ANITO Y SÓCRATES
(A LA BÚSQUEDA DE MAESTROS DE VIRTUD)
SÓCRATES. Por lo menos, he procurado muchas veces averiguar si los había, y después de todas las pesquisas posibles, no he podido encontrar ninguno. Sin embargo, hago esta indagación con otros muchos; sobre todo con aquellos que creo más enterados en la materia.
Justamente, Menón, aquí tenemos a Anito, que viene muy a tiempo a sentarse cerca de nosotros. Informémosle de nuestra cuestión, puesto que razones tenemos para ello. Porque, en primer lugar, Anito es hijo de un padre rico y sabio, llamado Antemión, que no debe su fortuna al azar ni a la liberalidad de otros, como Ismenias, el Tebano, que hace poco ha heredado todos los bienes de Polícrates, sino que la ha adquirido par su sabiduría y por su industria. Antemión, por otra parte, no tiene nada de arrogante, ni de fastuoso, ni de desdeñoso, es un ciudadano modesto y arreglado. Además, ha educado y formado muy bien a su hijo, a juicio de la mayor parte de los atenienses, así es que le eligen para los primeros cargos. Con hombres de estas condiciones, es con quienes debe indagarse si hay o no maestros de virtud, y cuáles son. Ayúdanos, pues, Anito, a mí y a Menón, tu huésped, en nuestra indagación tocante a los que enseñan la virtud. Considera la cuestión de esta manera: si quisiéramos hacer de Menón un buen médico, ¿a qué maestro le dirigiríamos? ¿No sería a los médicos?
ANITO. Sin duda.
SÓCRATES. –¡Pero qué! Si quisiéramos hacer de él un buen zapatero, ¿no le enviaríamos a casa de un zapatero?
ANITO. Sí.
SÓCRATES. ¿Y lo mismo en todo lo demás?
ANITO. Sin duda.
SÓCRATES. Respóndeme de otro modo aun acerca de estos mismos objetos.
Tendremos razón, dijimos, en enviarle a casa de los médicos, si queremos hacerle médico. Cuando hablamos de esta manera, ¿no venimos a decir que sería una medida muy sabia, de nuestra parte, enviarle a casa de aquellos, que se tienen por muy hábiles en este arte, que a causa de esto reciben salario, y se ofrecen con esta condición como maestros a todos los que quieran aprender, más bien que enviarle a casa de cualquiera otro que no ejerce semejante profesión? ¿No es en consideración a todo esto, por lo que obraremos bien al enviarle a dicho profesor?
ANITO. Sí.
SÓCRATES. ¿No sucede lo mismo con relación al arte de tocar la flauta, y a todas las demás? Si se quiere hacer a alguno tocador de flauta, ¿no sería una gran locura no enviarle a casa de aquellos que hacen profesión de enseñar este arte, y que, por esta razón, obtienen un salario? ¿Y no lo sería igualmente importunar a otros, queriendo aprender de ellos lo que no se han propuesto enseñar, y cuando no tienen ningún discípulo en la ciencia que quisiéramos fuese enseñada a los que enviamos a su escuela? ¿No conoces que sería éste un gran absurdo?
ANITO. –Sí, seguramente; daríamos una prueba de ignorancia.
SÓCRATES. Tienes razón. Ahora puedes deliberar conmigo sobre el objeto que desea aclarar tu huésped.
MENÓN. Ha largo tiempo, Anito, que descubro en él un gran deseo de adquirir esta sabiduría y esta virtud, mediante la que los hombres gobiernan bien su familia y su patria, prestan a sus padres los cuidados a que son acreedores, y saben recibir y despedir a los ciudadanos y a los extranjeros, de una manera digna de un hombre de bien. Dime ahora a quién es conveniente enviarle para que aprenda esta virtud. ¿No es evidente que, conforme a lo que dijimos antes, debe enviársele a casa de aquellos que hacen profesión de enseñar la virtud, y que se prestan públicamente a ser maestros de todos los helenos que quieran aprender, fijando para esto un salario que exigen de sus discípulos?
ANITO. –¿Y quiénes son esos maestros, Sócrates?
SÓCRATES. Tú sabes, como yo, sin duda, que son los que se llaman sofistas.
ANITO. ¡Por Heracles! Habla mejor, Sócrates. Yo espero que ninguno de mis parientes, ni de mis aliados, ni de mis amigos, conciudadanos o extranjeros, será tan insensato que vaya a perderse al lado de tales gentes. Son manifiestamente una peste y un azote para todos los que con ellos tratan.
