GENEALOGÍA DE LA MORAL
«Bueno y malvado», «bueno y malo»
(Tratado Primero)
(PRINCIPAL)
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Esos psicólogos ingleses, a quienes hasta ahora se deben también los únicos ensayos de
construir una historia genética de la moral, - en sí mismos nos ofrecen un enigma nada
pequeño; lo confieso, justo por tal cosa, por ser enigmas de carne y hueso, aventajan en
algo esencial a sus libros -¡ellos mismos -on interesantes! Esos psicólogos ingleses
-¿qué es lo que propiamente desean? Queramos o no queramos, los encontramos aplicados
siempre a la misma obra, a saber, la de sacar al primer término la partie honteuse [parte
vergonzosa] de nuestro mundo interior y buscar lo propiamente operante, lo normativo, lo
decisivo para el desarrollo, justo allí donde el orgullo intelectual menos desearía
encontrarlo (por ejemplo, en la vis inertiae [fuerza inercial] del hábito, o en la
capacidad de olvido o en una ciega y casual concatenación y mecánica de ideas, o en algo
puramente pasivo, automático, reflejo, molecular y estúpido de raíz) -¿qué es lo que
en realidad empuja a tales psicólogos a ir siempre justo en esa dirección? ¿Es un
instinto secreto, taimado, vulgar, no confesado tal vez a sí mismo, de empequeñecer al
hombre? ¿O quizá una suspicacia pesimista, la desconfianza propia de idealistas
desenganados, ofuscados, que se han vuelto venenosos y rencorosos? ¿O una hostilidad y un
rencor pequeños y subterráneos contra el cristianismo (y Platón), que tal vez no han
salido nunca más allá del umbral de la conciencia? ¿O incluso un lascivo gusto por lo
extraño, por lo dolorosamente paradójico, por lo problemático y absurdo de la
existencia? ¿O, en fin, - algo de todo, un poco de vulgaridad, un poco de ofuscación, un
poco de anticristianismo, un poco de comezón e imperiosa necesidad de pimienta?... Pero
se me dice que son sencillamente ranas viejas, frías, aburridas, que andan arrastrándose
y dando saltos en torno al hombre, dentro del hombre, como si aquí se encontraran
exactamente en su elemento propio, esto es, en una ciénaga. Con repugnancia oigo decir
esto, más aún, no creo en ello; y si es lícito desear cuando no es posible saber, yo
deseo de corazón que en este caso ocurra lo contrario, - que esos investigadores y
microscopistas del alma sean en el fondo animales valientes, magnánimos y orgullosos, que
saben mantener refrenados tanto su corazón como su dolor y que se han educado para
sacrificar todos los deseos a la verdad, a toda verdad, incluso a la verdad simple,
áspera, fea, repugnante, no-cristiana, no-moral... Pues existen verdades tales.-
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¡Todo nuestro respeto, pues, por los buenos espíritus que acaso actúen en esos
historiadores de la moral! Mas ¡lo cierto es, por desgracia, que les falta, también a
ellos, el espíritu histórico, que han sido dejados en la estacada precisamente por todos
los buenos espíritus de la ciencia histórica! Como es ya viejo uso de filósofos, todos
ellos piensan de una manera esencialmente a-histórica; de esto no cabe ninguna duda. La
chatedad de su genealogía de la moral aparece ya en el mismo comienzo, allí donde se
trata de averiguar la procedencia del concepto y el juicio «bueno». «Originariamente
-decretan- acciones no egoístas fueron alabadas y llamadas buenas por aquellos a quienes
se tributaban, esto es, por aquellos a quienes resultaban útiles; más tarde ese origen
de la alabanza se olvidó, y las acciones no egoistas, por el simple motivo de que, de
acuerdo con el hábito, habían sido alabadas siempre como buenas, fueron sentidas
también como buenas -como si fueran en sí algo bueno.» Se ve en seguida que esta
derivación contiene ya todos los rasgos típicos de la idiosincrasia de los psicólogos
ingleses, - tenemos aquí «la utilidad», «el olvido», «el hábito» y, al fìnal,
«el error», todo ello como base de una apreciación valorativa de la que el hombre
superior había estado orgulloso hasta ahora como de una especie de privilegio del hombre
en cuanto tal. Ese orgullo debe ser humillado, esa apreciación valorativa debe ser
desvalorizada: ¿se ha conseguido esto?... Para mí es evidente, primero, que esta teoría
busca y sitúa en un lugar falso el auténtico hogar native del concepto «bueno:
¡eljuicio «bueno» no procede de aquellos a quienes se dispensa «bondad»! Antes bien,
fueron «los buenos mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los hombres de posición
superior y elevados sentimientos quienes se sintieron y se valoraron a sí mismos y a su
obrar como buenos, o sea como algo de primer rango, en contraposición a todo lo bajo,
abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de este pathos de la distancia es como se arrogaron
el derecho de crear valores, de acuñar nombres de valores: ¿qué les importaba a ellos
la utilìdad? El punto de vista de la utilidad resulta el más extraño e inadecuado de
todos precisamente cuando se trata de ese ardiente manantial de supremos juicios de valor
ordenadores del rango, destacadores del rango: aquí el sentimiento ha llegado
precisamente a lo contrario de aquel bajo grado de temperatura que es el presupuesto de
toda prudencia calculadora, de todo cálculo utilitario, -y no por una vez, no en una hora
de excepción, sino de modo duradero. El pathos de la nobleza y de la distancia, como
hemos dicho, el duradero y dominante sentimiento global y radical de una especie superior
dominadora en su relación con una especie inferior, con un «abajo» -éste es el origen
de la antítesis «bueno» y «malo». (El derecho del señor a dar nombres llega tan
lejos que deberíamos permitirnos el concebir también el origen del lenguaje como una
exteriorización de poder de los que dominan: dicen «esto es esto y aquello», imprimen a
cada cosa y a cada acontecimiento el sello de un sonido y con esto se lo apropian, por
así decirlo.) A este origen se debe el que, de antemano, la palabra «bueno» no esté en
modo alguno ligada necesariamente a acciones «no egoístas»: como creen
supersticiosamente aquellos genealogistas de la moral. Antes bien, sólo cuando los
juicios aristocráticos de valor declinan es cuando la antítesis «egoísta» «no
egoísta» se impone cada vez más a la conciencia humana, - para servirme de mi
vocabulario, es el instinto de rebaño el que con esa antítesis dice por fin su palabra
(e incluso sus palabras). Pero aún entonces ha de pasar largo tiempo hasta que de tal
manera predomine ese instinto, que la apreciación de los valores morales quede realmente
prendida y atascada en dicha antítesis (como ocurre, por ejemplo, en la Europa actual:
hoy el prejuicio que considera que «moral», «no egoista», «désintéressé» son
conceptos equivalentes domina ya con la violencia de una «idea fija» y de una enfermedad
mental).
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Pero en segundo lugar: prescindiendo totalmente de la insostenibilidad histórica de
aquella hipótesis sobre la procedencia del juicio de valor «bueno», ella adolece en sí
misma de un contrasentido psicológico. La utilidad de la acción no egoísta, dice,
sería el origen de su alabanza, y ese origen se habría olvidado: - ¿cómo es siquiera
posible tal olvido? ¿Es que acaso la utilidad de tales acciones ha dejado de darse alguna
vez? Ocurre lo contrario: esa utilidad ha sido, antes bien, la experiencia cotidiana en
todos los tiempos, es decir, algo permanentemente subrayado una y otra vez; en
consecuencia, en lugar de desaparecer de la conciencia, en lugar de volverse olvidable,
tuvo que grabarse en ella con una claridad cada vez mayor. Mucho más razonable resulta
aquella teoría opuesta a ésta (no por ello es más verdadera-), que es defendida, por
ejemplo, por Herbert Spencer: éste establece que el
concepto «bueno» es esencialmente idéntico al concepto «útil», «conveniente, de tal
modo que en los juicios «bueno y «malo» la humanidad habría sumado y sancionado
cabalmente sus inolvidadas e inolvidables experiencias acerca de lo útil-conveniente, de
lo perjudicial-inconveniente. Bueno es, según esta teoría, lo que desde siempre ha
demostrado ser útil: por lo cual le es lícito presentarse como «máximamente valioso»,
como «valioso en sí». También esta vía de explicación es falsa, como hemos dicho,
pero al menos la explicación misma es en sí razonable y resulta psicológicamente
sostenible.
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- La indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el problema referente a
qué es lo que las designaciones de lo «bueno» acuñadas por las diversas lenguas
pretenden propiamente significar en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas
ellas remiten a idéntica metamorfosis conceptuul, - que, en todas partes, «noble»,
«aristocrático» en el sentido estamental, es el concepto básico a partir del cual se
desarrolló luego, por necesidad, «bueno» en el sentido de anímicamente noble», de
«aristocrático, de «anímicamente de índole elevada», «anímicamente privilegiado»:
un desarrollo que marcha siempre paralelo a aquel otro que hace que «vulgar»,
«plebeyo», «bajo», acaben por pasar al concepto «malo». El más elocuente ejemplo de
esto último es la misma palabra alemana malo» (schlechz): en sí es idéntica a
«simple» (schlicht) - véase «simplemente» (schlechtweg, schlechterdings)- y en su
origen designaba al hombre simple, vulgar, sin que, al hacerlo, lanzase aún una recelosa
mirada de soslayo, sino sencillamente en contraposición al noble.
