En el análisis que
hemos hecho, la ley moral condujo al problema práctico prescrito
solamente por la razón pura sin el menor aditamento de móviles
sensibles, a saber, de la necesaria integridad de la primera y más
egregia parte del bien supremo - la moralidad - y, como éste sólo puede
resolverse totalmente en la eternidad, al postulado de la inmortalidad.
Pero también para la posibilidad del segundo elemento del bien supremo, a
saber, de la felicidad adecuada a aquella moralidad, esta misma ley moral
tiene que conducir con el mismo desinterés que antes, a base de la mera
razón imparcial, a la suposición de la existencia de una causa adecuada
a este efecto, este es, a postular la existencia de Dios como
perteneciente necesariamente a la posibilidad del bien supremo (el cual es
objeto de nuestra voluntad necesariamente unido con la legislación moral
de la razón pura). Vamos a exponer de modo convincente esta relación.
Felicidad es el estado de un ente racional en el mundo, a quien todo le va
según su deseo y voluntad en el conjunto de su existencia y, por
consiguiente, se funda en la coincidencia de la naturaleza con toda la
finalidad de ese ente, y asimismo con el motivo determinante esencial de
su voluntad. Ahora bien, la ley moral ordena como ley de libertad mediante
motivos determinantes que han de ser totalmente independientes de la
naturaleza y de su coincidencia con nuestra facultad apetitiva (como móviles)
. pero el ente racional que obra en el mundo, no es al mismo tiempo causa
del mundo y de la naturaleza. Por consiguiente, en la ley moral no hay el
menor motivo para una coincidencia necesaria entre la moralidad y la
felicidad, proporcionada a ella, de un ente que como parte pertenece al
mundo y, en consecuencia, depende de él, y que precisamente por esto no
puede ser mediante su voluntad la causa de esta naturaleza ni hacerla
concordar totalmente, por lo que concierne a su felicidad, con sus
principios prácticos a base de sus propias fuerzas. Sin embargo, en la
tarea práctica de la razón pura, es decir, en la elaboración necesaria
para el bien supremo, se postula esa coincidencia como necesaria: debernos
tratar de promover el bien supremo ( que, por consiguiente, debe ser
posible ). Por lo tanto, se postula también la existencia de una causa de
la naturaleza que sea distinta de toda la naturaleza, causa que contenga
el fundamento de esta relación, a saber, de la coincidencia exacta de la
felicidad con la moralidad. Pero esta causa suprema ha de contener el
fundamento de la coincidencia de la naturaleza, no sólo con una ley de la
voluntad de los entes racionales, sino con la representación de esta ley,
en cuanto éstos se la ponen corno motivo determinante supremo de la
voluntad, o sea no sólo con las costumbres según la forma, sino también
con su moralidad como su motivo impulsante, esto es, con su intención
moral. Por lo tanto, el bien supremo sólo es posible en el mundo si se
acepta una causa suprema de la naturaleza que tenga una causalidad
conforme a la intención moral. Ahora bien, un ente capaz de actos según
la representación de leyes, es una inteligencia ( ente racional ), y la
causalidad de tal ente esta representación de las leyes, una voluntad.
Por consiguiente, la causa suprema de la naturaleza, si ha de suponerse
para el bien supremo, es un ente que mediante entendimiento y voluntad es
la causa ( por consiguiente, el autor ) de la naturaleza, es decir, Dios.
En consecuencia, el postulado de la posibilidad del bien derivado supremo
( del mejor mundo ) es al mismo tiempo el postulado de la realidad de un
bien primitivo supremo, o sea de la existencia de Dios. Y como nuestro
deber era promover el bien supremo, era no sólo facultad, sino también
necesidad enlazada con el deber como requerimiento, la posibilidad de
suponer este bien supremo; lo cual, corno sólo se da bajo la condición
de la existencia de Dios, une su suposición inseparablemente con el
deber, o sea que es moralmente necesario suponer la existencia de Dios.
