Timeo, sobre la Naturaleza


SÓCRATES, TIMEO, HERMÓCRATES, CRITIAS


 

SÓCRATES.--Uno, dos, tres.... pero, por cierto, querido Timeo, ¿dónde está el cuarto de los que ayer fueron huéspedes míos y ahora son dueños de la casa?

TIMEO.--Le sobrevino un cierto malestar, Sócrates, pues no habría faltado voluntariamente a esta reunión.

SÓC.--¿Os encargaréis tú y tus compañeros, entonces, de la parte que le correspondía al ausente?

TIM.-- Por supuesto, y, en lo posible, no omitiremos nada, pues no sería justo que, después de gozar ayer de los apropiados dones de tu hospitalidad, los que quedamos no estuviéramos dispuestos a agasajarte a nuestra vez.

SÓC.--¿Es que recordáis cuántos son los temas de los que os encomendé hablar?

TIM.--Sólo algunos, pero, como estás aquí, nos recordarás lo que hayamos olvidado. Mejor aún, si no te molesta, vuelve a repetirnos otra vez el argumento desde el principio de manera resumida para que lo tengamos más presente.

SÓC.-- Así lo haré. Tengo la impresión de que lo principal del discurso que hice ayer acerca de la organización política fue cuál consideraba que sería la mejor y qué hombres le darían vida.

Tim.-- Y a todos nos pareció que la habías descrito de una manera muy conforme a los principios de la razón.

SÓC.--¿No fue acaso nuestra primera medida separar en ella a los campesinos y a los otros artesanos del estamento de los que luchan en defensa de ellos?

Tim.-- Sí.

SÓC.--Y luego de asignar a cada uno una ocupación única para la que estaba naturalmente dotado, una única técnica, afirmamos que aquellos que tenían la misión de luchar por la comunidad deberían ser sólo guardianes de la ciudad, en el caso de que alguien de afuera o de adentro intentara dañarla, y que, mientras que a sus súbditos tenían que administrarles justicia con suavidad, ya que son por naturaleza sus amigos, era necesario que en las batallas fueran fieros con los enemigos que les salieran al paso.

TIM.-- Efectivamente.

SÓC.-- Pues decíamos, creo, que la naturaleza del alma de los guardianes debía ser al mismo tiempo violenta y tranquila en grado excepcional para que pudieran llegar a ser correctamente suaves y fieros con unos y con otros.

Tim.-- Sí.

SÓC.--¿Y qué de la educación? ¿No decíamos que estaban educados en gimnasia y en música, y en todas las materias convenientes para ellos?

Tim.-- Por cierto.

SÓC.-- Sí, y me parece que se sostuvo que los así educados no debían considerar como propios ni el oro ni la plata ni ninguna otra posesión, sino que, como fuerzas de policía, habían de recibir un salario por la guardia de aquellos a quienes preservaban --lo suficiente para gente prudente--, y gastarlo en común en una vida en la que compartían todo y se ocupaban exclusivamente de cultivar la excelencia, descargados de todas las otras actividades.

TIM.--También esto fue dicho así.

SÓC.-- Y, además, por lo que hace a las mujeres, hicimos mención de que debíamos adaptar a los hombres a aquellas que se les asemejaren y asignarles las mismas actividades que a ellos en la guerra y en todo otro ámbito de la vida.

Tim.--También esto se dijo de esta manera.

SÓC.--¿Y qué de la procreación?, ¿o la singularidad de lo dicho no hace que se recuerde fácilmente?, porque dispusimos que todos tuvieran sus matrimonios y sus hijos en común, cuidando de que nunca nadie reconociera como propio al engendrado por él sino que todos consideraran a todos de la misma familia: hermanas y hermanos a los de la misma edad, a los mayores, padres y padres de sus padres y a los menores, hijos de sus hijos.

Tim.-- Sí, también esto se puede recordar bien, tal como dices.

SÓC.--Y, además, que llegaran a poseer desde el nacimiento las mejores naturalezas posibles, ¿o acaso no recordamos que decíamos que los gobernantes, hombres y mujeres, debían engañarlos en las uniones matrimoniales con una especie de sorteo manipulado en secreto para que los buenos y los malos se unieran cada uno con las que les eran semejantes de modo que no surgiera entre ellos ningún tipo de enemistad, convencidos de que el azar era la causa de su unión?

Tim.-- Lo recordamos.

SÓC.--¿Y también que decíamos que tenían que criar y educar a los hijos de los buenos y trasladar secretamente a los de los malos a la otra ciudad y observarlos durante su crecimiento para hacer regresar siempre a los aptos y pasar a la región de la que éstos habían vuelto a los ineptos que se habían quedado con ellos.

Tim.-- Así es.

SÓC.--¿He expuesto ya en sus puntos principales lo mismo que ayer o deseáis todavía algo que yo haya dejado de lado, querido Timeo?

TIM.--En absoluto, esto era lo que ayer dijimos, Sócrates.

SÓC.-- Quizás queráis escuchar ahora lo que me sucede con la continuación de la historia de la república que hemos descrito. Creo que lo que me pasa es algo así como si alguien, después de observar bellos animales, ya sea pintados en un cuadro o realmente vivos pero en descanso, fuera asaltado por el deseo de verlos moverse y hacer, en un certamen, algo de lo que parece corresponder a sus cuerpos. Lo mismo me sucede respecto de la ciudad que hemos delineado. Pues con placer escucharía de alguien el relato de las batallas en las que suele participar una ciudad, que las combate contra otras ciudades, llega bien dispuesta a la guerra y, durante la lucha, hace lo que corresponde a su educación y formación no sólo en la acción, sino también en los tratados con cada uno de los estados. Critias y Hermócrates, me acuso de no llegar a ser capaz nunca de alabar de forma satisfactoria a esos hombres y a esa ciudad. Lo que me sucede no es nada extraño, pues tengo la misma opinión de los poetas antiguos y de los actuales y, aunque no desdeño en absoluto su linaje, es evidente que el pueblo de los imitadores imitará muy fácilmente y de manera óptima aquello en lo que ha sido educado. Sin embargo, a cualquiera le resulta muy difícil imitar bien en obras lo que está fuera de su propia educación y le es aún más dificultoso imitarlo con palabras. Creo que la estirpe de los sofistas es muy entendida en muchos otros tipos de discursos, y bellos además, pero temo que, puesto que vaga de ciudad en ciudad y en ningún lugar habita en casa propia, de alguna manera no acierte a describir hombres que son a la vez filósofos y políticos y lo que harían o dirían al guerrear o batallar o al relacionarse entre ellos de obra o de palabra. Resta, ciertamente, el tipo de gente de vuestra disposición que por naturaleza y educación participa de ambas categorías. Pues éste, Timeo, natural de Lócride, la ciudad con el mejor orden político de Italia, no inferior a ninguno de los de allí ni en riqueza ni en sangre, ha ocupado los cargos públicos más importantes y recibió los más altos honores de aquella ciudad y, además, ha llegado, en mi opinión, a la cumbre de la filosofía. Todos los habitantes de esta ciudad, supongo, sabemos que Critias no es lego en nada de lo que hablamos. Finalmente, puesto que hay muchos que lo testifican, debemos creer que la naturaleza y la educación de HermÓcrates son suficientes para todos estos temas. Cuando ayer solicitasteis una exposición sobre la república, convine de buen grado porque sabía que, si os lo proponéis, nadie podría ofrecer una continuación mejor del discurso que vosotros, ya que sois los únicos que en la actualidad pueden implicar a esa ciudad en una guerra adecuada a su condición y, después, asignarle todas las excelencias que le correspondan. Una vez que expuse lo que me habíais encargado, os encomendé a mi vez lo que ahora digo. Habéis acordado que una vez que hubierais reflexionado, ibais a saldar la deuda de hospitalidad hacia mí con el presente discurso. Estoy aquí preparado, entonces, para ellos y soy el más dispuesto de todos a recibirlos.

HERMÓCRATES.-- En efecto, Sócrates, como dijo Timeo ni cederá la voluntad de hacerlo ni habrá ningún pretexto que nos impida llevarlo a cabo. Por tanto, también nosotros ayer, inmediatamente después de salir de aquí, cuando llegamos a casa de Critias, nuestro huésped, donde pernoctamos, y aún antes, en el camino, reflexionamos sobre estos mismos asuntos. Éste nos contó una antigua saga. ¡Cuéntasela también a él, Critias, para que opine si responde o no al encargo!

CRITIAS.-- Lo haré, si también le parece al tercer compañero, Timeo.

Tim.-- Claro que estoy de acuerdo.

CRI.-- Escucha, entonces, Sócrates, un relato muy extraño, pero absolutamente verdadero, tal como en una ocasión lo relataba Solón, el más sabio de los siete, que era pariente y muy amigo de mi bisabuelo Drópida, como él mismo afirma en muchos pasajes de su obra poética. Le contó a Critias, nuestro abuelo, que de viejo nos lo relataba a nosotros, que grandes y admirables hazañas antiguas de esta ciudad habían desaparecido a causa del tiempo transcurrido y la destrucción de sus habitantes, y, de todas, una, la más extraordinaria, convendría que ahora a través del recuerdo te la ofreciéramos como presente, para elevar al mismo tiempo loas a la diosa con justicia y verdad en el día de su fiesta nacional, como si le cantáramos un himno.

SÓC.-- Bien dices. Pero, por cierto, ¿no explicaba Critias cuál era esta hazaña que, según la historia de Solón, no era una mera fábula, sino que esta ciudad la realizó efectivamente en tiempos remotos?

CRI.--Te la diré, aunque escuchada como un relato antiguo de un hombre no precisamente joven. Pues entonces Critias, así decía, tenía ya casi noventa años y yo, a lo sumo diez. Era, casualmente, la Kureotis, el tercer día de los Apaturia. A los muchachos les sucedió lo que es siempre habitual en esa fiesta y lo era también entonces. Nuestros padres hicieron certámenes de recitación. Se declamaron poemas de muchos poetas y, como en aquella época los de Solón eran recientes, muchos niños los cantamos. Uno de los miembros de la fratría, sea que lo creía realmente o por hacerle un cumplido a Critias, dijo que si bien Solón le parecía muy sabio en todos los otros campos, en la poesía lo tenía por el más libre de todos los poetas. El anciano, entonces --me acuerdo con gran claridad-- se puso muy contento y sonriendo dijo: «¡Ay Aminandro!, ¡ojalá la poesía no hubiera sido para él una actividad secundaria! Si se hubiera esforzado como los otros y hubiera terminado el argumento que trajo de Egipto y, si, al llegar aquí, las contiendas civiles y otros males no lo hubieran obligado a descuidar todo lo que descubrió allí, ni Hesíodo ni Homero, en mi opinión, ni ningún otro poeta jamás habría llegado a tener una fama mayor que la suya». «¿Qué historia era, Critias?», preguntó el otro. «La historia de la hazaña más importante y, con justicia, la más renombrada de todas las realizadas por nuestra ciudad, pero que no llegó hasta nosotros por el tiempo transcurrido y por la desaparición de los que la llevaron a cabo», dijo el anciano. «Cuenta desde el comienzo», exclamó el otro, «qué decía Solón, y cómo y de quiénes la había escuchado como algo verdadero».

«En Egipto», comenzó Critias, «donde la corriente del Nilo se divide en dos en el extremo inferior del Delta, hay una región llamada Saítica, cuya ciudad más importante, Sais --de donde, por cierto, también era el rey Amasis--, tiene por patrona una diosa cuyo nombre en egipcio es Neith y en griego, según la versión de aquéllos, Atenea. Afirman que aprecian mucho a Atenas y sostienen que en cierta forma están emparentados con los de esta ciudad. Solón contaba que cuando llegó allí recibió de ellos muchos honores y que, al consultar sobre las antigüedades a los sacerdotes que más conocían el tema, descubrió que ni él mismo ni ningún otro griego sabía, por decir así, prácticamente nada acerca de esos asuntos. En una ocasión, para entablar conversación con ellos sobre esto, se puso a contar los hechos más antiguos de esta ciudad, la historia de Foroneo, del que se dice que es el primer hombre, y de Níobe y narró cómo Deucalión y Pirras sobrevivieron después del diluvio e hizo la genealogía de sus descendientes y quiso calcular el tiempo transcurrido desde entonces recordando cuántos años había vivido cada uno. En ese instante, un sacerdote muy anciano exclamó: '¡Ay!, Solón, Solón, ¡los griegos seréis siempre niños!, ¡no existe el griego viejo!' Al escuchar esto, Solón le preguntó: '¿Por qué lo dices? 'Todos', replicó aquél, 'tenéis almas de jóvenes, sin creencias antiguas transmitidas por una larga tradición y carecéis de conocimientos encanecidos por el tiempo. Esto se debe a que tuvieron y tendrán lugar muchas destrucciones de hombres, las más grandes por fuego y agua, pero también otras menores provocadas por otras innumerables causas. Tomemos un ejemplo, lo que se cuenta entre vosotros de que una vez Faetón, el hijo del Sol montó en el carro de su padre y, por no ser capaz de marchar por el sendero paterno, quemó lo que estaba sobre la tierra y murió alcanzado por un rayo. La historia, aunque relatada como una leyenda, se refiere, en realidad, a una desviación de los cuerpos que en el cielo giran alrededor de la tierra y a la destrucción, a grandes intervalos, de lo que cubre la superficie terrestre por un gran fuego. Entonces, el número de habitantes de las montañas y de lugares altos y secos que muere es mayor que el de los que viven cerca de los ríos y el mar. El Nilo, salvador nuestro en otras ocasiones, también nos salva entonces de esa desgracia. Pero cuando los dioses purifican la tierra con aguas y la inundan, se salvan los habitantes de las montañas, pastores de bueyes y cabras, y los que viven en vuestras ciudades son arrastrados al mar por los ríos. En esta región, ni entonces ni nunca fluye el agua de arriba sobre los campos, sino que, por el contrario, es natural que suba, en su totalidad, desde el interior de la tierra. Por ello se dice que lo que aquí se conserva es lo más antiguo. En realidad, sin embargo, en todas las regiones en las que no se da un invierno riguroso y un calor extremo, la raza humana, en mayor o menor número, está siempre presente. Desde antiguo registramos y conservamos en nuestros templos todo aquello que llega a nuestros oídos acerca de lo que pasa entre vosotros, aquí o en cualquier otro lugar, si sucedió algo bello, importante o con otra peculiaridad. Contrariamente, siempre que vosotros, o los demás, os acabáis de proveer de escritura y de todo lo que necesita una ciudad, después del período habitual de años, os vuelve a caer, como una enfermedad, un torrente celestial que deja sólo a los iletrados e incultos, de modo que nacéis de nuevo, como niños, desde el principio, sin saber nada ni de nuestra ciudad ni de lo que ha sucedido entre vosotros durante las épocas antiguas. Por ejemplo, Solón, las genealogías de los vuestros que acabas de exponer poco se diferencian de los cuentos de niños, porque, primero, recordáis un diluvio sobre la tierra, mientras que antes de él habían sucedido muchos y, en segundo lugar, no sabéis ya que la raza mejor y más bella de entre los hombres nació en vuestra región, de la que tú y toda la ciudad vuestra descendéis ahora, al quedar una vez un poco de simiente. Lo habéis olvidado porque los que sobrevivieron ignoraron la escritura durante muchas generaciones. En efecto, antes de la gran destrucción por el agua, la que es ahora la ciudad de los atenienses era la mejor en la guerra y la más absolutamente obediente de las leyes. Cuentan que tuvieron lugar las hazañas más hermosas y que se dio la mejor organización política de todas cuantas hemos recibido noticia bajo el cielo. Solón solía decir que al escucharlo se sorprendió y tuvo muchas ganas de conocer más, de modo que pidió que le contara con exactitud todo lo que los sacerdotes conservaban de los antiguos atenienses. El sacerdote replicó: 'Sin ninguna reticencia, oh Solón, lo contaré por ti y por vuestra ciudad, pero sobre todo por la diosa a la que tocó en suerte vuestra patria y también la nuestra y las crió y educó, primero aquélla, mil años antes, después de recibir simiente de Gea y Hefesto, y, más tarde, ésta. Los escritos sagrados establecen la cantidad de ocho mil años para el orden imperante entre nosotros. Ahora, te haré un resumen de las leyes de los ciudadanos de hace nueve mil años y de la hazaña más heroica que realizaron. Más tarde, tomaremos con tranquilidad los escritos mismos y discurriremos en detalle y ordenadamente acerca de todo. En cuanto a las leyes, observa las nuestras, pues descubrirás ahora aquí muchos ejemplos de las que existían entonces entre vosotros. En primer lugar, el que la casta de los sacerdotes esté separada de las otras; después, lo de los artesanos, el que cada oficio trabaje individualmente sin mezclarse con el otro, ni tampoco los pastores, los cazadores ni los agricultores. En particular, supongo que habrás notado que aquí el estamento de los guerreros se encuentra separado de los restantes y que sólo tiene las ocupaciones guerreras que la ley le ordena. Además, la manera en que se arman con escudos y espadas, que fuimos los primeros en utilizar en Asia tal como la diosa los dio a conocer por primera vez en aquellas regiones entre vosotros. También, ves, creo, cuánto se preocupó nuestra ley desde sus inicios por la sabiduría pues, tras descubrirlo todo acerca del universo, incluidas la adivinación y la medicina, lo trasladó de estos seres divinos al ámbito humano para salud de éste y adquirió el resto de los conocimientos que están relacionados con ellos. En aquel tiempo, pues, la diosa os impuso a vosotros en primer lugar todo este orden y disposición y fundó vuestra ciudad después de elegir la región en que nacisteis porque vio que la buena mezcla de estaciones que se daba en ella podría llegar a producir los hombres más prudentes. Como es amiga de la guerra y de la sabiduría, eligió primero el sitio que daría los hombres más adecuados a ella y lo pobló. Vivíais, pues, bajo estas leyes y, lo que es más importante aún, las respetabais y superabais en virtud a todos los hombres, como es lógico, ya que erais hijos y alumnos de dioses. Admiramos muchas y grandes hazañas de vuestra ciudad registradas aquí, pero una de entre todas se destaca por importancia y excelencia. En efecto, nuestros escritos refieren cómo vuestra ciudad detuvo en una ocasión la marcha insolente de un gran imperio, que avanzaba del exterior, desde el Océano Atlántico, sobre toda Europa y Asia. En aquella época, se podía atravesar aquel océano dado que había una isla delante de la desembocadura que vosotros, así decís, llamáis columnas de Heracles. Esta isla era mayor que Libia y Asia juntas y de ella los de entonces podían pasar a las otras islas y de las islas a toda la tierra firme que se encontraba frente a ellas y rodeaba el océano auténtico, puesto que lo que quedaba dentro de la desembocadura que mencionamos parecía una bahía con un ingreso estrecho. En realidad, era mar y la región que lo rodeaba totalmente podría ser llamada con absoluta corrección tierra firme. En dicha isla, Atlántida, había surgido una confederación de reyes grande y maravillosa que gobernaba sobre ella y muchas otras islas, así como partes de la tierra firme. En este continente, dominaban también los pueblos de Libia, hasta Egipto, y Europa hasta Tirrenia. Toda esta potencia unida intentó una vez esclavizar en un ataque a toda vuestra región, la nuestra y el interior de la desembocadura. Entonces, Solón, el poderío de vuestra ciudad se hizo famoso entre todos los hombres por su excelencia y fuerza, pues superó a todos en valentía y en artes guerreras, condujo en un momento de la lucha a los griegos, luego se vio obligada a combatir sola cuando los otros se separaron, corrió los peligros más extremos y dominó a los que nos atacaban. Alcanzó así una gran victoria e impidió que los que todavía no habían sido esclavizados lo fueran y al resto, cuantos habitábamos más acá de los confines heráclidas, nos liberó generosamente. Posteriormente, tras un violento terremoto y un diluvio extraordinario, en un día y una noche terribles, la clase guerrera vuestra se hundió toda a la vez bajo la tierra y la isla de Atlántida desapareció de la misma manera, hundiéndose en el mar. Por ello, aún ahora el océano es allí intransitable e inescrutable, porque lo impide la arcilla que produjo la isla asentada en ese lugar y que se encuentra a muy poca profundidad».

