Ante todo, ¿qué se entiende por angustia? El
existencialista suele declarar que el hombre es angustia. Esto significa que el
hombre que se compromete y que se da cuenta de que es no sólo el que elige ser,
sino también un legislador, que elige al mismo tiempo que a sí mismo a la
humanidad entera, no puede escapar al sentimiento de su total y profunda
responsabilidad. Ciertamente hay muchos que no están angustiados; pero nosotros
pretendemos que se enmascaran su propia angustia, que la huyen; en verdad,
muchos creen al obrar que sólo se comprometen a sí mismos, y cuando se les
dice: pero ¿si todo el mundo procediera así? se encogen de hombros y
contestan: no todo el mundo procede así. Pero en verdad hay que preguntarse
siempre: ¿que sucedería si todo el mundo hiciera lo mismo? Y no se escapa uno
de este pensamiento inquietante sino por una especie de mala fe. El que miente y
se excusa declarando: todo el mundo no procede así, es alguien que no está
bien con su conciencia, porque el hecho de mentir implica un valor universal
atribuido a la mentira. Incluso cuando la angustia se enmascara, aparece. Es
esta angustia la que Kierkegaard llamaba la angustia de Abraham. Conocen ustedes
la historia: un ángel ha ordenado a Abraham sacrificar a su hijo; todo anda
bien si es verdaderamente un ángel el que ha venido y le ha dicho: tú eres
Abraham, sacrificarás a tu hijo. Pero cada cual puede preguntarse; ante todo,
¿es en verdad un ángel, y yo soy en verdad Abraham? ¿Quién me lo prueba?
Había una loca que tenía alucinaciones: le hablaban por teléfono y le daban
órdenes. El médico le preguntó: Pero ¿quién es el que habla? Ella
contestó: Dice que es Dios. ¿Y qué es lo que le probaba, en efecto, que fuera
Dios? Si un ángel viene a mí, ¿qué me prueba que es un ángel? Y si oigo
voces, ¿qué me prueba que vienen del cielo y no del infierno, o del
subconsciente, o de un estado patológico? ¿Quién prueba que se dirigen a mí?
¿Quién me prueba que soy yo el realmente señalado para imponer mi concepción
del hombre y mi elección a la humanidad? No encontraré jamás ninguna prueba,
ningún signo para convencerme de ello. Si una voz se dirige a mí, siempre
seré yo quien decida que esta voz es la voz del ángel; si considero que tal o
cual acto es bueno, soy yo el que elegiré decir que este acto es bueno y no
malo. Nadie me designa para ser Abraham, y sin embargo estoy obligado a cada
instante a hacer actos ejemplares. Todo ocurre como si, para todo hombre, toda
la humanidad tuviera los ojos fijos en lo que hace y se ajustara a lo que hace.
Y cada hombre debe decirse: ¿soy yo quien tiene derecho de obrar de tal manera
que la humanidad se ajuste a mis actos? Y si no se dice esto es porque se
enmascara su angustia. No se trata aquí de una angustia que conduzca al
quietismo, a la inacción. Se trata de una simple angustia, que conocen todos
los que han tenido responsabilidades. Cuando, por ejemplo, un jefe militar toma
la responsabilidad de un ataque y envía cierto número de hombres a la muerte,
elige hacerlo y elige él solo. Sin duda hay órdenes superiores, pero son
demasiado amplias y se impone una interpretación que proviene de él, y de esta
interpretación depende la vida de catorce o veinte hombres. No se puede dejar
de tener, en la decisión que toma, cierta angustia. Todos los jefes conocen
esta angustia. Esto no les impide obrar: al contrario, es la condición misma de
su acción; porque esto supone que enfrentan una pluralidad de posibilidades, y
cuando eligen una, se dan cuenta que sólo tiene valor porque ha sido la
elegida. Y esta especie de angustia que es la que describe el existencialismo,
veremos que se explica además por una responsabilidad directa frente a los
otros hombres que compromete.
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