Sin duda cabe observar en este caso que esta necesidad moral os subjetiva,
esto es, exigencia, y no objetiva, es decir, ella misma deber,
pues no puede haber un deber de suponer la existencia de una cosa ( porque
esto sólo afecta al uso teórico de la razón ). Tampoco se entiende con
esto que la suposición de la existencia de Dios sea necesaria como
fundamento de toda obligatoriedad ( pues este fundamento, como se ha
demostrado suficientemente, descansa sólo en la autonomía de la razón
). En este caso pertenece solamente al deber la elaboración para producir
y fomentar el bien supremo en el mundo, cuya posibilidad pues puede
postularse, pero nuestra razón no la encuentra concebible de otro modo
que bajo la suposición de una inteligencia suprema y suponer su
existencia va unido pues a la conciencia de nuestro deber, aunque esta
suposición misma pertenece a la razón teórica y respecto de la cual únicamente
se considera como hipótesis a título de fundamento de explicación, pero
respecto de la comprensibilidad de un objeto que ciertamente nos es
confiado por la ley moral ( objeto del bien supremo ) y, por consiguiente,
de una exigencia en sentido práctico, puede llamarse fe y precisamente de
la razón pura porque sólo la razón pura (tanto por su uso teórico como
por su uso práctico) es la fuente de donde mana.
Por esta deducción échase de ver ahora por qué las escuelas griegas
nunca pudieron llegar a la solución de su problema de la posibilidad práctica
del bien supremo: porque siempre consideraron que la regla del uso que la
voluntad del hombre hace de su libertad, era su único y por sí solo
suficiente motivo, sin que a su juicio fuera necesario para. eso la
existencia de Dios. Bien es verdad que tuvieron el acierto de establecer
el principio de las costumbres por sí mismo independientemente de este
postulado, a base de las relaciones exclusivamente de la razón con la
voluntad, y así, por consiguiente, lo hicieron condición práctica del
bien supremo, pero no por eso era toda la condición de su posibilidad.
Ahora bien, es cierto que los epicúreos supusieron como supremo un
principio de las costumbres totalmente falso, a saber, el de la felicidad,
y presentaron subrepticiamente como ley una máxima de la elección
arbitraria según la inclinación de cada cual; pero procedieron con harta
consecuencia por el hecho de que rebajaron asimismo su bien supremo, en
proporción a la inferioridad de su principio, y no esperaban una
felicidad superior a la que puede adquiriese con la prudencia humana (
para la cual se requiere también abstinencia y moderación de inclinaciones
), la cual, como es sabido, puede resultar bastante pobre y según las
circunstancias muy' diferente; sin contar siquiera las excepciones que
incesantemente tenían que conceder para sus máximas y que no las hacían
apropiadas para leyes. En cambio, los estoicos eligieron muy acertadamente
su principio práctico supremo - la virtud - como condición del bien
supremo, pero habiéndose representado como completamente alcanzable en
esta vida el grado de aquélla que es necesario para su ley pura, no
solamente exageraron mucho la potencia moral del hombre con el nombre de
sabio más allá de todos los límites de su naturaleza, y aceptaron algo
que contradice a todo conocimiento de los hombres, sino que además, sobre
todo, no quisieron aceptar que la segunda parte integrante del bien
supremo - la felicidad - fuera objeto particular de la facultad apetitiva
humana, antes bien hicieron a su sabio totalmente independiente de la
naturaleza ( en orden a su satisfacción ), cual una divinidad, en la
conciencia de la excelencia de su persona, puesto que si bien lo
expusieron a los males de la vida, no lo sometieron a ellos ( y al mismo
tiempo lo representaban también como libre del mal ), y de esta suerte
descartaban realmente el segundo elemento del bien supremo - la felicidad
propia -, pues la hacían consistir meramente en el obrar y en la
satisfacción con su valor personal y, por consiguiente, la incluían en
la conciencia del modo de pensar moral, a pesar de que en eso habrían
podido ser refutados suficientemente por la voz de su propia naturaleza.
