GENEALOGÍA DE LA MORAL
¿Qué significan los ideales ascéticos?
(Tratado Tercero)
(PRINCIPAL)
Despreocupados, irónicos, violentos -así nos quiere la sabiduría:
es una mujer,
ama siempre únicarnente a un guerrero...
Así habló Zaratustra
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¿Qué significan los ideales ascéticos? - Entre artistas, nada o demasiadas cosas
diferentes; entre filósofos y personas doctas, algo así como un olfato y un instinto
para percibir las condiciones más favorables de una espiritualidad elevada; entre
mujeres, en el mejor de los casos, una amabilidad más de la seducción, un poco de
morbidezza [morbidez] sobre una carne hermosa, la angelicidad de un bello animal grueso;
entre gentes fisiológicamente lisiadas y destempladas (la mayoría de los mortales), un
intento de encontrarse «demasiado buenas» para este mundo, una forma sagrada de
desenfreno, su principal recurso en la lucha contra el lento dolor y contra el
aburrimiento; entre sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de
poder, y también la «suprema» autorización para el mismo; finalmente, entre santos, un
pretexto para el letargo invernal, su novissima gloriae cupido [novísima avidez de
gloria], su descanso en la nada («Dios»), su forma peculiar de locura. Ahora bien, en el
hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas para el hombre se expresa la
realidad fundamental de la voluntad humana, su horror vacui [horror al vacío): esa
voluntad necesitra una meta - y prefiere querer en nada a no querer. -¡Se me entiende!...
¿Se me ha entendido?... «¡De ninguna manera, señor!» - Comencemos, pues, desde el
principio.
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¿Qué significan los ideales ascéticos! - O para tomar un solo caso con respecto al cual
se me ha consultado con bastante frecuencia, ¿qué significa, por ejemplo, el que un
artista como Richard Wagner rinda homenaje a la castidad en los días de su vejez? Es
verdad que, en cierto sentido, eso lo hizo siempre; pero sólo en el último momento lo
hizo en un sentido ascético. ¿Qué significa esa modificación del «sentido, ese
radical cambio de sentido? -pues fue un cambio, y con él Wagner dio directamente el salto
a su antítesis. ¿Qué significa que un artista dé el salto a su antítesis?... Supuesto
que queramos detenernos un poco en esta cuestión, nos viene aquí en seguida el recuerdo
de la época más buena, más fuerte, más jubilosa, más valerosa que hubo tal vez en la
vida de Wagner: fue cuando el pensamiento de las bodas de Lutero le ocupaba de una manera
íntima y profunda. ¿Quién sabe de qué azares ha dependido propiamente el que nosotros
tengamos hoy, en lugar de aquella música nupcial, Los maestros cantores? ¿Y cuánto de
aquélla sigue quizá resonando todavía en éstos? Pero no hay ninguna duda de que, aun
en esas Bodas de Lutero, se habría tratado de un elogio de la castidad. También, de
todos modos, de un elogio de la sensualidad: - y justo así me parecería bien, justo así
habría sido ello también «wagneriano». Pues entre castidad y sensualidad no se da una
antítesis necesaria; todo buen matrimonio, toda auténtica relación amorosa de corazón
está por encima de esa antítesis. A mi parecer, Wagner habría hecho bien en llevar de
nuevo al ánimo de sus alemanes esta agradable realidad, con ayuda de una graciosa y
atrevida comedia sobre Lutero, pues hay y ha habido siempre entre los alemanes muchos
calumniadores de la
sensualidad; y acaso el mérito de Lutero en ninguna otra cosa fue más grande que en
haber tenido cabalmente el valor de su sensualidad (-entonces se la llamaba, con bastante
delicadeza, «libertad evangélica...»). Pero aun en el caso de que exista realmente esa
antítesis entre castidad y scnsualidad, no es necesario, por fortuna, que sea ya una
antítesis trágica. Esto debería valer al menos de todos los mortales dotados de mejor
constitución, dotados de mejores ánimos, los cuales están lejos de contar sin más,
entre las razones contrarias a la existencia, su hábil equilibrio entre «la bestia y el
ángel», -los más sutiles y los más lúcidos, como Goethe, como Hafis, han visto incluso en esto un atractivo más de la
vida. Precisamente tales «contradicciones» tientan seductoramente a
existir... Por otro lado, resulta manifiesto que cuando los cerdos lisiados son llevados a
adorar la castidad -¡y tales cerdos existen!- ven y adoran en ella sólo su antítesis,
la antítesis del cerdo lisiado -¡oh, es fácil imaginar con qué trágico gruñido y
fervor lo hacen!-, aquella penosa y supertlua antítesis que Richard Wagner, al final de
su vida, quiso, sin ninguna duda, poner todavía en música y llevar a la escena. Mas
¿con qué finalidad? es lícito y justo preguntar. Pues ¿qué le importaban a él
los cerdos, qué nos irnportan a nosotros! -
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Es cierto que aquí no podemos eludir esta otra pregunta: ¿qué le importaba a él en
realidad aquella varonil (ay, tan poco varonil) «candidez campesina», aquel pobre
diablo, aquel agreste muchacho llamado Parsifal, ai que acabó por hacer católico con
medios tan pérfidos? -¿córno?, ¿fue tomado en serio en absoluto el tal Parsifal? Se
podría, en efecto, estar tentado a suponer lo contrario, e incluso a desearlo, -que el
Parsifal wagneriano estuviese tomado en broma, como epílogo y como drama satírico, por
así decirlo, con el cual el Wagner trágico habría querido despedirse de nosotros,
tambien de sí mismo, y ante todo de su tragedia, de una manera realmente conveniente y
digna de él, a saber, con un exceso de suprema y traviesisima parodia de lo trágico,
parodia de toda la espantosa seriedad y desolación terrenas de otro tiempo,parodia de la
forma más grosera finalmente
superada, que hay en la antinaturaleza del ideal ascético. Como he dicho, esto hubiera
sido cabalmente digno de un gran trágico; el cual, como todo artista, alcanza la última
cumbre de su grandeza tan sólo cuando sabe verse a sí mismo y a su arte por debajo de
sí, cuando sabe reírse de sí. ¿Es el Parsifal» de Wagner su secreto reírse, por
superioridad, de si mismo, el triunfo de su última, suprema, conquistada libertad de
artista, de su más-allá del artista? Quisiéramos desearlo, como ya he dicho: pues
¿qué sería el Parsifal tomado en serio? ¿Es realmente necesario ver en él (como
se ha dicho en contra mía) «el engendro de un enloquecido odio contra el conocirniento,
el espíritu y la sensualidad? ¿Una maldición lanzada contra los sentidos y contra
el espíritu en un único odio y un único aliento? ¿Una apostasía y una conversión a
los ideales cristianamente morbosos y oscurantistas? ¿Y, en fin, incluso un
negarse-a-sí-mismo, un borrarse-a-sí-mismo por parte de un artista que hasta ese
instante había pretendido, con todo el poder de su voluntad, lo contrario, es decir, la
suprema espiritualización y sensualidadde su arte? Y no sólo de su arte: también de su
vida. Recuérdese el entusiasmo con que, en su tiempo, siguió Wagner las huellas del
filósofo Feuerbach: en los años treinta y cuarenta
la frase de Feuerbach acerca de la «sana sensualidad, resonó para Wagner, igual que para
muchos alemanes (se llamaban a sí mismos los «jóvenes alemanes»), como una palabra de
redención. ¿Acabó Wagner por cambiar de doctrina sobre esto? Pues al menos parece
que acabó por querer enseñar lo opuesto..... Y no
sólo con las trompetas de Parsifal,desde lo alto del escenario: -en la turbia actividad
literaria de sus últimos años, tan poco libre como desconcertada, hay cien pasajes en
los que se delatan un secreto deseo y una secreta voluntad, una acobardada, insegura,
inconfesada voluntad de predicar propiamente la vuelta atrás, la conversión, la
negación, el cristianismo, la Edad Media, y de decir a sus discípulos: ¡Todo esto
no es nada! ¡Buscad la salvación en otra parte!»Incluso en una ocasión es invocada la
«sangre del Redentor...
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Permítaseme expresar mi opinión en un caso como éste, que encierra muchas cosas penosas
-y se trata de un caso típico-: sin duda lo mejor que puede hacerse es separar hasta tal
punto al artista de su obra que no se le tome a aquél con igual seriedad que a ésta. En
última instancia él es tan solo la condición preliminar de su obra, el seno materno, el
terreno, a veces el abono y el estiércol sobre el cual y del cual crece aquélla, - y por
esto es, en la mayor parte de los casos, algo que se debe olvidar si se quiere gozar de la
obra misma. El indagar la procedencia de una obra interesa a los fisiólogos y
vivisectores del espíritu: ¡nunca y en ningún caso a los estetas, a los artistas! Al
que creó y plasmó el Parsifal no se le excusó el trabajo de un profundo, radical e
incluso terrible revivir y descender a los contrastes anímicos medievales, un hostil
apartamiento de toda elevación, rigor y disciplina del espíritu, una especie de
perversidad intelectual (si se me permite la expresión), de igual manera que tampoco a
una mujer encinta se le ahorran los ascos y antojos del embarazo: cosas éstas que, como
se ha dicho, hay que olvidar para gozar del hijo. Debemos guardarnos de la confusión en
que por contiguity [contigüidad] psicológica, para decirlo igual que los ingleses, muy
fácilmente cae un artista: la de creer que él mismo es aquello que él puede
representar, concebir, expresar. En realidad ocurre que, si él lo fuera, no lo podría en
absoluto representar, concebir, expresar; Homero no habría creado
a Aquiles ni Goethe habría creado a Fausto, si el primero hubiera sido Aquiles, y el
segundo, Fausto. Un artista perfecto y total está apartado, por toda la eternidad, de lo
«real», de lo efectivo; se comprende, por otra parte, que a veces pueda sentirse cansado
hasta la desesperación de esa eterna «irrealidad» y falsedad de su más íntimo
existir, -y
que entonces haga el intento de irrumpir de golpe en lo que justo a él más prohibido le
está, en lo real, que haga el intento de ser real. ¿Con qué resultado? Se lo habrá
adivinado... Es ésta la veleidad típica del artista: la misma veleidad a la que también
sucumbió el viejo Wagner y que tuvo que expiar a un precio tan alto y de un modo tan
funesto (-a causa de ella perdió la parte más valiosa de sus amigos). Pero en última
instancia, aun prescindiendo totalmente de esa veleidad, ¿quién podría en absoluto no
desear, por amor al mismo Wagner, que se hubiera despedido de nosotros y de su arte de
otro modo, no con un Parsifal, sino de una manera más victoriosa, más segura de sí,
más wagneriana -de una manera menos desconcertante, menos ambigua en lo referente a todo
su querer, menos schopenhaueriana, menos nihilista?...