Aproximadamente hacia la Guerra de los Treinta Años, es decir, bastante tarde, tal
sentido se desplaza hacia el hoy usual. - Con respecto a la genealogía de la moral esto
me parece un conocimiento esencial; el que se haya tardado tanto en encontrarlo se debe al
influjo obstaculizador que el prejuicio democrático ejerce dentro del mundo moderno con
respeto a todas las cuestiones referentes a la procedencia. Prejuicio que penetra hasta en
el dominio, aparentemente objetivísimo, de las ciencias naturales y de la fisiología;
baste aquí con esta alusión.Pero el daño que ese prejuicio, una vez desbocado hasta el
odio, puede ocasionar ante todo a la moral y a la ciencia histórica, lo muestra el
tristemente famoso caso de Buckle: el plebeyismo del
espíritu moderno, que es de procedencia inglesa, explotó aquí una vez más en su suelo
natal con la violencia de un volcán enlodado y con la elocuencia demasiado salada,
chillona, vulgar, con que han hablado hasta ahora todos los volcanes.
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Respecto a nuestro problema, que puede ser denominado con buenas razones un problema
silencioso y que sólo se dirige, selectivamente, a un exiguo número de oídos, tiene
interés no pequeño el comprobar que en las palabras y raíces que designan «bueno» se
transparenta todavía, de muchas formas, el matiz básico en razón del cual los nobles se
sentían precisamente hombres de rango superior. Es cierto que, quizá en la mayoría de
los casos, éstos se apoyan,para darse nombre, sencillamente en su superioridad de poder
(se llaman «los poderosos», los «señores», «los que mandan»), o en el signo más
visible de tal superioridad, y se llaman por ejemplo, «los ricos», «los propietarios,
(éste es el sentido que tiene arya; y lo mismo ocurre en el iranio y en el eslavo).
Pero también se apoyan, para darse nombre, en un rasgo típico de su carácter: y este es
el caso que aquí nos interesa. Se llaman, por ejemplo, «los veraces»: la primera en
hacerlo es la aristocracia griega, cuyo portavoz fue el poeta megarense Teognis. La palabra acuñada a este fin, es eszlós
[noble], significa etimológicamente alguien que es, que tiene realidad, que es real, que
es verdadero; después, con un giro subjetivo, significa el verdadero en cuanto veraz: en
esta fase de su metamorfosis conceptual la citada palabra se convierte en el distintivo y
en el lema de la aristocracia y pasa a tener totalmente el sentido de aristocrático»,
como delimitación frente al mentiroso hombre vulgar, tal como lo concibe y lo describe
Teognis, - hasta que por fin, tras el declinar de la aristocracia, queda para designar la
noblesse [nobleza] anímica, y entonces adquiere, por así decirlo, madurez y dulzor.
Tanto en la palabra kakós [malo] como en deilós [miedoso] (el plebeyo en contraposición
al agazós [bueno] se subraya la cobardía: esto tal vez proyorcione una señal
sobre la dirección en que debe buscarse la procedencia etimológica de agazós,
interpretable de muchas maneras. Con el latín malus [malo] (a su lado yo pongo melas
[negro] acaso se caracterizaba al hombre vulgar en cuanto hombre de piel
oscura, y sobre todo en cuanto hombre de cabellos negros (hic
niger est) [este es negro]-), en cuanto habitante preario del suelo
italiano, el cual por el color era por lo que más claramente se distinguía de la raza
rubia, es decir, de la raza aria de los conquistadores, que se habían convertido en los
dueños; cuando menos el gaélico me ha ofrecido el caso exactamente paralelo, -fin (por
ejemplo, en el nombre Fin-Gal), la palabra distintiva de la aristocracia, que acaba
significando el bueno, el noble, el puro, significaba en su origen el cabeza rubia, en
contraposición a los habitantes primitivos, de piel morena y cabellos negros. Los celtas,
dicho sea de paso, eran una raza completamente rubia; se comete una injusticia cuando a
esas fajas de población de cabellos oscuros esencialmente, que es posible observar en
esmerados mapas etnográficos de Alemania, se las pone en conexión, como hace todavía
Virchow, con una procedencia celta y con una mezcla de sangre celta: en esos lugares
aparece, antes bien,la población prearia de Alemania. (Lo mismo puede decirse de casi
toda Europa: en lo esencial la raza sometida ha acabado por predominar de nuevo allí
mismo en el color de la piel, en lo corto del cráneo y tal vez incluso en los instintos
intelectuales y sociales: ¿quién nos garantiza que la moderna democracia, el todavía
más moderno anarquismo y, sobre todo, aquella tendencia hacia la commune [comuna], hacia
la forma más prirnitiva de sociedad, tendencia hoy propia de todos los socialistas de
Europa, no signifìcan en lo esencial un gigantesco contragolpe -y que la raza de los
conquistadores y señores, la de los arios, no está sucumbiendo incluso
fisiológicamente?...)Creo estar autorizado a interpretar el latín bonus [bueno] en el
sentido de «el guerrero»: presuponiendo que yo lleve razón al derivar bonus de un más
antiguo duonus (véase bellum = duellum = duenlum, en el que me parece conservado aquel
duonus). Bonus sería, por tanto, el varón de la disputa, de la división (duo), el
guerrero: es claro, aquello que constituía en la antigua Roma la «bondad» de un varón.
Nuestra misma palabra alemana «bueno» gut): ¿no podría significar «el divino» (den
Göttlichen), el hombre de «estirpe divina» göottlichen Geschlechts)? ¿y ser idéntico
al nombre popular (originariamente aristocrático) de los godos (Gothen)? Las razones de
esta suposición no son de este lugar. -
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De esta regla, es decir, de que el concepto de preeminencia política se diluye siempre en
un concepto de preeminencia anímica, no constituye por el momento una excepción (aunque
da motivo para ellas) el hecho de que la casta suprema sea a la vez la casta sacerdotal y,
en consecuencia,
prefiera para su designación de conjunto un predicado que recuerde su función
sacerdotal. Aquí es donde, por ejemplo, se contraponen por vez primera «puro» e
«impuro» como distintivos estamentales; y también aquí se desarrollan más tarde un
«bueno» y un «malo» en un sentido ya no estamental. Por lo demás, advirtamos que
estos conceptos «puro» e «impuro» no deben tomarse de antemano en un sentido demasiado
riguroso, demasiado amplio y, mucho menos en un sentido simbólico: en una medida que
nosotros apenas podemos imaginar, todos los conceptos de la humanidad primitiva fueron
entendidos en su origen, antes bien, de un modo grosero, tosco, externo, estrecho, de un
modo directa y específicamente no-simbólico. El «puro» es, desde el comienzo,
primeramente un hombre que se lava, que se prohíbe ciertos alimentos causantes de
enfermedades de la piel, que no se acuesta con las sucias mujeres del pueblo bajo, que
siente asco de la sangre, - ¡nada más, no mucho rnas! Por otro lado, sin duda, la
índole entera de una aristocracia esencialmente sacerdotal aclara por qué muy pronto las
antítesis valorativas pudieron interiorizarse y exacerbarse de modo peligroso
precisamente aquí; y, de hecho, ellas acabaron por abrir entre hombre y hombre simas
sobre las que ni siquiera un Aquiles del librepensamiento podría saltar sin estremecerse.
Desde el comienzo hay algo no sano en tales aristocracias sacerdotales y en los hábitos
en ellas dominantes, hábitos apartados de la actividad, hábitos en parte dedicados a
incubar ideas y en parte explosivos en sus sentimientos, y que tienen como secuela aquella
debilidad y aquella neurastenia intestinales que atacan casi de modo inevitable a los
sacerdotes de todas las épocas; pero el remedio que ellos mismos han inventado contra
esta condición enfermiza suya -¿no tenemos que decir que ha acabado demostrando ser, en
sus repercusiones, cien veces más peligroso que la enfermedad de la que debía
librar? ¡La humanidad misma adolece todavía de las repercusiones de tales
ingenuidades de la cura sacerdotal! Pensemos, por ejemplo,en ciertas formas de dieta
(abstención de corner carne), en el ayuno, en la continencia sexual, en la huida «al
desierto» (aislamiento a la manera de Weir Mitchell,
aunque desde luego sin la posterior cura de engorde y sobrealimentación, en la cual
reside el más eficaz antídoto contra toda histeria del ideal ascético): añádase a
esto la entera metafísica de los sacerdotes, hostil a los sentidos, corruptora y
refinadora, su auto-hipnotización a la manera del faquir y del brahmán -Brahma empleado
como bola de vidrio y como idea fija- y el general y muy comprensible hartazgo final de su
cura radical, de la Nada (o Dios: la aspiración a una unio mystica [unión mística] con
Dios es la aspiración del budista a la Nada, al Nirvana -¡y nada más!). Entre los
sacerdotes, cabalmente, se vuelve más peligroso todo, no sólo los medios de cura y las
artes médicas, sino también la soberbia, la venganza, la sagacidad, el desenfreno, el
amor, la ambición de dominio, la virtud, la enfermedad -de todos modos, también se
podría añadir, con cierta equidad, que en el terreno de esta forma esencialmente
peligrosa de existencia humana, la forma sacerdotal de existencia, es donde el hombre en
general se ha convertido en un animal interesante, que únicamente aquí es donde el alma
humana ha alcanzado profundidad en un sentido superior y se ha vuelto malvada -¡y éstas
son, en efecto, las dos formas básicas de la superioridad poseída hasta ahora por el
hombre sobre los demás animales!...
