ESCRITOS PREPARATORIOS DEL NACIMIENTO
TRAGEDIA
(Sócrates y la
tragedia y Visión dionisíaca del mundo)
En torno a Eurípides hay, en cambio, un resplandor
refractado, peculiar de los artistas modernos: su carácter artístico casi no-griego
puede resumirse con toda brevedad en el concepto de socratismo. «Todo tiene que ser
consciente para ser bello», es la tesis euripidea paralela de la socrática «todo tiene
que ser consciente para ser bueno». Eurípides es el poeta del racionalismo socrático.
En la Antigüedad griega se tenía un sentimiento de la unidad de ambos nombres, Sócrates
y Eurípides. En Atenas estaba muy dífundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a
Eurípides a escribir sus obras: de lo cual cual puede inferirse cuán grande era la
finura de oído con que la gente percibía el socratismo en la tragedia euripidea. Los
partidarios de los «buenos tiempos viejos»
solían pronunciar juntos el nombre de Sócrates y el de Eurípides como los que
pervertían al pueblo. Existe también la tradición de que Sócrates se abstenía de
asistir a la tragedia, y sólo tomaba asiento entre los espectadotes cuando se
representaba una nueva obra de Eurípides.Vecinos en un sentido más profundo aparecen
ambos nombres en la famosa sentencia del oráculo délfico, que ejerció un influjo tan
detetminante sobre la entera concepción vita de Sócrates. La frase del dios délfico de
que Sócrates es el más sabio de los hombres contenía a la vez el juicio de que a
Eurípides le correspondía el segundo premio en el certamen de la sabiduría. Es sabido
que al principio Sócrates se mostró muy desconfiado frente a la sentencia del dios. Para
ver si es acertada, trata con hombres de Estado, con oradores, con poetas y con artistas,
tratando de descubrir a alguien que sea más sabio que él. En todas partes encuentra
justificada la palabra del dios: ve que los varones más famosos de su tiempo tienen una
idea falsa acerca de sí mismos y encuentra que ni siquiera poseen consciencia exacta de
su profesión, sino que la ejercen únicamente por instinto. «Unicamente por instinto»,
ése es el lema del socratismo. El racionalismo no se ha mostrado nunca tan ingenuo como
en esta tendencia vital de Sócrates. Nunca tuvo éste duda de la corrección del
planteamiento entero del problema. «La sabiduría consiste en el saber», y «no se sabe
nada que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a otro». Esta es más o
menos la norma de aquella extraña actividad misionera de Sócrates, la cual tuvo que
congregar en torno a sí una nube de negrísimo enojo, porque nadie era capaz de atacar la
norma misma volviéndola contra Sócrates: pues para esto se habría necesitado además
aquello que en modo alguno se poseía, aquella superioridad socrática en el arte de la
conversación, en la dialéctica. Visto desde la consciencia germánica infinitamente
profundizada, ese socratismo aparece como un mundo totalmente al revés; pero es de
suponer que también a los poetas y artistas de aquel tiempo tuvo Sócrates que parecerles
ya, al menos, muy aburrido y ridículo, en especial cuando, en su improductiva erística,
seguía haciendo valer la seriedad y la dignidad de una vocación divina. Los fanáticos
de la lógica son insoportables, cual las avispas. Y ahora, imagínese una voluntad enorme
detrás de un entendimiento tan unilateral, la personalísima energía primordial de un
carácter firme, junto a una fealdad externa fantásticamente atractiva: y se comprenderá
que incluso un talento tan grande como Eurípides, dadas precisamente la seriedad y la
profundidad de su pensar, tuvo que ser arrastrado de manera tanto más inevitable a la
escarpada vía de un crear artístico consciente. La decadencia de la tragedia, tal como
Eurípides creyó verla, era una fantasmagoría socrática: como nadie sabía convertir
suficientemente en conceptos y palabras la antigua técnica artística, Sócrates negó
aquella sabiduría, y con él la negó el seducido Eurípides. A aquella «sabiduría»
indemostrada contrapuso ahora Eurípides la obra de arte socrática, aunque bajo la
envoltura de numerosas acomodaciones a la obra de arte imperante. Una generación
posterior se dio cuenta exacta de qué era envoltura y qué era núcleo: quitó la
primera, y el fruto del socratismo artístico resultó ser el juego de ajedrez como
espectáculo, la pieza de intriga.
El socratismo desprecia el instinto y, con ello, el arte. Niega la sabiduría cabalmente
allí donde está el reino más propio de ésta. En un único caso reconoció el mismo
Sócrates el poder de la sabiduría instintiva, y ello precisamente de una manera muy
característica. En situaciones especiales en que su entendimiento dudaba, Sócrates
encontraba un firme sostén gracias a una voz demónica que milagrosamente se dejaba oír.
Cuando esa voz viene, siempre disuade. En este hombre del todo anormal la sabiduría
instintiva eleva su voz para enfrentarse acá y allá a lo consciente, poniendo
obstáculos. También aquí se hace manifiesto que Sócrates pertenece en realidad a un
mundo al revés y puesto cabeza abajo. En todas las naturalezas productivas lo
inconsciente produce cabalmente un efecto creador y afirmativo, mientras que la
consciencia se comporta de un modo crítico y disuasivo. En él, el instinto se convierte
en un crítico, la consciencia, en un creador.
A un segundo crítico, además de Euripides, el desprecio socrático de lo instintivo le
incitó también a realizar una reforma del arte, y, desde luego, una reforma más radical
aún. También el divino Platón fue en este punto víctima del socratismo: él, que en el
arte anterior veía sólo la imitación de las imágenes aparentes, contó también «la
sublime y alabadísima» tragedia - así es como él se expresa y entre las artes
lisonjeras, que suelen representar únicamente lo agradable, lo lisonjero para la
naturaleza sensible, no lo desagradable, pero a la vez útil. Por eso enumera adrede el
arte tragico junto al arte de la limpieza y el de la cocina. A una mente sensata le
repugna, dice, un arte tan heterogéneo y abigarrado, para una mente excitable y sensible
ese arte representa una mecha peligrosa: razón suficiente para desterrar del Estado ideal
a los poetas trágicos. En géneral, según él,
los artistas forman parte de las ampliaciones superfluas del Estado, junto con las
nodrizas, las modistas, los barberos y los pasteleros En Platón esta condena
intencionadamente acre y desconsiderada del arte tiene algo de patológico: él, que se
había elevado a esa concepción sólo por saña contra su propia carne; él, que, en
beneficio del socratismo, había pisoteado con los pies su naturaleza profundamente
artística, revela en la acritud de tales juicios que la herida más honda de su ser no
está cicatrizada aún. La verdadera facultad creadora del poeta es tratada por Platón
casi siempre sólo con ironía, porque esa facultad no es, dice, una intelección
consciente de la esencia de las cosas, y la equipara al talento de los adivinos e
intérpretes de signos. El poeta, dice, no es capaz de poetizar hasta que no ha quedado
entusiasmado e inconsciente, y ningún entendimiento habita ya en él. A estos artistas
«irracionales» contrapone Platón la imagen del poeta verdadero, el filosófico, y da a
entender con claridad que él es el único que ha alcanzado ese ideal y cuyos diálogos
está permitido leer en el Estado ideal. La esencia de la obra platónica de arte, el
diálogo, es, sin embargo, la carencia de forma y de estilo, producida por la mezcla de
todas las formas y estilos existentes. Sobre todo, a la nueva obra de arte no se le
debería objetar lo que, según la concepción platónica, fue el defecto fundamental de
la antigua: no debería ser imitación de una imagen aparente, es decir, según el
concepto usual: para el diálogo platónico no debería haber ninguna cosa natural-real
que hubiera sido imitada. así, ese diálogo se balancea entre todos los géneros
artísticos, entre la prosa y la poesía, la narración, la lírica, el drama, de igual
modo que ha infringido la antigua y rigurosa ley de que la forma
lingüístico-estilística sea unitaria. A una desfiguración mayor aún llevan el
socratismo los escritores cínicos: en el amasijo máximo del estilo, en el fluctuar entre
las formas prosaicas y las métricas, buscan éstos reflejar, por así decirlo, el
silénico ser extremo de Sócrates, sus ojos de cangrejo, sus labios gruesos y su vientre
colgante.
A la vista de los efectos artisticos del socratismo, que llegan muy hondo y que aquí
sólo han sido rozados, quién no dará la razón a Aristófanes, cuando hace cantar esto
al coro:
¡Salud a aquel a quien no le gusta
sentarse junto a Sócrates y hablar con él,
a quien no condena el arte de las musas
y no mira desde arriba con desprecio
lo más elevado de la tragedia!
