MAS ALLÁ DEL BIEN Y DEL MAL
(Secciones 6ª,7ª,8ª,9ª y Epodo)


SECCIÓN SEXTA:NOSOTROS LOS DOCTOS

A riesgo de que el moralizar manifieste ser también aquí lo que siempre ha sido - a saber, un intrépido montreu ses plaies [mostrar las propias llagas], según Balzac -, yo me atrevería a oponerme a un indebido y pernicioso desplazamiento de rango que hoy, de manera completamente inadvertida y como con la mejor conciencia, amenaza con establecerse entre la ciencia y la filosofía. Quiero decir que, partiendo de nuestra experiencia, - ¿experiencia significa siempre, según me parece a mí, mala experiencia? - hemos de tener derecho a intervenir en la discusión sobre esa elevada cuestión de rango: para no hablar como hablan del color los ciegos o como hablan contra la ciencia las mujeres y los artistas (« ¡ay, esa perversa ciencia!, suspiran el instinto y el pudor de éstos, ¡ella averigua siempre lo quehay detrás de las cosas!» -). La declaración de independencia del hombre científico, su emancipación de la filosofía, constituye una de las repercusiones más sutiles del orden y desorden democráticos: por todas partes la autoglorificación y autoexaltación del docto encuéntranse hoy en pleno florecimiento Y en su mejor primavera, - con lo cual no queremos decir que en este caso la albanza de sí mismo huela de modo agradable «¡Nada de dueño » - eso es lo que quiere también aquí el instinto del hombre plebeyo; y después de que la ciencia se ha liberado, con el más feliz éxito de la teología, de la cual fue «sierva» durante mucho tiempo, aspira ahora con completa altanería e insensatez a dictar leyes a la filosofía y a representar ella por su parte el papel de «señor» - ¡qué digo!, de filósofo. Mi memoria - ¡memoria de un hombre científico, permítaseme decirlo! - rebosa de las ingenuidades, basadas en la soberbia; que sobre la filosofía y los filósofos he oído decir a los los jovenes investigadores de la naturaleza y a los viejos médicos (para no hablar de los más cultos y más engreídos de todos los doctos, los filólogos y pedagogos que son ambas cosas por profesión -) Unas veces era especialista y mozo de esquina el que instintivamente se ponía en guardia contra todas las tareas y capacidades sintéticas; otras, el obrero diligente el que había percibido un olor de otium [ocio] y de aristocrática exuberancia en la economía anímica del filósofo, y que por ello se sentía menoscabado y empequeñecido. Otras veces era ese daltonismo del hombre utilitario que no ve en la filosofía más que una serie de sístemas refutados y un lujo derrochador que a nadie «aprovecha». Otras, lo que resaltaba era el miedo a una mística disfrazada y a una rectificación de las fronteras del conocer; a veces en la desestimación de algunas filosofías la que se había generalizado arbitrariamente, convirtiéndose en desestimación de la filosofía misma. Con muchísima frecuencia, en fin, encontré en jóvenes doctos, detrás del soberbio menosprecio de la filosofía, la perversa repercusión de un filósofo al cual se le había negado ciertamente obediencia en conjunto, pero sin haber escapado al hechizo de sus despreciativas valoraciones de otros filósofos: - lo que tenía como resultado una disposición global de ánimo opuesta a toda filosofía. (Tal me parece ser, por ejemplo, la repercusión de Schopenhauer sobre la Alemania más reciente: - con su poco inteligente furia contra Hegel ha conseguido que la última generación entera de alemanes se separe de la conexión con la cultura alemana, cultura que, bien sopesadas todas las cosas, ha representado una cima y una sutileza adivinatoria del sentido
históricol pero Schopenhauer mismo era, justo en este punto, tan pobre, tan poco receptivo, tan poco alemán, que llegaba a la genialidad.) Hablando en general, acaso ha sido principalmente lo humano, demasiado humano, en suma, la miseria misma de los filósofos recientes lo que de modo más radical haya dañado al respeto a la filosofía y haya abierto las puertas al instinto del hombre de la plebe. Confesémonos, pues, hasta qué punto le falta a nuestro mundo moderno la especie entera de los Heráclitos, Platones, Empédocles y como se hayan denominado todos esos regios y magníficos eremitas del espíritu; y con cuánta razón, a la vista de los representantes de la filosofía que hoy, gracias a la moda, están tanto por encima como por debajo - en Alemania, por ejemplo, los dos leones de Berlín, el anarquista Eugen Dühring y el amalgamista Eduard von Hartmann , le es licito a un honesto hombre de ciencia sentirse de una especie y una ascendencia mejores. Es en especial el espectáculo de esos filósofos del revoltijo que a sí mismos se denominan «filósofos de la realidad» o «positivistas» el que consigue introducir una peligrosa desconfianza en el alma de un docto joven, ambicioso: éstos son, en efecto, en el mejor de los casos, doctos y especialistas, ¡eso se palpa! - éstos son, en efecto, todos ellos, hombres vencidos y sometidos de nuevo al dominio de la ciencia, que alguna vez han querido de sí algo más, sin tener derecho a ese «más» y a la responsabilidad de ese «más» - y que ahora, honorables, furiosos, vengativos, representan con sus palabras y sus hechos la falta de fe en la tarea señorial y en la soberanía de 1a filosofía. En fin: ¡cómo podría ser de otro modo! Hoy la ciencia florece y muestra en su rostro con abundancia la buena conciencia, mientras que aquello a lo que ha venido a parar poco a poco toda la filosofía alemana reciente, ese residuo de filosofla de hoy, suscita contra sí desconfianza y fastidio cuando no burla y compasión. La filosofía reducida a «teoría del conocimientoa, y que ya no es de hecho más que una tímida epojística y doctrina de la abstinencia: una filosofía que no llega más que hasta el umbral y que se prohíbe escrupulosamente el derecho a entrar - ésa es una filosofía que está en las últimas, un final, una agonía, algo que produce compasión. ¡Cómo podría semejante filosofía - dominar!

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Los peligros que amenazan al desarrollo del filósofo son hoy en verdad tan múltiples que se dudaría de que ese fruto pueda llegar aún en absoluto a madurar. La extensión de las ciencias la torre construida por ellas han crecido de modo gigantesco, con lo cual ha aumentado también la probabilidad de que el filósofo se canse ya mientras aprende o se deje retener en un lugar cualquiera y «especializarse»: de modo que no llegue ya en absoluto hasta su altura, es decir, que no tenga una mirada desde arriba, a la redonda, hacia abajo. O que llegue arriba demasiado tarde, cuando ya su mejor época y su mejor fuerza han pasado; o que llegue dañado, embrutecido, degenerado, de modo que su mirada, su juicio global de valor signifiquen ya poco. Acaso sea precisamente la finura de su conciencia intelectual la que le haga dudar en el camino y retrasarse; tiene miedo de la seducción que lo incita a convertirse en diletante, en ciempiés y en ciententáculos, sabe demasiado bien que quien se haya perdido el respeto a sí mismo no es ya, tampoco en cuanto hombre de conocimiento, el que manda, el que grita: tendría, pues, que queer convertirse en el gran comediante, en el Cagliostro y cazarratas filosófico de los espíritus, en suma, en seductor. Esta es, en última instancia, una cuestión de conciencia. A lo cual se añade, para redoblar más aún la dificultad del filósofo, que éste se exige a sí mismo dar un juicio, un sí o un no, no sobre las ciencias, sino sobre la vida y el valor de la vida, - que le cuesta aprender a creer que él tenga derecho o incluso deber de pronunciar ese juicio, y que sólo partiendo de las vivencias más extensas - acaso las más perturbadoras, las más destructoras - y a menudo vacilando, dudando, enmudeciendo, es como él tiene que buscar su camino hacia ese juicio y esa creencia. De hecho durante largo tiempo la multitud no ha comprendido al filósofo y lo ha confundido con otros, bien con el hombre científico y con el docto ideal, bien con el iluso y ebrio de Díos, religiosamente elevado, desensualizado, «desmundanizado»; y cuando hoy oímos que se alaba a alguien diciendo que vive sabiamente» o «como un filósofo», eso no significa casi nada más que vive «de modo inteligente y apartado». Sabiduría: a la plebe le parece ésta una especie de huida, un medio y artificio para escapar bien a un mal juego; pero el filósofo verdadero - ¿no nos parece así a nosotros, amigos míos? - vive de manera «no filosófica» y «no sabia», sobre todo de manera no inteligente, y siente el peso y deber de cien tentativas y tentaciones de la vida: - se arriesga a si mismo constantemente, juega el juego malo...

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En relación con un genio, es decir, con un ser que o bien fecunda a otro, o bien da a luz, tomadas ambas expresiones en su máxima extensión, - el docto, el hombre de ciencia medio, tiene siempre algo de solterona: pues, como ésta, no entiende nada de las dos funciones más valiosas del ser humano. De hecho a ambos, a doctos y a solteronas, a modo de indemnización, por asi decirlo, se les reconoce respetabilidad - se subraya en estos casos la respetabilidad -, y la forzosidad de ese reconocimiento proporciona idéntica dosis de fastidio. Míremos las cosas con más detalle: ¿qué es el hombre científico? Por lo pronto, una especie no aristocrática de hombre, con las virtudes de una especie no aristocrática de hombre, es decir, no dominante, no autoritaria y tampoco contenta de sí misma: el hombre científico tiene laboriosidad, paciencia para ocupar su sitio en la fila, regularidad y mesura en sus capacidades y necesidades, tiene el instinto para reconocer cuáles son sus iguales y qué es lo que sus iguales necesitan, por ejemplo aquella dosis de independencia y de prado verde sin la cual no hay tranquilidad en el trabaio, aquella pretensión de que se le honre y reconozca (la cual presupone primero y ante todo conocimiento, cognoscibilidad -), aquel rayo de sol de un buen nombre, aquella constante insistencia en su valor y en su utilidad, con la que es necesario superar una y otra vez la desconfianza íntima que hay en el fondo del corazón de todos los hombres dependientes y animales de rebaño. El docto tiene también, como es obvio, las enfermedades y defectos de una especie no aristocrática: tiene mucha envidia pequeña y posee un ojo de lince para ver cuanto de bajo hay en las naturalezas a cuyas alturas él no puede ascender.
Es confiado, mas sólo como uno que se deja ir paso a paso, pero no fluir como una corriente; y justo frente al hombre de la gran corriente el docto adopta una actitud tanto más fija y cerrada, - su ojo es entonces como un lago liso y disgustado, en el cual ya no aparece la onda de ningún embeleso, de ninguna simpatía. Las cosas peores y más peligrosas que un docto es capaz de hacer le vienen del instinto de mediocridad de su especie: de aquel jesuitismo de la mediocridad que trabaja instintivamente para aniquilar al hombre no usual y que intenta romper o - ¡mejor aún! - aflojar todo arco tenso. Aflojarlo, claro está, con consideración, con mano indulgente -, aflojarlo con cariñosa compasión: éste es el auténtico arte del jesuitismo, que ha sabido siempre presentarse
como religión de la compasión. -

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Por grande que sea el agradecimiento con que acojamos el espíritu objetivo - ¡y quién no habría estado ya alguna vez harto hasta la muerte de todo lo subjetivo y de su maldita ipsissimosidad! -, al final tenemos que aprender a tener cautela también con nuestro agradecimiento y poner freno a la exageración con que la renuncia del espíritu a sí mismo y su despersonalización vienen siendo ensalzadas últimamente, cual si fueran, por así decirlo, una meta en sí, una redención y transfiguración: cosa que suele ocurrir sobre todo en el interior de la escuela de los pesimistas, escuela que, por su parte, tiene también buenas razones para otorgar los máximos honores al «conocer desinteresado». El hombre objetivo, que ya no lanza maldiciones e injurias como el pesimista, el docto ideal, en el cual el instinto científico consigue florecer y prosperar tras miles de fracasos totales y de fracasos a medias, es con toda seguridad uno de los instrumentos más preciosos que existen: pero debe ser manejado por alguien más poderoso. El es tan sólo un instrumento, digamos: un espejo, - no una «finalidad por sí misma». El hombre objetivo es de hecho un espejo: habituado a someterse a todo lo que quiere ser conocido, sin ningún otro placer que el que le proporciona el conocer, el «reflejar», - ese hombre aguarda hasta que algo llega, y entonces se extiende con delicadeza, para que sobre su superficie y piel no se pierdan tampoco las huellas ligeras y el fugaz deslizarse de seres fantasmales. El resto de «persona» que todavía le queda parécele algo casual, algo con frecuencia arbitrario y, con más frecuencia aún, perturbador: hasta tal punto se ha convertido a sí mismo en lugar de paso y en reflejo de figuras y acontecimientos njenos. Le cuesta reflexionar sobre «sí mismo», y no raras veces yerra al hacerlo; fácilmente se confunde a sí mismo con otros, se equivoca en lo referente a sus propias necesidades, y esto es lo único en que se muestra burdo y negligente. Tal vez le atormenten la salud, o la mezquintind y ell aire enrarecido
de mujeres y amigos, o la fnlta de compañeros y compañía, más aún, se fuerza a sí mismo a reflexionar sobre su tormento: ¡en vano! Ya su pensamiento divaga lejos, yendo hacia el caso más general, y mañana sabe tan poco como sabía ayer de qué modo se le ha de ayudar. Ha perdido la seriedad para consigo mismo, también el tiempo: es jovial, no por falta de penas, sino por falta de dedos y de manos para tocar sus penas. La condescendencia habitúal con toda cosa y acontecimiento, la alegre e imparcial hospitalidad con que acoge todo lo que choca con él, su especie de inconsiderada benevolencia, de peligrosa despreocupación por el sí y el no: ¡ay, se dan bastantes casos en que tiene que expiar esas virtudes suyas! - y en cuanto ser humano conviértese con demasiada facilidad en el caput mortuum [cabeza muerta] de esas virtudes. Si se quiere de él amor y odio, quiero decir amor y odio tal como los entienden Dios, la mujer y el animal-: él hará lo que pueda, y dará lo que pueda. Pero no debemos extrañarnos de que no sea mucho, - de que justo en esto se muestre inauténtico, frágil, equívoco y podrido. Su amor es querido, su odio es artificial y más bien un tour de force [prueba de fuerza], una pequeña vanidad y exageración. En efecto, él es auténtico nada más que en la medida en que le es lícito ser objetivo: únicamente en su jovial totalismo continúa siendo «naturaleza» y «natural». Su alma reflectante y que eternamente está alisándose no sabe ya afirmar, no sabe ya negar; no da órdenes; tampoco destruye. Je ne méprise presque rien [yo no desprecio casi nada] - dice con Leibniz : ¡no se pase por alto ni se infravalore el presque [casi]! Tampoco es un hombre modelo; no va delante de nadie, ni detrás de nadie; se sitúa en general demasiado lejos como para tener motivo de tomar partido entre el bien y el mal. Al confundirle durante tanto tiempo con el filósofo, con el cesáreo disciplinador y violentador de la cultura: se le han otorgado honores demasiado elevados y se ha dejado de ver lo más esencial que hay en él, - él es un instrumento, un ejemplar de esclavo, aunque también, ciertamente, la especie más sublime de esclavo, pero, en sí mismo, nada, presque rien! [¡casi nada!]. El hombre objetivo es un instrumento, un instrumento de medida y una obra maestra de espejo, precioso, fácil de romper y de empañar, al que se le debe tratar con cuidado y honrar; pero no es una meta, un resultado y elevación, un hombre complementario en el cual se justifique la restante existencia, no es una conclusión - y menos aún es un comienzo, una procreación y causa primera, no es algo rudo, poderoso, plantado en sí mismo, que quiere ser señor: antes bien, es sólo un delicado, hinchado, fino, móvil recipiente formal, que tiene que aguarda a un contenido y a una sustancia cualesquiera para «configurarse» a sí mismo de acuerdo con ellos, - de ordinario es un hombre sin contenido ni sustancia, un hombre «sin sí mismo». En consecuencia, tampoco es una cosa para mujeres, in parenthesi [dicho sea entre paréntesis]. -

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Cuando un filósofo da a entender hoy que él no es un escéptico, - yo espero que se haya percibido eso en la descripción que acabo de hacer del espirítu objetivo - todo el mundo oye eso con disgusto; se le examina con cierto recelo, se querría preguntarle y preguntarle muchas cosas..., más aún, entre los oyentes tímidos, que ahora existen en gran cantidad, se le califica, desde ese momento, de peligroso. Les parece como si, en el repudio del escepticismo por parte de aquel, ellos escuchasen desde lejos un ruido malvado y amenazador, como si en alguna parte se estuviera ensayando una nueva sustancia explosiva, una dinamita del espíritu, quizá una nihilina rusa recién descubierta, un pesimismo bonae voluntatis  [de buena voluntad] que no se limita a decir no, a querer no, sino - ¡cosa horrible de pensar! - a hacer no.  Contra esa especie de «buena voluntad» - una
no voluntad de negación real y efectiva de la vida - no hay hoy, según es reconocido por todos. mejor somnífero que la suave, amable, tranquilizante adormidera del escepticismo; el mismo Hamlet es recetado hoy, por los médicos de la época, como un medicamento contra el «espíritu» y sus rumores subterraneos. «¿No tenemos ya enteramente llenos los oídos de rumores perversos? - dice el escéptico, presentándose como amigo de la tranquilidad y casi como una especie de policía de seguridad: - ¡ese no subterráneo es horrible! ¡Callaos por fin, topos pesimistas! » En efecto, el escéptico, esa criatura delicada, se horroriza con demasiada facilidad; su conciencia está amaestrada para sobresaltarse y sentir algo así como una mordedura cuando oye cuálquier no, es incluso cuando oye un sí duro y decidido. ¡Sí! y ¡no! - esto repugna a su moral; por el contrario, le gusta agasajar a su virtud con la noble abstención, diciendo acaso con Montaigne: «¿Qué sé yo?» O con Sócrates: «Yo sé que no sé nada.» O: «Aquí no me fío de mí, aquí no esta abierta ninguna
puerta para mí.» O: «Suponiendo que estuviera abierta,para qué entrar en seguida! » O: ¿de qué sirven todas las hipótesis apresuradas? No hacer hipótesis podría fácilmente formar parte del buen gusto. ¿Es que teneis que enderezar inmediatamente lo torcido? ¿Que tapar todo agujero con una estopa cualquiera? ¿No tiene esto su tiempo? ¿No tiene tiempo el tiempo? Oh muchachos del diablo, ¿no podéis aguardar en modo alguno? También lo incierto tiene sus atractivos, también la Esfinge es una Circe, también Circe fue una filósofa.» - Así se consuela a sí mismo un escéptico; y es cierto que tiene necesidud de algún consuelo. En efecto, el escepticismo es la expresón más espiritual de una cierta constitución psicológica compleja a la que, en el lenguaje vulgar, se le da el nombre dc debilidad nerviosa y constitución enfermiza; el escepticismo surge siempre que razas o estamentos largo tiempo separados entre sí se entrecruzan de manera decidida y súbita. En la nueva estirpe, la cual, por así decirlo, acoge en su sangre por herencia medidas y valores diferentes, todo es inquietud, turbación, duda, ensayo; las fuerzas mejores producen un efecto inhibitorio, las virtudes mismas no se dejan unas a otras crecer ni fortalecerse, en el cuerpo y en el alma faltan el equilibrio, el centro de gravedad, la segurídad perpendicular. Pero lo que más hondamente enferma y degenera en esos mestizos es la voluntad: ellos ya no conocen en absoluto la independencia en la resolución,
el valiente sentimiento de placer en el querer, - incluso en sus sueños dudan de la «libertad de la voluntad». Nuestra Europa de hoy, escenario de un ensayo absurdo y repentino de mezclar radicalmente entre sí los estamentos y, en consecuencia, las razas, es por ello escéptica tanto arriba como abajo, exhibiendo unas veces ese móvil escepticismo que salta, impaciente y ávido, de una rama a otra, y presentándose otras torva cual una nube cargada de signos de interrogación, - ¡y a menudo mortalmente harta de su voluntad! Parálisis de la voluntad: ¡en qué lugar no encontramos hoy sentado a ese tullido! ¡Y a menudo, incluso, muy ataviado! ¡Qué seductoramente engalanado! Para esta enfermedad existen los más hermosos vestidos de gala y de mentira; y que, por ejemplo, la mayor parte de lo que hoy se exhibe a sí mismo en los escaparates como «objetividad», «cientificismo», l'art pour l'art, «conocer puro, independiente de la volnntad», no es otra cosa que escepticismo y parálisis de la voluntad engalanados, - ése es un diagnóstico de la enfermedad europea del que yo quiero salir responsable. - La enfermedad de la voluntad se ha extendido sobre Europa de una manera no uniforme: donde más amplia y compleja se muestra es allí donde más tiempo hace que la cultura está aposentada, y desaparece en la medida en que «el bárbaro» hace valer todavía - o de nuevo - su derecho bajo la desaliñada vestimenta de la cultura occidental. En la Francia actual es, por tanto, y esto es cosa tan fácil de deducir como de palpar con la mano, donde más enferma se encuentra la voluntad; y Francia, que siempre ha tenido una habilidad magistral para transformar en algo atractivo y seductor incluso los giros más fatales de su espíritu, muestra hoy propiamente su preponderancia cultural sobre Europa en su calidad de escuela y escaparate de todas las magias del escepticismo. La fuerza de querer, y de querer, en verdad, una voluntad única durante largo tiempo, es ya un poco más fuerte en Alemania, y en el norte alemán es, a su vez, más fuerte que en el centro; considerablemente más fuerte es en Inglaterra, en España y Córcega, ligada en el primer caso a la flema, y en el segundo a los cráneos duros, - para no hablar de Italia, la cual es demasiado joven como para saber lo que quiere, y que tiene que demostrar primero si es capaz de querer -, pero donde más fuerte y más asombrosa se muestra es en aquel imperio intermedio en el que Europa, por así decirlo, refluye hacia Asia, en Rusia. Allí la fuerza de querer ha venido siendo reservada y acumulada desde hace mucho tiempo, allí la voluntad - quién sabe si como voluntad de afirmación o de negación - aguarda amenazadoramente el momento en que se la accione, para tomar prestado a los físicos de hoy su palabra preferida. Para que Europa quede libre de su máximo peligro acaso sean necesarias no sólo guerras en India y complicaciones en Asia, sino revoluciones internas, la desmembración del Reich en pequeños cuerpos y, sobre todo, la introducción de la imbecilidad parlamentaria, además de la obligación para todo el mundo de leer su periódico durante el desayuno. Yo no digo esto porque lo desee: antes bien, yo desearía lo contrario, - quiero decir, un aumento tal de la amenaza representada por Rusia que Europa tuviera que decidirse a volverse amenazadora en esa misma medida, esto es, a adquirir una voluntad única mediante el instrumento de una nueva casta que dominase sobre Europa, a adquirir una voluntad propia prolongada, terrible, que pudiera proponerse metas para milenios: - para que por fin acabasen tanto la comedia, que ha durado demasiado, de su división en pequeños Estados como sus veleidades dinásticas y democráticas. El tiempo de la política pequeña ha pasado: ya el próximo siglo trae consigo la lucha por el dominio de la tierra, - la coacción a hacer una política grande.

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Hasta qué punto la nueva edad bélica en que nosotros los europeos hemos manifiestamente entrado va a favorecer quizá también el desarrollo de una especie distinta y más fuerte de escepticismo es cosa sobre la cual yo quisiera expresarme por el momento nada más que mediante una imagen, que los amigos de la historia alemana comprenderán. Aquel irreflexivo entusiasta de los granaderos guapos y altos que, como rey de Prusia, dio vida a un genio militar y escéptico - y con ello, en el fondo, a ese nuevo tipo de alemán que justo ahora aparece victoriosamente en el horizonte -, el ambiguo y loco padre de Federico el Grande, tuvo también en un único punto la zarpa y la garra afortunada del genio: supo qué era lo que faltaba entonces en Alemania, y cuál era la falta que resultaba cien veces más angustiosa y urgente que, por ejemplo, la falta de cultura y de forma social, - su aversión por el joven Federico provenía de la angustia de un instinto profundo. Faltaban varones; y él recelaba, para amarguísimo fastidio suyo, que su propio hijo no era suficientemente varón. En esto se engañó: mas ¿quién no se habría engañado en su lugar? Veía a su hijo víctima del ateísmo, del Esprit [espíritu]l de la deleitosa frivolidad de franceses llenos de ingenio: - veia en el trasfondo la gran chupadora de sangre, la araña del escepticismo, sospechaba la incurable miseria de un corazón que ya no es bastante fuerte ni para el bien ni para el mal, de una voluntad rota que ya no da órdenes, que ya no puede dar órdenes. Pero entre tanto se desarrolló en su hijo aquella especie nueva, más peligrosa y más dura, de escepticismo, - ¿quién sabe hasta qué punto favorecida precisamente por el odio del padre y por la gélida melancolía de una voluntad que se había hecho solitaria? - el escepticismo de la virilidad temeraria, que está estrechamente emparentado con el genio para la guerra y para la conquista y que hizo su primera entrada en Alemania bajo la figura del gran Federico. Este escepticismo desprecia y, sin embargo, atrae hacia sí; socava y se posesiona; no cree, pero no se pierde en eso; otorga al espíritu una libertad peligrosa, pero al corazón lo sujeta con rigor; es la forma alemana del escepticismo, que, en forma de un fredericianismo prolongado y elevado hasta lo más espiritual, ha tenido sometida durante largo tiempo a Europa bajo el dominio del espíritu alemán y de su desconfianza crítica e histórica. Gracias al indomable, fuerte y tenaz carácter viril de los grandes filólogos y críticos de la historia alemanes (los cuales, si se los mira bien fueron todos ellos también artistas de la destrucción y de la disgregación) se estableció poco a poco, pese a todo el romanticismo en música o en filosofía, un nuevo concepto del espíritu alemán, en el que destacaba decisivamente la tendencia al escepticismo viril: ya, por ejemplo, como intrepidez de la mirada, ya como valentía y dureza de la mano al descomponer cosas, ya como tenaz voluntad de emprender peligrosos viajes de descubrimiento, espiritualizadas expediciones al polo norte bajo cielos desolados y peligrosos. Sin duda está bien justificado el que hombres humanitarios, de sangre fría, superficiales, se santigüen precisamente ante ese espíritu: cet esprit fataliste, ironique, rnéphistophéliqe [ese espíritu fatalista, irónico, mefistofélico] lo denomina, no sin estremecimientos, Michelet. Pero si alguien quiere percibir qué distinción tan grande representa ese miedo al avarón» existente en el espíritu alemán, que despertó a Europa de su «somnolencia dogmática», recuerde el antiguo concepto que fue necesario superar con él, - y cómo no hace tanto tiempo que a una mujer masculinizada le fue lícito, con una desbocada presunción, osar recomendar los alemanes a la simpatía de Europa, como cretinos suaves y poéticos, huecos de corazón y débiles de voluntad.
Entiéndase por fin con suficiente profundidad el asombro de Napoleón cuando vio a Goethe: ese asombro delata lo que durante siglos se había entendido por «espíritu alemán». «Voilà un homme»-. quería decir: «¡Eso es un varón! ¡Y yo había aguardado únicamente un alemán!»-

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Suponiendo, pues, que en la imagen de los filósofos del futuro haya algún rasgo que permita adivinar que acaso ellos tengan que ser escépticos en el sentido recién insinuado, con esto no habríamos designado más que algo en ellos - y no a ellos mismos. Idéntico derecho tienen a hacerse llamar críticos; y sin ninguna duda serán hombres de experimentos. Mediante el nombre con que he osado bautizarlos he subrayado ya de modo expreso el experimentar y el placer de experimentar:¿ lo he hecho porque a ellos, en cuanto críticos de los pies a la cabeza, les gusta servirse del experimento en un sentido nuevo, quizá más amplio, quizá más peligroso? En su pasión de conocimiento, ¿tienen ellos que llegar, con sus temerarios y dolorosos experimentos, más allá de lo que puede aprobar el reblandecido y debilitado gusto de un siglo democrático? - No hay duda: a esos venideros es a los que menos les será lícito abstenerse de aquellas propiedades serias y no exentas de peligro que diferencian al crítico del escéptico, quiero decir, la seguridad de los criterios valorativos, el manejo consciente de una unidad de método, el coraje alertado, el estar solos y el poder responder de sí mismos; más aún, admiten la existencia en ellos de un placer en el decir no y en el desmembrar las cosas, y de una cierta crueldad juiciosa que sabe manejar el cuchillo con seguridad · finura, aun cuando el corazón sangre. Serán más duros (y quizá no sólo siempre contra sí mismos) de lo que las personas humanitarias pensarían, no establecerán relaciones con la «verdad» para que ésta les «agrade» o los «eleve» o los «entusiasme»: - antes bien, será parca su creencia de que precisamente la verdad comporta tales placeres para el sentimiento. Sonreirán, estos espíritus rigurosos, cuando alguien diga ante ellos. «Ese pensamiento me levanta: ¿cómo no iba a ser él verdadero?» O: «Esa obra me encanta: ¿cómo no iba a ser ella hermosa?» O: «Ese artista me engrandece: ¿cómo no iba a ser él grande?» - acaso tengan preparada no sólo una sonrisa, sino una auténtica náusea frente a todo lo que de ese modo sea iluso, idealista, femenino, hermafrodita, y quien supiera seguirlos hasta las cámaras ocultas de su corazón difícilmente encontraría allí el propósito de conciliar los «sentimientos cristianos» con el «gusto antiguo» y menos aún con el «parlamentarismo moderno» (propósito conciliador que, en nuestro muy inseguro y, por consiguiente, muy conciliador siglo, se encontrará incluso entre los filósofos). Esos filósofos del futuro se exigirán a sí mismos no sólo una disciplina crítica y todos los hábitos que conducen a la limpieza y al rigor en los asuntos del espíritu: les será lícito ex-hibirse a sí mismos como su especie de ornamento, - a pesar de ello, no por esto quieren llamarse todavía críticos. Paréceles una afrenta no pequeña que se hace a la filosofía el que se decrete, como hoy se gusta de hacer: «la filosofía misma es crítica y ciencia crítica - ¡y nada más que eso!» Aunque esta valoración de la filosofía goce del aplauso de todos los positivistas de Francia y de Alemania (- y sería posible que hubiese halagado incluso al corazón y al gusto de Kant recuérdese el título de sus obras capitales -): nuestros nuevos filósofos dirán a pesar de eso: ¡los críticos son instrumentos del filósofo, y precisamente por eso, por ser instrumentos, no son aún, ni de lejos, filósofos! También el gran chino de Königsberg era únicamente un gran crítico. -

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Insisto en que se deje por fin de confundir a los obreros filosóficos y, en general, a los hombres científicos con los filósofos, - en que justo aquí se dé rigurosamente «a cada uno lo suyo», a los primeros no demasiado, y a los segundos no demasiado poco. Acaso para la educación del verdadero filósofo se necesite que él mismo haya estado alguna vez también en todos esos niveles en los que permanecen, en los que tienen que permanecer sus servidores, los obreros científicos de la filosofía; él mismo tiene que haber sido tal vez crítico y escéptico y dogmático e historiador y, además, poeta y coleccionista y viajero y adivinador de enigmas y moralista y vidente y «espíritu libre» y casi todas las cosas, a fin de recorrer el círculo entero de los valores y de los sentimientos de valor del hombre y a fin de poder mirar con muchos ojos y conciencias, desde la altura hacia toda lejanía, desde la profundidad hacia toda altura, desde el rincón hacia toda amplitud. Pero todas estas cosas son únicamente condiciones previas de su tarea: esta misma quiere algo distinto, - exige que él crec valoves. Aquellos obreros filosóficos modelados según el noble patrón de Kant y de Hegel tienen que establecer y que reducir a fórmulas cualquier gran hecho efectivo de valoraciones - es decir, de anteriores posiciones de valor, creaciones de valor que llegaron a ser dominantes y que durante algún tiempo fueron llamadas «verdades» - bien en el reino de lo lógico, bien en el de lo político (moral), bien en el de lo artístico. A estos investigadores les incumbe el volver aprehensible, manejable, dominable con la mirada, dominable con el pensamiento todo lo que hasta ahora ha ocurrido y ha sido objeto de aprecio, el acortar todo lo largo, más aún, «el tiempo» mismo, y el sojuzgar el pasado entero: inmensa y maravillosa tarea en servir a la cual pueden sentirse satisfechos con seguridad todo orgullo sutil, toda voluntad tenaz. Pero los anténticos filósofos
son hombres que dan órdenes y legislan: dicen «¡así debe ser! », son ellos los que determinan el «hacia dónde» y el «para qué» del ser humano, disponiendo aquí del trabajo previo de todos los obreros filosóficos, de todos los sojuzgadores del pasado, - ellos extienden su mano creadora hacia el futuro, y todo lo que es y ha sido conviértese para ellos en medio, en instrumento, en martillo. Su «conocer» es crear, su crear es legislar, su voluntad de verdad es - voluntad de poder, - ¿Existen hoy tales filósofos? ¿Han existido ya tales filósofos? ¿No tienen qué existir tales filósofos?....

