VIRTUD, CIENCIA Y OPINIÓN VERDADERA

SÓCRATES. Menón, resulta que ni tú ni yo somos bastante hábiles, y que hemos sido mal instruidos, tú por Gorgias, y yo, por Pródico. Por consiguiente, es preciso que nos consagremos, con todo cuidado, a nosotros mismos antes que a ninguna otra cosa, y que busquemos alguno que nos haga mejores, por cualquier medio que sea. Al decir esto, tengo en cuenta la discusión en que acabamos de entrar, y encuentro que es hasta ridículo, para nosotros, no haber notado que la ciencia no es el único medio para poner a los hombres en estado de conducir bien sus negocios o, quizá, que, aun cuando no concediéramos que la ciencia sea el único medio de conducir bien sus negocios, y que hay otro medio, no por eso conoceríamos mejor la manera como se forman los hombres virtuosos.

MENÓN. ¿Qué quieres decir con eso, Sócrates?

SÓCRATES. Lo siguiente. Hemos tenido razón para confesar que los hombres virtuosos deben ser útiles, y que no puede menos de ser así. ¿No es esto?

MENÓN. Sí.

SÓCRATES. También hemos convenido con razón en que no serán útiles, sino en tanto que conduzcan bien sus negocios.

MENÓN. Sí.

SÓCRATES. –Pero, parece que hemos incurrido en un error al decir que no pueden gobernarse bien los negocios sin que medie una ciencia.

MENÓN. ¿Por qué hemos incurrido en error?

SÓCRATES. Voy a decírtelo. Si alguno, sabiendo el camino de Larisa o cualquier otro, se situase en el mismo camino y sirviese de guía a otros, ¿no es cierto que les conduciría bien?

MENÓN. Sin duda.

SÓCRATES. Y si otro conjeturase con exactitud cómo era el camino, aunque no hubiera pasado por él, ni lo supiese, ¿no conduciría, además, bien?

MENÓN. Seguramente.

SÓCRATES. Y teniendo el uno una mera opinión y el otro un pleno conocimiento del mismo objeto, no será peor conductor el primero que el segundo, aun cuando conozca la verdad, no por la ciencia, sino por conjetura.

MENÓN. –Verdaderamente, no.

SÓCRATES. Por consiguiente, la opinión verdadera dirige también como la ciencia, con respecto a la rectitud de una acción. Y he aquí lo que hemos omitido en nuestra indagación relativa a las propiedades de la virtud, pues que hemos dicho que sólo la ciencia enseña a obrar bien, cuando la conjetura verdadera produce el mismo efecto.

MENÓN. Así parece.

SÓCRATES. Por lo tanto, la conjetura verdadera no es menos útil que la ciencia.

MENÓN. Sin embargo, Sócrates, es menos útil en cuanto él que posee la ciencia consigue siempre su objeto; mientras que el que sólo se guía de la conjetura, unas veces llega a su término y otras veces se extravía.

SÓCRATES. ¿Qué es lo que dices? Cuando la conjetura es verdadera y se persevera en ella, ¿no se llega siempre al objeto en cuanto uno se dirige por esta misma opinión?

MENÓN. Eso me parece incontestable. Pero, siendo así, estoy sorprendido, Sócrates, de que se haga más caso de la ciencia que de la conjetura recta, y de que sean dos cosas diferentes.

SÓCRATES. ¿Sabes de dónde procede tu asombro, o quieres que yo te lo diga?

MENÓN. Dímelo.

SÓCRATES. Es que no has fijado tu atención en las estatuas de Dédalo; quizá no las tenéis vosotros.

MENÓN. ¿Por qué dices eso?

SÓCRATES. Porque estas estatuas, si no se las detiene por medio de un resorte, se escapan y huyen; mientras que cuando se las detiene con el resorte, se mantienen firmes.

MENÓN. ¿Y qué resulta?

SÓCRATES. No es una gran cosa tener alguna de estas estatuas que se escapan, como un esclavo que huye, porque no subsisten en un punto. Pero, respecto a las que permanecen fijas por medio del resorte, son de mucho valor, y se las considera verdaderamente como obras maestras de arte. ¿Y por qué traigo esto a colación? Para explicarte lo que es la opinión o conjetura. En efecto, las opiniones verdaderas, mientras subsisten firmes, son una buena cosa, y producen toda clase de beneficios. Pero, son de suyo poco subsistentes y se escapan del alma del hombre; de suerte que no son de gran precio, a menos que no se la fije por el conocimiento razonado en la relación de causa a efecto. Esto es, mi querido Menón, lo que antes llamábamos reminiscencia. Estas opiniones, así ligadas, se hacen, por lo pronto, conocimiento, y adquieren, después, estabilidad. He aquí por dónde la ciencia es más preciosa que la opinión, y cómo difiere de ella por este encadenamiento.

MENÓN. ¡Por Zeus! Parece, Sócrates, que así debe ser, poco más o menos.