Pues vana necedad es
aplicar un celo ocioso
a discursos vacios
y quimeras abstractas
Pero lo más profundo que contra Sócrates se podía decir se lo dijo una figura que se le
aparecía en sueños. Con mucha frecuencia, según cuenta Sócrates en la cárcel a sus
amigos, tenía uno y el mismo sueño, que le decia siempre lo mismo: «¡Sócrates,
cultiva la-música!» Pero hasta sus últimos días Sócrates se tranquilizó con la
opinión de que su filosofía era la música suprema. Finalmente, en la cárcel, para
descargar del todo su conciencia decídese a cultivar también aquella música «vulgar»
Y realmente puso en verso algunas fábulas en prosa que le eran conocidas, mas yo no creo
que con esos ejercicios métricos haya aplacado a las musas. En Sócrates se materializó
uno de los aspectos de lo helénico, aquella claridad apolinea, sin mezcla de nada
extraño: él aparece cual un rayo de luz puro, transparente, como precursor y heraldo de
la ciencia, que asimismo debía nacer en Grecia. Pero la ciencia y el arte se excluyen:
desde este punto de vista resulta significativo que sea Sócrates el primer gran heleno
que fue feo; de igual manera que en él propiamente todo es simbólico. El es el padre de
la lógica, la cual representa con máxima nitidez el carácter de la ciencia pura: él es
el aniquilador del drama musical, que había concentrado en si los rayos de todo el arte
antiguo.
Esto último lo es en un sentido mucho más profundo aún de lo que hemos podido insinuar
hasta ahora. El socratismo es más antiguo que Sócrates; su influjo disolvente del arte
se hace notar ya mucho antes. El elemento de la dialéctica, peculiar de él, se introdujo
furtivamente en el drama musical ya mucho tiempo antes de Sócrates, y produjo en su bello
cuerpo un efecto devastador. El mal tuvo su punto de partida en el diálogo. Como es
sabido, el diálogo no estaba originariamente en la tragedia; el diálogo sólo se
desarrolló a partir del momento en que hubo dos actores, es decir, relativamente tarde.
Ya antes había algo análogo, en el discurso alternante entre el héroe y el corifeo:
pero aquí, sin embargo, dada la subordinación del uno al otro, la disputa dialéctica
resultaba imposible. Mas tan pronto como se encontraron frente a frente dos actores
principales, dotados de iguales derechos, surgió, de acuerdo con un instinto
profundamente helénico, la rivalidad, y, en verdad, la rivalidad expresada con palabras y
argumentos: mientras que el diálogo enamorado permaneció siempre alejado de la tragedia
griega. Con aquella rivalidad se apeló a un elemento que existía en el pecho del oyente
y que hasta entonces, considerado como hostil al arte y odiado por las musas, había
estado desterrado de los solemnes ámbitos de las artes dramáticas: la Éride «malvada» La Éride buena imperaba, en-
efecto, desde antiguo en todas las actuaciones de las musas, y en la tragedia llevaba a
tres poetas rivales ante el tribunal del pueblo congregado para juzgar. Pero cuando el
remedo de la querella verbal se hubo infiltrado tambien en la tragedia desde la sala del
juzgado, entonces surgió por vez primera un dualismo en la esencia y en el efecto del
drama musical. A partir de ese momento hubo partes de la tragedia en que la compasión
cedía el paso a la luminosa alegría por el torneo chirriante de la dialéctica. No era
lícito que el héroe del drama sucumbiese, y por tanto ahora se tenía que hacer de él
también un héroe de la palabra. El proceso, que había tenido su comienzo en la
denominada esticomitia, continuó y se introdujo
también en los discursos más largos de los actores principales. Poco a poco todos los
personajes hablan con tal derroche de sagacidad, claridad y transparencia, que realmente
al leer una tragedia sofoclea obtenemos una impresión de conjunto desconcertante. Para
nosotros es como si todas esas figuras no pereciesen a causa de lo trágico, sino a causa
de una superfetación de lo lógico.Basta con hacer una comparación con el modo tan
distinto como dialectizan los héroes de Shakespeare: todo el pensar, suponer e inferir de
éstos se halla envuelto en una cierta belleza e interiorización musicales, mientras que
en la tragedia griega tardía domina un dualismo de estilo que da mucho que pensar; por un
lado, el poder de la música, por otro, el de la dialéctica. Esta última va
destacándose cada vez más, hasta que es ella la que dice la palabra decisiva en la
estructura del drama entero. El proceso termina en la pieza de intriga: sólo con ella
queda completamente superado aquel dualismo, a consecuencia de la aniquilación total de
uno de los rivales, la música. En este punto es muy significativo que este proceso
finalice en la comedia, habiendo comenzado, sin embargo, en la tragedia. La tragedia,
surgida de la profunda fuente de la compasión, es pesimista por esencia. La existencia es
en ella algo muy horrible, el ser humano, algo muy insensato. El héroe de la tragedia no
se evidencia, como cree la estética moderna, en la lucha con el destino, tampoco sufre lo
que merece. Antes bien, se precipita a su desgracia ciego y con la cabeza tapada: y el
desconsolado pero noble gesto con que se detiene ante ese mundo de espanto que acaba de
conocer, se clava como una espina en nuestra alma. La dialéctica, por el contrario, es
optimista desde el fondo de su ser: cree en la causa y el efecto y, por taato, en una
relación necesaria de culpa y castigo, virtud y felicidad: sus ejemplos de cálculo
matemático tienen que no dejar resto: ella niega todo lo que no pueda analizar de manera
conceptual. La dialéctica alcanza continuamente su meta: cada conclusión es una fiesta
de júbilo para ella, la claridad y la consciencia son el único aire en que puede
respirar. Cuando este elemento se infiltra en la tragedia surge un dualismo como entre
noche y día, música y matemática. El héroe que tiene que defender sus acciones con
argumentos y contraargumentos corre peligro de perder nuestra compasión; pues la
desgracia que, a pesar de todo, le alcanza luego, lo único que demuestra precisamente es
que, en algún lugar, él se ha equivocado en el cálculo. Pero una desgracia provocada
por una falta de cálculo es ya más bien un motivo de comedia. Cuando el placer por la
dialéctica hubo disuelto la tragedia, surgió la comedia nueva con su triunfo constante
de la astucia y del ardid. La consciencia socrática y su optimista creencia en la union
necesaria entre virtud y saber, entre felicidad y virtud, tuvo, en un gran número de
piezas euripideas, el efecto de que, en la conclusión, se abra una perspectiva hacia una
existencia ulterior muy agradable, casi siempre con un matrimonio. Tan pronto como aparece
el dios de la máquina, advertimos que quien se esconde detrás de la máscara es
Sócrates, el cual intenta equilibrar en su balanza la felicidad y la virtud. Todo el
mundo conoce las tesis socráticas «La virtud es el saber: se peca únicamente por
ignorancia. El virtuoso es el feliz». En estas tres formas básicas del optimismo está
la muerte de la tragedia, que es pesimista. Mucho antes de Eurípides esas concepciones
trabajaron ya en disolver la tragedia. Si la virtud es el saber, entonces el héroe
virtuoso tiene que ser un dialéctico. Dada la extraordinaria superficialidad e indigencia
del pensamiento ético, que no está nada desarrollado, con demasiada frecuencia el héroe
que dialectiza éticamente aparece como un heraldo de la trivialidad y del filisteísmo
éticos. Lo único que necesitamos es tener el valor de confesarnos esto, necesitamos
confesar, para no decir nada de Eurípides, que también a las figuras más bellas de la
tragedia sofoclea, una Antígona, una Electra, un Edipo, se les ocurren a veces ideas
triviales completamente insoportables, que en general los caracteres dramáticos son más
bellos y grandiosos que su manifestación en palabras. Desde este punto de vista nuestro
juicio sobre la tragedia esquilea temprana tiene que ser mucho más favorable: pues
Ésquilo creó sus mejores obras también de manera inconsciente. En el lenguaje y en el
dibujo de los caracteres de Shakespeare tenemos el inalterable punto de apoyo para tales
comparaciones. En Shakespeare se puede encontrar una sabiduria ética tal que, frente a
ell, el socratismo aparece como algo impertinente y sabihondo.
Intencionadamente en mi última conferencia hablé muy poco sobre los límites de la
música en el drama musical griego: en el contexto de estos análisis resultará
comprensible que yo haya dicho que los límites de la música en el drama musical son los
puntos de peligro en que comenzó su proceso de disgregación. La tragedia pereció a
causa de una dialéctica y una ética optimistas: esto equivale a decir: el drama musical
pereció a causa de una falta de música. El socratismo infiltrado en la tragedia impidió
que la música se fundiese con el diálogo o monólogo: aunque, en la tragedia esquilea,
aquélla
había comenzado a hacerlo con el mayor éxito. Otra consecuencia fue que la música, cada
vez más restringida, metida dentto de unas fronteras cada vez más estrechas, no se
sentía ya en la tragedia como en su casa, sino que se desarrolló de manera más libre y
audaz fuera de la misma, como arte absoluto. Es ridículo hacer aparecer un espíritu
durante un almuerzo: es ridículo pedir a una musa tan misteriosa, de un entusiasmo tan
serio, como es la musa de la música trágica, que cante en una sala de juzgado, en las
pausas intermedias entre las escaramuzas dialécticas. Teniendo un sentimiento de esa
ridiculez, la música enmudeció en la tragedia, asustada, por así decirlo, de su
inaudita profanación; cada vez menos veces se atrevía a alzar su voz, y finalmente se
embarulla, canta cosas que no vienen a cuento, se avergüenza y huye totalmente de los
ámbitos del teatro. Para decirlo con toda franqueza: la floración y el punto culminante
del drama musical griego es Esquilo en su primer gran período, antes de haber sido
influido por Sófocles: con éste comienza la decadencia paulatina, hasta que por fin
Eurípides, con su reacción consciente contra la tragedia esquilea, provoca el final con
una rapidez tempestuosa. Este juicio contradice tan sólo a una estética difundida en la
actualidad: en verdad, en favor de él se puede hacer valer nada menos que el testimonio
de Aristófanes, que tiene, como ningún otro genio, una afinidad electiva con Ésquilo.