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Va pareciéndome cada vez más que el filósofo, en cuanto es un hombre necesario del mañana y del pasado manana, se ha encontrado y ha tenido que encontrarse siempre en contradicción con su hoy: su enemigo ha sido siempre el ideal de hoy. Hasta ahora todos esos extraordinarios promotores del hombre a los que se les da el nombre de filósofos, y que raras veces se han sentido a sí mismos como amigos de la sabiduría, sino más bien como necios desagradables y como peligrosos signos de interrogación, - han encontrado su tarea, su dura, involuntaria, inevitable tarea, pero finalmente la grandeza de su tarea, en ser la conciencia malvada de su tiempo. Al poner su cuchillo, para viviseccionarlo, precisamente sobre el pecho de las virtudes de su tiempo, delataban cuál era su secreto propio: conocer una nueva grandeza del hombre, un nuevo y no recorrido camino hacia su engrandecimiento. Siempre han puesto al descubierto cuánta hipocresía, espíritu de comodidad. dejarse ir y dejarse caer, cuánta mentira yace oculta bajo los tipos más venerados de la moralidad contemporánea, cuánta virtud estaba anticuada, siempre dijeron: «Nosotros tenemos que ir allá, allá fuera, donde hoy vosotros menos os sentís como en vuestra casa.» A la vista de un mundo de «ideas modernas», el cual confinaría a cada uno a un rincón y «especialidad», un filósofo, en el caso de que hoy pueda haber filósofos, se vería forzado a situar la grandeza del hombre, el concepto «grandeza», precisamente en su amplitud y multiplicidad, en su totalidad en muchas cosas: incluso determinaría el valor y el rango por el número y diversidad de cosas que uno solo pudiera soportar y tomar sobre sí, por la amplitud que uno solo pudiera dar a su responsabilidad. Hoy el gusto de la época y la virtud de la época debilitan y enflaquecen la voluntad, nada está tan en armonía con la época como la debilidad de la voluntad: por tanto, en el ideal del filósofo tienen que formar parte del concepto «grandeza» justo la fortaleza de la voluntad, justo la dureza y capacidad para adoptar resoluciones largas; con el mismo derecho con que la doctrina opuesta y el ideal de una humanidad idiota, abnegada, humilde, dcsinteresada serían adecuados a una época opuesta, a una época que, como el siglo XVI, sufriese a causa de su acumulada energía de voluntad y a causa de las aguas y mareas totalmente salvajes del egoísmo. En la época de Sócrates, entre hombres de instinto fatigado, entre viejos atenienses conservadores que se dejaban ir - «hacia la felicidad», según ellos decían, hacia el placer, según ellos obraban - y que, al hacerlo, continuaban empleando las antiguas y espléndidas palabras a las cuales no les daba derecho alguno su vida desde hacía mucho tiempo, quizá fuese necesaria, para la grandeza del alma, la ironia, aquella maliciosa ironía socrática del viejo médico y plebeyo que sajaba sin misericordia tanto su propia carne como la carne y el corazón del «aristócrata», con una mirada que decía bastante inteligiblemente: «¡No os disfracéis delante de mí! ¡Aquí - somos iguales! » Hoy, a la inversa, cuando en Europa es el animal de rebaño el único que recibe y que reparte honorcs, cuando la «igualdad de derechns» podría transformarse con demasiada facilidad en la igualdad en la injusticia: yo quiero decir, combatiendo conjuntamente todo lo raro, extraño, privilegiado del hombre superior, del deber superior, de la responsabilidad superior, de la plenitud de poder y el dominio superiores, - que hoy el ser aristócrata, el querer ser para sí, el poder ser distinto, el estar solo y el tener que vivir por sí mismo forman parte del concepto «grandeza»; y el filósofo delatará algo de su propio ideal cuando establezca: «El más grande será el que pueda ser el más solitario, el más oculto, el más divergente, el hombre más allá del bien y del mal, el señor de sus virtudes, el sobrado de voluntad; grandeza debe llamarse precisamente el poder ser tan múltiple como entero, tan amplio como pleno.» Y hagamos una vez más la pregunta: ¿es hoy - posible la grandeza?

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Lo que un filósofo es, eso resulta difícil de aprender, pues no se puede enseñar: hay que «saberlo», por experiencia, - o se debe tener el orgullo de no saberlo. Pero que hoy todo el mundo habla de cosas con respecto a las cuales no puede tener experiencia alguna, eso es algo que se aplica ante todo y de la peor manera a los filósofos y a los estados de ánimo filosóficos: - poquísimos son los que los conocen, poquísimos son aquellos a los que les es lícito conocerlos, y todas las opiniones populares sobre ellos son falsas. Así, por ejemplo, la mayor parte de los pensadores y doctos no conocen por experiencia propia esa coexistencia genuinamente filosófica entre una espiritualidad audaz y traviesa, que corre presto, y un rigor y necesidad dialécticos que no dan ningún paso en falso, y por ello, en el caso de que alguien quisiera hablar de esto delante de los mismos, resultaría indigno de fe. Ellos se representan toda necesidad como una pena,como un penoso tener-que-seguir y ser-forzado; y el mismo pensar lo conciben como algo lento, vacilante, casi como una fatiga, y, con bastante frecuencia, como «digno del sudor de los nobles» - ¡pero no, en modo alguno, como algo ligero, divino, estrechamente afín al baile, a la petulancia! «Pensar» y «tomar en serio», «tomar con gravedad» una cosa - en ellos esto va junto: únicamente así lo han «vivido» ellos - Acaso los artistas tengan en esto un olfato más sutil: ellos, que saben demasiado bien que justo cuando no hacen ya nada «voluntariamente», sino todo necesariamente, es cuando llega a su cumbre su sentimiento de libertad, de finura, de omnipotencia, de establecer, disponer, configurar creadoramente, - en suma, que entonces es cuando la necesidad y la «libertad de la voluntad» son en ellos una sola cosa. Hay, finalmente, una jerarquía de estados anímicos a la cual corresponde la jerarquía de los problemas; y los problemas supremos rechazan sin piedad a todo aquel que se atreve a acercarse a ellos sin estar predestinado, por la altura y el poder de su cspiritualiad a darles solución. ¡De que sirve el que flexibles cabezas universales o mecánicos y empíricos desmañados y bravos se esfuercen, como hoy sucede de tantos modos, por acercarsc: a ellos con su ambición de plebeyos y por penetrar, si cabe la expresion, en esa «corte de las cortes»! Pero a los pies groseros nunca les es lícito pisar tales alfombras: de eso ha cuidado la ley primordial de las cosas; las puertas permanecen cerradas para estos intrusos, aunque se den de cabeza contra ellas y se la rompan! Para entrar en un mundo elevado hay que haber nacido, o dicho con más claridad, hay que haber sido cuiado para él: derecho a la filosofía - tomando esta palabra en el sentido grande - sólo se tiene gracias a la ascendencia, también aquí son los antecesores, la «sangre»  los que deciden. Muchas generaciones tienen que haber trabajado anticipadamente para que surja el filósofo; cada una de sus virtudes tiene que haber sido adquirida, cultivada, heredada, apropiada individualmente, y no sólo el paso y carrera audaces, ligeros, delicados de los pensamientos, sino sobre todo la prontitud para las grandes responsabilidades, la soberanía de las miradas dominadoras, de las miradas hacia abajo, el sentirse a sí mismo separado de la multitud y de sus deberes y virtudes, el afable proteger y defender aquello que es malentendido y calumniado, ya sea Dios, ya sea el demonio, el placer. Si la ejercitación en la gran justicia, el arte de mandar, la amplitud de la voluntad, el ojo lento, que raras veces admira, raras veces mira hacia arriba, raras veces ama...


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Presentación
















ARTISTAS:
Vease, antes, nota 66.


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ALABANZAS AGRADABLES:
Nietzsche alude aquí al provervio alemán Eigenlob stinkt [La alabanza de sí mismo hiede].


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ENGREIDOS:
En alemán hace Nietzsche un juego de palabras con los términos gebildet [culto] y eingebildet [engreido].


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EUGEN DÜHRING:
En repetidas ocasiones insiste Nietzsche en calificar de ese modo a E. Dühring. Así, en La genealogia de la moral, II, 11, lo llama «agitador», y más adelante, III, 14,  «apóstol berlinés de la venganza». En III, 26, vuelve a hablar de su anarquismo.


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EDUARD von HARTMANN:
La calificación de amalgamista», aplicada aquí por Nietzsche a Eduard von Hartmann (1842-1906), filósofo alemán, cuya obra principal es La filosofía del inconsciente (1869), se refiere al intento de este filósofo de fundir o amalgamar a Hegel (el espíritu), Schelling (el inconsciente) y Schopenhauer (la voluntad).


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EPOJÍSTICA:
Nietzsche acuña el término alemán Epochistik derivándolo del griego Épojé (inhibición, suspensión del juicio), usado por los escépticos antiguos. Según Sexto el Empírico, la Èpojé consiste en «un estado de reposo mental en el cual ni afirmamos ni negamos».


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EL GENIO:
Nietzsche repite este mismo pensamiento más tarde, en el aforismo 248 . La concepción nietzscheana del genio puede verse en innumerables pasajes de sus obras, y de manera muy especial en Crepúsculo de los ídolos, «Incursiones de un intempestivo», aforismo 44, titulado «Mi concepto del genio».


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IPSISSIMOSIDAD:
Ipsissimosität es término acuñado por Nietzsche, derivándolo del latín ipsissimus [mismísimo], superlativización de ipse [el mismol. Tal vez se podría castellanizar también por «mismisimosidad».


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JE NE MÉPRISE PRESQUE RIEN:
El contexto en que aparece esta expresión en Leibniz es el siguiente: «Yo no desprecio casi nada, y nadie es menos crítico que yo. Suena raro: pero yo apruebo casi todo lo que leo, pues sé bien que las cosas se pueden concebir de modos muy distintos, y, por eso, mientras leo, encuentro muchas cosas que toman bajo su protección o defienden al autor


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PESIMISMO DE LA BONAE VOLUNTATIS:
Las expresiones Nein sagen [decir no], Nein wollen [querer no] y Nein tun [hacer no], verdaderamente violentadoras del lenguaje, ya las habia empleado Nietzsche varias veces en Asi habló Zaratustra. Véase también Ecce homo. Mantenemos su violencia en esta traducción, en lugar de suavizarla.


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ENDEREZAR LO TORCIDO:
Nietzsche adapta aquí, empleándola a su manera, una expresión biblica (Miqueas, 3, 9: «Escuchad vosotros los que volvéis torcido todo lo derecho»). En Asi habló Zaratustra, «En las islas afortunadas», habia dicho Nietzsche: «Dios es un pensamiento que vuelve torcido todo lo derecho


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L' ART POUR L' ART:
«El arte por el arte» es frase acuñada en 1836 por el filósofo francés V. Cousin (1792-1867) y difundida sobre todo por Th. Gautier (1811-1872) en el prólogo a su novela Mademoiselle
de Maupin
. Con ella se rechaza toda heteronomia del arte. Nietzsche alude a ella también más tarde, en el aforismo 254.


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POLÍTICA GRANDE:
Sobre la «política grande» véase Aurora, aforismo 189, «De la gran política». Véase asimismo Ecce homo, «Por qué soy un destíno»,1 : «Sólo a partir de mí existe en la tierra la gran política.»


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REY DE PRUSIA:
Nietzsche alude al rey de Prusia Federico Guillermo I (1688-1740), llamado «el rey sargento», padre de Federico el Grande; el enfrentamíento de éste con su padre (al que luego alude Nietzsche) fue tan grande que, tras una tentativa de fuga, el hijo fue encarcelado en 1730, en Küstrin, y su amigo Katte, ejecutado.


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CORAZÓN SUJETO:
Véanse, antes, nota 60, y aforismo 87 de esta obra.


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MICHELET:
Jules Michelet (1798-1874). Uno de los más grandes historiadores franceses del siglo pasado. Su obra fundamental es Historia de Francia, en 17 tomos (publicada desde 1833 hasta 1867). La derrota de Francía a manos de Alemania en 1870 le hizo escribir uno de sus libros más conocidos: Francia ante Europa.


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SOMNOLENCIA DOGMÁTICA:
Nietzsche toma prestada de Kant la expresión dogmatischer Schlummer con que éste (Prolegómenos, introducción) califica su situación filosófica anterior a la lectura de Hume. El texto de Kant es el siguiente: «Lo confieso con franqueza: la advertencia de David Hume fue precisamente la que, hace muchos años, interrumpió en primer término mi somnolencia dogmática, y la que dio una dirección completamente distinta a mis investigaciones en el campo de la filosofia especulativa


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MUJER MASCULINIZADA:
La «mujer masculinizada» a que Nietzsche alude es la escritora francesa baronesa de Staël (1766-1817), quien con su obra De l'Allemagne (1810) creó en Francia la imagen de una Alemania habitada por pensadores ajenos al mundo y por poetas soñadores. En Asi habló Zaratustra, «De la virtud empequeñecedora») había empleado Nietzsche una expresión similar: «Hay aquí pocos hombres: por ello se masculinizan sus mujeres.» Más adelante, aforismos 232  y 233, vuelve Nietzsche a referirse a la baronesa de Staël.


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VOILA UN HOMME:
El encuentro de Goethe con Napoleón tuvo lugar en Erfurt, el 2 de octubre de 1808, en presencia de Talleyrand y de otros dignatarios. En él ambos hablaron del Werther, del Mahoma de Voltaire, y del teatro clásico. La escena y las palabras exactas de Napoleón, tal como las narra Goethe en sus recuerdos, se desarrollaron de este modo: «A las doce del día estaba citado con el emperador... Me introducen... El emperador está sentado a una gran mesa redonda, almorzando... El emperador me indica por señas que me acerque. Yo me mantengo en pie, a la debida distancia. Luego me mira atentamente Y me dice: Vous étes un homme! Yo me inclino...»


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EL GRAN CHINO:
En esta extraña fórmula culmina, por asi decirlo, la siempre viva relación, mezcla de admiración y de insatisfacción, de Nietzsche frente a Kant. Desde los tiempos (1868) en que quiso hacer una tesis doctoral sobre el tema «El concepto de lo orgánico a partir de Kant» (influido por la detenida lectura del Kant de K. Fischer), pasando por el magnífico homenaje que le rinde en El nacimiento de la tragedia, 18, hasta los sarcasmos de La gaya ciencia, aforismo 335 (Kant como una zorra que, habiendo conseguido romper los barrotes de su jaula, vuelve a entrar por error en ella), y los de esta misma obra (véanse antes aforismo 5,  y aforismo 11), Nietzsche alaba y censura constantemente a Kant, pero lo tiene presente en todo instante. Lo que aquí quiere decir «chino» (Níetzsche vuelve a emplear otra vez ese mismo adjetivo para calificar a Kant en El Anticristo, aforismo 11) puede aclararse leyendo el aforismo 267 del libro que el lector tiene en sus manos, y recordando que en La gaya ciencia, aforismo 377, «chineria» equivale a «mediocrización», asi como lo que dice en La genealogia de la moral, I, 16, donde afirma que chinos, alemanes y judíos tienen cualidades análogas, pero que estos últimos son de primer rango, mientras que los dos primeros lo son de quinto.


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SUDOR DE LOS NOBLES:
La frase citada por Nietzsche es de F. G. Klopstock (1724-1803), quien dice repetidas veces en su oda El lago de Zurich que la inmortalidad del poeta es «digna del sudor de los nobles».


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SECCIÓN SEPTIMA:Nuestras virtudes

¿Nuestras virtudes? - Es probable que también nosotros sigamos teniendo nuestras virtudes, aunque, como es obvio, no serán aquellas candorosas y macizas virtudes en razón de las cuales honramos a nuestros abuelos, pero también los mantenemos un poco distanciados de nosotros. Nosotros los europeos de pasado mañana, nosotros primicias del siglo xx, - con toda nuestra peligrosa curiosidad, con nuestra complejidad y nuestro arte del disfraz, con nuestra reblandecida y, por-así decirlo, endulzada crueldad de espíritu y de sentidos, - nosotros, si es que debíeramos tener virtudes, tendremos presumiblemente sólo aquellas que hayan aprendido a armonizarse de manera óptima con nuestras inclinaciones más secretas e íntimas, con nuestras necesidades más ardientes: ¡bien, busqué moslas de una vez en nuestros laberintos!- en los cuales, como es sabido, son muchas las cosas que se extravían, muchas las cosas que se pierden del todo. ¿Y hay algo más hermoso que buscar nuestras propias virtudes? ¿No significa esto ya casi: creer en nuestra propia virtud? Pero este «creer en nuestra virtud» - ¿no es en el fondo lo mismo que en otro tiempo se llamaba nuestra «buena conciencia», aquella venerable trenza conceptual de larga cola que nuestros abuelos se colgaban detrás de su cabeza y, con bastante frecuencia, también detrás de su entendimiento? Parece, pues, que, aunque nosotros nos consideremos muy poco pasados de moda y muy poco respetables a la manera de nuestros abuelos, hay una cosa en la que, sin embargo, somos los dignos nietos de tales abuelos, nosotros los últimos europeos con buena conciencia: también nosotros seguimos llevando la trenza de ellos. - ¡Ay! ¡Si supieseis qué pronto, qué pronto ya - las cosas serán distintas!

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Así como en el reino de los astros son a veces dos los soles que determinan la órbita de un único planeta, así como en determinados casos soles de color diverso iluminan un único planeta, unas veces con luz roja, otras con luz verde, y luego lo iluminan de nuevo los dos a la vez y lo inundan de una luz multicolor: así nosotros los hombres modernos, gracias a la complicada mecánica de nuestro «cíelo estrellado», estamos determinados - por morales diferentes; nuestras acciones brillan alternativamente con colores distintos, raras veces son unívocas, - y hay bastantes casos en que realizamos acciones multicolores.

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¿Amar a nuestros enemigos? Yo creo que eso se ha aprendido bien: hoy eso ocurre de mil maneras, en lo grande y en lo pequeño; más aún, a veces ocurre ya algo más elevado y más sublime - nosotros aprendemos a despreciar cuando amamos, y precisamente cuando mejor amamos: - pero todo esto ocurte de manera inconsciente, sin ruido, sin pompa, con aquel pudor y ocultamiento de la bondad que prohíben a la boca decir la palabra solemne y la fórmula de la virtud. La moral como afectación - repugna hoy a nuestro gusto. Esto es también un progreso: como el progreso de nuestros padres fue el que a su busto acabase por repugnarle la religión como afectación, incluidas la hostilidad y la acritud volteriana contra la religión (y todo lo que en aquel tiempo formaba parte del lenguaje de gestos de los librepensadores). Con la música que hay en nuestra conciencia, con el baile que hay en nuestro espíritu es con lo que no quieren armonizar ninguna letanía puritana, ningún sermón moral y ninguna probidad.

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¡Ponerse en guardia contra quienes dan mucho valor a que se confíe en su tacto y sutileza morales en materia de distinciones morales! Ellos no nos perdonan jamás el haberse equivocado alguna vez en presencia nuestra (y, más aún, a propósito de nosotros), - inevitablemente se convierten en nuestros calumniadores y detractores instintivos, aun cuando continúen siendo «amigos» nuestros. - Bienaventurados los olvidadizos: pues «digerirán» incluso sus estupideces.

218
Los psicólogos de Francia - ¿y en qué otro lugar existen hoy
psicólogos?  - no han acabado aún de saborear el amargo y multiforme placer que encuentran en la bêtise bourgeoise [estupidez burguesa], como si, por así decirlo..., basta, con esto ellos delatan una cosa. Flaubert, por ejemplo, el honrado burgués de Rouen, no vio, ni oyó, ni saboreó, en última instancia, más que esto: constituía su especie propia de autotortura y de sutil crueldad. Ahora bien, yo recomiendo, para variar - pues la cosa se vuelve aburrida-, algo maravillosamente distinto: la astucia inconsciente con que todos los buenos,
gordos y honrados espíritus de la mediocridad se comportan respecto de los espíritus superiores y las tareas de éstos, aquella astucia sutil, ganchuda, jesuítica, que resulta mil veces más sutil que el entendimiento y el gusto de esa clase media en sus mejores instantes - más sutil incluso que el entendimiento de sus victimas -: para que quede reiteradamente demostrado que el «instinto» es la más inteligente de todas las especies de inteligencia descubiertas hasta ahora. En suma, estudiad, psicólogos, la filosofía de la «regla» en lucha con la «excepción»: ¡ahí tenéis un espectáculo que resulta bastante bueno para los dioses y para la malicia divina! O, dicho de modo más actual: ¡viviseccionad al «hombre bueno», al homo bonae voluntatis [hombre de buena voluntad]..., a nosotros!

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El juicio y la condena morales constituyen la venganza favorita de los hombres espiritualmente limitados contra quienes no lo son tanto, y también una especie de compensación por el hecho de haber sido mal dotados por la naturaleza, y, en fin, una ocasión de adquirir espíritu y volverse sutiles: - la maldad espiritualiza. En el fondo de su corazón les agrada que exista un criterio frente al cual incluso los hombres colmados de bienes y privilegios del espíritu se equiparan a ellos: - luchan por la «igualdad de todos ante Dios», y para esto casi necesitan ya la fe en Dios. Entre ellos se encuentran los adversarios más vigorosos del ateísmo. Quien les dijera «una espiritualidad elevada no tiene comparación con ninguna probidad ni respetabilidad de un hombre que sea precisamente sólo moral», los pondría furiosos: - yo me guardaré de hacerlo. Quisiera, antes bien, halagarlos con mi tesis de que una espiritualidad elevada subsíste tan sólo como último aborto de cualidades morales; que ella constituye una síntesis de todos aquellos estados atribuidos a los hombres «sólo morales», una vez que se los ha conquistado, uno a uno, mediante una disciplina y un ejercicio prolongados, tal
vez en cadenas enteras de generaciones; que la espiritualidad elevada es precisamente la espiritualización de la justicia y de aquel rigor bonachón que se sabe encargado de mantener en el mundo el orden del rango, entre las cosas mismas - y no sólo entre los hombres.

220
Dado que la alabanza del «desinteresado» es tan popular ahora, tenemos que cobrar consciencia, tal vez no sin algún peligro, de qué es aquello por lo que el pueblo se interesa propiamente y de cuáles son en general las cosas de que el hombre vulgar se preocupa por principio y a fondo: incluidos los hombres cultos, incluso los doctos, y, si no me equivoco del todo, casi también los filósofos. El hecho que aquí sale a luz es que la mayor parte de las cosas que interesan y atraen a gustos más sutiles y exigentes, a toda naturaleza superior, ésas le parecen completamente «no interesantes» al hombre medio: - y si éste, a pesar de todo, observa una dedicación a ellas, la califica de désintéressé [desinteresada] y se asombra de que sea posible actuar «desinteresadamente». Ha habido filósofos que han sabido dar una expresión seductora y místicamente ultraterrenal a ese asombro popular (- ¿acaso porque no conocían por experiencia la naturaleza superior?)- en lugar de establecer la verdad desnuda e íntimamente justa de que la acción  «desinteresada» es una acción muy interesante e interesada, presuponiendo que... «¿Y el amor?» - ¡Cómo! ¿También una accción realizada por amor será «no egoísta»? ¡Pero, cretinos! - «¿Y la alabanza del que se sacrifica?» - Mas quien ha realizado verdaderamente sacrificios sabe que él quería algo a cambio de ellos, y que lo consiguió, - tal vez algo de sí a cambio de algo de sí - que dio algo en un sitio para tener más en otro, acaso para ser más o para sentirse a sí mismo como «más». Es éste, sin embargo, un reino de preguntas y respuestas en el que a un espíritu exigente no le gusta detenerse: hasta tal punto necesita aquí la verdad imprimir el bostezo cuando tiene que dar respuesta. En última instancia es la verdad una mujer: no se le debe hacer violencia.

221
Ocurre, decía un pedante y doctrinario moralista, que yo honro y trato con distinción a un hombre desinteresado: pero no porque éste sea desinteresado, síno porque me parece que tiene derecho a ser, a costa suya, útil a otro hombre. Bien, la cuestión está siempre en saber quién es aquél y quién es éste. En un hombre destinado y hecho para mandar, por ejemplo, el negarse sí mismo y el posponerse modestamente no sería una virtud, sino la disipación de una virtud: asi me parece a mí. Toda moral no egoísta que se considere a sí misma incondicional y que se dirija a todo el mundo no peca solamente contra el gusto: es una incitación a cometer pecados  de omisor:. es una seducción más, bajo máscara de filantropía - y cabalmente una seducción y un daño de los hombres superiores, más raros, más privilegiados. A las morales hay que forzarlas a que se inclinen sobre todo ante la jerarquía, hay que meterles en la conciencia su presunción, - hasta que todas acaben viendo con claridad que es inmoral decir: «Lo que es justo para uno es justo para otro.» - Así dice mi pedante y bonhomme [buen hombre moralista]: ¿merecería sin duda que nos riésemos de él cuando así predicaba moralidad a las morales? Más si queremos tener de nuestro lado a los que rien no debemos tener demasiada razón; una pizca de falta de razór forma parte incluso del buen gusto.

222
En los lugares en que hoy se predica compasión - y, si se escucha bien, ahora no se predica ya ninguna otra religión -, abra el psicólogo sus oídos: a través de toda la vanidad, a través de todo el ruido que son propios de tales predicadores (como de todos los predicadores), oirá un ronco, quejoso, genuino acento de autodesprecio. Este forma parte de aquel ensombrecimiento y afeamiento de Europa que desde hace un siglo no hace más que aumentar (y cuyos primeros síntomas están consignados ya en una pensativa carta de Galiani a madame D' Epinay): ¡si es que no es la causa de ellos! El hombre de las «ideas modernas», ese mono orgulloso, está inmensamente descontento consigo mismo: esto es seguro. Padece: y su vanidad quiere que él sólo «com-padezca»...

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El mestizo hombre europeo -. Un plebeyo bastante feo, en conjunto - necesita desde luego un disfraz: necesita la ciencia histórica como guardarropa de disfraces. Es cierto que se da cuenta de que ninguno de éstos cae bien a su cuerpo, - cambia y vuelve a cambiar. Examínese el siglo xix en lo que respecta a esas predilecciones y variaciones rápidas de las mascaradas estilísticas; también en lo que se refiere a los instantes de desesperación porque «nada nos cae bien». - Inútil resulta exhibirse con traje romántico, o clásico, o cristiano, o florentino, o barroco, o «nacional» in moribus et artibus [en las costumbres y en las artes]: ¡nada «viste»! Pero el «espintu», en especial el «espíritu histórico», descubre su ventaja incluso en esa desesperación: una y otra vez un nuevo fragmento de prehistoria y de extranjero es ensayado, adaptado, desechado, empaquetado y, sobre todo,
estudiado - nosotros somos la primera época estudiada in puncto [en asunto] de «disfraces», quiero decir, de morales, de artículos de fe, de gustos artisticos y de religiones, nosotros estamos preparados, como ningún otro tiempo lo estuvo, para el carnaval de gran estilo, para la más espiritual petulancia y risotada de carnaval, para la altuta trascendental de la estupidez suprema y de la irrisión aristofanesca del mundo. Acaso nosotros hayamos descubierto justo aquí el reino de nuestra invención, aquel reino donde también nosotros podemos ser todavía originales, como parodistas, por ejemplo, de la historia universal y como bufones de Dios, - ¡tal vez, aunque ninguna otra cosa de hoy tenga futuro, téngalo, sin embarge, precisamente nuestra risa!