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- ¿Qué significan, pues, los ideales ascéticos? En el caso de un artista, ya lo hemos
comprendido: ¡absolutamente nada!.... ¡O tantas cosas distintas, que es lo mismo que
absolutamente nada!... Eliminemos por de pronto a los artistas:¡no tienen, ni de lejos,
suficiente independencia en el mundo y contra el mundo como para que sus apreciaciones de
valor y los cambios de éstas mereciesen interés en sí! Los artistas han sido en todas
las épocas los ayudas de cámara de una moral, o de una filosofía, o de una religión; prescindiendo totalmente, por otro lado,del
hecho de que, por desgracia, han sido muy a menudo los demasiado maleables cortesanos de
sus seguidores y mecenas, así como perspicaces aduladores de poderes antiguos o de
poderes nuevos y ascendentes. Cuando menos, siempre tienen necesidad de una defensa
protectora, de un apoyo, de una autoridad ya asentada: los artistas no se sostienen nunca
de por sí, el estar solos va en contra de sus instintos más hondos. Así, por ejemplo,
Richard Wagner, «cuando hubo llegado el tiempo», tomó al filósofo Schopenhauer como
jefe de fila y como defensa protectora: - ¿quién podría considerar imaginable siquiera
que Wagner habría tenido valor para defender un ideal ascético sin el sostén que le
ofrecía la filosofía de Schopenhauer, sin la autoridad de Schopenhauer, la cual había
adquirido preponderancia en Europa en los años setenta? (y aquí no consideramos todavía
la cuestión de sí, en la Nueva Alemania, habría sido posible en absoluto un artista sin
la leche de una disposición de ánimo devota, devota del
Reich). - Y con esto hemos llegado a la cuestión más seria: ¿qué significa que rinda
homenaje al ideal ascético un verdadero filósofo, un espíritu realmente asentado en sí
mismo como Schopenhauer, un hombre y un caballero de broncínea mirada, que tiene el valor
de ser él mismo, que sabe estar solo y no espera a jefes de fila ni a indicaciones
venidas de arriba? - Examinemos aquí en seguida la notable y, para cierta especie de
hombres, incluso fascinante posición de Schopenhauer respecto al arte; pues,
evidenternente, fue sobre todo a causa de ésta por lo que Richard Wagner se pasó a
Schopenhauer (persuadido a ello por un poeta, como es sahido, por Herwegh); y esto hasta el punto de que surgió una completa
contradicción teórica entre su anterior y su posterior fe estética, -la primera
expresada, por en ejemplo, en Opera y drama, y la última, en los escritos que publicó a
partir de 1870. En especial, y esto es lo que tal vez más sorprende, Wagner modifica sin
la más mínima consideración, a partir de ahora, su juicio sobre el valor y la posición
de la música misma: ¿qué le importaba el que hasta entonces hubiese hecho de ella un
medio, un mediurn, una mujer», que para florecer necesitaba absolutamente de una
finalidad, de un hombre -es decir, del drama! De un golpe comprendió que se podía hacer
más in majoren musicae gloriam [para mayor gloria de la
músisa] con la teoría y la innovación de Schopenhauer, es decir, con la soberanía de
la músiza, tal como éste la entendía: la música situada aparte frente a todas las
demás artes, la música como el arte independiente en sí, no ofreciendo, como aquéllas,
reproducciones de la fenomenalidad, antes bien hablando el lenguaje de la voluntad misma,
brotando directamente del «abismo», como a revelación más propia, más originaria,
más inderivada de éste. Con este extraordinario aumento de valor de la música, que
parecía brotar de la filosofía de Schopenhauer, también el músico mismo aumentó
inauditamente de precio de un modo repentino: a partir de ahora se convirtió en un
oráculo, en un sacerdote, e incluso más que un sacerdote, en una especie de portavoz del
«en-sí, de las cosas, en un teléfono del rnás allá -en adelante ya no recitaba sólo
música, este ventrílocuo de Dios, -recitaba metafísica: ¿qué puede extrañar el que
un día terminase por recitar ideales ascéticos?
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Schopenhauer se sirvió de la concepción kantiana del problema estético, - aunque es del
todo cierto que no lo contempló con ojos kantianos. Kant pensaba que hacía un honor al
arte dando la preferencia y colocando en el primer piano, entre los predicados de lo
bello, a los predicados que constituyen la honra del conocimiento: impersonalidad y
validez universal. No es éste el sitio adecuado para discutir si, en lo principal, no era
esto un error; lo único que quiero subrayar es que Kant, al igual que todos los
filósofos, en lugar de enfocar el problema estético desde las experiencias del artista
(del creador), reflexionó sobre el arte y lo bello a partir únicamente del
«espectador» y, al hacerlo, introdujo sin darse cuenta al «espectador» mismo en el
concepto «bello». ¡Pero si al menos ese «espectador» les hubiera sido bien conocido a
los filósofos de lo bello! -quiero decir, ¡conocido como un gran hecho y una gran
experiencia personales, como una plenitud de singularísimas y poderosas vivencias,
apetencias, sorpresas, embriagueces en el terreno
de lo bello! Pero me temo que ocurrió siempre lo contrario: y así, ya desde el mismo
comienzo, nos dan definiciones en las que, como ocurre en aquella famosa que Kant da de lo
bello, la ausencia de una más delicada experiencia propia se presenta con la figura de un
gordo gusano de error básico. «Es bello, dice Kant, lo que agrada desinteresadamente»; ¡Desinteresadamente!
Compárese con esta definición aquella otra expresada por un verdadero «espectador» y
artista -Stendhal, que llama en una ocasión a lo bello une promesse
de bonheur: [una promesa de felicidad]. Aquí queda en todo caso repudiado y eliminado
justo aquello que Kant destaca con exclusividad en el estado estético: le
désinttéressement (el desinterés]. ¿Quién tiene razón, Kant o Stendhal? - Aunque es
cierto que nuestros estéticos no se cansan de poner en la balanza, en favor de Kant, el
hecho de que, bajo el encannto de la belleza, es posible contemplar «desinteresadamente»
incluso estatuas femeninas desnudas, se nos permitirá que nos riamos un poco a costa
suya: - las experiencias de los artistas son, con respecto a este escabroso punto, más
interesantes», y Pigmalión, en todo caso, no fue necesariamente un «hombre
antiestético». ¡Pensemos tanto mejor de la inocencia de nuestros estéticos, reflejada
en tales argumentos, consideremos, por ejemplo, como algo que honra a Kant lo que sabe
enseñarnos, con la ingenuidad propia de un cura de aldea, sobre la peculiaridad de
sentido del tacto. -Y aquí volvemos a Schopenhauer, que
tuvo con las artes una vinculación completamente distinta que Kant y que, sin embargo, no
se libró del sortilegio de la definición kantiana: ¿cómo ocurrió esto? El asunto es
bastante extraño: la expresión «desinteresadamente» Schopenhauer la interpretó para
el mismo de una manera personalisima, partiendo de una experiencia que, en él, tuvo que
ser de las más normales. Sobre pocas cosas habla Schopenhauer con tanta seguridad como
sobre el efecto de la contemplación estética: le atribuye un efecto contrarrestador
presisamente del «interés sexual, es decir, parecido al de la lulupina y el alcanfor, y
nunca se cansó de ensalzar, como la gran ventaja y utilidad del estado estético, ese
liberarse de la «voluntad». Más aún, se podría estar tentado a preguntar sí su
concepción básica de Voluntad y representución, el pensamiento de que tan sólo por
medio de la «representación» puede haber una liberación de la «voluntad», no tuvo su
origen en una generalización de aquella experiencia sexual. (Digamos de pasada que, en
todas las cuestiones referentes a la filosofía sshopenhaueriana,no debe olvidarse que se
trata de la concepción de un joven de veintiséis años; de tal manera que esa filosofía
no participa sólo de lo específico de Schopenhauer, sino también de lo especifico de
esa edad de la vida.) Oigamos, por ejemplo, uno de los pasajes más expresivos entre los
innumerables escritos por él a honra del estado estético
(El mundo como voluntad y representación, I 231), escuchemos el tono, el
sufrimiento, la felicicidad, el agradecimiento con que han sido dichas las siguientes
palabras. «Este es el estado indoloro que Epicuro ensalzaba como el bien supremo y como
el estado propio de los dioses; en ese instante estamos sustraídos al ruin acoso de la
voluntad, celebramos el sábado del trabajo forzado del querer, la rueda de Ixión se
detiene... ¡Qué vehemencia de las palabras! ¡Qué imágenes del tormento y del largo
hastío! ¡qué contraposición casi patológica de tiempos entre «ese instante», por un
lado, y, por otro, la «rueda de Ixión», el «trabajo forzado del querer», el «ruin
acoso de la voluntad»! - Pero suponiendo que Schopenhauer tuviese cien veces razón en lo
que respecta a su persona, ¿qué se habria logrado con esto para la comprensión de la
esencia de lo bello? Schopenhauer ha descrito un solo efecto de lo bello, el efecto
calmante de la voluntad, - pero ¿es éste siquiera el efecto normal? Stendhal, como
hemos dicho, naturaleza no menos sensual, pero de constitución más feliz que
Schopenhauer, destaca otro efecto de lo bello: «lo bello produte la felicidad», a él le
parece que lo que de verdad acontece es precisamente la excitación de la voluntad (del
intertés) por lo bello. ¿Y no se le podría, en fin, objetar al mismo Schopenhauer que
él no tiene ningún derecho a creerse kantiano en esto, que no entendió en absoluto
kantianamente la definición kantiana de lo bello, - que tambien a él lo bello le agrada
por un «interés», incluso por el interés del torturado que escapa a su tortura!... Y
volviendo a nuestra primera pregunta, «¿qué significa que un filósofo rinda homenaje
al ideal ascético?», obtenemos aquí al menos una primera indicación: quiere escapar a una tortura.