Pero lo igual es conocido sólo por lo igual. Pata concluir, una sola pregunta. ¿Está
realmente muerto el drama musical, muerto para todos los tiempos? ¿No le será lícito
realmente al germano poner al lado de aquella obra artística desaparecida del pasado,
nada más que la «gran ópera», de manera parecida a como, junto a Hércules, suele
aparecer el mono? Esta es la pregunta más seria de nuestro arte: y quien no comprenda
como germano la seriedad de esa pregunta, es víctima del socratismo de nuestros días, el
cual, desde luego, ni es capaz de producir mártires, ni habla el lenguaje de «el más sabio de los helenos», quien,
ciertamente no se jacta de saber nada, pero en verdad no sabe nada. La prensa de hoy es
ese socratismo: no digo una palabra más.
LA VISIÓN
DIONISÍACA DEL MUNDO
1
Los griegos, que en sus dioses dicen y a la vez callan la doctrina secreta de su visión
del mundo, erigieron dos divinidades, Apolo y Dioniso, como doble fuente de su arte. En la
esfera del arte estos nombres representan antítesis estilísticas que caminan una junto a
otra, casi siempre luchando entre sí, y que sólo una vez aparecen fundidas, en el
instante del florecimiento de la «voluntad» no helénica, formando la obra de arte de la
tragedia ática. En dos estados, en efecto, alcanza el ser humano la delicia de la
existencia, en el sueño y en la embriaguez. La bella apariencia del mundo onírico, en el
que cada hombre es artista completo, es la madre de todo arte figurativo y también, como
veremos, de una mitad importante de la poesía. Gozamos en la comprensión inmediata de la
figura, todas las formas nos hablan; no existe nada indiferente e innecesario. En la vida
suprema de
esta realidad onírica tenemos, sin embargo, el sentimiento traslúcido de su apariencia;
sólo cuando ese sentimiento cesa es cuando comienzan los efectos patológicos, en los que
ya el sueño no restaura, y cesa la natural fuerza curativa de sus estados. Mas, en el
ínterior de esa frontera, no son sólo acaso las imágenes agradables y amistosas las que
dentro de nosotros buscamos con aquella inteligibilidad total: también las cosas serias,
tristes, oscuras, tenebrosas son contempladas con el mismo placer, sólo que también
aquí el velo de la apariencia tiene que estar en un movimiento ondeante, y no le es
lícito encabrir del todo las formas básicas de lo real. Así, pues, mientras que el
sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor (en sentido
amplio) es el juego con el sueño. La estatua, en cuanto bloque de mármol, es algo muy
real, pero lo real de la
estatua en cuanto figura onirica es la persona viviente del dios. Mientras la estatua
flota aún como imagen de la fantasía ante los ojos del artista, éste continúa jugando
con lo real; el artista traspasa esa imagen al mármol, juega el sueño. ¿En qué
senttido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las
representaciones oníricas. El es «el Resplandeciente» de modo total: en su raíz más
honda es el dios del sol y de la luz, que se revela en el resplandor. La «belleza» es su
elemento: eterna juventud le acompaña. Pero también la bella apariencia del mundo
onírico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de esos estados, que
contrasta con la sólo fragmentariamente inteligible realidad diurna, elévalo a la
categoría de dios vaticinador, pero también ciertamente de dios artístico. El dios de
la bella apariencia tiene que ser al mismo tiempo el dios del conocimiento verdadero. Pero
aquella delicada frontera que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no
producir un efecto patológico, pues entonces la apariencia no sólo engaña, sino que
embauca, no es lícito que falte tampoco en la esencia de Apolo: aquella mesurada
limitación, aquel estar libre de las emociones más salvajes, aquella sabiduría y
sosiego del dios-escultor. Su ojo tiene que poseer un sosiego «solar» más aun cuando
esté encolerizado y mire con malhumor, se halla bañado en la solemnidad de la bella
apariencia.
El arte dionisíaco, en cambio, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis.
Dos poderes sobre todo son los que al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de
sí que es propio de la embriaguez, el instinto primaveral y la bebida narcótica. Sus
efectos están simbolizados en la figura de Dioniso. En ambos estados el principium
individuationis [principio de individuación] queda roto, lo subjetivo desaparece
totalmente ante la eruptiva violencia de lo general-humano, más aún, de lo
universal-natural. Las fiestas de Dioniso no sólo establecen un pacto entre los hombres,
también reconcilian al ser humano con la naturaleza. De manera espontánea ofrece la
tierra sus dones, pacíficamente se acercan los animales más salvajes: panteras y tigres
arrastran el carro, adornado con flores, de Dioniso. Todas las delimitaciones de casta que
la necesidad y la arbitrariedad han establecido entre los seres humanos desaparecen: el
esclavo es hombre !ibre, el noble y el de humilde cuna se unen para formar los mismos
coros báquicos. En muchedumbres cada vez mayores va rodando de un lugiar a otro el
evangelio de la «armonía de los mundos»: cantando y bailando manifiestase el ser humano
como miembro de una comunidad superior, más ideal: ha desaprendido a andar y a hablar.
Más aún: se siente mágicamente transformadó, y en realidzd se ha convertido en otra
cosa. Al igual que los animales hablan y la tierra da leche y miel, también en él
resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación,
ahora eso él lo percibe: en sí. ¿Qué son ahora para él las imágenes y las
estatuas¿ El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte,
camina tan extático y erguido comjo en sueños veía caminar a los dioses. La potencia
nrtística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se
revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aqui amasados y tallados: el ser
humano. Este ser humano configurado por el artista Dionisio mantiene con la naturaleza la
misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo.
Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto
creador del artista dionisíaco es el juego con la embringuez. Cuando no se lo ha
experimentado en sí mismo, ese estado sólo se lo puede comprender de manera simbólica:
es algo similar a lo que ocurre cuando se sueña y a la vez se barrunta que el sueño es
sueño. De igual modo, el servidor de Dioniso tiene que estar embriagado y, a la vez,
estar al acecho detrás de sí mismo como observador. No en el cambio de sobriedad y
embriaguez, sino en la combinación de ambos se muestra el artista dionisíaco. Esta
combinación caracteriza el punto culminante del mundo griego: originariamente sólo Apolo
es dios del arte en Grecia, y su poder fue el que de tal modo moderó a Dioniso, que
irrumpía desde Asia, que pudo surgir la más bella alianza fraterna. Aquí es donde con
más facilidad se aprehende el increíble idealismo del ser helénico: un culto natural
que entre los asiáticos significa el más tosco desencadenamiento de los instintos
inferiores, una vida animal panhetérica, que durante un tiempo determinado hace saltar
todos los lazos sociales, eso quedó convertido entre ellos en una festividad de
redención del mundo, en un día de transfiguración. Todos los instintos sublimes de su
ser se revelaron en esta idealización de la orgía.
Pero el mundo griego nunca había corrido mayor peligro que cuando se produjo la
tempestuosa irrupción del nuevo dios. A su vez, nunca la sabiduría del Apolo délfico se
mostró a una luz más bella. Al principio resistiéndose a hacerlo, envolvió al potente
adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir que
iba caminando semiprisionero. debido a que los sacerdotes délficos adivinaron el profundo
efecto del nuevo culto sobre los procesos sociales de regeneración y lo
favorecieron de acuerdo con sus propósitos político-religiosos, debido a que el artista
apolíneo sacó enseñanzas, con discreta moderación, del arte revolucionario de los
cultos báquicos, debido, finalmente, a que en el culto délfico el dominio del año
quedó repartido entre Apolo y Dioniso, ambos salieron, por así decirlo, vencedores en el
certamen que los enfrentaba: una reconciliación celebrada en el campo de batalla. Si se
quiere ver con claridad de qué modo tan poderoso el elemento apolineo refrenó lo que de
irracionalmente sobrenatural había en Dioniso, piénsese que en el perlodo más antiguo
de la música el genos dizirambicón [género
ditirámbico] era al mismo tiempo el esijastikón
[hesicástico]. Cuanto más vigorosamente fue creciendo el esplritu artístico
apolíneo, tanto más libremente se desarrolló el dios hermano Dioniso: al mismo tiempo
que el primero llegaba a la visión plena, inmóvil, por así decirlo, de la belleza, en
la época de Fidias, el segundo interpretaba en la tragedia los enigmas y los horrores del
mundo y expresaba en la música trágica el pensamiento más íntimo de la naturaleza, el
hecho de que la «voluntad» hila en y por encima de todas las apariencias. Aun cuando la
música sea también un arte apolineo, tomadas las cosas con rigor sólo lo es el mismo,
cuya fuerza figurativa fue desarrollada hasta convertirla en exposición de estados
apolíneos: la música de Apolo es arquitectura en sonidos, y además, en sonidos sólo
insinuados, como son los propios de la citara. Cuidadosamente se mantuvo apartado
cabalmente el elemento que constituye el carácter de la música dionisíaca, más aún,
de la música en cuanto tal, el poder estremecedor del sonido y el mundo completamente
incomparable de la armonía. Para percibir ésta poseía el griego una sensibilidad
finísima, como es forzoso inferir de la rigurosa caracterización de las tonalidades, si
bien en ellos es mucho menor que en el mundo moderno la necesidad de una armonía acabada,
que realmente suene. En la sucesión de armonías, y ya en su abreviatura, en la
denominada melodía, la «voluntad» se revela con total inmedíatez sin haber ingresado
antes en ninguna apariencia.