Acabas de oír un resumen, Sócrates, de lo que relató el anciano Critias según el cuento de Solón. Cuando ayer hablabas de la república y de sus hombres, me asombré al recordar lo que acabo de contar, pensando que por algún azar no muy desacertado compartías milagrosamente mucho de lo que Solón decía. Pero, sin embargo, no quise hablar en vano, pues no lo recordaba muy bien por el tiempo que había transcurrido. Decidí, entonces, que primero debía decirme a mí mismo todo de esta manera y repetirlo suficientemente. Por eso, acordé de inmediato contigo el orden que dispusimos ayer, porque pensé que nosotros íbamos a estar bien provistos en lo que es la dificultad más grande en tales casos: hacer un discurso adecuado a lo que se pretende. Así, ayer, como dijo éste, ni bien salí de aquí, les referí a mis compañeros lo que en ese momento me venía a la memoria y cuando llegué a casa, recordé casi todo después de pensar en ello la noche entera. Sin duda, tal como se suele decir, lo que se aprende de niño se fija de manera admirable en el recuerdo. Pues no sé, si quizás podría recordar todo lo que escuché ayer, pero me maravillaría sobremanera que se me hubiera escapado algo de esto que oí hace tanto tiempo. Entonces, lo hice con mucho placer y como juego, y el anciano me lo contó de buen grado, cuando vio que yo lo interrogaba con interés, y, de esta manera me quedó grabado como una pintura a fuego de una escritura indeleble. A Timeo y HermÓcrates les estuve relatando la historia desde por la mañana temprano para que pudieran participar conmigo en la conversación. Estoy preparado, entonces, para decirte, Sócrates, aquello por lo que se dijo todo esto, no sólo de manera resumida, sino tal como escuché cada particular. Ahora trasladaremos a la realidad a los ciudadanos y la ciudad que tú ayer nos describiste en la fábula, los pondremos aquí como si aquella ciudad fuera ésta y diremos que los ciudadanos que tú concebiste eran nuestros antepasados reales que dijo el sacerdote. Armonizarán completamente y no desentonaremos cuando digamos que eran los que vivían en aquel entonces. Cada uno tomará una parte a su cargo e intentaremos devolverte, en la medida de lo posible, lo adecuado a lo que ordenaste. Debemos considerar, Sócrates, si esta historia nos es apropiada o si hemos de buscar alguna otra en su lugar.

SÓC.--¿Qué otra podríamos preferir a ésta, Critias, que por su parentesco se ajusta de manera excelente a la presente festividad de la diosa? El que no sea una fábula ficticia, sino una historia verdadera es algo muy importante, creo. Pues ¿cómo y de dónde podríamos descubrir otros ciudadanos, si abandonamos a éstos? Imposible. Vosotros debéis hablar acompañados de buena fortuna y yo ahora tengo que escuchar en silencio la parte que me corresponde por lo que relaté ayer.

CRI.-- Observa, pues, Sócrates, cómo hemos organizado la disposición de los obsequios. Decidimos que Timeo, puesto que es el que más astronomía conoce de nosotros y el que más se ha ocupado en conocer la naturaleza del universo, hable en primer lugar, comenzando con la creación del mundo y terminando con la naturaleza de los hombres. Después de eso, yo, como si tomara de éste los hombres nacidos en el relato y de ti algunos con la mejor educación, los pondré ante nosotros como frente a jueces, según la historia y la ley de Solón, y los haré ciudadanos de esta ciudad, como si fueran aquellos atenienses de los que los textos sagrados afirman que desaparecieron, y, en adelante, contaré la historia como si ya fueran ciudadanos atenienses.

SÓC.-- Creo que con el banquete de discursos recibiré una recompensa perfecta y brillante. Timeo, te toca hablar a continuación, así parece, no sin antes invocar a los dioses, según la costumbre.

Tim.-- Pero, Sócrates, cualquiera que sea un poco prudente invoca a un dios antes de emprender una tarea o un asunto grande o pequeño. También nosotros, que vamos a hacer un discurso acerca del universo, cómo nació y si es o no generado, si no desvariamos completamente, debemos invocar a los dioses y diosas y pedirles que nuestra exposición sea adecuada, en primer lugar, a ellos y, en segundo, a nosotros. Sirva esto como invocación a los dioses. En cuanto a nosotros, debo rogar para que vosotros podáis entender mi discurso con la mayor facilidad y yo mostrar de la mejor manera lo que pienso acerca de los temas propuestos.

Pues bien, en mi opinión hay que diferenciar primero lo siguiente: ¿Qué es lo que es siempre y no deviene y qué, lo que deviene continuamente, pero nunca es? Uno puede ser comprendido por la inteligencia mediante el razonamiento, el ser siempre inmutable; el otro es opinable, por medio de la opinión unida a la percepción sensible no racional, nace y fenece, pero nunca es realmente. Además, todo lo que deviene, deviene necesariamente por alguna causa; es imposible, por tanto, que algo devenga sin una causa. Cuando el artífice de algo, al construir su forma y cualidad, fija constantemente su mirada en el ser inmutable y lo usa de modelo, lo así hecho será necesariamente bello. Pero aquello cuya forma y cualidad hayan sido conformadas por medio de la observación de lo generado, con un modelo generado, no será bello. Acerca del universo --o cosmos o si en alguna ocasión se le hubiera dado otro nombre más apropiado, usémoslo-- debemos indagar primero, lo que se supone que hay que considerar en primer lugar en toda ocasión--, si siempre ha sido, sin comienzo de la generación, o si se generó y tuvo algún inicio. Es generado, pues es visible y tangible y tiene un cuerpo y tales cosas son todas sensibles y lo sensible, captado por la opinión unida a la sensación, se mostró generado y engendrado. Decíamos, además, que lo generado debe serlo necesariamente por alguna causa. Descubrir al hacedor y padre de este universo es difícil, pero, una vez descubierto, comunicárselo a todos es imposible. Por otra parte, hay que observar acerca de él lo siguiente: qué modelo contempló su artífice al hacerlo, el que es inmutable y permanente o el generado. Bien, si este mundo es bello y su creador bueno, es evidente que miró el modelo eterno. Pero si es lo que ni siquiera está permitido pronunciar a nadie, el generado. A todos les es absolutamente evidente que contempló el eterno, ya que este universo es el más bello de los seres generados y aquél la mejor de las causas. Por ello, engendrado de esta manera, fue fabricado según lo que se capta por el razonamiento y la inteligencia y es inmutable. Si esto es así, es de total necesidad que este mundo sea una imagen de algo. Por cierto, lo más importante es comenzar de acuerdo con la naturaleza del tema. Entonces, acerca de la imagen y de su modelo hay que hacer la siguiente distinción en la convicción de que los discursos están emparentados con aquellas cosas que explican: los concernientes al orden estable, firme y evidente con la ayuda de la inteligencia, son estables e infalibles --no deben carecer de nada de cuanto conviene que posean los discursos irrefutables e invulnerables--; los que se refieren a lo que ha sido asemejado a lo inmutable, dado que es una imagen, han de ser verosímiles y proporcionales a los infalibles. Lo que el ser es a la generación, es la verdad a la creencia. Por tanto, Sócrates, si en muchos temas, los dioses y la generación del universo, no llegamos a ser eventualmente capaces de ofrecer un discurso que sea totalmente coherente en todos sus aspectos y exacto, no te admires. Pero si lo hacemos tan verosímil como cualquier otro, será necesario alegrarse, ya que hemos de tener presente que yo, el que habla, y vosotros, los jueces, tenemos una naturaleza humana, de modo que acerca de esto conviene que aceptemos el relato probable y no busquemos más allá.

SÓC.-- Absolutamente bien, Timeo, y hay que aceptarlo como mandas. Nos ha agradado sobremanera tu preludio, interprétanos a continuación el tema.

Tim.-- Digamos ahora por qué causa el hacedor hizo el devenir y este universo. Es bueno y el bueno nunca anida ninguna mezquindad acerca de nada. Al carecer de ésta, quería que todo llegara a ser lo más semejante posible a él mismo. Haríamos muy bien en aceptar de hombres inteligentes este principio importantísimo del devenir y del mundo. Como el dios quería que todas las cosas fueran buenas y no hubiera en lo posible nada malo, tomó todo cuanto es visible, que se movía sin reposo de manera caótica y desordenada, y lo condujo del desorden al orden, porque pensó que éste es en todo sentido mejor que aquél. Pues al óptimo sólo le estaba y le está permitido hacer lo más bello. Por medio del razonamiento llegó a la conclusión de que entre los seres visibles nunca ningún conjunto carente de razón será más hermoso que el que la posee y que, a su vez, es imposible que ésta se genere en algo sin alma. A causa de este razonamiento, al ensamblar el mundo, colocó la razón en el alma y el alma en el cuerpo, para que su obra fuera la más bella y mejor por naturaleza. Es así que según el discurso probable debemos afirmar que este universo llegó a ser verdaderamente un viviente provisto de alma y razón por la providencia divina.

Si esto es así, debemos exponer lo que se sigue de ello: a cuál de los seres vivientes lo asemejó el hacedor. No lo degrademos asemejándolo a uno de los que por naturaleza son parciales en cuanto a la forma --pues nunca nada semejante a algo imperfecto llegaría a ser bello--, sino que supongamos que es el que más se asemeja a aquel del cual los otros seres vivientes, tanto individuos como clases, forman parte. Pues aquél comprende en sí todos los seres vivientes inteligibles, así como este mundo a nosotros y los demás animales visibles. Como el dios quería asemejarlo lo más posible al más bello y absolutamente perfecto de los seres inteligibles, lo hizo un ser viviente visible y único con todas las criaturas vivientes que por naturaleza le son afines dentro de sí. ¿Es verdadera la afirmación de la unicidad del universo o sería más correcto decir que hay muchos e incluso infinitos mundos? Uno, si en realidad ha de estar fabricado según su modelo. Pues lo que incluye todos los seres vivos inteligibles existentes nunca podría formar un par con otro porque sería necesario otro ser vivo adicional que los comprendiera a estos dos, del que serían partes, y entonces sería más correcto afirmar que este mundo no se asemeja ya a aquellos sino a aquel que los abarca. Por ello, para que en la singularidad fuera semejante al ser vivo perfecto, su creador no hizo ni dos ni infinitos mundos, sino que éste, generado como un universo único, existe y existirá solo.

Ciertamente, lo generado debe ser corpóreo, visible y tangible, pero nunca podría haber nada visible sin fuego, ni intangible, sin algo sólido, ni sólido, sin tierra. Por lo cual, el dios, cuando comenzó a construir el cuerpo de este mundo lo hizo a partir del fuego y de la tierra. Pero no es posible unir bien dos elementos aislados sin un tercero, ya que es necesario un vínculo en el medio que los una. El vínculo más bello es aquél que puede lograr que él mismo y los elementos por él vinculados alcancen el mayor grado posible de unidad. La proporción es la que por naturaleza realiza esto de la manera más perfecta. En efecto, cuando de tres números cualesquiera, sean enteros o cuadrados, el término medio es tal que la relación que tiene el primer extremo con él, la tiene él con el segundo, y, a la inversa, la que tiene el segundo extremo con el término medio, la tiene éste con el primero; entonces, puesto que el medio se ha convertido en principio y fin, y el principio y fin, en medio, sucederá necesariamente que así todos son lo mismo y, al convertirse en idénticos unos a otros, todos serán uno. Si el cuerpo del universo hubiera tenido que ser una superficie sin profundidad, habría bastado con una magnitud media que se uniera a sí misma con los extremos; pero en realidad, convenía que fuera sólido y los sólidos nunca son conectados por un término medio, sino siempre por dos. Así, el dios colocó agua y aire en el medio del fuego y la tierra y los puso, en la medida de lo posible, en la misma relación proporcional mutua --la relación que tenía el fuego con el aire, la tenía el aire con el agua y la que tenía el aire con el agua, la tenía el agua con la tierra--, después ató y compuso el universo visible y tangible. Por esta causa y a partir de tales elementos, en número de cuatro, se generó el cuerpo del mundo. Como concuerda por medio de la proporción, alcanzó la amistad, de manera que, después de esta unión, llegó a ser indisoluble para otro que no fuera el que lo había atado.

La composición del mundo incluyó la totalidad de cada uno de estos cuatro elementos. En efecto, el creador lo hizo de todo el fuego, agua, aire y tierra, sin dejar fuera ninguna parte o propiedad, porque se propuso lo siguiente: primero, que el conjunto fuera lo más posible un ser vivo completo de partes completas y, segundo, único, al no quedar nada de lo que pudiera generarse otro semejante; tercero, que no envejeciera ni enfermara, ya que pensó que si objetos calientes o fríos o, en general, de fuertes propiedades rodean a un cuerpo compuesto y lo atacan inoportunamente, lo disuelven y lo corrompen porque introducen enfermedades y vejez. Por esta causa y con este razonamiento, lo conformó como un todo perfecto constituido de la totalidad de todos los componentes, que no envejece ni enferma. Le dio una figura conveniente y adecuada. La figura apropiada para el ser vivo que ha de tener en sí a todos los seres vivos, debería ser la que incluye todas las figuras. Por tanto, lo construyó esférico, con la misma distancia del centro a los extremos en todas partes, circular, la más perfecta y semejante a sí misma de todas las figuras, porque consideró muchísimo más bello lo semejante que lo disímil. Por múltiples razones culminó su obra alisando toda la superficie externa del universo. Pues no necesitaba ojos, ya que no había dejado nada visible en el exterior, ni oídos, porque nada había que se pudiera oír. Como no estaba rodeado de aire, no necesitaba respiración, ni le hacía falta ningún órgano por el que recibir alimentos, ni para expulsar luego la alimentación ya digerida. Nada salía ni entraba en él por ningún lado --tampoco había nada--, pues nació como producto del arte de modo que se alimenta a sí mismo de su propia corrupción y es sujeto y objeto de todas las acciones en sí y por sí. En efecto, el hacedor pensó que si era independiente sería mejor que si necesitaba de otro. Consideró que no debía agregarle en vano manos, que no precisaba para tomar o rechazar nada, ni pies ni en general ningún instrumento para desplazarse. Pues le proporcionó el movimiento propio de su cuerpo, el más cercano al intelecto y a la inteligencia de los siete. Por tanto, lo guió de manera uniforme alrededor del mismo punto y le imprimió un movimiento giratorio circular, lo privó de los seis movimientos restantes y lo hizo inmóvil con respecto a ellos. Como no necesitaba pies para ese circuito, lo engendró sin piernas ni pies.

El dios eterno razonó de esta manera acerca del dios que iba a ser cuando hizo su cuerpo no sólo suave y liso sino también en todas partes equidistante del centro, completo, entero de cuerpos enteros. Primero colocó el alma en su centro y luego la extendió a través de toda la superficie y cubrió el cuerpo con ella. Creó así un mundo circular que gira en círculo, único, solo y aislado, que por su virtud puede convivir consigo mismo y no necesita de ningún otro, que se conoce y ama suficientemente a sí mismo. Por todo esto lo engendró como un dios feliz.

El dios no pensó en hacer el alma más joven que el cuerpo, tal como hacemos ahora al intentar describirla después de aquél --pues cuando los ensambló no habría permitido que lo más viejo fuera gobernado por lo más joven--, mas nosotros dependemos en gran medida de la casualidad y en cierto modo hablamos al azar. Por el contrario, el demiurgo hizo al alma primera en origen y en virtud y más antigua que el cuerpo. La creó dueña y gobernante del gobernado a partir de los siguientes elementos y como se expone a continuación. En medio del ser indivisible, eterno e inmutable y del divisible que deviene en los cuerpos mezcló una tercera clase de ser, hecha de los otros dos. En lo que concierne a las naturalezas de lo mismo y de lo otro, también compuso de la misma manera una tercera clase de naturaleza entre lo indivisible y lo divisible en los cuerpos de una y otra. A continuación, tornó los tres elementos resultantes y los mezcló a todos en una forma: para ajustar la naturaleza de lo otro, difícil de mezclar, a la de lo mismo, utilizó la violencia y las mezcló con el ser. Después de unir los tres componentes, dividió el conjunto resultante en tantas partes como era conveniente, cada una mezclada de lo mismo y de lo otro y de ser. Comenzó a dividir así: primero, extrajo una parte de todo; a continuación, sacó una porción el doble de ésta posteriormente tomó la tercera porción, que era una vez y media la segunda y tres veces la primera; y la cuarta, el doble de la segunda, y la quinta, el triple de la tercera, y la sexta, ocho veces la primera, y, finalmente, la séptima, veintisiete veces la primera. Después, llenó los intervalos dobles y triples, cortando aún porciones de la mezcla originaria y colocándolas entre los trozos ya cortados, de modo que en cada intervalo hubiera dos medios, uno que supera y es superado por los extremos en la misma fracción, otro que supera y es superado por una cantidad numéricamente igual. Después de que entre los primeros intervalos se originaran de estas conexiones los de tres medios, de cuatro tercios y de nueve octavos, llenó todos los de cuatro tercios con uno de nueve octavos y dejó un resto en cada uno de ellos cuyos términos tenían una relación numérica de doscientos cincuenta y seis a doscientos cuarenta y tres. De esta manera consumió completamente la mezcla de la que había cortado todo esto. A continuación, partió a lo largo todo el compuesto, y unió las dos mitades resultantes por el centro, formando una X. Después, dobló a cada mitad en círculo, hasta unir sus respectivos extremos en la cara opuesta al punto de unión de ambas partes entre sí y les imprimió un movimiento de rotación uniforme. Colocó un círculo en el interior y otro en el exterior y proclamó que el movimiento exterior correspondía a la naturaleza de lo mismo y el interior a la de lo otro. Mientras a la revolución de lo mismo le imprimió un movimiento giratorio lateral hacia la derecha, a la de lo otro la hizo girar en diagonal hacia la izquierda y dio el predominio a la revolución de lo mismo y semejante; pues la dejó única e indivisa, en tanto que cortó la interior en seis partes e hizo siete círculos desiguales. Las revoluciones resultantes estaban a intervalos dobles o triples entre sí y había tres intervalos de cada clase. El demiurgo ordenó que los círculos marcharan de manera contraria unos a otros, tres con una velocidad semejante, los otros cuatro de manera desemejante entre sí y con los otros tres, aunque manteniendo una proporción.

Una vez que, en opinión de su hacedor, toda la composición del alma hubo adquirido una forma racional, éste entramó todo lo corpóreo dentro de ella, para lo cual los ajustó reuniendo el centro del cuerpo con el del alma. Ésta, después de ser entrelazada por doquier desde el centro hacia los extremos del universo y cubrirlo exteriormente en círculo, se puso a girar sobre sí misma y comenzó el gobierno divino de una vida inextinguible e inteligente que durará eternamente. Mientras el cuerpo del universo nació visible, ella fue generada invisible, partícipe del razonamiento y la armonía, creada la mejor de las criaturas por el mejor de los seres inteligibles y eternos. Puesto que el dios la compuso de estos tres elementos --la naturaleza de lo mismo, la de lo otro y el ser--, la dividió proporcionalmente y después la unió, cuando [el alma], al girar sobre sí misma, toma contacto con algo que posee una esencia divisible o cuando lo hace con algo que la tiene indivisible, dice, moviéndose en su totalidad, a qué es, eventualmente, idéntico, de qué difiere o de qué es relativo y, más precisamente, cómo y de qué manera y cuándo sucede que un objeto particular es relativo a o afectado por otro objeto del mundo del devenir o del de los entes eternos e inmutables. Cuando en el ámbito de lo sensible tiene lugar el razonamiento verdadero y no contradictorio sobre lo que es diverso o lo que es idéntico, que se traslada sin sonido ni voz a través de lo que se mueve a si mismo, y cuando el círculo de lo otro, en una marcha sin desviaciones, lo anuncia a toda su alma, entonces se originan opiniones y creencias sólidas y verdaderas, pero cuando el razonamiento es acerca de lo inteligible y el círculo de lo mismo con un movimiento suave anuncia su contenido, resultan, necesariamente, el conocimiento noético y la ciencia. Si alguna vez alguien dijere que aquello en que ambos surgen es algo que no sea el alma, dirá cualquier cosa, menos la verdad.

Cuando su padre y progenitor vio que el universo se movía y vivía como imagen generada de los dioses eternos, se alegró y, feliz, tomó la decisión de hacerlo todavía más semejante al modelo. Entonces, como éste es un ser viviente eterno, intentó que este mundo lo fuera también en lo posible. Pero dado que la naturaleza del mundo ideal es sempiterna y esta cualidad no se le puede otorgar completamente a lo generado, procuró realizar una cierta imagen móvil de la eternidad y, al ordenar el cielo, hizo de la eternidad que permanece siempre en un punto una imagen eterna que marchaba según el número, eso que llamamos tiempo. Antes de que se originara el mundo, no existían los días, las noches, los meses ni los años. Por ello, planeó su generación al mismo tiempo que la composición de aquél. Éstas son todas partes del tiempo y el «era» y el «será» son formas devenidas del tiempo que de manera incorrecta aplicamos irreflexivamente al ser eterno. Pues decimos que era, es y será, pero según el razonamiento verdadero sólo le corresponde el «es», y el «era» y el «será» conviene que sean predicados de la generación que procede en el tiempo --pues ambos representan movimientos, pero lo que es siempre idéntico e inmutable no ha de envejecer ni volverse más joven en el tiempo, ni corresponde que haya sido generado, ni esté generado ahora, ni lo sea en el futuro, ni en absoluto nada de cuanto la generación adhiere a los que se mueven en lo sensible, sino que estas especies surgen cuando el tiempo imita la eternidad y gira según el número --y, además, también lo siguiente: lo que ha devenido es devenido, lo que deviene está deviniendo, lo que devendrá es lo que devendrá y el no ser es no ser; nada de esto está expresado con propiedad. Pero ahora, quizá, no es el momento oportuno para buscar exactitud.

