Para
imitar la figura del universo circular, ataron las dos revoluciones divinas a un
cuerpo esférico, al que en la actualidad llamamos cabeza, el más divino y el
que gobierna todo lo que hay en nosotros. Los dioses reunieron todas las partes
del cuerpo y se las entregaron para que se sirviera de él porque habían
decidido que debía poseer todos los movimientos que iba a haber. Se lo dieron
como ágil vehículo para que, al rodar sobre tierra que tuviera variadas
elevaciones y depresiones, no careciera de medios para superar las unas y salir
de las otras. Por eso, el cuerpo recibió una extensión y, cuando dios concibió
su modo de traslación, le nacieron cuatro miembros extensibles y flexibles con
cuya ayuda y sostén llegó a ser capaz de marchar por todas partes con la
morada de lo más divino y sagrado encima de nosotros. Así, y por estas
razones, les nacieron a todos piernas y manos. Los dioses concedieron el peso
principal de la traslación a la parte anterior del cuerpo, porque la
consideraban más valiosa y más digna de ejercer el mando que la posterior.
Ciertamente, era necesario que la parte delantera del cuerpo humano se
diferenciara y distinguiera de la trasera. Por ello, primero pusieron la cara en
el recipiente de la cabeza, le ataron los instrumentos necesarios para la
previsión del alma y dispusieron que lo anterior por naturaleza poseyera el
mando. Los primeros instrumentos que construyeron fueron los ojos portadores de
luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon un cuerpo de aquel fuego
que sin quemar produce la suave luz, propia de cada día. En efecto, hicieron
que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través de los
ojos, para lo cual comprimieron todo el órgano y especialmente su centro hasta
hacerlo liso y compacto para impedir el paso del más espeso y filtrar sólo al
puro. Cuando la luz diurna rodea el flujo visual, entonces, lo semejante cae
sobre lo semejante, se combina con él y, en línea recta a los ojos, surge un
único cuerpo afín, donde quiera que el rayo proveniente del interior coincida
con uno de los externos. Como causa de la similitud el conjunto tiene cualidades
semejantes, siempre que entra en contacto con un objeto o un objeto con él,
transmite sus movimientos a través de todo el cuerpo hasta el alma y produce
esa percepción que denominamos visión. Cuando al llegar la noche el fuego que
le es afín se marcha, el de la visión se interrumpe; pues al salir hacia lo
desemejante muta y se apaga por no ser ya afín al aire próximo que carece de
fuego. Entonces, deja de ver y se vuelve portador del sueño, pues los dioses
idearon una protección de la visión, los párpados. Cuando se cierran, se
bloquea la potencia del fuego interior que disminuye y suaviza los movimientos
interiores y cuando éstos se han suavizado, nace la calma, y cuando la calma es
mucha, el que duerme tiene pocos sueños. Pero cuando quedan algunos movimientos
de mayor envergadura, según sea su cualidad y los lugares en los que quedan, así
es el tipo y la cantidad de las copias interiores que producen y que, al
despertar, recordamos como imágenes exteriores. No es nada difícil comprender
la formación de imágenes en los espejos y en todo lo que es reflectante y
liso. En efecto, fenómenos semejantes tienen lugar necesariamente por la
combinación de los dos fuegos, el interior y el exterior, porque el fuego del
rostro [que se refleja] se funde con el fuego de la vista en la superficie lisa
y brillante una vez que en ésta se ha originado un fuego que sufre múltiples
distorsiones......Ciertamente, la vista, según mi
entender, es causa de nuestro provecho más importante, porque ninguno de los
discursos actuales acerca del universo hubiera sido hecho nunca si no viéramos
los cuerpos celestes ni el sol ni el cielo. En realidad, la visión del día, la
noche, los meses, los períodos anuales, los equinoccios y los giros astrales no
sólo dan lugar al número, sino que éstos nos dieron también la noción de
tiempo y la investigación de la naturaleza del universo, de lo que nos
procuramos la filosofía. Al género humano nunca llegó ni llegará un don
divino mejor que éste. Por tal afirmo que éste es el mayor bien de los ojos. Y
de lo restante que proveen, de menor valor, aquello que alguien no amante de la
sabiduría lamentaría en vano si hubiera perdido la vista, ¿qué podríamos
ensalzar? Por nuestra parte, digamos que la visión fue producida con la
siguiente finalidad: dios descubrió la mirada y nos hizo un presente con ella
para que la observación de las revoluciones de la inteligencia en el cielo nos
permitiera aplicarlas a las de nuestro entendimiento, que les son afines, como
pueden serlo las convulsionadas a las imperturbables, y ordenáramos nuestras
revoluciones errantes por medio del aprendizaje profundo de aquéllas, de la
participación en la corrección natural de su aritmética y de la imitación de
las revoluciones completamente estables del dios. Y acerca de la voz y el
oído,
otra vez el mismo razonamiento: nos fueron concedidos por los dioses por las
mismas razones y con la misma finalidad. Pues el lenguaje tiene la misma
finalidad, ya que contribuye en su mayor parte a lo mismo y, a su vez, cuanto de
la música utiliza la voz para ser escuchado ha sido dado por la armonía. Ésta,
como tiene movimientos afines a las revoluciones que poseemos en nuestra alma,
fue otorgada por las Musas al que se sirve de ellas con inteligencia, no para un
placer irracional, como parece ser utilizada ahora, sino como aliada para
ordenar la revolución disarmónica de nuestra alma y acordarla consigo misma.
También nos otorgaron el ritmo por las mismas razones, como ayuda en el estado
sin medida y carente de gracia en el que se encuentra la mayoría de nosotros.
Platón.
Timeo