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El sentido histórico (o capacidad de adivinar con rapidez la jerarquía de las valoraciones según las cuales han vivido un pueblo, una sociedad, un ser humano, el «instinto adivinatorio» de las relaciones existentes entre esas valoraciones, de la relación entre la autoridad de los valores y la autoridad de las fuerzas efectivas): ese sentido histórico que nosotros los europeos reivindicamos como nuestra peculiaridad lo ha traído a nosotros la encantadora y loca semibarbarie en que la mezcolanza democrática de estamentos y razas ha precipitado a Europa, - el siglo xix ha sido el primero en conocer ese sentido como su sexto sentido. El pasado de cada forma y de cada modo de vivir, de culturas que antes se hallaban duramente yuxtapuestas, superpuestas, desemboca gracias a esa mezcolanza, en nosotros, «almas modernas», a partir de ahora nuestros instintos corren por todas partes hacia atrás, nosotros mismos somos una especie de caos -: finalmente, como hemos dicho, «el espíritu» descubre en esto su ventaja. Gracias a nuestra semibarbarie de cuerpo y de deseos tenemos accesos secretos a todas partes, accesos no poseídos nunca por ninguna época aristocrática, sobre todo los accesos al laberinto de las culturas incompletas y a toda semibarbarie que alguna vez haya existido en la tierra; y en la medida en que la parte muy considerable de la cultura humana ha sido hasta ahora precisamente semibarbarie, el «sentido histórico» significa casi el sentido y el instinto para percibir todas las cosas, el gusto y la lengua para saborear todas las cosas: con lo que inmediatamente revela ser un sentido no aristocrático. Volvemos a gozar, por ejemplo, a Homero: quizá nuestro avance más afortunado sea el que sepamos saborear a Homero, al que los hombres de una cultura arístocrática (por ejemplo, los franceses del siglo xvii, como Saint-Evremond, que le reprocha el esprit vaste [espíritu vastol e incluso todavía Voltaire, acorde final de aquélla) no saben ni han sabido apropiárselo con tanta facilidad. El sí y el no, muy precisos, de su paladar, su náusea fácil de aparecer, su vacilante reserva con relación a todo lo heterogéneo, su miedo a la falta de gusto que puede haber incluso en la curiosidad más viva, y, en general, aquella mala voluntad de toda cultura aristocrática y autosatisfecha para confesarse un nuevo deseo, una insatisfacción en lo propio, una admiración de lo extraño: todo eso predispone y previene desfavorablemente a estos aristócratas aun frente a las mejores cosas del mundo que no sean propiedad suya o que no puedan convertirse en presa suya, - y ningún sentido resulta más ininteligible a tales hombres que justo el sentido histórico y su curiosidad sumisa, propia de plebeyos. Lo mismo ocurre con Shakespeare, esa asombrosa síntesis hispano-moro-sajona del gusto, del cual se habría reído o con el cual se habría enojado casi hasta morir un ateniense antiguo,
amigo de Esquilo; pero nosotros - aceptamos precisamente, con una familiaridad y cordialidad secretas, esa salvaje policromía; esa mezcla de lo más delicado sero y artificial, nosotros gozamos a Shakespeare considerándolo como el refinamiento del arte reservado precisamente a nosotros, y al hacerlo dejamos que las exhalaciones repugnantes y la cercanía de la plebe inglesa, en medio de las cuales viven el arte y el gusto de Shakespeare, nos incomoden tan poco como nos incomodan por ejemplo, en la Chiaja de Nápoles: donde nosotros seguimos nuestro camino llevando todos los sentidos abiertos, fascinados y dóciles, aunque el olor de las cloacas de los barrios plebeyos llene el aire. Nosotros los hombres del «sentido histórico»: en cuanto tales, poseemos nuestras virtudes, no puede negarse, - carecemos de pretensiones, somos desinteresados, modestos, valerosos, llenos de autosuperación, llenos de abnegación, muy agradecidos, muy pacientes, muy acogedores: - con todo esto, quizá no tengamos mucho «buen gusto». Confesémonoslo por fin: lo que a nosotros los hombres del «sentido histórico» más difícil nos resulta captar, sentir, saborear, amar, lo que en el fondo nos encuentra prevenidos y casi hostiles, es justo lo perfecto y lo definitivamente maduro en toda cultura y en todo arte, lo auténticamente aristocrático en obras y en seres humanos, su instante de mar liso y de autosatisfacción alciónica, la condición áurea y fría que muestran todas las cosas que han alcanzado su perfección. Tal vez nuestra gran virtud del sentido histórico consista en una necesaria antítesis del buen gusto, al menos del óptimo gusto, y sólo de mala manera, sólo con vacilaciones, sólo por coacción somos capaces de reproducir en nosotros precisamente aquellas pequeñas, breves y supremas jugadas de suerte y transfiguraciones de la vida humana que acá y allá resplandecen: aquellos instantes y prodigios en que una gran fuerza se ha detenido voluntariamente ante lo desmedido e ilimitado -, en que gozamos de una sobreabundancia de sutil placer en el repentino domeñarnos y quedarnos petrificados, en el establecernos y fijarnos sobre un terreno que todavía tiembla. La moderación se nos ha vuelto extraña, confesémoslo; nuestro prurito es
cabalmente el prurito de lo infinito, desmesurado. Semejantes al jinete que, montado sobre un corcel, se lanza hacia adelante, asi nosotros dejamos caer las riendas ante lo infinito, nosotros los hombres modernos, nosotros los semibárbaros - y no tenemos nuestra bienaventuranza más que allí donde más - peligro corremos.

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Lo mismo el hedonismo que el pesimismo lo mismo el utilitarismo que el eudemonismo: todos esos modos de pensar que miden el valor de las cosas por el placer y el sufrimiento que éstas producen, es decir, por estados concomitantes y cosas accesorias, son ingenuidades y modos superficiales de pensar, a los cuales no dejará de mirar con burla, y también con compasión, todo aquel que se sepa poseedor de fuerzas configuradoras y de una conciencia de artista. ¡Compasión para con vosotros! no es, desde luego, la compasión tal como vosotros la entendéis: no es compasión para con la «miseria» social, para con la «sociedad» y sus enfermos y lisiados, para con los viciosos y arruinados de antemano, que yacen por tierra a nuestro alrededor; y menos aún es compasión para con esas murmurantes, oprimidas, levantiscas capas de esclavos que aspiran al dominio - ellas lo llaman libertad - Nuestra compasión es una compasión más elevada, de vision más larga: - ¡nosotros vemos cómo el hombre se empequeñece, cómo vosotros lo empequeñecéis- y hay instantes en los que contemplamos precisamente vuestra compasión con una ansiedad indescriptible, en los que nos defendemos de esa compasión --, en los que encontramos que vuestra seriedad es más peligrosa que cualquier ligereza. Vosotros quereis, en lo posible, eliminar el sufrimiento - y no hay ningún «en lo posible» más loco que ése -; ¿y nosotros? - ¡parece cabalmente que nosotros preferimos que el sufrimiento sea más grande y peor que lo ha sido nunca! El bienestar, tal como vosotros lo entendéis - ¡eso no es, desde luego, una meta, eso a nosotros nos parece un final! Un estado que en seguida vuelve ridículo y despreciable al hombre, - ¡que hace desear el ocaso de éste! La disciplina del sufrimiento, del gran sufrimiento - ¿no sabéis que únicamente esa disciplina es la que ha creado hasta ahora todas las elevaciones del hombre? Aquella tensión del alma en la infelicidad, que es la que le inculca su fortaleza, los estremecimientos del alma ante el espectáculo de la gran ruina, su ínventiva y valentía en el soportar, perseverar, ínterpretar, aprovechar la desgracia, así como toda la profundidad, misterio, máscara, espíritu, argucia, grandeza que le han sido donados al alma: - ¿no le han sido donados bajo sufrimientos, bajo la disciplina del gran sufrimiento? Criatura y creador están unidos en el hombre: en el hombre hay materia, fragmento, exceso, fango, basura, sinsentido, caos; pero en el hombre hay también un creador, un escultor, dureza de martillo, dioses-espectadores y séptimo día: - ¿entendéis esa antítesis? ¿Y que vuestra compasión se dirige a la «criatura en el hombre», a aquello que tiene que ser configurado, quebrado, forjado, arrancado, quemado, abrasado, purificado, a aquello que necesariamente tiene que sufrir y que debe sufrir? Y nuestra compasión - ¿no os dais cuenta de a qué se dirige nuestra opuesta compasión, cuando se vuelve contra vuestra compaslon, considerándola como el más perverso de todos los reblandecimientos y debilidades? - ¡Así, pues, compasión contra compasión! - Pero, dicho una vez más, hay problemas más altos que todos los problemas del placer, del sufrimiento y de la compasión; y toda filosofía que no aboque a ellos es una ingenuidad. -

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¡Nosotros los inmoralistas! - Ese mundo que nos concierne a nosotros, en el cual nosotros hemos de sentir miedo y sentir amor, ese mundo casi invisille e inaudible del mandato sutll, de la obediencia sutil, un mundo del «casi» en todos los sentidos de la palabra, ganchudo, insidioso, agudo, delicado: ¡sí, ese mundo está bien defendido contra los espectadores obtusos y contra la curiosidad confianzuda! Nosotros nos hallamos encarcelados en una rigurosa red y camisa de deberes, y no podemos salir de ella -, ,en eso precisamente somos, también nosotros, ¡hombres del deber»! A veces, es verdad, bailamos en nuestras «cadenas» y entre nuestras «espadas»; con mayor frecuencia aún, no es menos verdad, rechinamos los dientes bajo ellas y estamos impacientes a causa de la secreta dureza de nuestro destino. Pero hagamos lo que hagamos: los cretinos y la apariencia visible dicen contra nosotros «ésos son hombres sin deber» - ¡nosotros tenemos siempre en contra nuestra a los cretinos y a la apariencia visible!

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La honestidad, suponiendo que ella sea nuestra virtud, de la cual no podemos desprendernos nosotros los espíritus libres - bien, nosotros queremos laborar en ella con toda malicia y con todo amor y no cansarnos de «perfeccionarnos» en nuestra virtud, que es la única que nos ha quedado: ¡que alguna vez su brillo se extienda, cual una dorada, azul, sarcástica luz de atardecer, sobre esta cultura envejecida y sobre su obtusa y sombría seriedad! Y si, a pesar de todo, algún día nuestra honestidad se cansase y suspirase y estirase los miembros y nos considerase demasiado duros y quisiera ser tratada mejor, de un modo más ligero, más delicado, cual un vicio agradable: ¡permanezcamos duros, nosotros los últimos estoicos!,y enviemos en su ayuda todas las cosas demoníacas que aún nos quedan - nuestra náusea frente a lo burdo e impreciso, nuestro nitimur in vetitum [nos lanzamos a lo prohibido], nuestro valor de aventureros, nuestra curiosidad aleccionada y exigente, nuestra más sutil, más enmascarada, más espiritual voluntad  de poder y de superación del mundo, la cual merodea y yerra ansiosa en torno a todos los reinos del futuro, ¡acudamos en ayuda de nuestro «dios» con todos nuestros «demonios»! Es probable que a causa de esto no nos reconozcan y nos confundan con otros: ¡qué importa! Dirán: «Su 'honestidad' - ¡es su demonismo, y nada más que eso!» ¡Qué importa! ¡Aun cuando tuviesen razón! ¿No han sido todos los dioses hasta ahora demonios rebautizados y declarados santos? ¿Y qué sabemos nosotros, en última instancia, de nosotros? ¿Y cómo quiere llamarse el espíritu que nos guía! (es una cuestión de nombres). ¿Y cuántos espíritus albergamos nosotros? Nuestra honestidad, nosotros los espíritus lires, - ¡cuidemos de que no se convierta en nuestra vanidad, en nuestro adorno y vestido de gala, en nuestra limitación, en nuestra estupidez! Toda virtud se inclina a la estupidez, toda estupidez, a la virtud; «estúpido hasta la santidad», dícese en Rusia, ¡tengamos cuidado de no acabar nosotros convirtiéndonos, por honestidad, en santos ) aburridos! ¿no es la vida cien veces demasiado corta - para aburrirse en ella? En la vida eterna tendríamos que creer para...

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Perdóneseme el descubrimiento de que toda la filosofía moral ha sido hasta ahora aburrida y ha constituido un somnífero - y de que, a mi ver, ninguna otra cosa ha perjudicado más a «la virtud» que ese aburrimiento de sus abogados; con lo cual no quisiera yo haber dejado de reconocer la utilidad general de éstos. Importa mucho que sean los menos posibles los hombres que reflexionen sobre moral, - ¡importa mucho, por tanto, que la moral no deje un día a hacerse interesante! ¡Pero no se tenga cuidado! Las cosas continúan estando también hoy como han estado siempre: no veo a nadie en Europa que tenga (o que dé) una idea de que la reflexión sobre la moral podría ser cultivada de un modo peligroso, capcioso, seductor, - ¡de que en ello podría haber una «fatalidad»! Contémplese, por ejemplo, a los incansables, inevitables utilitaristas ingleses, de qué modo tan burdo y venerable caminan y marchan tras las huellas de Bentham (una comparación homérica lo dice con más claridad'), de igual modo que éste caminó va tras las huellas del venerable Helvetius     (¡no, un hombre peligroso no lo fue ese Helvetius! ). Ni un pensamiento nuevo, ni un giro y un pliegue más sutiles dados a un pensamiento antiguo, ni siquiera una verdadera historia de lo pensado con anterioridad: una literatura imposible en conjunto, suponiendo que no se sea experto en sazonarla con un poco de malicia. También en estos moralistas, en efecto (a los que hay que leer con todas las reservas mentales, en el caso de que haya que leerlos -), se ha introducido furtivamente aquel viejo vicio inglés que se llama cant [guardar las apariencias] y que es tartufería moral, oculta esta vez bajo la nueva forma del cientificismo; tampoco falta un rechazo secreto de los remordimientos de conciencia, que padecerá obviamente una raza de antiguos puritanos, no obstante ocuparse de modo científico de la moral. (¿No es un moralista lo contrario de un puritano? ¿A saber, en cuanto es un pensador que considera la moral como algo problemático, cuestionable, en suma, como problema? ¿Moralizar no sería - inmoral?) En última instancia todos ellos quieren que se dé la razón a la moralidad inglesa: en la medida en que justamente de ese modo es como mejor se sirve a la humanidad, o al «provecho general», o a la «felicidad de los más», ¡no!, a la felicidad de Inglaterra; querrían demostrarse a sí mismos con todas sus fuerzas que el aspirar a la felicidad inglesa, quiero decir al comfort [comodidad] y a la fashion [elegancia] (y, en supremo lugar, a un puesto en el Parlamento), es a la vez también el justo sendero de la virtud, más aún, que toda la virtud que ha habido hasta ahora en el mundo ha consistido cabalmente en tal aspiración. Ninguno de esos animales de rebaño, torpes, inquietos en su conciencia (que pretenden defender la causa del egoísmo como causa del bienestar general -), quiere saber ni oler nada de que el «bienestar general» no es un ideal, ni una meta, ni un concepto aprehensible de algún modo, sino uinicamente un vomitivo, - de que lo que es justo para uno no puede ser de ningún modo justo para otro, de que exigir una moral para todos equivale a lesionar cabalmente a los hombres superiores, en suma, de que existe un orden jerárquico entre un hombre y otro hombre mas alla del blen y del mal y, en consecuencia, también entre una moral y otra moral. Constituyen una especie de hombres modesta, fundamentalmente mediocre, esos ingleses utilitaristas, y, como queda dicho: de su utilidad, por el hecho de ser aburridos, nunca podrá ser suficientemente elevada la idea que tengamos. Incluso se los debería alentar, como se ha intentado hacerlo en parte con los versos siguientes:

¡Salud a vosotros, bravos carreteros,
Siempre «cuanto más largo, tanto mejor»,
Tiesos siempre de cabeza y rodilla,
Carentes de entus!asmo, carentes de bromas,
Indestructiblemente mediocres,
Sans genie er sans esprit!
[¡sin genio y sin espíritu!].



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En esas épocas tardías que tienen derecho a estar orgullosas de su humanitarismo subsisten, sin embargo, tanto miedo, tanta superstición del miedo al «animal salvaje y cruel», cuyo sometimiento constituye cabalmente el orgullo de esas épocas más humanas, que incluso las verdades palpables permanecen inexpresadas durante siglos, como si hubiera un acuerdo sobre ello, debido a que aparentan ayudar a que aquel animal salvaje, matado por fin, vuelva a la vida Quizá yo corra algún riesgo por dejarme escapar esa verdad: que otros la capturen de nuevo y le den a beber la necesaria cantidad de «leche del modo piadoso de pensar» para que quede quieta y olvidada en su antiguo rincón. - Tenemos que cambiar de ideas acerca de la crueldad y abrir los ojos; tenemos que aprender por fin a ser impacientes, para que no continúen paseándose por ahí, con aire de virtud y de impertinencia, errores inmodestos y gordos, tales como los que, por ejemplo, han sido alimentados con respecto a la tragedia por filósofos viejos y nuevos. Casi todo lo que nosotros denominamos «cultura superior» se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad - tal es mi tesis; aquel «animal salvaje» no ha sido matado en absoluto, vive, prospera, únicamente - se ha divinizado. Lo que constituye la voluptuosidad dolorosa de la tragedia es crueldad; lo que produce un efecto agradable en la llamada compasión trágica y, en el fondo, incluso en todo lo sublime, hasta llegar a los más altos y delicados estremecimientos de la metafisica, eso recibe su dulzura únicamente del ingrediente de crueldad que lleva mezclado. Lo que disfrutaba el romano en el circo, el cristiano en los éxtasis de la cruz, el español ante las hogueras o en las corridas de
toros, el japonés de hoy que se aglomera para ver la tragedia, el obrero del suburbio de París que tiene nostalgia de revoluciones sangrientas, la wagneriana que «aguanta», con la voluntad en vilo, Tristán e Isolda, - lo que todos ésos disfrutan y aspiran a beber con un ardor misterioso son los brebajes aromáticos de la gran Circo «crueldad». En esto, desde luego, tenemos que ahuyentar de aquí a la psicología cretina de otro tiempo, la cual únicamente sabía enseñar, acerca de la crueldad, que ésta surge ante el espectáculo del sufrimiento ajeno: también en el sufrimiento propio, en el hacerse-sufrir-a-sí-mismo se da un goce amplio, amplísimo, - y en todos los lugares en que el hombre se deja persuadir a la autonegación en el sentido religioso, o a la automutilación, como ocurre entre los fenicios y ascetas, o, en general, a la desensualización, desencarnación, contrición, al espasmo puritano de penitencia, a la vivesección de la conciencia y al pascaliano sacrifizio dell' intelletto [sacrificio del entendimiento], allí es secretamente atraido y empujado hacia adelante por su crueldad, por aquellos peligrosos estremecimientos de la crueldad vuelta contra nosotros mismos. Finalmente, considérese que incluso el hombre del conocimiento, al coaccionar a su espiritu a conocer, en contra de la inclinación del espíritu y también, con bastante frecuencia, en contra de los deseos del corazón, - es decir, al coaccionarle a decir no alli donde él querría decir sí, amar, adorar -, actúa como artista y glorificador de la crueldad; el tomar las cosas de un modo profundo y radical constituye y una violación, un querer-hacer-daño a la voluntad fundamental del espíritu, la cual quiere ir incesantemente hacia la apariencia y hacia las superficies, - en todo querer-conocer hay ya una gota de crueldad.

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Quizá no se entienda sin más lo que acabo de decir acerca de una «voluntad fundamental del espíritu»: permítaseme un esclarecimiento. - Ese algo imperioso a lo que el pueblo llama «el espíritu» quiere ser señor y sentirse señor dentro de sí mismo y a su alrededor: tiene voluntad de ir de la pluralidad a la simplicidad, una voluntad opresora, domeñadora, ávida de dominio y realmente dominadora. Sus necesidades y capacidades son en esto las mismas que los fisiólogos atribuyen a todo lo que vive, crece y se multiplica. La fuerza del espíritu para apropiarse de cosas ajenas se revela en una tendencia enérgica a asemejar lo nuevo a lo antiguo, a simplificar lo complejo, a pasar por alto o eliminar lo totalmente contradictorio: de igual manera, el espíritu subraya, destaca de modo arbitrario y más fuerte, rectifica, falseándolos, determinados rasgos y líneas de lo extraño, de todo fragmento de «mundo externo». Su propósito se orienta a incorporar a si nuevas «experiencias», a ordenar cosas nuevas bajo órdenes antiguos, -- es decir, al crecimiento, o dicho de modo más preciso aún, al sentimiento de la fuerza multiplicada. Al servicio de esa misma voluntad hállase también un instinto aparentemente contrario del espíritu, una súbita resolución de ignorar, de aislarse voluntariamente, un cerrar las propias ventanas, un decir interiormente no a esta o a aquella cosa, un no dejar que nada se nos acerque, una especie de estado de defensa contra muchas cosas de las que cabe tener un saber, un contentarse con la oscuridad con el horizonte que nos aísla, un decir si a la ignorancia y un darla por buena: todo lo cual es necesario, de acuerdo con el grado de nuestra propia fuerza de asimilación, de nuestra «fuerza digestiva», para hablar en imágenes - y en realidad a lo que más se asemeja «el espíritu» es a un estómago. Asimismo forma parte de lo dicho la ocasional voluntad del espíritu de dejarse engañar, acaso porque barrunte pícaramente que las cosas no son de este y el otro modo, que únicamente nosotros las consideramos de ese y el otro modo, un placer en toda inseguridad y equivocidad, un exultante autodisfrute de laestrechez y clandestinidad voluntarias de un rincón, de lo demasiado cerca, de la fachada, de lo agrandado, empequeñecido, desplazado, embellecido, un autodisfrute de la arbitrariedad de todas esas exteriorizaciones de poder. Forman, en fin, parte de lo dicho aquella prontitud del espíritu, que no deja de dar que pensar, para engañar a otros espíritus y disfrazarse ante ellos, aquella presión y empuje permanentes de un espíritù creador, configurador, transmutador: el espíritu goza aquí de su pluralidad de máscaras y de su astucia, goza también del sentimiento de su seguridad en ello, - ¡son cabalmente sus artes proteicas, en efecto, las que mejor le defienden
y esconden! - En contra de esa voluntad de apariencia, de simplificación, de máscara, de manto, en suma, de superficie - pues toda supeíficie es un manto - actúa aquella sublime tendencia del hombre del conocimiento a tomar y querer tomar las cosas de un modo profundo, complejo, radical: especie de crueldad de la conciencia y el gusto intelectuales que todo pensador valiente reconocerá en sí mismo, suponiendo que, como es debido, haya endurecido y afilado durante suficiente tiempo su ojo para verse a sí mismo y esté habituado a la disciplina rigurosa, también a las palabras rigurosas. Ese pensador dirá «hay algo cruel en la tendencia de mi espiritu»: - ¡que los virtuosos y amables intenten disuadirle de ello! De hecho, más agradable de oír seria el que de nosotros - de nosotros los espíritus libres, muy libres -- se dijese, se murmurase, se alabase que poseemos, por ejemplo, en lugar de crueldad, una «desenfrenada honestidad»: - ¿y acaso será eso lo que diga en realidad nuestra- fama póstuma? Entre tanto - pues hay tiempo hasta entonces - a lo que menos nos inclinamos nosotros sin duda es a adornarnos con tales brillos y guirnaldas morales de palabras: todo nuestro trabajo realizado hasta ahora nos quita las ganas cabalmente de ese gusto y de su alegre exuberancia. Palabras hermosas, resplandecientes, tintineantcs, solemnes son: honestidad, amor a la verdad, amor a la sabiduría, inmolación por el conocimiento, heroísmo del hombre veraz, - hay en ellas algo que hace hincharse a nuestro orgullo. Pero nosotros los eremitas y marmotas, nosotros hace ya mucho tiempo que nos hemos persuadido, en el secreto de una conciencia de eremita, de que también ese digno adorno de palabras forma parte de los viejos y mentidos adornos, cachivaches y polvos de oro de la inconsciente vanidad humana, de que también bajo ese color u esa capa de pintura halagadores tenemos que reconocer de nuevo el terrible texto básico homo natura [el hombre naturaleza]. Retraducir, en efecto, el hombre a la naturaleza; adueñarse de las numerosas, vanidosas e ilusas interpretaciones y significaciones secundarias que han sido garabateadas y pintadas hasta ahora sobre aquel eterno texto básico homo natura; hacer que en lo sucesivo el hombre se enfrente al hombre de igual manera que hoy, endurecido en la disciplina de la ciencia, se enfrenta ya a la otra naturaleza con impertérritos ojos de Edipo y con tapados oidos de Ulises, sordo a las atrayentes melodías de todos los viejos cazapájaros metafísicos que durante demasiado tiempo le han estado soplando con su flauta: «¡Tú eres más! ¡Tú eres superior! ¡Tú eres de otra procedencia!»- quizá sea ésta una tarea rara y loca, pero es una tarea - ¡quién iba a negarlo! ¿Por qué hemos elegido nosotros esa tarea loca? O hecha la pregunta de otro modo: «¿Por qué, en absoluto, el conocimiento?» - Todo el mundo nos preguntará por esto. Y nosotros, apremiados de ese modo, nosotros, que ya cien veces nos hemos preguntado a nosotros mismos precisamente eso, no hemos encontrado ni encontramos respuesta mejor que...

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El aprender nos transforma, hace lo que hace todo alimento, el cual no se limita tampoco a «mantener» -: como sabe el fisiólogo. Pero en el fondo de nosotros, totalmente «allá abajo», hay en verdad algo rebelde a todo aleccionamiento, una roca granítica de fatum [hado] espiritual, de decisión y respuesta predeterminadas a preguntas predeterminadas y elegidas. En todo problema radical habla un inmodificable «esto soy yo»; acerca del varón y de la mujer, por ejemplo, un pensador no puede aprender nada nuevo, sino sólo aprender hasta el final, - sólo descubrir hasta el final lo que acerca de esto «está fijo». Muy pronto encontramos ciertas soluciones de problemas que constituyen cabalmente para nosotros una creencia sólida; quizá las llamemos en lo sucesivo nuestras «convicciones». Más tarde - vemos en ellas únicamente huellas que nos conducen al conocimiento de nosotros misrnos, indicadores que nos señalan el problema que nosotros somos, - o más exactamente, la gran estupidez que nosotros somos, nuestro fatum [hado] espiritual, aquel algo rebelde a todo aleccionamiento que está totalmente «allá abajo». - Teniendo en cuenta estas abundantes delicadezas que acabo de tener conmigo mismo, acaso me estará permitido enunciar algunas verdades acerca de la «mujer en sí»: suponiendo que se sepa de antemano, a partir de ahora, hasta qué punto son cabalmente nada más que - mis verdades. -

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La mujer quiere llegar a ser independiente: y para ello comienza ilustrando a los hombres acerca de la «mujer en sí» - éste es uno de los peores progresos del afeamiento general de Europa. ¡Pues qué habrán de sacar a luz esas burdas tentativas del cientificismo y autodesnudamiento femeninos! Son muchos los motivos de pudor que la mujer tiene; son muchas las cosas pedantes, superficiales, doctrinarias, mezquinamente presuntuosas, mezquinamente desenfrenadas e inmodestas que en la mujer hay escondidas - ¡basta estudiar su trato con los niños! , cosas que, en el fondo, por lo que mejor han estado reprimidas y domeñadas hasta ahora ha sido por el miedo al varón. ¡Ay si alguna vez a lo «eternamente aburrido que hay en la mujer»- ¡tiene abundancia de ello! - le es lícito atreverse a manifestarse!, ¡si ella comienza a olvidar radicalmente y por principio su inteligencia y su arte, la inteligencia y el arte de la gracia, del jugar, del disipar las preocupaciones, de volver ligeras las cosas y tomárselas a la ligera, su sutil destreza para los deseos agradables! Alzanse ya ahora voces femeninas que, ¡por San Aristófanes!, hacen temblar, se nos amenaza con decirnos con claridad médica qué es lo que la mujer quiere ante todo y sobre todo del varón. ¿No es de pésimo gusto que la mujer se disponga así a volverse científica?  Hasta ahora, por fortuna, el aclarar las cosas era asunto de hombres, don de hombres - con ello éstos permanecían «por debajo de sí mismos»; y, en última instancia, con respecto a todo lo que las muieres escriban sobre «la mujer» es lícito reservarse una gran desconfianza acerca de si la mujer quiere propiamente aclaración sobre sí misma - y puede quererla... Si con esto una mujer no busca un nuevo adorno para sí - yo pienso, en efecto, que el adornarse forma parte de lo eternamente femenino -, bien, entonces lo que quiere es despertar miedo de ella: - con esto quizá quiera dominio. Pero no quiere la verdad: ¡qué le importa la verdad a la mujer! Desde el comienzo, nada resulta más extraño, repugnante, hostil en la mujer quc la verdad, - su gran arte es la mentira, su máxima preocupación son la apariencia y la belleza. Confesémoslo nosotros los varones: nosotros honramos y amamos en la mujer cabalmente ese arte y ese instinto: nosotros, a quienes las cosas nos resultan más difíciles y que con gusto nos juntamos, para nuestro alivio, con seres bajo cuyas manos, miradas y delicadas tonterías parécennos casi una tontería nuestra seriedad, nuestra gravedad y profundidad. - Finalmente yo planteo esta pregunta: ¿alguna vez una mujer ha concedido profundidad a una cabeza de mujer, justicia a un corazón de mujer? ¿Y no es verdad que, a grandes rasgos, «la mujer» ha sido hasta ahora lo más desestimado por la mujer - y no, en modo alguno por nosotros! - Nosotros los varones deseamos que la mujer no continúe desacreditándose mediante la ilustración: así como fue preocupación y solicitud del varón por la mujer el hecho de que la Iglesia decretase: mulier taceat in ecclesia [¡calle la mujer en la iglesia!] Fue en provecho de la mujer por lo que Napoleón dio a entender a la demasiado locuaz Madame de Staël: mulier taceat in politicis![:¡calle la mujer en los asuntos políticos!] - y yo pienso que es un auténtico amigo de la mujer el que hoy les grite a las mujeres: mulier taceat de muliere!      [¡calle la mujer acerca de la mujer!]

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Delata una corrupción de los instintos - aun prescindiendo de que delata un mal gusto - el que una mujer invoque cabalmente a Madame Roland o a Madame de Staël o a Monsieur George Sand como si con esto se demostrase algo a favor de la «mujer en sí». Las mencionadas son, entre nosotros los varones, las tres mujeres ridículas en sí - ¡nada más! - y, cabalmente, los mejores e involuntarios contra-argumentos contra la emancipación y contra la soberania femenina.

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La estupidez en la cocina; la mujer como cocinera; ¡el horroroso descuido con que se prepara el alimento de la familia y del dueño de la casa! La mujer no comprende qué significa la comida: ¡y quiere ser cocinera! ¡Si la mujer fuese una criatura pensante habria tenido que encontrar desde hace milenios, en efecto, como cocinera, los más grandes hechos fisiológicos, y asimismo habría tenido que apoderarse de la medicina! Las malas cocineras - la completa falta de razón en la cocina, eso es lo que más ha retardado, lo que más ha perjudicado el desarrollo del hombre: hoy mísmo las cosas están únicamente un poco mejor. Un discurso para alumnas de los cursos superiores.

235
Hay giros y ocurrencias del espíritu, hay sentencias, un pequeño puñado de palabras, en que una cultura entera, una sociedad entera quedan cristalizadas de repente. De ellos forma parte aquella frase incidental de Madame de Lambert a su hijo: mon ami, ne vouss permettez jamais que de folies, qui vous feron grand plaisir [amigo mío, no os permitáis nunca más que locuras que os produzcan un gran placer]: - dicho sea de paso, la frase más maternal y más inteligente que se ha dirigido nunca a un hijo.

236
Lo que Dante y Goethe creyeron de la mujer - el primero, al cantar ella guardaba suso, ed io in lei [ella miraba hacia arriba, y yo hacia ella], el segundo, al traducir «lo eterno femenino nos arrastra hacia arriba -: yo no dudo de que toda mujer un poco noble se opondrá a esa creencia, pues ella cree cabalmente eso de lo eterno masculino...

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Siete refranillos sobre las mujeres

¡Cómo vuela el aburrimiento más prolongado cuando un hombre se arrastra hacia nosotras!

La vejez, ¡ay!, y la ciencia dan fuerza incluso a la virtud débil.

El traje negro y el mutismo visten de inteligencia a cualquier mujer.

¿A quién estoy agradecida en mi felicidad? ¡A Dios! - y a mi costurera.

Joven: caverna florida. Vieja: de ella sale un dragón.

Nombre noble, pierna bonita y, además, un varón: ¡oh si éste fuera mío!

Discurso corto, sentido largo - ¡hielo resbaladizo para la burra!

Las mujeres han sido tratadas hasta ahora por los hombres como pájaros que, desde una altura cualquiera, han caído desorientados hasta ellos: como algo más fino, más frágil, más salvaje, más prodigioso, más dulce, más lleno de alma, - como algo que hay que encarcelar para que no se escape volando.