Cualquier individuo puede servir de símbolo, puede servir, por así decirlo, de caso
individual de una regla general; pero, a la inversa, la esencia de lo aparencial la
expondrá el artista dionisíaco de un modo ínmediatamente comprensible: él manda, en
efecto, sobre el caos de la voluntad no devenida aún figura, y puede sacar de él, en
cada momento creador, un mundo nuevo, pero también el antiguo, conocido como apariencia.
En este último sentido es un músico trágico.
En la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas
durante las excitaciones narcóticas, o en el desencadenamiento de los instintos
primaverales, la naturaleza se manifiesta en su fuerza más alta: vuelve a juntar a los
individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principium
individuationis [principio de individuación] aparece, por así decirlo, como
un permanente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más decaída se encuentra la
voluntad, tanto más desmigaja todo en lo individual; cuanto más egoísta es el modo como
el individuo está desarrollado , tanto más débil es el organismo al que sirve. Por esto
en aquellos estados prorrumpe, por así decirlo, un rasgo sentimental de la voluntad, un
«sollozo de la criatura» por las cosas perdidas: en el placer supremo resuena el grito
del espanto. los gemidos nostálgicos de una pérdida insustituible. La naturaleza
exuberante celebra a la vez sus saturnales y sus exequias. Los afectos de sus sacerdotes
están mezclados del modo más prodigioso, los dolores despiertan placer, el júbilo
arranca del pecho sonidos llenos de dolor. El dios,o lúsios [el liberador], ha
liberado a todas las cosas de sí mismas, ha transformado todo. El canto y la mímica de
las masas excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y movimiento,
fueron para el mundo greco-homérico algo completamente nuevo e inaudito; para él aquello
era algo oriental, a lo que tuvo que someter con su enorme energía rítmica y plástica,
y que sometió, como sometió en aquella época el estilo de los templos egipcios. Fue el
pueblo apolíneo el que aherroió al instinto prepotente con las cadenas de la belleza;
él fue el que puso el yugo a los elernentos más peligrosos de la naturaleza, a sus
bestias más salvajes. Cuando más admiramos el poder idealista de Grecia es al comparar
su espiritualización de la fiesta de Dioniso con lo que en otros pueblos surgió de
idéntico origen. Festividades similares son antiquísimas, y se las puede demostrar por
doquier, siendo las más famosas las que se celebraban en Babilonia bajo el nombre de los
saces. Aquí, en una fiesta que duraba cinco días, todos los lazos públicos y sociales
quedaban rotos pero lo central era el desenfreno sexual, la aniquilacion de toda relación
familiar por un heterismo ilimitado. La contrapartida de esto nos la ofrece la imagen de
la fíesta griega de Dioniso trazada por Eurípides en Las bacantes: de esa imagen fluyen
el mismo encanto, la misma transfiguradora embriaguez musical que Escopas y Praxiteles
condensaron en estatuas. Un mensajero narra que, en el calor del mediodía, ha subido con
los rebanos a las cumbres de las montañas: es el memento justo y el lugar justo para ver
cosas no vistas; ahora Pan duerme, ahora el cielo es el trasfondo inmóvil de una aureola,
ahora florece el día. En una pradera el mensajero divisa tres coros de mujeres, que yacen
diseminados por el suelo en actitud decente: muchas mujeres se han apoyado en troncos de
abetos: todas las cosas dormitan. De repente la madre de Penteo comienza a dar gritos de
júbilo, el sueño queda ahuyentado, todas se ponen de pie, un modelo de nobles
costumbres; las jóvenes muchachas y las mujeres dejan caer los ritos sobre los hombros,
la piel de venado es puesta en orden, si, al dormir, los lazos y las cintas se habían
soltado. Las mujeres se ciñen con serpientes, que lamen confiadamente sus mejillas,
algunas toman en sus brazos lobos y venados jóvenes y los amamantan. Todas se adornan con
coronas de hiedra y con enredaderas; una percusión con el tirso en las rocas, y el agua
sale a borbotones; un golpe con el bastón en el suelo, y un manantial de vino brota.
Dulce miel destila de las ramas; basta que alguien toque el suelo con las puntas de los
pies para que brote leche blanca como la nieve. - Es
éste un mundo sometido a una transformación mágica total, la naturaleza celebra su
festividad de reconciliación en el ser humano. El mito dice que Apolo recompuso al
desgarrado Díoniso. Esta es la imagen del Dioniso recreado por Apolo, salvado por
éste de su desgarramienio asiático.
2
Los dioses griegos, con la perfección con que se nos aparecen ya en Homero, no pueden ser
concebidos, ciertamente, como frutos de la indigencia y de la necesidad: tales seres nos
los ideó ciertamente el ánimo estremecido por la angustia: no para apartarse de la vida
proyectó una fantasía genial sus imágenes en el azul. En éstas habla una religión de
la vida, no del deber, o de la ascética, o de la espiritualidad. Todas estas figuras
respiran el tributo de la existencia, un exuberante sentimiento de vida acompaña su
culto. No hacen exigencias: en ellas está divinizado lo existente, lo mismo si es bueno
que si es malo. Comparada con la seriedad, santidad y rigor de otras religiones, corre la
griega peligro de ser infravalorada como si se tratase de un jugueteo fantasmagórico, -
si no traemos a la memoria un rasgo, a menudo olvidado, de profundísima sabiduría,
mediante el cual aquellos dioses epicureos aparecen de súbito como creación del
incomparable pueblo de artistas y casi como creación suma. La filosofía del pueblo es la
que el encadenado dios de los bosques desvela a los mortales: «Lo mejor de todo es no
existir, lo mejor en segundo lugar, morir pronto.» Esta misma filosofía es la que forma
el trasfondo de aquel mundo de dioses. El griego conoció los horrores y espantos de la
existencia, mas, para poder vivir, los encubrió: una cruz oculta bajo rosas, según el símbolo de Goethe. Aquel Olimpo luminoso logró imponerse
únicamente porque el imperio tenebroso de la moira [Destino], la cual dispone una
temprana muerte para Aquiles y un matrimonio atroz para Edipo, debía quedar ocultada por
las resplandecientes figuras de Zeus, de Apolo, de Hermes, etc. Si a aquel mundo
intermedio alguien le hubiera quitado el brillo artístico, habría sido necesario seguir
la sabiduría del dios de los bosques, acompañante de Dioniso. Esa necesidad fue la que
hizo que el genio artístico de este pueblo crease esos dieses. Por ello, una teodicea no
fue nunca un problema helénico: la gente se guardaba de imputar a los dioses la
existencia del mundo y, por tanto, la responsabilidad por el modo de ser de éste.
También los dioses están sometidos a la anagke [necesidad]: es ésta una confesión
hecha par la más rara de las sabidurías.Ver la propia existencia, tal como ésta es
ahora, en un espejo transfigurador, y protegerse con ese
espejo contra la Medusa -ésa fue la estrategia genial de la «voluntad» helénica para
poder vivir en absoluto. ¡Pues de qué otro modo habría podido soportar la existencia
este pueblo infinitamente sensible, tan brillantemente capacitado para el sufrimiento, si
en sus dioses aquélla no se le hubiera mostrado circundada de una aureola superior! El
mismo instinto que da vida al arte, como un complemento y una consumación de la
existencia destinados a inducir a seguir viviendo, fue el que hizo surgir también el
mundo olímpico, mundo de belleza, de sosiego, de goce.
Merced al efecto producido por tal religión, la vida es concebida en el mundo homérico
como lo apetecible de suyo: la vida bajo el luminoso resplandor solar de tales dioses. El
dolor de los hombres homéricos se refiere a la separación de esta existencia, sobre todo
a una separación pronta: cuando el lamento resuena, éste habla del Aquiles «de corta
vida», del rápido cambio del género humano, de la desaparición de la edad heroica. No
es indigno del más grande de los héroes el anhelar seguir viviendo, aunque sea como
jornalero. Nunca la «voluntad» se ha expresado con mayor franqueza que en Grecia, cuyo
lamento mismo sigue siendo su canto de alabanza. Por ello el hombre moderno anhela aquella
época en la que cree oír el acorde pleno entre naturaleza y ser humano, por ello es lo
helénico el santo y seña de todos los que han de mirar a su alrededor en busca de
modelos resplandecientes para su afirmación consciente de la vida; por ello, en fin, ha
surgido, entre las manos de escritores dados a los placeres, el concepto de «jovialidad
griega», de tal modo que, de manera irreverente, una negligente vida perezosa osa
disculparse, más aún, honrarse con la palabra «griego».
