Las tres citadas maneras de representar el principio de la
moralidad son en el fondo, otras tantas fórmulas de una misma ley, cada una de
las cuales contiene en su interior a las otras dos. No obstante, hay en ellas
una diferencia que, sin duda, es más subjetiva que objetivamente práctica,
pues se trata de acercar una idea de la razón a la intuición (según cierta
analogía) y, por ello mismo, al sentimiento. En efecto, todas las máximas
tienen:
1. Una forma, que consiste en la universalidad, y en este sentido se
expresa la fórmula del imperativo categórico afirmando que las máximas tienen
que ser elegidas como si debieran valer como leyes naturales universales.
2. Una materia, es decir, un fin, y entonces la fórmula sostiene que el
ser racional debe servir como fin por su naturaleza y, por consiguiente, como
fin en sí mismo, o sea, que toda máxima ha de suponer una condición
limitativa de todos los fines meramente relativos o caprichosos.
3. Una determinación integral de todas las máximas por medio de la fórmula
según la cual todas las máximas deben concordar, por propia legislación, en
un reino posible de fines como si fuera un reino de la naturaleza.
El proceso se desarrolla aquí siguiendo las categorías de la unidad de
la forma de la voluntad (su universalidad), de la pluralidad de la
materia (los objetos, o sea, los fines) y de la totalidad del sistema.
Pero en el juicio moral lo mejor es proceder siempre por el método más
estricto y basarse en la fórmula universal del imperativo categórico: obra
según la máxima que pueda hacerse a sí misma ley universal. Ahora bien,
si se quiere procurar acceso a la ley moral, resulta utilísimo conducir una y
la misma acción por los tres citados conceptos y, en la medida de lo posible,
acercarla así a la intuición.
(Kant. Fundamentación de la metafísica de
las costumbres)
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