GENEALOGÍA DE LA MORAL
Culpa»"o, «mala conciencia» y similares
(Tratado Segundo)
(PRINCIPAL)
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Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas - ¿no es precisamente esta misma
paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre? ¿No es
éste el auténtico problema del hombre?... El hecho de que tal problema se halle resuelto
en gran parte tiene que parecer tanto más sorprendente a quien sepa apreciar del todo la
fuerza que actúa en contra suya, la fuerza de la capacidad de olvido. Esta no es una mera
vis inertiae [fuerza inercial], como creen los superficiales, sino, más bien, una activa,
positiva en el sentido más riguroso del término, facultad de inhibición, a la cual hay
que atribuir el que lo únicamente vivido, experimentado por nosotros, lo asumido en
nosotros, penetre en nuestra conciencia, en el estado de digestión (se lo podría llamar
«asimilación anímica,), tan poco como penetra en ella todo el multiforme proceso con el
que se desarrolla nuestra nutrición del cuerpo, la denominada «asimilación corporal».
Cerrar de vez en cuando las puertas y ventanas de la conciencia; no ser molestados por el
ruido y la lucha con que nuestro mundo subterráneo de órganos serviciales desarrolla su
colaboración y oposición; un poco de silencio, un poco de tabula rasa [tabla rasa] de la
conciencia, a fin de que de nuevo haya sitio para lo nuevo, y sobre todo para las
funciones y funcionarios más nobles, para el gobernar, el prever, el predeterminar (pues
nuestro organismo está estructurado de manera oligárquica) -éste es el beneficio de la
activa, como hemos dicho, capacidad de olvido, una guardiana de la puerta, por así
decirlo, una mantenedora del orden anímico, de la tranquilidad, de la etiqueta: con lo
cual resulta visible en seguida que sin capacidad de olvido no puede haber ninguna
felicidad, ninguna jovialidad, ninguna esperanza, ningún orgullo, ningún presente. El
hombre en el que ese aparato de inhibición se halla deteriorado y deja de funcionar es
comparable a un dispéptico (y no sólo comparable - ), ese hombre no «digiere»
íntegramente nada... Precisamente este animal olvidadizo por necesidad, en el que el
olvidar representa una fuerza, una forma de la salud vigorosa, ha criado en sí una
facultad opuesta a aquélla, una memoria con cuya ayuda la capacidad de olvido queda en
suspenso en algunos casos, -a saber, en los casos en que hay que hacer promesas; por
tanto, no es, en modo alguno, tan sólo un pasivo no-poder-volver-a-liberarse de la
impresión grabada una vez, no es tan sólo la indigestión de una palabra empezada una
vez, de la que uno no se desembaraza, sino que es un activo no-querer-volver-a-liberarse,
un seguir y seguir queriendo lo querido una vez,una auténtica memoria de la voluntad, de
tal modo que entre el originario «yo quiero», «yo haré» y la auténtica descarga de
la voluntad, su acto, resulta lícito interponer tranquilamente un mundo de cosas,
circunstancias e incluso actos de voluntad nuevos y extraños, sin que esa larga cadena de
la voluntad salte. Mas ¡cuántas cosas presupone todo esto! Para disponer así
anticipadamente del futuro,¡cuánto debe haber aprendido antes el hombre a separar el
acontecimiento necesario del casual, a pensar causalmente, a ver y a anticipar lo lejano
como presente, a saber establecer con seguridad lo que es fin y lo que es medio para el
fin, a saber en general contar, calcular, - cuánto debe el hombre mismo, para lograr
esto, haberse vuelto antes culculable, regular, necesario, poder responderse a sí mismo
de su propia representación, para finalmente poder responder de si como futuro a la
manera como lo hace quien promete!
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Esta es cabalmente la larga historia de la procedencia de la responsabilidad. Aquella
tarea de criar un animal al que le sea lícito hacer promesas incluye en sí como
condición y preparación, según lo hemos comprendido ya, la tarea más concreta de hacer
antes al hombre, hasta cierto grado, necesario, uniforme, igual entre iguales, ajustado a
regla, y, en consecuencia, calculable. El ingente trabajo de lo que yo he llamado «eticidad de la costumbre» (véase Aurora) -el auténtico
trabajo del hombre sobre sí mismo en el más largo período del género humano, todo su
trabajo prehistórico, tiene aquí su sentido, su gran justificación, aunque en él
residan también tanta dureza, tiranía, estupidez e idiotismo: con ayuda de la eticidad
de la costumbre y de la camisa de fuerza social el hombre fue hecho realmente calculable.
Situémonos, en cambio, al final del ingente proceso, allí donde el árbol hace madurar
por fin sus frutos, allí donde la sociedad y la eticidad de la costumbre sacan a luz por
fin aquello para lo cual ellas eran tan sólo el medio: encontraremos como el fruto más
maduro de su árbol, al individuo soberano, al individuo igual tan sólo a sí mismo, al
individuo que ha vuelto a liberarse de la eticidad de la costumbre, al individuo
autónomo, situado por encima de la eticidad (pues «autónomo, y «ético» se excluyen)
en una palabra, encontraremos al hombre de la duradera voluntad propia, independiente, al
que le es lícito hacer promesas -y, en él, una conciencia orgullosa, palpitante en todos
sus músculos, de lo que aquí se ha logrado por fin y se ha encarnado
en él, una auténtica conciencia de poder y libertad, un sentimiento de plenitud del
hombre en cuanto tal. Este hombre liberado, al que realmente le es lícilo hacer promesas,
este señor de la voluntad libre, este soberano -¿cómo no iba a conocer la superioridad
que con esto tiene sobre todo aquello a lo que no le es lícito hacer promesas ni
responder de sí, cómo no iba a saber cuánta confianza, cuánto temor, cuánto respeto
inspira- él «merece» las tres cosas -, y cómo, en este dominio de sí mismo, le está
dado también necesariamente el dominio de las circunstancias, de la naturaleza y de todas
las criaturas menos fiables, más cortas de voluntad? El hombre «libre», el poseedor de
una voluntad duradera e inquebrantable, tiene también, en esta posesión suya, su medida
del valor: mirando a los otros desde sí mismo, honra o desprecia; y con la misma
necesidad con que honra a los iguales a él, a los fuertes y fiables (aquellos a quienes
les es lícito hacer promesas), -es decir, a todo el que hace promesas como un soberano,
con dificultad, raramente, con lentitud, a todo el que es avaro de conceder su confianza,
que honra cuando confía, que da su palabra como algo de lo que uno puede fiarse, porque
él se sabe lo bastante fuerte para mantenerla incluso frente a las adversidades, incluso
«frente al destino» - : con igual necesidad tendrá preparado su puntapié para los
Bacos galgos que hacen promesas sin que les sea lícito, y su estaca para el mentiroso que
quebranta su palabra ya en el mismo momento en que aún la tiene en la boca. El orgulloso
conocimiento del privilegio extraordinario de la responsabilidad, la conciencia de esta
extraña libertad, de este poder sobre sí y sobre el destino, se ha grabado en él hasta
su más honda profundidad y se ha convertido en instinto, en instinto dominante: - ¿cómo
llamará a este instinto dominante, suponiendo que necesite una palabra para él? Pero no
hay ninguna duda: este hombre soberano lo llama su conciencia...
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¿Su conciencia?... De antemano se adivina que el concepto «conciencia», que aquí
encontramos en su configuración más elavada, casi paradójica, tiene ya a sus espaldas
una larga historia, una prolongada metamorfosis. Que al hombre le sea lícito responder de
sí mismo, y hacerlo con orgullo, o sea, que al hombre le sea lícito decir sí también a
sí mismo -esto es, como hemos indicado, un fruto maduro, pero también un fruto tardío:
- ¡cuánto tiempo tuvo que pender, agrio y amargo, del árbol! Y durante un tiempo mucho
más largo todavía no fue posible ver nada de ese fruto, - ¡a nadie le habría sido
lícito prometerlo, por más que fuese un fruto muy cierto y todo en el árbol estuviese
preparado y creciese derecho hacia él! - «¿Cómo hacerle una memoria al animal-hombre?
¿Cómo imprimir algo en este entendimiento del instante, entendimiento en parte obtuso,
en parte aturdido, en esta viviente capacidad de olvido, de tal manera que permanezca
presente?»... Puede imaginarse que este antiquísimo problema no fue resuelto
precisamente con respuestas y medios delicados; tal vez no haya, en la entera prehistoria
del hombre, nada más terrible y siniestro que su mnemotécnica. «Para que algo
permanezca en la memoria se lo graba a fuego; sólo lo que no cesa de doler permanece en
la memoria» -éste es un axioma de la psicología más antigua (por desgracia, también
la más prolongada) que ha existido sobre la tierra. Incluso podría decirse que en todos
los lugares de ésta donde todavía ahora se dan solemnidad, seriedad, misterio, colores
sombríos en la vida del hombre y del pueblo, sigue actuando algo del espanto son que en
otro tiempo se prometía, se empeñaba la palabra, se hacían votos en todos los lugares
de la tierra: el pasado, el más largo, el más hondo, el más duro pasado alienta y
resurge en nosotros cuando nos ponemos «serios,. Cuando el hombre consideró necesario
hacerse una memoria, tal cosa no se realizó jamás sin sangre, martirios, sacrificios;
los sacrificios y empeños más espantosos (entre ellos, los sacrificios de los
primogénitos), las mutilaciones más repugnantes (por ejemplo, las castraciones), las
más crueles formas rituales de todos los cultos religiosos (y todas las religiones son,
en su último fondo, sistemas de crueldades) -todo esto tiene su origen en aquel instinto
que supo adivinar en el dolor el más poderoso medio auxiliar de la mnemónica. En cierto
sentido toda la ascética pertenece a este campo: unas cuantas ideas deben volverse
imborrables, omnipresentes, inolvidables, «fijas», con la finalidad de que todo el
sistema nervioso e intelectual quede hipnotizado por tales «ideas fijas» -y los
procedimientos ascéticos y las formas de vida ascéticas son medios para impedir que
aquellas ideas entren en concurrencia con todas las demás, para volverlas inolvidables».
Cuanto peor ha estado «de memoria, la humanidad, tanto más horroroso es siempre el
aspecto que ofrecen sus usos; en particular la dureza de las leyes penales nos revela
cuánto esfuerzo le costaba a la humanidad lograr la victoria contra la capacidad de
olvido y mantener presentes, a estos instantáneos esclavos de los afectos y de la
concupiscencia, unas cuantas exigencias primitivas de la convivencia social. Nosotros los
alemanes no nos consideramos desde luego un pueblo especialmente cruel y duro de corazón,
y menos aún gente ligera y que viva al día; pero basta echar un vistazo a nuestros
antiguos ordenamientos penales para darse cuenta del esfuerzo que cuesta en la tierra
llegar a criar un «pueblo de pensadores» (quiero decir:
el pueblo de Europa en el que todavía hoy puede encontrarse el máximo de confianza, de
seriedad, de mal gusto y de objetividad y que, por estas cualidades, tiene derecho a criar
todo tipo de mandarines de Europa). Estos alemanes se han construido una memoria con los
medios más terribles, a fin de dominar sus básicos instintos plebeyos y la brutal
rusticidad de éstos: piénsese en las antiguas penas alemanas, por ejemplo la lapidación
(-ya la leyenda hace caer la piedra de molino sobre la cabeza del culpable), la rueda
(¡la más característica invención y especialidad del genio alemán en el reino de la
pena!), el empalamiento, el hacer que los caballos desgarrasen o pisoteasen al reo (el
«descuartizamiento»), el hervir al criminal en aceite o vino (todavía en uso en los
siglos xiv y xv), el muy apreciado desollar («sacar tiras del pellejo»), el arrancar la
carne del pecho, y también el recubrir al malhechor de miel y entregarlo, bajo un sol
ardiente, a las moscas. Con ayuda de tales imágenes y procedimientos se acaba por retener
en la memoria cinco o seis «no quiero», respecto a los cuales uno ha dado su promesa con
el fin de vivir entre las ventajas de la sociedad, - y ¡realmente!, ¡con ayuda de esa
especie de memoria se acabó por llegar «a la razón»! -Ay, la razón, la seriedad, el
dominio de los afectos, todo ese sombrío asunto que se llama reflexión, todos esos
privilegios y adornos del hombre: ¡qué caros se han hecho pagar!, ¡cuánta sangre y
horror hay en el fondo de todas las «cosas buenas»!..