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No acertar en el problema básico «varón y mujer», negar que aquí se dan el antagonismo más abismal y la necesidad de una tensión eternamente hostil, soñar aquí tal vez con derechos iguales, educación igual, exigencias y obligaciones iguales: esto constituye un signo tipico de superficialidad, y a un pensador que en este peligroso lugar haya demostrado ser superficial - ¡superficial de instinto! es lícito considerarlo sospechoso, más aún, traicionado, descubierto: probablemente será demasiado «corto» para todas las cuestiones básicas de la vida, también de la vida futura, y no podrá descender a ninguna profundidad. Por el contrario, un varón que tenga profundidad, tanto en su espíritu como en sus apetitos, que tenga también aquella profundidad de la benevolencia que es capaz de rigor y dureza, y que es fácil de confundir con éstos, no puede pensar nunca sobre la mujer más que de manera oriental: tiene que concebir a la mujer como posesión, como propiedad encerrable bajo llave, como algo predestinado a servir y que alcanza su perfeccción en la servidumbre, - tiene que apoyarse aquí en la inmensa razón de Asia, en la superioridad de instintos de Asia: como lo hicieron antiguamente los griegos, los mejores herederos y discípulos de Asia, quienes, como es sabido, desde Homero hasta los tiempos de Pericles, conforme iba aurmentando su cultura y extendiéndose su fuerza, se fueron haciendo también, paso a paso, más rigurosos con la mujer, en suma, más orientales. Qué necesario, qué lógico, qué humanamente deseable fue esto: ¡reflexionemos sobre ello en nuestro interior!

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El sexo débil en ninguna otra época ha sido tratado por los varones con tanta estima como en la nuestra - esto forma parte de la tendencia y del gusto básico democráticos, lo mismo que la irrespetuosidad para con la vejez -: ¿qué de extraño tiene el que muy pronto se vuelva a abusar de esa estima? Se quiere más, se aprende a exigir, se acaba considerando que aquel tributo de estima es casi ofensivo, se preferiría la rivalidad por los derechos, más aún, propiamente la lucha: en suma, la mujer pierde pudor. Añadamos en seguida que pierde también gusto. Desaprende a temer al varón: pero la mujer que «desaprende el temor» abandona sus instintos más femeninos. Que la mujer se vuelve osada cuando ya no se quiere ni se cultiva aquello que en el varón infunde temor o, digamos de manera más precisa, el varón existente en el varón, eso es bastante obvio, también bastante comprensible; lo que resulta más difícil de comprender es que cabalmente con eso - la mujer degenera. Esto es lo que hoy ocurre: ¡no nos engañemos sobre ello! En todos los lugares en que el espíritu industrial obtiene la victoria sobre el espíritu militar y aristocrático la mujer aspira ahora a la independencia económica y jurídica de un dependiente de comercio: «la mujer como dependiente de comercio» se halla a la puerta de la moderna sociedad que está formándose. En la medida en que de ese modo se posesiona de nuevos derechos e intenta convertirse en «señor» e inscribe el «progreso» de la mujer en sus banderas y banderitas, en esa misma medida acontece, con terrible claridad, lo contrario: la mujer retrocede. Desde la Revolución francesa el influjo de la mujer ha disminuido en Europa en la medída en que ha crecido en derechos y exigencias; y la «emancipación de la mujer», en la medida en que es pedida y promovida por las mujeres mismas (y no sólo por cretinos masculinos), resulta ser de ese modo un sintoma notabilísimo de la debilitación y el embotamiento crecientes de los más femeninos de todos los instintos. Hay estupidez en ese movimiento, una estupidez casi masculina, de la cual una mujer bíen constituida - que es siempre una mujer inteligente - tendría que avergonzarse de raíz. Perder el olfato para percibir cuál es el terreno en que con más seguridad se obtiene la victoria; desatender la ejercitación en nuestro auténtico arte
de las armas; dejarse ir ante el varón, tal vez incluso «hasta el libro», en lugar de observar, como antes, una disciplina y una sutil y astuta humildad; trabajar, con virtuoso atrevimiento, contra la creencia del varón  en un ideal radicalmente distinto encubierto en la mujer, en lo eterno y necesariamente femenino; disuadir al hombre, de manera expresa y locuaz, de que la mujer tiene que ser mantenida, cuidada, protegida, tratada con indulgencia, cual un animal doméstico bastante delicado, extrañamente salvaje y, a menudo, agradable; el torpe e indignado rebuscar todo lo que de esclavo y servil ha tenido y aún tiene la posción de la mujer en el orden social vigente hasta el momento (como si la esclavitud fuese un contraargumento y no, más bien, una condición de toda cultura superior, de toda elevación de la cultural: - ¿qué significa todo eso más que una disgregación de los instintos femeninos, una desfeminización?   Desde luego, hay bastantes amigos idiotas de la mujer y bastantes pervertidores idiotas de la mujer entre los asnos doctos de sexo masculino que aconsejan a la mujer desfeminizarse de ese modo e imitar todas las estupideces de que en Europa está enfermo el «varón», la «masculinidad» europea, - ellos quisieran rebajar a la mujer hasta la «cultura general», incluso hasta a leer periódicos e intervenir en la política. Aquí y allá se quiere hacer de las mujeres librepensadores y literatos: como si una mujer sin piedad no fuera, para un hombre profundo y ateo, algo completamente repugnante o ridículo -; casi en todas partes se echa a perder los nervios de las mujeres con la más enfermiza y peligrosa de todas las especies de música (nuestra musica alemana más reciente)y se las vuelve cada día más histéricas y más incapaces para atender a su primera y última profesión, la de dar luz hijos robustos. Se las quiere «cultivar  más aún, y,   según se dice, se quiere, mediante la cultura, hacer fuerte al «sexo débil»: como si la historia no enseñase del modo más insistente posible que el «cultivo» del ser humano y el debilitamiento - es decir, el debilitamiento, la disgregación, el enfermar de la fuerza de la voluntad, han marchado siempre juntos, y que las mujeres más poderosas e influyentes del mundo (últimamente, la madre de Napoleón) han debido su poder y su preponderancia sobre los varones precisamente a su fuerza de voluntad - ¡y no a los maestros de escuela! - Lo que en la mujer infunde respeto y, con bastante frecuencia, temor es su naturaleza, la cual es «más natural» que la del hombre, su elasticidad genuina y astuta, como de animal de presa, su garra de tigre bajo el guante, su ingenuidad en el egoísmo, su ineducabilidad y su interno salvajismo, el carácter inaprensible, amplio, errabundo de sus apetitos y virtudes... Lo que, pese a todo el miedo, hace tener compasión de ese peligroso y bello gato que es la «mujer» es el hecho de que aparezca más doliente, más vulnerable, más necesitada de amor y más condenada al desengaño que ningún otro animal. Miedo y compasión: con estos sentimientos se ha enfrentado hasta ahora el varón a la mujer, siempre con un pie ya en la tragedia, la cual desgarra en la medida en que embelesa -. ¿Cómo? ¿Y estará acabando esto ahora?   ¿Y se trabaja para desencantar a la mujer?  ¿Aparece lentamente en el horizonte la aburridificación de la muier?  ¡Oh Europa! ¡Europa! ¡Es conocido el animal con cuernos que más atractivo ha sido siempre para ti del cual te viene siempre el peligro! Tu vieja fábula podría volver a convertirse en «historia», - ¡la estupidez podría volver a adueñarse de ti y a arrebatarte! Y bajo ella no se escondería un dios, ¡no!, ¡sino únicamente una «idea», una «idea moderna»


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Presentación
















PSICÓLOGOS:
En el prólogo de 1886 al primer tomo de Humano, demasiado humano, pregunta también Nietzsche: «Pero ¿dónde existen hoy psicólogos? En Francia, con toda certeza; tal vez en Rusia; con toda seguridad, no en Alemania.» Véase tambien Ecce homo: «No veo en absoluto en qué siglo de la historia resultaria posible pescar de un solo golpe psicólogos tan curiosos y a la vez tan delicados como en el Paris de hoy


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LA VERDAD COMO MUJER:
Sobre la verdad concebida como mujer véase, antes, nota 1.


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SAINT-EVREMOND:
Carlos de Marguetel de Saint-Denis, senor de Saint-Evremond (1610-1703), cortesano, militar y literato francés, es uno de los precursores de Voltaie y Montesquieu, y el crítico literario francés más importante anterior a Diderot. En sus Dissertations sur la tragédie ancienne et moderne et sur les poemes de anciens (1685) dice a propósito de la palabra «vaste»: «Respecto a Homero, es maravilloso en cuanto es puramente natural: justo en los caracteres, natural en las pasiones, admirable en conocer bien y en expresar bien lo que depende de nuestra naturaleza. Cuando su espíritu vasto se ha extendido sobre la naturaleza de los dioses, ha hablado tan extravagantemente que Platón le ha expulsado de su República como a un loco


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LA CHIAJA:
La Chiaja es un barrio popular de Nápoles que se extiende en dirección a Posilipo. Nietzsche visitó estos lugares a mediados de febrero de 1877, durante su estancia en Sorrento.


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NITIMUR IN VETITUM:
Expresión de Ovidio (3 Amores, 4, 17), repetida por Nietzsche en otros muchos lugares. El contexto en Ovidio es: Nitimur in vetitum semper cupimusque negata; sic interdictis imminet aeger aquis [Nos lanzamos siempre hacia lo prohibido y deseamos lo que se nos niega; asi el enfermo acecha las aguas prohibidas]. Para Nietzsche llegó a ser casi un lema.


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BENTHAM:
J. Bentham (1748-1832), filósofo y economista inglés, fundador del utilitarismo como sistema de moral.


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COMPARACIÓN HOMÉRICA:
Sin duda, Nietzsche se refiere a la Ilíada, VI, 424, donde Homero habla de los Bousiv Eilipódessiv (bueyes de paso tardo). La clásica traducción alemana de Voss dice: schwerhinwandelndes Hornvieh; también Nietzsche usa aquí el verbo hinwandeln.


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HELVETIUS:
A. Helvetius (1715-1771), fil6sofo francés de la época de la Ilustración, defensor del sensualismo en teoría del conocimiento y del hedonismo en la moral. En su ejemplar de Más allá del bien y del mal, Nietzsche, tras «ese Helvetius,, añadió las siguientes palabras: «ce senateur Pococurante, para decirlo con Galiani».


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LECHE DEL MODO PIADOSO DE PENSAR:
Die Milch der frommen Denkart es un conocido verso de Schiller en Guillermo Tell (acto IV, escena III; monólogo de Guillermo Tell mientras espera matar a Geszler). Nietzsche vuelve a emplearlo en La genealogía de la moral


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AUTOMUTILACIÓN:
Vease, antes, nota 45.


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SACRIFICIO DEL INTELECTO:
Véanse, antes, notas 30 y 44.


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EL ESPÍRITU COMO ESTÓMAGO:
También en Así habló Zaratustra, dice Nietzsche que «el espiritu es un estómago».


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LO ETERNAMENTE ABURRIDO DE LA MUJER:
Das Ewig-Langweilige am Weibe es evidente parodia de los dos versos finales del Fausto, de Goethe, apoyada en la similitud entre weiblich (femenino)y langweiblich (aburrido):
Das Ewig-Weibliche
Zieht uns hinan
[Lo eterno femenino
nos arrastra hacia lo alto]


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MULIER TACEAT IN ECCLESIA:
La frase citada por Nietzsche procede de Pablo, Primera carta a los Corintios, 14, 34: Mulieres in ecclessiis taceant [las mujeres están calladas en las reuniones o asambleas]. Suele usarse esta frase, sin embargo, no en plural, sino en singular, como hace Nietzsche. Quien dio popularidad a tal expresión en Alemania fue Goethe, con uno de sus Zahnie Xenien [Epigramas suaves], libro VII:
Was werden das für Zeiten:
In Ecclesia mulier taceat!
Jetzt, da eine Jegliche Stimme hat,
was will Ecclesia bedeuten?
¡Qué tiempos aquellos!:
In Ecclesia mulier taceat.
Ahora, cuando cualquier mujer tiene voz,
¿qué va a significar Ecclesia)
Probablemente, Nietzsche conoce esta expresión a través de Goethe.


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MULIER TACEAT IN POLITICIS:
Son conocidas las disputas entre Napoleón y la baronesa de Staël. El primero, en 1802, desterró de París a la segunda, irritado por sus continuas intromisiones en politica, y en 1810 mandó destruir la primera edición del libro de ésta De 1'Allemagne, que fue reimpreso en Londres en 1819.


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MADAMES ROLAND-STAËL-SAND:
Las tres mujeres citadas aquí por Nietzsche eran consideradas en su tiempo como símbolos de la emancipación femenina. Madame Roland (1754-1793) fue la esposa de un político girondino, en los tiempos de la Revolución francesa. Ganada por el estudio de la Antigüedad para la causa de la República, ejerció en París, desde 1791, una gran influencia sobre los jefes de los girondinos. Al fracasar este partido, fue condenada a muerte y guillotinada. Suya es la frase, pronunciada al subir al cadalso: «¡Oh libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!» De Madame de Staël ya se ha hablado antes, en las notas 111 y 129. En cuanto a la tercera mujer, sarcásticamente llamada por Nietzsche Monsieur, George Sand es el seudónimo de la escritora francesa Aurora Dupin (1804-1876), célebre tanto por sus amores como por sus escritos. En sus novelas ataca la moral burguesa y defiende el derecho de la mujer al amor extramatrimonial. En Crepúsculo de los ídolos Nietzsche se ensañó con ella; así, en el apartado «Incursiones de un intempestivo», 1, dice:«George
Sand: lactea ubertas
[abundancia de leche], o dicho en alemán: la vaca de leche con 'bello estilo
'.» Y en el 6, dedicado enteramente a ella, la califica de «fecunda vaca de escribir».


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COCINA Y MUJER:
Sobre la importancia que Nietzsche atribuía a la cocina y a los problemas de la alimentación véase sobre todo el capítulo «Por qué soy tan inteligente», 1, de Ecce homo.


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MADAME DE LAMBERD:
A. T. de Lambert (1647-1733), escritora y moralista francesa, escribe la citada frase en su obra Avis d' une mere a son fils (1726). La cita exacta es: Mon ami, ne vous permettez jamais que des folies qui vous fassent plaisir.


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MIRAR HACIA ARRIBA Y HACIA ABAJO:
La frase de Dante se encuentra en la Divína Comedia, «Paraíso», II, 22: Beatrice in suso, ed io in lei guardava.


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LO ETERNO FEMENINO NOS ARRASTRA HACIA ARRIBA::
Con estos dos versos, como es sabido, concluye el Fausto, de Goethe. Parodiando estos versos, ha hablado antes Nietzsche de «lo eterno aburrido en la mujer». Véase también nota 127.


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SIETE REFRANILLOS SOBRE LAS MUJERES:
En las siete sentencias que siguen Nietzsche imita otros tantos refranes alemanes.


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MEMO Y SUPERFICIAL:
La palabra Flachköpfigkeit (literal: cabeza poco honda), empleada por Nietzsche, y que hemos traducido por «superficialidad», tíene también el significado de «memez».


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ESPÍRITU INDUSTRIAL MILITAR Y ARISTOCRÁTICO:
La relación entre el espíritu industrial, por un lado, y el espíritu militar y aristocrático, por otro, es tema tratado por Nietzsche en otros lugares. Véase, por ejemplo, La gaya ciencia, aforismo 31, titulado «Comercio y noblaa», y antes, Humano, demasiado humano, I, aforismo 441, titulado «De sangre». Sobre la llamada «cultura industrial», véase La gaya ciencia, aforismo 40, «De la falta de forma aristocrática».


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EUROPA Y EL TORO:
El «animal con cuernos» es, claro está, el mitológico toro de inmaculada blacura (o Zeus animalizado en figura de  toro) que raptando a la princesa Europa, se la llevó consigo a Creta.


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SECCIÓN OCTAVA:Pueblos y Patrias

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He vuelto a oír, por vez primera, _ la obertura de Richard Wlagner para Los
maestros cantores: es éste un arte suntuoso, sobrecargado, grave y tardío, el cual tiene el orgullo de presuponer que, para comprenderlo, continúan estando vivos dos siglos de música: - ¡honra a los alemanes el que semejante orgullo no se haya equivocado en el cálculo! ¡Qué savias y fuerzas, qué estaciones y climas están aquí mezclados! Unas veces nos parece anticuado, otras, extranjero, áspero y superjoven, es tan caprichoso como pomposamente tradicional, no raras veces es pícaro y, con más frecuencia aún, rudo y grosero, - tiene fuego y coraje y, a la vez, la reblandecida y amarillenta piel de los frutos que han madurado demasiado tarde. Corre ancho y lleno: y de repente surge un instante de vacilación inexplicable, como un vacío que se abre entre causa y efecto, una opresión que nos hace soñar, casi una pesadilla -, pero ya vuelve a fluir, ancha y extensa, la vieja corriente de bienestar, de un bienestar sumamente complejo, de una felicidad vieja y nueva, en cuya cuenta se incluye, y mucho, la felicidad que el artista siente en sí mismo, de la cual no quiere hacer un secreto, su asombrada y feliz consciencia de artisticos nuevos, recién adquiridos y no probados antes, como parece darnos a entender. Vistas las cosas en conjunto, no hay aquí belleza, ni sur, ni la meridional y fina luminosidad del cielo, ni gracia, ni baile, ni apenas voluntad de lógica; incluso hay una cierta torpeza, que además es subrayada, como si el artista quisiera decirnos: «ella forma parte de mi intención»; un aderezo pesado, una cosa voluntariamente bárbara y solemne, un centelleo de preciosidades y recamados doctos y venerables; una cosa alemana en el mejor y en el peor sentido de la palabra, una cosa compleja, informe e inagotable a la manera alemana; una cierta potencialidad y sobreplenitud alemanas del alma, que no tienen miedo de esconderse bajo los refinamientos de la decadencia, - que acaso sea allí donde más a gusto se encuentren; un exacto y auténtico signo característico del alma alemana, que es a la vez joven y senil, extraordinaïiamente madura y extraordinariamente rica todavía de futuro. Esta especie de música es la que mejor expresa lo que yo pienso de los alemanes: son de antes de ayer y de pasado mañana, - aun no tienen hoy.

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Nosotros «los buenos europeos»: también nosotros tenemos horas en las que nos permitimos una patriotería decidida, un batacazo y una recaída en viejos amores y estrecheces - acabo de dar una prueba de ello - horas de hervores nacionales, de ahogos patrióticos y de todos los demás anticuados desbordamientos sentimentales. Espíritus más tardos que nosotros tardarán acaso amplios espacios de tiempo en desembarazarse de eso que en nosotros se limita a unas horas y en unas horas concluye, unos tardarán medio año, otros, media vida, según la rapidez y fuerza de su digestión y de su «metabolismo». Más aún, yo podría imaginarme razas torpes, vacilantes, que incluso en nuestra presurosa Europa necesitarían medio siglo para superar tales atávicos accesos de patriotería y de apegamiento al terruño y para volver a retornar a la razón, quiero decir, al «buen europeísmo». Y mientras estoy divagando sobre esa posibilidad, me acontece que asisto como testigo de oído a una conversación entre dos viejos «patriotas», - evidentemente ambos oían mal, y por ello hablaban tanto más alto. «Ese entiende y sabe de filosofía tanto como un labrador o un estudiante afiliado a una corporación - decía uno -: todavía es inocente. ¡Mas qué importa eso hoy!  Estamos en la época de las masas: éstas se prosternan ante todo lo masivo. Y eso ocurre también in politicis [en los asuntos políticos]. Un estadista que les levante una nueva torre de Babel, un monstruo cualquiera de Imperio y poder, ése es 'grande' para ellos: - qué importa que nosotros los que somos más previsores y más reservados continuemos sin abandonar por el momento la vieja creencia, según la cual únicamente el pensamiento grande es el que da grandeza a una acción o a una causa. Suponiendo que un estadista pusiese a su pueblo en condiciones de tener que hacer en adelante 'gran política', para la cual hállase aquél mal dotado y preparado por naturaleza: de modo que, por amor a una nueva y problemática mediocridad, se viese obligado a sacrificar sus virtudes viejas y seguras, - suponiendo que un estadista condenase a su pueblo a 'hacer política' sin más, siendo asi que hasta ahora ese mismo pueblo tuvo algo mejor que hacer y que pensar, y que en el fondo de su alma no se ha liberado de una previsora náusea frente a la inquietud, vaciedad y ruidosa pendenciosidad de los pueblos que propiamente hacen política: - suponiendo que ese estadista aglomerase las adormecidas pasiones y apetitos de su pueblo, le reprochase su anterior timidez y su anterior gusto en permanecer al margen, le culpase de su extranjerismo y de su secreta infinitud, desvalorizase sus más decididas inclinaciones, diese la vuelta a su conciencia, hiciese estrecho su espíritu, 'nacional' su gusto, - ¡cómo!, ¿es que un estadista que hiciera todo eso, y al que su pueblo tendría que espiar por todo el futuro, en el caso de que tenga futuro, es que semejante estadista sería grande?» «¡Indudablemente! respondió con vehemencia el otro viejo patriota-. ¡de lo contrario, no habría sido capaz de hacer lo que ha hecho! ¡Quizá haya sido una locura querer algo así! ¡Mas tal vez todo lo grande no haya sido en sus comienzos más que una locura!» - «¡Abuso de las palabras! - replicó a gritos su interlocutor: - ¡fuerte! ¡fuerte!, ¡fuerte y loco! ¡No grande!» - Los viejos se habían evidentemente acalorado cuando de ese modo se gritaban a la cara sus «verdades»; pero yo, en mi felicidad y mi más-allá, consideraba cuán pronto dominaría al fuerte otro más fuerte; y también, que exise una compensación para la superficialización espiritual de un pueblo, a saber, la qlue se realiza mediante la profundización de otro. -

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Bien se denomine «civilización» o «humanización» «progreso» a aquello en lo que ahora se busca el  rasto que distingue a los europeos; o bien se lo denomine sencillamente, sin alabar ni censurar, con una fórmula política, el movimiento democrático de Europa: detrás de todas las fachadas morales y políticas a que con tales fórmulas se hace referencia está realizándose un ingenuo proceso fisiológico, que fluye cada vez más, - el proceso de un asemejamiento de los europeos, su creciente desvinculación de las condiciones en que se generan razas ligadas a un clima y a un estamento, su progresiva independencia de todo milieu [medio] determinado, que a  lo largo de siglos se inscribiría en el alma y en el cuerpo con exigencias idénticas, - es decir, la lenta aparición en el horizonte de una especie esencialmente supranacional y nómnda de ser humano, la cual, hablando fisiológicamente, posee, como tipico rasgo distintivo suyo un máximo de arte y de fuerza de adaptación. Este proceso del europeo que está deviniendo, proceso que puede ser retardado en su tempo [ritmo] por grandes recaídas, pero que tal vez justo por ello gane y crezca en vehemencia y profundidad - de él forma parte el todavía furioso Sturm und Drang [borrasca e ímpetu] del
«sentimiento nacional», y asimismo el anarquismo que acaba de aparecer en el horizonte -: ese proceso está abocado probablemente a resultados con los cuales acaso sea con los que menos cuenten sus ingenuos promotores y panegiristas, los apóstoles de las «ideas modernas». Las mismas condiciones nuevas bajo las cuales surgirán, hablando en términos generales, una nivelación y una mediocrización del hombre - un hombre animal de rebaño útíl, laborioso, utilizable y diestro en muchas cosas son idóneas en grado sumo para dar origen a hombres-excepción de una cualidad peligrosísima y muy atrayente. En efecto, mientras que aquella fuerza de adaptación que ensaya minuciosamente condiciones siempre cambiantes y que comienza un nuevo trabajo con cada generación, casi con cada decenio, no hace posible en modo alguno la potencialidad del tipo: mientras que la impresión global producida por tales europeos futuros será probablemente la de obreros aptos para mutuas areas, charlatanes, pobres de voluntad y extraordinariamente adaptables, que necesitan del señor, del que mandia, como del pan de cada día; mientras que la democratización de Europa está abocada, por tanto, a procrear un tipo preparado para la esclavitud en el sentido más sutil: en el caso singular y excepcional el hombre fuerte tendrá que resultar más fuerte y más rico que acaso nunca hasta ahora, - gracias a la falta de prejuicios de su educación, gracias a la ingente multiplicidad de su ejercitación, su arte y su máscara. He querido decir: la democratización de Europa es a la vez un organismo involuntario para criar tiranos, - entendida esta palabra en todos los sentidos, también en el más espiritual.

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Con placer oigo decir que nuestro sol se desplaza con rápido moviniento hacia la constelación de Hécules: y yo espero que el homlre que vive en esta tierra actúe igual que el sol. ¡Y en vanguardia nosotros, nosotros los buenos europeos! -

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Hubo un tiempo en que la gente estnba habituada a otorgar a los alemanes la distinción de llamarlos «profundos»: ahora, cuando el tipo de mayor éxito del nuevo germanismo está ansioso de honores completamente distintos, y en todo lo que tiene profundidad echa de menos tal vez el «arrojo», casi resulta tempestiva y paranoica la duda de si en otro tiempo la gente no se engañaba con aquella alabanza: en suma, de si la profundidad alemana no era en el fondo algo distinto y peor - y algo de que, gracias a Dios, se está en trance de desprenderse con éxito. Hagamos, pues, el intento de modificar nuestras ideas sobre la profundidad alemana: para esto no se necesita más que una pequeña vivisección del alma alemana. - El alma alemana es, ante todo, compleja, tiene orígenes dispares, se compone más bien de elementos yustapuestos y superpuestos, en lugar de estar realmente estructurada: esto depende de su procedencia. Un alemán que quisiera atreverse a afirmar «dos almas habitan, ¡ay!, en mi pecho», faltaría gravemente a la verdad o, mejor dicho, quedaría muchas almas por detrás de la verdad. Por ser un pueblo en que ha habido la más gigantesca mezcolanza y rozamiento de razas, tal vez incluso con una preponderancia del elemento pre-ario, por ser un «pueblo del medio» en todos los sentidos, los alemanes son más inasibles, más amplios, más contradictorios, más desconocidos, más incalculables, más sorprendentes, incluso más terribles que lo son otros pueblos para sí mismos:-escapan a la definición, y ya por eso son la desesperación de los franceses. A los alemanes los caracteriza el hecho de que entre ellos la pregunta «¿qué es alemán?» no se extingue nunca. Kotzebue conocía ciertamente bastante bien a sus alemanes: «Nos han reconocido», decíanle éstos, jubilosos, - pero también Sand creia conocerlos. Jean Paul sabía lo que hacía cuando protestó furiosamente contra las mentirosas, pero patrióticas adulaciones y exageraciones de Fichte, - mas es probable que Goethe pensase sobre los alemanes de modo distinto que Jean Paul, a pesar de que dio la razón a éste en lo referente a Fichte. ¿Qué ha pensado Goethe propiamente sobre los alemanes? - Sobre muchas cosas de las que le rodeaban él nunca habló con claridad, y durante toda su vida fue experto en callar sutilmente: - probablemente tenía buenas razones para hacerlo. Es cierto que no fueron las «guerras de liberación»  las que le hicieron alzar los ojos con mayor alegría, así como tampoco lo fue la Revolución francesa, - el acontecimiento que le hizo cambiar de pensamiento sobre su Fausto, más aún, sobre el entero problema «hombre» fue la aparición de Napoleón. Hay frases de Goethe en las cuales éste enjuicia con una impaciente dureza, como desde un país extranjero, aquello que los alemanes cuentan entre sus motivos de orgullo: el famoso Gemüth [talante] alemán lo define una vez como «indulgencia para con las debilidades ajenas y propias» ¿No tiene razón al decir esto? -- a los alemanes los caracteriza el hecho de que raras veces se carece totalmente de razón al hablar sobre ellos. El alma alemana tiene dentro de sí galerías y pasillos, hay en ella cavernas, escondrijos, calabozos; su desorden tiene mucho del atractivo de lo misterioso; el alemán es experto en los caminos tortuosos que conducen al caos. Y como toda cosa ama su símbolo, así el alemán ama las nubes y todo lo que es poco claro, lo que se halla en devenir, lo crepuscular, lo húmedo y velado: lo incierto, lo no configurado, lo que se desplaza, lo que crece, cualquiera que sea su índole, eso él lo siente como «profundo». El alemán mismo no es, sino que deviene, «se desarrolla». El «desarrollo» es, por eso, el auténtico hallazgo y acierto alemán en el gran imperio de las fórmulas filosóficas: - un concepto soberano, que, en alianza con la cerveza alemana y con la música alemana, trabaja en germanizar a Europa entera. Los extranjeros se detienen, asombrados y atraídos, ante los enigmas que les plantea la naturaleza contradictoria que hay en el fondo del alma alemana (naturaleza contradictoria que Hegel redujo a sistema, y Richard Wanner últimamente todavía a música). «Bonachones y pérfidos» - esa yuxtaposición, absurda con respecto a cualquier otro pueblo, se justifica por desgracia con demasiada frecuencia en Alemania: ¡basta vivir un poco tiempo entre suabos! La torpeza del docto alemán, su insulsez social se compadecen horrosamente bien con una volatinería íntima y con una desenvuelta audacia, de las cuales todos los dioses han aprendido ya a tener miedo. Si se quiere el «alma alemana» mostrada ad oculos [ante la vista] basta con mirar en el interior del gusto alemán, de las artes y costumbres alemanas: ¡qué palurda indiferencia. frente al gusto! ¡Como se hallan juntos allí lo más noble y lo más vulgar! ¡Qué desordenada y rica es toda esa economía anímica! El alemán lleva a rastras su alma, lleva a rastras todas las vivencias que tiene. Digiere mal sus acontecimientos, no se «desembaraza» nunca de ellos; la profundidad alemana es a menudo tan sólo una mala y diferida «digestión». Y así como todos los enfermos crónicos, todos  los dispépticos, tienen inclinación a la comodidad, así el alemán ama la «franqueza» y la «probidad»: ¡qué cómodo es ser france y probo! - Acaso hoy el disfraz más peligroso y más afortunado en que el alemán es experto consista en ese carácter familiar, complaciente, de cartas boca arriba, que tiene la honestidad alemana: ése es su auténtico arte mefistofélico, ¡con él puede llegar todavía lejos»! El alemán se deja ir, y contempla esto con sus fieles, azules, vacíos ojos alemanes - ¡y en seguida el estranjero lo confunde con su camisa de dormir! - He querido decir: sea lo que sea la «profundidad alemana», - ¿acaso no nos permitimos, muy entre nosotros, reírnos de ella? - hacemos bien en continuar honrando su apariencia y su buen nombre y en no cambiar a un precio demasiado barato nuestra vieja reputación de pueblo de la profundidad por el «arrojo» prusiano y por el ingenio y la arena de Berlín. Para un pueblo es cosa inteligente hacerse pasar por profundo, inhábil, bonachón, honesto, no-inteligente: esto podría incluso - ¡ser profundo! En última instancia: debemos honrar nuestro propio nombre - no en vano nos llamamos das «tiusche» Volk, el pueblo engañoso...