SÓCRATES. Tampoco hablo yo como un hombre que sabe, sino que conjeturo. Sin embargo, cuando digo que la opinión verdadera es distinta de la ciencia, no creo positivamente que sea ésta una conjetura. Tengo conocimiento de muy pocas cosas, pero sí puedo alabarme de tenerle en algunas, y puedo asegurar que ésta es una de ellas.

MENÓN. Tienes razón, Sócrates.

SÓCRATES. ¡Y qué! ¿No tengo razón para sostener que la opinión verdadera, que dirige una empresa, la llevará a cabo tan bien como la ciencia?

MENÓN. Creo que en ego dices verdad.

SÓCRATES. Por consiguiente, la opinión no es ni inferior a la ciencia ni menos útil con relación a las acciones; y en este concepto, el que tiene una opinión verdadera no cede en nada al que tiene la ciencia.

MENÓN. Convengo en ello.

SÓCRATES. –Pero, hemos convenido en que el hombre virtuoso es útil.

MENÓN. Sí.

SÓCRATES. Por consiguiente, puesto que los hombres virtuosos y útiles a los Estados, si los hay, son tales, no sólo por la ciencia, sino también por la opinión verdadera, y que ni la una ni la otra, ni la ciencia ni la opinión, son un presente de la naturaleza, sin que por otra parte puedan adquirirse… ¿O juzgas tú, acaso, que la una o la otra sean un don de la naturaleza?

MENÓN. No lo pienso así.

SÓCRATES. Puesto que no se reciben de la naturaleza, los hombres virtuosos no lo son naturalmente.

MENÓN. No, sin duda.

SÓCRATES. Viendo que la virtud no era natural al hombre, hemos examinado después si podía enseñarse.

MENÓN. Sí.

SÓCRATES. ¿No hemos creído que podía enseñarse, si era lo mismo que la ciencia?

MENÓN. Seguramente.

SÓCRATES. ¿Y que es lo mismo que la ciencia, si puede enseñarse?

MENÓN. Sin duda.

SÓCRATES. ¿Que si había maestros de virtud, podía enseñarse, y que si no los había, no podía?

MENÓN. Sí.

SÓCRATES. –Pero, convinimos en que no hay maestros de virtud.

MENÓN. Es cierto.

SÓCRATES. Por consiguiente, hemos sentado, como una verdad, que no puede enseñarse, y que no es una ciencia.

MENÓN. Sin duda.

SÓCRATES. Hemos confesado también que es un bien.

MENÓN. Sí.

SÓCRATES. Y que lo que se dirige al bien es bueno y útil.

MENÓN. Sí.

SÓCRATES. Y que sólo dos cosas dirigen al bien: la opinión verdadera y la ciencia, con cuyo auxilio el hombre se conduce bien, porque lo que hace el azar no es efecto de una dirección humana, y sólo dirigen al hombre hacia lo bueno estas dos cosas: la conjetura verdadera y la ciencia.

MENÓN. Yo pienso lo mismo.

SÓCRATES. Por lo tanto, puesto que la virtud no puede enseñarse, no se adquiere con la ciencia.

MENÓN. Parece que no.

SÓCRATES. De estas dos cosas buenas y útiles, he aquí, entonces, una que es necesario dejar a un lado, y resulta que la ciencia no puede servir de guía en los negocios políticos.

MENÓN. Me parece que no.

SÓCRATES. Por consiguiente, no fue a causa de su sabiduría, puesto que ellos mismos no eran sabios, que Temístocles y los otros, citados antes por Anito, gobernaron los Estados, y por esta razón, no han podido comunicar a los demás lo que eran ellos mismos, porque no eran tales por la ciencia.

MENÓN. Parece que así ha debido ser.

SÓCRATES. Si no es la ciencia, sólo la conjetura verdadera puede ser la que dirige a los políticos en la buena administración de los Estados y, entonces, en razón de conocimientos, en nada se diferencian de los profetas y de los adivinos inspirados. En efecto, estos anuncian muchas cosas verdaderas, pero no saben ninguna de las cosas de que hablan.

MENÓN. Es probable que así suceda.

SÓCRATES. ¿Pero no conviene, Menón, llamar adivinos a los que, estando desprovistos de inteligencia, consiguen el triunfo en las cosas grandes que hacen o que dicen?

MENÓN. Sin duda.

SÓCRATES. Tendremos, por lo tanto, razón para llamar adivinos a los profetas y adivinos de que se acaba de hablar, así como a todos los que tienen genio poético, y no tendremas menos razón para conceder este título a los políticos, que debemos mirar como hombres llenos de entusiasmo, inspirados y animados por la divinidad, cuando triunfan en los grandes negocios sin tener ninguna ciencia acerca de lo que dicen.

MENÓN. Seguramente.

SÓCRATES. Así es que las mujeres, Menón, llaman divinos a los hombres virtuosos, y los lacedemonios, cuando quieren hacer elogios de un hombre de bien, dicen: es un hombre divino.

MENÓN. Parece, Sócrates, que tienen razón; aunque, quizá, a Anito ofenda lo que dices.

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