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Pero ¿cómo vino al mundo esa otra «cosa sombría», la conciencia de la culpa, toda la
«mala conciencia»? - Y con esto volvemos a nuestros genealogistas de la moral. Dicho una
vez más - ¿o es que todavía no lo he dicho? -: éstos no sirven para nada. Una
experiencia propia, meramente «moderna», de cinco palmos de larga; ningún conocimiento,
ninguna voluntad de conocer el pasado; y menos aún un instinto histórico, una «segunda
visión», necesaria justamente aquí -y, sin embargo, hacer historia de la moral: es
obvio que esto tiene que abocar a resultados cuya relación con la verdad es algo más que
frágil. Esos genealogistas de la moral habidos hasta ahora, ¿se han imaginado, aunque
sólo sea de lejos, que, por ejemplo, el capital concepto moral «culpa» (Schuld) procede
del muy material concepto«tener deudas» (Schulden)?.
¿O que la pena en cuanto compensación se ha desarrollado completamente al margen de todo
presupuesto acerca de la libertad o falta de libertad de la voluntad? -y esto hasta el
punto de que, más bien, se necesita siempre un alto grado de humanización para que el
animal «hombre» comience a hacer aquellas distinciones, mucho más primitivas, de
«intencionado, «negligente», «casual», «imputable», y, sus contrarios, y a tenerlos
en cuenta al fijar la pena. Ese pensamiento ahora tan corriente y aparentemente tan
natural, tan inevitable, que se ha tenido que adelantar para explicar cómo llegó a
aparecer en la tierra el sentimiento de la justicia, «el reo merece la pena porque
habría podido actuar de otro modo», es de hecho una forma alcanzada muy tardíamente,
más aún, una forma refinada del juzgar y razonar humanos; quien la sitúa en los
comienzos, yerra toscamente sobre la psicología de la humanidad más antigua. Durante el
más largo tiempo de la historia humana se impusieron penas no porque al malhechor se le
hiciese responsable de su acción, es decir, no bajo el presupuesto de que sólo al
culpable se le deban imponer penas: -sino, más bien, a la manera como todavía ahora los
padres castigan a sus hijos, por cólera de un perjuicio sufrido, la cual se desfoga sobre
el causante, -pero esa cólera es mantenida dentro de unos límites y modificada por la
idea de que todo perjuicio tiene en alguna parte su equivalente y puede ser realmente
compensado, aunque sea con un dolor del causante del perjuicio. ¿De dónde ha sacado su
fuerza esta idea antiquísima, profundamente arraigada y tal vez ya imposible de extirpar,
la idea de una equivalencia entre perjuicio y dolor? Yo ya lo he adivinado: de la
relación contractual entre acreedor y deudor, que es tan antigua como la existencia de
«sujetos de derechos» y que, por su parte, remite a las formas básicas de compra,
venta, cambio, comercio y tráfico.
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Como puede ya esperarse tras lo anteriormente señalado, el representarse esas relaciones
contractuales despierta, en todo caso, múltiples sospechas y oposiciones contra la
humanidad más antigua, que creó o permitió tales relaciones. Cabalmente es en éstas
donde se hacen promesas; cabalmente es en éstas donde se trata de hacer una memoria a
quien hace promesas; cabalmente será en ellas, es lícito sospecharlo con malicia, donde
habrá un yacimiento de lo duro, de lo cruel, de lo penoso. El deudor, para infundir
confianza en su promesa de restitución, para dar una garantía de la seriedad y la
santidad de su promesa, para imponer dentro de sí a su conciencia la restitución como un
deber, como una obligación, empeña al acreedor, en virtud de un contrato, y para el caso
de que no pague, otra cosa que todavía «posee», otra cosa sobre la que todavía tiene
poder, por ejemplo su cuerpo, o su mujer, o su libertad, o también su vida (o, bajo
determinados presupuestos religiosos, incluso su bienaventuranza, la salvación de su
alma, y, en última instancia, hasta la paz en el sepulcro; así ocurría en Egipto, donde
ni siquiera en el sepulcro encontraba el cadáver del deudor reposo ante el acreedor, - de
todos modos, precisamente entre los egipcios ese reposo tenía también cierta
importancia). Pero muy principalmente el acreedor podía irrogar al cuerpo del deudor todo
tipo de afrentas y de torturas, por ejemplo cortar de él tanto como pareciese adecuado a
la magnitud de la deuda: - y basándose en este punto de vista, muy pronto y en todas
partes hubo tasaciones precisas, que en parte se extendían horriblemente hasta los
detalles más nimios, tasaciones, legalmente establecidas, de cada uno de los miembros y
partes del cuerpo. Yo
considero ya como un progreso, como prueba de una concepción jurídica más libre, más
amplia en sus cálculos, más romana, el que la legislación romana de las Doce Tablas estableciese que resultaba indiferente el que
los acreedores cortasen un poco más o un poco menos en tales casos, si plus minusve
secuerunt, nefraude esto [corten más o menos, no sea fraude]. Aclarémonos la lógica de
toda esta forma de compensación: es bastante extraña. La equivalencia viene dada por el
hecho de que, en lugar de una ventaja directamente equilibrada con el perjuicio (es decir,
en lugar de una compensación en dinero, tierra, posesiones de alguna especie), al
acreedor se le concede, como
restitución y compensación, una especie de sentimiento de bienestar, - el sentimiento de
bienestar del hombre a quien le es lícito descargar su poder, sin ningún escrúpulo,
sobre un impotente, la voluptuosidad de faire le
mal pour le plaisir de le faire- [de hacer el mal por el placer de hacerlo], el goce
causado por la violentación: goce que es estimado tanto más cuanto más hondo y bajo es
el nivel en que el acreedor se encuentra en el orden de la sociedad, y que fácilmente
puede presentársele como un sabrosísimo bocado, más aún, como gusto anticipado de un
rango más alto. Por medio de la «pena» infligida al deudor, el acreedor participa de un
derecho de señores: por fin llega también él una vez a experimentar el exaltador
sentimiento de serle lícito despreciar y maltratar a un ser como a un «inferior» -o, al
menos, en el caso de que la auténtica potestad punitiva, la
aplicación de la pena, haya pasado ya a la «autoridad, el verlo despreciado y
maltratado. La compensación consiste, pues, en una remisión y en un derecho a la
crueldad.
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En esta esfera, es decir, en el derecho de las obligaciones es donde tiene su hogar nativo
el mundo de los conceptos morales «culpa» (Schuld), «conciencia», «deber»,
«santidad del deber», - su comienzo, al igual que el comienzo de todas las cosas grandes
en la tierra, ha estado salpicado profunda y largamente con sangre. ¿Y no sería lícito
añadir que, en el fondo, aquel mundo no ha vuelto a perder nunca del todo un cierto olor
a sangre y a tortura? (ni siquiera en el viejo Kant: el imperativo categórico huele a
crueldad...). Ha sido también aquí donde por vez primera se forjó aquel siniestro y,
tal yez ya indisociable engranaje de las ideas «culpa y sufrimiento». Preguntemos una
vez más: ¿en qué medida puede ser el sufrimiento una compensación de «deudas»? En la
medida en que hacer-sufrir produce bienestar en sumo grado, en la medida en que el
perjudicado cambiaba el daño, así como el desplacer que éste le producía, por un
extraordinario contra-goce: el hacer-sufrir, - una auténtica fiesta, algo que, como hemos
dicho, era tanto más estimado cuanto más contradecía al rango y a la posición social
del acreedor. Esto lo hemos dicho como una suposición: pues, prescindiendo de que resulta
penoso, es difícil llegar a ver el fondo de tales cosas subterráneas; y quien aquí
introduce toscamente el concepto de «venganza», más que facilitarse la visión, se la
ha ocultado y oscurecido ( - la venganza misma, en efecto, remite cabalmente al mismo
problema: ¿cómo puede ser una satisfacción el hacer sufrir?»). Repugna, me parece, a
la delicadeza y más aún a la tartufería de los mansos animales domésticos (quiero
decir, de los hombres modernos, quiero decir, de nosotros) el representarse con toda
energía que la crueldad constituye en alto grado la gran alegría festiva de la humanidad
más antigua, e incluso se halla añadida como ingrediente a casi todas sus alegrías; el
imaginarse que por otro lado su imperiosa necesidad de crueldad se presenta como algo muy
ingenuo, muy inocente, y que aquella humanidad establece por principio que precisamente la
«maldad desinteresada» (o, para decirlo con Spinoza, la sympathia malevolens [simpatía
malévola] es una propiedad normal del hombre -: ¡y, por tanto, algo a lo que la
conciencia dice sí de todo corazón! Un ojo más penetrante podría acaso percibir, aun
ahora, bastantes cosas de esa antiquísima y hondísima alegría festiva del hombre; en Más allá del bien y del mal (y ya antes en Aurora); yo he apuntado, con dedo cauteloso, hacia la
espiritualización y «divinización» siempre crecientes de la crueldad, que atraviesan
la historia entera de la cultura superior (y tomadas en un importante sentido incluso la
constituyen). En todo caso, no hace aún tanto tiempo que no se sabía imaginar bodas
principescas ni fiestas populares de gran estilo en que no hubiese ejecuciones, suplicios,
o, por ejemplo, un auto de fe, y tampoco una casa noble en que no hubiese seres sobre los
que poder descargar sin escrúpulos la propia maldad y las chanzas crueles ( -
recuérdese, por ejemplo, a Don Quijote en la corte de
la duquesa: hoy leemos el Don Quijote entero con un amargo sabor en la boca, casi con una
tortura, pero a su autor y a los contemporáneos del mismo les pareceríamos con ello muy
extraños, muy oscuros, - con la mejor conciencia ellos lo leían como el más divertido
de los libros y se reían con él casi hasta morir). Ver-sufrir produce bienestar;
hacer-sufrir, más bienestar todavía -ésta es una tesis dura, pero es un axioma antiguo,
poderoso, humano- demasiado humano, que, por lo demás, acaso suscribirían ya los monos;
pues se cuenta que, en la invención de extrañas crueldades, anuncian ya en gran medida
al hombre y, por así decirlo, lo «preludian». Sin crueldad no hay fiesta: así lo
enseña la más antigua, la más larga historia del hombre - ¡y también en la pena hay
muchos elementos festivos! -
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- Con estos pensamientos, dicho sea de pasada, no pretendo en modo alguno ayudar a
nuestros pesimistas a llevar agua nueva a sus malsonantes y chirriantes molinos del tedio
vital; al contrario, hay que hacer constar expresamente que, en aquella época en que la
humanidad no se avergonzaba aún de su crueldad, la vida en la tierra era más jovial que
ahora que existen pesimistas. El oscurecimiento del cielo situado sobre el hombre ha
aumentado siempre en relación con el acrecentamiento de la vergüenza del hombre ante el
hombre. La cansada mirada pesimista, la desconfianza respecto al enigma de la vida, el
glacial no de la náusea sentida ante la vida - éstos no son los signos distintivos de
las épocas de mayor maldad del género humano: antes bien, puesto que son plantas
cenagosas, aparecen tan sólo cuando existe la ciénaga a la que pertenecen, - me refiero
a la moralización y al reblandecimiento enfermizos, gracias a los cuales el animal
«hombre» acaba por aprender a avergonzarse de todos sus instintos. En el camino hacia el
«ángel» (para no emplear aquí una palabra más dura) se ha ido criando el hombre ese
estómago estropeado y esa lengua saburrosa causantes de que no sólo se le hayan vuelto
repugnantes la alegría y la inocencia del animal, sino que la vida misma se le haya
vuelto insípida: - de modo que a veces el hombre se coloca delante de sí con la nariz
tapada y, junto con el Papa Inocencio III, hace, con
aire de reprobación, el catálogo de sus repugnancias («concepción impura,
alimentación nauseabunda en el seno materno, mala cualidad de la materia de la que el
hombre se desarrolla, hedor asqueroso, secreción de esputos, orina y excrementos»). En
estos tiempos de ahora en que el sufrimiento aparece siempre el primero en la lista de los
argumentos contra la existencia, como el peor signo de interrogación de ésta, es bueno
recordar las épocas en que se juzgaba de manera opuesta, pues no se podía prescindir de
hacer sufrir y se veía en ello un atractivo de primer rango, un auténtico cebo que
seducía a vivir. Tal vez entonces -digámoslo para consuelo de los delicados- el dolor no
