En efecto, como la razón
no es bastante apta para dirigir de un modo seguro a la voluntad en lo que
se refiere a los objetos de ésta y a la satisfacción de nuestras
necesidades (que en parte la razón misma multiplica), pues a tal fin nos
habría conducido mucho mejor un instinto natural congénito; como, sin
embargo, por otra parte, nos ha sido concedida la razón como facultad práctica,
es decir, como una facultad que debe tener influjo sobre la voluntad,
resulta que el destino verdadero de la razón tiene que ser el de producir
una voluntad buena, no en tal o cual sentido, como medio, sino buena
en sí misma, cosa para la cual la razón es absolutamente necesaria,
si es que la naturaleza ha procedido por doquier con un sentido de
finalidad en la distribución de las capacidades. Esta voluntad no ha de
ser todo el bien ni el único bien, pero ha de ser el bien supremo y la
condición de cualquier otro, incluso del deseo de felicidad, en cuyo caso
se puede muy bien hacer compatible con la sabiduría de la naturaleza, si
se advierte que el cultivo de la razón, necesario para aquel fin primero
e incondicionado, restringe de muchas maneras, por lo menos en esta vida.
La consecución del segundo fin, siempre condicionado, que es la
felicidad, sin que por ello la naturaleza se conduzca contrariamente a su
sentido finalista, porque la razón, que reconoce su destino práctico
supremo en la fundamentación de una voluntad buena, no puede sentir en el
cumplimiento de tal propósito más que una satisfacción especial, a
saber, la que nace de la realización de un fin determinado solamente por
la razón, aunque ello tenga que ir unido a algún perjuicio para los
fines de la inclinación.
(Kant. Fundamentación de la
metafísica de las costumbres)
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