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- Ya se habrá adivinado que la manera sacerdotal de valorar puede desviarse muy
fácilmente de la caballeresco-aristocrática y llegar luego a convertirse en su
antítesis; en especial impulsa a ello toda ocasión en que la casta de los sacerdotes y
la casta de los guerreros se enfrentan a causa de los celos y no quieren llegar a un
acuerdo sobre el precio a pagar. Los juicios de valor caballeresco-aristocráticos tienen
como presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso
desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la
guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la
actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar
tiene -lo hemos visto- otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la
guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados -¿por qué? Porque
son los más impotentes. A causa de esa impotencia el odio crece en ellos hasta
convertirse en algo monstruoso y siniestro, en lo más espiritual y más venenoso. Los
máximos odiadores de la historia universal, también los odiadores más ricos de
espíritu, han sido siempre sacerdotes -comparado con el espíritu de la venganza
sacerdotal, apenas cuenta ningún otro espíritu. La historia humana sería una cosa
demasiado estúpida sin el espíritu que los impotentes han introducido en ella: - tomemos
en seguida el máximo ejemplo. Nada de lo que en la tierra se ha hecho contra «los
nobles», «los violentos», «los señores, «los poderosos», merece ser mencionado si
se lo compara con lo que los judíos han hecho contra ellos: los judíos, ese pueblo
sacerdotal, que no ha sabido tomar satisfacción de sus enemigos y dominadores más que
con una radical transvaloración de los valores
propios de éstos, es decir, por un acto de la más espiritual venganza. Esto es lo único
que resultaba adecuado precisamente a un pueblo sacerdotal, al pueblo de la más refrenada
ansia de venganza sacerdotal. Han sido los judíos los que, con una consecuencia lógica
aterradora, se han atrevido a invertir la identificación aristocrática de los valores
(bueno = noble = poderoso = bello = feliz = amado de Dios) y han mantenido con los dientes
del odio más abismal (el odio de la impotencia) esa inversión, a saber, «¡los
miserables son los buenos; los pobres, los impotentes, los bajos son los únicos buenos;
los que sufren, los indigentes, los enfermos, los deformes son también los únicos
piadosos, los únicos benditos de Dios, únicamente para ellos existe bienaventuranza, -
en cambio vosotros, vosotros los nobles y violentos, vosotros sois, por toda la eternidad,
los malvados, los crueles, los lascivos, los insaciables, los ateos, y vosotros seréis
también eternamente los desventurados, los malditos y condenados!...» Se sabe quien ha
recogido la herencia de esa transvaloración judía... A propósito de la iniciativa
monstruosa y desmesuradamente funesta asumida por los judíos con esta declaración de
guerra, la más radical de todas, recuerdo la frase que escribí en otra ocasión (Más allá del bien y del mal) -a saber, que con los judíos
comienza en la moral la rebelión de los escluvos: esa rebelión que tiene tras sí una
historia bimilenaria y que hoy nosotros hemos perdido de vista tan sólo porque - ha
resultado vencedora...
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- ¿Pero no lo comprendéis? ¿No tenéis ojos para ver algo que ha necesitado dos
milenios para alcanzar la victoria?... No hay en esto nada extraño: todas las cosas
largas son difíciles de ver, difíciles de abarcar con la mirada. Pero esto es lo
acontecido: del tronco de aquel árbol de la venganza y del odio, del odio judío -el odio
más profundo y sublime, esto es, el odio creador de ideales, modificador de valores, que
no ha tenido igual en la tierra-, brotó algo igualmente incomparable, un amor nuevo la
más profunda y sublime de todas las especies de amor: - ¿y de qué otro tronco habría
podido brotar?... Mas ¡no se piense que brotó acaso como la auténtica negación de
aquella sed de venganza, como la antítesis del odio judío! ¡No, lo contrario es la
verdad! Ese amor nació de aquel odio como su corona, como la corona triunfante, dilatada
con amplitud siempre mayor en la más pura luminosidad y plenitud solar; y en el reino de
la luz y de la altura ese amor perseguía las metas de aquel odio, perseguía la victoria,
el botín, la seducción, con el mismo afán,
por así decirlo, con que las raíces de aquel odio se hundían con mayor radicalidad y
avidez en todo lo que poseía profundidad y era malvado. Ese Jesús de Nazaret, evangelio
viviente del amor, ese «redentor, que trae la bienaventuranza y la victoria a los pobres,
a los enfermos, a los pecadores
-¿no era él precisamente la seducción en su forma más inquietante e irresistible, la
seducción y el desvío precisamente hacia aquellos valores judíos y hacia aquellas
innovaciones judías del ideal? ¿No ha alcanzado Israel, justamente por el rodeo de ese
«redentor», de ese aparente antagonista y liquidador de Israel, la última meta de su
sublime ansia de venganza? ¿No forma parte de la oculta magia negra de una política
verdaderamente grande de la venganza, de una venganza de amplias miras, subterránea, de
avance lento, precalculadora, el hecho de que Israel mismo tuviese que negar y que clavar
en la cruz ante el mundo entero, como si se tratase de su enemigo mortal, al auténtico
instrumento de su venganza, a fin de que «el mundo entero»,es decir, todos los
adversarios de Israel, pudieran morder sin recelos precisamente de ese cebo? ¿Y por otro
lado, se podría imaginar en absoluto, con todo el refinamiento del espíritu, un cebo
más peligroso? ¿Algo que iguale en fuerza atractiva, embriagadora, aturdidora,
corruptora, a aquel símbolo de la «santa cruz», a aquella horrorosa paradoja de un
«Dios en la cruz», a aquel misterio de una inimaginable, última, extrema crueldad y
autocrucifixión de Dios para salvación del hombre?... Cuando menos, es cierto que sub
hoc signo [bajo este signo] Israel ha venido triunfando una y otra vez, con su venganza y
su transvaloración de todos los valores, sobre todos los demás ideales, sobre todos los
ideales más nobles. - -
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- «Mas ¡cómo sigue usted hablando todavía de ideales más nobles! Atengámonos a los
hechos: el pueblo -o «los esclavos», O «la plebe», o «el rebaño», o como usted
quiera llamarlo- ha vencido, y si esto ha ocurrido por medio de los judíos, ¡bien!,
entonces jamás pueblo alguno tuvo misión más grande en la historia universal. «Los
señores» están liquidados; la moral del hombre vulgar ha vencido. Se puede considerar
esta victoria a la vez como un envenenamiento de la sangre (ella ha mezclado las razas
entre sí) -no lo niego; pero, indudablemente, esa intoxicación ha logrado éxito. La
«redención» del género humano (a saber, respecto de «los señores») se encuentra en
óptima vía; todo se judaiza, o se cristianiza, o se aplebeya a ojos vistas (¡qué
importan las palabras!). La marcha de ese envenenamiento a través del cuerpo entero de la
humanidad parece incontenible, su tempo [ritmo] y su paso pueden ser incluso, a partir de
ahora, cada vez más lentos, más delicados, más inaudibles, más cautos -en efecto, hay
tiempo... ¿Le corresponde todavía hoy a la Iglesia, en este aspecto, una tarea
necesaria, posee todavía en absoluto un derecho a existir? ¿O se podría prescindir de
ella? Quaeritur [se pregunta]. ¿Parece que la Iglesia refrena y modera aquella
marcha, en lugar de acelerarla? Ahora bien, justamente eso podría ser su utilidad... Es
seguro que la Iglesia se ha convertido poco a poco en algo grosero y rústico, que repugna
a una inteligencia delicada, a un gusto propiamente moderno. ¿No debería, al menos,
refinarse un poco?... Hoy, más que seducir, aleja. ¿Quién de nosotros sería
librepensador si no existiera la Iglesia? La Iglesia es la que nos repugna, no su
veneno... Prescindiendo de la Iglesia, también nosotros amamos el veneno...» -Tal es el
epílogo de un «librepensador» a mi discurso, de un animal respetable, como lo ha
demostrado de sobra, y, además, de un demócrata; hasta aquí me había escuchado, y no
soportó el oírme callar. Pues en este punto yo tengo mucho que callar. -
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La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve
creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada
la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con
una venganza imaginaria. Mientras que toda moral noble nace de un triunfante sí dicho a
sí mismo, la moral de los esclavos dice no, ya de antemano, a un fuera», a un «otro»,
a un «no-yo»; y ese no es lo que constituye su acción creadora. Esta inversión de la
mirada que establece valores - este necesario dirigirse hacia fuera en lugar de volverse
hacia sí - forma parte precisamente del resentimiento: para surgir, la moral de los