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Guardémonos de poner en seguida rostros lúgubres al oír la palabra
"tortura": precisamente en este caso es bastante lo que hay que descontar, lo
que hay que restar, - queda incluso algo de qué reír. Ante todo no infravaloremos la
circunstancia de que Schopenhauer, que de hecho trata como a un enemigo personal a la
sexualidad (incluido su instrumento la mujer, ese instrumentum diáboli [instrumento
del diablo]. Necesitaba enemigos para conservar su buen humor; de que le gustaban las
palabras furibundas, biliosas, verdinegras; de que se encolerizaba por el gusto de
encolerizarse, por pasión; de que habría enfermado, se habría vuelto pesimista(- pues
no lo era, aunque lo deseaba mucho), sin sus enemigos, sin Hegel, la mujer, la
sensualidad, y toda la voluntad de existir, de quedarse. De lo contrario, Schopenhauer no
se hubiera quedado, sobre esto se puede apostar, habría escapado: pero sus enemigos le
tenían sujeto, sus enemigos le seducían una y otra vez a existir, su cólera era para
él, al igual que para los cínicos de la Antigüedad, su bálsamo, su alivio, su
recompensa, su remedium contra la nausea, su felicidad. Esto en lo que respecta a lo
más personal del caso de Schopenhauer; por otro lado, hay en él todavía algo típico,
-y aquí es donde volvemos de nuevo a nuestro problerna. Es indiscutible que, desde que
hay filósofos en la tierra, y en todos los lugares en que los ha habido (desde la India
hasta Inglaterra, para tomar los dos polos opuestos
de la capacidad para la filosofar), existen una auténtica irritación y un auténtico
rencor de aquéllos contra la sensualidad -Schopenhauer es tan sólo el más elocuente y,
si se tiene oídos para escuchar, también el más arrebatador y fascinante de esos
desahogos-: igualmente existen una auténtica parcialidad y una auténtica predilección
de los filósofos por el ideal ascético en su totalidad, esto es cosa sobre la cual y
frente a la cual no debemnos hacernos ilusiones. Ambas cosas forman parte del tipo, como
hemos dicho; y si ambas faltan en un filósofo, entonces éste no pasa de ser -estése
seguro de ello-un filósofo "por así decirio".¿Qué significa esto?Pues hay
que empezar por interpretar tal hecho: en sí está ahi tontamente por toda la eternidad,
como toda «cosa en sí». Todo animal, y por tanto también la bét philosophe [el animal
filósofo], tiende instintivamente a conseguir un optimum de las condiciones
más favorables en que poder desahogar del todo su fuerza, y alcanza su máximum en el
sentimiento de poder; todo animal, de manera asimismo instintiva, y con una finura de
olfato que «está por encima de toda razión», siente horror frente a toda especie de
perturbaciones y de impedimentos que se le interpongan o puedan interponérsele en este
camino hacia el optimum (- de lo que hablo no es de su camino hacia la «felicidad», sino
de su camino hacia el poder, hacia la acción, hacia el más poderoso hacer, y, de hecho,
en la mayoría de los casos, su camino hacia la infelicidad). Y así el filósofo siente
horror del matrimonio y de todo aquello que pudiera persuadirle a contraerlo, - el
matrimonio como obstáculo y fafalidad en su camino hacia el optimum. ¿Qué gran
filósofo ha estado casado hasta ahora? Heráclito, Platón, Descartes, Spinoza, Leibniz,
Kant, Schopenhauer- no lo estuvieron; más aún, ni siquiera podemos imaginarlos casados.
Un filósofo casado es un personaje de comedia, ésta es mi tesis: y por lo que se refiere
a aquella excepción, Sócrates, parece que el malicioso Sócrates se casó ironice [por
ironía],justamente para demostrar esta tesis. Todo fìlósofo diría lo mismo que dijo Buda en una ocasión, cuando le anunciaron el nacimiento de un
hijo. «Me ha nacido Râhula, una cadena ha sido forjada para mí» (Râhula signifìca
aquí «un pequeño demonio»); a todo «espíritu libre» tendría que llegarle una hora
de reflexión, suponiendo que haya tenido antes una hora vacía de pensamientos, como le
llegó en otro tiempo al mismo Buda -«estrecha y oprimida, pensaba para sí, es la vida
en la casa, un lugar de impureza; la libertad está en abandonar la casa»: «tan pronto
como pensó esto abandonó la casa». En el ideal ascético están insinuados tantos
puentes hacia la independencia, que un filósofo no puede dejar de sentir júbilo y
aplaudir en su interior al escuchar la historia de todos aquellos hombres decididos que un
dia dijeron no a toda sujeción y se marcharon a un desierto cualquiera: aun dando por
supuesto que no fueran más que asnos fuertes y todo lo contrario de un espíritu fuerte.
¿Qué significa, pues, el ideal ascético en un filósofo? La respuesta -hace tiempo que
se la habrá adivinado- es: al contemplarlo el filósofo sonríe a un optimum de
condiciones de la más alta y osada espiritualidad, - con ello no niega «la existencia,
antes bien, en ello afirma su existencia y sólo su existencia, y esto acaso hasta el
punto de no andarle lejos este deseo criminal: pereat mundus, fìut philosoyhia fìat
philosophus, fiam!... [perezca el mundo, hágase la filosofía, hágase el filósofo,
hágame yo.]
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¡Ya se ve que estos filósofos no son testigos y jueces incorruptos del valor del ideal
ascético! Piensan en sí mismos, - ¡que les importa a ellos «el santo»! Piensan en lo
que precisamente a ellos les resulta lo más indispensable: estar libres de coerción,
perturbación, ruido, de negocios, deberes, preocupaciones; lucidez en la cabeza; danza,
salto y vuelo de los pensamientos, un aire puro, claro, libre, seco, como lo es el aire de
las alturas, en el que todo ser animal se vuelve más espiritual y le brotan alas;
tranquilidad en todos los subterráneos; todos los perros bien atados a la cadena; ningún
ladrido de enemistad y de hirsuto rencor; ningún roedor gusano de ambición ofendida;
vísceras modestas y sumisas, diligentes cual ruedas de molino, pero lejanas; el corazón,
extraño, en el más allá, futuro, póstumo, - en definitiva, al pensar en el ideal
ascético los filósofos piensan en el jovial ascetismo de un animal divinizado y al que
le han brotado alas, y que, más que descansar sobre la vida, vuela sobre ella. Es sabido
cuáles son las tres pomposas palabras del ideal ascético: pobreza, humildad, castidad; y
ahora mírese de cerca la vida de todos los espíritus grandes, fecundos, inventivos, -
siempre se volverá a encontrar en ella, hasta cierto grado, esas tres cosas. En modo
alguno, ya se entiende, como si fueran acaso sus «virtudes» -¡qué tiene que ver con
virtudes esa especie de hombres!-, sino como las condiciones más propias y más naturales
de su existencia óptima, de su más bella fecundidad. Aquí es del todo posible, desde
luego, que su espiritualidad dominante haya tenido que poner freno por lo pronto a un
indomable y excitable orgullo o a una traviesa sensualidad, o que a aquélla le haya
costado bastante mantener en pie su voluntad de «desierto, acaso frente a una
inclinación al lujo y a lo más rebuscado, y asimismo frente a una pródiga liberalidad
de corazón y de mano. Pero aquella espiritualidad lo hizo, justarnente en cuanto era el
instinto dominante que imponía sus exigencias a todos los demás instintos -y lo
continúa haciendo; si no lo hiciera, no dominaría, en efecto. Nada, pues, hay aquí de
«virtud». Por lo demás, el «desierto» de que acabo de hablar, al que se retiran y en
el que se aíslan los espíritus fuertes, de naturaleza independiente - ¡oh, qué aspecto
tan distinto ofrece del desierto con que sueñan los doctos! -a veces, en efecto, estos
mismos, esos doctos son el desierto. Y lo seguro es que ninguno de los comediantes del
espíritu resistió en absoluto en él, - ¡para ellos no es bastante romántico, bas
tante sirio, no es bastante desierto de teatro! De todos modos, tampoco en él faltan
camellos: pero a esto se reduce toda la srmejanza. Una oscuridad arbitraria, tal vez; un
evitarse a sí mismo; una esquivez frente al ruido, la veneración, el periódiso, la
influencia; un pequeño oficio, una vida corriente, algo que, más bien que sacar a la
luz, oculte; un tratar de vez en cuando con inofensivos u alegres animales y pájaros,
cuya visión recrea; como compañía, una montaña, pero no muerta, sino una montaña con
ojos (es decir son lagos); y aún a veces un cuarto en una fonda abierta a todo el
mundo, abarrotada, en la que uno está seguro de ser confundido con otro y en la que puede
hablar impunemente con cualquiera, - esto es aquí «desierto»: ¡oh, es bastante
solitario, creedrne! Cuando Heráclito se retiró a
las tierras libres y a las columnatas del inmenso templo de Artemisa, este desierto, era
mas digno, lo admito; ¿por qué nos faltan hoy tales ternplos? (-tal vez no nos falten:
acabo de acordarme de mi más bello cuarto de estudio, la Piazza di San Marco, suponiendo
que sea en primavera, y además por la mañana, las horas de 10 a 12). Pero aquello de lo
que Heráclito huía continúa siendo lo mismo de lo que nosotros nos apartamos ahora: el
ruido y la charlatanería de demócratas de los efesios, su política, sus novedades del
Reich (de Persia, ya se entiende), su chismorreria del hoy», - pues nosotros los
filósofos necesitamos sobre todo calma de una cosa: de todo "hoy". Veneramos lo
callado, lo frío, lo noble, lo lejano, lo pasado, en general todo aquello cuyo aspecto no
obliga al alrna a defenderse y a cerrarse, -algo con lo que se pueda hablar sin elevar la
voz. Escúchese el sonido que tiene un espíritu cuando habla: todo espíritu tiene su
sonido,
ama su sonido. Ese de ahí, por ejemplo, tiene que ser necesariamente un agitador, quiero
decir una cabeza hueca, una cazuela vacía: todo lo que en
ella entra, sea lo que sea, sale de allí con un sonido sordo y grueso, cargado con el eco
del gran vacío. Aquel de allí rara es la vez que no habla con voz ronca: ¿acaso se ha
puesto ronco pensando? Sería posible -pregúntese a los fisiólogos-, pero quien piensa
en palabras, piensa como orador y no como pensador (deja ver que, en el fondo, no piensa
cosas, hechos, sino que piensa sólo a propósito de cosas, que propiamente se piensa a si
y a sus oyentes). Aquel tercero de allá habla de manera insinuante, se nos acerca
demasiado, su aliento llega hasta nosotros, cerramos involuntariamente la boca, aunque
aquello a través de lo cual nos hable sea un libro: el sonido de su estilo nos da la
razón de ello, - no tiene tiempo, cree mal en
sí mismo, o habla hoy o no hablará ya nunca. Pero un espíritu que esté seguro de sí
mismo habla quedo; busca el ocultamiento, se hace esperar. A un filósofo se le reconoce
en que se aparta de tres cosas brillantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las
mujeres: con lo cual no se ha dicho que estas cosas no vengan a él. Se recata de la luz
demasiado intensa; por ello se recata de su época y del día de esta. En esto es como una
sombra: cuanto más se hunde el sol, tanto más grande se vuelve ella. En lo que se
refiere a su «humildad», el filósofo, al igual que soporta lo oscuro, así soporta
también una cierta dependencia y eclipsamiento: más aún, teme la perturbación causada
por el rayo, se aparta con terror de la indefensión propia de un árbol demasiado
solitario y abandonado, sobre el que todo mal tiempo descarga su mal humor, y todo mal
humor descarga su mal tiempo. Su
instinto «maternal», el amor secreto a aquello que en el germina, lo empuja a
situaciones en que se le exonere de pensar en sí; en el mismo sentido en que el instinto
materno que hay en la mujer ha mantenido hasta ahora la situación de dependencia de ésta
en general. En última instancia, estos filósofos piden muy poco, su divisa es «quien
posee, es poseído» -: y ello, tengo que repetirlo una y otra vez, no por virtud, no por
una meritoria voluntad de sobriedad y de sencillez, sino porque su supremo señor así lo
exige de ellos, lo exige sabia e inexorablemente: él sólo tiene en cuenta una única
cosa, y únicamente para ella recoge, únicamente para ella ahorra todo lo demás, el
tiempo, la fuerza, el amor, el interés. A este tipo de hombres no les gusta ser
perturbados por enemistades, y tampoco por amistades: fácilmente olvidan o perdonan.
