Es lo que expresaré diciendo que el hombre está condenado a
ser libre. Condenado, porque no se ha creado a sí mismo, y sin embargo, por
otro lado, libre, porque una vez arrojado al mundo es responsable de todo lo que
hace.
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El existencialista no cree en el poder de la pasión.
No pensará nunca que una bella pasión es un torrente devastador que conduce
fatalmente al hombre a ciertos actos y que por consecuencia es una excusa;
piensa que el hombre es responsable de su pasión.
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El existencialista tampoco
pensará que el hombre puede encontrar socorro en un signo dado sobre la tierra
que lo oriente; porque piensa que el hombre descifra por sí mismo el signo como
prefiere. Piensa, pues, que el hombre, sin ningún apoyo ni socorro, está
condenado a cada instante a inventar al hombre. Ponge ha dicho, en un artículo
muy hermoso: "el hombre es el porvenir del hombre". Es perfectamente
exacto. Sólo que si se entiende por esto que ese porvenir está inscrito en el
cielo, que Dios lo ve, entonces es falso, pues ya no sería ni siquiera un
porvenir. Si se entiende que, sea cual fuere el hombre que aparece, hay un
porvenir por hacer, un porvenir virgen que lo espera, entonces es exacto. En tal
caso está uno desamparado.
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Para dar un ejemplo que permita comprender mejor lo que es el
desamparo, citaré el caso de uno de mis alumnos que me vino a ver en las
siguientes circunstancias: su padre se había peleado con la madre y tendía al
colaboracionismo; su hermano mayor había sido muerto en la ofensiva alemana de
1940, y este joven, con sentimientos un poco primitivos, pero generosos, quería
vengarlo. Su madre vivía sola con él muy afligida por la semitraición del
padre y por la muerte del hijo mayor, y su único consuelo era él. Este joven
tenía, en ese momento, la elección de partir para Inglaterra y entrar en las
Fuerzas francesas libres —es decir, abandonar a su madre— o bien de
permanecer al lado de su madre, y ayudarla a vivir. Se daba cuenta perfectamente
de que esta mujer sólo vivía para él y que su desaparición —y tal vez su
muerte— la hundiría en la desesperación. También se daba cuenta de que en
el fondo, concretamente, cada acto que llevaba a cabo con respecto a su madre
tenía otro correspondiente en el sentido de que la ayudaba a vivir, mientras
que cada acto que llevaba a cabo para partir y combatir era un acto ambiguo que
podía perderse en la arena, sin servir para nada: por ejemplo, al partir para
Inglaterra, podía permanecer indefinidamente, al pasar por España, en un campo
español; podía llegar a Inglaterra o a Argel y ser puesto en un escritorio
para redactar documentos. En consecuencia, se encontraba frente a dos tipos de
acción muy diferentes: una concreta, inmediata, pero que se dirigía a un solo
individuo; y otra que se dirigía a un conjunto infinitamente más vasto, a una
colectividad nacional, pero que era por eso mismo ambigua, y que podía ser
interrumpida en el camino. Al mismo tiempo dudaba entre dos tipos de moral. Por
una parte, una moral de simpatía, de devoción personal; y por otra, una moral
más amplia, pero de eficacia más discutible. Había que elegir entre las dos.
¿Quién podía ayudarlo a elegir? ¿La doctrina cristiana? No. La doctrina
cristiana dice: sed caritativos, amad a vuestro prójimo, sacrificaos por los
demás, elegid el camino más estrecho, etc., etc. Pero ¿cuál es el camino
más estrecho? ¿A quién hay que amar como a un hermano? ¿Al soldado o a la
madre? ¿Cuál es la utilidad mayor: la utilidad vaga de combatir en un
conjunto, o la utilidad precisa de ayudar a un ser a vivir? ¿Quién puede
decidir a priori? Nadie. Ninguna moral inscrita puede decirlo. La moral kantiana
dice: no tratéis jamás a los demás como medios, sino como fines. Muy bien; si
vivo al lado de mi madre la trataré como fin, y no como medio, pero este hecho
me pone en peligro de tratar como medios a los que combaten en torno mío; y
recíprocamente, si me uno a los que combaten, los trataré como fin, y este
hecho me pone en peligro de tratar a mi madre como medio.
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Si los valores son vagos, y si son siempre demasiado vastos
para el caso preciso y concreto que consideramos, sólo nos queda fiarnos de
nuestros instintos. Es lo que ha tratado de hacer este joven; y cuando lo vi,
decía: en el fondo, lo que importa es el sentimiento; debería elegir lo que me
empuja verdaderamente en cierta dirección. Si siento que amo a mi madre lo
bastante para sacrificarle el resto —mi deseo de venganza, mi deseo de
acción, mi deseo de aventura— me quedo al lado de ella. Si, al contrario,
siento que mi amor por mi madre no es suficiente, parto. Pero ¿cómo determinar
el valor de un sentimiento? ¿Qué es lo que constituía el valor de su
sentimiento hacia la madre? Precisamente el hecho de que se quedaba por ella.