SÓCRATES. ¿Qué es lo que dices, Anito? ¡Qué! ¿Entre los que hacen profesión de ser útiles a los hombres, sólo los sofistas habrán de diferenciarse de los demás, puesto que no sólo no hacen mejor lo que se les confía, como hacen los otros, sino que lo empeoran? ¿Y se atreven a exigir por esto dinero? En verdad, no sé cómo puedo dar fe a tus palabras, porque yo conozco un hombre, Protágoras, que ha amontonado, con el oficio de sofista, más dinero que Fidias, de quien poseemos tan preciosas obras, y que diez estatuarios más. Sin embargo, lo que dices es bien extraño. Es singular que los que echan remiendos a trajes y calzados, devolviéndolos peores a sus dueños, al notarlo éstos al cabo de treinta días, se desacreditan y perecen de hambre, y que de Protágoras, que ha corrompido a los que trataban con él y los ha hecho peores después de recibir sus lecciones, nada haya sospechado la Hélade entera, y esto, en el largo espacio de cuarenta años, puesto que creo que ha muerto a los setenta, después de ejercer durante cuarenta su profesión, habiendo gozado, en todo este tiempo y hasta ahora, de gran reputación. Y no sólo Protágoras, sino también otros que han vivido antes que él, y otros que aún viven. Suponiendo la verdad de lo que dices, ¿qué debe pensarse de ellos? ¿Qué engañan y corrompen, con pleno conocimiento, a la juventud, o que no conocen el daño que hacen? ¿Consideraremos insensatos hasta este punto a hombres que, en la mente de muchos, pasan por unos sabios personajes?
ANITO. Bien lejos están de ser insensatos, Sócrates. Los insensatos son los jóvenes que les dan dinero, y más insensatos aún los padres de estos jóvenes, que se los confían, y más que todos, las ciudades que permiten entrar en ellas a tales hombres, y que no arrojen a todo ciudadano o extranjero que se consagre a semejante profesión.
SÓCRATES. ¿Te ha hecho daño, Anito, alguno de esos sofistas? ¿Qué razón tienes para estar de tan mal humor con ellos?
ANITO. ¡Por Zeus! Jamás he tenido trato con ellos, y no consentiría que ninguno de los míos se le aproximase.
SÓCRATES. ¿Luego, no conoces por experiencia a estos hombres?
ANITO. ¡Y ojalá no haga nunca tal experiencia!
SÓCRATES. Y no teniendo experiencia de una cosa, querido mío, ¿cómo puedes saber si es buena o mala?
ANITO. Muy bien. En todo caso, los haya o no experimentado, los conozco y sé lo que son.
SÓCRATES. ¿Quizá eres adivino, Anito? Porque según te explicas, me sorprendería si pudieras saberlo de otra manera. Sea lo que quiera, no busquemos hombres a cuyo lado iría Menón para volver peor, y si los sofistas son de estas condiciones, como tú dices, dejémoslos aparte. Pero, por lo menos, aconséjanos, y harás este servicio a un amigo de tu familia. acerca de la persona a que se ha de dirigir Menón, en una población tan numerosa como Atenas, para llegar a ser digno de estimación en el género de virtud que te acabo de mencionar.
ANITO. ¿Por qué no le indicas tú mismo?
SÓCRATES. Yo le he designado todos los que tenía por maestros de la virtud; pero si tengo de darte crédito, nada vale todo lo que he dicho y, sin duda, no te engañas en tu juicio. Por lo tanto, desígnale, a tu vez, algún ateniense a quien haya de dirigirse; el primero que se te ocurra.
ANITO. ¿Pero, hay necesidad de que yo designe alguno en particular? Basta dirigirse al primer ateniense virtuoso; no hay uno que no pueda hacerle mejor que lo harían los sofistas, si escucha sus consejos.
SÓCRATES. Pero estos hombres virtuosos, ¿se han hecho tales por sí mismos, sin haber recibido lecciones de nadie? Y en este caso, ¿pueden enseñar a los demás lo que ellos no han aprendido?
ANITO. Creo que han recibido su instrucción de los que les han precedido, que eran igualmente virtuosos. ¿Crees que esta ciudad no ha producido gran número de ciudadanos, estimables por su virtud? .