En todas estas representaciones, que se descarrían yendo de lo más noble a lo más
vulgar, el mundo griego ha sido tomado de un modo demasiado basto y simple, y en cierta
manera ha sido configurado a imagen de naciones univocas y, por así decirlo, unilaterales
(por ejemplo, los romanos). Se debería sospechar, sin embargo, que hay una necesidad de
apariencia artística también en la visión del mundo de un pueblo que suele transformar
en oro todo lo que toca. Realmente, también nosotros, como hemos insinuado ya, tropezamos
en esta visión del mundo con una enorme ilusión, con la misma ilusión de que la
naturaleza se sirve tan regularmente para alcanzar sus finalidades. La verdadera meta
queda tapada por una ilusoria: hacia ésta alargamos nosotros las manos, y mediante ese
engaño la naturaleza alcanza aquélla. En los griegos la voluntad quiso contemplarse a
sí misma transfigurada en obra de arte: para glorificarse ella a sí misma, sus criaturas
tenían que sentirse dignas de ser glorificadas, tenían que volver a verse en una esfera
superior, elevadas, por así decirlo, a lo ideal, sin que este mundo perfecto de la
intuición actuase como un imperativo o como un reproche. Esta es la esfera de la belleza,
en la que los griegos ven sus imágenes reflejadas como en un espejo, los Olímpicos. Con
este arma luchó la voluntad helénica contra el talento para el sufrimiento y para la
sabiduría del sufrimiento, que es un talento correlativo del artístico. De esta lucha, y
como memorial de su victoria, nació la tragedia. La embriaguez del sufrimiento y el bello
sueño tienen sus distintos mundos de dioses: la primera, con la omnipotencia de su ser,
penetra en los pensamientos más íntimos de la naturaleza, conoce el terrible instinto de
existir y a la vez la incesante muerte de todo lo que comienza a existir; los dioses que
ella crea son buenos y malvados, se asemejan al azar, horrorizan por su irregularidad, que
emerge de súbito, carecen de compasión y no encuentran placer en lo bello. Son afines a
la verdad, y se aproximan al concepto; raras veces, y con dificultad, se condensan en
figuras. El mirar a esos dioses convierte en piedra al que lo hace: ¿cómo vivir con
ellos? Pero tampoco se debe hacerlo: ésta es su doctrina. Dado que ese mundo de dioses no
puede ser encubierto del todo, como un secrete vitupetable, la mirada tiene que ser
desviada del mismo por el resplandeciente producto onírico situado junto a él, el mundo
olímpico: por ello el ardor de sus colores, la índole sensible de sus figuras se
intensifican tanto más cuanto más enérgicamente se hacen valer a sí mismas la verdad o
el símbolo de las mismas. Pero la lucha entre verdad y belleza nunca fue mayor que cuando
aconteció la invasión del culto dionisíaco: en él la naturaleza se desvelaba y hablaba
de su secreto con una claridad espantosa, con un tono frente al cual la seductora
apariencia casi perdía su poder. En Asia tuvo su origen aquel manantial: pero fue en
Grecia donde tuvo que convertirse en un rio, porque aquí encontró por vez primera lo que
Asia no le había ofrecido, la sensibilidad más excitable y la capacidad más fina para
el sufrimiento, emparejadas con la sensatez y la perspicacia más ligeras. ¿Cómo salvó
Apolo a Grecia? El nuevo advenedizo fue ganado para el mundo de la bella
apariencia, para el mundo olímpico: le fueron ofrecidos en holocausto muchos de los
honores de las divinidades más prestigiosas, de Zeus, por ejemplo, y de Apolo. Nunca se
le han hecho mayores cumplidos a un extraño: pero es que éste era también un extraño
terrible (hostis [enemigo] en todos los sentidos, lo bastante poderoso como para reducir a
ruinas la casa que le ofrecía hospitalidad. Una gran revolución se inició en todas las
formas de vida: en todas partes se infiltró Dioniso, también en el arte.
La mirada, lo bello, la apariencia delimitan el ámbito del arte apolíneo; es el mundo
transfigurado del ojo, que en sueños, con los párpados cerrados, crea artísticamente. A
ese estado onírico quiere trasladarnos también la epopeya: teniendo los ojos abiertos,
no debemos ver nada, sino deleitarnos con las imágenes interiores, que el rapsodo
intenta, a través de conceptos, excitarnos a producir. El efecto de las artes figurativas
es alcanzado aquí mediante un rodeo: mientras que con el mármol tallado el escultor nos
conduce al dios vivo intuido por él en sueños, de tal modo que la figura que flota
propiamente telos [finalidad] se hace clara tanto para el escultor como para el
contemplador, y el pïimero induce al último, mediante la figura intermedia de la
estatua, a reintuirla: el poeta épico ve idéntica figura viviente y quiere presentarla
también a otros para que la contemplen. Pero ya no interpone una estatua entre él y los
hombres: antes bien, narra cómo aquella figura demuestra vida, en movimientos, sonidos,
palabras, acciones, constriñe a reducir a su causa una muchedumbre de efectos, nos obliga
a realizar una composición artística. Ha alcanzado su meta cuando vemos claramente ante
nosotros la figura, o el grupo, o la imagen, cuando nos hace partícipes de aquel estado
onírico en el que él mismo engendró antes aquellas representaciones. El requerimiento
de la epopeya a que realicemos una creación plástica demuestra cuán absolutamente
distinta de la epopeya es la lírica, ya que ésta jamás tiene como meta el dar forma a
unas imágenes. Lo común a ambas es tan sólo algo material, la palabra, o, dicho de
manera más general, el concepto: cuando nosotros hablamos de poesía, no tenemos con esto
una categoría que estuviese coordinada con el arte plástico y con la música, sino una
conglutinación de dos medios artísticos que en sí son totalmente dispares, el primero
de los cuales significa un camino hacia el arte plástico, y el segundo, un camino hacia
la música: pero ambos son tan sólo caminos hacia la creación artística, ellos mismos
no son artes. En este sentido, naturalmente, también la pintura y la escultura son tan
sólo medios artísticos: el arte propiamenre dicho es la capacidad de crear imágenes,
independientemente de que sea un pre-crear o un post-crear. En esta propiedad - una
propiedad general humana - se basa el significado cultural del arte. El artista, en cuanto
es el que nos obliga al arte mediante medios artísticos - no puede ser a la vez el
órgano que absorba la actividad artística.
El culto a las imágenes en la cultura apolínea, ya se expresase ésta en el templo, o en
la estatua, o en la epopeya homérica, tenía su meta sublime en la exigencia ética de la
mesura, exigencia que corre paralela a la exigencia estética de la belleza. La mesura
instituida como exigencia no resulta posible más que allí donde se considera que la
mesura, el límite, es conocible. Para poder respetar los propios límites hay que
conocerlos: de aquí la admonición apolínea gnozi seautón [conócete a ti mismo].
Pero el único espejo en que el griego apolíneo podía verse, es decir, conocerse, era el
mundo de los dioses olímpicos: y en éste reconocía él su esencia más propia, envuelta
en la bella apariencia del sueño. La mesura, bajo cuyo yugo se movía el nuevo mundo
divino (frente a un derrocado mundo de Titanes), era la mesura de la belleza: el límite
que el griego tenía que respetar
era el de la bella apariencia. La finalidad más íntima de una cultura orientada hacia la
apariencia y la mesura sólo puede ser, en efecto, el encubrimiento de la verdad: tanto al
infatigable investigador que está al servicio de la verdad como al prepotente Titán se
les gritaba el amonestador méden agan [nada demasiado]. En Prometeo se le muestra a
Grecia un ejemplo de cómo el favorecimiento demasiado grande del conocimiento humano
produce efectos nocivos tanto para el favorecedor como para el favorecido. Quien quiera
salir airoso con su sabiduría ante el dios, tiene, como Hesíodo, que métron ejein
sofies [guardar las medidas de la sabiduría] . En un mundo
estructurado de esa forma y artificialmente protegido irrumpió ahora el extático sonido
de la fiesta dionisíaca, en el cual la desmesura toda de la naturaleza se revelaba a la
vez en placer y dolor y conocimiento. Todo lo que hasta ese momento era considerado como
límite, como determinación de la mesura, demostró ser aquí una apariencia artificial:
la «desmesura» se desveló como verdad. Por vez primera alzó su rugido el canto
popular, demónicarne fascinador, en una completa borrachera de sentimiento prepotente.
¿Qué significaba, frente a esto, el salmodiante artista de Apolo, con los sones sólo
medrosamente insinuados de su kizara [cítara]? Lo que antes fue propagado, a través de
castas, en corporaciones poético-musicales, y mantenido al mismo tiempo apartado de toda
participación profana; lo que, con la fuerza del genio apolíneo, tenía que perdurar en
el nivel de una arquitectónica sencilla, el elemento musical, aquí eso se despojó de
todas las barreras: el ritmo, que antes se movía únicamente en un zig-zag sencillísimo,
desató ahora sus miembros y se convirtió en un baile de bacantes: el sonido se dejó
oír no ya, como antes, en
atenuación espectral, sino en la intensificación por que la masa le daba, y acompañado
por instrumentos de de viento de sonidos profundos. Y aconteció lo más misterioso: aquí
vino al mundo la armonía, la cual hace directamente comprensible en su movimiento la
voluntad de la naturaleza. Ahora se dejaron oír en la cercanía de Dioniso cosas que, en
el mundo apolíneo, yacían artificialmente escondidas: el resplandor entero de los dioses
olímpicos palideció ante la sabiduría de Sileno. Un arte que en su embriaguez extática
hablaba la verdad ahuyentó a las musas de las artes de la apariencia; en el olvido de sí
producido por los estados dionisíacos pereció el individuo, con sus límites y mesuras;
y un crepúsculo de los doeses se volvió inminente.