El tiempo, por tanto, nació con el universo, para que, generados simultáneamente, también desaparezcan a la vez, si en alguna ocasión tiene lugar una eventual disolución suya, y fue hecho según el modelo de la naturaleza eterna para que este mundo tuviera la mayor similitud posible con el mundo ideal pues el modelo posee el ser por toda la eternidad, mientras que éste es y será todo el tiempo completamente generado. La decisión divina de crear el tiempo hizo que surgieran el sol, la luna y los otros cinco cuerpos celestes que llevan el nombre de planetas para que dividieran y guardaran las magnitudes temporales. Después de hacer el cuerpo de cada uno de ellos, el dios los colocó en los circuitos que recorría la revolución de lo otro, siete cuerpos en siete circuitos, la luna en la primera órbita alrededor de la tierra, el sol, en la segunda sobre la tierra y el lucero y el que se dice que está consagrado a Hermes, en órbitas que giran a la misma velocidad que la del Sol pero con una fuerza contraria a él, razón por la que regularmente se superan unos a otros el sol, el planeta de Hermes y el lucero. Si alguien quisiera detallar dónde colocó los restantes planetas y todas las causas por las que así lo hizo, la argumentación, aunque secundaria, presentaría una dificultad mayor que la que merece su objeto. No obstante, quizá más tarde, con tranquilidad, podamos explicarlo de manera adecuada. Una vez que cada uno de los que eran necesarios para ayudar a crear el tiempo estuvo en la revolución que le correspondía y, tras sujetar sus cuerpos con vínculos animados, fueron engendrados como seres vivientes y aprendieron lo que se les ordenó, comenzaron a girar según la revolución de lo otro, que en un curso oblicuo cruza la de lo mismo y es dominada por ella. Unos recorren un círculo mayor y otros, uno menor; los del menor tienen revoluciones más rápidas, los del mayor más lentas. Como giran alrededor de la revolución de lo mismo, los más rápidos parecen ser superados por los más lentos, aunque en realidad los superan. Aquélla, como todos los círculos avanzan en dos direcciones opuestas al mismo tiempo, los retuerce en espiral y hace aparecer al que se aleja más lentamente de ella como si la siguiera más de cerca a ella que es la más rápida. Para que hubiera una medida clara de la lentitud y rapidez relativa en que se mueven las ocho revoluciones, el dios encendió una luz en el segundo circuito contando desde la tierra, la que actualmente llamamos sol, con la finalidad de que todo el cielo se iluminara completamente y los seres vivientes correspondientes participaran del número, en la medida en que lo aprendían de la revolución de lo mismo y semejante. Así y por estas razones, nacieron la noche y el día, el ciclo de tiempo de la unidad de revolución más racional. El mes se produce, cuando la luna, después de recorrer toda su órbita, supera al sol; el año, cuando el sol completa su revolución. Como tan sólo unos pocos entienden las revoluciones de los restantes, ni se las nombra ni, por medio de la observación, se hacen mediciones relativas, de modo que, en una palabra, no saben que sus caminos errantes de una magnitud enorme y maravillosamente variada son tiempo. Sin embargo, es posible comprender que, cuando las velocidades relativas de las ocho órbitas, medidas por el círculo de lo mismo en progresión uniforme, se completan simultáneamente y alcanzan el punto inicial, entonces el número perfecto de tiempo culmina el año perfecto. De esta manera y por estos motivos, fueron engendrados todos los cuerpos celestes que en sus marchas a través del cielo alcanzan un punto de retorno, para que el universo sea lo más semejante posible al ser vivo perfecto e inteligible en la imitación de la naturaleza eterna.

A pesar de que ya el demiurgo había completado todo lo demás en lo que atañe a la similitud con aquello a lo que se asemejaba, hasta la generación del tiempo inclusive, el universo todavía no poseía en su interior todos los animales generados, en lo que aún era disímil. Este resto lo llevó a cabo estampando una impresión en la naturaleza de la copia. Pensó, pues, que este mundo debía tener en sí especies de una cualidad tal y en tanta cantidad como el intelecto ve que hay en el ser viviente ideal. Hay, ciertamente, cuatro: una es el género celeste de los dioses, otra el alado y de los animales que surcan el aire; la tercera es el género acuático y la cuarta corresponde al que marcha sobre los pies y a los animales terrestres. Hizo la mayor parte de la forma de lo divino de fuego para que fuera el género más bello y más luminoso para la vista, y lo construyó perfectamente circular, semejante al universo. Lo colocó en la inteligencia de lo excelso, para que lo siguiera, y lo distribuyó por todo el cielo en círculo, de modo que fuera un verdadero adorno bordado en toda su superficie. A cada uno le dio dos movimientos, uno en lo mismo y según lo mismo, para que piense para sí siempre lo mismo acerca de lo mismo, el otro hacia adelante, dominado por la revolución de lo mismo y semejante, pero inmóvil y fijo respecto de los cinco movimientos, para que cada uno de ellos llegara a ser lo más perfecto posible. Por esta causa, por tanto, surgieron las estrellas fijas, que son seres vivos divinos e inmortales que giran según lo mismo en el mismo punto y permanecen siempre. Las que tienen un punto de retorno y un curso errático, como fue descrito más arriba, nacieron como fue dicho. Construyó la tierra para que sea nodriza nuestra y, por medio de su rotación alrededor del eje que se extiende a través del universo, guardia y artesana de la noche y del día, la primera y más anciana de las divinidades que hay en el universo. Sería un esfuerzo vano nombrar sin representaciones visuales las danzas corales de estas últimas, sus mutuas conjunciones, el retorno de las órbitas sobre sí mismas y sus avances y qué dioses se unen en los encuentros y cuántos se oponen, y en qué y después de qué tiempos se nos ocultan colocándose uno delante de otro y, al reaparecer, producen temor, y dan signos de lo que ha de suceder a los que no son capaces de calcular. Sea éste, por tanto, un final adecuado para estos asuntos y para lo dicho acerca de la naturaleza de los dioses visibles y generados.

Decir y conocer el origen de las otras divinidades es una tarea que va más allá de nuestras fuerzas. Hay que creer, por consiguiente, a los que hablaron antes, dado que en tanto descendientes de dioses, como afirmaron, supongo que al menos conocerían bien a sus antepasados. No es posible, entonces, desconfiar de hijos de dioses, aunque hablen sin demostraciones probables ni necesarias, sino, siguiendo la costumbre, debemos creerles cuando dicen que relatan asuntos familiares. Aceptemos y refiramos pues el origen de los dioses tal como lo exponen ellos. Océano y Tetis fueron hijos de Gea y Urano, de ellos nacieron Forcis, Cronos, Rea y todos los de su generación; de Cronos y Rea, Zeus, Hera y todos los que sabemos que son llamados sus hermanos y, además, los restantes que son descendientes de éstos. Después de que nacieran todos los dioses que marchan de manera visible y todos los que aparecen cuando quieren, el creador de este universo les dijo lo siguiente: «Dioses hijos de dioses, las obras de las que soy artesano y padre, por haberlas yo generado, no se destruyen si yo no lo quiero. Por cierto, todo lo atado puede ser desatado, pero es propio del malvado el querer desatar lo que está construido de manera armónicamente bella y se encuentra en buen estado. No sois en absoluto ni inmortales ni indisolubles porque habéis nacido y por las causas que os han dado nacimiento; sin embargo, no seréis destruidos ni tendréis un destino mortal, porque habéis obtenido en suerte el vínculo de mi decisión, aún mayor y más poderoso que aquellos con los que fuisteis atados cuando nacisteis. Ahora, enteraos de lo que os he de mostrar. Hay tres géneros mortales más que aún no han sido engendrados. Si éstos no llegan a ser, el universo será imperfecto, pues no tendrá en él todos los géneros de seres vivientes y debe tenerlos si ha de ser suficientemente perfecto. Pero si nacieran y participaran de la vida por mi intermedio, se igualarían a los dioses. Entonces, para que sean mortales y este universo sea realmente un todo, aplicaos a la creación de los seres vivos de acuerdo con la naturaleza e imitad mi poder en vuestra generación. Comenzaré por plantar la simiente de lo que conviene que haya en ellos del mismo nombre que los inmortales, dado que es llamado divino y gobierno en los que quieren obedecer siempre a la justicia y a vosotros, y os lo entregaré. Vosotros haréis el resto, entretejiendo lo mortal con lo inmortal. Engendrad seres vivientes, alimentadlos, hacedlos crecer y recibidlos nuevamente cuando mueran.»

Dijo esto y vertió nuevamente en el recipiente, en el que antes había mezclado el alma del universo, los restos de la mezcla anterior y los mezcló de una manera que era en cierto sentido igual, aunque ya no eran igualmente puros, sino que poseían una pureza de segundo y tercer grado. Una vez que hubo compuesto el conjunto, lo dividió en un número de almas igual a los cuerpos celestes y distribuyó una en cada astro. Después de montarlas en una especie de carruaje, les mostró la naturaleza del universo y les proclamó las leyes del destino. Todas tendrían prescrita una primera y única generación, para que nadie fuera perjudicado por él. Después de implantadas en los instrumentos del tiempo correspondientes a cada una, deberían nacer en el más piadoso de los animales, pero, puesto que la naturaleza humana es doble, tal género mejor sería el que luego se habría de llamar hombre. Cuando se hubieran necesariamente implantado en cuerpos, al entrar o salir, deberían tener, primero, una única percepción connatural a todas producida por cambios violentos; en segundo lugar, amor mezclado con placer y dolor; además, temor e ira y todo lo relacionado con ellos y cuanto por naturaleza se les opone. Si los dominaran, habrían de vivir con justicia, pero si fueran dominados, en injusticia. El que viviera correctamente durante el lapso asignado, al retornar a la casa del astro que le fuera atribuido, tendría la vida feliz que le corresponde, pero si fallara en esto, cambiaría a la naturaleza femenina en la segunda generación; y si en esa vida aún no abandonara el vicio, sufriría una metamorfosis hacia una naturaleza animal semejante a la especie del carácter en que se hubiera envilecido. Sometido al cambio, no dejaría de sufrir si, conjuntamente con la revolución de lo mismo y semejante que hay en él, no controlara la gran multitud de ruidos e irracional hecha de fuego, agua, aire y tierra que le ha nacido como un agregado posterior y, tras haberla dominado con el razonamiento, no llegara a la forma de la primera y mejor actitud moral. Después de establecer estas leyes para no ser culpable luego del vicio de cada una, las plantó, unas, en la tierra, otras, en la luna y las demás, en los restantes instrumentos del tiempo. Tras la siembra, encargó a los dioses jóvenes plasmar los cuerpos mortales y comenzar a hacer cuanto aún restaba por generar del alma humana y todo lo relacionado con ello, y gobernar en la medida de lo posible de la manera más bella y mejor al animal mortal, para que no se convirtiera en culpable de sus males.

Una vez que hubo dispuesto lo que antecede, retornó a su actitud habitual. Mientras permanecía en ella, sus hijos, (los dioses) después de meditar sobre la orden del padre, la llevaron a cabo. Tomaron el principio inmortal del viviente mortal e imitaron al que los había creado. Tomaron prestadas del universo porciones de fuego y tierra, agua y aire --porciones que posteriormente le deberían ser devueltas-- y las unieron y pegaron, no con los vínculos indisolubles que ellos mismos poseían, sino que las ensamblaron con numerosos nexos invisibles por su pequeñez. Hicieron de todo un cuerpo individual y ataron las revoluciones del alma inmortal a un cuerpo sometido a flujos y reflujos. Éstas, atadas a la gran corriente, ni dominaban ni eran dominadas, eran movidas con violencia y con violencia movían, de modo que todo el animal se movía y, de manera desordenada e irracional, avanzaba sin dirección porque poseía los seis movimientos. En efecto, iba hacia adelante y hacia atrás, hacia la derecha y la izquierda y hacia arriba y hacia abajo y erraba en todas direcciones según los seis lugares. Aunque la ola alimenticia que fluía y refluía era grande, los procesos desatados por lo que se introducía ocasionaban una conmoción todavía mayor, cuando el cuerpo de alguien chocaba con un fuego ajeno exterior, con la solidez corpórea de la tierra o con el deslizamiento húmedo de las aguas o era atrapado por un huracán de vientos movidos por el aire, y, los movimientos que éstos suscitaban, tras transmitirse a todo el cuerpo, afectaban el alma. Por eso, más tarde se denominó a estos procesos percepciones y aún hoy se los llama así. En ese momento en particular, producían un movimiento extremadamente intenso y muy violento, porque, conjuntamente con la corriente que afluía de modo continuo, movían y agitaban las revoluciones del alma con violencia. Al fluir en sentido contrario a la revolución de lo mismo, la encadenaron completamente y le impidieron gobernar y marchar. Asimismo, convulsionaron totalmente la revolución de lo otro, de modo que los intervalos dobles y triples, tres de cada clase, y los medios y uniones de tres medios, cuatro tercios y nueve octavos --como no eran completamente disolubles, excepto por el que los había unido-- se retorcieron completamente y sus círculos se rompieron y destruyeron cuando era posible, de forma que, aunque, mantenidos unidos con dificultad, se movían, lo hacían de manera desordenada, unas veces enfrentados, otras oblicuos, otras de espaldas; como cuando uno, acostado boca arriba, con la cabeza sobre la tierra, levanta los pies y los apoya sobre algo; entonces, al que lleva a cabo esta acción y a los que lo ven se les aparecerá respectivamente a cada uno lo derecho del otro izquierdo y lo izquierdo, derecho. Si las revoluciones sufren con violencia estos y otros procesos semejantes, cuando se encuentran con un objeto exterior del género de lo mismo o de lo otro, anuncian de manera contraria a lo verdadero lo que es igual y lo diferente de él y se vuelven mentirosas y carentes de inteligencia. En ese momento, ninguna de las dos revoluciones es jefe ni guía. Cuando algunas sensaciones provenientes del exterior asaltan las revoluciones del alma y las arrastran junto con toda la cavidad del alma, entonces, aunque dominadas, parecen dominar. Por todos estos fenómenos, tanto ahora como al comienzo, cuando el alma es atada al cuerpo mortal, en un primer momento se vuelve irracional. Pero cuando la afluencia de crecimiento y alimentación es menor y, al pasar el tiempo, las revoluciones, tranquilizadas, retoman y restablecen su camino, las órbitas, que se han corregido y reinsertado en el curso que recorre cada uno de los círculos y anuncian correctamente lo igual y lo diferente, hacen que se vuelva prudente el que ha llegado a poseerlas. En caso de que se reciba, además, una correcta formación educativa, se llegará a ser completamente sano, puesto que se habrá evitado la enfermedad más grave. Pero cuando uno se descuida y lleva una forma de vida coja, como un no iniciado e insensato, retorna al Hades. Mas este discurso tendrá lugar más tarde en alguna ocasión; acerca de lo planteado ahora debemos discurrir con mayor exactitud y también lo anterior a este asunto: sobre los cuerpos, la generación de sus partes, y respecto del alma, por qué causas y con qué intenciones los dioses la engendraron, todo lo cual, si nos atenemos a lo más probable de manera consecuente, debemos tratarlo como sigue.

Para imitar la figura del universo circular, ataron las dos revoluciones divinas a un cuerpo esférico, al que en la actualidad llamamos cabeza, el más divino y el que gobierna todo lo que hay en nosotros. Los dioses reunieron todas las partes del cuerpo y se las entregaron para que se sirviera de él porque habían decidido que debía poseer todos los movimientos que iba a haber. Se lo dieron como ágil vehículo para que, al rodar sobre tierra que tuviera variadas elevaciones y depresiones, no careciera de medios para superar las unas y salir de las otras. Por eso, el cuerpo recibió una extensión y, cuando dios concibió su modo de traslación, le nacieron cuatro miembros extensibles y flexibles con cuya ayuda y sostén llegó a ser capaz de marchar por todas partes con la morada de lo más divino y sagrado encima de nosotros. Así, y por estas razones, les nacieron a todos piernas y manos. Los dioses concedieron el peso principal de la traslación a la parte anterior del cuerpo, porque la consideraban más valiosa y más digna de ejercer el mando que la posterior. Ciertamente, era necesario que la parte delantera del cuerpo humano se diferenciara y distinguiera de la trasera. Por ello, primero pusieron la cara en el recipiente de la cabeza, le ataron los instrumentos necesarios para la previsión del alma y dispusieron que lo anterior por naturaleza poseyera el mando. Los primeros instrumentos que construyeron fueron los ojos portadores de luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon un cuerpo de aquel fuego que sin quemar produce la suave luz, propia de cada día. En efecto, hicieron que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través de los ojos, para lo cual comprimieron todo el órgano y especialmente su centro hasta hacerlo liso y compacto para impedir el paso del más espeso y filtrar sólo al puro. Cuando la luz diurna rodea el flujo visual, entonces, lo semejante cae sobre lo semejante, se combina con él y, en línea recta a los ojos, surge un único cuerpo afín, donde quiera que el rayo proveniente del interior coincida con uno de los externos. Como causa de la similitud el conjunto tiene cualidades semejantes 49, siempre que entra en contacto con un objeto o un objeto con él, transmite sus movimientos a través de todo el cuerpo hasta el alma y produce esa percepción que denominamos visión. Cuando al llegar la noche el fuego que le es afín se marcha, el de la visión se interrumpe; pues al salir hacia lo desemejante muta y se apaga por no ser ya afín al aire próximo que carece de fuego. Entonces, deja de ver y se vuelve portador del sueño, pues los dioses idearon una protección de la visión, los párpados. Cuando se cierran, se bloquea la potencia del fuego interior que disminuye y suaviza los movimientos interiores y cuando éstos se han suavizado, nace la calma, y cuando la calma es mucha, el que duerme tiene pocos sueños. Pero cuando quedan algunos movimientos de mayor envergadura, según sea su cualidad y los lugares en los que quedan, así es el tipo y la cantidad de las copias interiores que producen y que, al despertar, recordamos como imágenes exteriores. No es nada difícil comprender la formación de imágenes en los espejos y en todo lo que es reflectante y liso. En efecto, fenómenos semejantes tienen lugar necesariamente por la combinación de los dos fuegos, el interior y el exterior, porque el fuego del rostro [que se refleja] se funde con el fuego de la vista en la superficie lisa y brillante una vez que en ésta se ha originado un fuego que sufre múltiples distorsiones. Lo que se encuentra a la izquierda aparece a la derecha porque, contra lo que es usual en el choque de los rayos, las partes entran en contacto con las partes opuestas de la visión. Contrariamente, lo que está a la derecha aparece a la derecha y lo que se encuentra a la izquierda, a la izquierda, cuando la luz cambia de posición al unirse con el otro rayo, esto es, cuando la superficie pulida de los espejos está curvada hacia arriba en ambos lados y desplaza la parte derecha hacia la izquierda de la visión y la otra parte, hacia la derecha. Si se retuerce el espejo longitudinalmente a la cara, todo aparece cabeza abajo, desplazando la parte inferior del brillo hacia arriba y la superior hacia abajo.

Todas éstas son -- causas ---- auxiliares de las que se sirvió dios al realizar la idea de lo mejor según la posibilidad. La mayoría cree que lo que enfría o calienta, solidifica o funde y cuanto. Produce efectos semejantes no son causas secundarias sino las causas efectivas de todo. Sin embargo, carecen absolutamente de raciocinio e inteligencia. En efecto, hay que afirmar que el alma es el único ser al que le corresponde tener inteligencia --pues ésta es invisible, mientras que el fuego, el agua, la tierra y el aire son todos cuerpos visibles-- y el que ama el espíritu y la ciencia debe investigar primero las causas de la naturaleza inteligente y, en segundo lugar, las que pertenecen a los seres que son movidos por otros y a su vez mueven necesariamente a otros. Por cierto, nosotros debemos actuar de la misma manera. Es necesario que tratemos ambos géneros de causas por separado las que conjuntamente con la razón son artesanas de lo bello y bueno y cuantas carentes de inteligencia son origen de lo desordenado casual en todos los procesos. Ya hemos tratado, pues, las causas auxiliares adicionales de los ojos que colaboran para que alcancen la capacidad que ahora poseen. A continuación tenemos que considerar su utilidad principal, por la que dios nos los obsequió. Ciertamente, la vista, según mi entender, es causa de nuestro provecho más importante, porque ninguno de los discursos actuales acerca del universo hubiera sido hecho nunca si no viéramos los cuerpos celestes ni el sol ni el cielo. En realidad, la visión del día, la noche, los meses, los períodos anuales, los equinoccios y los giros astrales no sólo dan lugar al número, sino que éstos nos dieron también la noción de tiempo y la investigación de la naturaleza del universo, de lo que nos procuramos la filosofía. Al género humano nunca llegó ni llegará un don divino mejor que éste. Por tal afirmo que éste es el mayor bien de los ojos. Y de lo restante que proveen, de menor valor, aquello que alguien no amante de la sabiduría lamentaría en vano si hubiera perdido la vista, ¿qué podríamos ensalzar? Por nuestra parte, digamos que la visión fue producida con la siguiente finalidad: dios descubrió la mirada y nos hizo un presente con ella para que la observación de las revoluciones de la inteligencia en el cielo nos permitiera aplicarlas a las de nuestro entendimiento, que les son afines, como pueden serlo las convulsionadas a las imperturbables, y ordenáramos nuestras revoluciones errantes por medio del aprendizaje profundo de aquéllas, de la participación en la corrección natural de su aritmética y de la imitación de las revoluciones completamente estables del dios. Y acerca de la voz y el oído, otra vez el mismo razonamiento: nos fueron concedidos por los dioses por las mismas razones y con la misma finalidad. Pues el lenguaje tiene la misma finalidad, ya que contribuye en su mayor parte a lo mismo y, a su vez, cuanto de la música utiliza la voz para ser escuchado ha sido dado por la armonía. Ésta, como tiene movimientos afines a las revoluciones que poseemos en nuestra alma, fue otorgada por las Musas al que se sirve de ellas con inteligencia, no para un placer irracional, como parece ser utilizada ahora, sino como aliada para ordenar la revolución disarmónica de nuestra alma y acordarla consigo misma. También nos otorgaron el ritmo por las mismas razones, como ayuda en el estado sin medida y carente de gracia en el que se encuentra la mayoría de nosotros.