esclavos necesita siempre primero de un mundo opuesto y externo, necesita, hablando
fisiológicamente, de estímulos exteriores para poder en absoluto actuar, - su acción
es, de raíz, reacción. Lo contrario ocurre en la manera noble de valorar: ésta actúa y
brota espontáneamente, busca su opuesto tan sólo para decirse si a sí misma con mayor
agradecimiento, con mayor júbilo, - su concepto negativo, lo bajo», «vulgar», «malo,
es tan sólo un pálido contraste, nacido más tarde, de su concepto básico positivo,
totalmente impregnado de vida y de pasión, el concepto «¡nosotros los nobles, nosotros
los buenos, nosotros los bellos, nosotros los felices!». Cuando la manera noble de
valorar se equivoca y peca contra la realidad, esto ocurre con relación a la esfera que
no le es suficientemente conocida, más aún, a cuyo real conocimiento se opone con
aspereza: no comprende a veces la esfera despreciada por ella, la esfera del hombre vulgar
del pueblo bajo; por otro lado, téngase en cuenta que, en todo caso, el afecto del
desprecio, del mirar de arriba abajo, del mirar con superioridad, aun presuponiendo que
falsee la imagen de lo despreciado, no llegará ni de lejos a la falsificación con que el
odio reprimido, la venganza del impotente atentarán contra su adversario -in effigie [en
efigie], naturalmente-. De hecho en el desprecio se mezclan demasiada negligencia,
demasiada ligereza, demasiado apartamiento de la vista y demasiada impaciencia, e incluso
demasiado júbilo en sí mismo, como para estar en condiciones de transformar su objeto en
una auténtica caricatura y en un espantajo. No se pasen por alto las nuances [matices]
casi benévolas que, por ejemplo, la aristocracia griega pone en todas las palabras con
que diferencia de sí al pueblo bajo; obsérvese cómo constantemente se mezcla en ellas,
azucarándolas, una especie de lástima, de consideración, de indulgencia,hasta el punto
de que casi todas las palabras que convienen al hombre vulgar han terminado por quedar
como expresiones para significar «infeliz», «digno de lástima» (véase deilós
[miedoso], deílaios (cobarde), ponerós [vil], mojzerós [mísero], las dos
últimas caracterizan propiamente al hombre vulgar como esclavo del trabajo y animal de
carga) - y cómo, por otro lado, «malo, «infeliz», no dejaron jamás de sonar al oído
griego con un tono único con
un timbre en el que prepondera «infeliz»: y esto como herencia de la antigua manera de
valorar más noble, aristocrática, la cual no reniega de sí misma ni siquiera en el
desprecio (-a los filólogos recordémosles en qué sentido se usan oisirós [miserable],
ánolbos [desgraciado], tlémon, [resignado], distijein [fracasar, tener mala suerte],
simfora [desdichal). Los «bien nacidos» se sentían a si mismos cabalmente como los
«felices»; ellos no tenían que construir su felicidad artificialmente y, a veces,
persuadirse de ella, mentírsela, mediante una mirada dirigida a sus enemigos (como suelen
hacer todos los hombres del resentimiento); y asimismo, por ser hombres íntegros,
repletos de
fuerza y, en consecuencia, necesariamente activos, no sabían separar la actividad de la
felicidad, - en ellos aquélla formaba parte, por necesidad, de ésta (de aquí precede el
eupráttein [obrar bien, ser feliz]) - todo esto muy en contraposición con la felicidad
al nivel de los impotentes, de los
oprimidos, de los llagados por sentimientos venenosos y hostiles, en los cuales la
felicidad aparece esencialmente como narcosis, aturdimiento, quietud, paz, «sábado»,
distensión del ánimo y relajamiento de los miembros, esto es, dicho en una palabra, como
algo pasivo. Mientras que el hombre noble vive con confianza y franqueza frente a sí
mismo (yennaíos, «aristócrata de nacimiento», subraya la nuance [matiz] «franco» y
también sin duda «ingenuo»), el hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo,
ni honesto y derecho consigo mismo. Su alma mira de reojo; su espíritu ama los
escondrijos, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le atrae como
su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de
empequeñecerse y humillarse transitoriamente. Una raza de tales hombres del resentimiento
acabará necesariamente por ser más inteligente que cualquier raza noble, venerará
también la inteligencia en una medida del todo distinta: a saber, como la más importante
condición de existencia, mientras que, entre hombres nobles, la inteligencia fácilmente
tiene un delicado dejo de lujo y refinamiento: - en éstos precisamente no es la
inteligencia ni mucho menos tan esencial como lo son la perfecta seguridad funcional de
los instintos inconscientes reguladores o incluso una cierta falta de inteligencia, así
por ejemplo el valeroso lanzarse a ciegas, bien sea al peligro, bien sea al enemigo, o
aquella entusiasta subitaneidad en la cólera, el amor, el respeto, el agradecimiento y la
venganza, en la cual se han reconocido en todos los tiempos las almas nobles. El mismo
resentimiento del hombre noble, cuando en él aparece, se consuma y agota, en efecto, en
una reacción inmediata y, por ello, no envenena: por otro lado, ni siquiera aparece en
innumerables casos en los que resulta inevitable su aparición en todos los débiles e
impotentes. No poder tomar mucho tiempo en serio los propios contratiempos, las propias
fechorías -tal es el signo propio de naturalezas fuertes y plenas, en las cuales hay una
sobreabundancia de fuerza plástica, remodeladora, regeneradora, fuerza que también hace
olvidar (un buen ejemplo de esto en el mundo moderno es Mirabeau, que no tenía memoria
para los insultos ni para las villanías que se cometían con él, y que no podía
perdonar por la única razón de que - olvidaba). Un hombre así se sacude de un solo
golpe muchos gusanos que en otros, en cambio, anidan subterráneamente; sólo aquí es
también posible otra cosa, suponiendo que ella sea en absoluto posible en la tierra -el
auténtico «amor a sus enemigos». ¡Cuánto respeto por sus enemigos tiene un hombre
noble! - y ese respeto es ya un puente hacia el amor... ¡El hombre noble reclama para sí
su enemigo como una distinción suya, no soporta, en efecto, ningún otro enemigo que
aquel en el que no hay nada que despreclar y sí muchísimo que honrar! En cambio,
imaginémonos «el enemigo» tal como lo concibe el hombre del resentimiento -y justo en
ello reside su acción, su creación: ha concebido el «enemigo malvado», «el malvado»,
y ello como concepto básico, a partir del cual se imagina también, como imagen posterior
y como antítesis, un «bueno»- ¡él mismo!...
11
¡Justo, pues, lo contrario de lo que ocurre en el noble, quien concibe el concepto
fundamental «bueno» de un modo previo y espontáneo, es decir, lo concibe a base de si
mismo, Y sólo a partir de él se forma una idea de «malo»! Este «malo» (schlecht) de
origen noble, y aquel «malvado»
(böse), salido de la cuba cervecera del odio insaciado -el primero, una creación
posterior, algo marginal, un color complementario, el segundo, en cambio, el original, el
comienzo, la auténtica acción en la concepción de una moral de esclavos-, ¡cuán
diferentes son estas dos palabras,
«malo» (schlecht) y «malvado» (böse), que aparentemente se contraponen a un mismo
concepto «bueno» (gut)! Mas no se trata del mismo concepto «bueno»: pregúntese, antes
bien, quién es propiamente «malvado» en el sentido de la moral del resentimiento.
Contestado con todo rigor: precisamente el «bueno» de la otra moral, precisamente el
noble, el poderoso, el dominador, sólo que cambiado de color, interpretado y visto del
revés por el ojo venenoso del resentimiento. Hay aquí una cosa que nosotros no queremos
negar en modo alguno: quien a aquellos «buenos» los ha conocido tan sólo como enemigos,
no ha conocido tampoco más que enemigos malvados, y aquellos mismos hombres que eran
mantenidos tan rigurosamente a raya por la costumbre, el respeto, los usos, el
agradecimiento y todavía más por la recíproca vigilancia, por la emulación interpares
[entre iguales], aquellos mismos hombres que, por otro lado, en su comportamiento
recíproco mostraban tanta inventiva en punto a atenciones, dominio de sí, delicadeza,
fidelidad, orgullo y amistad, - no son hacia fuera, es decir, allí donde comienza lo
extranjero, la tierra extraña, mucho mejores que animales de rapiña dejados sueltos.
Allí disfrutan la libertad de toda constricción social, en la selva se desquitan de la
tensión ocasionada por una prolongada reclusión y encierro en la paz de la comunidad,
allí retornan a la inocencia propia de la conciencia de los animales rapaces, cual
monstruos que retozan, los cuales dejan acaso tras sí una serie abominable de asesinatos,
incendios, violaciones y torturas con igual petulancia y con igual tranquilidad de
espíritu que si lo único hecho por ellos fuera una travesura estudiantil, convencidos de
que de nuevo tendrán los poetas, por mucho tiempo, algo que cantar y que ensalzar.
