No obstante, hay un fin que puede presuponerse como real en
todos los seres racionales (en cuanto que les convienen los imperativos, como
seres dependientes que son); hay un propósito que no sólo pueden tener, sino
que puede suponerse con total seguridad que todos tienen por una necesidad
natural, y éste es el propósito de felicidad. El imperativo hipotético
que representa la necesidad práctica de la acción como medio de fomentar la
felicidad es asertórico. No es lícito presentarlo como necesario sólo para un
propósito incierto y simplemente posible, sino que ha de serlo para un
propósito que podemos suponer con plena seguridad y a priori en todo hombre
porque pertenece a su esencia. Ahora bien, la habilidad al elegir los medios
para conseguir la mayor cantidad posible de bienestar propio podemos llamarla sagacidad
en sentido estricto (13).
Así pues, el imperativo que se refiere a la elección de dichos medios, esto
es, el precepto de la sagacidad, es hipotético: la acción no es mandada
absolutamente, sino como simple medio para otro propósito.Los imperativos de la sagacidad coincidirían completamente
con los de la habilidad y serían, como éstos, analíticos si fuera igualmente
fácil dar un concepto determinado de la felicidad. Pues aquí como allí se
podría afirmar que el que quiere el fin quiere también (de conformidad con la
razón necesariamente) los medios que están para ello en su poder. Pero es una
desgracia que el concepto de felicidad sea un concepto tan indeterminado que,
aun cuando todo hombre desea alcanzarla nunca puede decir de una manera bien
definida y sin contradicción lo que propiamente quiere y desea. La causa de
ello es que todos los elementos que pertenecen al concepto de la felicidad son
empíricos, es decir, que tienen que derivarse de la experiencia, y que, sin
embargo, para la idea de felicidad se exige un todo absoluto, un máximum de
bienestar en mi estado actual y en todo estado futuro. Ahora bien, es imposible
que un ser, por muy perspicaz y poderoso que sea, siendo finito, se haga un
concepto determinado de lo que propiamente quiere en este sentido. Si quiere
riqueza ¡cuántas preocupaciones, cuánta envidia, cuántas asechanzas no
podrá atraerse con ella! ¿Quiere conocimiento y saber? Pero quizá esto no
haga sino darle una visión más aguda que le mostrará más terribles aún los
males que ahora están ocultos para él y que no puede evitar, o impondrá a sus
deseos, que ya bastante le dan que hacer, necesidades nuevas. ¿Quiere una larga
vida? ¿Quién le asegura que no ha de ser una larga miseria? ¿Quiere al menos
tener salud? Pero ¿no ha sucedido muchas veces que la flaqueza del cuerpo le ha
evitado caer en excesos que habría cometido de haber tenido una salud perfecta?
etc., etcétera. En suma, nadie es capaz de determinar con plena certeza
mediante un principio cualquiera qué es lo que le haría verdaderamente feliz,
porque para eso se necesitaría una sabiduría absoluta. Así pues, para ser
feliz no cabe obrar por principios determinados sino sólo por consejos
empíricos, por ejemplo, de dieta, de ahorro, de cortesía, de comedimiento,
etc.; la experiencia enseña que estos consejos son los que mejor fomentan, por
lo general, el bienestar. De aquí se deduce que los imperativos de la sagacidad
no pueden, hablando con rigor, mandar, esto es, exponer objetivamente ciertas
acciones como necesarias prácticamente; que hay que considerarlos más bien
como consejos (consilia) que como mandatos (praecepta) de la razón, y que el
problema de determinar con seguridad y universalidad qué acción fomenta la
felicidad de un ser racional es totalmente irresoluble, puesto que no es posible
a este respecto un imperativo que mande en sentido estricto realizar lo que nos
haga felices, porque la felicidad no es un ideal de la razón sino de la
imaginación, que descansa en fundamentos meramente empíricos, de los cuales en
vano se esperará que determinen una acción por la cual se alcance la totalidad
—en realidad infinita— de consecuencias. Este imperativo de la sagacidad
sería, además (admitiendo que los medios para llegar a la felicidad pudieran
indicarse con certeza), una proposición analítico‑práctica, pues sólo
se distingue del imperativo de la habilidad en que en éste el fin es sólo
posible y en aquél el fin está dado. Ahora bien, como ambos ordenan sólo los
medios para aquello que se supone ser deseado como fin, resulta que el
imperativo que manda querer los medios a quien quiere el fin es en ambos casos
analítico. Así pues, no hay ninguna dificultad con respecto a la posibilidad
de tal imperativo.
(Kant. Fundamentación de la metafísica
de las costumbres)
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