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Los «viejos y buenos tiempos» han pasado, con Mozart entonaron su última canción: - ¡qué felices somos nosotros por el hecho de que su rococó nos continúe hablando, por el hecho de que a su «buena sociedad» a su delicado entusiasmo y a su gusto infantil por lo chinesco y florido, a su cortesía del corazón, a su anhelo de cosas graciosas, enamoradas, bailarinas, bienaventuradas hasta el llanto, a su fe en el sur les continúe siendo lícito apelar a un cierto residuo existente en nosotros! ¡Ay, alguna vez esto habrá pasado! - ¡mas quién dudaría de que antes aún habrá desaparecido la capacidad de entender y saborear a Beethoven! - el cual no fue, en efecto, más que el acorde final de una transición estilística y de una ruptura de estilo, y no, como Mozart, el acorde final de un gran gusto europeo que había durado siglos. Beethoven es el acontecimiento intermedio entre un alma vieja y reblandecida, que constantemente se resquebraja, y  un alma futura y superjoven que está llegando constantemente; sobre su música se extiende esa crepuscular luz propia del eterno perder y del eterno y errabundo abrigar esperanzas, - la misma luz en que Europa estaba bañada cuando, con Rousseau, había soñado, cuando bailó alrededor del árbol de la libertad de la Revolución y, por fin, casi adoró a Napoleón. Más con qué rapidez se desvanece ahora precisamente ese sentimiento, qué difícil resulta hoy saber algo de ese sentimiento, -¡qué extraña suena a nuestro oído la lengua de aquellos Rousseau, Schiller, Shelley, Byron, en los cuales, juntos, encontró su camino hacia la palabra el mismo destino de Europa que en Beethoven había sabido cantar! - La música alemana que vino después forma parte del romanticismo, es decir, de un movimiento que, en un cálculo histórico, es aún mjs corto, aún más fugaz, aún más superficial que aquel gran entreacto, que aquella transición de Europa que se extiende desde Rousseau hasta Napoleón y hasta la aparición de la democracia en el horizonte. Weber: ¡qué son para nosotRos hoy Der Freischütz [El cazador furtivo] y Oberón! ¡O Hans Heiling y El vampiro, de Marschner! ¡E incluso el Tannhäuser, de Wagner! Es ésta una música que ha ido dejando de sonar, si bien todavía no está olvidada. Toda esta música del romanticismo, además, no era suficientemente aristocrítica, no era suficientemente música como para lograr imponerse también en otros lugares distintos, a más de en el teatro y ante la multitud; era de antemano música de segundo rango, que entre músicos verdaderos es tenida poco en cuenta. Cosa distinta ocurrió con Félix Mendelssohn, ese maestro alciónico que, por tener un alma más ligera, más pura, más afortunada, fue rapidamente honrado y asimismo rápidamente olvidado: como el bello intermedio de la música alemana. En lo que se refiere a Robert Schumann, que tomaba todo en serio y a quien desde el principio se le tomó también en serio - es el último que ha fundado una escuela -: ¿no se considera hoy entre nosotros como una felicidad, como un respiro de alivio, como una liberación el hecho de que precisamente ese romanticismo schumanniano este esté superado? Schumnnn, refugiado en la suiza sajona» de su alma, hecho a medias a la manera de Werther y a medias a la manera de Jean Paul, ¡ciertamente no a la de Beethoven!, ¡ciertamente, no a la de Byron! - su musica sobre el Manfredo es un desscierto y un malentendido que llegan hasta la injusticia -, Schumann, con su gusto, que en el fondo era un gusto pequeño (es decir, una tendencia peligrosa, doblemente peligrosa entre alemanes, hacia el tranquilo lirismo y la borrachera del sentimiento), un hombre que constantemente se hace a un lado, que se encoge y se retrae tímidamente, un noble alfeñique que se regodeaba en una felicidad y un dolor meramente anónimos, una especie de muchacha y de noli me tangere  [no me toques] desde el comienzo: este Schumann no fue ya en música más que un acontecimiento alemán, y no uno europeo, como lo fue Beethoven, como lo había sido, en medida más amplia aún, Mozart, - con él la música alemana corrió su máximo peligro de perder la voz para expresar el alma de Europa y de rebajarse a ser una mera patriotería.

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-¡Qué tortura son los libros escritos en alemán para quien dispone de un tercer oído! ¡Con qué repugnancia se detiene éste junto a ese pantano, que lentamente va dándose la vuelta, de acordes carentes de armonía, de ritmos sin baile, que entre alemanes se llama un «libro»! ¡Y nada digamos del alemán que lee libros! ¡De qué manera tan perezosa, tan a regañadientes, tan mala lee! Qué pocos alemanes saben y se exigen a sí mismos saber que en toda frase buena se esconde arte, - ¡arte que quiere ser adivinado en la medida en que la frase quiere ser entendida! Un malentendido acerca de su tempo [ritmo], por ejemplo: ¡y la frase misma es malentendida! No permitirse tener dudas acerca de cuáles son las sílabas decisivas para el ritmo, sentir como algo querido y como un atractivo la ruptura de la simetría demasiado rigurosa, prestar oídos finos y pacientes a todo staccato [despegado], a todo rubato [ritmo libre], adivinar el sentido que hay en la sucesión de las vocales y diptongos y el modo tan delicado y vario como pueden adoptar un color y cambiar de color en su sucesión: ¿quien, entre los alemanes lectores de libros, está bien dispuesto a reconocer tales deberes y exigencias y a prestar atención a tanto arte e intención encerrados en el lenguaje? La gente no tiene, en última instancia, precisamente «oído para esto»: por lo cual no se oyen las antítesis más enérgicas del estilo y se derrocha inútilmente, como ante sordos, la maestría artística más sutil. - Estos fueron mis pensamientos cuando noté de qué modo tan torpe y obtuso la gente confundía entre sí a dos maestros en el arte de la prosa, uno al que las palabras le gotean lentas y frías, como desde el techo de una húmeda caverna - él cuenta con su sonido y su eco sofocados -- y otro que maneja su lengua como una espada flexible y que desde el brazo hasta los dedos del pie siente la peligrosa felicidad de la hoja vibrante, extraordinariamente afilada, que quiere morder, silbar, cortar. -

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Que el estilo alemán tiene que ver muy poco con la armonía y con los oídos muéstralo el hecho de que justo nuestros buenos músicos escriben mal. El alemán no lee en voz alta, no lee para el oído, sino simplemente con los ojos: al leer ha encerrado su oído en el cajón. El hombre antiguo, cuando leía - esto ocurría bastante raramente - lo que hacía era recitarse algo a sí mismo, y desde luego en voz alta; la gente se admiraba cuando alguien leía en voz baja, preguntándose a escondidas por las razones de ello. En voz alta: esto quiere decir, con todas las hinchazones, inflexiones, cambios de tono y variaciones de tempo [ritmo] en que se complacía el mundo público de la Antigüedad. Entonces las leyes del estilo escrito eran aún las mismas que las del estilo hablado; y las leyes de éste dependían, en parte, del asombroso desarrollo, de las refinadas necesidades del oído y de la laringe y, en parte, de la fuerza, duración y potencia del pulmón antiguo. Tal como lo entendían los antiguos, un período es en primer término un todo fisiológico, en la medida en que está contenido en una sola respiración. Períodos tales como los que aparecen en Demóstenes, en Cicerón, que se hinchan dos veces y otras dos veces se deshinchan, y todo ello dentro de una sola respiración: ésos son goces para hombres antiguos, los cuales, por su propia instrucción escolar, sabían apreciar la virtud que hay en ello, lo raro y difícil que es declamar tal período: - ¡nosotros no tenemos propiamente ningún derecho al gran período, nosotros los modernos, nosotros los hombres de aliento corto en todos los sentidos! Aquellos antiguos, en efecto, eran todos ellos diletantes de la oratoria, y en consecuencia expertos, y en consecuencia críticos, - de este modo empujaban a sus oradores a llegar hasta el extremo de igual manera que en el siglo pasado, cuando todos los italianos e italianas eran expertos en cantar, el virtuosismo del canto (y con esto también el arte de la melodía) llegó entre ellos a la cumbre. Pero en Alemania (hasta la época más reciente, en que una especie de elocuencia de tribunos agita a sus jóvenes alas con bastante timidcz y torpeza) no ha habido propiamente más que un único género de oratoria pública y más o menos conforme a las reglas del arte: la que se hacía desde el púlpito. Sólo el predicador sabía en Alemnnia cuál es el peso de una sílaba, cuál el de una palabra, hasta qué punto una frase golpea, salta, se precipita, corre, fluye, él era el único que en los oídos tenía conciencia, con bastante frecuencia una conciencia malvada: pues no faltan motives para pensar que preciamente el alemán alcanza habilidad en la oratoria raras veces, casi siempre demasiado tarde. La obra maestra de la prosa alemana es por ello. obviamente, la obra maestra de su máximo predicador: la Biblia ha sido hasta ahora el mejor libro alemán. Comparado con la Biblia de Lutero, casi todo lo demás es sólo «literatura» - con esta que no es en Alemania donde ha crecido, y que por ello tampoco ha arraigado ni arraiga en los corazones alemanes: como lo ha hecho la Biblia.

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Hay dos especies de genio: uno que ante todo fecunda y quiere fecundar a otros, y otro al que le gusta dejarse fecundar y dar a luz. Y de igual modo, hay entre los pueblos geniales unos a los que les ha correspondido el problema femenino del embarazo y la secreta tarea de plasmar, de madurar, de consumar - los griegos, por ejemplo, fueron un pueblo de esa especie, asimismo los franceses -; y otros que tienen que fecundar y que se convierten en causa de nuevos órdenes de vida, - como los judíos, los romanos, ¿y, hecha la pregunta con toda modestia, los alernanes? - pueblos atormentados y embelesados por fiebres desconocidas, pueblos irresistiblemente arrastrados fuera de sí mismos, enamorados y ávidos de razas extrañas (de las que se «dejan fecundar» -) y, en esto, ansiosos de dominio, como todo lo que se sabe lleno de fuerzas fecundantes, y, en consecuencia, «por la gracia de Dios». Estas dos especies de genio búscanse como el bombre y la mujer; pero también se malentienden uno al otro, - como el hombre y la mujer.

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Cada pueblo tiene su tartufería propia, y la denomina sus virtudes. - Lo mejor que uno es, eso él no lo conoce, - no puede conocerlo.

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¿Qué debe Europa a los judíos? - Muchas cosas, buenas y malas, y sobre todo una que es a la vez de las mejores y de las peores: el gran estilo en la moral, la terribilidad y la majestad de exigencias infinitas, de significados infinitos, todo el romanticismo y sublimidad de las problemáticas morales - y, en consecuencia, justo la parte más atractiva, más capciosa y más selecta de aquellos juegos de colores y de aquellas seducciones que nos incitan a vivir, en cuyo resplandor final brilla - tal vez deja de brillar - hoy el cielo de nuestra cultura europea, su cielo de atardecer. Nosotros los artistas entre
los espectadores y filósofos sentimos por ello frente a los judíos - gratitud.

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Es preciso resignarse al hecho de que sobre el espíritu de un pueblo que padece, que quiere padecer de la fiebre nerviosa nacional y de la ambición política - pasen múltiples nubes y perturbaciones o, dicho brevemente, pequeños ataques de estupidizamiento: por ejemplo, entre los alemanes de hoy, unas veces la estupidez antifrancesa, otras la antijudía, otras la antipolaca, otras la cristiano-romántica, otras la wagneriana, otras la teutónica, otras la prusiana (contémplese a esos pobres historiadores, a esos Sybel y Treitzschke y sus cabezas reciamente vendadas -), y como quieran llamarse todas esas pequeñas obnubilaciones del espíritu y la conciencia alemanes. Perdóneseme el que tampoco yo, durante una breve y osada estancia en terrenos muy infectados, haya permanecido completamente inmune a la enfermedad, y el que a mí, como a todo el mundo, hayan empezado ya a ocurrírseme pensamientos sobre cosas que en nada me atañen: primera señal de la infección política. Por ejemplo, sobre los judíos: óigaseme. - Todavía no me he encontrado con ningún alemán que haya sentido simpatía por los judíos; y por muy incondicional que sea la repulsa del auténtico antisemitismo por parte de todos los previsores y políticos, tampoco esa previsión y esa política se dirigen, sin embargo, contra el género mismo del sentimiento, sino sólo contra su peligrosa inmoderación, en especial contra la expresión insulsa y deshonrosa de ese inmoderado sentimiento, - sobre esto no es licito engañarse. Que Alemania tiene judíos en abundancia suficiente, que el estómago alemán, la sangre alemana tienen dificultad (y seguirán teniendo dificultad durante largo tiempo) aun sólo para liquidar ese quantum [cantidad] de «judío» - de igual manera que lo han liquidado el italiano, el francés, el inglés, merced a una digestión más robusta -: eso es lo que dice y expresa ciertamente un instinto general al cual hay que prestar oído, de acuerdo con el cual hay que actuar. «¡No dejar entrar nuevos judíos! ¡Y, sobre todo, cerrar las puertas por el Este (también por el Imperio del Este)!», eso es lo que ordena el instinto de un pueblo cuya naturaleza es todavía débil e indeterminada, de modo que con facilidad se la podría hacer desaparecer, con facilidad podría ser borrada por una raza más fuerte. Pero los judíos son, sin ninguna duda, la raza más fuerte, más tenaz y más pura que vive ahora en Europa; son diestros en triunfar aun en las peores condiciones (mejor incluso que en condiciones favorables), merced a ciertas virtudes que hoy a la gente le gusta tildar de vicios, - gracias sobre todo a una fe decidida, la cual no necesita avergonzarse frente a las «ideas modernas»; los judíos se modifican siempre, cuando se modifican, de la misma manera que el Imperio ruso hace sus conquistas, - como un Imperio que tiene tiempo y que no es de ayer -: es decir, de acuerdo con la máxima «¡lo más lentamente posible!» Un pensador que tenga sobre su conciencia el futuro de Europa contará, en todos los proyectos que trace en su interior sobre ese futuro, con los judíos y asimismo con los rusos, considerándolos como los factores por lo pronto más seguros y más probables en el gran juego y en la gran lucha de las fuerzas. Lo que hoy en Europa se denomina «nación», y que en realidad es más una res facta [cosa hecha] que nata [cosa innata] (más aún, a veces se asemeja, hasta confundirse con ella, a una res ficta et picta [cosa fingida y pintada] -), es en todo caso algo que está en devenir, una cosa joven, fácil de desplazar, no es todavía una raza, y mucho menos algo aere perennius [más perenne que el bronce], como lo es la raza judía: ¡esas naciones deberían, pues, evitar con mucho cuidado toda concurrencia y toda hostilidad nacidas de un tener caliente la cabeza! Que los judíos, si quisieran - o si se los coaccionase a ello, como parecen querer los antisemitas -, podrían detentar ya ahora la preponderancia, más aún, hablando de modo completamente literal, el dominio de Europa, eso es una cosa segura y tambien lo es que no trabajan ni hacen planes en ese sentido. Antes bien, por el memento lo que quieren y desean, incluso con cierta insistencia, es ser absorbidos y succionados en Europa, por Europa, anhelan estar fijos
por fin en algún sitio, ser permitidos, respetados, y dar una meta a la vida nórnada, al «judío eterno» y se debería tener mucho en cuenta y complacer esa tendencia y ese impulso (los cuales acaso manifiesten una atenuación de los instintos judíos): para lo cual tal vez fuera útil y oportuno desterrar a todos los voceadores antisemitas del país. Se debería acoger a los judíos con toda cautela, haciendo una selección; más o menos, como actúa la nobleza inglesa. Resulta manifiesto que quienes podrían entrar en relaciones con ellos sin el menor escrúpulo son los tipos más fuertes y más firmemente troquelados ya de la nueva germanidad, por ejemplo el oficial noble de la Marca: tendría múltiple interés ver si no se podría hacer un injerto, un cruce entre el arte heredado de mandar y obedecer - en ambas cosas resulta hoy clásico el mencionado país - y  el genio del dinero y de la paciencia (y sobre todo, algo de espíritu de espiritualidad, que tanto faltan en el mencioaado lugar -). Sin embargo, lo que aquí procede es interrumpir mi jovial alemanería y mi solemne discurso: pues estoy llegando a lo que para mí es serio, al «problema europeo» tal como yo lo entiendo, a la seleección de un nueva casta que gobierne en Europa. --

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No son una raza filosófica - esos ingleses: Bacon significa un atentado contra el espíritu filosófico en cuanto tal, Hobbes, Hume y Locke, un envilecimiento y devaluación del concepto «filosófico» por más de un siglo. Contra Hume se levantó y alzó Kant; de Locke le fue lícito a Schelling decir: je meprise Locke [yo desprecio a Locke]; en la lucha contra la cretinización anglo-mecanicista del mundo estuvieron acordes Hegel y Schopenhauer (con Goethe), esos dos hostiles genios-hermanos en filosofía, que tendían hacia los polos opuestos del espíritu alemán y que por ello se hacían injusticia como sólo se la hacen cabalmente los hermanos. - Qué falta y qué ha faltado siempre en Inglaterra sabíalo bastante bien aquel semi-comediante y retor, aquella insulsa cabeza revuelta que era Carlyle, el cual trataba de ocultar bajo muecas apasionadas lo que él sabía de sí mismo: a saber, qué era lo que le faltaba a Carlyle - auténtica potencia en la espiritualidad, auténtica profundidad en la mirada espiritual, en suma, filosofía. - A esa no-filosófica raza caracterízala el hecho de atenerse rigurosamente al cristianismo: necesita la disciplina «moralizadora» y humanizadora de éste. El inglés, que es más sombrío, más sensual, más fuerte de voluntad y más brutal que el alemán - es justo por ello, por ser el más vulgar de los dos, más piadoso también que el alemán: tiene más necesidad cabalmente del cristianismo. Para olfatos más sutiles ese mismo cristianismo inglés despide incluso un efluvio genuinamente inglés de spleen [desgana] y de desenfreno alcohólico,
contra los cuales se le usa, por buenas razones, como medicina, - es decir, se usa un veneno más fino contra otro más grosero: un envenenamiento más fino representa ya de hecho, entre pueblos torpes, un progreso, un paso hacia la espiritualización. La torpeza y la rústica seriedad de los ingleses encuentran su disfraz más soportable, o dicho con más exactitud: su interpretación y reinterpretación más soportables en el lenguaje mímico cristiano y en la acción de orar y cantar salmos; y para ese rebano de borrachos y disolutos que aprende a gruñir moralmente, en otro tiempo bajo la violencia del metodismo, y de nuevo, recientemente, en forma de «Ejército de Salvación», una convulsión de penitencia puede ser en verdad la realización relativamente más alta de «humanidad» a la que se le puede elevar: admitir esto es lícito y justo. Pero lo que resulta ofensivo incluso en el inglés más humano es su falta de música, o, hablando con metáfora (y sin metáfora -): el inglés no tiene ritmo ni baile en los movimientos de su alma y de su cuerpo, más aún, ni siquiera tiene el deseo de ritmo y baile, de «música». Oigasele hablar; véase caminar a las inglesas más bellas - no existen en ningún país de la tierra palomas y cisnes más bellos', - en fin: óigaselas cantar! Pero yo exijo demasiado...

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Hay verdades tales que son las cabezas mediocres las que mejor las perciben, pues son las más conformes a ellas, hay verdades tales que sólo poseen atractivos y fuerzas de seducción para espíritus mediocres: - a esta tesis, tal vez desagradable, vémonos empujados precisamente ahora, desde que el espíritu de unos ingleses estimables, pero mediocres - doy los nombres de Darwin, John Stuart Mill y Herbert Spencer - comienza a adquirir preponderancia en la región media del gusto europeo. De hecho, ¿quién pondría en duda la utilidad de que dominen temporalmente tales espíritus? Sería un error considerar que cabalmente los espíritus de elevado linaje y de vuelo separado son especialmente hábiles para detectar muchos pequeños hechos vulgares, para coleccionarlos y reducirlos a fórmulas: - antes bien, en cuanto son excepciones, de antemano carecen de una actitud favorable para con las «reglas». En última instancia, tienen algo más que hacer que sólo conocer - a saber, ¡ser algo nuevo, significar algo nuevo, representar valores nuevos! El abismo entre tener conocimientos y tener capacidad de obrar quizá sea más grande, también más inquietante de lo que se piensa: el capaz de realizar algo en gran estilo, el creador, tendrá que ser posiblemente un ignorante, - mientras que, por otro lado, para hacer descubrimientos científicos del tipo de los de Darwin no constituyen una mala disposición indudablemente una cierta estrechez una cierta avidez y una cierta solicitud diligente, en suma, un carácter inglés. - No se olvide, en fin, que los ingleses han causado ya una vez, con su bajo nivel medio, una depresión global del espíritu europeo: lo que se llama «las ideas modernas» o «las ideas del siglo dieciocho o tambien «las ideas francesas» - es decir, aquello contra lo que el espíritu alemán se levantó con profunda náusea - eso era de origen inglés, de ello no cabe duda. Los franceses fueron tan sólo los monos y comediantes de esas ideas, también sus mejores soldados, asimismo, por desgracia, sus primeras y más completas victimas: pues a causa de la condenada anglomanía de las «ideas modernas» el ame francaise [alma francesa] ha acabado volviéndose tan flaca y macilenta que hoy nos acordamos, casi sin creerlo, de sus siglos xvi y xvii, de su profunda y apasionada fuerza, de su ínventiva aristocracia. Pero es preciso retener con los dientes esta tesis de equidad histórica y defenderla contra el instante y la apariencia visible: la noblesse [nobleza] europea - del sentimiento, del gusto, de la costumbre, en suma, entendida esa palabra en todo sentido elevado - es obra e invención de Francia, la vulgaridad europea, el plebeyismo de las ideas modernas - de Inglaterra . _

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También ahora continua siendo Francia la sede de la cultura más espiritual y refinada de Europa y la alta escuela del gusto: pero hay que saber encontrar esa «Francia del gusto». Quien forms parte de ella se mantiene bien oculto: - sin duda constituyen un número pequeño las personas en las que esa Francia se encarna y vive, y son, además, hombres quc no están asentados sobre piernas muy robustas, hombres en parte fatalistas, de ceño sombrío, enfermos, y en parte enervados y artificiosos, que tienen la ambición de ocultarse. Algo es común a todos ellos: cierran sus oídos a la furibunda estupidez y a la ruidosa locuacidad del bourgeois [burgués] democrático. De hecho lo que hoy se agita en el primer plano es una Francia que se ha vuelto estúpida y grosera, - ella ha celebrado recientemente, en el entierro de Víctor Hugo, una verdadera orgía de falta de gusto y, a
la vez, de admiración de sí misma. También otra cosa les es común: una buena voluntad de oponerse a la germanización espiritual - ¡y una incapacidad todavia mejor de lograrlo! En esta Francia del espíritu, que es también una Francia del pesimismo, tal vez haya llegado ahora Schopenhauer a estar más en su casa, en su patria, que lo estuvo nunca en Alemania; para no hablar de Heinrich Heine, el cual hace ya mucho tiempo que ha pasado a formar parte de la carne y la sangre de los más sutiles y exigentes líricos de París,  o de Hegel, que hoy, en la figura de Taine - es decir, del primer historiador vivo -, ejerce un influjo casi tiránico. En lo que se refiere a Richard Wagner: cuanto más aprenda la música francesa a configurarse de acuerdo con las verdaderas necesidades del ame moderne [alma moderna], tanto más «wagnerizará», eso es lícito predecirlo, -- ¡ya ahora lo hace bastante! Tres son, sin embargo, las cosas que los franceses pueden hoy mostrar con orgullo como herencia y patrimonio suyos y como indeleble serial de una vieja superioridad de cultura sobre Europa, a pesar de toda la voluntaria o involuntaria germanización y aplebeyamiento del gusto: en primer lugar, la capacidad de sentir pasiones artísticas, de entregarse a la «forma», capacidad para designar la cual se ha inventado, junto a otras mil, la frase l' art pour l' art [el arte por el arte]: - esto es algo que no ha faltado en Francia desde hace tres siglos y que ha posibilitado una y otra vez, gracias al respeto al «número pequeño», una especie de música de cámara de la litetatura, que en vano se busca en el resto de Europa - Lo segundo sobre lo que los franceses pueden fundar una superioridad sobre Europa es su antígua y compleja cultura moralista, la cual hace que, hablando en general, incluso en pequeños romanciers [novelistas] de los periódicos y en ocasionales boulevardiers de Paris [escritores de boulevard de París] se encuentre una excitabilidad y una curiosidad psicológicas de que en Alemania, por ejemplo, no se tiene la menor idea (¡y mucho menos la cosa! ). Fáltales a los alemanes para ello un par de siglos de carácter moralista, que, como hemos dicho, Francia no se ha ahorrado; quien llame por ello «ingenuos» a los alemanes cambia un defecto suyo en una alabanza. (Como antítesis de la inexperiencia e inocencia alemanas in voluptate Psichologica [en la voluptuosidad psicológica], las cuales están emparentadas, y no de lejos, con el aburrimiento de la vida social alemana, - y como expresión logradísima de una curiosidad y un talento inventivo auténticamente franceses para este reino de estremecimientos dedicados podemos considerar  a Henri Beyle, ese notable hombre anticipador y precursor que, con un tempo [ritmo] napoleónico, atravesó a la carrera otra Europa, muchos siglos de alma europea, como un rastreador y descubridor de esa alma: - dos generaciones han sido precisas para darle alcance en cierto modo, para adivinar tardíamente algunos de los enigmas que le atormentaban y embelesaban a él, a ese prodigioso epicúreo y hombre-interrogación, que ha sido el último psicólogo grande de Francia -.) Hay todavía un tercer título de superioridad: en la esencia de los franceses se da una síntesis, lograda a medias, entre el norte y el sur, la cual les permite comprender muchas cosas y les ordena hacer otras que un inglés no comprenderá jamás; su temperamento, que periódicamente se vuelve
hacia el sur y se aleja de él, en el cual la sangre provenzal y ligur rebosa de cuando en cuando, presérvalos del horrible claroscuro del norte y de los espectros conceptuales y la anemia debidos a la falta de sol, - nuestra enfermedad alemana del gusto, contra cuyo exceso se ha recetado por el momento, con gran decisión, sangre y hierro, quiero decir: la «gran política» (de acuerdo con una terapéutica peligrosa, que a mí me enseña a aguardar y a aguardar, pero, hasta ahora, no todavia a tener esperanzas -). También ahora continúa habiendo en Francia una comprensión anticipada y un adelantarse hacia aquellos hombres más raros, y raras veces satisfechos, que son demasiado abarcadores como para encontrar su satisfacción en una patriotería cualquiera y que saben amar en el norte el sur, en el sur el norte, - hacia los mediterráneos natos, hacia los «buenos europeos». - Para ellos ha escrito su música Bizet, ese último genio que ha visto una belleza y seducción nuevas, - que ha descubierto un fragmento de sur en la música.

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Contra la música alemana considero que se imponen algunas cautelas. Suponiendo que alguien ame el sur igual que yo lo amo, como una gran escuela de curación en las cosas más espirituales y en las más sensuales, como una plenitud solar y una transfiguración solar incontenibles, desplegadas sobre una existencia que es dueña de sí misma, que cree en sí misma: bien, ése aprenderá a ponerse un poco en guardia frente a la música alemana, pues ésta, en la medída en que vuelve a echar a perder su gusto, vuelve a echar a perder también su salud. Ese hombre meridional, meridional no por ascendencia, sino por fe, tiene que soñar, en el caso de que sueñe con el futuro de la música, también con que la música se redima del norte, y tiene que sentir en sus oidas el preludio de una música más honda, más poderosa, acaso más malvada y misteriosa, de una música sobrealemana que no se desvanezca, que no se vuelva amarillenta y pálida ante el espectáculo del mar azul y voluptuoso y de la claridad mediterránea del cielo, como le ocurre a toda la música alemana, sentir en sus oídos el preludio de una música sobreeuropea que se afirme incluso frente a las grises puestas del sol del desierto, cuya alma esté emparentada con la palmera y sepa vagar y sentirse como en su casa entre los grandes, hermosos, solitarios animales de presa... Yo podría imaginarme una música cuyo más raro encanto consistiria en que no supiese yo nada del bien y del mal, y sobre la cual tal vez sólo acá y allá se deslizasen una cierta nostalgia de navegante, algunas sombras doradas y algunas blandas debilidades: un arte que, desde una gran lejanía, viese cómo corren a refugiarse en én los colores de un mundo moral que se hunde en su ocaso y que se ha vuelto casi incomprensible, y que fuese lo bastante hospitalario y profundo como para recibir a esos rezagados fugitivos. -

256
Gracias al morboso extrañamiento que la insania de las nacionalidades ha introducido y continúa introduciendo entre los pueblos de Europa, gracias asimismo a los políticos de mirada corta y de mano rápida que hoy están arriba con la ayuda de esa insania y que no presienten en absoluto hasta qué punto la politica disgregacionista que practican no puede ser necesariamente más que una politica de entreacto, - gracias a todo eso y a otras muchas cosas, totalmente inexpresables hoy, ahora son pasados por alto o reinterptetados de manera arbitraria y mendaz los indicios más inequívocos en los cuales se expresa que Europa quiere llegar a ser una. En todos los hombres más profundos y más amplios de este siglo su verdadera orientación global en el misterioso trabajo de su alma tendia a preparar el camino a esta nueva síntesis y a anticipar a modo de ensayo el europeo del futuro: sólo en sus aspectos superficiales o en horas de debilidad, por ejemplo en la vejez, pertenecian las «patrias», - no hacían otra cosa que descansar de sí mismos cuando se volvían «patriotas». Pienso en hombres como Napoleón, Goethe, Beethoven, Stendhal, Heinrich Heine, Schopenhauer: no se me tome a mal el que también cuente entre ellos a Richard Wagner, respecto del cual no es Lícito dejarse seducir por sus propios malentendidos, - los genios de su especie tienen raras veces el derecho a entenderse a sí mismos. Menos aún, desde luego, por el incivilizado ruido con que ahora la gente en Francia se opone y se defiende contra Richard Wagner: sigue siendo un hecho, a pesar de todo, que el tardio romanticismo francés de los años cuarenta y Richard Wagner se hallan emparentados de manera muy estrecha e íntima. Se hallan empatentados, radicalmente emparentados, en todas las alturas y profundidades de sus necesidades: es Europa, la única Europa, cuya alma, a través de su arte multiforme y tumultuoso, aspira a ir más allá, más arriba, y tiende - ¿hacia dónde?, ¿hacia una nueva luz?, ¿hacia un nuevo sol? ¿Mas quién expresaría exactamente lo que todos esos maestros de nuevos medios lingüísticos no supieron expresar con claridad? Lo que es cierto es que a ellos los atormentaba un mismo Sturm und Drang [borrasca e impulso], que ellos buscaban del mismo modo, ¡esos últimos grandes buscadores! Todos ellos dominados por la literatura hasta en sus ojos y oídos - los primeros artistas dotados de una cultura literaria mundial -, la mayoria de las veces, incluso, también escritores, poetas, intermediarios y amalgamadores de las artes y de los sentidos (Wagner, en cuanto músico, es un pintor, en cuanto poeta, un músico, en cuanto artista sin más, un comediante); todos ellos fanáticos de la expresión «a cualquier precio» - destaco a Delacroix, el más afín de todos a Wagner -, todos ellos grandes descubridores en el reino de lo sublime, también de lo feo y horrible, y descubridores más grandes aún en el producir efecto, en la puesta en escena, en el arte de los escaparates, todos ellos talentos que superaban en mucho a su genio -, virtuosos de pies a cabeza, dotados de inquietantes accesos a todo lo que seduce, atrae, coacciona, subyuga, enemigos natos de la lógica y de las líneas rectas, ávidos de lo extraño, erótico, monstruoso, curvo, de lo que se contradice a sí mismo; como hombres, Tántalos de la voluntad, plebeyos llegados a la cumbre, que se sabían incapaces, en la vida y en la creación, de un tempo [ritmo] aristocrático, de un lento, - piénsese, por ejemplo, en Balzac - trabajadores desenfrenados, casi destructores de sí mismos mediante el trabajo; antinomistas y rebeldes en las costumbres, ambiciosos e insaciables, carentes de equilibrio y de goce; todos ellos, en fin, prosternados y arrodillados ante la cruz cristiana (y esto, con toda razón: pues ¿quién de ellos habría sido suficientemente profundo y originario para una filosofía del Anticristo? -), en conjunto una especie temerariamente audaz, espléndidamente violenta de hombres superiores, que volaba alto y arrastraba hacia la altura, especie que hubo de empezar por enseñar a su siglo - ¡y es el siglo de la masa! - el concepto de «hombre superior»... Que los amigos alemanes de Richard Wagner decidan por si mismos si en el arte wagneriano hay algo alemán de verdad, o si no ocurre que lo que cabalmente distingue a ese arte es el provenir de fuentes e impulsos supraalemanes: y en esto no se infravalore el hecho de que, para que se formase del todo el tipo de Wagner, resultó indispensable justamente París, hacia el cual la profundidad de sus instintos le mandó aspirar En la época más decisiva, y que toda su manera de presentarse, de hacer apostolado de si mismo, sólo pudo alcanzar su perfección a la vista del modelo de los socialistas franceses. Tal vez se encontrará, en una comparación más sutil, para honra de la naturaleza alemana de Richard Wagner, que éste fue en todo más fuerte, más audaz, más duro, superior a cuanto podría serlo un francés del siglo xix, - gracias a la circunstancia de que nosotros los alemanes estamos más próximos a la barbarie quc los franceses -; tal vez, incluso, resulte inaccesible, inexperimentable, inimitable siempre, y no sólo hoy, a la raza latina entera, tan tardía, lo más notable que Richard Wagner ha creado: la figura de Sigfrido, aquel hombre muy libre, el cual acaso sea de hecho demasiado libre, demasiado duro, demasiado jovial, demasiado sano, demasiado anticatólico para el gusto de viejos y marchitos pueblos civilizados. Tal vez ese Sigfrido antilatino haya sido incluso un pecado contra el romanticismo: ahora bien, ese pecado Wagner lo ha espiado abundantemente en los días confusOs de su veJez, cuando - anticipando un gusto que entre tanto se ha convertido en política - comenzó, si no a recorrer, sí al menos a predicar, con la vehemencia religiosa que le era peculiar, el camino hacia Roma. - A fin de que no se me malentienda por estas últimas palabras, voy a recurrir a la ayuda de ciertos vigorosos versos que revelarán, también a oídos menos sutiles, qué es lo que yo quiero, - lo que yo quiero contra el «último Wagner» y la música de su Parsifal.