Resulta imposible no reconocer, a la base de todas estas razas nobles, el animal de
rapiña, la magnífica bestia rubia, que vagabundea codiciosa de botín y de victoria; de
cuando en cuando esa base oculta necesita desahogarse, el animal tiene que salir de nuevo
fuera, tiene que retornar a la selva: - las aristocracias romana, árabe, germánica,
japonesa, los héroes homéricos, los vikingos escandinavos - todos ellos coinciden en tal
imperiosa necesidad. Son las razas nobles las que han dejado tras sí el concepto
«bárbaro» por todos los lugares por donde han pasado;incluso en su cultura más excelsa
se revelan una consciencia de ello y hasta un orgullo (por ejemplo, cuando Pericles dice a
sus atenienses, en aquella famosa oración fúnebre, «hemos forzado a todas las tierras y
a todos los mares a ser accesibles a nuestra audacia, dejando en todas partes monumentos
imperecederos en bien y en mal»). Esta «audacia» de las
razas nobles, que se manifiesta de manera loca, absurda, repentina, este elemento
imprevisible e incluso inverosímil de sus empresas -Pericles destaca con elogio la pazimía [despreocupación] de los atenienses-, su
indiferencia y su desprecio de la seguridad, del cuerpo, de la vida, del bienestar, su
horrible jovialidad y el profundo placer que sienten en destruir, en todas las
voluptuosidades del triunfo y de la crueldad - todo esto se concentró, para quienes lo
padecían, en la imagen del «bárbaro», del «enemigo malvado», por ejemplo el
«godo», el «vándalo». La profunda, glacial desconfianza que el alemán continúa
inspirando también ahora tan pronto como llega al poder - representa aún un rebrote de
aquel terror inextinguible con que durante siglos contempló Europa el furor de la rubia bestia germánica (aunque entre los antiguos germanos y
nosotros los alemanes apenas subsista ya afìnidad conceptual alguna y menos aún un
parentesco de sangre). En otro sitio he hecho notar la
perplejidad experimentada por Hesiodo cuando meditaba sobre el decurso de las épocas culturales e intentaba expresarlas mediante el oro, la plata y el
bronce: a la contradicción que le ofrecía el mundo de Homero, un mundo tan magnífico,
pero, a la vez, tan horrible y tan brutal, no supo escapar más que dividiendo una única
época en dos y colocándolas una a continuación de la otra - primero, la época de los
héroes y semidioses de Troya y de Tebas, tal como aquel mundo había subsistido en la
memoria de las estirpes nobles, que en ella tenían sus propios antecesores; y luego, la
edad de bronce, tal como aquel mismo mundo aparecía a los descendientes de los
sojuzgados, expoliados, maltratados, deportados, vendidos: como una edad de bronce, según
hemos dicho, dura, fría, cruel, carente de sentimientos y de conciencia, una edad que
todo lo tritura y lo salpica de sangre. Suponiendo que fuera verdadero algo que en todo
caso ahora se cree ser «verdad», es decir, que el sentido de toda cultura consistiese
cabalmente en sacar del animal rapaz «hombre», mediante la crianza, un animal manso y
civilizado, un animal doméstico, habría que considerar sin ninguna duda que todos
aquellos instintos de reacción y resentimiento, con cuyo auxilio se acabó por humillar y
dominar a las razas nobles, así como todos sus ideales, han sido los auténticos
instrumentos de la cultura; con ello, de todos modos, no estaría dicho aún que los
depositaries de esos instintos representen también ellos mismos a la vez la cultura. Lo
contrario sería, antes bien, no sólo verosímil -¡no!, ¡hoy es evidente! Esos
depositarios de los instintos opresores y ansiosos de desquite, los descendientes de toda
esclavitud europea y no europea, y en especial de toda población prearia -¡representan
el retroceso de la humanidad! ¡Esos «instrumentos de la cultura» son una vergüenza del
hombre y representan más bien una sospecha, un contraargumento contra la «cultura» en
cuanto tal! Se puede tener todo derecho a no librarse del temor a la bestia rubia que
habita en el fondo de todas las razas nobles y a mantenerse en guardia: mas ¿quién no
preferiría cien veces sentir temor, si a la vez le es permitido admirar, a no sentir
temor, pero con ello no poder sustraerse ya a la nauseabunda visión de los malogrados,
empequeñecidos, marchitos, envenenados? ¿Y no es ésta nuestra fatalidad? ¿Qué es lo
que hoy produce nuestra aversión contra «el hombre»? - pues nosotros sufrimos por el
hombre, no hay duda. - No es el temor; sino, más bien, el que ya nada tengamos que temer
en el hombre; el que el gusano «hombre» ocupe el primer plano y pulule en él; el que el
«hombre manso», el incurablemente mediocre y desagradable haya aprendido a sentirse a
sí mismo como la meta y la cumbre, como el sentido de la historia, como «hombre
superior; más aún, el que tenga cierto derecho a sentirse así, en la medida en que se
siente distanciado de la muchedumbre de los mal constituidos, enfermizos, cansados,
agotados, a que hoy comienza Europa a apestar, y, por tanto, como algo al menos
relativamente bien constituido, como algo al menos todavía capaz de vivir, como algo que
al menos dice sí a la vida...
12
- En este punto no me es ya posible reprimir un sollozo y una última esperanza. ¿Qué es
esto que, precisamente a mí, me resulta del todo insoportable? ¿Esto de lo que sólo yo
no puedo librarme, y que me ahoga y me consume? ¡Aire viciado! ¡Aire viciado! El hecho
de que algo mal constituido se allega a mí; ¡el verme obligado a oler las entrañas de
un alma mal constituida!... ¿Qué es por otra parte, lo que en materia de miseria, de
privaciones, de mal clima, de enfermedades, de fatigas y de soledad no soportamos? En el
fondo nos sobreponemos a todo lo demás, puesto que hemos nacido para una existencia
subterránea y combativa; una y otra vez salimos a la luz, una y otra vez experimentamos
la hora áurea del triunfo, - y en ese momento aparecemos tal como nacimos,
inquebrantables, tensos, dispuestos a conquistar algo nuevo, algo más difícil, algo más
lejano todavía, como un arco a quien las privaciones lo único que hacen es ponerlo más
tirante. - Pero de vez en cuando -y suponiendo que existan protectoras celestiales,
situadas más allá del bien y del mal- ¡concededme una mirada, otorgadme que pueda echar
una única mirada tan sólo a algo perfecto, a algo totalmente logrado, feliz, poderoso,
victorioso, en lo que todavía haya algo que temer! ¡Una mirada a un hombre que
justifique a el hombre, una mirada a un caso afortunado que complemente y redima al
hombre, por razón del cual me sea lícito conservar la fe en el hombre!... Pues así
están las cosas: el empequeñecimiento y la nivelación del hombre europeo encierran
nuestro máximo peligro, ya que esa visión cansa... Hoy no vemos nada que aspire a ser
más grande, barruntamos que descendemos cada vez más abajo, más abajo, hacia algo más
débil, más manso, más prudente, más plácido, más mediocre, más indiferente, más
chino, más cristiano -el hombre, no hay duda, se vuelve cada vez «mejor»... Justo en
esto reside la fatalidad de Europa- al perder el miedo al hombre hemos perdido también el
amor a él, el respeto a él, la esperanza en él, más aún, la voluntad de él.
Actualmente la visión del hombre cansa - ¿qué es hoy el nihilismo si no es eso?.
Estamos cansados de el hombre...
13
- Mas volvamos atrás: el problema del otro origen de lo «bueno, el problema de lo bueno
tal como se lo ha imaginado el hombre del resentimiento exige llegar a su final. - El que
los corderos guarden rencor a las grandes aves rapaces es algo que no puede extrañar:
sólo que no hay en esto motivo alguno para tomarle a mal a aquéllas el que arrebaten
corderitos. Y cuando los corderitos dicen entre sí «estas aves de rapiña son malvadas;
y quien es lo menos posible un ave de rapiña, sino más bien su antítesis, un corderito,
- ¿no debería ser bueno?», nada hay que objetar a este modo de establecer un ideal,
excepto que las aves rapaces mirarán hacia abajo con un poco de sorna y tal vez se
dirán: «Nosotras no estamos enfadados en absoluto con esos buenos corderos, incluso los
amamos: no hay nada más sabroso que un tierno cordero.» - Exigir de la fortaleza que no
sea un querer-dominar, un querer-sojuzgar, un querer-enseñorearse, una sed de enemigos y
de resistencias y de triunfos, es tan absurdo como exigir de la debilidad que se
exteriorice como fortaleza. Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de pulsión, de
voluntad, de actividad -más aún, no es nada más que ese mismo pulsionar, ese mismo
querer, ese mismo actuar, y, si puede parecer otra cosa, ello se debe tan sólo a la
seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados en el
lenguaje), el cual entiende y mal entiende que todo hacer está condicionado por un
agente, por un «sujeto». Es decir, del mismo modo que el pueblo separa el rayo de su
resplandor y concibe al segundo como un hacer, como la acción de un sujeto que se llama
rayo, así la moral del pueblo separa también la fortaleza de las exteriorizaciones de la
misma, como si detrás del fuerte hubiera un sustrato indiferente, que fuera dueño de
exteriorizar y, también, de no exteriorizar fortaleza. Pero tal sustrato no existe; no
hay ningún «ser» detrás del hacer, del actuar, del devenir; «el agente» ha sido
ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo. En el fondo el pueblo duplica el hacer;
cuando piensa que el rayo lanza un resplandor, esto equivale a un hacer-hacer: el mismo
acontecimiento lo pone primero como causa y luego, una vez más, como efecto de aquélla.
Los investigadores de la naturaleza no lo hacen mejor cuando dicen «la fuerza mueve, la
fuerza causa» y cosas parecidas, - nuestra ciencia entera, a pesar de toda su frialdad,
de su desapasionamiento, se encuentra sometida aún a la seducción del lenguaje y no se
ha desprendido de los hijos falsos que se le han infiltrado, de los «sujetos» (el
átomo, por ejemplo, es uno de esos hijos falsos, y lo mismo ocurre con la kantiana cosa
en sí»): nada tiene de extraño el que las reprimidas y ocultamente encendidas pasiones
de la venganza y del odio aprovechen en favor suyo esa creencia e incluso, en el fondo,
ninguna otra sostengan con mayor fervor que la de que el fuerte es libre de ser débil, y
el ave de rapiña, libre de ser cordero: - con ello conquistan, en efecto, para sí el
derecho de imputar al ave de rapiña ser ave de rapiña... Cuando los oprimidos, los
pisoteados, los violentados se dicen, movidos por la vengativa astucia propia de la
impotencia: «¡Seamos distintos de los malvados, es decir, seamos buenos! Y bueno es todo
el que no violenta, el que no ofende a nadie, el que no ataca, el que no salda cuentas, el
que remite la venganza a Dios, el cual se mantiene en lo oculto igual que nosotros, y
evita todo lo malvado, y exige poco de la vida, lo mismo que nosotros los pacientes, los
humildes, los justos» - esto, escuchado con frialdad y sin ninguna prevención, no
significa en realidad más que lo siguiente: «Nosotros los débiles somos desde luego
debiles;
conviene que no hagamos nada para lo cual no somos bastante fuertes» - pero esta amarga
realidad de los hechos, esta inteligencia de ínfimo rango, poseída incluso por los
insectos (los cuales, cuando el peligro es grande, se fingen muertos para no hacer nada
«de más»), se ha vestido, gracias a ese arte de falsificación y a esa automendacidad
propias de la impotencia, con el esplendor de la virtud renunciadora, callada, expectante,
como si la debilidad misma del debil -es decir, su esencia, su obrar, su entera, única,
inevitable, indeleble realidad- fuese un logro voluntario, algo querido, elegido, una
acción, un mérito. Por un instinto de autoconservación, de autoafirmación, en el que
toda mentira suele santifìcarse, esa especie de hombre necesita creer en el «sujeto»
indiferente, libre para elegir. El sujeto (o, hablando de un modo más popular, el alma)
ha sido hasta ahora en la tierra el mejor dogma, tal vez porque a toda la ingente
muchedumbre de los mortales, a los débiles y oprimidos de toda índole, les permitía
aquel sublime autoengaño de interpretar la debilidad misma como libertad, interpretar su
ser-así-y-así como mérito.