Piensan que es de mal gusto hacerse los mártires; «sufrir por la verdad» - eso lo dejan
para los ambiciosos y para los héroes de escenario del espíritu y para todo el que tenga
tiempo de sobra ( - ellos mismos, los filósofos tienen algo que hacer por la verdad).
Hacen escaso uso de grandes palabras; se dice que la misma palabra «verdad» les repugna:
suena demasiado ampulosamente... Por fin, en lo que se refiere a la castidad de los
filósofos, esta especie de espíritus tiene evidentemente su fecundidad en algo distinto
de los hijos; acaso está en otro lugar también la pervivencia de su nombre, su peqeña
inmortalidad (en la antigua India los filósofos se expresaban de manera más inmodesta
aún, «¿para qué ha de tener descendientes aquel cuya alma es el mundo? No hay en esto
nada de una castidad nacida de algún escrúpulo ascético o de odio contra los sentidos,
de igual manera que no es castidad el que un atleta o un jockey se abstengan de las
mujeres: antes bien, así lo quiere, al menos para tiempos del gran embarazo, su instinto
dominante. Todo artista sabe que en estados de gran tensión y preparación espiritual, el
dormir con mujeres pruduce un efecto muy nocivo; los más poderosos entre ellos, los de
instintos más seguros no necesitan, para saberlo, hacer la experiencia, la mala
experiencia, -sino que es cabalmente su instinto «maternal» de que aquí dispone sin
consideración alguna, en provecho de la obra en gestacicín, de todas las demás reservas
y aflujos de fuerza, del vigor de la vida animal: la fuerza mayor consume entonces a la
fuerza menor. -Por lo demás, explíquese el caso antes mencionado de Schopenhauer según
esta interproducción: la visión de lo bello actuaba en él evidentemente como estímulo
liberador sobre la fuerza principal de su naturaleza (la fuerza de la reflexión y de la
mirada penetrante); de tal manera que entonces ésta explotaba y de un golpe se
enseñoreaba de la conciencia. Con esto no se pretende excluir en absoluto la posibilidad
de que aquella peculiar dulzura y plenitud propias del estado estético tengan acaso su
origen precisamente en el ingrediente «sensualidad, (de igual manera que es de esa fuente
de donde brota aquel «idealismo» que es propio de las muchachas casaderas) -y, por
tanto, la sensualidad no queda eliminada cuando aparece el estado estético, como creia
Schopenhauer, sino que únicamente se transfigura y no penetra en la conciencia ya como
estímulo sexual. (Sobre este punto de vista volveré otra vez, en conexión con problemas
más delicados de la fìsiología de la estética, ciencia tan intacta, tan poco explorada
hasta hoy.)
9
Como hemos visto, un cierto ascetismo, una dura y serena renuncia hecha del mejor grado,
se cuentan entre las condiciones más favorables de la espiritualidad altísima y tambien
entre las consecuencias más naturales de ésta; por ello,de antemano no extrañará que
el ideal ascético haya sido tratado siempre con una cierta parcialidad a su favor
precisamente por los filósofos. En un examen histórico serio se pone incluso de
manifiesto que el vínculo entre ideal ascetico y filosofía es aún mucho más estrecho y
riguroso. Podría decirse que sólo apoyándose en los andadores de ese ideal es como la
filosofía aprendió en absoluto a dar sus primeros pasos y pasitos en la tierra -¡ay,
tan torpe aún, ay, cón cara tan descontenta, ay, tan pronta a caerse y a quedar tendida
sobre el vientre, esta pequeña y tímida personilla mimosa, de torcidas piernas! A la
fìlosofía le ocurrió al principio lo mismo que a todas las cosas buenas, -
durante mucho tiempo éstas no tuvieron el valor de afirmarse a sí mismas, miraban en
torno suyo por si alguien quería venir en su ayuda, más aún, tenían miedo de todos los
que las miraban. Enumérese una a una todas las pulsiones y virtudes del filósofo - su
pulsión dubitativa, su pulsión negadora, su pulsión expectativa (eféctica), su pulsión análitica, su pulsión
investigadora, indagadora, atrevida, su pulsión comparativa, compensadora, su voluntad de
neutratlidad y objetividad, su voluntad de actuar siempre sine
ira e studio (sin ira ni parcialidad) - : ¿se ha comprendido ya bien que todas esas
pulsiones salieron durante larguísimo tiempo al encuentro de las primeras exigencias de
la moral y de la conciencia? (para no decir nada de la razón en cuanto tal, a la
que todavía Lutero gustaba de llamar Señora Sabia, la sabia prostituta). ¿Se ha
comprendido ya bien que un filósofo, si hubiera cobrado consciencia de sí, habría
tenido que sentirse precisamente como la encarnación del nitimur
in vetitum nos lanzamos hacia lo vedado) - y, en consecuencia, se guardaba de sentirse
a sí mismo, de cobrar consciencia de sí?... Como hemos dicho, esto es lo que
ocurre con todas las cosas buenas de que hoy estamos orgullosos; incluso medido con el
metro de los antiguos griegos, todo nuestro ser moderno, en cuanto no es debilidad, sino
poder y consciencia de poder, se presenta como pura hybris (orgullo sacrílego) e
impiedad: pues justo las cosas opuestas a las que hoy nosotros veneramos son las que,
durante un tiempo larguísimo, han tenido la conciencia a su favor y a Dios como su
custodio. Hybris es hoy nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra
violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de
los técnicos e ingenieros; hybris es hoy nuestra actitud con respecto a Dios, quiero
decir con respecto a cualquier presunta tela de araña de la finalidad y de la eticidad
situadas por detrás del gran tejido-red de la causalidad - nosotros
podríamos decir, como decia Carlos el Temerario en su lucha con Luis XI, je combats
l'universelle araignée [yo lucho contra la araña universal]-; hybris es
nuestra actitud con respecto a "nosotros", - pues con nosotros hacemos
experimentos que no nos permitiríamos con ningún animal, y, satisfechos y
curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡que nos importa ya a nosotros la salud»
del alma! A continuación nos curamos a nosotros mismos: estar enfermo es instructivo, no
dudamos de ello, más instructivo aún que estar sano, - quienes nos ponen enfermos nos
parecen hoy más necesarios incluso que cualesquiera curanderos y salvadores. Nosotros nos
violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma, nosotros
problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuese otra cosa que cascar nueces,
justo por ello, cada día tenemos que volvernos, por necesidad, más problemáticos aún,
más dignos de problematizar ¡y justamente por ello, tal vez, más dignos también -de
vivir!... Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original
se ha convertido en una virtud original. El matrimonio, por ejemplo, pareció durante
mucho tiernpo una prevaricación contra el derecho de comunidad; en otro tiempo se pagaba
una sanción por ser tan inmodesto y adjudicarse una mujer para sí (con esto está
relacionado, por ejemplo, el "jus primae noctis" [derecho de la primera noche],
que todavia hoy es en Camboya un privilegio de los sacerdotes, esos guardianes de las
buenas costumbres de otros tiempos. Los sentimientos dulces, benévolos, indulgentes,
compasivos -los cuales alcanzaron más tarde un valor tan alto quc casi son los valores en
si»-, tuvieron en contra suya, durante larguisimo tiempo, precisamente el autodesprecio:
el hombre se avergonzaba de la mansedumbre, como hoy se avergüenza de la dulreza (véase Más allá del bien y del mal). La sumisión al derecho: ¡oh,
cómo se resistió la conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a
renunciar por su parte a la vendetta [venganza] y a ceder la potestad a un derecho situado
por encima de ellas! El «derecho» fue durante largo tiempo un vetitum [prohibición], un delito, una innovación,
apareció con violencia, como violencia a la que el hombre se sometió sólo con
vergüenza de sí mismo. Todo paso, aun el más pequeño,dado en la tierra fue conquistado
en otro tiempo con suplicios espirituales y corporales: este total punto de vista,
"el de que no sólo el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han
necesitado sus innumerables mártires", nos suena, precisamente hoy, muy extraño, -
yo lo he puesto de relieve en Aurora, págs. 17 y
siguientes." Nada ha sido comprado a un precio tan caro, se dice allí, como el poco
de razón humana y de sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro orgullo. Pero
este orgullo es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos
sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de
la 'eticidad de la costumbre' anteriores a la 'historia universal'
y que son la auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la
humanidad: ¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como virtud, la crueldad
como virtud, el disimulo como virtud, la venganza como virtud, la negación de la razón
como virtud, y, en cambio, el bienestar como peligro, el deseo de saber como peligro, la
paz como peligro, el compadecer como peligro, el ser compadecido como ultraje, la
mutación como lo no-ético y cargado de corrupción!» -
10
En el mismo libro, pág. 39, se explica en qué estima,
bajo qué presión estimativa hubo de vivir la más antigua estirpe de hombres
contemplativOs, - ¡despreciada en la misma medida en que no era temida! La contemplación
apareció por vez primera en la tierra bajo una figura disfrazada, bajo una apariencia
ambigua, con un corazón malvado y, a menudo, con una cabeza angustiada: de esto no hay
duda. La condición inactiva, meditadora, no-guerrera, de los instintos de los
hombres contemplativos provocó a su alrededor durante mucho tiempo una profunda
desconfianza: contra ésta no había otro recurso que inspirar decididamente miedo de uno
mismo. ¡Y esto supieron hacerlo, por ejemplo, los antiguos brahmanes! Los más antiguos
filósofos supieron dar a su existir y a su aparecer un sentido, un apoyo y un trasfondo,
en razón de los cuales se aprendió a temerlos; y,
sopesando las cosas con más exactitud, hicieron aquello por una imperiosa necesidad más
fundamental aún, a saber, para cobrar ellos miedo y respeto a sí mismos. Pues
encontraban que todos los juicios de valor existentes en su interior estaban vueltos en
contra suya, tenían que vencer todo tipo de sospechas y de resistencias contra «el
filósofo en sí». Como hombres de épocas terribles que eran, hicieron esto con medios
terribles:la crueldad consigo mismos,la automortificación rica en invenciones -tal fue el
principal recurso de estos eremitas y de estos innovadores del pensar ansiosos de poder,
los cuales tenían necesidad de violentar primero dentro de sí los dioses y las
tradiciones, para poder creer ellos mismos en su innovación. Recuerdo la famosa historia
del rey Vicvamitra, que, a base de autotorturarse
durante milenios, adquirió tal sentimiento de poder y tal
confianza en sí, que se dispuso a construir un nuevo cielo: el inquietante símbolo de la
más antigua y moderna historia de los filósofos en la tierra, - todo el que alguna vez
ha construido un «nuevo cielo» encontró antes el poder para ello en su propio
infierno...Resumamos todos estos hechos en fórmulas breves: al principio el espíritu
filosófico tuvo siempre que disfrazarse y enmascararse en los tipos antes señalados del
hombre contemplativo, disfrazarse de sacerdote, mago, adivino, de hombre religioso en todo
caso, para ser siquiera posible en cierta medida: el ideal ascético le ha servido durante
mucho tiempo al filósofo como forma de presentación, como presupuesto de su existencia,
- tuvo que representar ese ideal para poder ser filósofo,tuvo que creer en él para poder
representarlo. La actitud apartada de los fìlósofos, actitud peculiarmente negadora del
mundo, hostil a la vida, incrédula con respecto a los sentidos, desensualizada, que ha
sido mantenida hasta la época más reciente y que por ello casi ha valido como la actitud
filosófica en sí, esa actitud es sobre todo una consecuencia de la precariedad de
condiciones en que la filosofía nació y existió en general: pues, en efecto, durante un
período larguísimo de tiempo la filosofía no hubiera sido en absoluto posible en la
tierra sin una cobertura y un disfraz ascéticos, sin una autotergiversación ascética.