La descripción anterior, salvo unos pocos detalles, constituye la demostración de lo que ha sido creado por la inteligencia. Debemos adjuntarle también lo que es producto de la necesidad. El universo nació, efectivamente, por la combinación de necesidad e inteligencia. Se formó al principio por medio de la necesidad sometida a la convicción inteligente, ya que la inteligencia se impuso a la necesidad y la convenció de ordenar la mayor parte del devenir de la mejor manera posible. Por tanto, una exposición de cómo se originó realmente según estos principios debe combinar también la especie de la causa errante en tanto forma natural de causalidad. Debemos reiniciar, por ello, nuestra tarea y, tal como hicimos anteriormente, empezar ahora otra vez desde el principio, adoptando un nuevo punto de partida adecuado a esta perspectiva. Tenemos que considerar la naturaleza del fuego, agua, aire y tierra y su estado antes de la creación del universo, pues creo que nadie hasta ahora reveló su origen, sino que como si nos dirigiéramos a quienes ya saben lo que es el fuego y cada uno de ellos, los llamamos principios y los hacemos elementos del universo, aunque quienquiera que tenga un poco de inteligencia debería utilizar dicha similitud sólo de manera aproximada y no como si se tratara de tipos de sílaba. Pues bien, nuestra posición es la siguiente. Ahora no he de hablar ni de principio ni de principios de todas las cosas ni de lo que me parece acerca de ellos, no por nada, sino por lo difícil que es demostrar lo que creo en la forma presente de exposición y ni vosotros creéis que sea necesario que yo lo diga, ni yo sería capaz de convencerme a mí mismo de que actuaría correctamente si me propusiera tamaña empresa. Teniendo presente lo dicho al comienzo de la exposición respecto de las características de los discursos probables, intentaré uno no menos probable que ningún otro, sino más, y procuraré disertar acerca de cada uno de los elementos en particular y acerca del conjunto, tomando un punto de partida anterior al usual. Recomencemos el discurso, después de invocar también ahora al principio de nuestra disertación al dios protector para que nos conduzca sanos y salvos de esta exposición rara y desacostumbrada a la doctrina probable.

El comienzo de nuestra exposición acerca del universo, por tanto, debe estar articulado de una manera más detallada que antes. Entonces diferenciamos dos principios, mientras que ahora debemos mostrar un tercer tipo adicional. En efecto, dos eran suficientes para lo dicho antes, uno supuesto como modelo, inteligible y que es siempre inmutable, el segundo como imagen del modelo, que deviene y es visible. En aquel momento, no diferenciamos una tercera clase porque consideramos que estas dos iban a ser suficientes. Ahora, sin embargo, el discurso parece estar obligado a intentar aclarar con palabras una especie difícil y vaga. ¿Qué características y qué naturaleza debemos suponer que posee? Sobre todas, la siguiente: la de ser un receptáculo de toda la generación, como si fuera su nodriza. Aunque lo dicho es verdadero, deberíamos hablar con mayor propiedad acerca de él, lo que no es fácil, especialmente porque hay que comenzar con las dificultades preliminares acerca del fuego y de los otros elementos por lo siguiente: porque es difícil decir acerca de cada uno de ellos a cuál se le aplica con más propiedad el nombre de agua que el de fuego o a cuál qué nombre más que todos o uno en particular, de tal modo que se use un discurso fiable y sólido. ¿Cómo trataríamos, entonces, esto mismo de manera probable y de qué manera y planteándonos qué problemas? En primera instancia, tomemos lo que acabamos de denominar agua. Vemos que cuando se solidifica, así creemos, se convierte en piedras y tierras, pero cuando se disuelve y separa, se convierte en viento y aire, y el aire, cuando se quema, en fuego, y el fuego se vuelve a combinar, se apaga y retorna a la forma del aire, y el aire torna a reunirse y condensarse en nube y niebla y de éstas, que se concentran todavía más, fluye el agua; del agua, nuevamente, tierra y piedras y así, como parece, se dan nacimiento en ciclo unos a otros. Por cierto, si ninguno de éstos se manifiesta nunca de la misma manera, ¿cómo no se pondría en ridículo quien afirmara sin reservas que cualquiera de ellos es éste y no otro? Imposible; es mucho más seguro hablar acerca de ellos suponiendo lo siguiente: cuando vemos que algo se convierte permanentemente en otra cosa, por ejemplo el fuego, no hay que denominarlo en toda ocasión 'este' fuego, sino siempre 'lo que posee tal cualidad' y no 'este' agua, sino siempre 'lo que tiene tal característica', ni hay que tratar jamás nada de aquello para lo que utilizamos los términos 'eso' y 'esto' para su designación, en la creencia de que mostramos algo, como si poseyera alguna estabilidad, puesto que lo que no permanece rehuye la aseveración del 'eso' y el 'esto' y la del 'para esto' y toda aquella que lo designe como si tuviera una cierta permanencia'. Pero si bien no es posible llamar a cada uno de ellos 'esto', lo que tiene tales características y permanece siempre semejante en el ciclo de las mutaciones puede ser denominado según las cualidades que posee, y así es fuego lo que posee en todo momento tal rasgo e, igualmente, todo lo generado. Sólo aquello en lo que continuamente aparece cada uno de ellos al nacer y en lo que nuevamente desaparece, debe ser nombrado por medio de 'esto' y 'eso', pero a nada de lo que tiene alguna cualidad, calor o blancura o cualquiera de los contrarios y todo lo que proviene de éstos, se le puede aplicar la denominación de 'aquello'. Mas tengo que intentar [hablar] expresamente de manera más clara todavía acerca de eso. Bien, si alguien modelara figuras de oro y las cambiara sin cesar de unas en otras, en caso de que alguien indicara una de ellas y le preguntase qué es, lo más correcto con mucho en cuanto a la verdad sería decir que es oro --en ningún caso afirmar que el triángulo y todas las otras figuras que se originan poseen existencia efectiva, puesto que cambian mientras hace dicha afirmación-- y contentarse si eventualmente aceptan con alguna certeza la designación de «lo que tiene tal característica». El mismo razonamiento vale también para la naturaleza que recibe todos los cuerpos. Debemos decir que es siempre idéntica a sí misma, pues no cambia para nada sus propiedades. En efecto, recibe siempre todo sin adoptar en lo más mínimo ninguna forma semejante a nada de lo que entra en ella, dado que por naturaleza subyace a todo como una masa que, por ser cambiada y conformada por lo que entra, parece diversa en diversas ocasiones; y tanto lo que ingresa como lo que sale son siempre imitaciones de los seres, impresos a partir de ellos de una manera difícil de concebir y admirable que investigaremos más adelante. Ciertamente, ahora necesitamos diferenciar conceptualmente tres géneros: lo que deviene, aquello en lo que deviene y aquello a través de cuya imitación nace lo que deviene. Y también se puede asemejar el recipiente a la madre, aquello que se imita, al padre, y la naturaleza intermedia, al hijo, y pensar que, de manera similar, cuando un relieve ha de ser de una gran variedad, el material en que se va a realizar el grabado estaría bien preparado sólo si careciera de todas aquellas formas que ha de recibir de algún lugar. Si fuera semejante a algo de lo que entra en él, al recibir lo contrario o lo que no está en absoluto relacionado con eso, lo imitaría mal porque manifestaría, además, su propio aspecto. Por tanto, es necesario que se encuentre exento de todas las formas lo que ha de tomar todas las especies en sí mismo. Como sucede en primera instancia con los óleos perfumados artificialmente, se hace que los líquidos que han de recibir los perfumes sean lo más inodoros posible. Los que intentan imprimir figuras en algún material blando no permiten en absoluto que haya ninguna figura, sino que lo aplanan primero y lo dejan completamente liso. Igualmente corresponde que lo que va a recibir a menudo y bien en toda su extensión imitaciones de los seres eternos carezca por naturaleza de toda forma. Por tanto, concluyamos que la madre y receptáculo de lo visible devenido y completamente sensible no es ni la tierra, ni el aire, ni el fuego ni el agua, ni cuanto nace de éstos ni aquello de lo que éstos nacen. Si afirmamos, contrariamente, que es una cierta especie invisible, amorfa, que admite todo y que participa de, la manera más paradójica y difícil de comprender de lo inteligible, no nos equivocaremos. En la medida en que sea posible alcanzar a comprender su naturaleza a partir de lo expuesto, uno podría expresarse de la siguiente manera: la parte de él que se está quemando se manifiesta siempre como fuego, la mojada, como agua; como tierra y aire, en tanto admite imitaciones de éstos. Pero, ciertamente, debemos investigarlos intentando dar una definición más precisa de aquello que habíamos definido como «lo que tiene tales características». ¿Acaso el fuego es algo en sí y todo aquello a lo que hacemos referencia en el lenguaje tiene una entidad independiente?, ¿o lo que vemos y cuanto percibimos a través del cuerpo, es lo único que posee una realidad semejante, y no hay, además de esto, nada en absoluto y en vano afirmamos que hay una forma inteligible de cada objeto, puesto que esto sería una mera palabra? En verdad, no es correcto que, mientras dejo el asunto presente sin juicio ni resolución, hable y afirme que es así, ni tampoco debo añadir un largo excurso a una larga exposición. Lo más oportuno sería que surgiera una definición relevante de pocas palabras. Por lo tanto, yo, al menos, hago el siguiente voto. Si se dan como dos clases diferenciadas la inteligencia y la opinión verdadera, entonces poseen una existencia plena e independiente estas cosas en sí --ideas no perceptibles de manera sensible por nosotros, sino sólo captables por medio de la inteligencia--. Pero si, como les parece a algunos, la opinión verdadera no se diferencia en nada de la inteligencia, hay que suponer que todo lo que percibimos por medio del cuerpo es lo más firme. Sin embargo, hay que sostener que aquéllas son dos, dado que tienen diferente origen y son disímiles. En efecto la una surge en nosotros por medio de la enseñanza razonada y la otra es producto de la persuasión convincente. Mientras la primera va siempre acompañada del razonamiento verdadero, la segunda es irracional; la una no puede ser alterada por la persuasión, mientras que la otra está abierta a ella y hay que decir que aunque cualquier hombre participa de esta última, de la inteligencia sólo los dioses y un género muy pequeño de hombres. Si esto se da de esta manera, es necesario acordar que una es la especie inmutable, no generada e indestructible y que ni admite en sí nada proveniente de otro lado ni ella misma marcha hacia otro lugar, invisible y, más precisamente, no perceptible por medio de los sentidos, aquello que observa el acto de pensamiento. Y lo segundo lleva su mismo nombre y es semejante a él, perceptible por los sentidos: generado, siempre cambiante y que surge en un lugar y desaparece nuevamente, captable por la opinión unida a la percepción sensible. Además, hay un tercer género eterno, el del espacio, que no admite destrucción, que proporciona una sede a todo lo que posee un origen, captable por un razonamiento bastardo sin la ayuda de la percepción sensible, creíble con dificultad, y, al mirarlo, soñamos y decimos que necesariamente todo ser está en un lugar y ocupa un cierto espacio, y que lo que no está en algún lugar en la tierra o en el cielo no existe. Cuando despertamos, al no distinguir claramente a causa de esta pesadilla todo esto y lo que le está relacionado ni definir la naturaleza captable solamente en vigilia y que verdaderamente existe, no somos capaces de decir la verdad: que una imagen tiene que surgir en alguna otra cosa y depender de una cierta manera de la esencia o no ha de existir en absoluto, puesto que ni siquiera le pertenece aquello mismo en lo que deviene, sino que esto continuamente lleva una representación de alguna otra cosa. Además, el razonamiento exacto y verdadero ayuda a lo que realmente es: que mientras uno sea una cosa y el otro, otra, al no generarse nunca uno en otro, no han de llegar a ser uno y lo mismo y dos al mismo tiempo.

Por tanto, recapitulemos los puntos principales de mi posición: hay ser, espacio y devenir, tres realidades diferenciadas, y esto antes de que naciera el mundo. La nodriza del devenir mientras se humedece y quema y admite las formas de la tierra y el aire y sufre todas las otras afecciones relacionadas con éstas, adquiere formas múltiples y, como está llena de fuerzas disímiles que no mantienen un equilibrio entre sí, se encuentra toda ella en desequilibrio: se cimbrea de manera desigual en todas partes, es agitada por aquéllas y, en su movimiento, las agita a su vez. Los diferentes objetos, al moverse, se desplazan hacia diversos lugares y se separan distinguiéndose, como lo que es agitado y cernido por los cedazos de mimbre y los instrumentos utilizados en la limpieza del trigo donde los cuerpos densos y pesados se sedimentan en un lugar y los raros y livianos en otro. Entonces, los más disímiles de los cuatro elementos --que son agitados así por la que los admitió, que se mueve ella misma como instrumento de agitación--, se apartan más entre sí y los más semejante se concentran en un mismo punto, por lo cual, incluso antes de que el universo fuera ordenado a partir de ellos, los distintos elementos ocupaban diferentes regiones. Antes d e la creación, por cierto todo esto carecía de proporción y medida. Cuando dios se puso a ordenar el universo, primero dio forma y número al fuego, agua, tierra y aire, de los que, si bien había algunas huellas, se encontraban en el estado en que probablemente se halle todo cuando dios está ausente. Sea siempre esto lo que afirmamos en toda ocasión: que dios los compuso tan bellos y excelsos como era posible de aquello que no era así. Ahora, en verdad, debo intentar demostraros el orden y origen de cada uno de los elementos con un discurso poco habitual, pero que seguiréis porque por educación podéis recorrer los caminos que hay que atravesar en la demostración.

En primer lugar, creo que para cualquiera está más allá de toda duda que fuego, tierra, agua y aire son cuerpos. Ahora bien, toda forma corporal tiene también profundidad. Y, además, es de toda necesidad que la superficie rodee la profundidad. La superficie de una cara plana está compuesta de triángulos. Todos los triángulos se desarrollan a partir de dos, cada uno con un ángulo recto y los otros agudos. Uno tiene a ambos lados una fracción de ángulo recto dividido por lados iguales, el otro partes desiguales de un ángulo recto atribuida a lados desiguales. En nuestra marcha según el discurso probable acompañado de necesidad, suponemos que éste es el principio del fuego y de los otros cuerpos. Pero los otros principios anteriores a éstos los conoce dios y aquél de entre los hombres que es amado por él. Ciertamente, debemos explicar cuáles serían los cuatro cuerpos más perfectos, que, aunque disímiles entre sí, podrían nacer unos de otros cuando se desintegran. En efecto, si lo logramos, tendremos la verdad acerca del origen de la tierra y el fuego y de sus medios proporcionales. Pues no coincidiremos con nadie en que hay cuerpos visibles más bellos que éstos, de los que cada uno representa un género particular. Debemos, entonces, esforzarnos por componer estos cuatro géneros de cuerpos de extraordinaria belleza y decir que hemos captado su naturaleza suficientemente. De los dos triángulos, al isósceles le tocó en suerte una naturaleza única, pero las de aquel cuyo ángulo recto está contenido en lados desiguales fueron infinitas. Para un buen comienzo hay que hacer otra elección, es necesario elegir en la clase de los triángulos de infinitas formas aquel que sea el más perfecto. El que eventualmente esté en condiciones de afirmar que el triángulo por él escogido es el más bello para la composición de los elementos, impondrá su opinión, puesto que no es un adversario, sino un amigo. Por nuestra parte, nosotros dejamos los demás de lado y suponemos que en la multiplicidad de los triángulos uno es el más bello: aquel del que surge en tercer lugar el isósceles. Pero especificar el porqué exige un razonamiento mayor y los premios amistosos yacen allí para el que ponga a prueba esta afirmación y descubra que es así efectivamente. Sean elegidos, por tanto, dos triángulos de los cuales están construidos el cuerpo del fuego y el de los otros elementos: uno de ellos isósceles, el otro con un lado mayor cuyo cuadrado es tres veces el cuadrado del menor. Ahora, debemos precisar más lo que dijimos antes de manera oscura. Pues los cuatro elementos parecían tener su origen unos de otros, aunque esa apariencia era falsa, pues a pesar de que los cuatro elementos nacen de los triángulos que hemos elegido, mientras tres derivan de uno --el que tiene los lados desiguales--, el cuarto es el único que se compone del triángulo isósceles. Por ende, no es posible que, mediante la disolución de todos en todos, muchos pequeños den origen a unos pocos grandes y viceversa; pero sí lo es en el caso de tres elementos, porque cuando se disuelven los mayores de aquellos que por naturaleza están constituidos por un tipo de triángulo, se componen muchos pequeños a partir de ellos, que adoptan las figuras correspondientes y, a su vez, cuando muchos pequeños se dividieran en triángulos, al surgir una cantidad de volumen único, podría dar lugar a otra forma grande. Ésta es, pues, nuestra teoría acerca de la génesis de unos en otros. A continuación deberíamos decir de qué manera se originó la figura de cada uno de los elementos y a partir de la unión de cuántos triángulos. En primer lugar, trataré la figura primera y más pequeña cuyo elemento es el triángulo que tiene una hipotenusa de una extensión del doble del lado menor. Cuando se unen dos de éstos por la hipotenusa y esto sucede tres veces, de modo que las hipotenusas y los catetos menores se orienten hacia un mismo punto como centro, se genera un triángulo equilátero de los seis. La unión de cuatro triángulos equiláteros según tres ángulos planos genera un ángulo sólido, el siguiente del más obtuso de los ángulos llanos. Cuatro ángulos de éstos generan la primera figura sólida, que divide toda la superficie de la esfera en partes iguales y semejantes. El segundo elemento se compone de los mismos triángulos cuando se unen ocho triángulos equiláteros y se construye un ángulo sólido a partir de cuatro ángulos planos. Cuando se han generado seis de tales ángulos, se completa así el segundo cuerpo. El tercer cuerpo nace de ciento veinte elementos ensamblados y doce ángulos sólidos, cada uno rodeado de cinco triángulos equiláteros planos y con veinte triángulos equiláteros por base. La función de uno de los triángulos elementales se completó cuando generó estos elementos; el triángulo isósceles, por otra parte, dio nacimiento al cuarto elemento, por composición de cuatro triángulos y reunión de sus ángulos rectos en el centro para formar un cuadrilátero equilátero. La reunión de seis figuras semejantes produjo ocho ángulos sólidos, cada uno de ellos compuesto según tres ángulos planos rectos. La figura del cuerpo creado fue cúbica con seis caras de cuadriláteros equiláteros. Puesto que todavía había una quinta composición, el dios la utilizó para el universo cuando lo pintó.

Si uno, al razonar sobre todo esto, tropezara con la natural dificultad de si se debe decir que los mundos son infinitos o de un número limitado, podría pensar, quizás, que el afirmar su infinitud es una doctrina de alguien que no conoce lo que debe; pero, por otra parte, si se encuentra en este punto sería más razonable que dudara si conviene afirmar alguna vez que es uno o en realidad son cinco. Si bien lo que nosotros exponemos según el discurso probable proclama que es por naturaleza un dios único, es probable que algún otro, al considerar otros aspectos, sostenga algo diferente. Pero ahora debemos dejar esto de lado, y atribuyamos los tipos de figuras que acaban de surgir en el discurso al fuego, tierra, agua y aire. Asignemos, pues, la figura cúbica a la tierra, puesto que es la menos móvil de los cuatro tipos y las más maleable de entre los cuerpos y es de toda necesidad que tales cualidades las posea el elemento que tenga las caras más estables. Entre los triángulos supuestos al comienzo, la superficie de lados iguales es por naturaleza más segura que la de lados desiguales y la superficie cuadrada formada por dos equiláteros está sobre su base necesariamente de forma más estable que un triángulo, tanto en sus partes como en el conjunto. Por tanto, si atribuimos esta figura a la tierra salvamos el discurso probable, y, además, de las restantes, al agua, la que con más dificultad se mueve; la más móvil, al fuego y la intermedia, al aire; y, otra vez, la más pequeña, al fuego, la más grande, al agua, y la mediana, al aire; y, finalmente, la más aguda, al fuego, la segunda más aguda, al aire y la tercera, al agua. En todo esto es necesario que la figura que tiene las caras más pequeñas sea por naturaleza la más móvil, la más cortante y aguda de todas en todo sentido, y, además, la más liviana, pues está compuesta del mínimo de partes semejantes, y que la segunda tenga estas mismas cualidades en segundo grado y la tercera, en tercero. Sea, pues, según el razonamiento correcto y el probable, la figura sólida de la pirámide elemento y simiente del fuego, digamos que la segunda en la generación corresponde al aire y la tercera, al agua. Debemos pensar que todas estas cosas son en verdad tan pequeñas que los elementos individuales de cada clase nos son invisibles por su pequeñez, pero cuando muchos se aglutinan, se pueden observar sus masas y, también, que en todas partes dios adecuó la cantidad, movimientos y otras características de manera proporcional y que todo lo hizo con la exactitud que permitió de buen grado y obediente la necesidad.

