La virtud de la templanza representa el término medio entre el desenfreno y la insensibilidad. El desenfrenado es aquel que cae en todos los excesos posibles; mientras que el insensible es aquel que es incapaz de cualquier deseo (como una piedra).

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La virtud de la templanza es un término medio respecto de los placeres. Ahora bien, según Aristóteles, los placeres pueden referirse al cuerpo o al alma.
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Son placeres del alma, por ejemplo, la afición a los honores o a aprender. En tales placeres quien es afectado es más la mente que el cuerpo.  Es evidente, según Aristóteles, que aquellos que persiguen estos placeres no se les podría llamar desenfrenados o licenciosos.

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La templanza tiene por objeto los placeres corporales. Ahora bien, se pueden sentir placer corporal y no por ello ser un desenfrenado. Por ejemplo, se puede sentir placer al oler una flor o al contemplar una mujer bella, sin que ello signifique necesariamente caer en el desenfreno o en la insensibilidad. Únicamente cuando se peca por exceso o por defecto antes tales placeres corporales es cuando se cae en el vicio moral.

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Los placeres corporales, objeto de la templaza son, según Aristóteles, algo de lo que participan los animales y dependen esencialmente del tacto o del gusto. Lo curioso es que, según Aristóteles, los sentidos del gusto o del tacto únicamente nos permiten discernir los sabores o sazonar los manjares. Solamente los licenciosos convierten a estos sentidos en exceso o en defecto. En este contexto, el desenfrenado es aquel que utiliza, por ejemplo, el sentido del tacto para realizar todo tipo de excesos en el ámbito de los placeres sexuales; mientras que el insensible no experimenta nada ante los sentidos del gusto o del tacto. ¿Cual debería ser el comportamiento del hombre templado? Lograr un término medio entre el desenfreno y la insensibilidad y, para conseguirlo, utilizar racionalmente los sentidos del gusto y del tacto.

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