Dicho de manera palpable y manifiesta: el sacerdote ascético ha constituido,hasta la
época más reciente,la repugnante y sombría forma larvaria, única bajo la cual le fue
permitido a la filosofía vivir y andar rodando de un sitio para otro... ¿Se ha
modifìcado realmente esto? Ese policromo y peligroso insecto,ese «espíritu» que
aquella larva encerraba dentro de sí, ¿ha terminado realmente por quedar liberado de su
envoltorio y ha podido salir a la luz, gracias a un mundo más soleado, más cálido, más
luminoso? ¿Existe ya hoy suficiente orgullo, osadía, valentía, seguridad en sí
mismo, voluntad del espíritu, voluntad de responsabilidad, libertad de voluntad, como
para que en adelante «el filósofo, sea realmente - posible en la tierra?...
11
Y ahora, tras haber avistado al sacerdote ascético vayamos en serio al cuerpo de nuestro
problema: ¿que significa el ideal ascético?, -sólo ahora se ponen
"serias" las sosas: en adelante tendremos frente a nosotros al auténtico
representante de la seriedad en cuanto tal. ¿Qué significa toda seriedad? -esta
pregunta, más radical aún, se asoma quizá ya aquí a nuestros labios: una
pregunta para fisiólogos, como es obvio, mas por el momento vamos a dejarla de
lado. El sacerdote ascético tiene en aquel ideal no sólo su fe, sino también su
voluntad, su poder, su interés. Su derecho a existir depende en todo de aquel ideal:
¿cómo extrañarnos de tropezar aquí con un adversario terrible, suponiendo que nosotros
seamos los adversarios de aquel ideal? ¿Un adversario terrible, que lucha por su
existencia contra los negadores de tal ideal?... Por otro lado, de antemano resulta
improbable que una actitud tan interesada con respecto a nuestro problema vaya a ser
especialmente provechosa para este: es difícil que el sacerdote ascético sea, el mismo,
el defensor más afortunado de su ideal, por la misma razón por la que una mujer
suele fracasar cuando pretende defender a la mujer en sí», - y mucho menos podrá ser el
censor y el juez más objetivo de la controversia aquí suscitada. Así pues, más bien
seremos nosotros los que tendremos que ayudarle a él -esto está ya claro ahora a
defenderse bien contra nosotros, en lugar de temer ser refutados demasiado bien por él...
El pensamiento en torno al que aquí se batalla es la valoración de nuestra vida por
parte de los sacerdotes ascéticos: esta vida (junto con todo lo quc a ella pertenece,
naturaleza», «mundo, la esfera entera del devenir y de la caducidad) es puesta por ellos
en relación con una existencia completamente distinta, de la cual es antitética y
excluyente, a menos que se vuelva en contra de sí misma, que se niegue a sí misma: en
este caso, el caso de una vida ascética, la vida es considerada como un puente hacia
aquella otra existencia. El asceta trata la vida como un camino errado, que se acaba por
tener que desnudar hasta el punto en que comienza; o como un error, al que se le refuta
-se le debe refutar- mediante la acción: pues ese error exige que se le siga, e impone,
donde puede, su vaIoración de la existencia. ¿Qué significa esto? Tal espantosa manera
de valorar no está inscrita en la historia del hombre como un caso de excepción y una
rareza: es uno de los hechos más extendidos y más duraderos que existen. Leída desde
una lejana constelación, tal vez la escritura mayúscula de nuestra existencia terrena
induciría a concluir que la tierra es el astro auténticamente ascético, un rincón
lleno de criaturas descontentas, presuntuosas y repugnantes, totalmente incapaces de
liberarse de un profundo hastío de sí mismas, de la tierra,de toda vida, y que se causan
todo el daño que pueden, por el placer de causar daño: - probablemente su único
placer. Consideremos la manera tan regular, tan universal, con que en casi todas las
épocas hace su aparición el sacerdote ascético; no pertenece a ninguna raza
determinada; florece en todas partes; brota de todos los estamentos. No es que acaso haya
cultivado y propagado por herencia su manera de valorar: ocurre lo contrario, -un instinto
profundo le veta, antes bien, hablando en general, el propagarse por generación. Tiene
que ser una necesidad de primer rango la que una y otra vez hace crecer y prosperar esta
especie hostil a la vida, - tiene que ser, sin duda, un interés de la vida misma el que
tal tipo de autocontradicción no se extinga. Pues una vida ascética es una
autocontradicción: en ella domina un resentimiento sin igual, el resentimiento de un
insaciado instinto y voluntad de poder que quisiera enseñorearse, no de algo existente en
la vida, sino de la vida misma, de sus más hondas, fuertes, radicales condiciones; en
ella se hace un intento de emplear la fuerza para cegar las fuentes de la fuerza; en ella
la mirada se vuelve, rencorosa y pérfida, contra el mismo florecimiento fisiológico, y
en especial contra la expresión de éste, contra la belleza, la alegría; en
cambio, se experimenta y se busca un bienestar en el fracaso, la atrofia, el dolor,
la desventura, lo feo, en la mengua arbitraria, en la negación de sí, en la
autoflagelación, en el autosacrificio. Todo esto es paradójico en grado sumo: aquí nos
encontramos ante una escisión que se quiere escindida, que se goza a sí misma en ese
sufrimiento y que se vuelve incluso siempre más segura de sí y más triunfante a medida
que disminuye su propio presupuesto, la vitalidad fisiológica. «El triunfo cabalmente en
la última agonía»: bajo este signo superlativo ha luchado desde siempre el ideal
ascético; en este enigma de seducción, en esta imagen de éxtasis y de tormento ha
reconocido su luz más clara, su salvación, su victoria definitiva. Crux, nux, lux [cruz,
nuez, luz] - en él son una sola cosa. -
12
Suponiendo que tal encarnación de la voluntad de contradicción y de antinaturaleza sea
llevada a filosofar: ¿sobre qué desahogará su más íntima arbitrariedad? Sobre aquello
que es sentido, de manera segurísima, como verdadero, como real: buscará el error
precisamente allí donde el auténtico instinto de vida coloca la verdad de la manera más
incondicional. Por ejemplo, rebajará la corporalidad, como hicieron los ascetas de la
filosofía del Vedanta, a la categoría de una ilusión, y lo mismo hará con el dolor,
con la pluralidad, con toda la antítesis conceptual «sujeto» y «objeto, - ¡errores,
nada más que errores! Denegar la fe a su yo, negarse a sí mismo su «realidad» -¡qué
triunfo!-, triunfo no ya meramente sobre los sentidos, sobre la apariencia visual, sino
una especie muy superior de triunfo, una violentación y una crueldad contra la razón:
semejante voluptuosidad
llega a su cumbre cuando el autodesprecio ascético, el autoescarnio ascético de la
razón, decreta lo siguiente: «existe un reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la
razón está excluida de él!... (Dicho de pasada: incluso en el concepto kantiano de el
carácter inteligible de las cosas, ha sobrevivido algo de esa lasciva escisión de
ascetas, a la que le gusta volver la razón en contra de la razón: caracter inteligible»
significa, en efecto en Kant un modo de constitución de las cosas del cual el
intelecto comprende precisamente que par él - resulta total y absolutamente
incomprensible -) - Pero, en fín, no seamos, precisamente en cuanto seres cognoscentes,
ingratos con tales violentas inversiones de las perspectivas y valoraciones usuales, con
las cuales, durante demasiado tiempo, el espíritu ha desfogado su furor contra si mismo
de un modo al parecer sacrílego e inútil: ver alguna vez las cosas de otro modo, querer
verlas de otro modo es una no pequeña disciplina o preparación del intelecto para su
futura objetividad, - entendida esta última no como contemplación desinteresada, (que,
como tal, es un no-concepto y un contrasentido), sino como la facultad de tener nuestro
pro y nuestro contra sujetos a nuestro dominio y de poder separarlos o juntarlos: de
modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente la diversidad de las
perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos. A partir de ahora, señores
filósofos, guardémonos mejor, por tanto, de la peligrosa y vieja patraña conceptual que
ha creado un sujeto puro del zonocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al
tiempo,guardemonos de los tentáculos de conceptos contradictorios, tales como
"razón pura", «espiritualidad absoluta, «conocimiento en sí,: - aqui
se nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser pensado, un ojo carente
en absoluto de toda orientación. en el cual debieran estar entorpecidas y ausentes las
fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea
ver-algo, aquí se nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y un no-concepto de
ojo. Existe únicamente un ser perspectivsta, únicamente un «conocer» perspectivista;
y en cuanto mayor sea el número de afectos a los que permitamos decir su
palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos
emplear para ver una misma cosa, tanto más completo será nuestro «concepto» de
ella, tanto más completa será nuestra «objetividad. Pero elirninar en absoluto la
voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos
hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?...