A partir de todo aquello cuyos géneros hemos descrito antes, muy probablemente se daría lo siguiente. Cuando el fuego choca con la tierra y con su agudeza la disuelve, ésta se trasladaría, ya sea que se hubiera diluido en el mismo fuego o en una masa de aire o de agua, hasta que sus partes se reencontraran en algún lugar, se volvieran a unir unas con otras y se convirtieran en tierra --pues nunca pasarían a otra especie--, pero si el agua es partida por el fuego, o también por el aire, es posible que surjan un cuerpo de fuego y dos de aire. Cuando se disuelve una porción de aire, sus fragmentos darían lugar a dos cuerpos de fuego. A la inversa, cuando el fuego, rodeado por el aire o el agua o alguna tierra, poco entre muchos, se mueve entre sus portadores, lucha y, vencido, se quiebra; dos cuerpos de fuego se combinan en una figura de aire; mas cuando el aire es vencido y fragmentado, de dos partes y media se forjará una figura entera de agua. Reflexionemos esto nuevamente así: cuando el fuego encierra alguno de los otros elementos y lo corta con el filo de sus ángulos y sus lados, dicho elemento deja de fragmentarse cuando adquiere la naturaleza de aquél --pues nada es capaz de cambiar a un género semejante e igual a él ni de sufrir nada a causa de lo que le es semejante e idéntico--, pero mientras el que se convierte en otro elemento, aunque inferior, luche contra uno más fuerte, no cesa de disolverse. Y, a su vez, cuando unos pocos corpúsculos más pequeños, rodeados por muchos mayores, son destrozados y se apagan, si mutan en la figura del que domina, cesan de extinguirse y nace del fuego el aire y del aire, el agua. Pero siempre que se concentran y alguno de los restantes géneros los ataca y combate, no cesan de disolverse hasta que, batiéndose en retirada y dispersados, huyen hacia lo que es del mismo género, o, vencidos, de muchos cuerpos pequeños surge uno semejante al vencedor y permanece junto a él. Además, todos los elementos cambian de región por estos fenómenos. En efecto, la cantidad principal de cada uno de los elementos está separada en un lugar propio por el movimiento del receptáculo y cuando unos corpúsculos se diferencian de sí mismos para asemejarse a otros, se trasladan, a causa de la vibración existente, al lugar donde se encuentran los cuerpos a los que eventualmente se han asemejado.

Estas causas produjeron todos los cuerpos puros y primeros; pero también hay que mencionar como causa de que haya diversas variedades en sus especies la estructuración de cada uno de los elementos, ya que ésta al principio no sólo dio lugar a un tipo de triángulos de una única magnitud sino también a triángulos menores y mayores, cuyo número se correspondía con las variedades de las especies. Por tanto, dado que se mezclan entre sí y con otros, su variedad es infinita, de la que, por cierto, deben llegar a ser observadores los que han de utilizar un razonamiento probable acerca de la naturaleza.

Si no se acordara de qué manera y con qué se producen el movimiento y el reposo, surgirían muchas dificultades en el razonamiento que sigue. Acerca de ellos ya se dijeron algunas cosas, a las que, sin embargo, todavía hay que agregar lo siguiente: el movimiento nunca existirá donde haya un estado de equilibrio. Pues es difícil que se dé lo que ha de ser movido sin lo que ha mover o lo que ha de mover sin lo que ha de ser movido, más aún, es imposible. Si estos dos elementos no están presentes, no hay movimiento y es imposible que estén alguna vez en equilibrio. Así, pues, hemos de identificar el descanso con el equilibrio y el movimiento con el desequilibrio. La causa es, a su vez, la desigualdad de la naturaleza desequilibrada y ya hemos descrito el origen de la desigualdad. Pero no mencionamos de qué manera cada uno de los elementos, aunque separados en géneros, no cesa nunca de convertirse uno en otro y de trasladarse de un lugar a otro. Lo expondremos de la manera siguiente. Dado que la revolución del universo al incluir a los elementos es circular y por naturaleza tiende a retornar sobre sí misma, los mantiene juntos y no permite nunca que quede un espacio vacío. Por tanto, el fuego es lo que más se expande en todas direcciones, el aire en segundo lugar, porque es el segundo elemento más tenue por naturaleza y los restantes lo hacen de manera análoga; pues lo que se compone de partes mayores deja el mayor vacío en su estructura, lo que tiene partes menores, menos. La concentración de elementos durante la condensación empuja a los pequeños en los intersticios de los grandes. Cuando los pequeños están colocados junto a los grandes de tal modo que los menores separan a los mayores y éstos juntan a aquéllos, todos los elementos se cambian de posición de arriba a abajo, trasladándose a las regiones que les son propias. Pues cuando cada uno cambia su magnitud, cambia también de lugar. De esta manera, el origen del desequilibrio se preserva y produce continuamente el movimiento presente y futuro de estos cuerpos.

A continuación, debemos observar que hay muchas clases de fuego, por ejemplo, la llama y lo que se desprende de la llama, que aunque no quema proporciona luz a los ojos, y lo que queda de fuego en las ascuas tras apagarse la llama. Del mismo modo, en lo que concierne al aire, uno, el más brillante, lleva el nombre de éter, otro, el más turbio, es llamado niebla y oscuridad y hay otras formas anónimas, nacidas a causa de la desigualdad de los triángulos. Las clases de agua son dos, en primera instancia, una líquida y otra fusible. Dado que el género líquido participa de las clases pequeñas de agua, al ser éstas desiguales, a causa de su desequilibrio y de la forma de su figura, puede moverse por sí mismo o por la acción de otro agente. El que está formado de las clases grandes y equilibradas, sólido y pesado a causa de su equilibrio, es más estable que aquél; no obstante bajo la acción del fuego que se le aproxima y lo diluye, pierde el equilibrio y, una vez que lo ha destruido, participa más del movimiento. Cuando se ha hecho muy móvil, el aire circundante lo empuja y extiende sobre la tierra. Cada uno de estos fenómenos recibe una denominación, la reducción de su dimensión, licuefacción, y la extensión sobre la tierra, flujo. Cuando el fuego se retira nuevamente de allí, como no sale al vacío, empuja al aire circundante, que comprime violentamente la masa húmeda, que aún es muy móvil, hacia el lugar que ocupaba el fuego, y la mezcla consigo mismo. La masa comprimida y nuevamente equilibrada por el alejamiento del fuego, artífice del desequilibrio, recupera su estado anterior. La liberación del fuego se llama enfriamiento y se dice que la compresión que se produce cuando éste se aleja es el estado sólido. De todos los tipos de agua que hemos denominado fusibles, el más denso, nacido de las partículas más tenues y homogéneas, único y de color amarillo brillante, es la posesión más preciosa, el oro, que, una vez filtrado a través de la piedra, se solidifica. Un retoño del oro, muy duro por su densidad y negro, es llamado adamante. El género que tiene partículas próximas al oro, pero con más de una especie y con una densidad mayor que éste, por participar de la tierra en una parte reducida, lo que lo hace más duro, es, sin embargo, más liviano que él porque tiene en su interior grandes intersticios; este género, compuesto de aguas brillantes y solidificadas, es el cobre. Se denomina herrumbre a la parte de tierra que viene mezclada con él y que se hace visible cuando ambos envejecen y se vuelven a separar. Pero no es en absoluto difícil de comprender que distinga el resto de tales especies el que investiga el género de los mitos probables, que uno podría practicar en su vida como un juego moderado y prudente cuando, para descansar de los discursos sobre los seres eternos, se dedica a los probables acerca de la generación y alcanza un placer despreocupado. Así, también nosotros dejaremos de lado ahora las especies restantes y expondremos lo probable que viene a continuación. El agua mezclada con el fuego que es tenue y líquida se llama líquida por el movimiento y el camino por el que rueda sobre la tierra y, además, es blanda porque sus bases ceden al ser menos estables que las de la tierra. Este agua, cuando está separada del fuego y del aire y aislada, se vuelve más uniforme, se condensa por los elementos que salen y, de esta manera, alcanza el estado sólido. Cuando el agua se ha solidificado totalmente, si está en lo alto sobre la tierra se llama granizo; si se encuentra directamente encima de la tierra, hielo. Cuando aún no se ha hecho del todo sólida, la que está en lo alto sobre la tierra se denomina nieve y la que está directamente encima de la tierra, surgida del rocío, escarcha. Las clases de aguas se entremezclan, por cierto, en su mayor parte. Cuando se filtran a través de las plantas de la tierra se llaman humores, que son disímiles a causa de las mezclas que los constituyen. Muchos conforman otros tantos géneros anónimos, pero cuatro, todas ellas especies que contienen fuego y han llegado a ser muy conocidas, recibieron un nombre: el género capaz de dar calor al alma y al cuerpo, vino; el suave y capaz de cortar el rayo de la vista y, por esto, de aspecto brillante y resplandeciente y de apariencia grasienta, género aceitoso --la brea, el aceite de ricino, el aceite de oliva y todo lo demás que posee la misma cualidad--; cuanto tiene la propiedad de relajar los conductos bucales hasta su tamaño natural y proporciona dulzura con esta capacidad, recibió el nombre general de miel; el que disuelve la carne quemándola, un género espumoso, diverso de todos los humores, es llamado jugo ácido.

Las especies de la tierra: una, filtrada a través del agua, se hace piedra de la siguiente manera. Cuando el agua entremezclada choca dentro de la mixtura, se convierte en aire y el aire producido vuela a su lugar propio. Como no hay vacío por encima de ellos, empuja al aire vecino. Éste, puesto que es pesado, cuando es empujado y derramado alrededor de la masa de la tierra, la comprime violentamente y la rechaza a la sede de donde subía el nuevo aire. La tierra, comprimida por el aire hasta hacerla insoluble al agua, se hace piedra; la transparente de partes iguales y uniformes es la más bella y la más fea, la contraria. La tierra a la que la rapidez del fuego ha extraído toda la humedad y ha hecho más frágil que aquélla es lo que llamamos arcilla. A veces, cuando queda humedad, se origina tierra fusible al fuego que, al enfriarse, se convierte en la piedra de color negro. Además, están los dos compuestos que, por el mismo procedimiento, se decantan de la mezcla de una gran cantidad de agua y están constituidos por partículas de tierra muy tenues; ambos son salados. Si, cuando se han vuelto semisólidos, el agua los disuelve nuevamente, uno, la soda, limpia el aceite y la tierra; el otro, que se adapta bien a la percepción gustativa, es la substancia salada, según el dicho, cuerpo querido al dios. Los compuestos que participan de ambos (agua y tierra), no solubles por el agua, pero sí por el fuego, se solidifican de la siguiente manera. Ni fuego ni aire disuelven masas de tierra; no es soluble por ellos porque, al ser sus partículas por naturaleza menores que la estructura de los vacíos de aquélla, atraviesan los grandes espacios sin violentarla ni diluirla.

Las partes del agua, puesto que por naturaleza son mayores, se abren paso con violencia y la diluyen. Así, el agua sólo disuelve la tierra que no está comprimida con violencia; a la compacta, empero, no la disuelve ningún elemento salvo el fuego; pues no queda posibilidad de ingreso para nada a excepción de éste. Cuando la concentración de agua se ha producido con suma violencia, la disuelve sólo el fuego, pero cuando es más débil, el fuego y el aire. Éste lo hace por los intersticios, aquél también por los triángulos. El aire que ha alcanzado una estructura fija por una acción violenta sólo puede ser disuelto en sus elementos constitutivos; el que se ha estructurado de manera no violenta es fusible sólo al fuego. Mientras el agua ocupa en los cuerpos mezclados de tierra y agua los intersticios de la tierra que están comprimidos con violencia, las partículas de agua provenientes del exterior, al carecer de una entrada, fluyen alrededor y dejan el cuerpo sin disolver. Contrariamente, las partículas de fuego que se introducen en los intersticios del agua, como tienen el mismo efecto que la acción del agua sobre la tierra, son las únicas causantes de que la totalidad del cuerpo fluya cuando se diluye. Estos compuestos son de los siguientes tipos: por un lado, los que tienen menos agua que tierra, el género de los cristales y de todo lo que es denominado especies fusibles de la piedra, y, por otro lado, los que tienen más agua, los que constituyen los cuerpos cerosos y los aptos para quemar como incienso.

Ya están casi totalmente expuestas las especies en su variedad de figuras, rasgos comunes y cambios de unas en otras, pero todavía he de intentar aclarar las causas que dan lugar a sus cualidades. En primer lugar, dichas cualidades necesitan siempre de una percepción, sin embargo aún no hemos explicitado el origen de la carne y de lo que la carne rodea, ni de la parte mortal del alma. Pero ni estas cosas se dan separadas de las cualidades que denominamos sensibles, ni las últimas pueden ser suficientemente tratadas sin las primeras, aunque es casi imposible hacerlo al mismo tiempo. Primero hay que dar por supuesto uno de los factores y luego retornar a él. Para que el tratamiento de las cualidad siga al de los elementos, demos por supuesto lo concerniente a la existencia del cuerpo y del alma. En primer lugar veamos por qué decimos que el fuego es caliente y observemos que pensamos que produce una escisión y corte en nuestro cuerpo. Pues casi todos percibimos que se trata de una sensación cortante. Cuando recordamos el origen de su figura, debemos razonar respecto del filo de sus lados, de la agudeza de sus ángulos, de la pequeñez de sus partículas y la rapidez de su movimiento --cualidades con las que, violento y filoso, corta siempre todo lo que encuentra en su camino--, que es sobre todo este elemento y no otro, el que por división y partición de nuestros cuerpos en pequeñas partículas, produce las cualidades y da nombre a ese fenómeno que ahora llamamos razonablemente calor. El proceso contrario a éste, aunque evidente, no ha de carecer de explicación. Cuando ingresan en el cuerpo partículas grandes de líquidos situados alrededor, expulsan las menores al exterior, pero, al no ser capaces de ocupar sus lugares, comprimen la humedad de nuestro interior y por su homogeneidad y compresión la inmovilizan sacándola de su estado de movimiento y la congelan. Pero lo reunido contra natura por naturaleza lucha y se empuja a sí mismo hacia el estado contrario. A esta lucha y vibración se le añade un temblor y estremecimiento, y todo este fenómeno, así como lo que lo produce, recibe el nombre de frío. Duro es todo aquello a lo que cede nuestra carne; blando, todo lo que lo hace ante ella. De la misma manera se dan las relaciones mutuas de blando y duro. Cede lo que avanza sobre una base pequeña; pero lo compuesto de bases cuadriláteras es, al ser muy estable, la figura más resistente, ya que eventualmente alcanza una alta densidad y resistencia. Si se investigaran lo pesado y lo liviano conjuntamente con la así llamada naturaleza de lo inferior y de lo superior podrían ser explicados con la máxima claridad. En efecto, no sería correcto en absoluto considerar que por naturaleza dos regiones contrarias dividen el universo, la de abajo, hacia la que se desplaza todo lo que posee una cierta masa de cuerpo, y la de arriba, hacia la que nada se mueve por propia voluntad. En efecto, al ser el universo esférico, están todos los extremos a la misma distancia del centro, por lo que por naturaleza deben ser extremos de manera semejante. Además, hay que considerar que el centro, como se encuentra a la misma distancia de los extremos, se halla frente a todos. Ahora bien, si el mundo es así por naturaleza, ¿cuál de los puntos mencionados debe uno suponer como arriba o abajo para que no parezca, con razón, que utiliza un término totalmente inadecuado? En él, la región del centro, al no estar ni arriba ni abajo, no recibirá con justicia ninguno de los dos nombres, sino que se dirá que está en el centro. El lugar circundante ni es, por cierto, centro ni posee una parte que se distinga más que otra respecto del centro o alguno de los puntos opuestos. Pero si el universo es de esta guisa en todos lados, ¿cómo podría pensar alguien que se expresa correctamente al utilizar respecto de él qué denominaciones contrarias? Pues si un cuerpo sólido se encontrara en el medio del universo en situación de equilibrio, nunca se trasladaría hacia ninguno de los extremos a causa de las semejanza absoluta entre ellos. Además, si alguien marchara en círculo alrededor de él, se encontraría a menudo en su región antípoda y llamaría al mismo punto del universo abajo y arriba. Por tanto, no es propio de alguien inteligente afirmar que, aun cuando el universo es esférico, como acabamos de establecer, tiene una región superior y otra inferior. No obstante, por medio de la siguiente suposición debemos acordar de dónde nacen estos nombres y en qué objetos tienen vigencia para que nos hayamos acostumbrados a causa de ellos a expresarnos y a dividir todo el universo así. Si alguien se introdujera en la región del universo en la que hay más fuego --cuya mayor parte estaría concentrada en el lugar hacia el que este elemento se dirige naturalmente-- y, si pudiera, arrancara partes de fuego y las colocara en los platillos de una balanza, tomara la balanza y el fuego y los arrastrara con violencia hacia el aire disímil, es evidente que podría ejercer violencia más fácilmente sobre la porción menor que sobre la mayor. En efecto, cuando dos objetos son levantados por una única fuerza simultáneamente, es necesario que el menor siga más la dirección de la fuerza y el mayor, menos, y se dice que el grande es pesado y se desplaza hacia abajo y que el pequeño es liviano y se mueve hacia arriba. Ciertamente, debemos observar el mismo fenómeno cuando hacemos eso en nuestra región. Cuando sobre la tierra separamos sustancias térreas, y, en ocasiones, la tierra misma, las arrastramos hacia el aire disímil con violencia y contra la naturaleza, ya que ambas tienden a lo que es de su mismo género. Cuando ejercemos la fuerza, la porción más pequeña nos sigue primero hacia lo diferente, con más facilidad que la mayor. Entonces, denominamos liviano al pequeño y el lugar hacia el que lo coaccionamos, arriba; al fenómeno contrario a éste, pesado y abajo. Éstas son, necesariamente, diferencias relativas porque la mayor parte de los elementos ocupan una región contraria a los otros --en efecto, se descubrirá que lo que es liviano en un lugar es pesado en el otro, y lo pesado, liviano, y lo inferior, superior y lo superior, inferior, y que todos son y llegan a estar y están en zonas contrarias o laterales o completamente diferentes unas de otras--. Sin embargo, acerca de todos ellos debemos pensar únicamente que el camino que un elemento recorre hacia la que se mueve es «abajo» y los que se comportan de una manera diferente, son lo contrario. Estas son las causas de estas cualidades. Cualquiera sería capaz de discernir y decir la causa de la suavidad y la aspereza. Pues la dureza unida a la falta de homogeneidad produce la última, la homogeneidad y la densidad dan lugar a la primera.

Lo más importante de lo que resta de las afecciones comunes a todo el cuerpo es la causa del placer y del dolor en lo que hemos tratado y todas las sensaciones de las partes del cuerpo acompañadas simultáneamente de dolores y placeres. Para entender las causas de todo proceso sensible e insensible, recordemos la división anterior entre sustancias con mucha y con poca capacidad de movimiento, pues, en verdad, así tenemos que investigar todo lo que pensamos tratar. Lo que por naturaleza es muy móvil, cuando sufre una afección, aunque pequeña, la transmite en círculo a las otras partículas, que hacen lo propio a otras, hasta que llegan a la inteligencia y anuncian la cualidad del agente. Las sustancias opuestas, al ser estables y no avanzar en círculo, sólo son afectadas y no mueven a los cuerpos vecinos, de tal manera que, como sus partículas no transmiten el primer estímulo a las de los otros órganos, sino que éste se queda en ellas sin expandirse a la totalidad del ser viviente, el que es afectado no percibe el estímulo. Éste es el caso de los huesos, pelos y el resto de nuestros órganos que están constituidos en su mayor parte de partículas térreas. Las sustancias móviles se encuentran sobre todo en la visión y el oído, que poseen en ellos la mayor cantidad de fuego y aire. El placer y el dolor deben ser concebidos de la siguiente manera. Doloroso es el proceso que, de manera súbita, se produce en nosotros con violencia y contra la naturaleza; el que nos hace retornar repentinamente a nuestra situación natural es placentero; el tranquilo y paulatino es imperceptible y lo contrario a éstos, contrario. Todo lo que se da con facilidad es lo más perceptible, aunque no participe del dolor ni del placer, como los fenómenos que conforman la visión misma, de la que se afirmó antes que durante el día es un cuerpo unido naturalmente a nosotros. Pues a ésta no le producen dolor los cortes, quemaduras ni nada de lo que sufre, ni tampoco siente placer cuando vuelven a la forma que les es propia; sin embargo, hay fenómenos sensibles muy intensos y brillantes que eventualmente la afectan y con los que entra en contacto, cuando de una cierta manera se proyecta hacia el objeto. En la división o en la concentración de la visión no hay violencia en absoluto. Aunque los cuerpos compuestos de partículas mayores ceden con dificultad ante el agente, transmiten al conjunto sus movimientos y producen placer y dolor: cuando son sacados de su condición natural, dolor, y cuando se restablece el estado anterior, placer. Cuando se descarga y vacía paulatinamente y se carga de manera súbita y en grandes cantidades, de modo que no se percibe el vaciamiento, pero sí el llenado, no ocasiona dolores a la parte mortal del alma, sino grandes placeres. Esto es evidente en el caso de los buenos olores. Todo lo que lleva a un estado diferente de manera súbita, pero vuelve poco a poco y con dificultad al estado originario, ocasiona todo lo contrario. Así sucede cuando se producen quemaduras y cortaduras en el cuerpo.