causase tanto daño como ahora; al menos le será lícito llegar a esta conclusión a un
médico que haya tratado a negros (tomando a éstos como representantes del hombre
prehistórico-) en casos de graves inflamaciones internas que llevan a las puertas de la
desesperación incluso al mejor constituido de los europeos; -a los negros no los llevan a
ella. (La curva de la capacidad humana de dolor parece de hecho bajar extraordinariamente
y casi de manera repentina tan pronto como dejamos a las espaldas los primeros diez mil o
diez millones de hombres de la cultura superior; por lo que a mí respecta, no tengo
ninguna duda de que, en comparación con una única noche de dolor de una mujer histérica
culta, la totalidad de los sufrimientos de todos los animales a los que se les ha
interrogado hasta ahora con el cuchillo para obtener respuestas científicas, no cuenta
sencillamente nada.) Quizá sea lícito admitir incluso la posibilidad de que tampoco
aquel placer en la crueldad está propiamente extinguido; tan sólo precisaría, dado que
hoy el dolor causa más daño, de una cierta sublimación y sutilización, tendría sobre
todo que presentarse traducido a lo imaginativo y anímico, y adornado con nombres tan
inofensivos que no despertasen sospecha alguna ni siquiera en la más delicada conciencia
hipócrita (la «compasión trágica» es uno de esos nombres; otro es les nostalgies de
la croix [las nostalgias de la cruzl). Lo que propiamente nos hace indignarnos contra el
sufrimiento no es el sufrimiento en sí, sino lo absurdo del mismo; pero ni para el
cristiano, que en
su interpretación del sufrimiento ha introducido en él toda una oculta maquinaria de
salvación, ni para el hombre ingenuo de tiempos más antiguos, que sabía interpretar
todo sufrimiento en relación a los espectadores o a los causantes del mismo, existió en
absoluto tal sufrimiento absurdo. Para poder expulsar del mundo y negar honestamente el
sufrimiento oculto, no descubierto, carente de testigos, el hombre se veía entonces casi
obligado a inventar dioses y seres intermedios, habitantes en todas las alturas y en todas
las profundidades, algo, en suma, que también vagabundea en lo oculto, que también ve en
lo oscuro y que no se deja escapar fácilmente un espectáculo doloroso interesante. En
efecto, con ayuda de tales invenciones la vida consiguió entonces realizar la obra de
arte que siempre ha sabido realizar, justificarse a sí misma, justificar su «mal»; tal
vez hoy se
necesitarían para este fin otras invenciones auxiliares (por ejemplo, la vida como
enigma, la vida como problema del conocimiento). «Está justificado todo mal cuya visión
es edificante para un dios»: así decía la lógica prehistórica del sentimiento - y en
realidad, ¡era sólo la lógica prehistórica! Los dioses pensados como amigos de
espectáculos crueles - ¡oh!, ¡hasta qué punto esta antiquísima idea penetra aún hoy
en nuestra humanización europea! Sobre esto podemos aconsejarnos, por ejemplo, con
Calvino y Lutero. En todo caso, es cierto que todavía los griegos no sabían ofrecer a
sus dioses un condimento más agradable para su felicidad que las alegrías de la
crueldad. ¿Con qué ojos creéis, pues, que hace Homero
que sus dioses miren hacia los destinos de los hombres?. ¿Qué sentido último tuvieron,
en el fondo, las guerras troyanas y otras atrocidades trágicas semejantes? No se puede
abrigar la menor duda sobre esto: estaban concebidas como festivales para los dioses; y en
la medida en que el poeta está en esto constituido más «divinamente» que los demás
hombres, sin duda también como festivales para los poetas... De igual manera los
filósofos morales de Grecia pensaron más tarde que los ojos de los dioses continuaban
contemplando la lucha moral, el heroísmo y el automartirio del virtuoso: el «Hércules
del deber» estaba en un escenario, y lo sabía; la virtud sin testigos era algo
completamente impensable para aquel pueblo de actores. Aquella invención de filósofos
tan temeraria, tan funesta, hecha por vez primera entonces para Europa, la invención de
la «voluntad libre», de la absoluta espontaneidad del hombre en el bien y en el mal,
¿no tuvo que hacerse ante todo para conseguir el derecho a pensar que el interés de los
dioses por el hombre, por la virtud humana, no podría agotarse jamás? En este escenario
de la tierra no debían faltar nunca cosas verdaderamente nuevas, tensiones, peripecias,
catástrofes realmente inauditas: un mundo pensado de manera completamente determinista
habría resultado adivinable para los dioses y, en consecuencia, también fastidioso al
poco tiempo, - ¡razón suficiente para que esos amigos de los dioses, los filósofos, no
impusieran a aquéllos tal mundo determinista! Toda la humanidad antigua está llena de
delicadas consideraciones para con «el espectador», dado que era aquél un mundo
esencialmente público, esencialmente hecho para los ojos, incapaz de imaginarse la
felicidad sin espectáculos y fiestas. - Y, como ya hemos dicho, ¡también en la gran
pena hay muchos elementos festivos!...
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El sentimiento de la culpa (Schuld), de la obligación personal, para volver a tomar el
curso de nuestras investigaciones, ha tenido su origen, como hemos visto, en la más
antigua y originaria relación personal que existe, en la relación entre compradores y
vendedores, acreedores y deudores: fue aquí donde por vez primera se enfrentó la persona
a la persona, fue aquí donde por vez primera las personas se midieron entre sí. Aún no
se ha encontrado ningún grado de civilización tan bajo que no sea posible observar ya en
él algo de esa relación. Fijar precios, tasar valores, imaginar equivalentes, cambiar -
esto preocupó de tal manera al más antiguo pensamiento del hombre, que constituye, en
cierto sentido, el pensar: aquí se cultivó la más antigua especie de perspicacia, aquí
se podría sospechar igualmente que estuvo el germen primero del orgullo humano, de su
sentimiento de preeminencia respecto a otros animales.Acaso todavía nuestra palabra
alemana «hombre» (Mensch, manas) exprese precisamente algo de ese sentimiento de sí: el
hombre se designaba como el ser que mide valores, que valora y mide, como el «animal
tasador en sí». Compra y venta, junto con todos sus accesorios psicológicos, son más
antiguos que los mismos comienzos de cualesquiera formas de organización social y que
cualesquiera asociaciones: el germinante sentimiento de intercambio, contrato, deuda,
derecho, obligación, compensación fue traspasado, antes bien, desde la forma más
rudimentaria del derecho personal a los más rudimentarios e iniciales complejos
comunitarios (en la relación de éstos con complejos similares), juntamente con el
hábito de comparar, de medir, de tasar poder con poder. El ojo estaba ya adaptado a esa
perspectiva: y con aquella burda consecuencia lógica que es característica del
pensamiento de la humanidad más antigua, pensamiento que se pone en movimiento con
dificultad, pero que luego continúa avanzando inexorablemente en la misma dirección,
pronto se llegó, mediante una gran generalización, al que toda cosa tiene su precio;
todo puede ser pagado» - el más antiguo e ingenuo canon moral de la justicia, el
comienzo de toda «bondad de ánimo», de toda «equidad», de toda «buena voluntad», de
toda «objetividad» en la tierra. La justicia, en este primer nivel, es la buena
voluntad, entre hombres de poder aproximadamente igual, de ponerse de acuerdo entre sí,
de volver a «entenderse» mediante un compromiso- y, con relación a los menos poderosos,
de forzar a un compromiso a esos hombres situados por debajo de uno mismo .
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Midiendo siempre las cosas con el metro de la prehistoria (prehistoria que, por lo demás,
existe o puede existir de nuevo en todo tiempo): también la comunidad mantiene con sus
miembros esa importante relación fundamental, la relación del acreedor con su deudor.
Uno vive en una comunidad, disfruta las ventajas de ésta (¡oh, qué ventajas!, hoy
nosotros las infravaloramos a veces), vive protegido, bien tratado, en paz y confianza,
tranquilo respecto a ciertos perjuicios y ciertas hostilidades a que está expuesto el
hombre de fuera, el «proscrito» -un alemán entiende lo que quiere significar
originariamente la «miseria» (Elend, elend)-, pero uno también se ha empeñado y
obligado con la comunidad en lo que respecta precisamente a esos perjuicios y
hostilidades. ¿Qué ocurrirá en otro caso? La comunidad, el acreedor engañado, se hará
pagar lo mejor que pueda, con esto puede contarse. Lo que menos importa aquí es el daño
inmediato que el damnificador ha causado: prescindiendo por el momento del daño, el
delincuente es ante todo un «infractor», alguien que ha quebrantado,frente a la
totalidad, el contrato y la palabra con respecto a todos los bienes y comodidades de la
vida en común, de los que hasta ahora había participado. El delincuente es un deudor que
no sólo no devuelve las ventajas y anticipos que se le dieron, sino que incluso atenta
contra su acreedor: por ello a partir de ahora no solo pierde, como es justo, todos
aquellos bienes y ventajas, - ahora, antes bien, se le recuerda la importancia que tales
bienes poseen. La cólera del acreedor perjudicado, de la comunidad, le devuelve al estado
salvaje y sin ley, del que hasta ahora estaba protegido: lo expulsa fuera de sí, - y
ahora puede descargar sobre él toda suerte de hostilidad. La «pena» es, en este nivel
de las costumbres, sencillamente la copia, el mimus [reproducción] del comportamiento
normal frente al enemigo odiado, desarmado, sojuzgado, el cual ha perdido no sólo todo
derecho y protección, sino también toda gracia: es decir, el derecho de guerra y la
fiesta de victoria del vae victis [¡ay de los vencidos!] en toda su inmisericordia y en
toda su crueldad: - así se explica que la misma guerra (incluido el culto de los
sacrificios guerreros) haya producido todas las formas en que la pena se presenta en la
historia.
10
Cuando su poder se acrecienta, la comunidad deja de conceder tanta importancia a las
infracciones del individuo, pues ya no le es lícito considerarlas tan peligrosas y tan
subversivas para la existencia del todo como antes: el malhechor ya no es «proscrito» y
expulsado, a la cólera general ya no le es lícito descargarse en él con tanto
desenfreno como antes, sino que a partir de ahora el malhechor es defendido y protegido
con cuidado, por parte del todo, contra esa cólera y, en especial, contra la de los
inmediatos perjudicados. El compromiso con la cólera de los principalmente afectados por
la mala acción; un esfuerzo por localizar el caso y evitar una participación e inquietud
más amplias o incluso generales; intentos de encontrar equivalentes y de solventar el
asunto entero (la compositio [arreglo]; sobre todo la voluntad, que aparece en forma cada
vez más decidida, de considerar que todo delito es pagable en algún sentido, es decir,
la voluntad de separar, al menos hasta un cierto grado, una cosa de otra, el delincuente
de su acción - éstos son los rasgos que se han impreso cada vez más claramente en el
ulterior desarrollo del derecho penal. Si el poder y la autoconciencia de una comunidad
crecen, entonces el derecho penal se suaviza también siempre; todo debilitamiento y todo
peligro un poco grave de aquélla vuelven a hacer aparecer formas más duras de éste. El
«acreedor» se ha vuelto siempre más humano en la medida en que más se ha enriquecido;
al final, incluso, la medida de su riqueza viene dada por la cantidad de perjuicios que
puede soportar sin padecer por ello. No sería impensable una conciencia de poder de la
sociedad en la que a ésta le fuese lícito permitirse el lujo más noble que para ella
existe, - dejar impunes a quienes la han dañado. «¿Qué me importan a mí propiamente
mis parásitos?, podría decir entonces, que vivan y
que prosperen: ¡soy todavía bastante fuerte para ello!...» La justicia, que comenzó
con «todo es pagable, todo tiene que ser pagado», acaba por hacer la vista gorda y dejar
escapar al insolvente, - acaba, como toda cosa buena en la tierra, suprimiéndose a
símisma.Esta autosupresión de la justicia: sabido es con qué hermoso nombre se la
denomina - gracia; ésta continúa siendo, como ya se entiende de suyo, el privi legio del
más poderoso, mejor aún, su más-allá del derecho.