13
Pero volvamos atrás. Una autocontradicción como la que parece manifestarse en el asceta,
«vida contra vida, es -esto se halla claro por lo pronto-, considerada fisiológica y ya
no psicológicamente, un puro sinsentido. Esa autocontradicción no puede ser más que
aparente; tiene que ser una especie de expresión provisional, una interpretación, una
fórmula, un arreglo, un malentendido psicológico de algo cuya auténtica naturaleza no
pudo ser entendida, no pudo ser designada en sí durante mucho tiempo, - una mera palabra,
encajada en una vieja brecha del conocimiento humano. Y para contraponer a ella brevemente
la realidad de los hechos, digamos: el idal ascético nace del instinto de protección y
de salud de una vida que degenera, la cual procura conservarse con todos los medios,
y lucha por conservarse; es indicio de una paralización y extenuación fisiológica
parciales, contra las cuales combaten constantemente, con nuevos medios e invenciones, los
instintos más profundos de la vida, que permanecen intactos. El ideal ascético es ese
medio: ocurre, por tanto, lo contrario de lo que piensan sus adoradores, - en él y a
través de él la vida lucha con la muerte y contra la muerte, el ideal ascético es una
estratagema en la conservación de la vida. En el hecho de que ese mismo ideal haya podido
dominar sobre el hombre y enseñorearse de él en la medida que nos enseña la historia,
especialmente en todos aquellos lugares en que triunfaron la civilización y la
domesticación del hombre, se expresa una gran realidad, la condición enfermiza del tipo
de hombre habido hasta ahora, al menos del hombre domesticado, se expresa la lucha
fisiológica del hombre con la muerte (más exactamente: con el hastío de la vida, con el
cansancio, con el deseo del «final»). El sacerdote ascético es la encarnación del
deseo de ser-de-otro-modo, de estar-en-otro-lugar, es en verdad el grado sumo de ese
deseo, la auténtica vehemencia y pasión del mismo; pero justo el poder de su desear es
el grillete que aquí lo ata, justo con ello el sacerdote ascético se convierte en el
instrumento cuya obligación es trabajar a fin de crear condiciones más favorables para
el ser-aquí y ser-hombre, justo con este poder el sacerdote ascético mantiene sujeto a
la existencia a todo el rebaño de los mal constituidos, destemplados, frustrados,
lisiados, pacientes-de-sí de toda índole, yendo instintivamente delante de ellos como
pastor. Ya se me entiende: este sacerdote ascético, este presunto enemigo de la vida,
este negador, - precisamente él pertenece a las grandes potencias conservadoras y
creadoras de síes de la vida... ¿De qué depende aquella condición enfermiza? Pues el
hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado que
ningún otro animal, no hay duda de ello, - él es el animal enfermo: ¿de dónde procede
esto? Es verdad que también él ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino
más que todos los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el
insatisfecho, insaciado, el que disputa el dominio último a animales, naturaleza y
dioses, - él, el siempre invicto todavía, el eternamente futuro, el que no encuentra ya
reposo alguno ante su propia fuerza acosante, de modo que su futuro le roe
implacablemente, como un aguijón en la carne de todo presente: - ¿cómo este valiente y
rico animal no iba a ser también el más expuesto al peligro, el más duradero y
hondamente enfermo entre todos los animales enfermos?... Muy a menudo el hombre se harta,
hay epidemias enteras de ese estar-harto (- así, hacia 1348, en la época de la danza de
la muerte): pero aun esa náusea, ese cansancio, ese hastío de sí mismo - todo aparece
tan poderoso en él, que en seguida vuelve a convertirse en un nuevo grillete. El no que
el hombre dice a la vida saca a la luz, como por arte de magia, una muchedumbre de síes
más delicados; más aún, cuando se produce una herida a sí mismo este maestro de la
destrucción, de la autodestrucción, - a continuación es la herida misma la que le
constriñe a vivir...
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Sí, pues, la condición enfermiza es normal en el hombre -y no podemos poner en
entredicho esa normalidad-, tanto más altamente se debería honrar a los pocos casos de
potencialidad anímico-corporal, los casos afortunados del hombre, tanto más
rigurosamente se debería preservar a los hombres bien constituidos del peor aire que
existe, el aire de los enfermos. ¿Se hace esto? Los enfermos son el máximo peligro para
los sanos; no de los más fuertes les viene la desgracia a los fuertes, sino de los más
débiles. ¿Se sabe esto?... Hablando a grandes rasgos, no es, en modo alguno, el temor al
hombre aquello cuya disminución nos sea lícito desear: pues ese temor constriñe a los
fuertes a ser fuertes y, a veces, terribles, - mantiene en pie el tipo bien constituido de
hombre. Lo que hay que temer, lo que produce efectos más fatales que ninguna otra
fatalidad, no sería el gran miedo, sino una gran náusea frente al hombre; y también la
gran compasión por el hombre. Suponiendo que un día ambas se maridasen, entraría
inmediatamente en el mundo, de modo inevitable, algo del todo siniestro, la «última
voluntad» del hombre, su voluntad de la nada, el nihilismo. Y, en realidad, para esto hay
mucho preparado. Quien para husmear tiene no sólo su nariz, sino también sus ojos y sus
oídos, ventea en casi todos los lugares a que hoy se acerca algo como un aire de
manicomio, somo un aire de hospital, - hablo, como es obvio, de las áreas de cultura del
hombre, de toda especie "Europa" que poco a poco se extiende por la tierra. Los
enfermizos son el gran peligro del hornbre: no los malvados, no los "animales
de presa". Los de antemano lisiados, vencidos, destrozados -son ellos, son los más
débiles quienes más socavan la vida entre los hombres, quienes más peligrosamentr
envenenan y ponen en entredicho nuestra confianza en la vida, en el hombre, en nosotros.
¿En qué lugar se podria traspasar a ella, a esa mirada velada, que nos inspira una
profunda tristeza, a esa mirada vuelta hacia atrás, propia de quien desde el comienzo es
un engendro, mirada que delata el modo en que tal hombre se habla a sí mismo, - a esa
mirada que es un sollozo? «¡Ojalá fuera yo otro cualquiera!, así solloza esa mirada:
pero no hay ninguna esperanza. Soy el que soy: ¿cómo podría escaparme de mí mismo? Y,
sin embargo, -estoy harto de él.....En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno
cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy
escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de
venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje
permanentemente la red de la más malévola conjura, - la conjura de los que sufren contra
los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado. Y cuánta
mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y
actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal
constituidas: ¡que noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa,
humilde entrega flota en sus ojo! ¿Qué quieren propiamente? Representar al menos
la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad - ¡tal es la ambición de esos
ínfimos», de esos enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre
todo la habilidad de falsificadores de moneda con que aqui se imita el cuño de la virtud,
incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han arrendado la virtud en
exclusiva para ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay duda: "sólo
nosotros somos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos los homines bonae voluntatis (hombres de buena voluntad). Andan
dando vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias dirigidas a
nosotros, - como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de
poder fueran en sí ya cosas viciosas: cosas que haya que expiar alguna vez, expiar
amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el fondo dispuestos a hacer expiar, cómo
están ansiosos de ser verdugos! Entre ellos hay a montones vengantivos disfrazados de
jueces, que constantemente llevan en su boca la palabra "justicia" como una baba
venenosa, que tienen siempre los labios fruncidos y están siempre dispuestos a
escupir a todo aquello que no tenga una mirada descontenta y que avance con buen ánimo
por su camino. No falta tampoco entre ellos esa nauseabunda especie de vanidosos, de los
engendros embusteros, que aspiran a hacer el papel de "almas bellas" y, por
ejemplo, exhiben en el mercado, como "pureza de corazón", su estropeada
sensualidad, envuelta en versos y otros pañales: la especie de los onanistas morales y de
los que "se satisfacen a sí mismos". La voluntad de los enfermos de representar
una forma cualquiera de superioridad, su instinto para encontrar caminos tortuosos que
conduzcan a una tiranía sobre los sanos, - ¡en qué lugar no se encuentra esa voluntad
de poder precisamente de los más débiles! Sobre todo la mujer enferma:
nadie la supera en refinamiento para dominar, para oprimir, para tiranizar. La mujer
enferma no respeta, para conseguir ese fin, nada vivo, nada muerto, vuelve a desenterrar
las cosas más enterradas (los bogos dicen: «La mujer es una hiena»). Échese una mirada
a los trasfondos de cada familia, de cada corporación, de cada comunidad: en todas partes
la lucha de los enfermos contra los sanos, - una lucha silenciosa, hecha casi siempre con
pequeños polvos venenosos, con alfilerazos, con alevosas pantomimas de resignados, pero a
veces también con aquel fariseísmo de enfermo que acude a los gestos estrepitosos,
fariseísmo que ama representar ante todo «la noble indignación». Hasta en los
sacrosantos terrenos de la ciencia querría hacerse oír el ronco ladrido de indignación
de los perros enfermizos, la mendacidad y la furia mordaces de tales «nobles» fariseos
( - a los lectores que tengan oídos vuelvo a recordarles aquel
apóstol berlinés de la venganza, Eugen Dühring, que en la Alemania actual hace el más
indecoroso y repugnante uso del bum-bum moral: Dühring, el primer bocazas de la moral que
hoy existe, incluso entre sus iguales, los antisemitas).
