Ahora bien, ¿cuál puede ser esa ley cuya representación,
aun sin referirnos al efecto que se espera de ella, tiene que determinar la
voluntad para que ésta pueda llamarse, sin ninguna restricción, absolutamente
buena? Puesto que he sustraído la voluntad a todos los impulsos que podrían
apartarla del cumplimiento de una ley, no queda nada más que la legalidad
universal de las acciones en general (que debe ser el único principio de la
voluntad); es decir, yo no debo obrar nunca más que de modo que pueda querer
que mi máxima se convierta en ley universal. Aquí, la mera legalidad en
general (sin poner como fundamento ninguna ley adecuada a acciones particulares)
es la que sirve de principio a la voluntad, y así tiene que ser si el deber no
debe reducirse a una vana ilusión y un concepto quimérico: y con todo esto
coincide perfectamente la razón común de los hombres en sus juicios
prácticos, puesto que el citado principio no se aparta nunca de sus ojos.
Sea, por ejemplo, la pregunta siguiente: ¿me es lícito,
cuando me encuentro en un apuro, hacer una promesa con el propósito de no
cumplirla? Fácilmente hago aquí la diferencia que puede comportar la
significación de la pregunta de si es prudente o de si es conforme al deber
hacer una falsa promesa. Lo primero puede suceder, sin duda, muchas veces.
Ciertamente veo con gran claridad que no es bastante el librarme, por medio de
ese recurso, de una dificultad presente, sino que hay que considerar
detenidamente si no podrá ocasionarme luego esa mentira contratiempos mucho
más graves que éstos que ahora consigo eludir; y como las consecuencias, a
pesar de cuanta astucia me precie de tener, no son tan fácilmente previsibles
que no pueda suceder que la pérdida de la confianza en mí sea mucho más
desventajosa para mí que el daño que pretendo evitar ahora, habré de
considerar si no sería más sagaz conducirme en este asunto según una máxima
universal y adquirir la costumbre de no prometer nada sino con el propósito de
cumplirlo. Pero pronto veo con claridad que una máxima como ésta solo se
fundamenta en la naturaleza inquietante de las consecuencias. Ahora bien, es
cosa muy distinta ser veraz por deber o serlo por temor a las consecuencias
perjudiciales, porque, en el primer caso, el concepto mismo de la acción
contiene ya una ley para mí, mientras que en el segundo tengo que empezar
observando a mi alrededor qué consecuencias puede acarrearme la acción. Si me
aparto del principio del deber, eso será malo con seguridad, pero si soy infiel
a mi máxima de la sagacidad ello puede serme provechoso a veces, aun cuando
desde luego es más seguro permanecer fiel a ella. En cambio, para resolver de
la manera más breve y sin engaño alguno la pregunta de si una promesa
mentirosa es conforme al deber, me bastará preguntarme a mí mismo: ¿me daría
yo por satisfecho si mi máxima (salir de apuros por medio de una promesa
mentirosa) debiese valer, tanto para los demás como para mí, como ley
universal?, ¿podría yo decirme a mí mismo: cada cual puede hacer una promesa
falsa cuando se halla en un apuro del que no puede salir de otro modo? Y bien
pronto me convenzo de que bien puedo querer la mentira, pero no puedo querer,
sin embargo, una ley universal de mentir, pues, según esa ley, no habría
ninguna promesa propiamente hablando, porque sería inútil hacer creer a otros
mi voluntad con respecto a mis futuras acciones, ya que no creerían mi
fingimiento, o si, por precipitación lo hicieran, me pagarían con la misma
moneda. Por lo tanto, tan pronto como se convirtiese en ley universal, mi
máxima se destruiría a sí misma.
Con el objeto de saber lo que he de hacer para que mi querer
sea moralmente bueno no necesito ir a buscar muy lejos una especial
penetración. Inexperto en lo que se refiere al curso del mundo, incapaz de
estar preparado para todos los sucesos que en él ocurren, me basta con
preguntar: ¿puedes querer que tu máxima se convierta en ley universal? Si no,
es una máxima reprobable, y no por algún perjuicio que pueda ocasionarte a ti
o a algún otro, sino porque no puede incluirse como principio en una
legislación universal posible. No obstante, la razón me impone un respeto
inmediato por esta legislación universal cuyo fundamento no conozco aún
ciertamente (algo que deberá indagar el filósofo), pero al menos comprendo que
se trata de un valor que excede en mucho a cualquier otro que se aprecie por la
inclinación, y que la necesidad de mis acciones por puro respeto a la ley
práctica es lo que constituye el deber, ante el cual tiene que inclinarse
cualquier otro fundamento determinante, puesto que es la condición de una
voluntad buena en sí, cuyo valor está por encima de todo.