¿Cuál eía el propósito de la voluntad, la cual es, en última instancia, una sola, al
dar entrada a los elementos dionisíacos, en contra de su propia creación apolínea?
Tendía hacia una nueva y superior mejané [invención] de la existencia, hacia
el nacimiento del pensamiento trágico.
3
El éxtasis del estado dionisíaco, con su aniquilación de las barreras y límites
habituales de la existencia, contiene, mientras dura, un elemento letárgico, en el cual
se sumergen todas las vivencias del pasado. Quedan de este modo separados entre sí, por
este abismo del olvido, el mundo de la realidad cotidiana y el mundo de la realidad
dionisíaca. Pero tan pronto como la primera vuelve a penetrar en la consciencia, es
sentida en cuanto tal con náusea: un estado de ánimo ascético, negador de la voluntad,
es el fruto de tales estados. En el pensamiento lo dionisíaco es contrapuesto, como un
orden superior del mundo, a un orden vulgar y malo: el griego quería una huida absoluta
de este mundo de culpa y de destino. Apenas se consolaba con un mundo después de la
muerte: su anhelo tendia más alto, más allá de los dioses, el griego negaba la
existencia, junto con su polícromo y resplandeciente reflejo en los dioses. En la
consciencia del despertar de la embriaguez ve por todas partes lo espantoso o absurdo del
ser hombre: esto le produce náusea.AhoRa comprende la sabiduría del dios de los bosques.
Aquí ha sido alcanzado el límite más peligroso que la voluntad helénica, con su
principio básico optimista-apolíneo, podía permitir. Aqui esa voluntad intervino en
seguida con su fuerza curativa natural, para dar la vuelta a ese estado de ánimo negador:
el medio de que se sirve es la obra de arte trágica y la idea trágica. Su propósito no
podía ser en modo alguno sofocar el estado dionisíaco, y, menos aún, suprimirlo; era
imposible un sometimiento directo, y si era posible, resultaba demasiado peligroso: pues
el elemento interrumpido en su desbordamiento se abría paso por otras partes y penetraba
a través de todas las venas de la vida.
Sobre todo se trataba de transformar aquellos pensamientos de náusea sobre lo espantoso y
lo absurdo de la existencia en representaciones con las que se pueda vivir: esas
representaciones son lo sublime, sometimiento artístico de lo espantoso, y lo ridículo,
descarga artística de la nausea de lo absurdo. Estos dos elementos, entreverados uno con
otro, se unen para formar una obra de arte que recuerda la embriaguez, que juega con la
embriaguez. Lo sublime y lo ridículo están un paso más allá del mundo de la bella
apariencia, pues en ambos conceptos se siente una contradicción. Por otra parte, no
coinciden en modo alguno con la verdad: son un velamiento de la verdad, velamiento que es,
desde luego, más transparente que la belleza, pero que no deja de ser un velamiento.
Tenemos, pues, en ellos un mundo intermedio entre la belleza y la verdad: en ese mundo es
posible una unificación de Dioniso y Apolo. Ese mundo se revela en un juego con la
embriaguez, no en un quedar engullido completamente por la misma. En el actor teatral
reconocemos al hombre dionisíaco, poeta, cantor, bailarín instintivo, pero como hombre
dionisíaco representado (gespielt). El actor teatral intenta alcanzar el modelo del
hombre
dionisíaco en el estremecimiento de la sublimidad, o también en el estremecimiento de la
carcajada: va más allá de la belleza, y sin embargo no busca la verdad. Permanece
oscilando entre ambas. No aspira a la bella apariencia, pero sí a la apariencia, no
aspira a la verdad, pero sí a la verosimilitud. (El símbolo, signo de la verdad.) El
actor teatral no fue al principio, como es obvio, un individuo: lo que debía ser
representado era, en efecto, la masa dionisíaca, el pueblo: de aqui el coro ditirámbico.
Mediante el juego con la embriaguez, tanto el actor teatral mismo como el coro de
espectadores que le rodeaba debían quedar descargados, por asi decirlo, de la embriaguez.
Desde el punto de vista del mundo apolíneo hubo que salvar y expiar a Grecia: Apolo, el
auténtico dios salvador y expiador, salvó al griego tanto del éxtasis clarividente como
de la náusea producida por la existencia - mediante la obra de arte del pensamiento
trágico-cómico.
El nuevo mundo del arte, el de lo sublime y lo ridículo, el de la «verosimilitud»,
descansaba en una visión de los dioses y del mundo distinta de la antigua de la bella
apariencia. El conocimiento de los horrores y absurdos de la existencia, del orden
perturbado y de la irregularidad irracional, y, en general, del enorme sufrimiento
existente en la naturaleza entera, había arrancado el velo a las figuras tan
artificialmente veladas de la Moira [Destino] y de las Erinias, de la Medusa y
de la Gorgona: los dioses olímpicos corrían máximo peligro. En la obra de arte
trágico-cómica fueron salvados, al quedar sumergidos también ellos en el mar de lo
sublime y de lo ridículo: cesaron de ser sólo «bellos», absorbieron dentro de sí, por
decirlo de este modo, aquel orden divino anterior y su sublimidad. Ahora se separaron en
dos grupos, sólo unos pocos se balanceaban en medio, como divinidades unas veces sublimes
y otras veces ridículas. Fue sobre todo Dioniso mismo el que recibió ese ser escindido.
En dos tipos es donde mejor se muestra cómo fue posible volver a vivir ahora en el
período trágico de Grecia: en Esquilo y en Sófocles. Al primero, en cuanto pensador,
donde más se le aparece lo sublime es en la justicia grandiosa. Hombre y dios mantienen
en Ésquilo una estrechísima comunidad subjetiva: lo divino, justo, moral y lo feliz
están para él unitariamente entretejidos entre sí. Con esta balanza se mide el ser
individual, sea un hombre o sea un Titán. Los dioses son reconstruidos de acuerdo con
esta norma de la justicia. Así, por ejemplo, la creencia popular en el demón cegador que
induce a la culpa-residuo de aquel antiquísimo mundo de dioses destronado por los
Olímpicos- es corregida al quedar transformado ese demón en un instrumento en manos de
Zeus, que castiga con justicia. El pensamiento asimismo antiquísimo - e igualmente
extraño a los Olímpicos- de la maldición de la estirpe queda despojado de toda aspereza
-pues en Ésquilo no existe, para el individuo, ninguna necesidad de cometer un delito, y
todo el mundo puede escapar a ella.
Mientras que Ésquilo encuentra lo sublime en la sublimidad de la administración de la
justicia por los Olímpicos, Sófocles !o ve -de modo sorprendente- en la sublimidad de la
impenetrabilidad de la misma administración de la justicia. El restablece en su
integridad un punto de vista popular. El inmerecimiento de un destino espantoso le
parecía sublime a Sófocles, los enigmas verdaderamente insolubles de la existencin
humana fueron su musa trágica. El sufrimiento logra en él su transfiguración; es
concebido como algo santificador. La distancia entre lo humano y lo divino es inmensa; por
ello lo que procede es la sumisión y la resignación más hondas. La auténtica virtud es
la sofrosine [cordura], en realidad una virtud negativa. La humanidad heroica es la
más noble de todas, sin aquella virtud; su destino demuestra aquel abismo insalvable.
Apenas existe la culpa, sólo una falta de conocimiento sobre el valor del ser humano y
sus límites.
Este punto de vista es, en todo caso, más profundo e íntimo que el de Ésquilo, se
aproxima significativamente a la verdad dionisíaca, y la expresa sin muches símbolos -
y, ¡a pesar de ello! , aquí reconocemos el principio ético de Apolo entreverado en la
visión dionisíaca del mundo. En Ésquilo la náusea queda disuelta en el terror sublime
frente a la sabiduría del orden del mundo, que resulta dificil de conocer debido
únicamente a la debilidad del ser humano. En Sófocles ese terror es todavía más
grande, pues aquella sabiduría es totalmente insondable. Es el estado de ánimo, más
puro, de la piedad, en el que no hay lucha, mientras que el estado de ánimo esquileo
tiene constantemente la tarea de justificar la administración de la justicia por los
dioses, y por ello se detiene siempre ante nuevos problemas. El «límite del ser
humano», que Apolo ordena investigar, es cognoscible para Sófocles, pero es más
estrecho y restringido de lo que Apolo opinaba en la época predionisíaca. La falta de
conocimiento que el ser humano tiene acerca de sí mismo es el problema sofocleo, la falta
de conocimiento que el ser humano tiene acerca de los dioses es el problema esquileo.
