Pues bien, todos los imperativos mandan, o bien
hipotéticamente, o bien categóricamente. Aquéllos representan la necesidad
práctica de una acción posible como medio de conseguir otra cosa que se quiere
(o que es posible que se quiera). El imperativo categórico sería aquel que
representa una acción por sí misma como objetivamente necesaria, sin
referencia a ningún otro fin. El imperativo hipotético señala solamente que la acción es
buena para algún propósito posible o real. En el primer caso es un principio
problemático-práctico, mientras que en el segundo es un principio
asertórico-práctico. El imperativo categórico, que, sin referencia a ningún
propósito, es decir, sin ningún otro fin, declara la acción objetivamente
necesaria en sí misma, tiene el valor de un principio apodíctico-práctico
Cuando la voluntad busca la ley que ha de determinarla en
algún otro lugar diferente a la aptitud de sus máximas para su propia
legislación universal y, por lo tanto, sale fuera de sí misma a buscar esa ley
en la constitución de alguno de sus objetos, se produce entonces, sin lugar a
dudas, heteronomía. No es entonces la voluntad la que se da a sí misma la ley,
sino que es el objeto, por su relación con la voluntad, el encargado de dar tal
ley. Ya sea que descanse en la inclinación, ya sea que lo haga en
representaciones de la razón, esta relación no hace posibles más que
imperativos hipotéticos, tales como debo hacer esto o lo otro porque quiero
alguna otra cosa. En cambio, el imperativo moral, o., lo que es igual,
categórico, sostiene: debo obrar de este o de aquel modo al margen
absolutamente de lo que yo quiera. Así, por ejemplo, el primero aconseja: no
debo menor si quiero conservar la honra, mientras que el segundo me ordena no
debo mentir aunque el mentir no me acarree la menor vergüenza. Este
último, pues, debe hacer abstracción de todo objeto, hasta el punto de que no
tenga el menor influjo sobre la voluntad, y ello para que la razón práctica
(voluntad) no sea una simple administradora de unos intereses extraños, sino
para que demuestre su propia autoridad imperativa como suprema legislación.
Deberé, por ejemplo, fomentar la felicidad ajena no porque me importe algo su
existencia (por inclinación inmediata o por alguna satisfacción obtenida por
la razón de una manera indirecta), sino solamente porque la máxima que la
excluyese no podría concebirse en uno y el mismo querer como ley universal.
(Kant. Fundamentación de la metafísica de
las costumbres)
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