Han sido tratados casi todos los fenómenos comunes a todo el cuerpo y hemos mencionado los nombres de sus agentes; pero debemos intentar decir, si podemos, los propios de nuestros órganos particulares, sus características y cómo las causan sus agentes. Primero, tenemos que exponer, en la medida de lo posible, los que omitimos anteriormente al hablar de los humores porque eran fenómenos propios de la lengua. Éstos parecen darse también, como, por cierto, muchos, por algún tipo de condensación o separación y, junto a esto, estar más relacionados que cualquiera de los otros casos con la aspereza y suavidad. Pues cuando lo que ingresa en las venillas --que como si fueran medios de prueba de la lengua se extienden hasta el corazón-- ataca las partes húmedas y tiernas de la carne y funde sus partículas térreas, entonces contrae las pequeñas venas y las seca. Si es más áspero, parece acre y si es menos áspero, amargo. Todo lo que limpia las venillas y lava lo que se encuentra alrededor de la lengua, si lo hace de forma desmesurada y la ataca fundiéndola parcialmente, tal como sucede con la soda, posee el nombre de picante; las sustancias que con un menor grado de cualidades sódicas son mesuradamente detergentes, son saladas sin el picor áspero y nos parecen más agradables. Las sustancias que, tras calentarse y suavizarse en la boca, donde son consumidas por el fuego bucal y a su vez queman al órgano que les da calor, suben, a causa de su liviandad, a los órganos de percepción en la cabeza y cortan todo lo que encuentran en su camino, reciben, por esta cualidad, el nombre de punzantes. Cuando sustancias, afinadas por la putrefacción, se introducen en las venas estrechas y chocan con las partículas térreas en su interior y las que tienen la proporción debida de aire, de tal manera que las mueven unas alrededor de otras y las agitan, éstas, en su agitación, chocan entre sí y las que penetran en unas dejan a otras huecas que se extienden alrededor de las que entran. Cuando la humedad ahuecada, a veces térrea, a veces pura, rodea el aire, nacen como vasijas de aire, aguas huecas circulares. Las de humedad pura se aglutinan claras y se llaman burbujas; las de humedad térrea, que se agitan y alzan, reciben la denominación de ebullición y fermentación. Se dice que la causa de estos procesos es ácida. El fenómeno opuesto a todos los mencionados tiene un motivo opuesto. Cuando la estructura de lo que entra con las sustancias húmedas, por ser apropiada para la lengua, suaviza y lubrica lo que se había hecho áspero y contrae o distiende lo que estaba contraído o distendido contra la naturaleza, restablece todo de la manera más natural posible; semejante sustancia, placentera y amena a todos, remedio de las afecciones violentas, es llamada dulce.

Esto es todo en cuanto a este tema. En lo que atañe a la capacidad que poseen los orificios nasales, no hay diferentes clases. Pues todo olor es incompleto y ninguna figura es apta para tener un olor específico; sino que las venas que se encuentran alrededor de los orificios nasales son demasiado estrechas para las sustancias térreas y las de agua y muy amplias para las ígneas y aéreas, por ello nunca se percibe el olor de ninguna de ellas, sino que los olores se producen cuando algo se humedece, pudre, funde o humea. Se originan, efectivamente, cuando el agua se convierte en aire y el aire, en agua, al alcanzar la figura intermedia entre estos dos elementos. Todos los olores son humo o niebla; ésta nace durante el pasaje del aire al agua y aquél en el del agua al aire. Por eso, todos los olores son más finos que el agua, pero más gruesos que el aire. Esto se hace evidente cuando un objeto obstaculiza la inspiración y se hace entrar el aire con violencia, entonces no se filtra ningún olor y pasa sólo el aire limpio de olores. Sus dos variedades, que carecen de nombre, no las constituyen muchas especies simples, sino que aquí hay que dividir claramente sólo en dos clases: lo placentero y lo doloroso. Éste hace áspera y violenta toda la cavidad que poseemos entre la cabeza y el ombligo, aquél la tranquiliza y la retorna amablemente a la situación que le es natural.

Debemos tratar ahora en nuestra investigación nuestro tercer sentido, el oído: por qué causas se producen sus procesos. Supongamos, en general, por un lado, la voz, transmitida por el aire como un golpe a través de las orejas, del cerebro y de la sangre hasta el alma y, por otro, el movimiento comenzado por ella, a partir de la cabeza y que termina en la sede hepática: la audición. Cuando es rápida, es aguda; si es más lenta, es más grave, y la regular es uniforme y suave; la contraria, áspera; potente, la que es abundante, y la opuesta, débil. La armonía de estos movimientos debe ser considerada en lo que ha de ser tratado más adelante.

Nos resta aún un cuarto sentido que debemos dividir porque posee en sí esas grandes variedades que llamamos colores, llama que fluye de cada uno de los cuerpos y con sus partículas proporcionales a nuestra visión posibilita la percepción. Antes se habló de las causas que producían el rayo visual. Pero aquí sería más lógico y conveniente a un discurso apropiado discurrir acerca de los colores de la siguiente manera. Las partículas que proceden de los otros cuerpos y afectan la visión son, unas, menores, otras, mayores y otras, iguales a las partículas visuales propiamente dichas. Las iguales son imperceptibles, las que denominamos transparentes; en cuanto a las mayores y las menores, aquéllas contraen el rayo visual, éstas lo dilatan, similares a los calores y fríos en la carne, a las sustancias astringentes en la lengua y a todo lo que llamamos punzante por producir calor; lo blanco y negro, aunque son los mismos fenómenos que aquéllos, parecen diferentes por darse en otro nivel. Hay que designarlos como sigue: lo que tiene la propiedad de dilatar el rayo visual es blanco; negro, su contrario. El movimiento más agudo, perteneciente a otro género de fuego, que dilata el rayo visual hasta los ojos, abre con violencia sus salidas y las funde en una masa de fuego y agua, que llamamos lágrima cuando desde allí se vierte. La misma es fuego y se encuentra con fuego que avanza desde el lado contrario. Cuando un fuego salta como un rayo mientras otro entra y se apaga en la humedad y, en esta conmoción, nacen múltiples colores, llamamos a este fenómeno destellos y denominamos a lo que lo produjo brillante y esplendoroso. El tipo de fuego intermedio es el que, a pesar de mezclarse con la parte húmeda de los ojos, cuando la alcanza no es resplandeciente. Aplicamos el nombre de rojo al rayo de fuego mixto que atraviesa la humedad y da un color sangre. El brillante mezclado con el rojo y el blanco es castaño rojizo. Aunque alguien lo supiera, no tiene sentido decir en qué cantidad están mezclados estos componentes, de los que nadie podría dar una demostración exacta o hacer una exposición medianamente probable. Ciertamente, el rojo, mezclado con el negro y el blanco produce el púrpura; el gris amarronado se origina cuando a éstos, que han sido mezclados entre sí y quemados, se les agrega más negro. El rojo amarillento nace de la mezcla del castaño rojizo y el gris; el gris, del blanco y el negro; el amarillento, cuando el blanco se mezcla con el castaño rojizo. El blanco, cuando se une al brillante y se hace intenso en dirección al negro, produce el color azul oscuro; el azul oscuro mezclado con el blanco da el verde azulado, el rojo amarillento con el negro da el verde suave. Es casi evidente a partir de estos ejemplos con qué mezclas el resto podría salvar el mito probable. Si alguno pretendiera obtener una prueba por la observación de sus efectos, ignoraría lo que diferencia la naturaleza divina de la humana: que dios sabe y es capaz al mismo tiempo de convertir la multiplicidad en una unidad por medio de una mezcla y también de disolver la unidad en la multiplicidad, pero ninguno de los hombres ni es capaz ahora de ninguna de estas cosas ni lo será nunca en el futuro.

El artífice del ser más bello y mejor entre los que devienen recibió entonces todo esto que es así necesariamente, cuando engendró al dios independiente y más perfecto. Aunque utilizó para ello todas estas causas auxiliares, fue él quien ensambló en todo lo que deviene la buena disposición. Para ello es, necesario distinguir entre dos tipos de causas, uno necesario, el otro divino, y con el fin de alcanzar la felicidad hay que buscar lo divino en todas partes, en la medida en que nos lo permita nuestra naturaleza. Lo necesario debe ser investigado por aquello, puesto que debemos pensar que sin la necesidad no es posible comprender la causa divina, nuestro único objeto de esfuerzo, ni captarla ni participar en alguna medida de ella.

Ahora que, al igual que los carpinteros la madera, tenemos ante nosotros los tipos de causas que se han decantado y a partir de los cuales es necesario entretejer el resto del discurso, volvamos un instante al comienzo para marchar rápidamente hasta el punto desde donde vinimos hasta aquí e intentar poner una coronación final al relato que se ajuste a lo anterior. Como ya fuera dicho al principio, cuando el universo se encontraba en pleno desorden, el dios introdujo en cada uno de sus componentes las proporciones necesarias para consigo mismo y para con el resto y los hizo tan proporcionados y armónicos como le fue posible. Entonces, nada participaba ni de la proporción ni de la medida, si no era de manera casual, ni nada de aquello a lo que actualmente damos nombres tales como fuego, agua o alguno de los restantes, era digno de llevar un nombre, sino que primero los ordenó y, luego, de ellos compuso este universo, un ser viviente que contenía en sí mismo todos los seres vivientes mortales e inmortales. El dios en persona se convierte en artífice de los seres divinos y manda a sus criaturas llevar a cabo el nacimiento de los mortales. Cuando éstos recibieron un principio inmortal de alma, le tornearon un cuerpo mortal alrededor, a imitación de lo que él había hecho. Como vehículo le dieron el tronco y las extremidades en los que anidaron otra especie de alma, la mortal, que tiene en sí procesos terribles y necesarios: en primer lugar el placer, la incitación mayor al mal, después, los dolores, fugas de las buenas acciones, además, la osadía y el temor, dos consejeros insensatos, el apetito, difícil de consolar, y la esperanza, buena seductora. Por medio de la mezcla de todos estos elementos con la sensibilidad irracional y el deseo que todo lo intenta compusieron con necesidad el alma mortal. Por esto, como los dioses menores se cuidaban de no mancillar el género divino del alma, a menos que fuera totalmente necesario, implantaron la parte mortal en otra parte del cuerpo separada de aquélla y construyeron un istmo y límite entre la cabeza y el tronco, el cuello, colocado entremedio para que estén separadas. Ligaron el género mortal del alma al tronco y al así llamado tórax. Puesto que una parte del alma mortal es por naturaleza mejor y otra peor, volvieron a dividir la cavidad del tórax y la separaron con el diafragma colocado en el medio, tal como se hace con las habitaciones de las mujeres y los hombres. Implantaron la parte belicosa del alma que participa de la valentía y el coraje más cerca de la cabeza, entre el diafragma y el cuello, para que escuche a la razón y junto con ella coaccione violentamente la parte apetitiva, cuando ésta no se encuentre en absoluto dispuesta a cumplir voluntariamente la orden y la palabra proveniente de la acrópolis. Hicieron al corazón, nudo de las venas y fuente de la sangre que es distribuida impetuosamente por todos los miembros, la habitación de la guardia, para que, cuando bulle la furia de la parte volitiva porque la razón le comunica que desde el exterior los afecta alguna acción injusta o, también, alguna proveniente de los deseos internos, todo lo que es sensible en el cuerpo perciba rápidamente a través de los estrechos las recomendaciones y amenazas, las obedezca y cumpla totalmente y permita así que la parte más excelsa del alma los domine. Como previeron que, en la palpitación del corazón ante la expectativa de peligros y cuando se despierta el coraje, el fuego era el origen de una fermentación tal de los encolerizados, idearon una forma de ayuda e implantaron el pulmón, débil y sin sangre, pero con cuevas interiores, agujereadas como esponjas para que, al recibir el aire y la bebida, lo enfríe y otorgue aliento y tranquilidad en el incendio. Por ello, cortaron canales de la arteria en dirección al pulmón y a éste lo colocaron alrededor del corazón, como una almohadilla, para que el corazón lata sobre algo que cede, cuando el coraje se excita en su interior, y se enfríe, de modo que sufra menos y pueda servir más a la razón con coraje.

Entre el diafragma y el límite hacia el ombligo, hicieron habitar a la parte del alma que siente apetito de comidas y bebidas y de todo lo que necesita la naturaleza corporal, para lo cual construyeron en todo este lugar como una especie de pesebre para la alimentación del cuerpo. Allí la ataron, por cierto, como a una fiera salvaje: era necesario criarla atada, si un género mortal iba a existir realmente alguna vez. La colocaron en ese lugar para que se apaciente siempre junto al pesebre y habite lo más lejos posible de la parte deliberativa, de modo que cause el menor ruido y alboroto y permita reflexionar al elemento superior con tranquilidad acerca de lo que conviene a todas las partes, tanto desde la perspectiva común como de la particular. Sabían que no iba a comprender el lenguaje racional y que, aunque lo percibiera de alguna manera, no le era propio ocuparse de las palabras, sino que las imágenes y apariciones de la noche y, más aún, del día la arrastrarían con sus hechizos. Ciertamente, a esto mismo tendió un dios cuando construyó el hígado y lo colocó en su habitáculo. Lo ideó denso, suave, brillante y en posesión de dulzura y amargura, para que la fuerza de los pensamientos proveniente de la inteligencia, reflejada en él como en un espejo cuando recibe figuras y deja ver imágenes, atemorice al alma apetitiva. Cuando utiliza la parte de amargura innata e, irritada, se acerca y la amenaza, entremezcla la amargura rápidamente en todo el hígado y hace aparecer una coloración amarillenta, lo contrae totalmente, lo arruga y hace áspero, dobla y contrae su lóbulo, obtura y cierra sus cavidades y accesos, causa dolores y náuseas. Cuando, por otro lado, alguna inspiración de suavidad proveniente de la inteligencia dibuja las imágenes contrarias, le da un reposo de la amargura, porque no quiere ni mover ni entrar en contacto con la naturaleza que le es contraria, y le aplica al hígado la dulzura que se encuentra en él. Entonces, endereza todo el órgano, lo suaviza y libera y hace agradable y de buen carácter a la parte del alma que habita en el hígado y le otorga un estado apacible durante la noche con el don de adivinación durante el sueño, ya que éste no participa ni de la razón ni de la inteligencia. Como nuestros creadores recordaban el mandato del padre cuando ordenó hacer lo mejor posible el género mortal, para disponer también así nuestra parte innoble, le dieron a ésta la capacidad adivinatoria con la finalidad de que de alguna manera entre en contacto con la verdad. Hay una prueba convincente de que dios otorgó a la irracionalidad humana el arte adivinatoria. En efecto, nadie entra en contacto con la adivinación inspirada y verdadera en estado consciente, sino cuando, durante el sueño, está impedido en la fuerza de su inteligencia o cuando, en la enfermedad, se libra de ella por estado de frenesí. Pero corresponde al prudente entender, cuando se recuerda, lo que dijo en sueños o en vigilia la naturaleza adivinatoria o la frenética y analizar con el razonamiento las eventuales visiones: de qué manera indican algo y a quién, en caso de que haya sucedido, suceda o vaya a suceder un mal o un bien. No es tarea del que cae en trance o aún está en él juzgar lo que se le apareció o lo que él mismo dijo, sino que es correcto el antiguo dicho que afirma que sólo es propio del prudente hacer y conocer lo suyo y a sí mismo. Por ello, ciertamente, la costumbre colocó por encima de las adivinas inspiradas al gremio de los intérpretes, como jueces. A éstos algunos los llaman adivinos, porque ignoran absolutamente que son intérpretes de lo que ha sido dicho de manera enigmática y de las visiones, pero para nada adivinos, sino que su denominación sería, con absoluta justicia, intérprete.

Por eso, la naturaleza del hígado es tal y se encuentra en el lugar que dijimos, a saber, para la adivinación. Además, tal parte tiene signos muy precisos en todo ser viviente, pero cuando es despojada de la vida, se oscurece y sus signos adivinatorios se enturbian demasiado como para indicar algo claramente. A su izquierda se halla la estructura y asiento del órgano vecino, el bazo, para mantener al hígado en toda ocasión brillante y limpio, como un trapo para limpiar un espejo se encuentra siempre listo junto a él. Por ello, cuando a causa de enfermedades corporales se originan algunas impurezas alrededor del hígado, puesto que el bazo es hueco y sin sangre, su porosidad las asimila y purifica completamente. De ahí que, al llenarse de los elementos purificados, aumente de tamaño y se haga purulento, y, nuevamente, después de que el cuerpo se haya purgado, se achique y se reduzca a su estado anterior.

En lo que concierne al alma, cuánto tiene de mortal y cuánto de divino, de qué manera fue creada y en qué órganos habita y por qué causas lo hacen en partes separadas, sólo afirmaríamos que así como está expuesto es verdadero, si un dios lo aprobara. Sin embargo, tanto ahora como después de una consideración más detallada hemos de arriesgarnos a sostener que hemos expuesto al menos lo probable. Tengámoslo, por tanto, por afirmado. De la misma manera, debemos investigar el tema siguiente: cómo surgió el resto del cuerpo. Convendría, sobre todo, que la exposición fuera a partir de un razonamiento como el que sigue. Nuestros creadores conocían nuestra futura intemperancia con las bebidas y comidas y que por glotonería consumiríamos mucho más de lo que es mesuradamente necesario. Entonces, para prevenir que no hubiera una destrucción rápida por enfermedad e, imperfecto, el género mortal no se extinguiera al punto sin haber llegado a la madurez, colocaron la cavidad llamada inferior como recipiente contenedor de la bebida y comida sobrantes. Enrollaron los intestinos para que el alimento, con su rápida dispersión, no obligara al cuerpo a necesitar enseguida una nueva comida; ya que así produciría una insaciabilidad que haría que por su glotonería la especie humana no amara la sabiduría ni la ciencia ni obedeciera las indicaciones de lo que hay de más divino en nosotros