-¿Es esto aún alemán? -
¿De un corazón alemán ha salido este sofocante vocear?
¿Y propio de un cuerpo alemán es este desencarnarse a sí mismo?
¿Es alemán este sacerdotal abrir las manos?
¿Esta excitación de los sentidos olorosa a incienso?
¿Y es alemán este chocar, caer, tambalearse,
este incierto bimbambolearse?
¿Esas miradas de monja, ese repiqueteo de campanas del ave,
todo ese falsamente extasiado mirar al cielo y al supercielo?
- ¿Es esto aún alemán? -
¡Reflexionad! Todavia estáis a la puerta: -
Pues lo que oís es Roma, - ¡la fe de Roma sin palabras!


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Presentación
















LOS MAESTROS CANTORES:
La paradójica formulación empleada por Nietzsche, «volver a oír por vez primera», alude a su momentánea recaída en la «patriotería», de que habla al comienzo del número siguiente. La audición de las oberturas de Tristán e Isolda y de Los maestros cantores por Nietzsche en Leipzig, el 28 de octubre de 1868, fue el motivo inmediato de su «conversión» a la música de Wagner. En una carta escrita ese mismo día a su amigo Erwin Rohde dice: «Soy incapaz de enfrentarme a esta música con frialdad crítica: cada fibra, cada nervio, palpita en mi, y no he tenido jamás, ni de lejos, un sentimiento tan duradero de arrobamiento como al escuchar la obertura citada en último lugar.» Por otro lado, Los maestros cantores dieron ocasión (a través de la esposa de su maestro Ritschl) a que Nietzsche conociera personalmente a Wagner poco después, el 8 de noviembre del citado año.
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PESADILLA:
Juego de palabras entre Druck (opresión) y Alpdruck (pesadilla).


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ESE (Bismarck)
La conversación siguiente alude de modo claro a Bismarck, tal como Nietzsche lo veía en esa época de su vida. En lugar del nombre propio, Nietzsche escribe, por menosprecio o por temor a la censura, «ése».


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EXTRANJERISMO:
Nietzsche contrapone aquí Vaterländerei (patriotería) a Ausländerei (extranjerismo, desmedida afición por lo extranjero). Sobre la Ausländerei véase Humano,demasiado humano, II, «Opi-
niones y sentencias mezcladas», 324, titulado Ausländereien.


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STURM UND DRANG:
Sturm  und Drang es el nombre del movimiento cultural y literario prerromántico alemán, que se extiende desde finales de los años 60 hasta comienzos de los años 80 del siglo xviii. El nombre deriva del título de un drama (1776) del escritor F. M. von Klinger (1752-1871). También se emplea esa denominación, como aquí, para indicar un movimiento espiritual especialmente violento.


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DOS ALMAS  QUE HABITAN EN MI PECHO:
Zweí Seelen whonen, ach! in meiner Brust,
Die eine will sich von der andern trennen.
[Dos almas habitan, ¡ay! en mi pecho,
la una quiere separarse de la otra].
Son dos versos famosos pronunciados por Fausto en la escena titulada «Ante la puerta de la ciudad», al comienzo del Fausto, de Goethe, en su diálogo con Wagner (versos 1.112-1.113).


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¿QUÉ ES ALEMÁN?
La pregunta Was ist deutsch? [¿Qué es alemán?] es, entre otras cosas, el título de un famoso artículo de Wagner publicado en los Bayreuther Blätter [Hojas de Bayreuth] en febrero de 1878.
A ella contesta Nietzsche en el aforismo 323 de Humano, demasiado humano, II, «Opiniones y sentencias mezdadas», con estas palabras: «Esa pregunta la responderá en la práctica todo buen alemán precisamente por la superación de sus propiedades alemanas.» Véase también La gaya ciencia, aforismo 357, titulado «Sobre el viejo problema: ¿qué es alemán?», citado por Nietzsche en La genealogía de la moral, III, 27.


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KOTZEBUE:
A. von Kotzebue (1761-1819), politico y escritor alemán; en Humano, demasiado humano, II, Opiniones y sentencias mezcladas», aforismo 170, titulado «Los alemanes en el teatro», Nietzsche lo califica de «el auténtico talento teatral de los alemanes». En el Semanario Literario, fundado por Kotzebue en 1818, este autor se burló de las ideas liberales, así como de los ideales patrióticos de las asociaciones estudiantiles (Burschenschaften). Por ello fue muerto a puñaladas en Mannheim, por un estudiante de teologia de la Universidad de Jena, Ilamado K. L. Sand (1795-1820), miembro de la Burschenschaft de Jena, quien fue condenado a muerte y ejecutado. Su acción dio motivo a que el gobierno persiguiese a las asociaciones estudiantiles politizadas, lo que hizo sobre todo a través de las «Resoluciones de Karlsbad» (agosto de 1819), obra de Metternich, que impusieron una estricta vigilancia de las universidades y una censura rigurosa.


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FICHTE:
Nietzsche alude aquí a los Dircursos a la nación alemana de J. G. Fichte (1762-1814), catorce lecciones pronunciadas por este filósofo en la Universidad de Berlín desde el 15 de diciembre de 1807 al 20 de mayo de 1808. Esta obra es un ejemplo máximo, en la literatura alemana, de lo que Nietzsche llama aquí, con todo desprecio, Vaterländerei (patrioteria). A ellas respondió el escritor Jean Paul (1763-1825) con su Friedenspredigt an Deutschland [Sermón de paz a Alemania], obra publicada también en 1808, en la cual defiende, en el espíritu de Herder, «una Alemania cosmopolita y abierta al mundo».


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GUERRAS DE LIBERACIÓN:
Freiheitskriege: es el término alemán usual para designar las tres campañas de 1813 (primavera y otono), 1814 y 1815 que liberaron a Alemania del dominio francés y acarrearon la caida del Imperio de Napoleón.


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DEBILIDADES PROPIAS Y AJENAS:
El contexto de esta frase de Goethe es el siguiente (Maximen und Reflexionen, 340): «Durante un espacio de tiempo de treinta años los alemanes no deberían pronunciar la palabra Gemüth [talante], de ese modo se iria engendrando otra vez el Gemüth; ahora éste significa tan sólo indulgencia para con las debilídades, tanto para las propias como para con las ajenas
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IMPERIO DE LAS FÓRMULAS FILOSÓFICAS:
Nietzsche alude aquí a Hegel y al término tan repetido por éste, Entwicklung (traducible también por «evolución», «despliegue», etc.) En el aforismo de La gaya ciencia citado antes, en la nota 145, alude al mismo problema, citando expresamente a Hegel.


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SUABOS:
La antipatía de Nietzsche por los suabos queda atestiguada también en otras partes de su obra. Así, en El Anticristo, 10, dice: Los suabos son los que mejor mienten en Alemania, mienten inocentemente...»


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PROFUNDIDAD ALEMANA Y DIGESTIÓN:
Véase Ecce homo: El espíritu alemán es una indigestión.»


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PUEBLO ENGAÑOSO:
Nietzsche establece aquí, sin duda en broma, una arbitraria significación del vocablo deutsch (medio alto alemán): tiu(t)sch), asimilándolo a täuschen [engañar], con el que no tiene nada que ver etimológicamente (aunque en medio alto alemán tardío «engañar» se decía tiuschen).


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CARL MARÍA von WEBER:
Carl María von Weber (1786-1826), compositor alemán, el más importante del prerromanticismo alemán e iniciador con sus obras de los temas capitales de la ópera romántica: populismo, cercanía a la naturaleza, poderes suprasensibles, medievalismo y leyenda.


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MARSCHNER:
H. Marschner (1795-1861), compositor de óperas del romanticismo alemán. De las catorce compuestas por él, las más celebradas en su época fueron las citadas por Nietzsche: El vampiro (de 1828) y Hans Heiling (de 1833).


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LA SUIZA SAJONA:
La «Suiza sajona» es el nombre de una región sajona que se extiende entre los llamados Montes Metálicos y Lausitz (centro de Alemania), famosa por su paisaje.


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SCHUMAN Y SU MÚSICA SOBRE EL MANFREDO:
En Ecce homo vuelve Nietzsche a referirse a Schumann llamándole «ese empalagoso sajón» y afirmando que él, Nietzsche, compuso su Manfred-Meditation [Meditación sobre el Manfredo, para piano a cuatro manos] propiamente como una antiobertura de la de Schumann.


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NOLI ME TANGERE:
Noli me tangere es expresión evangélica: palabras de Jesús resucitado a María de Magdala (Evangelio de Juan, 20, 17), que se había arrojado a sus pies para abrazarlos. En Así habló Zaratustra había empleado Nietzsche esa misma expresión, dirigiéndose al día: «¡Déjame! ¡Déjame! Yo soy demasiado puro para ti. ¡No me toques!  ¿No se ha vuelto perfecto en este instante mi mundo? Mi piel es demasiado pura para tus manos. ¡Dejame, tú, día estúpido, grosero, torpe! ¿No es más luminosa la medianoche?»


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DERECHO AL GRAN PERÍODO:
En Ecce homo, sin embargo, hablando Nietzsche de su estilo en Así habló Zaratustra, lo describe con palabras de significado parecido al de las aquí empleadas, y hace alusión a «la longitud, la necesidad de un ritmo amplio.


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ESPECIES DE GENIO:
Véanse, antes, aforismo 206  y lo dicho en la nota 100.


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POBRES HISTORIADORES:
H. von Sybel (1817-1895), historiador y politico alemán, discípulo de Ranke, fundador en 1859 de la famosa Historische Zeitschrift (la más importante revista de la historiografía alemana, aún existente) y violento adversario de Bismarck. En una carta de 23 de febrero de 1887 dice Nietzsche a su amigo O.Overbeck: «Estoy leyendo la obra principal de Sybel, pero en traducción francesa. H. G. von Treitzschke (1834-1896), también, como el anterior, historiador y politico alemán, profesor de la Universidad de Berlin, historiador del reino y parlamentario. A diferencia de Sybel, Treitzschke fue partidario y colaborador de Bismarck. Véase la sarcástica alusión de Nietzsche a Treitzschke en Ecce homo.


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IMPERIO DEL ESTE:
Nietzsche alude aquí, mediante un juego de palabras, a Austria (Oesterreich, Oestreich, «Imperio del Este).
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AERE PERENNIUS:
Expresión, como es bien sabido, de Horacio, Odas, III, 30, 1: Exegi monumentum aere perennius [Me he levantado un monumento más perenne que el bronce].


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JUDIO ETERNO:
Ewiger Jude: traducimos literalmente por «judio eterno», aunque en castellano suele decirse «judío errante». Es, como se sabe, una figura legendaria, llamada Ahasvero en Alemania (y en España y Portugal, «Juan Espera en Dios»), al que Jesús condenó a andar errante «hasta el Juicio Final» por no haberle permitido descansar junto a su puerta cuando subía hacia el Calvario.
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LA MARCA:
La «Marca» es término empleado para designar, en general, las fronteras del Reich alemán (y también de otras unidades políticas en la Edad Media). Pero aqui se refiere a la Marca de
Brandeburgo
(es decir, en lo esencial, a Prusia), de donde procedía la mayor parte de la oficialidad militar alemana.


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JOVIAL ALEMANERÍA:
Deutschthümelei: esta palabra podría también traducirse por «teutomanía».


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THOMAS CARLYLE:
Thomas Carlyle (1795-1881). Historiador de la literatura y filósofo escocés. Gran conocedor de la literatura alemana, su obra más difundida es, tal vez, Sartus Resartus. Dedicó varios libros a exponer su concepto del «héroe». Nietzsche habla de él casi siempre con desprecio. Véase Ecce homo, donde lo llama «ese gran falsario involuntario e inconsciente».


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DISCIPLINA MORALIZADORA Y HUMANIZADORA DEL CRISTIANISMO:
Sobre la acción «moralizadora» y «humanizadora» del cristianismo véase La genealogía de la moral, en general todo el tratado tercero: «¿Qué significan los ideales ascéticos?», y de modo particular el apartado 21.


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EL CAMINAR DE LAS INGLESAS:
Algo similar, en Ecce homo: «Los ingleses no tenen pies, sino piernas».


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EL ABISMO ENTRE CONOCER Y OBRAR:
Sobre este mismo tema véase Humano, demasiado humano, I, 157, donde Nietzsche habla de la diferencia entre el genio del conocer y el de la capacidad operativa.


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DEFENSA DE LA EQUIDAD HISTORICA CONTRA EL INSTANTE Y LO APARENTE:
Juego de palabras entre Augenblick [mirada de los ojos, pestañeo, instante] y Augenschein [apariencia de los ojos, apariencia visible]. Nietzsche quiere decir que hay que defender esa tesis
tanto contra las ideas de la época (instante) como contra el testimonio de los sentidos (apariencia visible, evidencia).


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INGLATERRA Y EL PLEBEYISMO DE LAS IDEAS MODERNAS:
Nietzsche vuelve a repetir esto mismo, con nuevas precisiones, en La genealogía de la moral, I, 4.  También en el aforismo 358 de La gaya ciencia, titulado «La rebelión de los campesinos en el terreno del espiritu».


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EL ENTIERRO DE VICTOR HUGO:
El entierro de Víctor Hugo, el 1 de junio de 1885, contemporáneo de la época en que Nietzsche escribia Más allá del bien y del mal, fue, en efecto, de una grandiosidad extremada. El gobierno francés decretó honras fúnebres de carácter nacional; el féretro quedó expuesto bajo el Arco de Triunfo y luego trasladado al Panteón.


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L' ART POUR L' ART:
Vease, antes, nota 105.


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ENFERMEDAD ALEMANA DEL GUSTO POR EL HIERRO Y LA SANGRE:
Nietzsche alude a Bismarck, quien había dicho en el Parlamento el 30 de septiembre de 1862: «No es con discursos ni con acuerdos de la mayoria como se deciden las grandes cuestiones de la época - ése fue el error de 1848 y 1849 -, sino con hierro y sangre.


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STURM UND DRANG:
Véase, antes, nota 143.


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INFLUENCIA DE LA LITERATURA:
Con esta frase alude Nietzsche, claro está, a la influencia que la «literatura» ejercía en aquella época sobre los pintores (ojos) y los músicos (oídos).


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GENIOS Y TALENTOS:
La relación entre genio y talento es tema aludido varias veces por Nietzsche. Véanse, en esta misma obra, sobre el talento, aforismos 130 y 151.


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EL PARSIFAL:
Véase, antes, nota 145.


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SECCIÓN NOVENA:¿Qué es aristocrático?

257
Toda elevación del tipo «hombre» ha sido hasta ahora obra de una sociedad aristocrática - y así lo seguirá siendo siempre: la cual es una sociedad que cree en una larga escala de jerarquía y de diferencia de valor entre un hombre y otro hombre y que, en cierto sentido, necesita de la esclavitud. Sin el
pathos de la distancia tal como éste surge de la inveterada diferencia entre los estamentos, de la permanente mirada a lo lejos y hacia abajo dirigida por la clase dominante sobre los súbditos e instrumentos, y de su ejercitación, asimismo permanente, en el obedecer y el mandar, en el mantener a los otros subyugados y distanciados, no podría surgir tampoco en modo alguno aquel otro pathos misterioso, aquel deseo de ampliar constantemente la distancia dentro del alma misma, la elaboración de estados siempre más elevados, más raros, más lejanos, más amplios, más abarcadores, en una palabra, justamente la elevación del tipo «hombre», la continua «auto-superación del hombre» para emplear en sentido sobremoral una fórmula moral. Ciertamente: no es lícito entregarse a embustes  humanítarios en lo referente a la historia de la génesis de una
sociedad aristocrática (es decir, del presupuesto de aquella elevación del tipo «hombre» -): la verdad es dura. ¡Digámonos sin miramientos de qué modo ha cornenzado hasta ahora en la tierra toda cultura superior! Hombres dotados de una naturaleza todavía natural, bárbaros en todos los sentidos terribles de esta palabra, hombres de presa, poseedores todavia de fuerzas de voluntad y de apetitos de poder intactos, lanzáronse sobre razas más débiles, más civilizadas, más pacíficas, tal vez dedicadas al comercio o al pastoreo, o sobre viejas culturas marchitas, en las cuales justamente la última fuerza vital se extinguía en brillantes fuegos artificiales de espíritu y de corrupción. La casta aristocrática ha sido síempre al comienzo la casta de los bárbaros: su preponderancia no residía ante todo en la fuerza física, sino en la psíquica - eran hombres más enteros (lo cual significa también, en todos los niveles, «bestias más enteras» -).

258
La corrupción, como expresión del hecho de que dentro de los instintos amenaza la anarquía y de que el cimiento de los afectos, el cual se llama «vida», está quebrantado: la corrupción es algo radicalmente distinto según sea la formación vital en que se muestre. Cuando, por ejemplo, una aristocracia como la de Francia al comienzo de la Revolución arroja lejos de sí sus privilegios con una náusea sublime y se sacrifica a sí misma a un desenfreno de su sentimiento moral, esto es corrupción: - propiamente fue tan sólo el acto conclusivo de una corrupción que duraba siglos, en virtud de la cual aquella aristocracia había abandonado paso a paso sus prerrogativas señoriales y se había rebajado hasta convertirse en una funcción de la realeza (últimamente, incluso, en un adorno y vestido de gala de ésta). Lo esencial en una aristocracia buena y sana es, sin embargo, que no se sienta a sí misma como función (ya de la realeza, ya de la comunidad), sino como sentido y como suprema justificación de éstas, _ que acepte, por tanto, con buena conciencia el sacrificio de un sinnúmero de hombres, los cuales, por causa de ella, tienen que ser rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres incompletos, en esclavos, en instrumentos. Su creencia fundamental tiene que ser cabalmente la de que a la sociedad no le es lícito existir para la sociedad misma, sino sólo como infraestructura y andamiaje, apoyándose sobre los cuales una especie selecta de seres sea capaz de elevarse hacia su tarea superior y, en general, hacia un ser superior: a semejanza de esas plantas trepadoras de Java, ávidas de sol - se las llama sipó matador -, las cuales estrechan con
sus brazos una encina todo el tiempo necesario y todas las veces necesarias hasta que, finalmente, muy por encima de ella, pero apoyadas en ella, pueden desplegar su corona a plena luz y exhibir su felicidad. -

259
Abstenerse mutuamente de la ofensa, de la violencia, de la explotación: equiparar la propia voluntad a la del otro: en un cierto sentido grosero esto puede llegar a ser una buena costumbre entre los individuos, cuando están dadas las condiciones para ello (a saber, la semejanza efectiva entre sus cantidades de fuerza y entre sus criterios de valor, y la homogeneidad de los mismos dentro de un solo cuerpo). Mas tan pronto como se quisiera extender ese principio e incluso considerarlo, en lo posible, como principio fundamental de la sociedad, tal principio se mostraría en seguida como lo que es: como voluntad de negación de la vida, como principio de disolución y de decadencia. Aquí resulta necesario pensar a fondo y con radicalidad y defenderse contra toda debilidad sentimental: la vida misma es esencialmente apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, imposición de formas propias, anexión y al menos, en el caso más suave, explotación, - ¿más para qué emplear siempre esas palabras precisamente, a las cuales se les ha impreso desde antiguo una intención calumniosa? También aquel cuerpo dentro del cual, como hemos supuesto antes, trátanse los individuos como iguales - esto sucede en toda aristocracia sana - debe realizar, al enfrentarse a otros cuerpos, todo eso de lo cual se abstienen entre sí los individuos que están dentro de él, en el caso de que sea un cuerpo vivo y no uno moribundo: tendrá que ser la encarnada voluntad de poder, querrá crecer, extenderse, atraer a sí, obtener preponderancia, - no partiendo de una moralidad o inmoralidad cualquiera, sino porque vive, y porque la vida es cabalmente voluntad de poder. En níngún otro punto, sin embargo, se resiste más que aqui a ser enseñada la consciencia común de los europeos: hoy se fantasea en todas partes, incluso bajo disfraces científicos, con estados venideros de la sociedad en los cuales «el carácter explotador» desaparecerá: a mis oídos esto suena como si alguien prometiese inventar una vida que se abstuviese de todas las funciones orgánicas. La «explotación» no forma parte de una sociedad corrompida o imperfecta y prímitiva: forma parte de la esencia de lo vivo, como función orgánica fundamental es una consecuencia de la auténtica voluntad de poder, la cual es cabalmente la voluntad propia de la vida. - suponiendo que como teoría esto sea una innovación, - como realidad es el hecho primordial de toda historia: ¡seamos, pues, honestos con nosotros mismos hasta este punto!

260
En mi peregrinación a través de las numerosas morales, más delicadas y más groseras, que hasta ahora han dominado o continúan dominando en la tierra, he encontrade ciertos rasgos que se repiten juntos y que se coligan entre sí de modo regular: hasta que por fin se me han revelado dos tipos básicos, y se ha puesto de relieve una difefencia fundamental. Hay una moral de señores y una moral de esclavos; - me apresuro a añadir que en todas las culturas más altas y más mezcladas aparecen también intentos de mediación entre ambas morales, y que con mayor frecuencia aún aparecen la confusión de las mismas y su recíproco malentendido, y hasta a veces una ruda yuxtaposición entre ellas - incluso en el mismo hombre, dentro de una sola alma. Las diferenciaciones morales de los valores han surgido o bien entre una especie dominante, la cual adquirió consciencia, con un sentimiento de bienestar, de su diferencia frente a la especie dominada - o bien entre los dominados, los esclavos y los subordinados de todo grado. En el primer caso, cuando los dominadores son quienes definen el concepto «bueno», son los estados anímicos elevados y orgullosos los que son sentidos como aquello que distingue y que determina la jerarquía. El hombre aristocrático separa de si a aquellos seres en los que se expresa lo contrario de tales estados elevados y orgullosos: los desprecia. Obsérvese en seguida que en esta primera especie de moral la antítesis «bueno» y «malo» es sinónima de «aristocrático» y «despreciable»: - la antítesis «bueno» y «malvado» es de otra procedencia. Es despreciado el cobarde, el miedoso, el mezquino, el que piensa en la estrecha utilidad; también el desconfiado de mirada servil, el que se rebaja a sí mismo, la especie canina de hombre que se deja maltratar, el adulador que pordiosea, sobre todo el mentiroso: - creencia fundamental de todos los aristócratas es que el pueblo vulgar es mentiroso. «Nosotros los veraces» - éste es el nombre que se daban a sí mismos los nobles en la antigua Grecia. Es evidente que las calificaciones morales de los valores se aplicaron en todas partes primero a seres humanos, y sólo de manera derivada y tardía a acciones: por lo cual constituye un craso desacierto el que los historiadores de la moral partan de preguntas como ¿por qué ha sido alabada la acción compasiva?» La especie aristocrática de hombre se siente o sí misma como determinadora de los valores, no tiene necesidad de dejarse autorizar, su juicio es «lo que me es perjudicial a mí, es perjudicial en sí», sabe que ella es la que otorga dignidad en absoluto a las cosas, ella es creadora de valores. Todo lo que conoce que hay en ella misma lo honra: semejante moral es autoglorificación. En primer plano se encuentran el sentimiento de la plenitud, del poder que quiere desbordarse, la felicidad de la tensión elevada, la consciencia de una riqueza que quisiera regalar y repartir: - tambien el hombre aristocrático socorre al desgraciado, pero no, o casi no, por compasión, sino más bien por un impulso engendrado por el exceso de poder. El hombre aristocrático honra en sí mismo al poderoso, también al poderoso que tiene poder sobre él, que es diestro en hablar y en callar, que se complace en ser riguroso y duro consigo mismo y siente veneración por todo lo riguroso y duro. «Wotan me ha puesto un corazón duro en el pecho», dícese en una antigua saga escandinava: ésta es la poesía que brotaba, con todo derecho, del alma de un vikingo orgulloso. Semejante especie de hombre se siente orgullosa cabalmente de no estar hecha para la compasión: por ello el héroe de la saga añade, con tono de admonición, «el que ya de joven no tiene un corazón duro, no lo tendrá nunca». Los aristócratas y valientes que así piensan están lo más lejos que quepa imaginar de aquella moral que ve el indicio de lo moral cabalmente en la compasión, o en el obrar por los demás, o en el désintéressement [desinterés]; la fe en sí mismo, el orgullo de sí mismo, una radical hostilidad y una ironía frente al «desinterés» forman parte de la moral aristocrática, exactamente del mismo modo que un ligero menosprecio y cautela frente a los sentímientos de simpatía y el «corazón cálido - Los poderosos son los que entienden de honrar, esto constituye su arte peculiar, su reino de la invención. El profundo respeto por la vejez y por la tradición - el derecho entero se apoya en ese doble respeto - la fe y el prejuicio favorables para con los antepasados y desfavorables para con los venideros son típicos en la moral de los poderosos; y cuando, a la inversa, los hombres de las «ideas modernas» creen de modo casi instintivo en el «progreso» y en «el futuro» y tienen cada vez menos respeto a la vejez, esto delata ya suficientemente la procedencia no aristocrática de esas «ideas». Pero lo que más hace que al gusto actual le resulte extraña y penosa una moral de dominadores es la tesis básica de ésta de que sólo frente a los iguales se tienen deberes; de que, frente a los seres de rango inferior, frente a todo lo extraño, es lícito actuar como mejor parezca, o «como quiera el corazón», y, en todo caso, «más allá del bien y del mal» -: acaso aqui tengan su sitio la compasión y otras cosas del mismo tipo. La capacidad y el deber de sentir un agradecimiento prolongado y una venganza prolongada - ambas cosas, sólo entre iguales -, la sutileza en la represalia, el refinamiento conceptual en la amistad, una cierta necesidad de tener enemigos (como canales de desagüe, por así decirlo, para los afectos denominados envidia, belicosidad, altivez - en el fondo, para poder ser buen amigo): todos esos son caracteres típicos de la moral aristocrática, la cual, como ya hemos insinuado, no es la moral de las «ideas modernas», por lo cual hoy resulta difícil sentirla, y también es difícil desenterrarla y descubrirla. - Las cosas ocurren de modo distinto en el segundo tipo de moral, la moral de esclavos. Suponiendo que los atropellados, los oprimidos los dolientes, los serviles, los inseguros y cansados de sí mismos moralicen: ¿cuál será el carácter común de sus valoraciones morales? Probablemente se expresará aqui una suspicacia pesimista frente a la entera sítuación del hombre, tal vez una condena del hombre, asi como de la situación del mismo. La mirada del esclavo no ve con buenos ojos las virtudes del poderoso: esa mirada posee escepticismo y desconfianza, es sutil en su desconfianza frente a todo lo «bueno» que allí es honrado -, quisiera convencerse de que la misma felícidad no es allí auténtica. A la inversa, las propiedades que sirven para aliviar la existencia de quienes sufren son puestas de relieve e inundadas de luz: es a la compasión, a la mano afable y socorredora, al corazón cálido, a  la paciencia, a la diligencia, a la humildad, a la amabilidad a lo que aquí se honra, pues éstas son aquí las propiedades más útiles y casi los únicos medios para soportar la presión de la existencia. La moral de esclavos es, en lo esencial, una moral de la utilidad. Aquí reside el hogar donde tuvo su génesis aquella famosa antítesis «bueno» y «malvado»: - se considera que del mal forman parte el poder y la peligrosidad, así como una cierta terribilidad y una sutilidad y fortaleza que no permiten que aparezca el desprecio. Así, pues, según la moral de esclavos, el «malvado» inspira temor; según la moral de señores, es cabalmente el «bueno» el que inspira y quiere inspirar temor, mientras que el hombre «malo» es sentido como despreciable. La antítesis llega a su cumbre cuando, de acuerdo con la consecuencia propia de la moral de esclavos, un soplo de menosprecio acaba por adherirse también al «bueno» de esa moral - menosprecio que puede ser ligero y benévolo -, porque, dentro del modo de pensar de los esclavos, el bueno tiene que ser en todo caso el hombre no peligroso: es bonachón, fácil de engañar, acaso un poco estúpido, un bonhomme [un buen hombre]. En todos los lugares en que la moral de esclavos consigue la preponderancia, el idioma muestra una tendencia a aproximar entre sí las palabras «bueno» y «estúpido». - Una última diferencia fundamental: el anhelo de libertad, el instinto de la felicidad y de las sutilezas del sentimiento de libertad forman parte de la moral y de la moralidad de esclavos con la misma necesidad con que el arte y el entusiasmo en la veneración, en la entrega, son el síntoma normal de un modo aristocrático de pensar y valorar. - Ya esto nos hace entender por qué el amor como pasión - es nuestra especialidad europea - tiene que tener sencillamente una procedencia aristocrática: como es sabido, su invención es obra de los poetas-caballeros provenzales, de aquellos magnificos e ingeniosos hombres del «gai saber», a los cuales Europa debe tantas cosas y casi su propia existencia. -

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Entre las cosas que tal vez le resulten más difíciles de comprender a un hombre aristocrático está la vanidad: se sentirá tentado a negarla incluso allí donde otra especie de hombre cree asirla con ambas manos. El problema para él consiste en representarse unos seres que buscan despertar acerca de si mismos una buena opinión que ellos mismos no tienen de sí - y, por tanto, tampoco «merecen» -, y que posteriormente creen, sin embargo, en esa buena opinión. Esto le parece, por un lado, algo tan falto de gusto y de respeto para consigo mismo, y, por otro, algo tan barrocamente irracional que le gustaría concebir la vanidad como una excepción, y en la mayoría de los casos en que se habla de ella, la pone en duda. Dirá, por ejemplo: «Yo puedo equivocarme sobre mi valor y, por otro lado, exigir, sin embargo, que mi valor sea reconocido también por otros exactamente tal como yo lo establezco, - perr eso no es vanidad (sino presunción o, en los casos más frecuentes, eso que se llama 'humildad' o también 'modestia').» O también: «Yo puedo alegrarme, por muchas razones, de la buena opinión de los demás sobre mí, acaso porque los honro y amo y me alegro de cada una de sus alegrias, acaso también porque su buena opinión confirma y refuerza en mi la fe en mi propia buena opinión, acaso porque la buena opinión de los otros, incluso en los casos en que yo no la comparta, me es útil o promete serlo, - pero nada de esto es vanidad.» De manera forzada, especialmente con ayuda de la ciencia histórica, es como el hombre aristocrático tiene que formarse la idea de que, desde tiempos inmemoriales, en todas las capas populares dependientes de alguna manera el hombre vulgar era sólo aquello que valia: - no estando habituado de ningún modo a establecer valores por si mismo, ni siquiera a si mismo se atribuía un valor distinto del que sus señores le atribuían (el auténtico derecho señorial es el de crear valores). Sin duda habrá que considerar como consecuencia de un atavismo tremendo el hecho de que, todavía ahora, el hombre ordinario continúe aguardando siempre una opinion acerca de él, y luego se someta instintivamente a ella: pero no tan sólo, en modo alguno, a una «buena» opinión, sino también a una mala e injusta (piénsese, por ejemplo, en la mayor parte de las autoapreciaciones y autodepreciaciones que las mujeres crédulas aprenden de sus confesores, y que en general el cristiano crédulo aprende de su Iglesia). De hecho ahora, merced a la lenta aparición en el horizonte del orden democrático de las cosas (y de su causa, la mezcla de sangre entre señores y esclavos), el impulso originariamente aristocrático y raro a atribuirse un valor a sí mismo desde sí mismo, y a «pensar bien» de sí, se verá alentado y se extenderá cada vez más: pero ese impulso tiene en todo momento en contra suya una tendencia más antigua, más amplia, arraigada más básicamente, - y en el fenómeno de la «vanidad» esa tendencia más antigua predomina sobre la más reciente. El vanidoso se alegra de toda buena opnión que oye acerca de sí mismo (totalmente al margen de todos los puntos de vista de la utilidad de la misma, y prescindiendo asimismo de que sea verdadera o falsa), de igual modo que sufre por toda opinión mala: pues se somete a ambas, se siente sometido a ellas, merced a aquel antiquísimo instinto de sumisión que en él se abre paso. - «El esclavo» que hay en la sangre del vanidoso, residuo de la picardía del esclavo - ¡y cuánto «esclavo» perdura aún ahora, por ejemplo, en la mujer! -, ése es el que intenta llevarnos engañosamente a tener buenas opiniones sobre él; es asimismo el esclavo el que luego se prosterna en seguida ante esas opiniones, como si no las hubiera provocado él. - y, dicho una vez más: la vanidad es un atavismo.