14
-¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, al misterio de cómo se fabrícan ideales en
la tierra? ¿Quién tiene valor para ello?... ¡Bien! He aquí la mirada abierta a ese
oscuro taller. Espere usted un momento, señor indiscreción y temeridad: su ojo tiene que
habituarse antes a esa falsa luz cambiante... ¡Así! ¡Basta! ¡Hable usted ahora! ¿Qué
ocurre allá abajo? Diga usted lo que ve, hombre de la más peligrosa curiosidad -ahora
soy yo el que escucha. - -«No veo nada, pero oigo tanto mejor. Es un chismorreo y un
cuchicheo cauto, pérfido, quedo, procedente de todas las esquinas y rincones. Me parece
que esa gente miente; una dulzona suavidad se pega a cada sonido. La debilidad debe ser
mentirosamente transformada en mérito, no hay duda - es como usted lo decía.» -
-¡Siga!
-«··· y la impotencia, que no toma desquite, en 'bondad'; la temerosa bajeza, en
'humildad'; la sumisión a quienes se odia, en 'obediencia' (a saber, obediencia a alguien
de quien dicen que ordena esa sumisión, - Dios le llaman). Lo inofensivo del débil, la
cobardía misma, de la que tiene mucha,
su estar-aguardando-a-la-puerta, su inevitable tener-que-aguardar, recibe aquí un buen
nombre, el de 'paciencia', y se llama también la virtud; el no-poder-vengarse se llama
no-querer-vengarse, y tal vez incluso perdón ('pues ellos no
saben lo que hacen' - ¡únicamente nosotros sabemos lo que
ellos hacen!'). También habla esa gente del 'amor a los
propios enemigos' -y entre tanto suda.»
-¡Siga!
-«Son miserables, no hay duda, todos esos chismorreadores y falsos monederos de las
esquinas, aunque están acurrucados calentándose unos junto a otros - pero me dicen que
su miseria es una elección y una distinción de Dios, que a los perros que más se quiere
se los azota; que quizás esa miseria sea también una preparación, una prueba, una
ejercitación, y acaso algo más - algo que alguna vez encontrará su compensación, y
será pagado con enormes intereses en oro, ¡no!, en
felicidad. A eso lo llaman 'la bienaventuranza'.»
¡Siga!
-«Ahora me dan a entender que ellos no sólo son mejores que los poderosos, que los
señores de la tierra, cuyos esputos ellos tienen que lamer (no por temor, ¡de ninguna
manera por temor!, sino porque Dios manda honrar toda autoridad),
- que ellos no sólo son mejores, sino que también 'les va mejor', o, en todo caso,
alguna vez les irá mejor. Pero ¡basta!, ¡basta! Ya no lo soporto más. ¡aire viciado!
¡Aire viciado! Ese taller donde se fabrican ideales -me parece que apesta a mentiras.»
-¡No! ¡Un momento todavía! Aún no nos ha dicho usted nada de la obra maestra de esos
nigromantes que con todo lo negro saben construir blancura, leche e inocencia: - ¿no ha
observado usted cuál es su perfección suma en el refinamiento, su audacísima,
finísima, ingeniosísima, mendacísima estratagema de artista? ¡Atienda! Esos anirnales
de sótano, Llenos de venganza y de odio -¿qué hacen precisamente con la venganza y con
el odio? ¿Ha oído usted alguna vez esas palabras? Si sólo se fìase usted de lo que
ellos dicen, ¿barruntaría que se encuentra en medio de hombres del resentimiento?...
-«Comprendo, vuelvo a abrir los oídos (¡ay!, ¡ay!, ¡ay!, y cierro la nariz). Sólo
ahora oigo lo que ya antes decían con tanta frecuencia: 'nosotros los buenos - nosotros
somos los justos' - a lo que ellos piden no lo llaman desquite, sino 'el triunfo de la
justicia: a lo que ellos odian no es a su enemigo, ¡no!, ellos odian la 'injusticia: el
'ateísmo'; lo que ellos creen y esperan no es la esperanza de la venganza, la embriaguez
de la dulce venganza (- 'más dulce que la miel', la llamaba ya Homero)", sino la victoria de Dios, del Dios justo
sobre los ateos; lo que a ellos les queda para amar en la tierra no son sus hermanos en el
odio, sino sus 'hermanos en el amor'-, como ellos
dicen, todos los buenos y justos de la tierra.»
-¿Y cómo llaman a aquello que les sirve de consuelo contra todos los sufrimientos de la
vida - su fantasmagoría de la anticipada bienaventuranza futura?
-«¡Cómo! ¿Oigo bien? A eso lo llaman el juicio final, la llegada de su reino, el de
ellos, del 'reino de Dios' - pero entre tanto viven 'en la fe', en el amor','en la esperanza'» .
-¡Basta! ¡Basta!
15
¿En la fe en qué? ¿En el amor a qué? ¿En la esperanza de qué? -Esos débiles -
alguna vez, en efecto, quieren ser también ellos los fuertes, no hay duda, alguna vez
debe llegar también su reino - nada menos que «el reino de Dios» lo llaman entre ellos,
como hemos dicho: ¡son, desde luego, tan humildes en todo! Para presenciar esto se
necesita vivir largo tiempo, rnás allá de la muerte, - en efecto, la vida eterna se
necesita para poder resarcirse también eternamente, en el reino de Dios», de aquella
vida terrena «en la fe, en el amor, en la esperanza». ¿Resacirse de qué? ¿Resacirse
con qué?... A mí me parece que Dante cometió un grosero error al poner, con horrorosa
ingenuidad, sobre la puerta de su infierno la inscripción «también
a mí me creó el amor eterno»: - sobre la puerta del paraíso cristiano y de su
«bienaventuranza eterna» podría estar en todo caso, con mejor derecho, la inscripción
«también a mí me creó el odio eterno» -, ¡presuponiendo que a una verdad le sea
lícito estar colocada sobre la puerta que lleva a una mentira! Pues ¿qué es la
bienaventuranza de aquel paraíso?... Quizá ya nosotros mismos lo adivinaríamos; pero es
mejor que nos lo atestigue expresamente una autoridad muy relevante en estas cosas, Tomás
de Aquino. «Beati in regno coelesti», dice con la mansedumbre de un cordero, «videbunt
poenas damnatorum, ut beatitudo illis mugis complaceat» [Los bienaventurados verán en el
reino celestial las penas de los condenados, para que su bienaventuranza les satisfaga más]-. ¿O se quiere
escuchar esto mismo en un tono más fuerte, de la boca, por ejemplo, de un triunfante
padre de la Iglesia, el cual desaconsejaba a sus cristianos las crueles voluptuosidades de
los espectáculos públicos -por qué, en realidad? «La fe nos ofrece, en efecto, muchas
más cosas -dice, de spectac, c. 29 ss.-, algo mucho rnás fuerte gracias a la redención
disponemos, en efecto, de alegrías completamente distintas; en lugar de los atletas
nosotros tenemos nuestros mártires; y si queremos sangre, bien, tenemos la sangre de
Cristo... Mas ¡qué cosas nos esperan el día de su vuelta, de su triunfo!» - y ahora
continúa así este visionario extasiado: «At enim supersunt alia spectacula, ille
ultimus et perpetuus judicii dies, ille nationibus insperatus, ille derisus, cum tanta
saeculi vetustas et tot ejus nativitates uno igne haurientur.
Quae tunc spectaculi latitudo! Quid admirer! Quid rideam! Ubi gaudeum! Ubi exultem,
spectans tot et tantos reges, qui in coelum recepti nuntiabantur, cum ipso love et ipsis
suis testibus in imis tenebris congemescentes! Itern praesides (los gobernadores de las
provincias) persecutores dominici nominis saevioribus quam ipsi flammis saevierunt
insultantibus contra Christianos liquescentes! Quos praeterea sapientes illos philosophos
coram discipulis suis una conflagrantibus erubescentes, quibus nihil ad deum pertinere
suadebant, quibus animas aut nullas aut non in pristina corpora redituras affirmabant!