11
- Digamos aquí unas palabras de rechazo contra ciertos ensayos recientemente aparecidos
de buscar el origen de la moral en un terreno completamente distinto, - a saber, en el
terreno del resentimiento. Antes digamos una cosa al oído de los psicólogos, suponiendo
que éstos hayan de sentir placer en estudiar otra vez de cerca el resentimiento: donde
mejor aparece ahora esa planta es entre anarquistas y antisemitas, de igual manera, por lo
demás, a como siempre ha florecido, es decir, en lo oculto, parecida a la violeta, aunque
con distinto perfume. Y dado que de lo semejante tiene que brotar siempre por necesidad lo
semejante, no sorprenderá el ver que precisamente de tales círculos vuelven a surgir
intentos, aparecidos ya a menudo -véase antes, pp. 62 y s.-, de santificar la venganza,
dándole el nombre de justicia -como si la justicia fuera sólo, en el fondo, un
desarrollo ulterior del sentimiento de estar-ofendido- y de rehabilitar
suplementariamente, con la venganza, a los afectos reactivos en general y en su totalidad.
De esto último yo sería el último en escandalizarme: incluso me parecería un mérito
en orden al problema biológico entero (con respecto al cual se ha infravalorado hasta
ahora el valor de tales afectos). Sobre lo único que yo llamo la atención es sobre la
circunstancia de que esta nueva nuance [matiz] de equidad científica (a favor del odio,de
la envidia,del despecho,de la sospecha, de la venganza) brota del espíritu mismo del
resentimiento. Esta «equidad científica», en efecto, desaparece en seguida, dejando
sitio a acentos de enemistad y de recelo mortales, tan pronto como entra en juego un grupo
distinto de afectos que, a mi parecer, poseen un valor biológico mucho más alto que los
afectos reactivos y que, en consecuencia, merecerían con todo derecho ser estimados y
valorados muy alto cientificamente: a saber, los afectos auténticamente activos, como la
ambición de dominio, el ansia de posesión y semejantes. (E.
Dühring, Valor de la vida; Curso de fìlosofía; en el fondo, en todas
partes.) Quede dicho esto en contra de esa tendencia en general; mas por lo que se refiere
a la tesis particular de Duhring, de que la patria de la justicia hay que buscarla en el
terreno del sentimiento reactivo, debemos contraponer a ella, por amor a la verdad, y con
brusca inversión, esta otra tesis: ¡el último terreno conquistado por el espíritu de
la justicia es el terreno del sentimiento reactivo! Cuando de verdad ocurre que el hombre
justo es justo incluso con quien le ha perjudicado (y no sólo frío, mesurado, extraño,
indiferente: ser-justo es siempre un comportamiento positivo), cuando la elevada, clara,
profunda y suave objetividad del ojo justo, del ojo juzgador, no se turba ni siquiera ante
el asalto de ofensas, burlas, imputaciones personales, esto constituye una obra de
perfección y de suprema maestría en la tierra, - incluso algo que en ella no debe
esperarse si se es inteligente, y en lo cual, en todo caso, no se debe creer con demasiada
facilidad. Lo cierto es que, de ordinario, incluso tratándose de personas justísimas,
basta ya una pequeña dosis de ataque, de maldad, de insinuación, para que la sangre se
les suba a los ojos y la equidad huya de éstos. El hombre activo, el hombre agresivo,
asaltador, está siempre cien pasos más cerca de la justicia que el hombre reactivo;
cabalmente él no necesita en modo alguno tasar su objeto de manera falsa y parcial, como
hace, como tiene que hacer, el hombre reactivo. Por esto ha sido un hecho en todos los
tiempos que el hombre agresivo, por ser el más fuerte, el más valeroso, el más noble,
ha poseído también un ojo más libre, una conciencia más buena, y, por el contrario, ya
se adivina quién es el que tiene sobre su conciencia la invención de la «mala
conciencia», - ¡el hombre del resentimiento! Para terminar, miremos en torno nuestro a
la historia: ¿en qué esfera ha tenido su patria hasta ahora en la tierra todo el
tratamiento del derecho, y también la auténtica necesidad imperiosa de derecho?
¿Acaso en la esfera del hombre reactivo? De ningún modo: antes bien, en la esfera
de los activos, fuertes, espontáneos, agresivos. Históricamente considerado, el derecho
representa en la tierra - sea dicho esto para disgusto del mencionado agitador (el cual hace una vez una confesión
acerca de sí mismo: «La doctrina de la venganza ha atravesado todos mis trabajos y mis
esfuerzos como el hijo rojo de la justicia») - la lucha precisamente contra los
sentimientos reactivos, la guerra contra éstos realizada por poderes activos y agresivos,
los cuales empleaban parte de su fortaleza en imponer freno y medida al desbordamiento del
pathos reactivo y en obligar por la violencia a un compromiso. En todos los lugares donde
se ha ejercido justicia, donde se ha mantenido justicia, vemos que un poder más fuerte
busca medios para poner fin, entre gentes más débiles, situadas por debajo de él (bien
se trate de grupos, bien se trate de individuos), al insensato furor del resentimiento,en
parte quitándoles de las manos de la venganza el objeto del resentimiento, en parte
colocando por su parte, en lugar de la venganza, la lucha contra los enemigos de la paz y
del orden, en parte inventando, proponiendo y, a veces, imponiendo acuerdos, en parte
elevando a la categoría de norma ciertos equivalentes de daños, a los cuales queda
remitido desde ese momento, de una vez por todas, el resentimiento. Pero lo decisivo, lo
que la potestad suprema hace e impone contra la prepotencia de los sentimientos contrarios
e imitativos -lo hace siempre, tan pronto como tiene, de alguna manera, fuerza suficiente
para ello-, es el establecimiento de la ley, la declaración imperativa acerca de lo que
en general ha de aparecer a sus ojos como permitido, como justo, y lo que debe aparecer
como prohibido, como injusto: en la medida en que tal potestad suprema, tras establecer la
ley, trata todas las infracciones y arbitrariedades de los individuos o de grupos enteros
como delito contra la ley, como rebelión contra la potestad suprema misma, en esa misma
medida aparta el sentimiento de sus súbditos del perjuicio inmediato producido por
aquellos delitos, consiguiendo así a la larga lo contrario de lo que quiere toda
venganza, la cual lo único que ve, lo único que hace valer, es el punto de vista del
perjudicado -: a partir de ahora el ojo, incluso el ojo del mismo perjudicado (aunque esto
es lo último que ocurre, como ya hemos observado), se ejercita en llegar a una
apreciación cada vez más impersonal de la acción. - De acuerdo con esto, sólo a partir
del establecimiento de la ley existen lo «justo» y lo «injusto» (y no, como quiere
Duhring, a partir del acto de ofensa). Hablar en sí de lo justo y lo injusto es algo que
carece de todo sentido; en sí, ofender, violentar, despojar, aniquilar no pueden ser
naturalmente «injustos desde el momento en que la vida actúa esencialmente, es decir, en
sus funciones básicas, ofendiendo, violando, despojando, aniquilando, y no se la puede
pensar en absoluto sin ese carácter. Hay que admitir incluso algo todavía más grave:
que, desde el supremo punto de vista biológico, a las situaciones de derecho no les es
lícito ser nunca más que situaciones de excepción, que constituyen restricciones
parciales de la auténtica voluntad de vida, la cual tiende hacia el poder, y que están
subordinadas a la finalidad global de aquella voluntad como medios particulares: es decir,
como medios para crear unidades mayores de poder. Un orden de derecho pensado como algo
soberano y general, pensado no como medio en la lucha de complejos de poder, sino como
medio contra toda lucha en general, de acuerdo, por ejemplo, con el patrón comunista de
Duhring, sería un principio hostil a la vida, un orden destructor y disgregador del
hombre, un atentado al porvenir del hombre, un signo de cansancio, un camino tortuoso
hacia la nada. -
12
Todavía una palabra, en este punto, sobre el origen y la finalidad de la pena -dos
problemas que son distintos o deberían serlo: por desgracia, de ordinario se los
confunde. ¿Cómo actúan, sin embargo, en este caso los genealogistas de la moral habidos
hasta ahora? De modo ingenuo, como siempre -: descubren en la pena una «finalidad»
cualquiera, por ejemplo, la venganza o la intimidación, después colocan
despreocupadamente esa finalidad al comienzo, como causa fiendi [causa productiva] de la
pena y - ya han acabado. La «finalidad en el derecho»
es, sin embargo, lo último que ha de utilizarse para la historia genética de aquél:
pues no existe principio más importante para toda especie de ciencia histórica que ese
que se ha conquistado con tanto esfuerzo, pero que también debería estar realmente
conquistado; - a saber, que la causa de la génesis de una cosa y la utilidad final de
ésta, su efectiva utilización e inserción en un sistema de finalidades, son hechos toto
coelo (totalmente] separados entre sí; que algo existente, algo que de algún modo ha
llegado a realizarse, es interpretado una y otra vez, por un poder superior a ello, en
dirección a nuevos propósitos, es apropiado de un modo nuevo, es transformado y adaptado
a una nueva utilidad; que todo acontecer en el mundo orgánico es un subyugar, un
enseñorearse, y que, a su vez, todo subyugar y enseñorearse es un reinterpretar, un
reajustar, en los que, por necesidad, el «sentido» anterior y la «finalidad» anterior
tienen que quedar oscurecidos o incluso totalmente borrados. Por muy bien que se haya
comprendido la utilidad de un órgano fisiológico cualquiera (o también de una
institución jurídica, de una costumbre social, de un uso político, de una forma
determinada en las artes o en el culto religioso), nada se ha comprendido aún con ello
respecto a su génesis: aunque esto pueda sonar muy molesto o desagradable a oidos más
viejos, - ya que desde antiguo se habia creido que en la finalidad demostrable, en la
utilidad de una cosa, de una forma, de una institución, se hallaba también la razón de
su génesis, y así el ojo estaba hecho para ver, y la mano estaba hecha para agarrar.
También se ha imaginado de este modo la pena, como si hubiera sido inventada para
castigar. Pero todas las finalidades, todas las utilidades son sólo indicios de que una
voluntad de poder se ha enseñoreado de algo menos poderoso y ha impreso en ello,
partiendo de sí misma, el sentido de una función; y la historia entera de una «cosa»,
de un órgano, de un uso, puede ser así una ininterrumpida cadena indicativa de
interpretaciones y reajustes siempre nuevos, cuyas causas no tienen siquiera necesidad de
estar relacionadas entre sí, antes bien a veces se suceden y se relevan de un modo
meramente casual. El «desarrollo» de una cosa, de un uso, de un órgano es, según esto,
cualquier cosa antes que su progressus hacia una meta, y menos aún un progreso lógico y
brevísimo, conseguido con el mínimo gasto de fuerza y de costes, - sino la sucesión de
procesos de avasallamiento más o menos profundos, más o menos independientes entre sí,
que tienen lugar en la cosa, a lo que hay que añadir las resistencias utilizadas en cada
caso para contrarrestarlos, las metamorfosis intentadas con una finalidad de defensa y de
reacción, así como los resultados de contraacciones afortunadas. La forma es fluida,
pero el «sentido» lo es todavia más... Incluso en el interior de cada organismo
singular las cosas no ocurren de manera distinta: con cada crecimiento esencial del todo
cambia también de «sentido» de cada uno de los órganos, - y a veces la parcial ruina
de los mismos, su reducción numérica (por ejemplo, mediante el aniquilamiento de los
miembros intermedios), pueden ser un signo de creciente fuerza y perfección. He querido
decir que también la parcial inutilización, la atrofia y la degeneración, la pérdida
de sentido y conveniencia, en una palabra, la muerte, pertenecen a las condiciones del
verdadero progressus: el cual aparece siempre en forma de una voluntad y de un camino
hacia un poder más grande, y se impone siempre a costa de innumerables poderes más
pequeños. La grandeza de un «progreso» se mide, pues, por la masa de todo lo que hubo
que sacrificarle; la humanidad en cuanto masa, sacrificada al florecimiento de una única
y más fuerte especie hombre - eso sería un progreso... - Destaco tanto más este punto
de vista capital de la metódica histórica cuanto que, en el fondo, se opone al instinto
y al gusto de época hoy dominantes, los cuales preferirían pactar incluso con la
casualidad absoluta, más aún, con el absurdo mecanicista de todo acontecer, antes que
con la teoría de una voluntad de poder que se despliega en todo acontecer. La
idiosincrasia democrática opuesta a todo lo que domina y quiere dominar, el moderno misarquismo (por formar una mala palabra para una
mala cosa), de tal manera se han ido poco a poco transformando y enmascarando en lo
espiritual, en lo más espiritual, que hoy ya penetran, y les es lícito penetrar, paso a
paso en las ciencias más rigurosas, más aparentemente objetivas; a mí me parece que se
han enseñoreado ya incluso de toda la fisiología y de toda la doctrina de la vida, para
daño de las mismas, como ya se entiende, pues les han escamoteado un concepto básico, el
de la auténtica actividad. En cambio bajo la presión de aquella idiosincrasia se coloca
en el primer piano la «adaptación», es decir, una actividad de segundo rango, una mera
reactividad, más aún, se ha definido la vida misma como una adaptación interna, cada
vez más apropiada, a circunstancias externas (Herbert Spencer). Pero con ello se
desconoce la esencia de la vida, su voluntad depoder; con ello se pasa por alto la
supremacía de principio que poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras,
creadoras de nuevas interpretaciones, de nuevas direcciones y formas, por influjo de las
cuales viene luego la «adaptación»; con ello se niega en el organismo mismo el papel
dominador de los supremos funcionarios, en los que la voluntad de vida aparece activa y
conformadora. Recuérdese lo que Huxley reprochó a Spencer - su «nihilismo
administrativo»; pero se trata de algo más que de «administrar»...