SÓCRATES. –Creo, Anito, que en esta ciudad hay grandes hombres de Estado, y que los ha habido siempre. ¿Pero han sido los maestros de su propia virtud? Porque esto es lo que tratamos de averiguar, y no si hay o no hay hombres virtuosos, ni si los ha habido en otro tiempo. Lo que hace rato examinamos es si la virtud puede ser enseñada, y este examen nos lleva a indagar si los hombres grandes de ahora y de los tiempos pasados han tenido el talento de comunicar a otros la virtud en la que ellos sobresalían, o si esta virtud no puede transmitirse a nadie, ni pasar, por vía de enseñanza, de un hombre a otro. He aquí la cuestión que hace tiempo nos ocupa a Menón y a mí. Mira tú mismo la cuestión desde este punta de vista, según tu propio modo de ver. ¿No convendrás en que Temístocles era un hombre de bien?
ANITO. Sí, ciertamente; cuanto se puede ser.
SÓCRATES. ¿Y por consecuencia, que si alguno pudiera dar lecciones de su propia virtud, este hombre era un excelente maestro de la suya?
ANITO. Creo que sí, si hubiera querido.
SÓCRATES. ¿Pero, crees que no haya querido hacer virtuosos a otros ciudadanos y, principalmente, a su hijo? ¿O piensas que por envidia o con intención no quiso trasmitir a nadie la virtud en que sobresalía? ¿No has oído decir que Temístocles enseñó, a su hijo Cleofanto, a ser un buen jinete? Así es que se sostenía de pie en un caballo, lanzando dardos en esta postura y haciendo otros movimientos de maravillosa destreza, que su padre le había enseñado, y de igual modo le hizo hábil en todas las demás cosas que enseñan los mejores maestros. ¿No has oído referir esto a los ancianos?
ANITO. Es cierto.
SÓCRATES. ¿Seguramente no puede decirse que su hijo no tuviera disposiciones naturales?
ANITO. No, probablemente.
SÓCRATES. ¿Pero has oído nunca a ningún ciudadano, viejo o joven, que Cleofanto, hijo de Temístocles, haya sido hábil en las mismas casas que su padre?
ANITO. En eso, no.
SÓCRATES. ¿Podremos creer que haya querido que su hijo aprendiese todo lo demás, y que no se hiciese mejor que sus conciudadanos en la ciencia que el poseía, si la virtud pudiese por su naturaleza ser enseñada?
ANITO. No, ¡Por Zeus!
SÓCRATES. Ya ves que maestro de virtud ha sido este hombre, que, según tu misma confesión, ocupa un lugar distinguido entre los más famosos del siglo precedente. Fijémonos en otro; en Arístides, hijo de Lisímaco. ¿Confesarás que este fue un hombre virtuoso?
ANITO. Sí, y muy virtuoso.
SÓCRATES. Arístides dio igualmente a su hijo Lisímaco una educación tan buena cual ninguna otra, en todo lo que depende de maestros, y te parece que le haya hecho más hombre de bien que cualquiera? Tú le has tratado, y sabes lo que es. Veamos, si quieres, a Pericles, este hombre de mérito tan extraordinario. Sabes que educó a dos hijos, Paralos y Jantipo.
ANITO. Sí.
SÓCRATES. Tampoco ignoras que los hizo tan buenos jinetes como los mejores de Atenas, y que les instruyó en la música, en la gimnasia y en todo lo perteneciente al arte, hasta el punta de que a nadie cedían en habilidad. ¿No quiso también hacerlos hombres virtuosos? Lo quiso, sin duda; pero, al parecer, esto no puede enseñarse. Y para que no te figures que esto sólo ha sido imposible a un pequeño número de atenienses, y de los más oscuros, repara que Tucídides educó igualmente a sus hijos, Melesias y Estefanos; que los instruyó muy bien en todo lo demás, particularmente en la lucha, en la que eran más diestros que todos los atenienses. Confió el uno a Xantias, y el otro a Eudoro, que pasaban por los dos mejores luchadores de aquel tiempo. ¿No te acuerdas de esto?
ANITO. Sí, por haberlo oído.
SÓCRATES. ¿No es claro que Tucídides, que hizo aprender a sus hijos cosas
que le comprometían a grandes gastos, de ningún modo hubiera descuidado
enseñarles a ser virtuosos, cuando nada le hubiera costado, si la virtud puede
enseñarse? Tucídides, me dirás, quizá, era un ciudadano común; no tenía,
entre los atenienses y sus aliados, muchos amigos. Por el contrario, era de una
gran familia y tenía mucho crédito en su ciudad y entre los demás griegos; de
suerte que, si la virtud hubiera podido enseñarse, hubiera encontrado
fácilmente alguno, ya entre sus conciudadanos. ya entre los extranjeros, que
hubiera enseñado la virtud a sus hijos, dado caso que el cuidado de los
negocios públicos no le dejase tiempo para hacerlo por sí. Pero, mi querido
Anito, temo mucho que la virtud no pueda ser enseñada.