Puedo decir: quiero lo bastante a tal amigo para sacrificarle tal suma de
dinero; no puedo decirlo si no lo he hecho. Puedo decir: quiero lo bastante a mi
madre para quedarme junto a ella, si me he quedado junto a ella. No puedo
determinar el valor de este afecto si no he hecho precisamente un acto que lo
ratifica y lo define. Ahora bien, como exijo a este afecto justificar mi acto,
me encuentro encerrado de un círculo vicioso. Por otra parte, Gide ha dicho muy bien que un sentimiento que
se representa y un sentimiento que se vive son dos cosas casi indiscernibles:
decidir que amo a mi madre quedándome junto a ella o representar una comedia
que hará que yo permanezca con mi madre, es casi la misma cosa. Dicho en otra
forma, el sentimiento se construye con actos que se realizan; no puedo pues
consultarlos para guiarme por él. Lo cual quiere decir que no puedo ni buscar
en mí el estado auténtico que me empujará a actuar, ni pedir a una moral los
conceptos que me permitirán actuar. Por lo menos, dirán ustedes, ha ido a ver
a un profesor para pedirle consejo. Pero si ustedes, por ejemplo, buscan el
consejo de un sacerdote, han elegido ese sacerdote y saben más o menos ya, en
el fondo, lo que él les va a aconsejar. Dicho en otra forma, elegir el
consejero es ya comprometerse. La prueba está en que si ustedes son cristianos,
dirán: consulte a un sacerdote. Pero hay sacerdotes colaboracionistas,
sacerdotes conformistas, sacerdotes de la resistencia. ¿Cuál elegir? Y si el
joven elige un sacerdote de la resistencia o un sacerdote colaboracionista ya ha
decidido el género de consejo que va a recibir.
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Así, al venirme a ver, sabía la respuesta que yo le daría
y no tenía más que una respuesta que dar: usted es libre, elija, es decir,
invente. Ninguna moral general puede indicar lo que hay que hacer; no hay signos
en el mundo. Los católicos dirán: sí, hay signos. Admitámoslo: soy yo mismo
el que elige el sentido que tienen. He conocido, cuando estaba prisionero, a un
hombre muy notable que era jesuita. Había entrado en la orden de los jesuitas
en la siguiente forma: había tenido que soportar cierto número de fracasos muy
duros; de niño, su padre había muerto dejándolo en la pobreza, y él había
sido becario en una institución religiosa donde se le hacía sentir
continuamente que era aceptado por caridad; luego fracasó en cierto número de
distinciones honoríficas que halagan a los niños; después hacia los dieciocho
años, fracasó en una aventura sentimental; por fin, a los veintidós, cosa muy
pueril, pero que fue la gota de agua que hizo desbordar el vaso, fracasó en su
preparación militar. Este joven podía, pues, considerar que había fracasado
en todo; era un signo, pero, ¿signo de qué? Podía refugiarse en la amargura o
en la desesperación. Pero juzgó, muy hábilmente según él, que era el signo
de que no estaba hecho para los triunfos seculares, y que sólo los triunfos de
la religión, de la santidad, de la fe, le eran accesibles. Vio entonces en esto
la palabra de Dios, y entró en la orden. ¿Quién no ve que la decisión del
sentido del signo ha sido tomada por él solo? Se habría podido deducir otra
cosa de esta serie de fracasos: por ejemplo, que hubiera sido mejor que fuese
carpintero o revolucionario. Lleva, pues, la entera responsabilidad del
desciframiento. El desamparo implica que elijamos nosotros mismos nuestro ser.
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El desamparo va junto con la angustia. En cuanto a la
desesperación, esta expresión tiene un sentido extremadamente simple. Quiere
decir que nos limitaremos a contar con lo que depende de nuestra voluntad, o con
el conjunto de probabilidades que hacen posible nuestra acción. Cuando se
quiere alguna cosa, hay siempre elementos probables. Puedo contar con la llegada
de un amigo. El amigo viene en ferrocarril o en tranvía: eso supone que el tren
llegará a la hora fijada, o que el tranvía no descarrilará. Estoy en el dominio de las posibilidades; pero
no se trata de contar con los posibles, sino en la medida estricta en que
nuestra acción implica el conjunto de esos posibles. A partir del momento en
que las posibilidades que considero no están rigurosamente comprometidas por mi
acción, debo desinteresarme, porque ningún Dios, ningún designio puede
adaptar el mundo y sus posibles a mi voluntad. En el fondo, cuando Descartes
decía: "vencerse más bien a sí mismo que al mundo", quería decir
la misma cosa: obrar sin esperanza. Los marxistas con quienes he hablado me
contestan: Usted puede, en su acción, que estará evidentemente limitada por su
muerte, contar con el apoyo de otros. Esto significa contar a la vez con lo que
los otros harán en otra parte, en China, en Rusia para ayudarlo, y a la vez
sobre lo que harán más tarde, después de su muerte, para reanudar la acción
y llevarla hacia su cumplimiento, que será la revolución. Usted debe tener en
cuenta todo eso; si no, no es moral. Respondo en primer lugar que contaré
siempre con los camaradas de lucha en la medida en que esos camaradas están
comprometidos conmigo en una lucha concreta y común, en la unidad de un partido
o de un grupo que yo puedo controlar más o menos, es decir, en el cual estoy a
título de militante y cuyos movimientos conozco a cada instante.
En ese momento, contar con la unidad del partido es exactamente como contar
con que el tranvía llegará a la hora o con que el tren no descarrilará.
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