13
- Así, pues, para volver al asunto, es decir, a la pena, hay que distinguir en ella dos
cosas: por un lado, lo relativamente duradero en la pena, el uso, el acto, el drama», una
cierta secuencia rigurosa de procedimientos; por otro lado, lo fluido en ella, el sentido,
la finalidad, la expectativa vinculados a la ejecución de tales procedimientos. Nosotros
presuponemos aquí sin más, per analogiam [por analogía], de acuerdo con el punto de
vista capital de la metódica histórica que acabamos de exponer, que el procedimiento
mismo será algo más viejo, algo más antiguo que su utilización para la pena, que esta
última ha sido introducida posteriormente en la interpretación de aquél (el cual
existía ya desde mucho antes, pero era usado en un sentido distinto), en suma, que las
cosas no son como hasta ahora han venido admitiendo nuestros ingenuos genealogistas de la
moral y del derecho, todos los cuales se imaginaban que el procedimiento había sido
inventado para la finalidad de la pena, de igual modo que antes se imaginaba que la mano
había sido inventada para la finalidad de agarrar. En lo que se refiere ahora al segundo
elemento de la pena, al elemento fluido, a su «sentido», ocurre que, en un estado muy
tardío de la cultura (por ejemplo, en la Europa actual), el concepto de «pena» no
presenta ya de hecho un sentido único, sino toda una síntesis de «sentidos»: la
anterior historia de la pena en general, la historia de su utilización para las más
distintas finalidades, acaba por cristalizar en una especie de unidad que es difícil de
disolver, difícil de analizar, y que, subrayémoslo, resulta del todo indefinible. (Hoy
es imposible decir con precisión por qué se imponen propiamente penas: todos los
conceptos en que se condensa semióticamente un proceso entero escapan a la definición;
sólo es definible aquello que no tiene historia.) En un estadio anterior, en cambio,
aquella síntesis de «sentidos» aparece más soluble y, también, más trastrocable;
todavía se puede percibir cómo los elementos de la síntesis modifican su valencia y,
por tanto, su orden para cada caso particular, de tal modo que unas veces es un elemento,
y otras veces otro distinto el que destaca y domina a costa de los otros, más aún, a
veces un único elemento (por ejemplo, la finalidad de intimidar) parece eliminar todos
los demás. Para dar al menos una idea de cuán inseguro, cuán sobreañadido, cuán
accidental es «el sentido» de la pena, y cómo un mismo e idéntico procedimiento se
puede utilizar, interpretar, reajustar para propósitos radicalmente distintos, voy a dar
aquí el esquema a que yo he llegado basándome en un material relativamente escaso tomado
al azar. Pena como neutralización de la peligrosidad, como impedimento de un daño
ulterior. Pena
como pago del daño al damnificado en alguna forma (también en la forma de una
compensación afectiva). Pena como aislamiento de una perturbación del equilibrio, para
prevenir la propagación de la perturbación. Pena como inspiración de temor respecto a
quienes determinan y ejecutan la pena. Pena como una especie de compensación por las
ventajas disfrutadas hasta aquel momento por el infractor (por ejemplo, utilizándolo como
esclavo para las minas). Pena como segregación de un elemento que se halla en trance de
degenerar (a veces, de toda una rama, como ocurre en el derecho chino: y, por tanto, como
medio para mantener pura una raza o para mantener estable un determinado tipo social).
Pena como fiesta, es decir, como violentación y burla de un enemigo finalmente abatido.
Pena como medio de hacer memoria, bien a quien sufre la pena - la llamada «corrección»,
bien a los testigos de la ejecución. Pena como pago de un honorario, estipulado por el
poder que protege al infractor contra los excesos de la venganza. Pena como compromiso con
el estado natural de la venganza, en la medida en que razas poderosas mantienen todavía
ese estado y lo reivindican como privilegio. Pena como declaración de guerra y medida de
guerra contra un enemigo de la paz, de la ley, del orden, de la autoridad, al que, por
considerársele peligroso para la comunidad, violador de los pactos que afectan a los
presupuestos de la misma, por considerársele un rebelde, traidor y perturbador de la paz,
se le combate con los medios que proporciona precisamente la guerra.-
14
Esta lista no es desde luego completa; resulta claro que la pena está sobrecargada con
utilidades de toda índole. Tanto más lícito es restar de ella una presunta utilidad,
considerada, de todos modos, por la conciencia popular como la más esencial, - la fe en
la pena, hoy vacilante por múltiples razones, sigue encontrando todavía su apoyo más
firme precisamente en tal utilidad. La pena, se dice, poseería el valor de despertar en
el culpable el sentimiento de la culpa, en la pena se busca el auténtico instrumentum de
esa reacción anímica denominada «mala conciencia», «remordimiento de conciencia».
Mas con ello se sigue atentando, todavía hoy, contra la realidad y contra la psicología:
¡y mucho más aún contra la historia más larga del hombre, contra su prehistoria! El
auténtico remordimiento de conciencia es algo muy raro cabalmente entre los delincuentes
y malhechores; las prisiones, las penitenciarías no son las incubadoras en que florezca
con preferencia esa especie de gusano roedor: - en esto coinciden todos los observadores
concienzudos, los cuales, en muchos casos, expresan este juicio bastante a disgusto y en
contra de sus deseos más propios. Vistas las cosas en conjunto, la pena endurece y vuelve
frío, concentra, exacerba el sentimiento de extrañeza, robustece la fuerza de
resistencia. Cuando a veces quebranta la energía y produce una miserable postración y
autorrebajamiento, tal resultado es seguramente menos confortante aún que el efecto
ordinario de la pena: el cual se caracteriza por una seca y sombría seriedad. Pero si
pensamos en los milenios anteriores a la historia del hombre, nos es lícito pronunciar,
sin escrúpulo alguno, el juicio de que el desarrollo del sentimiento de culpa fue
bloqueado de la manera más enérgica cabalmente por la pena, -al menos en lo que se
refiere a las víctimas sobre las que se descargaba la potestad punitiva. No debemos
infravalorar, en efecto, el hecho de que justo el espectáculo de los procedimientos
judiciales y ejecutivos mismos impide al delincuente sentir su acción, su tipo de
actuación, como reprobable en sí; pues él ve que ese mismo tipo de actuaciones se
ejerce con buena conciencia; así ocurre con el espionaje, el engaño, la corrupción, la
trampa, con todo el capcioso y taimado arte de los policías y de los acusadores, y
además con el robo, la violencia, el ultraje, la prisión, la tortura, el asesinato,
ejecutados de manera sistemática y sin la disculpa siquiera de la pasión, tal como se
manifiestan en las diversas especies de pena, - todas esas cosas son, por tanto, acciones
que sus jueces en modo alguno reprueban y condenan en si, sino sólo en cierto aspecto y
en cierta aplicación práctica. La «mala conciencia», esta planta, la más siniestra e
interesante de nuestra vegetación terrena, no ha crecido en este suelo, - de hecho
durante larguísimo tiempo no apareció en la conciencia dr los jueces,de los
castigadores, nada referente a que aquí se tratase de un «culpable».Sino de un autor de
daños,de un irresponsable fragmento de fatalidad. Y aquel mismo sobre el que caía luego
la pena, como un fragmento también de fatalidad, no sentía en ello ninguna «aflicción
interna» distinta de la que se siente cuando, de improviso, sobreviene algo no calculado,
un espantoso acontecimiento natural, un bloque de piedra que cae y nos aplasta y contra el
que no se puede luchar.
15
En una ocasión, y de manera pérfida, llegó esta idea hasta la conciencia de Spinoza
(para disgusto de sus intérpretes, que se esfùerzan metódicamente por entenderlo mal en
este pasaje, por ejemplo, Kuno Fischer), cuando una
tarde,acordándose quién sabe de qué cosa que le raspaba, investigó la cuestión de
qué había subsistido en realidad, para él mismo, del famoso morsus conscientiae
[mordedura de la conciencia] -él, que había puesto el bien y el mal entre las fantasías
humanas y había defendido con furia el honor desu Dios «libre» contra aquellos
blasfemos que afirmaban que Dios hace todo sub ratione boni [por razón del bien] («pero
esto significaría someter a Dios al destino y sería en verdad el más grande de todos
los absurdos). Para Spinoza el mundo había retornado de
nuevo a aquella inocencia en que se encontraba antes de la invención de la mala
conciencia: ¿en qué se había convertido ahora el morsus con concienciae? «En lo
contrario del gaudium, se dijo finalmente, -en una tristeza acompañada de la idea de una
cosa pasada que ocurrió de modo contrario a todo lo esperado.» Eth. III propos. XVIII schol. 1, II. Durante milenios los
malhechores sorprendidos por la pena no han tenido, en lo que respecta a su «falta»,
sentimientos distintos de los de Spinoza. «Algo ha salido inesperadamente mal aquí», y
no: «Yo no debería haber hecho esto» -, se sometían a la pena como se somete uno a una
enfermedad, o a una desgracia, o a la muerte, con aquel valiente fatalismo sin rebelión
por el cual, por ejemplo, todavía hoy los rusos nos
aventajan a nosotros los occidentales en el tratamiento de la vida. Cuando en aquella
época aparecía una crítica de la acción, tal crítica la ejercía la inteligencia:
incuestionablemente debemos buscar el auténtico efecto de la pena sobre todo en una
intensificación de la inteligencia, en un alargamiento de la memoria, en una voluntad de
actuar en adelante de manera más cauta, más desconfiada, más secreta, en el
conocimiento de que, para muchas cosas, uno es, de una vez por todas, demasiado débil, en
una especie de rectificación del modo de juzgarse a sí mismo. Lo que con la pena se
puede lograr, en conjunto, tanto en el hombre como en el animal, es el aumento del temor,
la intensificación de la inteligencia, el dominio de las concupiscencias: y así la pena
domestica al hombre, pero no lo hace «mejor», - con mayor derecho sería lícito afirmar
incluso lo contrario. («De los escarmentados nacen
los avisados», afirma el pueblo: en la misma medida en que el escarmiento vuelve
avisado, vuelve también malo. Por fortuna, también vuelve, con frecuencia, bastante
tonto.)
16
En este punto no es posible esquivar ya el dar una primera expresión provisional a mi
hipótesis propia sobre el origen de la «mala conciencia»: tal hipótesis no es fácil
hacerla oír, y desea ser largo tiempo meditada, custodiada, consultada con la almohada.
Yo considero que la mala conciencia es la profunda dolencia a que tenía que sucumbir el
hombre bajo la presión de aquella modificación, la más radical de todas las
experimentadas por él, de aquella modificación ocurrida cuando el hombre se encontró
definitivamente encerrado en el sortilegio de la sociedad y de la paz. Lo mismo que tuvo
que ocurrirles a los animales marinos cuando se vieron forzados, o bien a convertirse en
animales terrestres, o bien a perecer, eso mismo les ocurrió a estos semianimales
felizmente adaptados a la selva, a la guerra, al vagabundaje, a la aventura, - de un golpe
todos sus instintos quedaron desvalorizados y «en suspenso». A partir de ahora debían
caminar sobre los pies y «llevarse a cuestas a sí mismos», cuando hasta ese momento
habían sido llevados por el agua: una espantosa pesadez gravitaba sobre ellos. Se
sentían ineptos para las funciones más simples, no tenían ya, para este nuevo mundo
desconocido, sus viejos guías, los instintos reguladores e inconscientemente infalibles,
- ¡estaban reducidos, estos infelices, a pensar, a razonar, a calcular, a combinar causas
y efectos, a su «conciencia», a su órgano más miserable y más expuesto a equivocarse!
