LA INMORTALIDAD DEL ALMA
Además de las pruebas sobre la inmortalidad del alma, presentes en el Fedón, Platón nos muestra tambien otro argumento sobre tal inmortalidad en Republica 608c-611a
A finales del libro X de la República, Sócrates plantea a Glaucón si, despues de todo lo dialogado, no siente que su alma es inmortal. Glaucón mostrando una actitud propia del sentir general del hombre griego, le contesta negativamente, pero se muestra gustoso por escuchar algún argumento que pruebe tal cosa, y así poder sentir lo mismo que parece sentir Sócrates.
Despues de situarnos en el contexto, Platón, nos describe, por boca de Sócrates, esta nueva prueba sobre la inmortalidad del alma. Si la leemos en relación con las 5 pruebas presentes en el Fedón, la podríamos considerar como la 6ª.
La estructura de tal prueba podría resumirse así:
INMORTALIDAD DEL ALMA EN LA REPUBLICA
(608c-611a)
IX. -Y sin embargo - observé - no hemos tratado aún de las más grandes recompensas de la virtud, de los premios que le están preparados.
-De cosa bien grande hablas si es que hay algo más grande que lo que queda dicho -replicó.
-Pero ¿qué hay -repuse- que pueda llegar a ser grande en un tiempo pequeño? Porque todo ese tiempo que va desde la niñez hasta la senectud queda en bien poco comparado con la totalidad del tiempo.
-No es nada de cierto -dijo.
-¿Y qué? ¿Piensas que a un ser inmortal le está bien afanarse por un tiempo tan breve y no por la eternidad?
-No creo -respondió-; pero ¿qué quieres decir con ello?
-¿No sientes -dije- que nuestra alma es inmortal y que nunca perece?
Y él, clavando en mí su vista con extrañeza, replicó:
-No, de cierto, ¡por Zeus! ¿Es que tú puedes afirmarlo?
-Sí -contesté-, si no me engaño; y pienso que tú también, porque no es tema difícil.
-Para mí, sí -repuso; pero oiría de ti con gusto ese fácil argumento.
-Escucha, pues -dije.
-No tienes más que hablar -replicó.
-¿Hay algo -preguntéle- a lo que das el nombre de bueno o de malo?
-Sí
-¿Y piensas acerca de estas cosas lo mismo que yo?
-¿Qué?
-Que lo malo es todo lo que disuelve y destruye; y lo bueno, lo que preserva y aprovecha.
-Eso creo -dijo.
-¿Y qué más? ¿No reconoces lo bueno y lo malo para cada cosa? ¿Por ejemplo, la oftalmía para los ojos, la enfermedad para el cuerpo entero, el tizón para el trigo, la podredumbre para las maderas, el ollín para el bronce o el hierro y, en fin, como digo, un mal y enfermedad connatural a casi cada uno de los seres?
-Así es -dijo.
-De modo que, cuando alguno de ellos se produce en un ser, pervierte aquello en que se produce y finalmente lo disuelve y arruina enteramente.
-¡Cómo no!
-Por consiguiente, el mal connatural con cada cosa y la perversión que produce es lo que la disuelve; y, si no es él quien la destruye, ninguna otra cosa podrá destruirla. Porque jamás ha de destruirla lo bueno ni tampoco lo que no es bueno ni malo.
-¿Cómo había de destruirla? -dijo.
-Si hallamos, pues, alguno de los seres a quien afecte un mal que lo hace miserable, pero que no es capaz de disolverlo ni acabarlo, ¿no vendremos a saber con ello que no existe ruina posible para el ser de esa naturaleza?
-Asi hay que creerlo -dijo.
-¿Y qué? -proseguí-. ¿No hay también en el alma algo que la hace perversa?
-Desde luego -dijo; todo aquello que ha poco referíamos: la injusticia, el desenfreno, la cobardía y la ignorancia.