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Una especie surge, un tipo se fija y se hace fuerte bajo una larga lucha con condiciones desfavorables esencialmente idénticas. A la inversa, sabemos por las experíencias de los ganaderos que las especies a las que se les asigna una alimentación sobreabundante y, en general, un exceso de protección y de cuidado propenden en seguida, de manera muy intensa, a la variación del tipo y son abundantes en prodigios y monstruosidades (también en vicios monstruosos). Considérese ahora una comunidad aristocrática, una antigua polis griega o Venecia, por ejemplo, como una instítución, ya voluntaria, ya involuntaria, destinada a la selección: hay allí hombres que conviven juntos y que dependen de sí mismos, los cuales quieren imponer su especie, la mayor parte de las veces porque tienen que imponerla o de lo contrario corren un peligro horroroso de ser exterminados. Faltan
aquí aquellos cuidados, aquella sobreabundancia, aquella protección bajo los cuales la variación se encuentra favorecida; la especie tiene necesidad de sí misma como especie, como algo que, justamente en virtud de su dureza, de su uniformidad, de su simplicidad de forma, puede en absoluto imponerse y hacerse duradera, en la continua lucha con los vecinos o con los oprimidos ya rebelados o que amenazan con rebelarse. La experiencia más variada le enseña a esa especie cuáles son las propiedades a las que sobre todo debe ella el seguir existiendo, el continuar triunfando, pese a todos los dioses y hombres: a esas propiedades llámalas virtudes, sólo ésas son las virtudes que ella cultiva. Hace esto con dureza, más aún, quiere la dureza; toda moral aristocrática es intolerante, lo es en la educación de la juventud, en la legislación sobre las mujeres, en las costumbres matrimoniales, en la relación entre viejos y jóvenes, en las leyes penales (las cuales sólo tienen en cuenta a los que degeneran): - coloca la intolerancia misma entre las virtudes, bajo el nombre de «justicia». Un tipo dotado de unos rasgos escasos, pero muy fuertes, una especie de hombres rigurosos, belicosos, inteligentemente callados cerrados y reservados (y, en cuanto tales, dotados de un sentimiento sutilísimo para percibir los encantos y nuances [matices] de la sociedad), queda así fijada por encima del cambio de las generaciones; la continua lucha con condiciones desfavorables siempre idénticas, como hemos dicho, es la causa de que un tipo se fije y se endurezca. Pero finalmente surge alguna vez una situación afortunada, la inmensa tensión se relaja; acaso no haya ya enemigos entre los vecinos, y los medios para vivir, incluso para gozar de la vida, se den con sobreabundancia. De un golpe desgárranse el lazo y la coacción de la antigua disciplina: ya no se la siente como necesaria, como condicionante de la existencia - si quisiera seguir subsistiendo, sólo podria hacerlo como una forma de lujo, como un gusto arcaizante. La variación, bien como desviación de la especie (hacia algo superior, más fino, más raro), bien como degeneración y monstruosidad, sale inmediatamente a escena con su plenitud y su magnificencia máximas, el individuo se atreve a ser único y a separarse del resto. En estos virajes de la historia muéstranse juntos, y a menudo enmarañados y entremezclados, un magnífico, multiforme, selvático crecer y tender hacia lo alto, una especie de tempo [ritmo] tropical en la emulación del crecimiento, y, por otro lado, un inmenso perecer y arruinarse, merced a los egoísmos que se oponen salvajemente entre sí y que, por así decirlo, explotan, egoísmos que luchan unos con otros «por el sol y la luz» y no saben ya extraer, de la moral vigente hasta ese momento, ni limite ni freno ni consideración alguna. Fue esta misma moral la que acumuló de manera ingente la fuerza que ahora ha tensado el arco tan amenazadoramente: - ahora esa metal ha vivido demasiado, se ha «anticuado». Se ha alcanzado el punto peligroso e inquietante en que una vida más grande, más compleja, más amplia, vive por encima de la antigua moral; ahora el «individuo» está forzado a darse su propia legislación, sus propias artes y astucias de auto-conservación, auto-elevación, auto-redención. Todos los fines son nuevos, todos los medios son nuevos, no hay ya ninguna fórmula común, el malentendido y el menosprecio aparecen aliados entre sí, la decadencia, la corrupción y los más altos deseos, horriblemente anudados, el genio de la raza desborda de todos los cuernos de la abundancia de lo bueno y lo perverso, surge una funesta simultaneidad de primavera y otoño, llena de nuevos atractivos y velos que son propios de la corrupción reciente, aún no agotada, aún no fatigada. De nuevo está alli el peligro, padre de la moral, el gran peligro, esta vez trasladado al individuo, al prójimo y amigo, a la calle, al propio hijo, al propio corazón, a todo lo más intimo y secreto del deseo y de la voluntad: ¿qué habrán de predicar ahora los filósofos de la moral que por este tiempo aparecen en el horizonte?  Descubren, estos agudos observadores y mozos de esquina, que ahora se camina rápidamente hacia el final, que todo lo que los rodea se corrompe a si mismo y corrompe a otros, que nada se mantiene en pie hasta pasado mañana, excepto una sola especie de hombres, los incurablemente mediocres. Sólo los mediocres tienen perspectivas de continuar, de propagarse, - ellos son los hombres del futuro, los únicos que sobreviven; «¡sed como ellos!,¡haceos mediocres!», dice a partir de ese momento la única moral que todavía tiene sentido, que todavía encuentra oídos. - pero es difícil de predicar esa moral de la mediocridad! - ¡no le es licito, en efecto, confesar nunca lo que es y lo que quiere! Tiene que hablar de moderación y de dignidad y de deber y de amor al prójimo; - ¡tendrá necesidad de ocultar la ironia! -

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Hay un instinto para percibir el rango que es ya, más que cualquier otra cosa, indicio de un rango elevado; hay un placer en las nuances [matices] del respeto que permite adivinar una procedencia y unos hábitos aristocráticos. La sutileza, bondad y altura de un alma son puestas peligrosamente a prueba cuando a su lado pasa algo que es de primer rango, pero que todavía no está protegido, por los estremecimientos de la autoridad, contra asaltos y torpezas inoportunos: algo que recorre su camino como una viviente piedra de toque, sin haber sido aún catalogado ni descubierto, algo lleno de tentaciones, acaso velado y disfrazado voluntariamente. El hombre de cuya tarea y ejercitación forma parte el escrutar almas utilizará cabalmente ese arte, de múltiples formas, para establecer cuál es el valor último de un alma, cuál es la jerarquía innata e irreversible a que pertenece: la pondrá a prueba en su instinto de respeto. Différence engendre haine [la diferencia engendra odio]: la vulgaridad de más de una naturaleza arroja de repente una salpicadura, cual si fuese agua sucia, cuando a su lado pasan un recipiente sagrado cualquiera, una preciosidad cualquiera sacada de armarios cerrados, un libro cualquiera que lleva las señales del gran destino; y, por otra parte, existen un enmudecimiento involuntario una vacilación de la mirada, una inmovilización de todos los gestos, en los cuales se expresa que un alma siente la cercanía de lo más digno de veneración. La manera como en conjunto se ha mantenido hasta ahora en Europa el respeto a la Biblia es tal vez el mejor elemento de disciplina y de refinamiento de la costumbre que Europa debe al cristianismo: tales libros profundos y sumamente significativos necesitan, para su protección, una tiranía de autoridad venida de fuera a fin de conquistar esos milenios de duración que se precisan para agotarlos y descifrarlos. Mucho se ha conseguido cuando a la gran masa (a los superficiales, a los intestinos veloces de toda especie) se le ha infundido por fin el sentimiento de que a ella no le es lícito tocar todo; de que hay vivencias sagradas ante las cuales tiene que quitarse los zapatos y mantener alejada su sucia mano, - esto constituye casi su suprema elevación en humanidad. A la inversa, en los denominados hombres cultos, en los creyentes de las «ideas modernas» acaso ninguna otra cosa produzca tanta náusea como su falta de pudor, su cómoda insolencia de ojo y de mano, con la que tocan, lamen, palpan todo; y es posible que hoy en el pueblo, en el pueblo bajo, sobre todo entre los campesinos, continúe habiendo más relativa aristocracia del gusto y más tacto del respeto que entre el semimundo del espíritu, que lee los periódicos, entre los cultos.

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No es posible borrar del alma de un hombre aquello que sus antepasados hicieron de manera más gustosa y más constante: bien fueran, por ejemplo, asiduos ahorradores y, por así decirlo, simples piezas de una escribanía o de una caja fuerte, modestos y burgueses en sus apetitos, modestos también en sus virtudes; o bien viviesen habituados a dar órdenes desde la mañana hasta la tarde, propensos a las distracciones toscas y, junto a eso, tal vez, a unos deberes y unas responsabilidades más toscos aún; o bien, finalmente, hayan sacríficado en algún momento viejos privilegios de nacimiento y de posesión a fin de vivir integramente para su fe - su «Dios» -, como hombres de conciencia implacable y delicada, la cual se ruboriza de toda mediación. No es posible en modo alguno que un hombre no tenga en su cuerpo las propiedades y predilecciones de sus padres y antepasados: y ello, digan lo que digan las apariencias. Este es el problema de la raza. Suponiendo que sepamos algo de los padres, está permitido sacar una conclusión sobre el hijo: cierta incontinencia repugnante, cierta envidia mezquina, un torpe darse a sí mismo la razón - y estas tres cosas juntas han constituido en todas las épocas el auténtico tipo plebeyo - tienen que pasar al hijo con la misma seguridad con que pasa la sangre corrompida; y con ayuda de la mejor educación y de la mejor cultura lo único que se conseguirá cabalmente es engañar acerca de esa herencia. - ¡Y qué otra cosa quieren hoy la educación y la cultura!   En nuestra época tan popular, quiero decir tan plebeya, «educación» y «cultura» tienen que ser esencialmente el arte de engañar - de engañar acerca de la procedencia, acerca de la plebe heredada en el cuerpo y en el alma. Un educador que hoy predicase ante todo veracidad y que exhortase constantemente a sus discípulos de este modo: «¡Sed verdaderos!, ¡sed naturales!, ¡mostraos tal cual sois!» - incluso semejante asno virtuoso y cándido aprendería en poco tiempo a recurrir a aquella furca [horcón] de Horacio, para naturam expellere [expulsar la naturaleza]: ¿con qué resultado?  La «plebe» usque recurret [vuelve siempre].-

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A riesgo de descontentar a oídos inocentes yo afirmo esto: de la esencia del alma aristocrática forma parte el egoísmo, quiero decir, aquella creencia ínamovible de que a un ser como «nosotros lo somos» tienen que estarle sometidos por naturaleza otros seres y tienen que sacrificarse a él. El alma aristocrática acepta este hecho de su egoísmo sin ningún signo de interrogación y sin sentimiento alguno de dureza, coacción, arbitrariedad, antes bien como algo que acaso esté fundado en la ley primordial de las cosas: - si buscase un nombre para designarlo diría «es la justicia misma». En determinadas ciícunstancias, que al comienzo la hacen vacilar, ese alma se confiesa que hay quienes tienen idénticos derechos que ella; tan pronto como ha aclarado esta cuestión de rango, se mueve entre esos iguales, dotados de derechos idénticos, con la misma seguridad en el pudor y en el respeto delicado que tiene en el trato consigo misma, - de acuerdo con un innato mecanismo celeste que todos los astros conocen. Esa sutileza y autolimitación en el trato con sus iguales es una parte más de su egoísmo - todo astro es un egoísta de ese género-: se honra a si misma en ellos y en los derechos que ella les concede, no duda de que el intercambio de honores y derechos, esencia de todo trato, forma parte asimismo del estado natural de las cosas. El alma aristocrática da del mismo modo que toma, partiendo del apasionado y excitable instinto de corresponder a todo lo que reside en el fondo de ella. Inter pares [entre iguales] el concepto de «gracia» no tiene sentido ni buen olor; acaso haya una manera sublime de dejar descender sobre sí los regalos desde arriba, por así decirlo, y de beberlos ávidamente cual si fueran gotas: mas el alma aristocrática carece de habilidad para ese aire y ese gesto. Su egoismo se lo impide: en general mira a disgusto hacia «arriba», - mira, o bien ante sí, de manera horizontal y lenta, o bien hacia abajo: - ella se sabe en la altura. -

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«Sólo se puede estimar verdaderamente a quien no se busca a sí mismo.» - Goethe al consejero Schlosser.

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Hay entre los chinos un proverbio que las madres enseñan ya a sus hijos: siao-sin «¡haz pequeño tu corazón!» Esta es la auténtica tendencia fundamental en las civilizaciones tardías: yo no dudo de que lo primero que un griego antiguo reconocería también en nosotros los europeos de hoy sería el autoempequenecimiento - con sólo esto «repugnaríamos ya a gusto». -

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¿Qué es, en última instancia, la vulgaridad? - Las palabras son signos-sonidos de conceptos; pero los conceptos son signos-imágenes, más o menos determinados, de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos de sensaciones. Para entenderse unos a otros no basta ya con emplear las mismas palabras: hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género de vivencias internas, hay que tener, en fin, una experiencia común con el otro. Por ello los hombres de un mismo pueblo se entienden entre sí mejor que los pertenecientes a pueblos distintos, aunque éstos se sirvan de la misma lengua; o, más bien, cuando los hombres han vivido juntos durante mucho tiempo en condiciones similares (de clima, de suelo, de peligro, de necesidades, de trabajo), surge de aquí algo que «se entiende», un pueblo. En todas las almas ocurre que un mismo número de vivencias que se repiten a menudo obtiene la primacia sobre las que se dan más raramente: acerca de ellas la gente se entiende con rapidez, de un modo cada vez más rápido - la historia de la lengua es la historia de un proceso de abreviación -; sobre la base de ese rápido entendimiento la gente se vincula de un modo estrecho, cada vez más estrecho. Cuanto mayor es el peligro, tanto mayor es la necesidad de ponerse de acuerdo con rapidez y facilidad sobre lo que hace falta; el no malentenderse en el peligro es algo de que los hombres no pueden prescindir en modo alguno para el trato mutuo. También en toda amistad o relación amorosa se hace esa misma prueba: nada de ello tiene duración desde el momento en que se averigua que uno de los dos, usando las mismas palabras, siente, piensa, barrunta, desea, teme de modo distinto que el otro. (El miedo al «eterno malentendido»: ése es el genio benévolo que, con tanta frecuencia, a personas de sexo distinto las aparta de uniones demasiado precipitadas, aconsejadas por los sentidos y el corazón - ¡y no un schopenhaueriano «genio de la especie» cualquiera -!) Cuáles son los grupos de sensaciones que se despiertan más rápidamente dentro de un alma, que toman la palabra, que dan órdenes: eso es lo que decide sobre la jerarquía entera de sus valores, eso es lo que en última instancia determina su tabla de bienes. Las valoraciones de un hombre delatan algo de la estructura de su alma y nos dicen en qué ve ésta sus condiciones de vida, su auténtica necesidad. Suponiendo que desde siempre la necesidad haya aproximado entre sí únicamente a hombres que podían aludir, con signos similares, a necesidades similares, a vivencias simílares, resulta de aquí, en conjunto, que una comunicabilidad fácil de la necesidad, es decir, en su último fondo, el experimentar vivencias sólo ordinarias y vulgares tiene que haber sido la más poderosa de todas las fuerzas que han dominado a los hombres hasta ahora. Los hombres más similares, más habituales, han tenido y tienen siempre ventaja, los más selectos, más sutiles, más raros, más dífíciles de comprender, ésos fácilmente permanecen solos en su aislamiento, sucumben a los accidentes y se propagan raras veces. Es preciso apelar a ingentes fuerzas contrarias para poder oponerse a este natural, demasiado natural, progressus in simile [progreso hacia lo semejante], al avance del hombre hacia lo semejante, habitual, ordinario, gregario - ¡hacia lo vulgar! -

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Cuanto más se vuelve un psicólogo - un psicólogo y adivinador de almas nato, inevitable - hacia los casos y los hombres más selectos, tanto más aumenta su peligro de asfixiarse de compasión: más que ningún otro hombre necesita él dureza y jovialidad. La corrupción, la ruina de los hombres superiores, de las almas de constitución más extraña, representan, en efecto, la regla: es terrible tener siempre ante los ojos semejante regla. La multiforme tortura del psicólogo que ha descubierto esa ruina, que ha descubierto primero una vez, y luego casi siempre, toda esa «incurabilidad interna» del hombre superior, ese eterno «¡demasiado tarde!» en todos los sentidos, a lo largo de la historia entera, - puede llegar quizá a convertirse un día en causa de que se vuelva con amargura contra su propia suerte y haga un ensayo de autodestrucción, - de que se «corrompa» a si mismo. Casi en todos los psicólogos percibiremos una propensión y un placer delatores a tratar con hombres ordinarios y bien ordenados: en esto se delata que ellos precisan siempre de una curación, que necesitan una especie de huida y olvido, lejos de aquello que sus penetraciones e incisiones, que su «oficio», han hecho pesar sobre su conciencia. El miedo a su memoria es peculiar de ellos. Ante el juicio de otros enmudecen fácilmente: con rostro inmóvil escuchan cómo la gente honra, admira, ama, glorifica, allí donde ellos han visto, - o incluso encubren su mutismo asintiendo de modo expreso a una opinión superficial cualquiera. Acaso la paradoja de su situación llegue tan terriblemente lejos que la muchedumbre, los cultos, los entusiastas aprendan por su parte el gran respeto justo allí donde ellos han aprendido la gran compasión al lado del gran desprecio, - el respeto a los «grandes hombres» y animales prodigiosos por causa de los cuales se bendice y se honra a la patria, a la tierra, a la dignidad de la humanidad, a sí mismo, y que son propuestos a la juventud como modelo para su educación... y quién sabe si hasta ahora no ha venido ocurriendo en todos los grandes casos cabalmente lo mismo: que la muchedumbre adoraba a un dios, - ¡y que el «dios» no era más que un pobre animal para el sacrificio! El éxito ha sido siempre el máximo mentiroso, - y la «obra» misma es un éxito; el gran estadista, el conquistador, el descubridor están envueltos en el disfraz de sus creaciones hasta el punto de resultar irreconocibles la «obra», la del artista, la del filósofo, ella es la inventora de quien la ha creado de quien la habria creado; los «grandes hombres», tal como se los venera, son poemas pequeños y malos compuestos con posterioridad; en el mundo de los valores históricos domina la moneda falsa. Por ejemplo, esos grandes poetas, esos Byron, Musset, Poe, Leopardi, Kleist, Gogol, - tal como estan ahora ahí, tal como acaso tienen que estar: hombres de instantes, hombres entusiasmados, sensuales, pueriles, hombres inconsiderados y súbitos en la desconfianza y en la confianza; en cuyas almas se disimula de ordinario una grieta; que a menudo se vengan con sus obras de un ensucíamiento interno; que a menudo buscan con sus vuelos olvidarse de una memoria demasiado fiel, que a menudo se extravían en el fango y casi se enamoran de él, hasta volverse iguales a fuegos fatuos que vagan en torno a los pantanos y simulan ser estrellas - el pueblo los llama entonces idealistas, - que a menudo luchan con una nausea prolongada, con un fantasma que siempre retorna de incredulidad, el cual los hace fríos y los fuerza a desvivirse por la gloria y a devorar la «fe en sí mismos» tomándola de las manos de aduladores ebrios: - ¡qué tortura son estos grandes artistas y, en general, los hombres superiores para quien los ha descifrado una vez! Resulta muy comprensible que sea justamente de parte de la mujer - la cual es clarividente en el mundo del sufrimiento y, por desgracia, también está ansiosa de ayudar y salvar, más allá de sus fuerzas - de quien experimenten ellos con .mucha facilidad aquellas explosiones de compasión ilimitada y abnegadisima que la muchedumbre, sobre todo la muchedumbre que venera, no entiende y sobre las cuales acumula interpretaciones llenas de curiosidad y autosatisfacción. Esa compasión se engaña ordinariamente con respecto a su fuerza; la mujer quisiera creer que el amor todo lo puede, - es su auténtica creencia. ¡Ay, quien conoce el corazón adivina cuán pobre, estúpido, desamparado, presuntuoso, desacertado, más fácilmente destructor que salvador es incluso el amor mejor y más hondo! - Es posible que bajo la fábula y el disfraz sagrados de la vida de Jesús se esconda uno de los casos más dolorosos de martirio del saber acerca del amor: el martirio del corazón más inocente y más lleno de deseos, que nunca había tenido bastante con ningún amor de hombre, que exigia amor, ser amado y ninguna otra cosa más que ésa, con dureza, con insensatez, con explosiones terribles contra quienes le rehusaban su amor; la historia de un pobre insaciado e insaciable en el amor, que tuvo que inventar el infierno para enviar a él a quienes no le querían amar, - y que al fin, habiendo alcanzado saber acerca del amor humano, tuvo que inventar un dios que es totalmente amor, totalmente capacidad-de-amar, - ¡que se compadece del amor humano por ser éste tan pobre, tan ignorante! Quien así siente, quien tiene tal saber acerca del amor, - busca la muerte. - ¿Mas por qué entregarse a estas cosas dolorosas? Suponiendo que no haya que hacerlo. -

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La soberbia y la náusea espirituales de todo hombre que haya sufrido profundamente - la jerarquía casi viene determinada por el grado de profundidad a que los hombres pueden llegar en su sufrimiento - su estremecedora certeza, que le impregna y colorea completamente, de saber más, merced a su sufrimiento, que lo que pueden saber los más inteligentes y sabios, de ser conocido y haber estado alguna vez «domiciliado» en muchos mundos lejanos y terribles, de los que «¡vosotros nada sabéis!», esa soberbia espiritual y callada del que sufre, ese orgullo del elegido del sufrimiento, del «iniciado», del casi sacrificado, encuentra necesarias todas las formas de disfraz para protegerse del contacto de manos importunas y compasivas y, en general, de todo aquello que no es su igual en el dolor. El sufrimiento profundo vuelve aristócratas a los hombres, separa. Una de las formas más sutiles dedisfraz es el epicureísmo, así como una cierta valentía del gusto, exhibida a partir de ese momento, la cual toma el sufrimiento a la ligera y se pone en guardia contra todo lo triste y profundo. Hay «hombres joviales» que se sirven de la jovialidad porque, merced a ella, son malentendidos: - quieren ser malentendidos. Hay «hombres científicos» que se sirven de la ciencia porque ésta proporciona una apariencia jovial y porque el cientificismo lleva a inferir que el hombre es superficial: - quieren inducir a una falsa inferencia. Hay espíritus libres e insolentes que quisieran ocultar y negar que son corazones rotos, orgullosos, incurables: y a veces la misma necedad es la máscara usada para encubrir un saber desventurado demasiado cierto. - De lo cual se deduce que a una humanidad más sutil le es inherente el tener respeto «por la máscara» y el no cultivar la psicología y la curiosidad en lugares falsos.

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Lo que más profundamente separa a dos seres humanos son un sentido y un grado distintos de limpieza. De nada sirven toda honradez y toda recíproca utilidad, de nada sirve toda buena voluntad del uno para con el otro: en última instancia se está siempre en lo mismo - «¡no pueden olerse!» El supremo instinto de limpieza sitúa a quien lo tiene en el aislamiento más prodigioso y peligroso, como si fuese un santo: pues la santidad es cabalmente eso - la espiritualización suprema del mencionado instinto. Una cierta consciencia de una indescriptible plenitud en la felicidad del baño, un cierto ardor y una cierta sed que empujan constantemente al alma a salir de la noche y entrar en la mañana, a salir de lo turbio, de la «tribulación», y entrar en lo claro, lo resplandeciente, lo profundo, lo sutil -: esa inclinación, en la misma medida en que distingue - es una inclinación aristocrática -, también separa. - La compasión propia del santo es la compasión por la suciedad de lo humano, demasiado humano. Y hay grados y alturas en los que la compasión misma es sentida por él como contaminación, como suciedad...

272
Signos de aristocracia: no pensar nunca en rebajar nuestros deberes a deberes de todo el mundo; no querer ceder, no querer compartir la propia responsabilidad; contar entre los deberes propios los privilegios propios y su ejercicio.

273
Un hombre que aspire a cosas grandes considera a todo aquel con quien se encuentra en su ruta, o bien como un medio, o bien como una rémora y obstáculo, - o bien como un lecho pasajero para reposar. Su peculiar bondad, de alto linaje, para con el prójimo sólo es posible cuando él está en su altura y ejerce dominio. La impaciencia, así como su consciencia de haber estado condenado siempre a la comedia hasta aquel momento - pues incluso la guerra es una comedia y sirve de ocultación, de igual modo que todo medio sirve de ocultación a una finalidad -, le echan a perder todo trato humano: esa especie de hombre conoce la soledad y todas las cosas venenosísimas que ésta tiene en sí.

274
El problema de los gue aguardan. - Se necesitan golpes de suerte, además de muchas cosas incalculables, para que un hombre superior, dentro del cual dormita la solución de un problema, llegue a actuar en tiempo aún oportuno - «a estallar», como podría decirse. De ordinario esto no acontece, y en todos los rincones de la tierra hállanse sentadas gentes que aguardan y que apenas saben hasta qué punto aguardan, y menos aún que aguardan en vano. A veces también llega demasiado tarde la llamada despertadora, aquel azar que otorga «permiso» para obrar, - cuando ya la mejor juventud y la mejor energía para obrar se han gastado, a fuerza de estar sentadas y quietas; ¡y más de uno ha encontrado con espanto, justo cuando «se puso de pie», que sus miembros estaban dormidos y que su espíritu estaba ya demasiado pesado! «Es demasiado tarde» - se dijo, perdida ya la fe en si mismo e inútil para siempre a partir de entonces -. ¿Acaso, en el reino del genio, el «Rafael sin manos», entendida esta expresión en su sentido más amplio, constituiria no la excepcion, sino la regla? - Quizá el genio no sea tan raro: pero sí lo son las quinientas manos que él necesita para tiranizar el xaipos, «el momento oportuno» - ¡para coger el azar por los pelos!

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Quien no quiere ver lo elevado de un hombre fija su vista de un modo tanto más penetrante en aquello que en é1 es bajo y superficial - traicionándose a si mismo con ello.

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En toda especie de herida y de pérdida el alma inferior y más grosera se halla en mejores condiciones que el alma más aristocrática: los peligros de esta última tienen que ser mayores, su probabilidad de sufrir una desgracia y de perecer es incluso enorme, dada la multiplicidad de sus condiciones de vida. - En un lagarto un dedo perdido vuelve a crecer: no así en el hombre. -

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-¡Tanto peor! ¡Otra vez la vieja historial Cuando uno ha acabado de construir su casa, advierte que, haciéndola, ha aprendido, sin darse cuenta, algo que tendria que haber sabido absolutamente antes de - comenzar a construir. El eterno y molesto «¡demasiado tarde!» - ¡La melancolía de todo lo terminado!...

278
-Viajero, ¿quién eres tú? Veo que reconoces tu camino sin desdén, sin amor, con ojos indescifrables; húmedo y triste cual una sonda que, insaciada, vuelve a retornar a la luz desde toda profundidad - ¿qué buscaba allá abajo? -, con un pecho que no suspira, con un labio que oculta su náusea, con una mano que ya sólo con lentitud cierra las cosas: ¿Quién eres tú? ¿Qué has hecho? Descansa aquí: este lugar es hospitalario para todo el mundo - ¡recupérate! Y seas quien seas: ¿Qué es lo que ahora te agrada? ¿Qué es lo que te sirve para reconfortarte? Basta con que lo nombres: ¡lo que yo tenga te lo ofrezco! - «¿Para reconfortarme? ¿Para reconfortarme? Oh tú, curioso, ¡qué es lo que dices! Pero dame, te lo ruego -». ¿Qué? ¿Qué? ¡Dilo! - «¡Una máscara más! ¡Una segunda máscara!»...