Yo creo que no ha habido nunca en la tierra tal sentimiento de miseria, tal plúmbeo
malestar, - ¡y, además, aquellos viejos instintos no habían dejado, de golpe, de
reclamar sus exigencias! Sólo que resultaba difícil, y pocas veces posible, darles
satisfacción: en lo principal, hubo que buscar apaciguamientos nuevos y, por así
decirlo, subterráneos. Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven
hacia dentro - esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con
esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su «alma». Todo el mundo
interior, originariamente delgado, como encerrado entre dos pieles, fue separándose y
creciendo, fue adquiriendo profundidad, anchura, altura, en la medida en que el desahogo
del hombre hacia fuera fue quedando inhibido. Aquellos terribles bastiones con que la
organización estatal se protegía contra los viejos instintos de la libertad - las penas
sobre todo cuentan entre tales bastiones- hicieron que todos aquellos instintos del hombre
salvaje, libre, vagabundo, diesen vuelta atrás, se volviesen contra el hombre mismo. La
enemistad, la crueldad, el placer en la persecución, en la agresión, en el cambio, en la
destrucción - todo esto vuelto contra el poseedor de tales instintos: ése es el origen
de la «mala conciencia». El hombre que, falto de enemigos y resistencias
exteriores,encajonado en una opresora estrechez y regularidad de las costumbres, se
desgarraba, se perseguía, se mordía, se roía, se sobresaltaba, se maltrataba
impacientemente a sí mismo, este animal al que se quiere «domesticar» y que se golpea
furioso contra los barrotes de su jaula, este ser al que le falta algo, devorado por la
nostalgia del desierto, que tuvo que crearse a base de sí mismo una aventura, una cámara
de suplicios, una selva insegura y peligrosa -este loco, este prisionero añorante y
desesperado fue el inventor de la «mala conciencia». Pero con ella se había introducido
la dolencia más grande, la más siniestra, una dolencia de la que la humanidad no se ha
curado hasta hoy, el sufrimiento del hombre por el hombre, por sí mismo: resultado de una
separación violenta de su pasado de animal, resultado de un salto y una caída, por así
decirlo, en nuevas situaciones y en nuevas condiciones de existencia, resultado de una
declaración de guerra contra los viejos instintos en los que hasta ese momento reposaban
su fuerza, su placer y su fecundidad. Añadamos en seguida que, por otro lado, con el
hecho de un alma animal que se volvía contra sí misma, que tomaba partido contra sí
misma, había aparecido en la tierra algo tan nuevo, profundo, inaudito,
enigmático,contradictorio y lleno de futuro, que con ello el aspecto de la tierra se
modificó de manera esencial. De hecho hubo necesidad de espectadores divinos para
apreciar en lo justo el espectáculo que entonces se inició y cuyo final es aún
completamente imprevisible, - un espectáculo demasiado delicado, demasiado maravilloso,
demasiado paradójico como para que pudiera representarse en cualquier ridículo astro sin
que, cosa absurda, nadie lo presenciase. Desde entonces el hombre cuenta entre las más
inesperadas y apasionantes jugadas de suerte que juega el «gran
Niño» de Heráclito, llámese Zeus o Azar, - despierta un interés, una tensión,
una esperanza, casi una certeza, como si con él se anunciase algo, se preparase algo,
como si el hombre no fuera una meta, sino sólo un camino, un episodio intermedio, un
puente, una gran promesa...
17
Entre los presupuestos de esta hipótesis sobre el origen de la mala conciencia se cuenta,
en primer lugar, el hecho de que aquella modificación no fue ni gradual ni voluntaria y
que no se presentó como un crecimiento orgánico en el interior de nuevas condiciones,
sino como una ruptura, un salto, una coacción, una inevitable fatalidad, contra la cual
no hubo lucha y ni siquiera resentimiento. Pero, en segundo lugar, el hecho de que la
inserción de una población no sujeta hasta entonces a formas ni a inhibiciones en una
forma rigurosa iniciada con un acto de violencia fue llevada hasta su final exclusivamente
con puros actos de violencia, - que el «Estado» más antiguo apareció, en consecuencia,
como una horrible tiranía, como una maquinaria trituradora y desconsiderada, y continuó
trabajando de ese modo hasta que aquella materia bruta hecha de pueblo y de semianimal no
sólo acabó por quedar bien amasada y maleable, sino por tener también una forma. He
utilizado la palabra «Estado»: ya se entiende a quién me refiero - una horda cualquiera
de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y de señores, que organizados
para la guerra, y dotados de la fuerza de organizar, coloca sin escrúpulo alguno sus
terribles zarpas sobre una población tal vez tremendamente superior en número, pero
todavía informe, todavía errabunda. Así es como, en efecto, se inicia en la tierra el
«Estado»: yo pienso que así queda refutada aquella fantasía que le hacía comenzar con
un «contrato». Quien puede mandar, quien por naturaleza es «señor», quien aparece
despótico en obras y gestos -¡qué tiene él que ver con contratos! Con tales seres no
se cuenta, llegan igual que el destino, sin motivo, razón, consideración, pretexto,
existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado
convincentes, demasiado «distintos» para
ser ni siquiera odiados. Su obra es un instintivo crear-formas, ïmprimir-formas, son los
artistas más involuntarios, más inconscientes que existen: - en poco tiempo surge, allí
donde ellos aparecen, algo nuevo, una concreción de dominio dotada de vida, en la que
partes y funciones han sido delimitadas y puestas en conexión, en la que no tiene sitio
absolutamente nada a lo cual no se le haya dado antes un «sentido» en orden al todo.
Estos organizadores natos no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad, lo que es
consideración; en ellos impera aquel terrible egoísmo del artista que mira las cosas con
ojos de bronce y que de antemano se siente justificado, por toda la eternidad, en la
«obra», lo mismo que la madre en su hijo. No es en ellos en donde ha nacido la «mala
conciencia», esto ya se entiende de antemano - pero esa fea planta no habría nacido sin
ellos, estaría ausente si no hubiera ocurrido que, bajo la presión de sus martillazos,
de su violencia de artistas, un ingente quantum de libertad fue arrojado del mundo, o al
menos quedó fuera de la vista,) por así decirlo, se volvió latente. Ese instinto de la
libertad, vuelto latente a la fuerza -ya lo hemos comprendido-, ese instinto de la
libertad reprimido, retirado, encarcelado en lo interior y que acaba por descargarse y
desahogarse tan sólo contra sí mismo: eso, sólo eso es, en su inicio, la mala
conciencia.
18
Guardémonos de tener en poco todo este fenómeno por el simple hecho de que de antemano
sea feo y doloroso. En efecto, esa fuerza que actúa de modo grandioso en aquellos
artistas de la violencia y en aquellos organizadores, esa fuerza constructora de Estados,
es, en efecto, la misma que aquí, más interior, más pequeña, más empequeñecida,
reorientada hacia atrás, en el «laberinto del pecho»,
para decirlo con palabras de Goethe, se crea la mala conciencia y construye ideales
negativos, es cabalmente aquel instinto de la libertad (dicho con mi vocabulario: la
voluntad de poder): sólo que la materia sobre la que se desahoga la naturaleza con
formadora y violentadora de esa fuerza es aquí justo el hombre mismo, su entero,
animalesco, viejo yo -y no como en aquel fenómeno más grande y más llamativo, el otro
hombre, los otros hombres. Esta secreta autoviolentación, esta crueldad de artista, este
placer de darse forma a sí mismo como a una materia dura, resistente y paciente, de
marcar a fuego en ella una voluntad, una crítica, una contradicción, un desprecio, un
no, este siniestro y horrendamente voluptuoso trabajo de un alma voluntariamente escindida
consigo misma que se hace sufrir por el placer de hacerlo,
toda esta activa «mala conciencia, ha acabado por producir también -ya se lo adivina-,
cual auténtico seno materno de acontecimientos ideales e imaginarios, una profusión de
belleza y de afirmación nuevas y sorprendentes, y quizá ella sea la que por vez primera
ha creado la belleza... ¿Pues qué cosa sería bella si la contradicción no hubiese
cobrado antes conciencia de sí misma, si lo feo no se hubiese dicho antes a sí mismo:
«Yo soy feo»... Al menos, tras esta indicación resultará menos enigmático el enigma
de hasta qué punto puede estar insinuado un ideal, una belleza, en conceptos
contradictorios como desinterés, autonegación, sacrifìcio de sí mismo; y una cosa se
sabrá de ahora en adelante, no tengo duda de ello -, a saber, de qué especie es, desde
el comienzo, el placer que siente el desinteresado, el abnegado, el que se sacrifica a sí
mismo: ese placer pertenece a la crueldad. - Con esto basta, provisionalmente, en lo que
se refiere a la procedencia de lo «no egoísta» en cuanto valor moral y a la
delimitación del terreno de que este valor ha brotado: sólo la mala conciencia, sólo la
voluntad de maltratarse a sí mismo proporciona el presupuesto para el valor de lo
no-egoísta.
19
Es una enfermedad la mala conciencia, no hay duda, pero una enfermedad como lo es el
embarazo. Busquemos las condiciones en que esta enfermedad ha llegado a su cumbre mas
terrible y sublime: -veremos qué es lo que con esto ha entrado propiamente en el mundo.
Mas para ello se necesita tener una respiración amplia, -y, por lo pronto, hemos de
volver de nuevo a un anterior punto de vista. La relación de derecho privado entre el
deudor y su acreedor, de la que ya hemos hablado largamente, ha sido introducida una vez
más, y ello de una manera que históricamente resulta muy extraña y problemática, en la
interpretación de una relación en la cual acaso sea donde más incomprensible nos
resulta a nosotros los hombres modernos; a saber, en la relación de los hombres actuales
con sus antepasados. Dentro de la originaria comunidad de estirpe -hablo de los tiempos
primitivos- la generación viviente reconoce siempre, con respecto a la generación
anterior y, en especial, con respecto a la más antigua, a la fundadora de la estirpe, una
obligación jurídica (y no, en modo alguno, una simple vinculación afectiva: hay incluso
razón para negar que esta última existiese en absoluto durante el más largo período de
la especie humana). Reina aquí el convencimiento de que la estirpe subsiste gracias tan
sólo a los sacrificios y a las obras de los antepasados, - y que esto hay que pagárselo
con sacrificios y con obras: se reconoce así una deuda (Schuld), la cual crece
constantemente por el hecho de que esos antepasados, que sobreviven como espíritus
poderosos, no dejan de conceder a la estirpe nuevas ventajas y nuevos préstamos salidos
de su fuerza. ¿Gratuitamente tal vez? No existe ninguna «gratuidad» para aquellas
épocas toscas y «pobres de alma». ¿Qué se puede dar como reintegro a los antepasados?
Sacrificios (inicialmente para la
alimentación, entendida en el sentido más tosco), fiestas, capillas, homenajes y, sobre
todo, obediencia -pues todos los usos son también, en cuanto obras de los antepasados,
preceptos y órdenes de aquéllos-: ¿se les da alguna vez bastante? Esta sospecha
permanece y se acrecienta: de tiempo en tiempo impone un gran rescate global, una urgente
indemnización al «acreedor» (el tristemente célebre sacrificio del primogénito, por
ejemplo, sangre, en todo caso sangre humana). El temor al antepasado y a su poder, la
conciencia de tener deudas con él crece por necesidad, según esta especie de Lógica, en
la exacta medida en que crece el poder de la estirpe misma, en la exacta medida en que
ésta es cada vez más victoriosa, más independiente, más venerada, más temida. ¡Y no
al revés! Todo paso hacia la atrofia de la estirpe, todas las eventualidades desastrosas,
todos los indicios de degeneración, de inminente ruina, hacen disminuir siempre, por el
contrario, el temor al espíritu de su fundador y proporcionan una idea cada vez más
pequeña de su inteligencia, de su previsión y de la presencia de su poder. Imaginemos
que esta tosca especie de lógica ha Ilegado hasta su final: entonces los antepasados de
las estirpes más poderosas tienen que acabar asumiendo necesariamente, gracias a la
fantasía propia del creciente temor, proporciones gigantescas y replegarse hasta la
oscuridad de una temerosidad e irrepresentabilidad divinas: - el antepasado acaba
necesariamente por ser transfigurado en un dios. ¡Tal vez esté aquí incluso el origen
de los dioses, es decir, un origen por temor!... Y si a alguien le pareciese necesario
anadir: «¡pero también por piedad!», difícilmente podría tener razón en lo que
respecta al período más largo de la especie humana, a su época primigenia. En cambio,
tanto más la tendría, sin duda, con respecto a la época media, en la que se forman las
estirpes nobles: - éstas, de hecho, han reintegrado a sus fundadores, a los antepasados
(héroes, dioses), con sus intereses correspondientes, todas las cualidades que entre
tanto se habían manifestado en ellas mismas, las cualidades nobles. Más tarde echaremos
todavía un vistazo al ennoblecimiento ya la aristocratización de los dioses (cosa que no
significa, en modo alguno, su «santificación»): ahora bástenos con llevar
provisionalmente a su término el curso de toda esta evolución de la conciencia de culpa.