-¿Y acaso alguna de estas cosas la descompone y disuelve? Y cuida de que no nos engañemos pensando que el hombre injusto e insensato, cuando es sorprendido en su injusticia, perece por causa de ella, que es la que pervierte su alma. Por el contrario, considéralo más bien en este aspecto. Así como la enfermedad, siendo la perversión del cuerpo, lo funde y arruina y lo lleva a no ser ya cuerpo, y todas las otras cosas que decíamos, por causa de su mal peculiar y por la destrucción que éste produce con su contacto e infusión, vienen a dar en el no ser... ¿No es así?
-Sí.
-¡Ea, pues! Considera al alma de la misma manera. ¿Acaso la injusticia y sus demás males la destruyen y corrompen cuando se le adhieren e infunden hasta llevarla a la muerte al separarla del cuerpo?
-De ningún modo -contestó.
-Por otra parte -observé-, es absurdo que la perversion ajena destruya una cosa y la propia no.
-Absurdo.
-Y refexiona, ¡oh, Glaucón! -continué-, en que por la mala condición de los alimentos, sea ésta la que sea, ranciedad, putrefacción o cualquier otra, no pensamos que el cuerpo tenga que perecer, sino que, cuando la corrupción de esos alimentos ha hecho nacer en el cuerpo la corrupción propia de éste, entonces diremos que el cuerpo ha perecido con motivo de aquéllos, pero bajo su propio mal, que es la enfermedad; en cambio, por la mala calidad de los alimentos, siendo éstos una cosa y el cuerpo otra y no habiendo sido producido el mal propio por el mal extrano, por esa causa jamás juzgaremos que el cuerpo haya sido destruido.
-Muy exacto es lo que dices -observó.
X. -Pues bien, conforme al mismo razonamiento -dije-, si la corrupción del cuerpo no implanta en el alma la corrupción propia de ésta, no admitiremos que ella quede destruida por el mal extraño sin la propia corrupción, es decir, lo uno por el mal de lo otro.
-Asi es de razón -dijo.
-Ahora, pues, o refutemos todo esto, como dicho fuera de propósito, o sostengamos, en tanto no esté refutado, que ni por la fiebre ni por otra cualquier enfermedad ni por el degüello ni aunque el cuerpo entero quede desmenuzado en tajos, ni aun así ha de perecer ni destruirse el alma en lo más mínimo; sostengámoslo hasta que alguno nos demuestre que por estos padecimientos del cuerpo se hace ella más injusta o impía. Porque por la aparición en una cosa de un mal que le es extraño, si no se le junta el mal propio, no hemos de dejar que se diga que se destruye el alma ni otro ser alguno.
-Pues en verdad -aseveró- que nadie demostrará jamás esto de que el alma de los que están en trance de morir se haga más injusta por la muerte.
-Pero si alguien --dije yo-, por no ser forzado a reconocer que las almas son inmortales, se atreve a salir al encuentro de nuestro argumento y a decir que el moribundo se hace más perverso y más injusto, en ese caso juzgaremos que, si dice verdad el que eso dice, la injusticia es algo mortal, como una enfermedad, para el que la lleva en sí y, por causa de ello, que es matador por su propia naturaleza, mueren los que la abrazan, los unos en seguida, los otros menos prontamente, pero de manera distinta a aquella en que mueren ahora los injustos a manos de los que les aplican la justicia.
-¡Por Zeus! -exclamó él- La injusticia no aparecería como cosa tan terrible si fuera mortal para el que la abraza, porque sería su escape de los males; más bien creo que se muestra como todo lo contrario, porque mata, si le es posible, a los demás, pero al que la lleva en sí, a ése le hace estar muy vivo y además bien despierto. Tan lejos se halla, según parece, de producir la muerte.
-Bien dicho -observé-; en efecto, si la propia perversión y el mal propio no son bastantes para matar y destruir el alma, el mal ordenado para otro ser estará bien lejos de destruirla ni a ella ni a cosa alguna salvo aquella para la que ese mal esté ordenado.
-Bien lejos, como es natural -dijo-
Y así, si no perece por mal alguno ni propio ni extraño, es evidente que por fuerza ha de existir siempre; y lo que existe siempre es inmortal.
-Necesariamente