Hombres del resentimiento son todos ellos, esos seres fisiológicamente lisiados y
carcomidos, todo un tembloroso imperio terreno de venganza subterránea, inagotable,
insaciable en estallidos contra los afortunados e, igualmente, en mascaradas de la
venganza,en pretextos para la venganza:¿cuándo alcanzarían propiamente su más sublime,
su más sutil y último triunfo de la venganza? Indudablemente, cuando lograsen introducir
en la conciencia de los afortunados su propia miseria, toda miseria en general: de tal
manera que éstos empezasen un día a avergonzarse de su felicidad y se dijesen tal vez
unos a otros: «¡es una ignominia ser feliz!, ¡hay tanta miseria!...» Pero no podría
haber malentendido mayor y más nefasto que el consistente en que los afortunados, los
bien constituidos, los poderosos de cuerpo y de alma, comenzasen a dudar así de su
derecho a la felicidad. ¡Fuera ese «mundo puesto del revés»! ¡Fuera ese ignominioso
reblandecimiento del sentimiento! Que los enfermos no pongan enfermos a los sanos -y esto
es lo que significaría tal reblandecimiento- debería ser el supremo punto de vista en la
tierra: - mas para ello se necesita, antes que nada, que los sanos permanezcan separados
de los enfermos, guardados incluso de la visión de los enfermos, para que no se confundan
con éstos. ¿O acaso su misión consistiría en ser
enfermeros o médicos?... Mas ésta sería la peor manera de desconocer y negar su tarea,
- ¡lo superior no debe degradarse a ser el instrumento de lo inferior, el pathos de la
distancia debe mantener separadas también, por toda la eternidad, las respectivas tareas!
El derecho de los sanos a existir, la prioridad de la campana dotada de plena resonancia
sobre la campana rota, de sonido cascado, es, en efecto, un derecho y una prioridad mil
veces mayor: sólo ellos son las arras del futuro, sólo ellos están comprometidos para
el porvenir del hombre. Lo que ellos pueden hacer, lo que ellos deben hacer jamás
debieran poder ni deber hacerlo los enfermos: mas para que los sanos puedan hacer lo que
sólo ellos deben hacer, ¿cómo les estaría permitido actuar de médicos, de
consoladores, de «salvadores» de los enfermos?... Y por ello, ¡aire puro!, ¡aire puro!
Y, en todo caso, ¡lejos de la proxirnidad de todos los manicomios y hospitales de la
cultura! Y, por ello, ¡buena
compañía, la compañía de nosotros! ¡o soledad, si es nesesario! Pero, en todo caso,
¡lejos de las perniciosas miasmas de la putrefacción interior y de la oculta carcoma de
los enfermos!... Para defendernos así a nosotros mismos, amigos míos, al menos por
algún tiempo todavía, de los dos peores contagios que pueden estarnos reservados
cabalmente a nosotros, - ¡de la gran náusea respecto al hombre! ¡de la gran
compasión por el hombre!...
15
Si se ha comprendido en toda su profundidad -y yo exijo que precisamente aquí se cave
hondo, se comprenda con hondura- hasta qué punto la tarea de los sanos no puede
consistir, de ninguna manera, en cuidar enfermos, en sanar enfermos, se habrá comprendido
también con ello una necesidad más, - la necesidad de que haya médicos y enfermeros que
estén, ellos mismos, enfermos; y ahora ya tenemos y aferramos con ambas manos el sentido
del sacerdote ascético. A éste hemos de considerarlo como el predestinado salvador,
pastor y defensor del rebaño enfermo: sólo así comprendemos su enorme misión
histórica. El dominio sobre quienes sufren es su reino, a ese dominio le conduce su
instinto, en él tiene su arte más propia, su maestría, su especie de felicidad. Él
mismo tiene que estar enfermo, tiene que estar emparentado de raíz con los enfermos y
tarados para entenderlos, - para entenderse con ellos; pero también tiene que ser fuerte,
ser más señor de sí que de los demás, es decir, mantener intacta su voluntad de poder,
para tener la confianza y el miedo de los enfermos, para poder ser para ellos sostén,
resistencia, apoyo, exigencia, azote, tirano, dios. El tiene que defenderlo, a ese rebaño
suyo -¿contra quién? Contra los sanos, no hay duda, y también contra la envidia
respecto a los sanos; tiene que ser el natural antagonista y despreciador de toda salud y
potencialidad rudas, tempestuosas, desenfrenadas, duras, violentas, propias de animales
rapaces. El sacerdote es la forma primera del animal más delicado, al que le resulta más
fácil despreciar que odiar. No estará dispensado de hacer la guerra a los animales
rapaces, una guerra más de la astucia (del «espíritu») que de la violencia, como es
obvio, - para ello tendrá necesidad, a veces, de forjar dentro de sí casi un tipo nuevo
de animal rapaz o, al menos, de pasar por tal, - una nueva terribilidad animal, en la que
el oso polar, el elástico, frío, expectante leopardo y, en no menor medida, el zorro
parecen asociados en una unidad tan atrayente como terrorífìca. Suponiendo que la
necesidad le fuerce, el sacerdote aparecerá, en medio de las demás especies de animales
rapaces, osunamente serio, respetable, inteligente, frío, superior por sus engaños, como
heraldo y portavoz de potestades más misteriosas, decidido a sembrar en este terreno,
allí donde le sea posible, sufrimiento, discordia, autocontradicción, y, demasiado
seguro de su arte, a hacerse en todo momento dueño de los que sufren. Trae consigo
ungüentos y bálsamos, no hay duda; mas para ser médico tiene necesidad de herir antes;
mientras calma el dolor producido por la herida, envenena al mismo tiempo ésta -pues de
esto, sobre todo, entiende este encantador y domador de animales rapaces, a cuyo alrededor
todo lo sano se vuelve necesariamente enfermo, y todo lo enfermo se vuelve necesariamente
manso. De hecho defiende bastante bien a su rebaño enfermo, este extraño pastor, - lo
defiende también contra si mismo, contra la depravación, la malignidad, la malevolencia
que en el rebaño mismo arden bajo las cenizas, y contra las demás cosas que les son
comunes a todos los pacientes y enfermos, combate de manera inteligente, dura y secreta
contra la anarquía y la autodisolución en todo tiempo germinantes dentro del rebaño, en
el cual se va constantemente amontonando esa peligrosísima materia detonante y explosiva,
el resentimiento. Quitar su carga a esa materia explosiva, de modo que no haga saltar por
el aire ni al rebaño ni al pastor, tal es su auténtica habilidad, y también su su
prema utilidad; si se quisiera compendiar en una fórmula brevísima el valor de la
existencia sacerdotal, habría que decir sin más: el sacerdote es el que modifica la
dirección del resentimiento. Todo el que sufre busca instintivamente, en efecto, una
causa de su padecer; o, dicho con más precisión, un causante, o, expresado con mayor
exactitud, un causante responsable, susceptible de sufrir, - en una palabra, algo vivo
sobre lo que poder desahogar, con cualquier pretexto, en la realinad o in effigie [en
efigie], sus afectos: pues el desahogo de los afectos es el máximo intento de alivio, es
decir, de aturdimiento del que sufre, su involuntariamente anhelado narcoticum contra
tormentos de toda índole. La verdadera causalidad fisiológica del resentimiento, de la
venganza y de sus afines se ha de encontrar, según yo sospecho, únicamente en esto, es
decir, en una apetencia de
amortiguar el dolor por vía afectiva: -de ordinario se busca esa causalidad, muy
erradamente a mi parecer, en el contragolpe defensivo, en una mera medida protectora de la
reacción, en un «movimiento reflejo» ejecutado al aparecer una lesión y una amenaza
súbitas, análogo al que todavía ejecuta una rana decapitada para escapar a un ácido
cáustico. Pero la diferencia es fundamental: en un caso se quiere impedir el continuar
recibiendo daño, en el otro se quiere adormecer un dolor torturante, secreto,
progresivamente intolerable, mediante una emoción más violenta, sea de la especie que
sea, y expulsarlo, al menos por el momento, de la consciencia, - para ello se necesita un
afecto, un afecto lo más salvaje posible, y, para excitarlo, el primero y mejor de los
pretextos. «Alguien tiene que ser culpable de que yo me encuentre mal, - esta especie de
raciocinio es propia de todos los enfermizos, y ello tanto más cuanto más se les oculta
la verdadera causa de su sentirse-mal, la causa fisiológica ( - ésta puede residir, por
ejemplo, en una lesión del nervus sympathicus, o en una anormal secreción de bilis, o en
una pobreza de sulfatos y de fosfatos en la sangre , o en
estados de opresión del bajo vientre que congestionan la circulación de la sangre, o en
una degeneración de los ovarios, y cosas parecidas). Los que sufren tienen, todos ellos,
una espantosa predisposición y capacidad de inventar pretextos para efectos dolorosos;
disfrutan ya con sus suspicacias, con su cavilar sobre ruindades y aparentes perjuicios,
revuelven las entrañas de su pasado y de su presente en busca de oscuras y ambiguas
historias donde poder entregarse al goce de una sospecha torturadora y embriagarse con el
propio veneno de la maldad -abren las más viejas heridas, sangran por cicatrices curadas
mucho tiempo antes, convierten en malhechores al amigo, a la mujer, al hijo y a todo lo
que se encuentra cerca de ellos. «Yo sufro: alguien tiene que ser culpable de esto»
-así piensa toda oveja enfermiza. Pero su pastor, el sacerdote ascético, le dice:
«¡Está bien, oveja mía!, alguien tiene que ser culpable de esto: pero tú misma eres
ese alguien, tú misma eres la única culpable de esto, -¡tú misma eres la única
culpable de ti!...» Esto es bastante audaz, bastante falso: pero con ello se ha
conseguido al menos una cosa, con ello la dirección del resentimiento, como hemos dicho,
queda cambiada.
16
Ahora se adivina qué es lo que, según mi idea, el instinto curativo de la vida ha
intentado al menos conseguir mediante el sacerdote ascético, y para qué hubo de servirle
una transitoria tiranía de conceptos paradójicos y paralógicos, tales como «culpa»,
«pecado», «pecaminosidad», «corrupción», «condenación»: para hacer inocuos hasta
cierto punto a los enfermos, para destruir a los incurables sirviéndose de ellos mismos,
para orientar con rigor a los enfermos leves hacia sí mismos, para retroorientar su
resentimiento («una sola cosa es necesaria»-); y para, de
esta manera, aprovechar los peores instintos de todos los que sufren con la finalidad de
lograr la autodisciplina, la autovigilancia, la autosuperación. Como es obvio, una
«medicación» de esa especie, una medicación a base de meros afectos, no puede ser en
modo alguno una curación real para enfermos, entendiendo curación en el sentido
fisiológico; ni siquiera sería lícito afirmar que el instinto de la vida haya
pretendido e intentado conseguir aquí de algún modo una curación. Una especie de
aglomeración y organización de los enfermos, por un lado ( - la palabra «Iglesia» es
el nombre más popular para designar esto), una especie de preservación provisional de
los hombres de constitución más sana, de los mejor forjados, por otro, la creacion de un
abismo, por tanto, entre lo sano y lo enfermo -¡esto fue todo durante mucho tiempo!, ¡Y
era mucho!, ¡era muchísimo!... [Como se ve, en este tratado parto de un presupuesto que,
con respecto a los lectores que yo necesito, no tengo que justificar antes: el presupuesto
de que la «pecaminosidad» en el hombre no es una realidad de hecho, sino más bien tan
sólo la interpretación de una realidad de hecho, a saber, de un malestar fisiológico, -
visto este último en una perspectiva religioso-moral que, para nosotros, ya no tiene
ninguna fuerza vinculante. - Por el hecho de que alguien se sienta «culpable»,
«pecador», no está ya demostrado en modo alguno que tenga razón para sentirse así.