Los huesos, la carne y los elementos semejantes fueron creados de la siguiente manera. La médula es el origen de todos éstos; pues, mientras el alma está atada al cuerpo, los vínculos vitales dan raíces firmes al género humano, pero la médula misma se origina en otros elementos. El dios, al idear una mezcla de todas las simientes para todo el género mortal, seleccionó de todos los elementos los triángulos primordiales que por ser firmes y lisos eran capaces de proporcionar con la máxima exactitud fuego, agua, aire y tierra, los mezcló en cantidades proporcionales y confeccionó con ellos la médula. Después implantó y ató las partes del alma a ella. En la distribución que hizo al principio, dividió la médula misma directamente en tantas y tales figuras cuantas y cuales especies de alma iba a poseer. Hizo totalmente circular a la que como un campo fértil iba a albergar la simiente divina y llamó a esta parte de la médula cerebro, porque el recipiente alrededor de ella sería la cabeza de todo ser viviente una vez terminado. Dividió, además, la parte que iba a retener el resto mortal del alma en figuras que eran al mismo tiempo esféricas y oblongadas, y llamó al conjunto médula. Después tendió de éstas, como de anclas, ataduras de toda el alma y construyó todo nuestro cuerpo a su alrededor, para lo cual primero rodeó el conjunto con una cobertura ósea. Construyó el sistema óseo de la siguiente manera. Tamizó tierra limpia y suave y la mezcló y mojó con médula. Después, colocó la masa resultante en fuego; a continuación la bañó en agua, nuevamente en fuego y otra vez en agua y la fue poniendo así alternativamente en uno y en otro hasta que la hizo tal que ninguno de los dos elementos puede fundirla ni disolverla. Con este compuesto torneó una esfera ósea alrededor de su cerebro, a la que dejó una salida estrecha. Moldeó vértebras óseas alrededor de la médula del cuello y de la espalda y las extendió como pivotes desde la cabeza a lo largo de todo el tronco. De esta manera, con el fin de preservar toda la simiente, la protegió con un cercado pétreo al que puso articulaciones, insertando entre ellas la fuerza de lo diferente para el movimiento y la flexión. Como pensó que el tejido óseo, más frágil y rígido de lo debido, si se calentaba y volvía a enfriar, se ulceraría y corrompería rápidamente la simiente que se encontraba en su interior, ideó los tendones y la carne: los primeros para lograr un cuerpo flexible y extensible, por medio de la unión de todos los miembros a través del género de los tendones que se tensa y relaja alrededor de los pivotes; respecto de la carne consideró que serviría de protección contra las quemaduras, valla contra los fríos y, además, reparo en las caídas como las prendas de fieltro, puesto que cede a los cuerpos blanda y suavemente y posee una humedad cálida dentro de ella, de modo que mientras transpira y se humedece durante el verano, proporcionando en todo el cuerpo un frío apropiado, durante el invierno, en cambio, rechaza adecuadamente la escarcha exterior circundante con su calidez. Con estos pensamientos, el modelador de cera hizo carne jugosa y blanda. Para ello, mezcló y ensambló agua, fuego y tierra y, después, compuso un fermento de ácido y sal que agregó a la mezcla. Para los tendones hizo una combinación de características intermedias de la mezcla de hueso y carne sin fermento y agregó color dorado. De ahí que los tendones obtuvieran una mayor elasticidad y viscosidad que la carne, pero también mayor blandura y humedad que los huesos. El dios rodeó con estos tejidos los huesos y la médula: los ató entre sí con tendones y luego cubrió todo con carne desde la parte superior. Protegió con muy poca carne las partes de los huesos que más alma cobijan; las más inanimadas en su interior, con mucha y densa. Además, en las uniones de los huesos, donde su razonamiento le mostró que no era de ninguna necesidad, hizo nacer poca carne, para que ni entorpeciera el traslado del cuerpo por ser un obstáculo para las flexiones, ni éste se moviera con dificultad, ni, por encontrarse en gran cantidad y alta densidad y compresión, ocasionara insensibilidad por su solidez e hiciera la inteligencia torpe en el recuerdo y superficial. Por ello, llenó de carne los muslos y piernas, las caderas y los huesos de brazos y antebrazos y todos los que en nosotros son inarticulados y por la poca cantidad de alma en la médula están vacíos de inteligencia. Rodeó con menor cantidad de carne todo lo que tiene inteligencia --excepto algún órgano que hizo totalmente de carne por la percepción, como la lengua--, mas la mayoría la hizo de aquella manera. Pues la naturaleza nacida de y criada por la necesidad no admite en absoluto una estructura ósea densa y mucha carne junto con una percepción aguda. Sobre todo se habría dado dicha combinación en la estructura de la cabeza, si ambos elementos hubieran querido coincidir, y el género humano, con una cabeza carnosa, llena de tendones y más fuerte sobre sí, habría alcanzado una vida el doble o muchas veces más larga, más saludable y menos dolorosa que en la actualidad. Pero los creadores de nuestra raza, cuando se plantearon si debían crear un género que viviera más tiempo pero peor o uno que viviera menos, pero mejor, coincidieron en que todo el mundo debe, sin dudarlo, preferir la vida más corta pero mejor a la más larga pero peor. Por tanto, cubrieron la cabeza con hueso poroso, mas, puesto que no tiene puntos de flexión, no la rodearon de carne y tendones. Por todo esto, fue agregada una cabeza al cuerpo de todo hombre, más sensible e inteligente, pero también mucho más débil. Por estas mismas causas, el dios extendió así los tendones en círculo hasta el extremo de la cabeza y los pegó alrededor del cuello por medio de la semejanza y ató a ellos las mandíbulas bajo el rostro; y el resto lo esparció en todos los miembros, uniendo articulación con articulación. Nuestros artífices dispusieron las características de nuestra boca con dientes, lengua y labios, tal como ahora está ordenada, a causa de lo necesario y lo mejor, ya que la idearon para entrada de lo necesario y como salida de lo mejor. Pues todo lo que entra para dar alimento al cuerpo es necesario, y la corriente de palabras, cuando fluye hacia afuera y obedece a la inteligencia, es la más bella y mejor de todas las corrientes. Además, ni era posible dejar la estructura ósea de la cabeza desnuda por el exceso de frío o calor en cada una de las estaciones, ni pasar por alto que cubierta se volvería obtusa e insensible por la cantidad de carne. De la carne no seca separaron una corteza excedente mayor, lo que ahora se llama piel, que a causa de la humedad del cerebro avanzó hasta juntarse consigo misma y revistió la cabeza en círculo como si fuera un retoño. La humedad, que sube de abajo de las suturas, la irriga y cierra en la coronilla, atándola como un nudo. Las variadas suturas se produjeron por la fuerza de las revoluciones y de la alimentación; si éstas luchan más entre sí, serán más; en caso contrario, menos. La parte divina perforó con fuego toda esta piel en círculo. Cuando la perforación de la piel hizo que la humedad se escapara al exterior por sus poros, salieron toda la humedad y el calor puros, pero la mezcla de éstos que compone la piel se elevó a causa de la salida y se extendió mucho hasta ser tan tenue como la perforación, pero, debido a su lentitud, repelida al interior por el aire exterior circundante, se enrolló y echó raíces debajo de la piel. Por estos procesos, nació el pelo en la piel, aunque emparentado con ella en la fibrosidad, más duro y denso por el proceso de contracción por enfriamiento que sufre cada pelo cuando, al separarse de la piel, se enfría. Con esto, nuestro hacedor hizo la cabeza pilosa, por las causas mencionadas y porque pensó que tenía que tener una cobertura liviana alrededor del cerebro en vez de carne para su seguridad, que proporcionara en verano y en invierno suficiente sombra y cubrimiento, sin convertirse en un impedimento de la buena percepción. En el entretejido de los tendones, piel y huesos que rodea los dedos, de la mezcla de los tres elementos y de su secamiento se originó una piel dura, que, si bien realizaron estas causas auxiliares, la inteligencia, la causa principal, hizo por todos los que iban a nacer en el futuro. Como los que nos construyeron sabían que en alguna oportunidad de los hombres iban a nacer las mujeres y las restantes bestias y se percataron de que muchos animales también necesitarían usar las uñas a menudo, por eso modelaron en los hombres que estaban naciendo en ese momento principios de uñas. Por estas razones, nacieron en las puntas de las extremidades la piel, los cabellos y las uñas.

Cuando ya estaban todas las partes y miembros propios de un ser viviente mortal, y tenía que pasar necesariamente su vida entre fuego y aire, y, como era disuelto y vaciado por ellos y se desgastaba, los dioses concibieron una ayuda para él. Mezclaron una naturaleza relacionada con la humana con otras figuras y sensaciones, de modo que hubiera un ser viviente diferente, y la plantaron. Los árboles, plantas y simientes domésticas actuales, cultivadas por la agricultura, fueron domesticadas para nosotros, pero antes existían sólo los géneros salvajes, que son más antiguos que los domésticos. En verdad, todo lo que eventualmente participa de la vida debería ser llamado con justicia y con la mayor corrección ser viviente. Lo que ahora mencionamos posee al menos la tercera especie de alma, de la que el discurso afirma que se asienta entre el diafragma y el ombligo y no participa en nada de la opinión ni del razonamiento ni de la inteligencia, sino de la percepción placentera o dolorosa acompañada de los apetitos, pues todo lo realiza por medio de la pasión y, cuando percibe algo de sí misma, su origen, por naturaleza, no le permite razonar [como razona el alma racional que] gira sobre sí misma, rechaza el movimiento proveniente del exterior y utiliza el propio. Por ello, aunque vive y no difiere de un animal, enraizado en un lugar, está fijo, porque ha sido despojado del movimiento propio.

Una vez que nuestros superiores hubieron plantado para nosotros, sus inferiores, todas estas especies para nuestra alimentación, abrieron canales en nuestro cuerpo, como en un jardín, para que fuera irrigado como desde una fuente. En primer lugar, cortaron dos venas dorsales como canales ocultos bajo la unión de la piel y la carne, dado que el cuerpo es gemelo a la derecha y a la izquierda. Las colocaron junto a la columna vertebral, con la médula generadora entre ellas, para que ésta alcanzara el mayor vigor posible y el flujo originado desde allí, al ser descendente, fuera abundante y proporcionara una irrigación equilibrada al resto del cuerpo. Después dividieron en dos las venas que circulan alrededor de la cabeza, las entrelazaron entre sí y las hicieron fluir en dirección contraria, para lo cual inclinaron algunas de la derecha hacia la izquierda del cuerpo y otras de la izquierda hacia la derecha para que hubiera otro vínculo entre la cabeza y el cuerpo junto con la piel, ya que ésta no estaba ceñida alrededor de la coronilla por tendones, y, además, para que desde cada una de las partes se hiciera evidente a todo el cuerpo el proceso de percepción. Desde allí prepararon la irrigación de una manera que observaremos fácilmente si acordamos de antemano lo siguiente, que todo lo que está compuesto por elementos menores es impenetrable a los mayores, pero lo que está compuesto de mayores no puede detener a los menores, y que el fuego es el elemento que tiene las partículas más pequeñas, por lo que atraviesa agua, aire, tierra y todo lo que está hecho de estos elementos, pero ninguno de ellos puede impedirle el paso. Lo mismo hay que suponer de la cavidad de nuestro tronco, que obstruye el paso de las comidas y bebidas cuando caen en ella, pero no puede detener el aire ni el fuego, dado que están compuestos de partículas menores que las que tiene su estructura. Dios utilizó estos dos elementos para el sistema de irrigación que va de la cavidad del tronco hacia las venas, un tejido de aire y fuego como las nasas que sirven para atrapar peces, con ingresos dobles en la entrada, de los que, a su vez, uno tiene una bifurcación. Desde los pasajes de entrada extendió como aderras alrededor de todo el órgano, hasta el extremo del tejido. Hizo todo el interior del tejido de fuego y la entrada y la cavidad de aire. Después lo tomó y se lo colocó al ser viviente que había modelado de la siguiente manera: puso la doble entrada en la boca e hizo bajar una parte por los tubos bronquiales hacia el pulmón, y la otra a lo largo de ellos a la cavidad del tronco. Dividió después el otro acceso en dos e hizo terminar cada parte conjuntamente en los conductos de la nariz, de modo que cuando no funciona el de la boca, desde esta entrada se pueden llenar todos sus flujos. Hizo crecer el resto de la cavidad de la nasa alrededor de toda la concavidad de nuestro cuerpo y que, unas veces, todo confluya suavemente hacia los accesos, puesto que es de aire, y, otras, que las entradas refluyan y que el tejido, como el cuerpo es poroso, se hunda hacia adentro a través de él y nuevamente salga. Los rayos de fuego interior, atados, siguen en ambas direcciones el aire que entra y esto no deja de suceder mientras el animal está con vida. Decimos que el que da los nombres llamó a este proceso inspiración y espiración. Este fenómeno le sucede a nuestro cuerpo cuando se humedece y enfría para alimentarse y vivir. Cuando en el interior el fuego toma contacto con el aire que entra y sale y lo sigue, se eleva continuamente para introducirse a través de la cavidad, donde recibe los alimentos y bebidas que disuelve y divide en pequeñas partículas, conduciéndolas a través de las salidas por las que había entrado, y, como desde una fuente en los canales, las vierte en las venas, y hace fluir los humores de las venas a través del cuerpo como a través de un acueducto.

Veamos otra vez el proceso de respiración, por medio de qué causas llega a ser tal como es ahora. Se produce de esta manera, entonces, puesto que no hay un vacío en el que pueda ingresar un cuerpo en movimiento y el aire se mueve de nosotros hacia el exterior, lo que se sigue de esto es ya evidente para cualquiera: que no sale al vacío, sino que empuja la sustancia vecina fuera de su región. Lo empujado siempre desplaza, a su vez, a lo que le es vecino y, según esta necesidad, todo es arrastrado concatenadamente hacia el lugar de donde partió el aire, entra allí, lo llena y sigue al aire. Todo esto sucede simultáneamente como el rodar de una rueda porque el vacío no existe. Por ello, el pecho y el pulmón, cuando exhalan el aire, se llenan nuevamente del que se encuentra alrededor del cuerpo, que es hundido y arrastrado a través de la carne porosa. Además, cuando el aire se vuelve y sale del cuerpo, empuja el hálito hacia dentro por el camino de la boca y la doble vía de las fosas nasales. Hay que suponer la siguiente causa de su origen. Todo animal tiene sus partes internas muy calientes alrededor de su sangre y sus venas, como si poseyera en sí una fuente de fuego. Ciertamente, lo que habíamos asemejado al tejido de la masa, está totalmente entretejido con fuego en su centro, y el resto, la parte exterior, con aire. Debemos acordar que el calor sale naturalmente a su región propia en el exterior, pero como hay dos salidas, una por el cuerpo y otra por la boca y la nariz, cuando el fuego avanza hacia una de ellas, empuja a lo que está alrededor de la otra y lo empujado cae en el fuego y se calienta, mientras que lo que sale se enfría. Si la temperatura cambia y el aire que se encuentra en una salida se calienta más, se apresura a retornar a aquel lugar de donde partió y, al moverse hacia su naturaleza propia, empuja al que se desplaza por la otra salida. En la medida en que sufre siempre los mismos procesos y desencadena a su vez los mismos fenómenos, gira así en un círculo aquí y allí y posibilita, producto de ambas causas, que se produzcan la inspiración y la espiración.

Además, debemos investigar de esta manera las causas o de los efectos de las ventosas medicinales, de la deglución y de los proyectiles, que una vez lanzados van por el aire o se mueven sobre la tierra, y de todos los sonidos, rápidos y lentos, que parecen agudos y graves, unas veces desafinados por la disimilitud del movimiento que producen en nosotros y otras acordes, por la semejanza. En efecto, los movimientos más lentos alcanzan a los primeros y más rápidos cuando se están apagando y se asemejan ya a aquellos movimientos con los que los mueven los sonidos emitidos posteriormente y, cuando los alcanzan, no los desordenan con la intercalación de otro movimiento, sino que unen el comienzo de una revolución más lenta y acorde con la más rápida que se está apagando y conforman una sensación mezcla de agudo y grave, con la que proporcionan placer a los brutos y felicidad a los inteligentes, porque en las revoluciones mortales se produce una imitación de la armonía divina. Y, además, todas las corrientes de agua y también las caídas de rayos y la sorprendente atracción de los ámbares y de las piedras herácleas: ninguno de estos fenómenos posee una fuerza tal, sino que al que investiga adecuadamente se le hará evidente que el vacío no existe, que todas estas cosas se empujan cíclicamente entre sí y que, por separación o reunión, todos los elementos se trasladan a su región propia, cambiando de sitio, así como que los fenómenos maravillosos son producto de la combinación de estos procesos entre sí.

En especial, la respiración, de donde partió nuestra exposición, surgió así por estas causas, como fue dicho anteriormente, porque el fuego corta los alimentos y, al oscilar dentro, sigue al aire y desde la cavidad llena las venas en su oscilación, porque vierte desde ellas las sustancias que ha cortado. Esta es la causa, por cierto, de que las corrientes de la alimentación fluyan así en todo el cuerpo de los animales. Las partículas que acaban de ser separadas de las sustancias alimenticias, unas de frutos, otras de hierba, que dios plantó para alimento, son de variados colores a causa de la mezcla entre sí. El calor rojo producido por la impresión del corte del fuego en la humedad es el más común en ellas. Por eso, el color de lo que fluye en el cuerpo tiene el aspecto que describimos, lo que llamamos sangre, alimento de la carne y de todo el cuerpo, a partir de la cual las partes irrigadas llenan la base de lo que se vacía. La forma de llenado y vaciado es como la revolución de todo lo que existe en el universo, que mueve todo lo afín hacia sí mismo. Lo que nos circunda disuelve y distribuye continuamente las sustancias que despide nuestro cuerpo, para enviar las de un mismo tipo hacia su propia especie. Los corpúsculos sanguíneos, por su parte, cortados en nuestro interior y rodeados como por un cosmos por la estructura del ser viviente, están obligados a imitar la revolución del universo. Por tanto, transportada hacia el elemento afín, cada una de las partículas interiores vuelve a llenar lo que se había vaciado en ese momento. Cuando sale más de lo que entra, el conjunto fenece, cuando sale menos, crece. La estructura de un animal joven posee triángulos elementales todavía nuevos de pies a cabeza que están estrechamente unidos unos con otros, pero su masa es tierna, ya que acaba de ser generada desde la médula y alimentada con leche. Con sus nuevos triángulos, domina y corta en su interior los de comida y bebida provenientes del exterior, más viejos y más débiles que los suyos y, al alimentar de muchos corpúsculos semejantes a la joven criatura, la hace crecer. Cuando la raíz de los triángulos se afloja, porque han combatido intensamente durante mucho tiempo contra muchos adversarios, ya no pueden cortar, haciéndolos semejantes a ellos a los que ingresan por la alimentación, sino que ellos mismos son divididos con facilidad por los que entran del exterior. Entonces, todo el animal se consume vencido en este proceso y el fenómeno recibe el nombre de vejez. Finalmente, cuando los vínculos unidos a los triángulos de la médula ya no soportan el esfuerzo y se separan, desatan a su vez los vínculos del alma e y ésta, liberada naturalmente, parte con placer en vuelo, pues todo lo que sucede contra la naturaleza es doloroso, pero lo que se da como es natural produce placer. Así, la muerte que se produce por enfermedad o heridas es dolorosa y violenta, pero la que llega al fin de manera natural con la edad es la menos penosa de las muertes y sucede más con placer que con dolor.

Para todos es evidente, me parece, de dónde provienen las enfermedades. Dado que los elementos de los que se compone el cuerpo son cuatro, tierra, aire, agua y fuego, su exceso o carencia contra la naturaleza y el cambio de la región propia a una ajena producen guerras internas y enfermedades y, además, como los tipos de fuego y de los elementos restantes son más de uno, también el hecho de que cada uno reciba lo que no le es conveniente y todas las causas semejantes. Cuando algo surge o cambia de lugar contra la naturaleza, se calienta todo lo que antes estaba frío y, si era seco, después se vuelve húmedo y, si liviano, pesado, y sufre todo tipo de cambios. Pues sólo aquello, afirmamos, que es igual a una sustancia desde todo punto de vista, añadido o sacado en la correcta relación y de la misma manera, permitirá que ésta siga siendo idéntica a sí misma y permanezca sana e íntegra. Lo que eventualmente infrinja alguno de estos principios, ya sea que salga o entre del exterior, ocasionará mutaciones múltiples y, por tanto, enfermedades y corrupciones infinitas.

Dado que hay estructuras secundarias por naturaleza, el que pretenda comprender necesita considerar un segundo tipo de enfermedades. Puesto que la médula y los huesos, la carne y los tendones se componen de los cuatro elementos y aun la sangre, aunque de una manera diferente también proviene de ellos, la mayoría de las enfermedades suceden de la manera mencionada arriba, pero las más grandes y graves se originan cuando su formación se da en sentido invertido; entonces estos tejidos se destruyen. La carne y los tendones nacen naturalmente de la sangre, los tendones, de la fibrina por afinidad; la carne, del coágulo que se genera cuando se separan las fibrinas. Lo que se segrega de los tendones y la carne, resbaladizo y graso al mismo tiempo, pega la carne a los huesos y, alimentado el hueso mismo que se encuentra alrededor de la médula, lo hace crecer. El género más puro de triángulos, el más suave y graso, cuya filtración es posible por la estructura compacta del tejido óseo, mientras cae y se vierte gota a gota desde los huesos, irriga la médula. Cuando todo sucede de esta manera, la salud es buena; las enfermedades se producen en el caso contrario. En efecto, cuando la carne, al disolverse, expulsa nuevamente a las venas su putrefacción, la sangre, mucha y múltiple, se mezcla en las venas con aire y adquiere colores variados y es diversamente amarga. Además, se vuelve ácida y salada y tiene bilis, suero y flema de todo tipo. Los restos de carne expulsados y corrompidos acaban primero con la sangre misma y se mueven a través de las venas por todo el cuerpo sin proporcionarle ningún alimento. Al no poseer ya el orden natural de las revoluciones, enemigas entre sí porque no tienen ningún provecho de sí mismas, en guerra con lo estructurado del cuerpo y lo que permanece en el sitio que le corresponde, destruyen y disuelven lo que encuentran a su paso. Toda la carne que se consume por haber envejecido demasiado rechaza ser asimilada y se ennegrece por la larga combustión y, como es amarga porque está totalmente carcomida, ataca con ferocidad las partes del cuerpo que todavía no están eventualmente destruidas. A veces, el color negro adquiere acidez en vez de amargor porque se ha afinado más la sustancia amarga; otras, la materia ácida, bañada por la sangre, alcanza un color más rojo y, cuando el negro se mezcla con él, se vuelve verdoso. Además, cuando el fuego consume carne nueva, el color amarillo se mezcla con el amargor. Quizás algún médico les puso a todos el nombre común de bilis o puede ser también que haya sido alguien capaz de observar la multiplicidad disímil y ver que en ella hay un único género digno de designar a todos los particulares. Cada una de las restantes formas de bilis recibió una definición propia según su color. El suero: uno, el suave líquido acuoso de la sangre; otro, el salvaje de la bilis negra y ácida; cuando éste se mezcla por el calor con la fuerza salada, tal sustancia se llama flema ácida. Además, el que se encuentra disuelto junto con aire, proveniente de la carne nueva y tierna, cuando se llena de viento, la humedad lo rodea y, por este fenómeno, se producen burbujas, invisibles individualmente por su pequeñez, pero que, en conjunto, dan una masa visible y tienen un color blanco por la producción de espuma. Decimos que toda esta putrefacción de la carne tierna entremezclada con aire es flema blanca. Además, sudor, lágrimas y otras sustancias semejantes que afluyen y se eliminan diariamente son suero de flema reciente. Todos éstos se convierten en instrumentos de las enfermedades cuando la sangre no se llena naturalmente de comidas y bebidas, sino que, por el contrario, recibe una cantidad de alimento opuesta a la costumbre natural. Si las enfermedades separan un trozo de carne, pero permanecen sus bases, la magnitud de la calamidad será la mitad, pues, aún puede recuperarse con facilidad. Siempre que enferma lo que une la carne con los huesos y --por haberse separado al mismo tiempo de los vasos fibrosos en los músculos y de los tendones-- ya no es alimento para los huesos y vínculo de la carne con éstos, sino que, en vez de graso, liso y resbaladizo, se hace áspero y salado por la mala dieta; entonces, cuando sufre esto, se desintegra de nuevo totalmente bajo la carne y los tendones mientras se separan de los huesos. La carne se precipita con él desde las raíces y deja los tendones desnudos y llenos de salmuera. Las partículas de carne, a su vez, entran en la circulación sanguínea y acrecientan las enfermedades mencionadas antes. Aunque estos procesos corporales son graves, son peores todavía los que van más allá: cuando el hueso, al no airearse suficientemente por la densidad de la carne, calentado por el moho, se caría y no recibe alimentación suficiente, sino que, siguiendo el camino inverso, se desintegra nuevamente en ella, y ésta en la carne y la carne, cuando cae en la sangre, ocasiona enfermedades que son todas más graves que las anteriores. El caso más extremo de todos: cuando la médula enferma por alguna carencia o algún exceso, produce las enfermedades más graves e importantes en cuanto a la muerte, porque toda la naturaleza corporal necesariamente fluye en sentido inverso.