Etiam poetas non ad Rhadamanti nec ad Minois, sed ad inopinati Christi tribunal
palpitantes! Tunc magis tragoedi audiendi, magis scilicet vocales (cuanto mejor sea la
voz, peor gritarán) in sua propria calamitate; tunc histriones cognoscendi, solutiores
multo per ignem, tunc spectandus auriga in flammea rota totus rubens, tunc xystici
contemplandi non in gymnasiis, sed in igne jaculati, nisi quod ne tunc quidem illos velim
vivos, ut qui malim ad eos potius conspectum insatiasbilem conferre, qui in dominum
desaevierunt.'Hic este ille, dicam, fabri aut quaestuariae filius (como lo muestra todo lo
que sigue, y en especial también esta designación, conocida por el Talmud, de la madre
de Jesús, a partir de aquí Tertuliano habla a los judíos), sabbati destructor,
Samarites et daemonium habens. Hic est, quem a Juda redemistis, hic est ille arundine et
colaphis diverberatus, sputamentis dedecoratus, felle et aceto potatus. Hic est, quem clam
discentes subripuerunt, ut resurrexisse dicatur vel hortulanus detraxit, ne lactucae suae
frequentia commeantium laederentur. Ut talia spectes, ut talibus exultes, quis tibi
praetor aut consul aut quaestor aut sacerdos de sua liberalitste praestabit? Et tamen haec
jam habemos quodammodo per fìdem spiritu imaginante repraesentata. Ceterum qualia illa
sunt, quae nec oculus vidit nec auris audivit nec in cor hominis ascenderunt? (l Cor. 2,
9). Credo circo et utraque cavea (primera y cuarta fila, o, según otros, escena cómica y
trágica) et omni stadio gratiora»*. - Perfidem: así está escrito. [ Pero quedan
todavia otros espectáculos, aquel último y perpetuo dia del juicio, dia no esperado por
las naciones, dia del cual se mofan, cuando esta tan gran decrepitud del mundo y tantas
generaciones del mismo ardan en un fuego común. ¡Qué espectáculo tan grandioso
entonces¡ ¡De cuántas cosas me asombraré! ¡De cuántas cosas rne reiré! ¡Alli
gozaré! ¡Allí meregocijaré, conremplando cómo tantos y tan grandes reyes, de quienes
se decia que habian sido recibidos en el cielo, gimen en profundas tinieblas junto con el
mismo Júpiter y con sus mismos testigos! ¡Viendo tambíetn cómo los presidentes
perseguidores del nombre del Señor se derriten en llamas más crueles que aquellas con
que ellos mismos se ensañaron contra los cristianos! ¡Viendo además
cómo aquellos sabios fìlósofos se llenan de rubor ante sus discipulos, que con ellos se
queman, a los cuales convencian de que nada pertenece a Dios, a los cuales aseguraban que
las almas o no existen o no volverán a sus cuerpos primitivos! ¡Y viendo asimismo cómo
los poetas tiemblan, no ante el tribunal de RadamantO ni de Minos, sino ante el de Cristo,
a quien no esperaban! Entonses oiré más a los actores de tragedias, es decir, serán
más elocuentes hablando de su propia desgracia; entonces conoceré a los histriones,
mucho más ágiles a causa del fuego; entonces veré al auriga, totalmente rojo en el
carro de fuego; entonces contemplaré a los atletas, lanzando la jabalina no en los
gimnasios, sino en el fuego, a no ser que entonces no quisiera que estuviesen vivos y
prefiriese dirigir una mirada insaciable a aquellos que se ensañaron con el Señor. Éste
es, diré, el hijo del carpintero o de la prostituta, el destructor del sábado, el
samaritano y endemoniado. Este es aquel a quien comprasteis a Judas, este Es aquEl que
fué golpeado con la caña y con bofetadas, humillado con salivazos, a quien disteis a
beber hiel y vinagre. Este es aquel a quien sus discipulos robaron a escondidas, para que
se dijese que habia resucitado, o a quien el dueño del huerto retiró de alli, para que
la gran afluencia de quienes iban y venian no estropease sus lechugas. La visión de tales
espectáculos, la posibilidad de alegrarte de tales cosas, ¿qué pretor, cónsul, o
cuestor, o sacerdote, podrá ofrecértela, aun con toda sugenerosidad? Y, sin embargo, en
cierto rnodo tenemos ya estas cosas por la fe representadas en el espiritu que las
imagina. Por lo demás, ¿cuáles son aquellas cosas que ni el ojo vio, ni el oido oyó,
ni entraron en corazón de hombre! (I Cor. 2, 9). Creo que son más agradables que el
circo, y el doble teatro, y todos los estadios.]
16
Concluyamos. Los dos valores contrapuestos «bueno y malo», «bueno y malvado», han
sostenido en la tierra una lucha terrible, que ha durado milenios; y aunque es muy cierto
que el segundo valor hace mucho tlempo que ha prevalecido, no faltan, sin embargo, tampoco
ahora lugares en los que se continúa librando esa lucha, no decidida aún. Incluso
podría decirse que entre tanto la lucha ha sido llevada cada vez más hacia arriba y que,
precisamente por ello, se ha vuelto cada vez más profunda, cada vez rnás espiritual: de
modo que hoy quizá no exista indicio más decisivo de la «naturaleza superior» de una
naturaleza más espiritual, que estar escindido en aquel sentido y que ser realmente
todavía un lugar de batalla de aquellas antitesis. El simbolo de esa lucha, escrito en
caracteres que han permanecido hasta ahora legibles a lo largo de la historia entera de la
humanidad, dice «Roma contra Judea, Judea contra Roma»: - hasta ahora no ha habido
acontecimiento más grande que esta lucha, que este planteamiento del problema, que esta
contradicción de enemigos mortales. Roma veía en el judío algo así como la
antinaturaleza misma, como su monstrum [monstruo] antipódico, si cabe la
expresión; en Roma se consideraba al judío "convicto de odio
contra todo el género humano": con razón, en la medida en que hay derecho a
vincular la salvación y el futuro del género humano al domínio incondicional de los
valores aristocráticos, de los valores romanos. ¿Qué es lo que los judíos sentían, en
cambio, contra Roma? Se lo adivina por mil indicios; pero basta con
traer una vez más a la memoria el Apocalipsis de Juan, la más salvaje de todas las
invectivas escritas que la venganza tiene sobre su conciencia. (Por otro lado,no se
infravalore la profunda consecuencia lógica del instinto cristiano al escribir cabalmente
sobre este libro del odio el nombre del discipulo del amor, del mismo a quien atribuyó
aquel Evangelio enamorado y entusiasta -: aquí se esconde un poco de verdad, por muy
grande que haya sido también la falsificación literaria precisa para lograr esa
finalidad.) Los romanos eran, en efecto, los fuertes y los nobles; en tal grado lo eran
que hasta ahora no ha habido en la tierra hombres más fuertes ni más nobles, y ni
siquiera se los ha soñado nunca; toda reliquia de ellos, toda inscripción suya produce
éxtasis, presuponiendo que se adivine qué es lo que allí escribe. Los judíos eran, en
cambio, el pueblo sacerdotal del resentimiento par ex-cellence, en el que habitaba una
genialidad popular-moral sin igual: basta comparar los pueblos de cualidades análogas,
por ejemplo, los chinos o los alemanes, con los judíos, para comprender qué es de primer
rango y qué es de quinto. ¿Quién de ellos ha vencido entre tanto, Roma o Judea? No hay,
desde luego, la más mínima duda: considérese ante quién se inclinan hoy los hombres,
en la misma Roma, como ante la síntesis de todos los valores supremos, - y no sólo en
Roma, sino casi en media tierra, en todos los lugares en que el hombre se ha vuelto manso
o quiere volverse manso, - ante tres judíos, como es sabido, y una judía (ante Jesús de
Nazaret, el pescador Pedro, el tejedor de alfombras Pablo, y la madre del mencionado
Jesús, de nombre María). Esto es muy digno de atención: Roma ha sucumbido, sin ninguna
duda. De todos modos, hubo en el Renacimiento una espléndida e inquietante resurrección
del ideal clásico, de la manera noble de valorar todas las cosas: Roma misma se movió,
como un muerto aparente que abre los ojos, bajo la presión de la nueva Roma, la Roma
judaizada, construida sobre ella, la cual ofrecía el aspecto de una sinagoga ecuménica y
se Llamaba «Iglesia»; pero en seguida volvió a triunfar Judea, gracias a aquel
movimiento radicalmente plebeyo (alemán e inglés) de resentimiento al que se da el
nombre de Reforma protestante, añadiendo lo que de él tenía que seguirse, el
restablecimiento de la Iglesia, - el restablecimiento también de la vieja quietud sepulcral de la Roma clásica. En un sentido más decisivo
incluso y más profundo que en la Reforma protestante, Judea volvió a vencer otra vez
sobre el ideal clásico con la Revolución francesa: la última nobleza política que
había en Europa, la de los siglos xvii y xviii franceses, sucumbió bajo los instintos
populares del resentimiento -¡jamás se escuchó en la tierra un júbilo más grande, un
entusiasmo más clamoroso! Es cierto que en medio de todo ello ocurrió lo más tremendo,
lo más inesperado: el ideal antiguo mismo apareció en carne y hueso, y con un esplendor
inaudito, ante los ojos y la conciencia de la humanidad, - ¡y una vez más, frente a la
vieja y mendaz consigna del resentimiento que habla del primado de los más frente a la
voluntad de descenso, de rebajamiento, de nivelación, de hundimiento y crepúsculo del
hombre, resonó más fuerte, más simple, más penetrante que nunca la terrible y
fascinante anti-consigna del primado de los menos! Como una última indicación del otro
camino apareció Napoleón, el hombre más singular y más tardíamente nacido que haya
existido nunca, y en él, encarnado en él, el problema del ideal noble en sí
-reflexiónese bien en qué problema es éste: Napoleón,
esa síntesis de inhumanidad y superhombre...