¡Piedad, máscara extrañísima del instinto vital! ¡Entrega a un mundo onírico
perfecto, al que se le onfiere la suprema sabiduría moral! ¡Huida de la verdad, para
poder adorarla desde la lejania, envuelto en nubes! ¡Reconciliación con la realidad,
porque es enigmática! ¡versión al desciframiento de los enigmas, porque nosotros no
somos dieses! ¡placentero arrojarse al polvo, sosiego feliz de la infelicidad! ¡Suprema
autoalienación del ser humane en su suprema expresión! ¡Glorificación y
transfiguración de los medios de horror y de los espantos de la existencia, considerados
como remedios de la existencia! ¡Vida llena de alegría en el desprecio de la vida!
¡Triunfo de la vida en su negación! En este nivel del conocimiento no hay más que dos
caminos, el del santo y el del artista trágico: ambos tienen en común el que, aun
poseyendo un conocimiento clarísimo de la nulidad de la existencia, pueden continuar
viviendo sin barruntar una fisura en su visión del mundo. La náusea que causa el seguir
viviendo es sentida como medio para crear, ya se trate de un crear santificador, ya de un
crear artístico. Lo espantoso o lo absurdo resulta sublimador, pues sólo la apariencia
es espantoso o absurdo. La fuerza dionisíaca de la transformación mágica continúa
acrecentándose aquí en la cumbre más elevada de esta visión del mundo: todo lo real se
disuelve en apariencia, y detrás de ésta se manifiesta la unitaria naturaleza de la
voluntad, totalmente envuelta en la aureola de la sabiduría y de la verdad, en un brillo
cegador. La ilusión, el delirio se encuentran en su cúspide. -
Ahara ya no parecerá inconcebible el que la misma voluntad, que, en cuanto apolínea,
ordenaba el mundo helénico, acogiése dentro de sí su otra forma de aparecer, la
voluntad dionisíaca. La lucha entre ambas formas de aparecer la voluntad tenía una meta
extraordinatia, crear una posibilidad más alta de la existencia y llegar también en ella
a una glorificación más alta (mediante el arte). No era ya el arte de la apariencia,
sino el arte trágico, la forma de glorificación: en éste, sin embargo, queda
completamente absorbido aquel arte de la apariencia. Así como el elemento dionisíaco se
infiltra en la vida apolinea, así como la apariencia se estableció también aqui como
límite, de igual manera el arte trágico-dionisíaco no es ya la «verdad». Aquel cantar
y bailar no es ya embriaguez instintiva natural: la masa coral presa de una excitación
dionisiaca no es ya la masa popular poseida inconscientemente por el instinto primaveral.
Ahora la verdad es simbolizada, se sirve de la apariencia, y por ello puede y tiene que
utilizar también las artes de la apariencia. Pero surge una gran diferencia con respecto
al arte anterior, consistente en que ahora se recurre conjuntamente a la ayuda de todos
los medios artísticos de la apariencia, de tal manera que la estatua camina, las pinturas
de los periactos se desplazan, unas veces es el
templo y otras veces es el palacio lo que es presentado al ojo mediante esa pared
posterior. Notamos, pues, al mismo tiempo, una cierta indifevencia con respecto a la
apariencia, la cual tiene que renunciar aquí a sus pretensiones eternas, a sus exigencias
soberanas. La apariencia ya no es gozada en modo alguno como apariencia, sino como
simbolo, como signo de la verdad. De aqui la fusión - en sí misma chocante - de los
medios artísticos. El indicio más claro de este desdén por la apariencia es la
máscara.
Al espectador se le hace, pues, la exigencia dionisíaca consistente en que a él todo se
le presenta mágicamente transformado, en que él ve siempre algo más que el simbolo, en
que todo el mundo visible de la escena y de la orquesta es el reino de los milagros.
¿Pero dónde está el poder que traslada al espectador a ese estado de ánimo creyente en
milagros, mediante el cual ve transformadas mágicamente todas las cosas? ¿Quién vence
al poder de la apariencia, y la de potencia, reduciéndola a simbolo?
Es la música.
4
Eso que nosotros llamamos «sentimiento», la filosofía que camina por las sendas de
Schopenhauer enseña a concebirlo como un complejo de representaciones y estados volitivos
inconscientes. Las aspiraciones de la voluntad se expresan, sin embargo, en forma de
placer o displacer, y en esto muestran una diversidad sólo cuantitativa. No hay especies
distintas de placer, pero sí grados del mismo, y un sinnúmero de representaciones
concomitantes. Por placer hemos de entender la satisfacción de la voluntad única, por
displacer, su no-satisfacción.
¿De qué manera se comunica el sentimiento? Parcialmente, pero muy parcialmente, se lo
puede trocar en pensamientos, es decir, en representaciones conscientes; esto afecta,
naturalmente, sólo a la parte de las representaciones concomitantes. Pero siempre queda,
también en este campo del sentimiento, un residuo insoluble. Unicamente con la parte
soluble es con la que tiene que ver el lenguaje, es decir, el concepto: según esto, el
límite de la poesía queda determinado por la expresabilidad del sentimiento.
Las otras dos especies de comunicacjón son completamente instintivas, actúan sin
consciencia, y sin embargo lo hacen de una manera adecuada a la finalidad. Son el lenguaie
de los gestos y el de los sonidos. El lenguaje de los gestos consta de símbolos
inteligibles por todos y es producido por movimientos reflejos. Esos símbolos son
visibles: el ojo que los ve transmite inmediatamente el estado que provocó el gesto y al
que éste simboliza: casi siempre el vidente siente una inervación simpática de las
mismas partes visuales o de los mismos miembros cuyo movimiento él percibe. Símbolo
significa aquí una copia completamente imperfecta, fragmentaria, un signo alusivo, sobre
cuya comprensión hay que llegar a un acuerdo: sólo que, en este caso, la comprensión
general
es una comprensión instintiva, es decir, no ha pasado a través de la conciencia clara.
¿Qué es lo que el gesto simboliza de aquel ser dual, del sentimiento? Evidentemente, la
representación concomitante, pues sólo ésta puede ser insinuada, de manera incompleta y
fragmentaria, por el gesto visible: una imagen sólo puede ser simbolizada por una imagen.
La pintura y la escultura representan al ser humano en el gesto: es decir, remedan el
símbolo y han alcanzado sus efectos cuando nosotros comprendemos el símbolo. El placer
de mirar consiste en la comprensión del símbolo, a pesar de su apariencia.
El actor teatral, en cambio, representa el símbolo en idealidad, no sólo en apariencia:
pero su efecto sobre nosotros no descansa en la comprensión del mismo: antes bien,
nosotros nos sumergimos en el sentimiento simbolizado y no quedamos detenidos en el placer
por la apaen la bella apariencia.
De esta manera en el drama la decoración no suscita en absoluto el placer de la
apariencia, sino que nosotros la concebimos como símbolo y comprendemos la cosa real
aludida por ella. Muñecos de cera y plantas reales son aqui para nosotros completamente
admisibles, junto a plantas y muñecos meramente pintados, en demostración de que
lo que aquí nos hacemos presente es es la realidad. no la apariencia artística.La
verosimilitud, no ya la Belleza, es aqui la tarea. Pero ¿qué es la belleza? - «La rosa
es bella» significa tan sólo: la rosa tiene una apariencia buena, tiene algo
agradablemente resplandeciente. Con esto no se quiere decir nada sobre su esencia. La rosa
agrada, provoca placer, en cuanto apariencia: es decir, la voluntad está satisfecha por
el aparecer de la rosa, el placer por la existencia queda fomentado de ese modo. La rosa
es - según su apariencia-una copia fel de su voluntad: lo cual es idéntico con esta
forma: la rosa corresponde, según su apariencia, a la determinación genérica. Cuanto
más hace esto, tanto más bella es: si corresponde segun su esencia a aquella
determinación, es «buena». «Una pintura bella» significa tan sólo: la
representación que nosotros tenemos de una pintu:a queda aquí cumplida: pero cuando
nosotros denominamos «buena» a una pintura, decimos que nuestra representación de una
pintura es la representación que corresponde a la esencia de la pintura. Casi siempre,
sin embargo, por una pintura bella se
entiende una pintura que representa algo bello: éste es el juicio de los legos. Estos
disfrutan la belleza de la materia: asi debemos disfrutar nosotros las artes figurativas
en el drama, sólo que aquí la tarea no puede ser la de representar únicamente algo
bello: basta con que parezca verdadero. El objeto representado debe ser aprehendido de la
maneta más sensible y viva posible; debe producir el efecto de que es verdad: lo
contrario de esa exigencia es lo que se reivindica en toda obra de la bella apariencia. -
Pero cuando lo que el gesto simboliza del sentimiento son las representaciones
concomitantes, ¿bajo qué símbolo se nos comunican las emociones de la voluntad misma,
para que las comprendamos? ¿Cuál es aquí la mediación instintiva? La mediación del
sonido. Tomando las cosas con mayor rigor, lo que el sonido simboliza son los diferentes
modos de placer y de displacer - sin ninguna representación concomitante.
Todo lo que nosotros podemos decir para caracterizar los diferentes sentimientos de
displacer son imágenes de las representaciones que se han vuelto claras mediante el
simbolismo del gesto: por ejemplo, cuando hablamos del horror súbito, del «golpear,
arrastrar, estremecer, pinchar, cortar, morder, cosquillear» propios del dolor. Con esto parecen estar expresadas ciertas «formas
intermitentes» de la voluntad, en suma - en el simbolismo del lenguaje sonoro - el ritmo.