Debemos pensar que el tercer tipo de enfermedades se ocasiona de manera triple: por el aire, la flema y la bilis. Cuando el administrador del aire en el cuerpo, el pulmón, obstruido por flujos, no tiene las salidas limpias, el aire, unas veces no llega y otras entra más de lo conveniente. En un caso, corrompe lo que no se refresca y, en el otro, violenta las venas y las retuerce, disuelve el cuerpo y es interceptado al alcanzar la barrera en su centro. De estos procesos nacen innumerables enfermedades dolorosas, a menudo acompañadas de gran cantidad de sudor. En muchas ocasiones, cuando la carne se descompone, el aire generado en el cuerpo, incapaz de salir, ocasiona los mismos dolores que produce cuando entra por las vías obturadas; los más intensos cuando, al rodear e hinchar los tendones y las venillas de la espalda tensa los músculos de esa zona y los tendones contiguos hacia atrás. Estas enfermedades son denominadas, a causa del fenómeno de tensión, tétanos y curvación tetánica. Su remedio es desagradable, pues, en verdad, los accesos de fiebre son los que mejor las curan. Cuando la flema blanca se retiene, es peligrosa por el aire de las burbujas. Cuando tiene una ventilación exterior, se suaviza y motea el cuerpo, causando la lepra blanca y otras enfermedades relacionadas con ella. Cuando se mezcla con bilis negra y se dispersa por las revoluciones más divinas de la cabeza y las convulsiona, es más suave si se produce en sueños, pero si ataca a los que están despiertos, es más difícil despojarse de ella. Dado que es una enfermedad de la parte sagrada, lo más justo es llamarla sacra. La flema ácida y salada es la fuente de todas las enfermedades catarrales. Como los lugares hacia los que fluye son múltiples, ha recibido varios nombres. Todas las inflamaciones del cuerpo, llamadas así por el 'quemarse' e 'inflamarse', se produce por la bilis. Ésta, cuando alcanza una salida al exterior, se pone a hervir y produce erupciones variadas; pero cuando está encerrada dentro causa muchas enfermedades inflamatorias. La más grave se origina cuando se mezcla con sangre pura y destruye el orden de las fibrinas, que están distribuidas en la sangre para que su espesor y su grosor sea proporcional y ni fluya del cuerpo poroso, líquida a causa del calor, ni se desplace con dificultad en las venas, torpe de movimiento porque es muy densa. Las fibrinas guardan la debida medida de todo esto en la sangre. Cuando se extraen las de sangre muerta y fría, el resto de la sangre se licua, mientras que si se las deja, rápidamente la coagulan juntamente con el frío circundante. Dado que las fibrinas en la sangre tienen esta propiedad, la bilis, que por naturaleza se ha producido de sangre vieja, cuando se separa de la carne y vuelve a disolverse, caliente y líquida, en el torrente sanguíneo --primero en pocas unidades--, por la propiedad de las fibrinas, se coagula tras verterse. Una vez coagulada y violentamente enfriada, ocasiona el frío y los escalofríos interiores. Pero si se vierte una cantidad mayor en el torrente sanguíneo y se impone con su calor, entonces pone en ebullición a las fibrinas y las agita en desorden. Si acaso llega a ser capaz de imponerse totalmente, después de penetrar hasta la médula y quemarla, suelta las cuerdas que allí amarran el alma como las de una nave y la deja partir libre. Pero cuando es dominada y el cuerpo soporta la disolución, una vez vencida, o es expulsada en todo el cuerpo o empujada a través de las venas hacia la cavidad inferior o superior. Arrojada del cuerpo como los que huyen de una ciudad en guerra civil, causa diarrea, disentería y enfermedades semejantes. El cuerpo que enferma principalmente por un exceso de fuego, tiene continuos calores y fiebres; el que lo hace de un exceso de aire, fiebres cotidianas, y de agua, tercianas, porque ésta es más roma que el aire y el fuego. El enfermo de un exceso de tierra --como ésta es el cuarto elemento más obtuso-- purgado en períodos de tiempo del cuádruple, tiene fiebres cuartanas y cura con dificultad.

Mientras las enfermedades del cuerpo suceden de la manera antedicha, las del alma que son consecuencia del estado del cuerpo se dan del siguiente modo. Es necesario acordar, ciertamente, que la demencia es una enfermedad del alma y que hay dos clases de demencia, la locura y la ignorancia. Por tanto debemos llamar enfermedad a todo lo que produce uno de estos dos estados cuando alguien lo sufre y hay que suponer que para el alma los placeres y dolores excesivos son las enfermedades mayores. Pues cuando un hombre goza en exceso o sufre lo contrario por dolor, al esforzarse fuera de toda oportunidad por atrapar el uno y huir del otro, no puede ni ver ni escuchar nada correcto, sino que enloquece, absolutamente incapaz de participar de la razón en ese momento. Quien posee el esperma abundante que fluye libremente alrededor de la médula, como si fuera por naturaleza un árbol que es mucho más fructífero de lo adecuado, sufre muchos dolores en cada cosa y también goza de muchos placeres en los deseos y en las acciones que son producto de ellos, de modo que enloquece la mayor parte de la vida por los grandes placeres y dolores. Como su alma es insensata y está enferma a causa de su cuerpo, parece malo, no como si estuviera enfermo, sino como si lo fuera voluntariamente. Pero, en realidad, el desenfreno sexual es una enfermedad del alma en gran parte porque una única sustancia se encuentra en estado de gran fluidez en el cuerpo y lo irriga a causa de la porosidad de sus huesos. En verdad, casi toda la crítica a la incontinencia en los placeres, en la creencia de que los malos lo son intencionalmente, es incorrecta, pues nadie es malo voluntariamente, sino que el malo se hace tal por un mal estado del cuerpo o por una educación inadecuada, ya que para todos son estas cosas abominables y se vuelven tales de manera involuntaria. Y también en lo que concierne a los dolores, el alma recibe de la misma manera mucho daño a causa del cuerpo. Pues si las flemas ácidas y saladas de éste o sus humores amargos y biliosos vagan por el cuerpo sin encontrar salida al exterior, ruedan de un lado a otro dentro y mezclan el vapor que expiden con la revolución del alma, de modo que dan lugar a múltiples enfermedades --en mayor y menor número, de menor o mayor importancia--, al trasladarse a los tres asientos de aquélla. Donde eventualmente atacada una, multiplica las varias formas de desenfreno y desgana o las de osadía y cobardía y también el olvido y dificultad de aprendizaje. Además, cuando los que tienen una constitución tan mala dicen sus malos proyectos políticos y sus discursos en las ciudades, en privado y en público y, por otro lado, cuando tampoco se estudia en absoluto desde joven aquello que pueda servir de remedio a esto, todos los malos nos hacemos malos por dos motivos involuntarios, de los que siempre hay que culpar más a los que engendran que a los que son engendrados y a los que educan, más que a los educados. Sin embargo, hay que procurar, en la medida en que se pueda, huir del mal y elegir lo contrario por medio de la educación y la práctica de las ciencias. Pero, por cierto, esto corresponde a otro tipo de discursos.

Sería razonable y conveniente ofrecer a su vez lo que completa a esto, lo concerniente al cuidado del cuerpo y de la inteligencia, los principios con los que se conservan. Pues es más lógico dar un discurso acerca del bien que sobre el mal. Por cierto, todo lo bueno es bello y lo bello no es desmesurado; por tanto, hay que suponer que un ser viviente que ha de ser bello será proporcionado. Sin embargo, de las proporciones distinguimos con claridad y calculamos las pequeñas, pero las más potentes e importantes nos son incomprensibles. En efecto, para la salud y la enfermedad, para la virtud y el vicio, ninguna proporción o desproporción es mayor que la del alma respecto del cuerpo. No observamos nada de esto ni pensamos, que cuando una figura más débil e inferior transporta un alma más fuerte y en todo sentido grande, o cuando ambas están ensamblados en la relación contraria, el conjunto del ser viviente no es bello --pues es desproporcionado en las proporciones más importantes--, pero el que es de la manera contraria es el más bello y más amable de todos los objetos de contemplación para el que sabe mirar. Como cuando un cuerpo tiene miembros demasiado largos o algún otro exceso que lo hace desproporcionado consigo mismo, es no sólo feo sino también, al realizar esfuerzos en los que debe emplearse todo, recibe muchos golpes y torceduras y, por su bamboleo, se cae a menudo y se causa innumerables males a sí mismo; lo mismo debemos pensar acerca del complejo que llamamos animal, que, cuando en él el alma, por ser mejor que el cuerpo, es demasiado osada, convulsiona todo en el interior y lo llena de enfermedades y, cuando se embarca intensamente en algún aprendizaje o investigación, lo desgasta y, también, cuando enseña o lucha con palabras en público o en privado a través de las disputas y las ansias de victoria que se originan, lo enciende y agita, produciendo flujos con los que engaña a la mayoría de los así llamados médicos y hace acusar a lo que es inocente. Y cuando, a su vez, un cuerpo grande y altivo nace con una inteligencia pequeña y débil, dado que por naturaleza los deseos de los hombres son de dos tipos, por el cuerpo, de alimentación y, por lo más divino que hay en nosotros, de conocimiento, los movimientos del elemento más fuerte, al imponerse y hacer prosperar su parte, hacen el alma estólida, con dificultades de aprendizaje y olvidadiza, de modo tal que ocasionan la enfermedad más grave, la ignorancia. Para ambos desequilibrios hay un método de salvación: no mover el alma sin el cuerpo ni el cuerpo sin el alma, para que ambos, contrarrestándose, lleguen a ser equilibrados y sanos. El matemático o el que realiza alguna otra práctica intelectual intensa debe también ejecutar movimientos corporales, por medio de la gimnasia, y, por otra parte, el que cultiva adecuadamente su cuerpo debe dedicar los movimientos correspondientes al alma a través de la música y toda la filosofía, si ha de ser llamado con justicia y corrección bello y bueno simultáneamente. Así debe cuidar el cuerpo, el alma y sus partes, imitando al universo. En efecto, como las sustancias que entran en el cuerpo queman y enfrían su interior y, además, las exteriores lo secan y humedecen y éste sufre las consecuencias de estos dos tipos de cambio, cuando uno pone en movimiento el cuerpo en reposo, lo dominan y destruyen. Pero siempre que alguien imita lo que antes denominamos aya y nodriza del universo --es decir, con movimientos continuos, procura que el cuerpo se encuentre lo menos posible en situación de reposo; por medio de vibraciones de todas sus partes lo guarda de manera natural de los movimientos interiores y exteriores y, con una agitación mesurada de los fenómenos corporales errantes, ordena los elementos según su afinidad, de acuerdo con el discurso anterior acerca de] universo--, no permitirá que lo enemigo colocado junto a lo enemigo provoque guerras y enfermedades somáticas, sino que hará que lo afín, colocado junto lo afín, produzca salud. Además, el movimiento óptimo es el que el cuerpo mismo hace en sí, pues es el más afín al movimiento inteligente y al del universo. El causado por otro agente es peor, mas el peor de todos es el que tiene lugar cuando otros mueven partes del cuerpo que yacen en descanso. Por ello, ciertamente, de las purificaciones y acumulaciones del cuerpo, la mejor es la que se da a través de la gimnasia, en segundo lugar, el balanceo en los viajes por agua o de cualquier manera en la que el medio de transporte no cause fatiga. La tercera clase de movimientos es útil si alguien se encuentra en alguna ocasión muy necesitado; de otra manera, no la debe aceptar en absoluto el que tenga un poco de inteligencia: el movimiento médico, producto de la purificación con drogas. En efecto, no hay que excitar con medicamentos las enfermedades que no impliquen grandes peligros, pues la estructura de las enfermedades se asemeja de alguna manera a la de los seres vivientes. De hecho, el conjunto nace con un tiempo de vida preciso asignado a toda la especie y cada animal particular es engendrado con un período de vida determinado, independientemente de las afecciones que necesariamente sufra. Los triángulos, que ya desde el principio poseen la capacidad de cada individuo, están constituidos de tal manera que son capaces de durar hasta un momento, más allá del cual no se puede vivir. El mismo argumento vale, por tanto, para la estructura de las enfermedades: cuando se pone fin a la dolencia con medicamentos antes del tiempo de duración que le es propio, de suaves y pocas enfermedades suelen ocasíonarse muchas y graves. Por ello es necesario cuidar todo esto con regímenes mientras se esté a tiempo, sin irritar el mal problemático con medicación.

Quede así expuesto lo que concierne al ser viviente general y a sus partes corporales, de qué manera alguien viviría más de acuerdo con la razón, mientras cuide y sea cuidado por sí mismo. En primer lugar y especialmente, debemos procurar que lo que lo cuida sea en lo posible lo más bello y mejor para tal fin. Disertar con exactitud acerca de esto requeriría por sí solo una obra. Pero quizás, si se observa el problema desde la perspectiva que hemos utilizado antes, se lo podría exponer de manera no desacertada en un excurso como sigue. Así como dijimos a menudo que en nosotros habitan tres especies del alma en tres lugares, cada una con sus movimientos propios, de la misma manera también ahora debemos afirmar brevemente que lo que de ellas vive en ocio y descansa de sus movimientos propios se vuelve necesariamente lo más débil, y lo que se ejercita, lo más fuerte. Por ello hay que cuidar que las diferentes clases de alma tengan movimientos proporcionales entre sí. Debemos pensar que dios nos otorgó a cada uno la especie más importante en nosotros como algo divino, y sostenemos con absoluta corrección que aquello de lo que decimos que habita en la cúspide de nuestro cuerpo nos eleva hacia la familia celeste desde la tierra, como si fuéramos una planta no terrestre, sino celeste. Pues de allí, de donde nació la primera generación del alma, lo divino cuelga nuestra cabeza y raíz y pone todo nuestro cuerpo en posición erecta. Por necesidad, el que se abona al deseo y a la ambición y se aplica con intensidad a todo eso engendra todas las doctrinas mortales y se vuelve lo más mortal posible, sin quedarse corto en ello, puesto que esto es lo que ha cultivado. Para el que se aplica al aprendizaje y a los pensamientos verdaderos y ejercita especialmente este aspecto en él, es de toda necesidad, creo yo, que piense lo inmortal y lo divino y, si realmente entra en contacto con la verdad, que lo logre, en tanto es posible a la naturaleza humana participar de la, inmortalidad. Puesto que cuida siempre de su parte divina, y tiene en, buen orden, al dios que habita en él, es necesario que sea sobremanera feliz. Ciertamente, para todos hay un único cuidado del conjunto: atribuir a cada parte los alimentos y movimientos que les son propios. Los pensamientos y revoluciones del universo son movimientos afines a lo divino en nosotros. Adecuándose a ellos para corregir por medio del aprendizaje de la armonía y de las revoluciones del universo los circuitos de la cabeza destruidos al nacer, cada uno debe asemejar lo que piensa a lo pensado de acuerdo con la naturaleza originaria y, una vez asemejado, alcanzar la meta vital que los dioses propusieron a los hombres como la mejor para el presente y el futuro.

Bien, ahora parece haber llegado casi a su fin lo que se nos había encomendado al principio, hablar acerca del universo hasta la creación del hombre. Tenemos que recordar, además, brevemente, cómo nació el resto de los animales, tema que no hay ninguna necesidad de prolongar; pues así uno creería ser más mesurado respecto de este tipo de discursos. He aquí la exposición correspondiente. Todos los varones cobardes y que llevaron una vida injusta, según el discurso probable, cambiaron a mujeres en la segunda encarnación. En ese momento, los dioses crearon el amor a la copulación, haciendo un animal animado en nosotros y otro en las mujeres de la siguiente manera. Perforaron el conducto de salida de la bebida en dirección a la médula --que en la exposición anterior llamamos simiente y que se encuentra fijada a lo largo de la columna vertebral desde la cabeza y el cuello hacia abajo-- allí donde evacua el líquido que ha recibido y que fue comprimido por el aire a través del pulmón y los riñones hasta la vejiga. La médula, tras ser animada y haber recibido una ventilación, infunde un deseo vital de expulsar el fluido al conducto por donde se ventila y lo hace un Eros [amor] de la reproducción. Por ello, las partes pudendas de los hombres, al ser desobedientes e independientes, como un animal que no escucha a la razón, intentan dominarlo todo a causa de sus deseos apasionados. Los así llamados úteros y matrices en las mujeres --un animal deseoso de procreación en ellas, que se irrita y enfurece cuando no es fertilizado a tiempo durante un largo período y, errante por todo el cuerpo, obstruye los conductos de aire sin dejar respirar-- les ocasiona, por la misma razón, las peores carencias y les provoca variadas enfermedades, hasta que el deseo de uno y el amor de otro, como si recogieran un fruto de los árboles, los reúnen y, después de plantar en el útero como en tierra fértil animales invisibles por su pequeñez e informes y de separar a los amantes nuevamente, crían a aquéllos en el interior, y, tras hacerlos salir más tarde a la luz, cumplen la generación de los seres vivientes. Así surgieron, entonces, las mujeres y toda la especie femenina. El género de los pájaros, que echó plumas en vez de pelos, se produjo por el cambio de hombres que, a pesar de no ser malos, eran superficiales y que, aunque se dedicaban a los fenómenos e celestes, pensaban por simpleza que las demostraciones más firmes de estos fenómenos se producían por medio de la visión. La especie terrestre y bestial nació de los que no practicaban en absoluto la filosofía ni observaban nada de la naturaleza celeste porque ya no utilizaban las revoluciones que se encuentran en la cabeza, sino que tenían como gobernantes a las partes del alma que anidan en el tronco. A causa de estas costumbres, inclinaron los miembros superiores y la cabeza hacia la tierra, empujados por la afinidad, y sus cabezas obtuvieron formas alargadas y múltiples, según hubieran sido comprimidas las revoluciones de cada uno por la inactividad. Por esta razón nació el género de los cuadrúpedos y el de pies múltiples, cuando dios dio más puntos de apoyo a los más insensatos, para arrastrarlos más hacia la tierra. A los más torpes entre éstos, que inclinaban todo el cuerpo hacia la tierra, como ya no tenían ninguna necesidad de pies los engendraron sin pies y arrastrándose sobre el suelo. La cuarta especie, la acuática, nació de los más carentes de inteligencia y más ignorantes; a los que quienes transformaban a los hombres no consideraron ni siquiera dignos de aire puro, porque eran impuros en su alma a causa del absoluto desorden, sino que los empujaron a respirar agua turbia y profunda en vez de aire suave y puro. Así nació la raza de los peces, los moluscos y los animales acuáticos en general, que recibieron los habitáculos extremos como castigo por su extrema ignorancia. De esta manera, todos los animales, entonces y ahora, se convierten unos en otros y se transforman según la pérdida o adquisición de inteligencia o demencia.

Y ahora también afirmemos que nuestro discurso acerca del universo ha alcanzado ya su fin, pues este mundo, tras recibir los animales mortales e inmortales y llenarse de esta manera, ser viviente visible que comprende los objetos visibles, imagen sensible del dios inteligible, llegó a ser el mayor y mejor, el más bello y perfecto, porque este universo es uno y único.

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