La obtención del bien supremo en
el mundo es el objeto necesario de una voluntad determinable por la ley
moral. Pero en ésta, la completa conformidad de las intenciones con la
ley moral, es la condición suprema del bien supremo. Por consiguiente,
tiene que ser tan posible como su objeto porque está contenida en el
mismo imperativo que nos obliga a promoverlo. Pero la completa adecuación
de la voluntad a la ley moral es la santidad, perfección que no puede
alcanzar ningún ente racional del mundo sensible en ningún momento de su
existencia. Mas como, no obstante, se exige como necesaria prácticamente,
sólo puede hallarse en un progreso proseguido hasta el infinito hacia esa
perfecta conformidad, y, según principios de la razón práctica pura, es
necesario suponer tal progreso práctico como objeto real de nuestra
voluntad.
Pero este progreso infinito sólo es posible suponiendo una existencia que
perdure hasta el infinito y una personalidad del mismo ente racional ( lo
que se denomina inmortalidad del alma ). Por lo tanto, prácticamente el
bien supremo sólo es posible suponiendo la inmortalidad del alma, la
cual, en consecuencia, como inseparablemente unida a la ley moral, es un
postulado de la razón práctica pura ( entendiendo yo por tal una
proposición teórica, aunque como tal no demostrable, si depende
inseparablemente de una ley práctica que vale absolutamente a priori ).
La proposición de la destinación
moral de nuestra naturaleza, de poder llegar solamente en un progreso
proseguido hasta el infinito a la conformidad total con la ley moral, es
de la máxima utilidad, no sólo con vistas al complemento presente de la
incapacidad de la razón especulativa, sino también respecto de la religión.
A falta de tal proposición, o bien la ley moral pierde totalmente su
santidad, sutilizándola indulgentemente para adaptarla a nuestra
comodidad, o se extiende la vocación y al mismo tiempo la expectación
orientándola a una destinación inalcanzable, a saber, a una esperada
adquisición completa de la santidad de la voluntad, y nos perdemos
entonces en exaltados sueños teosóficos, totalmente contradictorios al
conocimiento de nosotros mismos, y de uno u otro modo lo único que se
logra es impedir el incesante esfuerzo por la observancia rigurosa y total
de un imperativo de la razón severo, intransigente y, no obstante, no
ideal sino verdadero. Para un ente racional, pero finito, sólo es posible
un progreso hasta el infinito, desde los grados inferiores hasta los
superiores de la perfección moral. El Infinito, para quien nada es la
condición temporal, ve en esta serie infinita para nosotros la totalidad
de la conformidad con la ley moral, y la santidad que su imperativo exige
inexorablemente, para estar de acuerdo con su justicia en la participación
que él determina para cada cual en el bien supremo, puede encontrarse
totalmente en una única intuición intelectual de la existencia de los
entes racionales. Lo deparado a la criatura únicamente respecto de la
esperanza en esta participación, sería la conciencia de su probada
intención para esperar, por su actual progreso de lo peor a lo moralmente
mejor y por el propósito inmutable, de esta suerte dado a conocer a él,
de llegar a una ulterior continuación ininterrumpida de ese progreso por
más lejos que alcance su existencia, y aún más allá de esta vida, y así,
sin llegar nunca en este mundo ni en ningún momento previsible de su
existencia futura, sino solamente en la infinidad ( abarcable en una
mirada solamente para Dios ) de su perduración, a ser totalmente adecuada
a su voluntad ( sin indulgencia ni remisión, que no se compadece con la
justicia ).
(Kant. Fundamentación de la metafísica de las
costumbres)
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