20
La historia nos enseña que la conciencia de tener deudas con la divinidad no se
extinguió ni siquiera tras el ocaso de la forma organizativa de la «comunidad» basada
en el parentesco de sangre; de igual manera que la humanidad ha heredado los conceptos
«bueno y malo» de la aristocracia de estirpe (junto con la básica tendencia
psicológica de ésta a establecer jerarquías), así ha recibido también, con la
herencia de las divinidades de la estirpe y de la tribu, la herencia del peso de deudas no
pagadas todavía y del deseo de reintegrarlas.(La transición la forman aquellas vastas
poblaciones de esclavos y de siervos de la gleba que, bien por coacción, bien por
servilismo y mimicry [mimetismo], se adaptaron al culto de los dioses de sus señores: a
partir de ellas esta herencia se desparrama luego en todas direcciones.) El sentimiento de
tener una deuda con la divinidad no ha dejado de crecer durante muchos milenios,
haciéndolo en la misma proporción en que en la tierra crecían y se elevaban a las
alturas el concepto de Dios y el sentimiento de Dios. (La historia entera de las luchas,
victorias, conciliaciones, fusiones étnicas, todo lo que antecede a la definitiva
jerarquización de todos los elementos populares en cada gran síntesis racial, se refleja
en el caos de las genealogías de sus dioses, en las leyendas de las luchas, victorias y
conciliaciones de éstos; la marcha hacia imperios universales es siempre también la
marcha hacia divinidades universales, el
despotismo, con sus avasallamientos de la aristocracia independiente, abre el camino
siempre también a alguna especie de monoteísmo.) El advenimiento del Dios cristiano,que
es el Dios máximo a que hasta ahora se ha llegado, ha hecho, por esto, manifestarse
también en la tierra el maximum del sentimiento de culpa. Suponiendo que entre tanto
hayamos iniciado el movimiento inverso, sería lícito deducir, con no pequeña
probabilidad, de la incontenible decadencia de la fe en el Dios cristiano, que ya ahora se
da una considerable decadencia de la conciencia humana de culpa (Schuld): más aún, no
hay que rechazar la perspectiva de que la completa y definitiva victoria del ateísmo
pudiera liberar a la humanidad de todo ese sentimiento de hallarse en deuda con su
comienzo, con su causa prima. El ateísmo y una especie de segunda
inocencia (Unschuld) se hallan ligados entre sí. _
21
Esto es lo que provisionalmente hay que decir, con brevedad y a grandes rasgos, sobre la
conexión de los conceptos «culpa», «deber», con presupuestos religiosos: de
propósito he dejado de lado hasta ahora la auténtica moralización de tales conceptos
(el repliegue de los mismos a la conciencia, o, más precisamente, el entrelazamiento de
la mala conciencia con el concepto de Dios), e incluso he hablado, al final del número
anterior, como si no existiese en absoluto tal moralización, y, por tanto, como si estos
conceptos tuvieran que quedar necesariamente eliminados ahora que ha desaparecido su
presupuesto, la fe en nuestro «acreedor», en Dios. La realidad difiere de esto de una
manera terrible. Con la moralización de los conceptos de culpa y de deber, con su
repliegue a la mala conciencia, se ha hecho en verdad el ensayo de invertir la dirección
del desarrollo que acabamos de describir o, al menos, de detener su movimiento: ahora debe
cerrarse de un modo pesimista, de una vez por todas, justo la perspectiva de un rescate
definitivo, ahora la mirada debe estrellarse, rebotar contra una férrea imposibilidad,
ahora aquellos conceptos «culpa» y «deber» deben volverse hacia atrás, - ¿contra
quién, pues? No se puede dudar: por lo pronto, contra el «deudor», en el que a partir
de ahora la mala conciencia de tal modo se asienta, corroe, se extiende y crece como un
pólipo a todo lo ancho y a todo lo profundo, que junto con la inextinguibilidad de la
culpa se acaba por concebir también la inextinguibilidad de la expiación, el pensamiento
de su impagabilidad (de la «pena eterna»)-; pero, al final, se vuelve incluso contra el
«acreedor», ya se piense aquí en la causa prima del hombre, en el comienzo del género
humano, en el progenitor de éste, al que ahora se maldice («Adán», «pecado
original», «falta de libertad de la voluntad»), o en la naturaleza, de cuyo seno surge
el hombre y en la que ahora se sitúa el principio malo («diabolización de la
naturaleza»), o en la existencia en general, que queda como no-valiosa en sí
(alejamiento nihilista de la existencia, deseo de la nada o deseo de su «opuesto», de
ser-otro, budismo y similares)-, hasta que de pronto nos encontramos frente al paradójico
y espantoso recurso en el que la martirizada humanidad encontró un momentáneo alivio,
frente a aquel golpe de genio del cristianismo: Dios mismo sacrificándose por la culpa
del hombre, Dios mismo pagándose a sí mismo, Dios como el que puede redimir al hombre de
aquello que para este mismo se ha vuelto irredimible -el acreedor sacrificándose por su
deudor, por amor (¿quién lo creería-?), ¡por amor a su deudor!...
22
Ya se habrá adivinado qué es lo que propiamente aconteció con todo esto y por debajo de
todo esto: aquella voluntad de autotortura, aquella pospuesta crueldad del animal-hombre
interiorizado, replegado por miedo dentro de sí mismo, encarcelado en el «Estado» con
la finalidad de ser domesticado, que ha inventado la mala conciencia para hacerse daño a
sí mismo, después de que la vía más natural de salida de ese hacer-daño había
quedado cerrada, - este hombre de la mala conciencia se ha apoderado del presupuesto
religioso para llevar su propio automartirio hasta su más horrible dureza y acritud. Una
deuda con Dios: este pensamiento se le convierte en instrumento de tortura. Capta en
«Dios» las últimas antítesis que es capaz de encontrar para sus auténticos e
insuprimibles instintos de animal, reinterpreta esos mismos instintos animales como deuda
con Dios (como enemistad, rebelión, insurrección contra el Señor», el «Padre», el
progenitor y comienzo del mundo), se tensa en la contradicción «Dios y demonio», y todo
no que se dice a sí mismo, a la naturaleza, a la naturalidad, a la realidad de su ser, lo
proyecta fuera de si como un sí, como algo existente, corpóreo, real, como Dios, como
santidad de Dios, como Dios juez, como Dios verdugo, como más allá, como eternidad, como
tormento sin fin, como infierno, como inconmensurabilidad de pena y culpa. Es ésta una
especie de demencia de la voluntad en la crueldad anímica que, sencillamente, no tiene
igual: la voluntad del hombre de encontrarse culpable y reprobable a sí mismo hasta
resultar imposible la expiación, su voluntad de imaginarse castigado sin que la pena
pueda ser jamás equivalente a la culpa, su voluntad de infectar y de envenenar con el
problema de la pena y la culpa el fondo más profundo de las cosas, a fin de cortarse, de
una vez por todas, la salida de ese laberinto de «ideas fijas», su voluntud de
establecer un ideal -el del «Dios santo»-, para adquirir, en presencia del mismo, una
tangible certeza de su absoluta indignidad. ¡Oh demente y triste bestia hombre! ¡Qué
ocurrencias tiene, qué cosas antinaturales, qué paroxismo de lo absurdo, qué
bestialidad de la idea aparecen tan pronto como se le impide, aunque sea un poco, ser
bestia de la acción!.. Todo esto es interesante en grado sumo, pero también de una
tétrica, sombría y extenuante tristeza, hasta el punto de que tenemos que prohibirnos
violentamente mirar demasiado tiempo a esos abismos. Aquí hay enfermedad, no hay duda, la
más terrible enfermedad que hasta ahora ha devastado al hombre: -y quien es capaz aun de
oír (¡pero hoy ya no se tienen oídos para ello!-) cómo en esta noche de tormento y de
demencia ha resonado el grito amor, el grito del más anhelante encantamiento, de la
redención en el amor, ése se vuelve hacia otro lado, sobrecogido por un horror
invencible... ¡En el hombre hay tantas cosas horribles!... ¡La tierra ha sido ya durante
mucho tiempo una casa de locos!...
23
Baste esto, de una vez por todas, en lo que respecta a la procedencia del «Dios santo».
- Que en sí la concepción de los dioses no tiene que llevar necesariamente a esa
depravación de la fantasía, de cuya representación por un instante no nos ha sido
lícito dispensarnos, que hay formas más nobles de servirse de la ficción poética de
los dioses que para esta autocrucifixión y autoenvilecimiento del hombre, en las que han
sido maestros los últimos milenios de Europa, - ¡esto es cosa que, por fortuna, aún
puede inferirse de toda mirada dirigida a los dioses griegos, a esos reflejos de hombres
más nobles y más dueños de sí, en los que el animal se sentía divinizado en el hombre
y no se devoraba a sí mismo, no se enfurecía contra sí mismo! Durante un tiempo
larguísimo esos griegos se sirvieron de sus dioses cabalmente para mantener alejada de
sí la «mala conciencia», para seguir estando contentos de su libertad de alma: es decir
en un sentido inverso al uso que el cristianismo ha hecho de su Dios. En esto llegaron muy
lejos aquellas magníficas cabezas infantiles, valientes como leones; y nada menos que una
autoridad tan grande como la del mismo Zeus homérico les da a entender acá y allá que
se toman las cosas demasiado a la ligera: «¡Ay!», dice en una ocasión - se trata del
caso de Egisto, un caso muy grave -
«¡Ay de qué cosas acusan los mortales a los dieses!
Dicen que sólo de nosotros proceden sus males;
pero ellos mismos con sus insensateces se causan
sus infortunios,
incluso contra el destino»
Sin embargo, aquí oímos y vemos a la vez que también este espectador y juez
olímpico está lejos de enfadarse por esto con los hombres y de pensar mal de ellos:
«¡Qué locos son!», piensa al ver las fechorías de los mortales, - y «locura»,
«insensatez», un poco de «perturbación en la cabeza», todo eso lo admitieron de sí
mismos incluso los griegos de la época más fuerte, más valerosa, como fundamento de
muchas cosas malas y funestas: - locura, ¡no pecado! ¿Lo comprendéis?... Pero incluso
esa perturbación de la cabeza era un problema - «sí, ¿cómo ella es posible siquiera?,
¿de dónde puede haber venido, propiamente, a cabezas como las de nosotros, hombres de la
procedencia aristocrática, de la fortuna, de la buena constitución, de la mejor
sociedad, de la nobleza, de la virtud?» - así se preguntó durante siglos el griego
noble a la vista del horror y del crimen, incomprensibles para él, con los que se había
manchado uno de sus iguales. «Un dios, sin duda, tiene que haberlo trastornado», decía
finalmente, moviendo la cabeza... Esta salida es típica de los griegos... Y así los
dioses servían entonces para justificar hasta cierto punto al hombre incluso en el mal,
servían como causas del mal -entonces los dioses no asumían la pena, sino, como es más
noble, la culpa...
24
- Acabo con tres signos de interrogación, como bien se ve. ¿Se alza propiamente aquí un
ideal, o se lo abate?», se me preguntará acaso... Pero ¿os habéis preguntado alguna
vez suficientemente cuán caro se ha hecho pagar en la tierra el establecimiento de todo
ideal? ¿Cuánta realidad tuvo que ser siempre calumniada e incomprendida para ello,
cuánta mentira tuvo que ser santificada, cuánta conciencia conturbada, cuánto «dios»
tuvo que ser sacrificado cada vez? Para poder levantar un santuario hay que derruir un
santuario: ésta es la ley - ¡muéstreseme un solo caso en que no se haya cumplido!...