La muchedumbre de intensificaciones de la voluntad, la cambiante cantidad de placer y
displacer las reconocemos en el dinamismo del sonido. Pero la auténtica esencia de éste
se esconde, sin dejarse expresar simbólicamente, en la armonía. La voluntad y su
símbolo - la armonía - ¡ambas, en último término, la lógica pura! Mientras que el
ritmo y el dinamismo continúan siendo en cierta manera aspectos externos de la voluntad
manifestada en símbolos, y casi continúan llevando en sí el tipo de la apariencia, la
armonía es símbolo de la esencia pura de la voluntad. En el ritmo y en el dinamismo,
según esto, hay que caractérizar todavía la apariencía individual como apariencia, por
este lado la músia puede ser desarrollada hasta convertirse en arte de la apariencia. El
residuo insoluble, la armonía, habla de la voluntad fuera y dentro de todas las formas de
apariencia, no es, pues, meramente simbolismo del sentimiento, sino del mundo. El concepto
es, en su esfera, completamente impotente.
Ahora aprehendemos el significado que el lenguaje de los gestos y el lenguaje del sonido
tienen para la obra de arte dionisiaca. En el primitivo ditirambo primaveral del pueblo el
ser humano quiere expresarse no como in.dividuo, sino como ser humano genérico. El hecho
de dejar de ser un hombre individual es expresado por el simbolismo del ojo, por el
lenguaje de los gestos, de tal manera que en cuanto sátiro, en cuanto ser natural entre
otros seres naturales, habla con gestos, y, desde luego, con el lenguaje intensificado de
los gestos, con el gesto del baile. Mediante el sonido, sin embargo, expresa los
pensamientos más íntimos de la naturaleza: lo que aquí se hace directamente inteligible
no es sólo el genio de la especie, como en el gesto, sino el genio de la existencia en
sí, la voluntad. Con el gesto, por tanto, permanece dentro de los límites del género,
es decir, del mundo de la apariencia, con el sonido, en cambio, resuelve, por así
decirlo, el mundo de la apariencia en su unidad originaria, el mundo de Maya desaparece
ante su magia.
Mas ¿cuándo llega el ser humano natural al simbolismo del sonido? ¿Cuándo ocurre
que ya no basta el lenguaje de los gestos? ¿Cuándo se convierte el sonido en música?
Sobre todo, en los estados supremos de placer y de displacer de la voluntad, en cuanto
voluntad llena de júbilo o voluntad angustiada hasta la muerte, en suma, en la embriaguez
del sentimiento: en el grito. ¡Cuánto más potente e inmediato es el grito, en
comparación con la mirada! Pero también las excitaciones más suaves de la voluntad
tienen su simbolismo sonoro: en general, hay un sonido paralelo a cada gesto: pero
intensificar el sonido hasta la sonoridad pura es algo que sólo lo logra la embriaguez
del sentimiento. A la fusión intimísima y frecuentísima entre una especie de simbolismo
de los gestos y el sonído se le da el nombre de lenguaje. En la palabra, la esencia de la
cosa es simbolizada por el sonido y por su cadencia, por la fuerza y el ritmo de su sonar,
y la representación concomitante, la imagen, la apariencia de la esencia son simbolizadas
por el gesto de la boca. Los símbolos pueden y tienen que ser muchas cosas; pero brotan
de una manera instintiva y con una regularidad grande y sabia. Un símbolo notado es un
conceptor dado que, al retenerlo en la memoria, el sonido se extingue del todo, ocurre que
en el concepto queda conservado sólo el símbolo de la representación concomitante. Lo
que nosotros podemos designar y distinguir, eso lo «concebimos».
Cuando el sentimiento se intensifica, la esencia de la palabra se revela de un modo más
claro y sensible en el símbolo del sonido: por ello suena más. El recitado es, por así
decirlo, un retorno a la naturaleza: el símbolo que se va embotando con el uso recobra su
fuerza originaria. Con la sucesión de las palabras, es decir, mediante una cadena de
símbolos, se trata de representar simbólicamente algo nuevo y más grande: en esta
potencia, el ritmo, el dinamismo y la armonía vuelven a resultar necesarios. Este
círculo superior domina ahora al círculo más reducido de la palabra única: resulta
necesaria una elección de las palabras, una nueva colocación de las mismas, comienza la
poesía. El recitado de una frase no es acaso una sucesión de sonoridades verbales: pues
una palabra tiene sólo una sonoridad totalmente relativa, ya que su esencia, su contenido
representado por el símbolo, es distinto en cada caso, según sea su colocación. Dicho
con otras palabras: desde la unidad superior de la frase y del ser simbolizado por ésta
se determina constantemente de un modo nuevo el símbolo individual de la palabra. Una
cadena de conceptos es un pensamiento: éste es, por tanto, la unidad superior de las
representaciones concomitantes. La esencia de la cosa es inalcanzable para el pensamiento:
pero el hecho de que éste actúe sobre nosotros como motivo, como incitación de la
voluntad, se aclara porque el pensamiento se ha convertido ya al mismo tiempo en símbolo
notado de una apariencia de la voluntad, de una emoción y apariencia de la voluntad. Pero
el pensamiento hablado, es decir, con el simbolismo del sonido, actúa de una.manera
incomparablemente más poderosa y directa. Y cantado, alcanza la cumbre de su efecto
cuando la melodía es el símbolo inteligible de su voluntad: si esto no ocurre, entonces
lo que actúa sobre nosotros es la serie de sonidos, y en cambio la serie de palabras, el
pensamiento, permanece para nosotros lejano e indiferente.
Según que la palabra deba actuar preponderantemente como símbolo de la
representación concomitante o como símbolo de la emoción originaria de la voluntad, es
decir, según que se trate de simbolizar imágenes o sentimientos se separan los caminos
de la poesía, la epopeya y la lírica.
El primero conduce al arte plástico, el segundo, a la música: el placer por la
apariencia domina la epopeya, la voluntad se revela en la lírica. El primero se disocia
de la música, la segunda permanece aliada con ella. En el ditirambo dionisíaco, en
cambio, el exaltado dionisíaco es excitado hasta la intensificación suprema de todas sus
capacidades simbólicas: algo jamás sentido aspira a expresarse, el aniquilamiento de la
individuación, la unidad en el genio de la especie, más aún, de la naturaleza. Ahora la
esencia de la naturaleza va a expresarse: resulta necesario un nuevo mundo de símbolos,
las representaciones concomitantes llegan hasta el símbolo en las imágenes de una
humanidad intensificada, son representadas con la máxima energía física por el
simbolismo corporal entero, por el gesto del baile. Pero también el mundo de la voluntad
demanda una expresión simbólica nunca oída, las potencias de la armonía, del
dinamismo, del ritmo crecen de súbito impetuosamente. Repartida entre ambos mundos,
también la poesía alcanza una esfera nueva: a la vez sensibilidad de la imagen, como en
la epopeya, y embriaguez sentimental del sonido, como en la lírica. Para aprehender este
desencandenamiento global de todas las fuerzas simbólicas se precisa la misma
íntensificación del ser que creó ese desencadenamiento: el servidor ditirámbico de
Dioniso es comprendido únicamente por sus iguales. Por ello, todo este nuevo mundo
artístico, en su extraña, seductora milagrosidad va rodando entre luchas terribles a
través de la Grecia apolínea.
SÓCRATES Y LA TRAGEDIA:
Conferencia pronunciada por Nietzsche en Basilea el 18 de Febrero de 1870.
LA ÉRIDE MALVADA:
Éride es la personificación mitológica de la discordia. En Los
trabajos y los días, 11 2., Hesíodo distingue, sin embargo, dos
Érides: la malvada, hija de la noche, y la buena, puesta por Zeus
en el mundo como estímulo, esto es, como espíritu de emulación.
ESTICOMITIA:
Distribución de las frases en la estrofa, según la cual cada una de ellas ocupa
exactamente un verso. En el diálogo dramático se produce cuando cada uno de los
versos es recitado por un actor distinto.
LA VISIÓN DIONISÍACA DEL MUNDO:
Trabajo escrito por Nietzsche en el verano de 1870.
GÉNERO DITIRÁMBICO:
Ditirámbico=excitante.
GÉNERO HESICÁSTICO:
Hesicástico=Calmante.
LECHE BLANCA COMO LA NIEVE:
En las lineas anteriores Nietzsche ha transcrito de manera casi literal el
contenido de los versos 677-711 de Las Bacantes.
CRUZ OCULTA BAJO ROSAS:
Ver Zame Xenien (Epigramas suaves), III
ESPEJO TRANSFIGURADO:
Según la mitología, Medusa era una de las tres Gorgonas. Su
mirada era tan penetrante, que a quien la sufría quedaba convertido en piedra.
Perseo, el matador de Medusa, para no mirarla, utilizó como espejo
su pulimentado escudo, con lo cual no hubo de temer la terrible mirada del
monstruo.
PERIACTO:
En el teatro antiguo consistía en un armazón giratorio que contenía el
decorado.
SÍMBOLOS PROPIOS DEL DOLOR:
Versos de la poesía de Goethe: Der Taucher (El buzo)