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-¿Con esto ha acabado ya todo? ¿Quedó así relegada ad acta [a los archivos] para
siempre aquella antítesis de ideales, la más grande de todas? ¿O sólo fue aplazada,
aplazada por largo tiempo?... ¿No deberá haber alguna vez una reanimación del antiguo
incendio, mucho más terrible todavía, preparada durante más largo tiempo? Más aún:
¿no habría que desear precisamente esto con todas las fuerzas?, ¿e incluso quererlo?,
¿e incluso favorecerlo?... Quien en este punto comienza, lo mismo que mis lectores, a
meditar, a continuar pensando, es difícil que llegue pronto al final, - ésta es para mí
razón suficiente para que yo mismo llegue a él, suponiendo que haya quedado bastante
claro hace tiempo lo que yo quiero, lo que yo quiero precisamente con aquella peligrosa
consigna que he colocado al frente de mi último libro: Más allá del bien y del mal...
Esto no significa, cuando menos, «Más allá de lo bueno y lo malo».
Nota. Aprovecho la ocasión que me proporciona este tratado para expresar pública y
formalmente un deseo que hasta ahora he manifestado tan sólo en conversaciones
ocasionales con personas
doctas; a saber, que alguna Facultad de Filosofía se haga benemérita del fomento de los
estudios de historia de la moral convocando una serie de premios académicos: - tal vez
este libro sirva para dar
un fuerte impulso precisamente en esa dirección. En previsión de una posibilidad de esa
especie, se propone la cuestión siguiente: ella merece la atención de los filólogos e
historiadores tanto como la de los auténticos doctos en filosofía por oficio. «¿Qué
indicaciones nos proporciona la ciencia del lenguaje, y en especial la investigación
etimológica, sobre la historia evolutiva de los conceptos morales?»
- Por otro lado, también resulta necesario, desde luego, ganar el interés de los
fisiólogos y médicos para estos problemas (acerca del valor de las apreciaciones
valorativas habidas hasta ahora): aquí se les puede dejar a los filósofos de oficio el
representar, también en este caso singular, el papel de abogados y mediadores, una vez
que hayan logrado que la relación originariamente tan áspera, tan desconfiada, entre
tìlosofía, fisiología y medicina se transforme en el más amistoso y fecundo de los
intercambios. De hecho todas las tablas de bienes, todos los «tú debes» conocidos por
la historia o por la investigación etnológica necesitan, sobre todo, la iluminación y
la interpretación fisiológica, antes, en todo caso, que la psicológica; todos esperan
igualmente una crítica por parte de la ciencia médica. La cuestión: ¿qué vale esta o
aquella tabla de bienes, esta o aquella «moral»? debe ser planteada desde las más
diferentes perspectivas; especialmente la pregunta «¿valioso para qué?» nunca podrá
ser analizada con suficiente finura. Algo, por ejemplo, que tuviese evidentemente valor en
lo que respecta a la máxima capacidad posible de duración de una raza (o al aumento de
sus fuerzas de adaptación a un determinado clima, o a la conservación del mayor
número), no tendría en absoluto el mismo valor si se tratase, por ejemppo, de formar un
tipo más fuerte. El bien de los más y el bien de los menos son puntos de vista
contrapuestos del valor; considerar ya en sí que el primero tiene un valor más elevado
es algo que nosotros vamos a dejar a la ingenuidad de los biólogos ingleses... Todias las
ciencias tienen que preparar ahora el terreno para la tarea futura del filósofo:
entendida esa tarea en el sentido de que el filósofo tiene que solucionar el ploblema del
valor, tiene que determinar la jerarquía de los valores. -
HOMBRE SIMPLE Y HOMBRE NOBLE:
Véase, sin embargo, el aforismo 231 de Aurora: «De la virtud alemana.- ¡Cuán
degenerado en su gusto, cuán servil frente a dignidades, estamentos, vestimentas, pompa y
magnificencia tiene que haber sido un pueblo para estimar malo (schlecht) lo simple
(schlicht), hombre malo al hombre simple! ¡A la soberbia moral de los alemanes se le debe
oponer siempre la palabrita 'malo' (schlecht) y nada más!»
EL CASO BUCKLE:
H. Th. Buckle (1821-1862), historiador inglés, autor de la Historia de la
civilización en Inglaterra, obra leida por Nietzsche. En ella Buckle subraya ante todo la
importancia del medio natural y niega que los «grandes hombres» sean las causas» de
todos los grandes movimientos. Asi se entiende la repulsa de Nietzsche.
TEOGNIS DE MEGARA:
El primer trabajo filológico de Nietzsche estuvo dedicado precisamente a Teognis.
Véase su referencia a este trabajo en su autobiografia Ecce Homo.
HIC NIGER EST:.
Hic niger est (literalmente: ése es negro) son palabras de Horacio, Sátiras,
libro primero, sátira cuarta, verso 85. El contexto que lleva a Horacio a
calificar a alguien de negro es el siguiente: «Absentem qui rodit amiçum;/
qui non defendit alio culpante; solutos / qui captat risus hominum famarnque dicacis; /
tingere qui non visa potest; comissa tacere / qui nequit, hic niger est, hunc tu, Romane,
caueto.» La castiza traducción en verso de don Javier de Burgos dice asi:
«Quien de un amigo ausente vil murmura, / el que no le defiende / si algún otro le
ofende,/ el que a su costa hacer reir procura, / y así ganar de agudo fama intenta, / el
que lo que no vio finge o inventa; / quien violó el respeto / del ajeno secreto, / a ese
la nota de malvado (niger) alcanza, / de ése se debe huir a todo trance.
SILAS WEIR MITCHELL:
Silas Weir Mitchell (1829-1914), neurólogo y escritor norteamericano.
Creó para las enfermedades nerviosas un tratamiento que lleva su nombre, a base de
masaje. reposo y aislamiento. Era muy popular en tiempos de Nietzsche.
TRANSVALORACIÓN:
Transvaloración = Umwertung. Esta traducción literal del famoso término
nietzscheano parece, aunque nueva, más adecuada que las hasta ahora usuales en España,
que eran un tanto chillonas: «inversión de los valores, subversión de los
valores», «derrumbamiento de los valores», las cuales sugieren algo asi como «anarquia».
Nada más lejos de Nietzsche. Se trata de «cambiar» y «sustituir» unos valores por
otros, a saber, los inventados por los resentidos por los dimanantes del superhombre.
LOS JUDIOS Y LA REBELIÓN DE LOS ESCLAVOS:
Véase tambien Más allá del bien y del mal
DESPREOCUPACIÓN ATENIENSE:
Véase Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, II, 39.
EN OTRO SITIO:
Véase Aurora, aforismo 189 (De la gran politica»). Nietzsche se refiere a Hesiodo,
Los trabajos y los dias, versos 143-173.
PERDÓNALOS PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN:
Véase Evangelio de Lucas, 23, 24; palabras de Jesús en la cruz.
AMOR A LOS PROPIOS ENEMIGOS:
Véase Evangelio de Mateo, 5, 44; Sermón de la Montaña.
SOMETIMIENTO A LA AUTORIDAD:
Véase Epístola a los romanos, 13, 1: «Sométanse todos a las autoridades que
gobiernen. Pues no hay autoridades sino por Dios, y las que hay están puestas por Dios.»
VENGANZA MÁS DULCE QUE LA MIEL:
Véase Iliada, XVIII, 109; palabras de Aquiles en su diálogo con Tetis.
HERMANOS EN EL AMOR Y NO EN EL ODIO:
Véase Epistola primera a los tesalonicenses, 3, 12.
VIVIR EN LA ESPERANZA:
Véase Epistola primera a los tesalonicenses, 1, 3.
EL AMOR ETERNO COMO CREADOR:
Véase Dante, Divina Comedia, Infierno III, 54. La cita de Nietzsche no es
exactamente literal, como puede verse. Se trata de aquellos famosisimos versos:
Per me si va ne la cirtá dolente,
per me si va ne I'eterno dolore,
per me si va tra la perduta gente.
Giustizia mosse il mio alto fattore;
fecemi la divina potestate,
la somma sapienza e'l primo amore
[Por mi se va a la ciudad doliente,
por mi se va al dolor eterno,
por mi se va entre la gente perdida.
La Justicia movió a mi supremo Autor.
Me hicieron la divina potestad (el Padre],
la suma sabiduría [el Hijo] y el amor
primero [el Espiritu Santo].]
JUDIO CONVICTO ODIADOR DEL GENERO HUMANO:
Nietzsche cita a Tácito, Anales, XV, 44. «Igitur primum correpti qui
fatebantur, deinde indicio eorum multitudo ingens haud proinde in crimine incendii quam
odio humano generis conuicti sunt. [Se comenzó por apresar a los que confesaban su fe;
después, sobre sus revelaciones, una multitud de otros, que fueron convencidos menos del
crimen de incendio que de odio contra el género humano].
En realidad este capítulo 44 se refiere a las ceremonias expiatorias que se hicieron tras
el incendio de Roma, bajo Nerón, y a la acusación hecha contra los cristianos [no contra
los judios exclusivamente] de haber sido ellos los causantes del incendio. Ahora bien,
para un romano de entonces no habia distinción entre judio y cristiano.
RESTABLECIMIENTO DE LA QUIETUD SEPULCRAL:
Véase también lo que Nietzsche dice en Ecce Homo.
NAPOLEÓN SÍNTESIS DE INHUMANIDAD Y SUPERHOMBRE:
La admiración de Nietzsche por Napoleón se halla atestiguada en muchos
pasajes de sus obras. Asi, por ejemplo, en Más allá del bien y del mal, dice
que «la historia de la influencia de Napoleón es casi la historia de la felicidad
superior alcanzada por todo este siglo [XIX] en sus hombres y en sus instantes más
valiosos. Véase asimismo Ecce Homo.