Nosotros los hombres modernos, nosotros somos los herederos de la vivisección durante
milenios de la conciencia, y de la autotortura, también durante milenios, de ese animal
que nosotros somos: en esto tenemos nuestra más prolongada ejercitación, acaso nuestra
capacidad de
artistas, y en todo caso nuestro refinamiento, nuestra perversión del gusto. Durante
demasiado tiempo el hombre ha contemplado «con malos ojos» sus inclinaciones naturales,
de modo que éstas han acabado por hermanarse en él con la «mala conciencia. Sería
posible en si un intento en sentido contrario -¿pero quién es lo bastante fuerte para
ello?-, a saber, el intento de hermanar con la mala conciencia las inclinaciones
innaturules, todas esas aspiraciones hacia el más allá, hacia lo contrario a los
sentidos, lo contrario a los instintos, lo contrario a la naturaleza, lo contrario al
animal, en una palabra, los ideales que hasta ahora han existido, todos los cuales son
ideales hostiles a la vida, ideales calumniadores del mundo. ¿A quién dirigirse hoy con
tales esperanzas y pretensiones?... Tendríamos contra nosotros justo a los hombres
buenos: y además, como es obvio, a los hombres cómodos, a los reconciliados, a los
vaninosos, a los soñadores, a los cansados... ¿Qué cosa ofende más hondamente, qué
cosa divide más radicalmente que el hacer notar algo del rigor y de la elevación con que
uno se trata a sí mismo. Y, por otro lado -¡qué complaciente, qué afectuoso se muestra
todo el mundo con nosotros tan pronto como hacemos lo que hace todo el mundo y nos
«dejamos llevar» como todo el mundo!... Para lograr aquel fin se necesitaría una
especie de espíritus distinta de los que son probables cabalmente en esta época:
espíritus fortalecidos por guerras y victorias, a quienes la conquista, la aventura, el
peligro e incluso el dolor se les hayan convertido en una necesidad imperiosa; se
necesitaría para ello estar acostumbrados al aire cortante de las alturas, a las
caminatas invernales, al hielo y a las montañas en todo sentido, y se necesitaría
además una especie de sublime maldad, una última y autosegurísima petulancia del
conocimiento, que forma parte de la gran salud ¡se
necesitaría cabalmente, para decirlo pronto y mal, esa gran salud!.... Pero hoy ¿es
ésta posible siquiera?... Alguna vez, sin embargo, en una época más fuerte que este
presente corrompido, que duda de sí mismo, tiene que venir a nosotros el hombre redentor,
el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu creador, al que su fuerza
impulsiva aleja una y otra vez de todo apartamiento y todo más allá, cuya soledad es
malentendida por el pueblo como si
fuera una huida de la realidad -: siendo así que constituye un hundirse, un enterrarse,
un profundizar en la realidad, para extraer alguna vez de ella, cuando retorne a la luz,
la redención de la misma, su redención de la maldición que el ideal existente hasta
ahora ha lanzado sobre ella. Ese hombre del futuro, que nos liberará del ideal existente
hasta ahora y asimismo de lo que tuvo que nacer de él, de la gran náusea, de la voluntad
de la nada, del nihilismo, ese toque de campana del mediodía y de la gran decisión, que
de nuevo libera la voluntad, que devuelve a la tierra su meta y al hombre su esperanza,
ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada - alguna vez tiene que
llegar...
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- Mas ¿qué estoy diciendo? ¡Basta! ¡Basta! En este punto sólo una cosa me conviene,
callar: de lo contrario atentaría contra algo que únicamente le está permitido a uno
más joven, a uno más «futuro», a uno más fuerte que yo, -lo que únicamente le está
permitido a Zaratustra, a Zaratustra el ateo...
CULPA:
Culpa = Schuld. En alemán la palabra Schuld significa
indistintamente culpa» y «deuda». El texto del Padrenuestro decia: «Perdónanos
nuestras deudas (culpas)». Este doble sentido es la clave de un gran sector de este
segundo tratado.
ETICIDAD DE LA COSTUMBRE:
Véase Aurora, aforismos -4 (Concepto de la eticidad de la
costumbre,~), 14 (Significado de la locura en la historia de la moralidad,) y 16 (Primer
principio de la civilización).
PUEBLO DE PENSADORES:
Alemania, pueblo de pensadores (y poetas) era frase muy
difundida en el siglo xix. Se atribuye a Karl Musäus (finales del siglo xviii).
TENER DEUDAS:
Ver lo dicho en relación con la culpa.
LAS DOCE TABLAS:
"Si plus minusve secuerunt, ne fraude esto": Es uno
de los preceptos de la tabla III: «Die tertiis mundinis partis secano. Si plus
minusve secuerunt, se fraude esto» (Al tercer dia del mercado córtense partes
[del acreedor por el deudor]. Si se corta más o menos [de lo señalado], sea impunemente).
Aunque todas las ediciones de Nietzsche dicen «ne fraude esto, el verdadero texto de las
doce Tablas es «se(d) fraude esto.
HACER EL MAL POR EL PLACER DE HACERLO:
Nietzsche se habia referido ya a esta misma frase en Humano, demasiado
humano, aforismo 50, citando a su autor, Prosper Mérimée.
ACERCA DE LA DIVINIZACIÓN DE LA CRUELDAD1:
Véase Más allá del bien y del mal.
ACERCA DE LA DIVINIZACIÓN DE LA CRUELDAD2:
Véase Aurora, aforismos 18 («La moral del sufrimiento voluntario), 77 («De los
suplicios del alma) y ll3 («La aspiración a distinguirse).
DON QUIJOTE:
Entre los fragmentos inéditos de la primavera-verano de 1877 se
encuentra este texto referente a Cervantes: «Los poetas, de acuerdo con su
naturaleza, que es cabalmente una naturaleza de artistas, es decir, de hombres raros y
excepcionales, no ensalzan siempre lo que merece ser ensalzado por todos los hombres, sino
que prefieren lo que justo a ellos, en cuanto artistas, les parece bueno.De igual modo,
raras veces son afortunados sus ataques cuando cultivan la sátira. Cervantes habria
podido combatir la Inquisición, mas prefirió poner en ridiculo a las víctimas de
aquélla, es decir, a los herejes e idealistas de toda especie. Tras una vida llena de desventuras
y contrariedades, todavia ençontró gusto en lanzar un capital ataque literario contra
una falsa dirección del gusto de los lectores españoles; combatió las novelas de
caballería. Sin advertirlo, ese ataque se convirtió en sus manos en una ironización
general de todas las aspiraciones superiores: hizo reir a España entera, incluidos todos
los necios, y les hizo imaginar que ellos mismos eran sabios: es una realidad que ningún
libro ha hecho reir tanto como el Don Quijote. Con semejante éxito, Cervantes forma parte
de la decadencia de la cultura española, es una desgracia nacional. Yo opino que
Cervantes despreciaba a los hombres, sin excluirse a sí mismo; ¿o es que no hace otra
cosa que divertirse cuando cuenta cómo se gastan bromas al enfermo en la corte del duquel?
Realmente, ¿no se habria reído incluso del hereje puesto sobre la hoguera? Más
aún, ni siquiera le ahorra a su héroe aquel terrible cobrar conciencia de su estado al
final de su vida: si no es crueldad, es frialdad, es dureza de corazón lo que le hizo
escribir semejante escena final, es desprecio de los lectores, cuyas risas, como él
sabia, no quedarían perturbadas por esta conclusión.»
EL PAPA INOCENCIO III:
Inocencio III, papa de 1198 a 1216, escribió una obra De
contemptu mundi (Sobre el desprecio del mundo) que trata de la miseria de la
condición humana en lo fisico y en lo moral. A ella se refiere aqui Nietzsche.
HOMERO Y EL DESTINO DE LOS HOMBRES:
Véase Humano, demasiado humano, 11, aforismo 189: «Cuán
paradójico puede ser Homero. -¿Hay algo más temerario, más horripilante, más
increible, que brilla cual sol de invierno sobre el destino humano, que aquel pensamiento
que se encuentra en Homero?: Esto dispuso, en efecto, el decreto de los dioses, destinando
a los hombres a perecer a fin de que hubiese un canto también para generaciones
posteriores. Es decir, nosotros sufrimos y perecemos para que no les falte materia a los
poetas -y esto lo ordenan precisamente asi los dioses de Homero, a los cuales parece
importarles mucho la diversión de las generaciones venideras, pero demasiado poco
nosotros los hombres del presente. -¡Que tales pensamientos se le hayan ocurrido a un
griego!» Los versos que Nietzsche cita son de la Odisea, 8, 579-580.
E. DÜHRING:
E. Dühring (1833-1921), filósofo alemán. Dedicado primero
al Derecho, fue más tarde profesor en la Universidad de Berlin, pero en 1877 perdió la
venia legendi. Nietzsche le tenía por «anarquista», y no le nombra más que para
atacarle. Con todo, habia estudiado muy detenidamente algunas de sus principales obras.
EL AGITADOR:
El «mencionado agitador» es, claro está, E. Dühring. La cita que
viene a continuación pertenece al libro de éste Sache, Leben und Feinde (Cosa,
vida y enemigos), 1882.
LA FINALIDAD EN EL DERECHO:
Sin nombrarlo, Nietzsche alude aquí a la obra de Rudolf von Ihering
(1818-1892) Der Zweck im Recht (La finalidad en el Derecho). Esta obra se fue
publicando entre los años 1877-1883, y quedó incompleta.
MISARQUISMO:
Misarquismo, de miseo=odiar, y arjo=mandar, significa: odio
a todo Gobierno.
KUNO FISCHER:
K. Fischer (1824-1907) es uno de los grandes historiadores de la
filosofia surgidos en Alemania en la escuela de Hegel. Su obra fundamental es (Geschichte
der neueren Philosophie (Historia de la filosofía moderna), en diez volúmenes,
1854-1877. En julio de 1881 Nietzsche pidió a su amigo Overbeck que le enviase a
Sils-Maria precisamente esta obra, de la que sacó numerosos apuntes. Parece que ésta es
la fuente principal de Nietzsche para Spinoza, y no la lectura directa de las obras de
éste. Al menos lo es de las consideraciones siguientes. Pocos dias después de la lectura
de la citada obra de K. Fischer, Nietzsche escribia a Overbeck: ¡Estoy completamente
asombrado, completamente encantado! ¡Tengo un precursor, y qué precursor! Yo casi no
conocia a Spinoza: el que ahora sintiese necesidad de conocerlo ha sido una 'acción
instintiva'.
SPINOZA:
Eth. I. Prop. XXXIII. Schol. II (final). El texto original de Spinoza:
"Quod profecto nihil aliud est quam Deo fato subjicere, quo nihil de Deo
absurdius statui potest".
ETICA MORE GEOMÉTRICO:
Texto de Spinoza:"Conscientiae denique morsus est tristitia,
opposita gaudio". "Conscientiae morsus est tristitia concomitante idea rei
praeteritae, quae praeter spem evenit".
EL FATALISMO RUSO:
Sobre este fatalismo ruso pueden verse las precisiones de
Nietzsche en Ecce Homo.
ESCARMENTADOS Y AVISADOS:
La traducción literal del proverbio alemán, srgún lo cita Nietzsche
(Schaden macht klug, seria: "El daño hace cuerdas (a las personas).»
EL GRAN NIÑO DE HERÁCLITO:
Nietzsche alude sin duda al fragmento 52 de Heráclito, que dice: «El
eón, niño es que juega con chinitas sobre ese reino del niño que es el tablero.
EL LABERINTO DEL PECHO:
Verso perteneciente a la última estrofa de la conocida poesia de Goethe
An den Mond [A la luna ]
Was, von Menschen nicht gewusst
Oder nicht bedacht
Durch das Labyrinth der Brust
wandelt in der Nacht.
[Aquello que, por los hombres no sabido
o no pensado,
por el laberinto del pecho
camina en la noche.l
ATEISMO=ESPECIE DE 2ª INOCENCIA:
Inocencia = Unschuld, es decir, no tener deudas». Como se ha
hecho tanta literatura arbitraria acerca de que el «ateismo es una especie de segunda
inocencia», conviene retornar de vez en cuando al sentido primario que esta frase tiene
en Nietzsche.
INSENSATECES:
Véase Odisea, 1, 32-34.
DIOSES QUE ASUMEN SU CULPA:
Véase Ecce Homo. Tambien lo dicho en la sección dedicada a la culpa.
LA GRAN SALUD:
Sobre la gran salud vease La gaya ciencia,
aforismo 382. Nietzsche considera que la gran salud es el presupuesto fisiológico del
super hombre.