La doctrina del cristianismo, aunque no se considere como doctrina
de la religión, da en este aspecto un concepto de bien supremo ( el Reino
de Dios ) que es el único que satisface la más severa exigencia de la
razón práctica. La ley moral es sagrada ( inexorable ) y exige santidad
de costumbres, aunque toda la perfección moral a que pueda llegar el
hombre, nunca es más que virtud, esto es, intención legal por respeto a
la ley y, en consecuencia, conciencia de una constante propensión a la
infracción, por lo menos impureza, es decir, mezcolanza de muchos motivos
no auténticos ( no morales ) en la observancia de la ley, y,
por consiguiente, una estimación de si misma mezclada con humildad y, por
lo tanto, en el aspecto de la santidad que la ley cristiana exige, no deja
para la criatura sino el progreso hacia el infinito, pero precisamente por
esto justifica su esperanza de que sobreviviera hasta el infinito. El
valor de una intención totalmente conforme con la moral, es infinito:
porque toda posible felicidad no tiene en el juicio de un dispensador
sabio y todopoderoso otra limitación que la falta de conformidad de los
entes racionales con su deber. Mas la ley moral no promete de suyo
felicidad alguna, pues ésta, según los conceptos de un orden natural,
cualquiera que éste sea, no va unida necesariamente a su observancia.
Ahora bien, la doctrina moral cristiana suple esta falta ( del segundo
elemento integrante indispensable del bien supremo ) representando como Reino
de Dios el mundo en que los entes racionales se consagran con toda su alma
a la ley moral, y en el cual la naturaleza y las costumbres llegan a una
armonía ajena de suyo a cada una de ambas, gracias a un autor sagrado que
hace posible el bien supremo derivado. La santidad de costumbres se les
indica como gula ya en esta vida, pero el bien proporcionado a esta
santidad - la bienaventuranza - se les representa solamente como
alcanzable en la eternidad; porque aquélla debe ser siempre el prototipo
de su comportamiento en todo estado, y ya en esta vida es posible y
necesario progresar hacia ella, aunque la última no puede alcanzarse en
este mundo con el nombre de felicidad ( hasta donde dependa de
nosotros ) y, en consecuencia, sólo se hace objeto de esperanza. Sin
embargo, el principio cristiano de la moral mismo no es teológico ( por
consiguiente, heteronomía ), sino autonomía de la razón práctica pura
para sí misma, porque no convierte el conocimiento de Dios y de su
voluntad en fundamento de estas leyes, sino sólo de que se llegará al
bien supremo a condición de que se observen, y aun pone el genuino móvil
para la observancia de las primeras, no en sus consecuencias deseadas,
sino únicamente en la representación del deber, en cuya fiel observancia
consiste exclusivamente la dignidad del logro de la felicidad.
De esta suerte, la ley moral conduce, a través del concepto de bien
supremo como objeto y meta final de la razón práctica pura, a la
religión, es decir, al conocimiento de todos los deberes como
mandamientos divinos, no como sanciones, es decir, órdenes arbitrarias de
suyo contingentes de una voluntad ajena, sino como leyes esenciales de
toda voluntad libre por sí misma, pero que no obstante tienen que
considerarse como mandamientos del ente supremo, porque sólo de una
voluntad moralmente perfecta ( santa y bondadosa ), y al mismo tiempo
también omnipotente, podemos esperar el bien supremo que la ley moral nos
obliga, como deber, a poner como objeto de nuestro afán, y, por
consiguiente, podemos esperar llegar a él coincidiendo con esa voluntad.
De ahí que también en este caso todo siga siendo desinteresado y fundado
sólo en el deber; sin que sea lícito poner como fundamento el temor o la
esperanza como móviles que, de ser elevados a principios, destruyen todo
el valor moral de las acciones.
La ley moral ordena que el máximo bien posible en un mundo sea para mi el
último objeto de toda conducta. Pero no puedo esperar lograrlo más que a
base de la coincidencia de mi voluntad con la de un autor santo y
bondadoso de¡ mundo; y aunque en el concepto de bien supremo ---como de
un todo en que la máxima felicidad se representa unida con la máxima
medida de perfección moral ( posible en criaturas ) como en la más
exacta proporción- se halla contenida mi propia felicidad, no es ella
sino la ley moral ( que más bien limita severamente a condiciones mi
ilimitado anhelo por ella ) el motivo determinante de la voluntad a la que
prescribe promover el bien supremo.