279
Los hombres de tristeza profunda se traicionan cuando son felices: tienen una manera de aferrar la felicidad como si quisieran estrangularla y ahogarla, por celos, - ¡ay, demasiado bien saben que se les escapa!

280
«¡Mal! iMal! ¿Cómo?, ¿no va - hacia atrás?» - ¡Sí! Pero entendéis mal a ese hombre cuando os quejáis de eso. Va hacia atrás como todo aquel que quiere dar un gran salto. - -

281
- «¿Se me creerá? Pero yo solicito que se me crea: en mí, sobre mí, he pensado siempre sólo mal, sólo en casos muy raros, sólo de manera forzada, siempre sin placer «por el asunto», presto a divagar lejos de «mí», siempre sin fe en el resultado, gracias a una indomeñable desconfianza con respecto a la posibilidad del auto-conocimiento, la cual me ha conducido tan lejos que he llegado a percibir una contradictio in adjeto [contradicción en el adjetivo] en el concepto de «conocimiento inmediato» que los teóricos se permiten: - este hecho entero es casi lo más seguro que yo sé sobre mi. Tiene que haber en mí una especie de aversión a creer algo determinado sobre mí. - ¿Se esconde aquí acaso un enigma? Probablemente; pero, por fortuna, no uno para mis propios dientes. - ¿Tal vez esto delata la species a que yo pertenezco? - Pero no me lo delata a mí: que es lo
que yo deseo. -»

282
«¿Pero qué te ha ocurrido?» - «No lo sé, dijo titubeante; quizá las arpías hayan pasado volando sobre mi mesa».- Hoy ocurre a veces que un hombre dulce, mesurado, discreto, se pone de repente furioso, rompe los platos, vuelca la mesa, grita, alborota, injuria a todo el mundo - y acaba por irse de allí avergonzado, rabioso contra sí mismo, - ¿hacia dónde?, ¿para qué? ¿Para morir de hambre en su aislamiento? ¿Para asfixiarse con su recuerdo? - Quien tenga los deseos propios de un alma elevada y descontentadiza, y sólo raras veces encuentre puesta su mesa, preparado su alimento, correrá en todas las épocas un gran peligro: pero éste, es hoy extraordinario. Arrojado dentro de una época ruidosa y plebeya, con la cual no le gusta comer de un mismo plato, fácilmente puede perecer de hambre y de sed, o, en el caso de que acabe por «alargar la mano», - de una náusea repentina.  - Probablemente todos nosotros nos hemos sentado ya a mesas que no eran las nuestras; y precisamente los más espirituales de nosotros, los que somos más difíciles de alimentar, conocemos aquella peligrosa dyspepsia [alteración digestiva] que se deriva de un conocimiento y un desengaño repentinos acerca de nuestra comida y de nuestros vecinos de mesa, - la náusea de los postres.

283
Suponiendo que queramos alabar, constituye un autodominio sutil y a la vez aristocrático el alabar siempre tan sólo cuando no estemos de acuerdo: - de lo contrario nos alabaríamos, en efecto, a nosotros mismos, lo cual va contra el buen gusto - desde luego es ése un autodominio que ofrece una ocasión y un motivo magnificos para ser constantemente malentendidos. Para que nos sea lícito permitirnos ese verdadero lujo de susto y de moralidad tenemos que vivir, no entre los cretinos del espíritu, sino más bien entre hombres a quienes incluso los malentendidos y las equivocaciones los diviertan a causa de su sutileza, - ¡o tendremos que pagarlo caro! - «El me alaba: por tanto, me da la razón» - esta asnada de deducción lógica nos echa a perder media vida a nosotros los eremitas, pues introduce a los asnos entre nuestros vecinos y amigos.

284
Vivir con una dejadez inmensa y orgullosa; siempre más allá. - Tener y no tener, a voluntad, nuestros afectos, nuestros pros y contras, condescender con ellos, por horas; montarnos sobre ellos como sobre caballos, a menudo como sobre asnos: - hay que saber aprovechar, en efecto, tanto su estupidez como su fuego. Reservarnos nuestras trescientas razones delanteras, también las gafas negras: pues hay casos en los que a nadie le es lícito mirarnos a los ojos, y menos aún a nuestros «fondos» y elegir como compañía ese vicio granuja y jovial, la cortesía. Y permanecer dueños de nuestras cuatro virtudes: el valor, la lucidez, la simpatía, la soledad. Pues la soledad es en nosotros una virtud, en cuanto constituye una inclinación y un impulso sublimes a la limpieza, los cuales adivinan que en el contacto entre hombre y hombre - «en sociedad» - las cosas tienen que ocurrir
de una manera inevitablemente sucia. Toda comunidad nos hace de alguna manera, en algún lugar, alguna vez - «vulgares».

285
Los acontecimientos y pensamientos más grandes - y los pensamientos más grandes son los acontecimientos más grandes - son los que más se tarda en comprender: las generaciones contemporáneas de ellos no tienen la vivencia de tales acontecimientos, - viven al margen de ellos. Ocurre aquí algo parecido a lo que ocurre en el reino de los astros. La luz de los astros más lejanos es la que más tarda en llegar a los hombres; y antes de que haya Ilegado, el hombre niega que alli - existan astros. «¿Cuántos siglos necesita un espíritu para ser comprendido?» - éste es también un criterio de medida, con él se crean también una jerarquía y una etiqueta cuales se precisan: para el espiritu y para el astro. -

286
«Aqui la vista es despejada, el espíritu está elevado»  Existe, sin embargo, una especie opuesta de hombres, la cual también está en la altura y también tiene despejada la vista - pero mira hacia abajo.

287
-¿Qué es aristocrático? ¿Qué continúa significando hoy para nosotros la palabra «aristocrático? ¿En qué se delata, en qué se reconoce el hombre aristocrático, bajo este cielo pesado y cubierto del dominio incipiente de la plebe, que vuelve opaco y plomizo todo? - No son las acciones las que constituyen su demostración, - las acciones son siempre ambiguas, siempre insondables -; tampoco son las «obras». Entre los artistas y los doctos encontramos hoy muchos que delatan con sus obras que un profundo deseo los empuja hacia lo aristocrático: pero justo esa necesidad de lo aristocrático es radicalmente distinta de las necesidades del alma aristocrática misma y, en realidad, el elocuente y peligroso síntoma de su carencia. No son las obras, es la fe la que aquí decide, la que aquí establece la jerarquía, para volver a tomar una vieja fórmula religiosa en un sentido nuevo y más profundo: una determinada certeza básica que un alma aristocrática tiene acerca de sí misma, algo que no se puede buscar, ni encontrar, ni, acaso, tampoco perder. - El alma aristocrática tiene respeto de si misma. -

288
Hay hombres que inevitablemente tienen espíritu, aunque anden con los rodeos y pretextos que quieran y aunque se tapen con las manos los ojos delatores (- ¡como si la mano no fuera un delator! -): al final siempre resulta que ellos tienen algo que ocultar, a saber, espíritu. Uno de los medios más sutiles para engañar, al menos durante el mayor tiempo posible, y para fingirse, con éxito, más estúpido de lo que uno es - cosa que en la vida vulgar es a menudo tan deseable como un paraguas - llámase entusiasmo: sumando a éste lo que de él forma parte, por ejemplo la virtud. Pues, como dice Galiani, que tenía que saberlo -: vertu est enthousiasme [virtud es entusiasmo].

289
En los escritos de un eremita óyese siempre también algo del eco del yermo, algo del susurro y del tímido mirar en torno propios de la soledad; hasta en sus palabras más fuertes, hasta en su grito continúa sonando una especie nueva y más peligrosa de silencio, de mutismo. Quien durante años y años, durante días y noches ha estado sentado solo con su alma, en disputa y conservación íntimas, quien en su caverna - que puede ser un laberinto, pero también una mina de oro - convirtióse en oso de cavernas, o en excavador de tesoros, o en guardián de tesoros y dragón: ése tiene unos conceptos que acaban adquiriendo un color crepuscular, propio, un olor tanto de profundidad como de moho, algo incomunicable y repugnante, que lanza un soplo frío sobre todo el que pasa a su lado. El eremita no cree que nunca un filósofo - suponiendo que un filósofo haya comenzado siempre por ser un eremita - haya expresado en libros sus opiniones auténticas y últimas: ¿nos se escriben precisamente libros para ocultar lo que escondemos dentro de nosotros ? - más aún, pondrá en duda que un filósofo pueda tener en absoluto opiniones «últimas y auténticas», que en él no haya, no tenga que haber, detrás de cada caverna, una caverna más profunda todavía - un mundo más amplio, más extraño, más rico, situado más allá de la superficie, un abismo detrás de cada fondo, detrás de cada «fundamentación». Toda filosofía es una filosofía de fachada - he aquí un juicio de eremita: «Hay algo arbitrario en el hecho de que él permaneciese quieto aquí, mirase hacia atrás, mirase alrededor, en el hecho de que no cavase más hondo aquí y dejase de lado la azada, - hay
también en ello algo de desconfianza.» Toda filosofía esconde también una filosofía; toda opinión es también un escondite, toda palabra, también una máscara.

290
Todo pensador profundo tiene más miedo a ser entendido que a ser malentendido. A causa de lo último padece tal vez su vanidad; a causa de lo primero, en cambio, su corazón, su simpatía, que dice siempre: «Ay, ¿por qué queréis vosotros que las cosas os pesen tanto como a mí?»

291
El hombre, animal complejo, mendaz, artificioso e impenetrable, inquietante para los demás animales no tanto por su fuerza cuanto por su astucia y su inteligencia, ha inventado la buena conciencia para disfrutar por fin de su alma como de un alma sencilla; y la moral entera es una esforzada y prolongada falsificación en virtud de la cual se hace posible en absoluto gozar del espectáculo del alma. Desde este punto de vista acaso formen parte del concepto «arte» más cosas de las que comúnmente se cree.

292
Un filósofo: es un hombre que constantemente vive, ve, oye, sospecha, espera, sueña cosas extraordinarias; alguien al que sus propios pensamientos le golpean como desde fuera, como desde arriba y desde abajo, constituyendo su especie peculiar de acontecimientos y rayos; acaso él mismo sea una tormenta que camina grávida de nuevos rayos; un hombre fatal, rodeado siempre de truenos y gruñidos y aullidos y acontecimientos inquietantes. Un filósofo: ay, un ser que con frecuencia huye de sí mismo, que con frecuencia tiene miedo de sí, - pero que es demasiado curioso para no «volver a sí» una y otra vez...

293
Un hombre que dice: «Esto me agrada, esto yo me lo apropio y quiero protegerlo y defenderlo contra todos»; un hombre que puede sostener una causa, cumplir una decisión, guardar fidelidad a un pensamiento, retener a una mujer, castigar y abatir a un temerario; un hombre que tiene su cólera y su espada, y al cual los débiles, los que sufren, los oprimidos, también los animales, se allegan con gusto y le pertenecen por naturaleza, en suma, un hombre que por naturaleza es señor, - cuando un hombre asi tiene compasión, ¡bien!, ¡esa compasión tiene valor! ¡Qué importa, en cambio, la compasión de los que sufren! ¡O de los que incluso predican compasión! Hay hoy en casi todos los lugares de Europa una sensibilidad y una susceptibilidad morbosas para el dolor, y asimismo una repugnante incontinencia en la queja, un enternecimiento que quisiera adornarse con la religión y con los trastos filosóficos para padecer algo superior, - existe un verdadero culto del sufrimiento. La falta de virilidad de lo que en tales circulos de ilusos se bautiza con el nombre de compasión es lo primero que, a mi parecer, salta siempre a la vista. - Hay que desterrar con energía y a fondo esta novísima especie del mal gusto; y yo deseo en fin que, para combatir esto, la gente se ponga en el corazón y en el cuello el buen amuleto del «gai saber», - la «gaya ciencia», para aclararlo a los alemanes.

294
El vicio olimpico. - A despecho de ese filósofo que, como genuino inglés, intentó crear entre todas las cabezas que piensan una mala fama al reír - «el reír es un grave defecto de la naturaleza humana, que toda cabeza que piensa se esforzará en superar» (Hobbes) -, yo me permitiria incluso establecer una jerarquía de los filósofos según el rango de su risa - hasta terminar, por arriba, en aquellos que son capaces de la carcajada áurea. Y suponiendo que también los dioses filosofen, cosa a la que más de una conclusión me ha empujado ya -, yo no pongo en duda que, cuando lo hacen, saben reír también de una manera sobrehumana y nueva - ¡y a costa de todas las cosas serias! A los dioses les gustan las burlas: parece que no pueden dejar de reír ni siquiera en las acciones sagradas.

295
El genio del corazón, tal como lo posee aquel gran oculto, el dios-tentador y cazarratas nato de las conciencias, cuya voz sabe descender hasta el inframundo de toda alma, que no dice una palabra, no lanza una mirada en las que no haya un propósito y un guiño de seducción, de cuya maestría forma parte el saber parecer - y no aquello que él es, sino aquello que constituye, para quienes lo siguen, una constricción más para acercarse cada vez más a él, para seguirle de un modo cada vez más íntimo y radical: - el genio del corazón, que a todo lo que es ruidoso y se complace en sí mismo lo hace enmudecer y le enseña a escuchar, que pule las almas rudas y les da a gustar un nuevo deseo, - el de estar quietas como un espejo, para que el cielo profundo se refleje en ellas -; el genio del corazón, que a la mano torpe y apresurada le enseña a vacilar y a coger las cosas con mayor delicadeza, que adivina el tesoro oculto y olvidado, la gota de bondad y de dulce espiritualidad escondida bajo el cielo grueso y opaco y es una varita mágica para todo grano dc oro que yació largo tiempo sepultado en la prisión del mucho cieno y arena; el genio del corazón, de cuyo contacto todo el mundo sale más rico, no agraciado y sorprendido, no beneficiado y oprimido como por un bien ajeno, sino más rico de sí mismo, más nuevo que antes, removido, oreado y sonsacado por un viento tibio, tal vez más inseguro, más delicado, más frágil, rnás quebradizo, pero lleno de esperanzas que aún no tienen nombre, lleno de nueva voluntad y nuevo fluir, lleno de nueva contravoluntad y nuevo refluir... ¿pero qué es lo que estoy haciendo, amigos míos¿   ¿De quién os estoy hablando? ¿Acaso me he distraído hasta el punto de no haberos dicho ni siquiera su nombre? A no ser que no hayais adivinado ya por vosotros mismos quien es ese espíritu y dios problemático que quiere ser alabado de este modo. Lo mismo que le ocurre, en efecto, a todo aquel que desde la infancia ha estado siempre en camino y en el extranjero, también a mí me han salido al paso muchos espíritus extraños y peligrosos, pero sobre todo ese de quien acabo de hablar, y ése lo ha hecho una y otra vez, nadie menos, en efecto, que el dios Dioniso, ese gran dios ambiguo y tentador, a quien en otro tiempo, como sabéis, ofrecí mis primicias con todo secreto y con toda veneración - siendo yo, a mi parecer, el último que le ha ofrecido un sacrificio: pues no he encontrado a nadie que haya entendido lo que yo hice entonces. Entre tanto he aprendido muchas más cosas, demasiadas cosas sobre la filosofía de este dios, y, como queda dicho, de boca a boca, - yo, el último discípulo e iniciado del dios Dioniso: ¿y me sería lícito acaso comenzar por fin alguna vez a daros a gustar a vosotros, amigos míos, en la medida en que me esté permitido, un poco de esta filosofía? A media voz, como es justo: ya que se trata aquí de muchas cosas ocultas, nuevas, extrañas, prodigíosas, inquietantes. Que Dioniso es un filósofo, y que, por tanto, también los dioses filosofan, paréceme una novedad que no deja de ser insidiosa, y que tal vez suscite desconfianza cabalmente entre filósofos, - entre vosotros, amigos míos, no hay tanta oposición contra ella, excepto la de que llega demasiado tarde y a destiempo: pues no os gusta creer, según me han dicho, ni en dios ni en dioses. ¿Acaso también tenga yo que llegar, en la franqueza de mi narración, más allá de lo que resulta siempre agradable a los rigurosos hábitos de vuestros oídos? Ciertamente el mencionado dios llegó, en tales diálogos, muy lejos, extraordinariamente lejos, e iba siempre muchos pasos delante de mí... Más aún, si estuviera permitido, yo le atríbuiría, según el uso de los humanos, hermosos y solemnes nombres de gala y de virtud, y haría un gran elogio de su valor de investigador y descubridor, de su osada sinceridad, veracidad y amor a la verdad. Pero con todos estos venerables cachivaches y adornos no sabe qué hacer semejante dios. «¡Reserva eso, diría, para ti y para tus iguales, y para todo aquel que lo necesite! ¡Yo - no tengo ninguna razón para cubrir mi desnudez! » - Se adivina: ¿le falta acaso pudor a esta especie de divinidad y de filósofos? - En una ocasión me dijo así: «En determinadas circunstancias yo amo a los seres humanos - y al decir esto aludía a Ariadna, que estaba presente -: el hombre es para mí un animal agradable, valiente, lleno de inventiva, que no tiene igual en la tierra y que sabe orientarse incluso en todos los laberintos. Yo soy bueno con él: con frecuencia reflexiono sobre cómo hacerlo avanzar más y volverle más fuerte, más malvado y más profundo de cuanto es.» «¿Más fuerte, más malvado y más profundo?», pregunté yo, asustado. «Sí, repitió, más fuerte, más malvado y más profundo; también más hermoso» - y al decir esto sonreía este dios-tentador con su sonrisa alciónica, como si acabara de decir una encantadora gentileza. Aquí se ve a un mismo tiempo: a esta divinidad no le falta sólo pudor -; y hay en general buenos motivos para suponer que, en algunas cosas, los dioses en conjunto podrían venir a aprender de nosotros los hombres. Nosotros los hombres somos - más humanos ...

296
¡Ay, qué sois, pues, vosotros, pensamientos míos escritos y pintados! No hace mucho tiempo erais aún tan multicolores, jóvenes y maliciosos, tan llenos de espinas y de secretos aromas, que me hacíais estornudar y reír - ¿y ahora? Ya os habéis despojado de vuestra novedad, y algunos de vosotros, lo temo, estáis dispuestos a convertiros en verdades: ¡tan inmortal es el aspecto que ellos ofrecen, tan honesto, tan aburrido, que parte el corazón! ¿Y alguna vez ha sido de otro modo? ¿Pues qué cosas escribimos y pintamos nosotros, nosotros los mandarines de pincel chino, nosotros los eternizadores de las cosas que se dejan escribir, que es lo único que nosotros somos capaces de pintar? ¡Ay, siempre únicamente aquello que está a punto de marchitarse y que comienza a perder su perfume! ¡Ay, siempre únicamente tempestades que se alejan y se disipan, y amarillos sentimientos tardíos! ¡Ay, siempre únicamente pájaros cansados de volar y que se extraviaron en su vuelo, y que ahora se dejan atrapar con la mano - con nuestra mano! ¡Nosotros eternizamos aquello que no puede ya vivir y volar mucho tiempo, únicamente cosas cansadas y reblandecidas! Y sólo para pintar vuestra tarde, oh pensamientos míos escritos y pintados, tengo yo colores acaso muchos colores, muchas multicolores delicadezas y cincuenta amarillos y grises y verdes y rojos: - pero nadie me adivina, a base de esto, qué aspecto ofrecíais vosotros en vuestra mañana, vosotros chispas y prodigios repentinos de mi soledad, ¡vosotros mis viejos y amados - - pensamientos perversos!


¿Qué es aristocrático?
Presentación
















PATHOS DE LA DISTANCIA:
La expresión «pathos de la distancia», que aquí aparece por vez primera, es usada con bastante frecuencia por Nietzsche a partir de ahora. Véase La genealogía de la moral; también en Crepúsculo de los ídolos, «Incursiones de un intempestivo»,37, y en El Anticristo, aforismo 44.


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AUTOSUPERACIÓN DEL HOMBRE:
Sobre este tema véase Asi habló Zaratustra, apartado titulado precisamente «De la superación de sí mismo». Y lo que dice en La genealogia de la moral, III, 27.


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PREPONDERANCIA PSÍQUICA:
Véase también La genealogía de la moral.


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NOSOTROS LOS VERACES:
Sobre la «veracidad» y su relación con la nobleza, véase La genealogía de la moral, I, 5.


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FALTA DE RESPETO A LA VEJEZ:
Véase, antes, aforismo 127.


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EL ESCLAVO QUE PERDURA EN LA MUJER:
Véase Asi habló Zaratustra: «¿Eres un esclavo? Entonces puedes ser amigo. ¿Eres un tirano? Entonces no puedes tener amigos. Durante demasiado tiempo se ha ocultado en la mujer a un esclavo y un tirano. Por ello la mujer no es todavía capaz de amistad: sólo conoce el amor.» («Del amigo»).


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LA DIFERENCIA ENGENDRA ODIO:
La  frase es de Stendhal, en Le Rouge et le Noir.


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ARISTOCRACIA DEL GUSTO EN LOS CAMPESINOS:
Véase Así habló Zaratustra: «El mejor y el preferido continúa siendo para mi hoy un sano campesino, tosco, astuto, testarudo, tenaz: ésa es hoy la especie más noble.» («Coloquio con
los reyes, palabras del «rey de la derecha»


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SEMIMUNDO DEL ESPÍRITU:
Traducimos literalmente el alemán Halbwelt, que es a su vez versión literal del término francés demi-monde, significativo de un mundo elegante, pero canalla, y que se extendió por toda Europa a raíz del estreno de la comedia de ese título de A. Dumas hijo (1855).


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LOS PADRES Y LOS ANTEPASADOS:
Véase Así habló Zaratustra: «¡Allí donde están los vicios de vuestros padres no debeis querer pasar por santos! Si los padres de alguien fueron aficionados a las mujeres y a los vinos fuertes y a la carne de jabalí, ¿qué ocurirría si ese alguien pretendiese de sí la castidad? ¡Una necedad sería ello!» («Del hombre superior», 8 13.)


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EXPULSAR LA NATURALEZA:
Véase Horacio, I Epístolas, 10, 24:
Naturam expelles furca, tamen usque recurret
[Aunque expulses la naturaleza con el horcón, volverá siempre].


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CORAZONES INCURABLES:
En su ejemplar impreso Nietzsche añadió, tras la palabra «incurable», lo siguiente: «(el cinismo de Hamlet - el caso Galiani).»


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RAFAEL SIN MANOS:
Nietzsche alude a una conocida expresión de Lessing en su comedia Emilia Galotti (1772), acto I, escena IV, en donde Emilia Galotti pregunta al príncipe: «¿O cree usted, príncipe, que Rafael no habria sido el más grande de los genios pictóricos si, por desgracia, hubiera nacido sin manos


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TRAICIÓN A UNO MISMO:
Véase Así habló Zaratustra: «Y muchos que no son capaces de ver lo elevado de los hombres llaman virtud a ver ellos muy de cerca sus bajezas:así llaman vittud a su malvada mirada.» («De los virtuosos»)


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ARPÍAS VUELAN SOBRE MI MESA:
Para entender la alusión de Nietzsche a las arpias recuérdese que éstas (según la mitología griega, tres pájaros fabulosos, con rostro de mujer y cuerpo de ave de rapiña) tenían fama de sucias
y malolientes.


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NAUSEA REPENTINA:
Véase Así habló Zaratustra, «De la chusma»


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NUESTROS FONDOS:
Nietzsche hace aqui un juego de palabras en alemán con los vocablos Vordergrund [primer plano, razón delantera o superfiual]  y Grund [fondo, razón, motivo].


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LA COMUNIDAD NOS HACE VULGARES:
Véase, antes, nota 43. Idéntico juego de palabras que allí.


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VISTA DESPEJADA Y ESPÍRITU ELEVADO:
Conocidos versos del «Doctor Marianus» (hablando desde la celda más alta y más pura) en el Fausto, parte II, acto V, versos 11.990-91:
Hier ist die Aussicht frei,
Der Geist erhoben.


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FÓRMULA RELIGIOSA:FRENTE A LAS OBRAS ESTÁ LA FÉ:
Reminiscencia de Pablo, Carta a los Hebreos, 9, 14.


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FUNDAMENTACIÓN:
Juego de palabras en aleman parecido al señalado en la nota 196, entre Abgrund [abismo, sin-fondo], Grund [fondo, razón] y Begründung [fundamentación].


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EL RANGO DE LA RISA:
Véase Asi habló Zaratustra.


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LOS DIOSES COMO FILÓSOFOS:
La afirmación de Nietzsche es una antitesis, sin duda consciente, de la conocida tesis de Platón en el Banquete (203 d): «Ninguno de los dioses filosofa ni desea hacerse sabio.»  (Palabras de Diotima.) Nietzsche vuelve a repetir su afirmación, con especial referencia a Dioniso, en el aforismo siguiente.


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GENIO DEL CORAZÓN:
La palabra «genio» tiene aqui el significado del griego; es decir, de «deidad inspiradora».


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PRIMICIAS:
Nietzsche alude aqui a su primera obra, El nacimiento de la tragedia (1872).


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CUBRIR LA DESNUDEZ:
La «desnudez de los dioses» aparece repetidas veces en Así habló Zaratustra.


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DESDE LAS ALTAS MONTAÑAS
Epodo

¡Oh mediodia de la vida! ¡Tiempo solemne!
¡Oh jardín de verano!
Inquieta felicidad de estar de pie y atisbar y aguardar: -
A los amigos espero impaciente, preparado día y noche,
¿Dónde permanecéis, amigos? ¡Venid! ¡Ya es tiempo!
[¡Ya es tiempo!

¿No ha sido por vosotros por quienes el gris del glaciar
Se ha adornado hoy de rosas?
A vosotros os busca el arroyo, y hoy el viento y la nube
Anhelantes se elevan, se empujan hacia el azul,
Para atisbaros a vista lejanisima de pájaro.

En lo más alto estaba preparada mi mesa para vosotros: -
¿Quién habita tan cerca
De las estrellas, quién tan cerca de las pardísimas lejanias
[del abismo?
Mi reino - ¿qué reino se ha extendido más que él?
Y mi miel - ¿quién la ha saboreado?

-¡Ahi estáis ya, amigos! - Ay, ¿es que no es a mí
A quien queríais llegar?
Titubeáis, os quedáis sorprendidos - ¡ay, preferible sería que sintierais rencor
¿Es que yo - ya no soy yo? ¿Es que están cambiados
mi mano, mi paso, mi rostro?
¿Es que lo que yo soy, eso, para vosotros, - no lo soy?

¿Es que me he vuelto otro? ¿Y extraño a mí mismo?
¿Es que me he evadido de mí mismo?
¿Es que soy un luchador que se ha domeñado demasiadas
[veces a sí mismo?
¿Que demasiadas veces ha contendido con su propia fuerza,
Herido y estorbado por su propia victoria?

¿Es que yo he buscado allí donde más cortante sopla el  viento?
¿Es que he aprendido a habitar
Donde nadie habita, en desiertas zonas de osos polares,
y he olvidado el hombre y Dios, la maldición y la plegaria?
¿Es que me he convertido en un fantasma que camina
[sobre glaciares?

- ¡Vosotros viejos amigos! ¡Mirad! ¡Pero os habéis quedado pálidos,
Llenos de amor y de horror!
No,marchaos! ¡No os enojéis! ¡Aquí - vosotros no
[podríais tener vuestra casa!:
Aquí, en el lejanísimo reino del hielo y de las rocas, -
Aquí es necesario ser cazador e igual que las gamuzas.

¡En un perverso cazador me he convertido! - ¡Ved cuán tirante
Se tensa mi arco!
El más fuerte de todos fue quien logró tal tirantez - -:
¡Pero ay ahora! Peligrosa es la flecha
Como ninguna otra, fuera de aqui! ¡Por vuestro bien!...

¿Os dais la vuelta? - Oh corazón, has soportado bastante,
Fuerte permaneció tu esperanza:
¡Mantén abiertas tus puertas para nuevos amigos!
¡Deja a los viejos! ¡Abandona el recuerdo!
Si en otro tiempo fuiste joven, ahora - ¡eres joven de
un modo mejor!

Lo que en otro tiempo nos ligó, el lazo de una misma
esperanza, -
¿Quién continúa leyendo los signos
Que un día el amor grabó, los pálidos signos?
Yo te compare al pergamino, que la mano
Tiene miedo de agarrar, - como él ennegrecido, tostado.

¡Ya no son amigos, son - ¿qué nombre darles?-
Sólo fantasmas de amigos!
Sin duda ellos continúan golpeando, por la noche, en mi
corazón y en mi ventana,
Me miran y dicen: «¿es que no hemos sido amigos?»-
- ¡Oh palabra marchita, que en otro tiempo olió a rosas!

¡Oh anhelo de juventud, que se malentendió a sí mismo!
Aquellos a quienes yo anhelaba,
A los que yo imaginaba afines a mí, cambiados como yo,
El hecho de hacerse viejos los ha alejado de mi:
Sólo quien se transforma permanece emparentado conmigo.

¡Oh mediodía de la vida! ¡Segunda juventud!
iOh jardín de verano!
¡Inquieta felicidad de estar de pie y atisbar y aguardar!
A los amigos espero impaciente, preparado día y noche,
¡A los nuevos amigos! ¡Venid! ¡Ya es tiempo !Ya es tiempo!

Esta canción ha terminado, - el dulce grito del anhelo
Ha expirado en la boca:
Un mago la hizo, el amigo a la hora justa,
El amigo de mediodía - ¡no!, no preguntéis quién es -
Fue hacia el mediodía cuando uno se convirtió en dos...

Ahora nosotros, seguros de una victoria conjunta, celebramos
La fiesta de las fiestas:
¡El amigo Zaratustra ha llegado, el huésped de los huéspedes!
Ahora el mundo ríe, el telón gris se ha rasgado,
El momento de las bodas entre luz y tinieblas ha venido...


Desde las altas montañas
Presentación
















DESDE LAS ALTAS MONTAÑAS:
Con ligeras variantes, este poema (excepto las dos estrofas finales, compuestas más tarde) fue enviado por Nietzsche a Heinrich von Stein en una carta escrita desde Niza a finales de noviembre de 1884. Tras la transcripción del poema, la carta concluye con estas palabras: «Este poema es para usted, estimado amigo, en recuerdo de Sils-Maria y como agradecimiento por su carta, ¡por semejante carta!» La carta a que Nietzsche alude es la que, en tono exaltado de gratitud, le habia dirigido Von Stein el 24 de septíembre de ese mismo año. Y el «recuerdo de Sils-Maria» se refiere a la visita que H. von Stein hizo a Nietzsche en aquel lugar desde el 26 al 28 de agosto de 1884. En Ecce homo, Nietzsche recuerda esa visita.


Desde las altas montañas
















EPODO:
Veámos lo que nos dice la Real Academia Española sobre el termino: Del griego epodos; de epi (sobre) y odé (canto). En este contexto tiene los significados siguientes:
A) Ultimo verso de la estancia, repetido muchas veces.
B) Tercera parte del canto lírico compuesto de estrofa, antiestrofa y epodo.
C) En la poesía griega y latina, combinación métrica compuesta de un verso largo y otro corto.
Desde las altas montañas