extranjero. -Pues bien, para curar la intemperancia, la injusticia, la cobardía, ¿hay, en el mundo, un arte más propio que la justicia, con sus castigos?
Teetetes. -Es el mejor, en cuanto se puede tener confianza en el juicio humano.
Extranjero. -Y para poner remedio a la ignorancia, en general, ¿hay un arte más apropiado que la enseñanza?
Teetetes. -No, no lo hay.
Extranjero. -Veamos si es preciso considerar este arte como formando un solo género indivisible o como teniendo partes distintas, y dos de ellas principales, que envuelven a las demás. Estame atento.
Teetetes. -Lo estoy.
Extranjero. -He aquí, a mi parecer, el procedimiento más sencillo
para encontrar lo que buscamos.
Teetetes. -¿Cual?
Extranjero. -Consideremos la ignorancia como dividida en dos partes. Desde el momento en que la ignorancia se divide, es preciso que el arte de la enseñanza se divida igualmente, para corresponder a cada una de sus partes.
Teetetes. -¿Y que?, ¿ves tú, ya, el objeto que buscamos?
Extranjero. -Creo ver claramente una grande y terrible especie de ignorancia, igual por sí sola a todas las demás.
Teetetes. -¿Cuál?
Extranjero. -La de imaginarse saber lo que no se sabe. Este puede muy bien ser el origen de todos los errores en que incurrimos.
Teetetes. -Es cierto.
Extranjero. -De todas las clases de ignorancia, es la única, a mi parecer, que merece completamente ser llamada con este nombre.
Teetetes. -En efecto.
Extranjero. ¿Qué nombre es preciso dar a la parte de la enseñanza que nos libra de esta ignorancia?
Teetetes. -Yo creo, extranjero, que las otras partes de la enseñanza son relativas a los oficios mecánicos; pero, por lo menos entre nosotros, éste de que se trata se llama educación.
Extranjero. -Lo mismo sucede, mi querido Teetetes, en casi toda la Grecia. Pero debemos indagar ahora si la educación es un todo indivisible o si tiene partes que merezcan nombres distintos.
Teetetes. -Examinémoslo.
Extranjero. –Pues bien, me parece que se puede dividir.
Teetetes. -¿Cómo?
Extranjero. -En la enseñanza y sus discursos hay, a mi parecer, un método más dulce y otro más rudo.
Teetetes -¿Cuáles son estos dos métodos?
Extranjero. -El uno antiguo, practicado por nuestros padres y del que muchas se sirven aún hoy para con sus hijos, a quienes tan pronto regañan con severidad, como reprenden con dulzura, cuando han cometido alguna falta. Puede llamársele, en general y no sin alguna propiedad, amonestación.
Teetetes. -Está bien.
Extranjero. -En cuanto al otro método, algunos, después de una madura reflexión, han creído que la ignorancia es siempre involuntaria; que el que cree saberlo todo y no duda de su mérito es mal elemento para aprender y, por lo tanto, que, después de muchas incomodidades, la amonestación no produce en la educación sino muy medianos resultados.
Teetetes. -No se engañan.
Extranjero. -Otro es el camino por el que llegan a destruir esta loca confianza.
Teetetes. -¿Por cuál?
Extranjero. -Interrogan a su hombre, sobre las cosas que él cree conocer, y que no conoce; mientras se extravía, les es fácil reconocer y juzgar sus opiniones y, entonces, cotejándolas en sus discursos, comparan las unas con las otras, y por medio de esta comparación le hacen ver, que ellas se contradicen sobre los mismos objetos, considerados en las mismas relaciones y bajo los mismos puntos de vista. Viendo esto, el hombre se hace severo consigo mismo e indulgente con los demás. Por medio de este procedimiento, abandona la alta y elevada posición que tenía de sí mismo, siendo ésta, entre todas las despreocupaciones, la más conveniente para aprender, y la más segura para la persona interesada. Esto consiste, mi querido amigo, en que los que purifican el alma, piensan como los médicos respecto al cuerpo. Éstos son de parecer que el cuerpo no puede aprovechar los alimentos que se le dan, si no se empieza por expeler lo que puede impedirlo; y aquellos juzgan que el alma no puede sacar ninguna utilidad de los conocimientos que se le dan, si no se cura al enfermo, por la refutación; si refutándole, no se le obliga a avergonzarse de sí mismo, sino se le arrancan todas las opiniones que se oponen, como un obstáculo, a los verdaderos conocimientos, si no se le purifica, si no se le enseña a reconocer que no sabe más que aquello que sabe y nada más.
Teetetes. -De todas las disposiciones interiores, es ésta precisamente la más hermosa y la más sabia.
Extranjero. -De todo esto, mi querido Teetetes, es preciso concluir que, en el método de refutación, consiste la más grande y poderosa de las purificaciones, y el que nunca ha sido refutado, aunque fuese el gran rey de Persia, como tiene impura la mejor parte de sí mismo, es preciso considerarle como maleducado, y desarreglado, precisamente con relación a cosas, en que el hombre que quiera ser verdaderamente dichoso, debería mostrarse como el más puro y bello del mundo.
Teetetes. -No se puede hablar mejor.
Extranjero. -¿Cómo llamaremos a los que practican este arte? Porque yo no me atrevo a llamarles sofistas.
Teetetes. -¿Por qué?
Extranjero. -Por miedo de honrarlos demasiado.
Teetetes. -Sin embargo, el retrato que acabamos de trazar se les parece bien.
Extranjero. -Como el lobo al perro, y lo más indómito a lo más manso. El que quiera no verse inducido a error, debe no dejarse llevar de semejanzas, porque es materia muy resbaladiza. Pero, admitamos que sean, en efecto, sofistas. ¿Para qué disputar sobre pequeñas diferencias, cuando, por otra parte, estamos sobre aviso?
Teetetes.
-Bien.{Ver
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