EL MITO DE LA ATLÁNTIDA EN EL TIMEO
Desde antiguo registramos y conservamos en nuestros templos todo aquello que
llega a nuestros oídos acerca de lo que pasa entre vosotros, aquí o en
cualquier otro lugar, si sucedió algo bello, importante o con otra
peculiaridad. Contrariamente, siempre que vosotros, o los demás, os acabáis de
proveer de escritura y de todo lo que necesita una ciudad, después del período
habitual de años, os vuelve a caer, como una enfermedad, un torrente celestial
que deja sólo a los iletrados e incultos, de modo que nacéis de nuevo, como niños,
desde el principio, sin saber nada ni de nuestra ciudad ni de lo que ha sucedido
entre vosotros durante las épocas antiguas. Por ejemplo, Solón, las genealogías
de los vuestros que acabas de exponer poco se diferencian de los cuentos de niños,
porque, primero, recordáis un diluvio sobre la tierra, mientras que antes de él
habían sucedido muchos y, en segundo lugar, no sabéis ya que la raza mejor y más
bella de entre los hombres nació en vuestra región, de la que tú y toda la
ciudad vuestra descendéis ahora, al quedar una vez un poco de simiente. Lo habéis
olvidado porque los que sobrevivieron ignoraron la escritura durante muchas
generaciones. En efecto, antes de la gran destrucción por el agua, la que es
ahora la ciudad de los atenienses era la mejor en la guerra y la más
absolutamente obediente de las leyes. Cuentan que tuvieron lugar las hazañas más
hermosas y que se dio la mejor organización política de todas cuantas hemos
recibido noticia bajo el cielo. Solón solía decir que al escucharlo se
sorprendió y tuvo muchas ganas de conocer más, de modo que pidió que le
contara con exactitud todo lo que los sacerdotes conservaban de los antiguos
atenienses. El sacerdote replicó: 'Sin ninguna reticencia, oh Solón, lo contaré
por ti y por vuestra ciudad, pero sobre todo por la diosa a la que tocó en
suerte vuestra patria y también la nuestra y las crió y educó, primero aquélla,
mil años antes, después de recibir simiente de Gea y Hefesto, y, más tarde,
ésta. Los escritos sagrados establecen la cantidad de ocho mil años para el
orden imperante entre nosotros. Ahora, te haré un resumen de las leyes de los
ciudadanos de hace nueve mil años y de la hazaña más heroica que realizaron.
Más tarde, tomaremos con tranquilidad los escritos mismos y discurriremos en
detalle y ordenadamente acerca de todo. En cuanto a las leyes, observa las
nuestras, pues descubrirás ahora aquí muchos ejemplos de las que existían
entonces entre vosotros. En primer lugar, el que la casta de los sacerdotes esté
separada de las otras; después, lo de los artesanos, el que cada oficio trabaje
individualmente sin mezclarse con el otro, ni tampoco los pastores, los
cazadores ni los agricultores. En particular, supongo que habrás notado que aquí
el estamento de los guerreros se encuentra separado de los restantes y que sólo
tiene las ocupaciones guerreras que la ley le ordena. Además, la manera en que
se arman con escudos y espadas, que fuimos los primeros en utilizar en Asia tal
como la diosa los dio a conocer por primera vez en aquellas regiones entre
vosotros. También, ves, creo, cuánto se preocupó nuestra ley desde sus
inicios por la sabiduría pues, tras descubrirlo todo acerca del universo,
incluidas la adivinación y la medicina, lo trasladó de estos seres divinos al
ámbito humano para salud de éste y adquirió el resto de los conocimientos que
están relacionados con ellos. En aquel tiempo, pues, la diosa os impuso a
vosotros en primer lugar todo este orden y disposición y fundó vuestra ciudad
después de elegir la región en que nacisteis porque vio que la buena mezcla de
estaciones que se daba en ella podría llegar a producir los hombres más
prudentes. Como es amiga de la guerra y de la sabiduría, eligió primero el
sitio que daría los hombres más adecuados a ella y lo pobló. Vivíais, pues,
bajo estas leyes y, lo que es más importante aún, las respetabais y superabais
en virtud a todos los hombres, como es lógico, ya que erais hijos y alumnos de
dioses. Admiramos muchas y grandes hazañas de vuestra ciudad registradas aquí,
pero una de entre todas se destaca por importancia y excelencia. En efecto,
nuestros escritos refieren cómo vuestra ciudad detuvo en una ocasión la marcha
insolente de un gran imperio, que avanzaba del exterior, desde el Océano Atlántico,
sobre toda Europa y Asia. En aquella época, se podía atravesar aquel océano
dado que había una isla delante de la desembocadura que vosotros, así decís,
llamáis columnas de Heracles. Esta isla era mayor que Libia y Asia juntas y de
ella los de entonces podían pasar a las otras islas y de las islas a toda la
tierra firme que se encontraba frente a ellas y rodeaba el océano auténtico,
puesto que lo que quedaba dentro de la desembocadura que mencionamos parecía
una bahía con un ingreso estrecho. En realidad, era mar y la región que lo
rodeaba totalmente podría ser llamada con absoluta corrección tierra firme. En
dicha isla, Atlántida, había surgido una confederación de reyes grande y
maravillosa que gobernaba sobre ella y muchas otras islas, así como partes de
la tierra firme. En este continente, dominaban también los pueblos de Libia,
hasta Egipto, y Europa hasta Tirrenia. Toda esta potencia unida intentó una vez
esclavizar en un ataque a toda vuestra región, la nuestra y el interior de la
desembocadura. Entonces, Solón, el poderío de vuestra ciudad se hizo famoso
entre todos los hombres por su excelencia y fuerza, pues superó a todos en
valentía y en artes guerreras, condujo en un momento de la lucha a los griegos,
luego se vio obligada a combatir sola cuando los otros se separaron, corrió los
peligros más extremos y dominó a los que nos atacaban. Alcanzó así una gran
victoria e impidió que los que todavía no habían sido esclavizados lo fueran
y al resto, cuantos habitábamos más acá de los confines heráclidas, nos
liberó generosamente. Posteriormente, tras un violento terremoto y un diluvio
extraordinario, en un día y una noche terribles, la clase guerrera vuestra se
hundió toda a la vez bajo la tierra y la isla de Atlántida desapareció de la
misma manera, hundiéndose en el mar. Por ello, aún ahora el océano es allí
intransitable e inescrutable, porque lo impide la arcilla que produjo la isla
asentada en ese lugar y que se encuentra a muy poca profundidad».
Platón. Timeo