Por consiguiente, la moral no es propiamente la doctrina de cómo hacernos
felices, sino de cómo debemos hacernos dignos de la felicidad. Sólo
cuando la religión se añade a ella, aparece también la esperanza de
llegar un día a ser partícipes de la felicidad en la medida en que nos
hayamos cuidado de no ser indignos de ella.
Es digno alguien de poseer una cosa o estado si el hecho de que esté en
esa posesión coincide con el bien supremo. Puede comprenderse fácilmente
ahora que toda dignidad depende de la conducta moral, porque ésta
constituye en el concepto de bien supremo la condición de todo lo demás
( que pertenece al estado ), a saber, la participación en la felicidad.
Ahora bien, de aquí se sigue: que la moral en sí nunca debe tratarse
como doctrina de felicidad, es decir, corno instrucción para llegar a ser
partícipe de la felicidad, puesto que sólo tiene que ver con la
condición de la razón ( conditio sino qua non ) de la última, no con un
medio de adquirirla. Pero si la moral ( que se limita a imponer deberes,
sin proporcionar medidas para deseos interesados ) se expone
completamente. entonces, sólo después de haberse despertado el deseo
moral - fundado en una ley - de cultivar el bien supremo ( de traernos el
Reino de Dios ) que antes no podía surgir en un alma interesada, y con
vistas a él se ha dado el paso a la religión, esta doctrina moral puede
denominarse también doctrina de la felicidad porque la esperanza de
eso sólo se inicia con la religión.
Por esto puede comprenderse
también: que si se pregunta por el fin último en la creación del mundo,
no debe mencionarse la felicidad de los entes racionales en él, sino el
bien supremo, que añade a ese deseo de estos entes una condición más, a
saber, la de ser dignos de la felicidad, es decir, la moralidad de los
mismos entes racionales, la que contiene únicamente en norma según la
cual pueden esperar llegar a ser partícipes de aquélla gracias a la mano
de un sabio autor. En efecto, como
sabiduría, considerada teóricamente, significa el conocimiento del bien
supremo, y, prácticamente, la conformidad de la voluntad con el bien
supremo, no puede atribuirse a una sabiduría suprema autónoma una
finalidad que sólo se funde en la bondad, pues sólo puede pensarse el
efecto de ésta ( respecto de la felicidad de los entes racionales ) bajo
las condiciones restrictivas de la coincidencia con la santidad de su
voluntad corno adecuado al bien originario supremo. De ahí que quienes
pusieron el fin de la creación en la honra de Dios ( suponiendo que ésta
no se conciba antropomórficamente como inclinación a ser alabado ), sin
duda hallaron el mejor término, pues nada honra más a Dios que lo más
estimable del mundo: el respeto a su mandamiento, la observancia del deber
sagrado que su ley nos impone, si se añade su sublime disposición de
coronar tan bello orden con una felicidad adecuada. Si lo último lo hace
digno de amor ( hablando a la manera humana ), en virtud de lo primero es
objeto de adoración. Aun los hombres pueden sin duda granjearse amor por
sus buenas obras, pero nunca respeto por eso sólo, de suerte que la máxima
actividad de bien sólo los honra si se ejerce con dignidad.
Pues bien, ahora se desprende que en el
orden de los fines, el hombre ( y con él todo ente racional es fin en sí,
es decir, jamás puede ser usado por nadie ( ni siquiera por Dios ) como
medio sin ser al mismo tiempo fin, y, por consiguiente, que la humanidad
en nuestra persona debe ser sagrada para nosotros mismos, porque el hombre
es sujeto de la ley moral y, por lo tanto, de lo sagrado en sí, de
aquello por lo cual y de acuerdo con lo cual también sólo algo puede ser
calificado de sagrado, pues esta ley moral se funda en la autonomía de su
voluntad en tanto voluntad libre que, según sus propias leyes
universales, tiene que poder coincidir necesariamente al mismo tiempo con
aquello a que debe someterse.
(Kant. Fundamentación de la
metafísica de las costumbres)
Comentario |