Recuérdense los famosos procesos contra las brujas: los jueces más clarividentes y más
humanitarios no dudaban entonces de que allí había una culpa; las mismas brujas no dudaban de ello, - y, sin embargo, la culpa
faltaba - Expresemos ese presupuesto en una forma más general: el mismo «dolor
anímico» yo no lo considero en absoluto como una realidad de hecho, sino sólo como una
interpretación (interpretación causal) de realidades de hecho carentes hasta ahora de
una formulación exacta: y, por tanto, como algo que aún se encuentra del todo en el aire
y no es científicamente vinculante, - en realidad, sólo una palabra gruesa sustituyendo
a un signo de interrogación flaco como un huso. Cuando alguien no se libra de un «dolor
anímico», esto no depende, para decirlo con tosquedad, de su «alma»; es más probable
que dependa de su vientre (hablando con tosquedad, como he dicho: con lo cual no
manifiesto en modo alguno el deseo de que también se me oiga con tosquedad, se me
entienda toscamente...). Un hombre fuerte y bien constituido digiere sus vivencias
(incluidas las acciones, las fechorías) de igual manera que digiere sus comidas, aun
cuando tenga que tragar duros bocados. Cuando «no acaba» con una vivencia, tal especie
de indigestión es tan fisiológica como la otra -y muchas veces, de hecho, tan sólo una
de las consecuencias de la otra. - Aun pensando así, se puede continuar siendo, sin
embargo, dicho sea entre nosotros, el más riguroso adversario de todo materialismo...]
¿Pero este sacerdote ascético es propiamente un médico? Ya hemos comprendido hasta qué
punto apenas está permitido denominarlo así, por mucho que a él le guste sentirse a sí
mismo como «salvador» y se deje venerar como tal. Sólo el sufrimiento mismo, el
displacer de quien sufre, es lo que él combate, pero no su causa, no el auténtico estar
enfermo,
-esto tiene que constituir nuestra máxima objeción de principio contra la medicación
sacerdotal. Pero una vez colocados en aquella perspectiva que es la única que el
sacerdote conoce y tiene, difícilmente se termina de admirar todo lo que desde ella se ha
visto, se ha buscado y se ha encontrado. La mitigación del sufrimiento, los «consuelos»
de toda especie, - esto aparece como la genialidad misma del sacerdote: ¡con qué
inventiva ha entendido su tarea de consolador, de qué manera tan despreocupada y audaz ha
elegido los medios para ella! En especial, del cristianismo sería lícito decir que es
como una gran cámara del tesoro llena de ingeniosísimos medios de consuelo, tantas son
las cosas confortantes, mitigadores, narcotizantes que hay en él acumuladas, tantas son
las cosas peligrosísimas y extraordinariamente temerarias que se han emprendido
osadamente con este fin, tan grandes han sido su sutileza, su refinamiento, su meridional
refinamiento para adivinar en especial con qué especie de afectos estimulantes se puede
vencer, al menos por algún tiempo, la depresión profunda, el cansancio plúmbeo, la
negra tristeza de los fisiológicamente impedidos. Pues hablando en términos generales:
todas las grandes religiones han consistido, en lo esencial, en la lucha contra un cierto
cansancio y pesadez convertidos en epidemia. De antemano se puede establecer como
verosímil que, de tiempo en tiempo, en determinados lugares de la tierra, un sentimiento
fisiológico de obstrucción tiene casi necesariamente que enseñorearse de amplias masas,
mas, por falta de saber fisiológico, ese sentimiento no penetra como tal en la
conciencia, de modo que la «causa» del mismo y también su remedio sólo pueden ser
buscados e intentados por vía moral-psicológica (- tal es, en efecto, mi fórmula más
general para designar lo que comúnmente se llama una «religión»). Ese sentimiento de
obstrucción puede tener distintas procedencias: ser secuela, por ejemplo, de un cruce de
razas demasiado heterogéneas entre sí (o de estamentos diferentes - los estamentos
expresan siempre también diferencias de procedencia y de raza: el «dolor cósmico»
europeo, el «pesimismo» del siglo xix son, en lo esencial, la secuela de una mezcolanza
absurdamente repentina de estamentos); o estar condicionado por una emigración equivocada
- una raza caída en un clima para el que su fuerza de adaptación no resulta suficiente
(el caso de los indios en la India); o ser la repercusión de la vejez y cansancio de la
raza (pesimismo parisino a partir de 1850); o de una dieta falsa (el alcoholismo de la
Edad Media; el sinsentido de
los vegetarianos, los cuales ciertamente tienen a su favor la autoridad del shakesperiano
Junker Cristóbal); o de una corrupción de la sangre, malaria, sífilis, y cosas
parecidas (depresión alemana después de la guerra de los Treinta Años, que contagió
media Alemania con malas enfermedades y preparó así el terreno para el servilismo
alemán, para la pusilanimidad alemana). En estos casos se intenta una y otra vez, con el
más grande estilo, combatir el sentimiento de desplacer; informémonos con brevedad sobre
sus más importantes prácticas y formas. (Dejo aquí totalmente de lado, como es natural,
la auténtica lucha de los fìlósofos contra el sentimiento de desplacer, lucha que suele
ser siempre simultánea - es bastante interesante, pero demasiado absurda, demasiado
indiferente respecto a la práctica, usa demasiado de telas de araña y de mozos de
cuerda; por ejemplo, cuando se pretende demostrar que el dolor es un error, bajo el
ingenuo presupuesto de que el dolor debería desaparecer tan pronto como se ha reconocido
el error en él - pero ¡cosa rara!, se guardó de desaparecer...). Aquel desplacer
dominante se combate en primer lugar con medios que deprimen hasta su más bajo nivel el
sentimiento vital en general. En lo posible, ningún querer, ningún deseo más; evitar
todo lo que produce afecto, lo que produce «sangre» (no comer sal: higiene del faquir);
no amar; no odiar; ecuanimidad; no vengarse; no enriquecerse; no trabajar; mendigar; en lo
posible, ninguna mujer, o lo menos mujer posible: en el aspecto espiritual el principio de
Pascal il faut s'abêtir [es preciso embrutecerse].
Resultado, expresado en términos psicológico-morales: «negación de sí»,
«santificación»; expresado en términos fisiológicos: hipnosis, - el intento de
conseguir aproximadamente para el hombre lo que son el letargo invernal para algunas
especies de animales y el letargo estival para muchas plantas de los climas tórridos, un
mínimo de consumo de materia y de metabolismo, en el cual la vida continúa existiendo
simplemente, pero sin llegar ya en realidad a la conciencia. Para alcanzar esa meta se ha
empleado una asombrosa cantidad de energía humana -¡tal vez en vano!... No puede dudarse
en absoluto de que tales sportsmen [deportistas] de la «santidad», numerosos en todos
los tiempos, en casi todos los pueblos, han encontrado de hecho una liberación real de
aquello que con tan riguroso training [entrenamiento] combatían, - en innumerables casos
se liberaron realmente de aquella profunda depresión fisiológica con ayuda de su sistema
de medios de hipnotización de aquí que su metódica se cuente entre los hechos
etnológicos más generales. Asimismo, tampoco hay ningún derecho a pensar ya que tal
propósito de rendir por el hambre a la corporalidad y a la concupiscencia sea un síntoma
de locura (como le gusta pensar a una torpe especie de «librepensadores» y de Junker
Cristóbales devoradores de roastbeef [rosbif]). Tanto más seguro es,en cambio,que aquel
propósito sirve,puede servir para producir perturbaciones espirituales de toda índole,
«luces interiores», por ejemplo, como ocurre en los hesicastos
del Monte Athos, alucinaciones de sonidos y formas, voluptuosos desbordamientos y éxtasis
de la sensualidad (historia de Santa Teresa). La interpretación que dan de tales estados
los afectados por ellos ha sido siempre la más fantástica y falsa que quepa imaginar,
como es obvio; pero no se pase por alto el tono de convencidísimo agradecimiento que
resuena precisamente ya en la voluntad de dar esa especie de interpretación. El supremo
estado, la redención misma, aquella hipnotización total y aquella quietud finalmente
logradas, son considerados siempre por ellos como el misterio en sí, para expresar el
cual no bastan ni siquiera los símbolos más elevados, como los que hablan de vuelta y
retorno al fondo de las cosas, de liberación de toda ilusión, de «saber», de
«verdad», de «ser», de desprendimiento de toda meta, deseo y acción, de un más-allá
también del bien y del mal. «El bien y el mal, dice el budista, - ambos son cadenas: de
ambos se enseñoreó el perfecto»; «lo hecho y lo no hecho, dice el creyente del
Vedanta, no le producen ningún dolor; el bien y el mal los sacude de sí como un sabio;
su reino ya no padece a causa de ninguna acción; él trascendió el bien y el mal,
trascendió ambas cosas»: - una concepción, pues, totalmente india, tan brahmánica como
budista. (Ni la mentalidad india ni la mentalidad cristiana consideran que aquella
«redención» sea alcanzable por virtud, por mejoramiento moral, aunque colocan muy alto
el valor hipnotizador de la virtud: no se olvide esto, - por lo demás, corresponde
sencillamente a la realidad de los hechos. El haber permanecido verdaderas en este punto
acaso haya que considerarlo como el mejor fragmento de realismo existente en las tres
máximas religiones, tan radicalmente moralizadas por lo demás. «Para el iniciado no hay
ningún deber...» «Mediante agregación de virtudes no se lleva a cabo la redención:
pues ésta consiste en la unificación con el Brahma, incapaz de ninguna agregación de
perfección: y tampoco se lleva a cabo con la deposición de faltas; pues el Brahma, la
unificación con el cual constituye la redención, es eternamente puro» -éstos son
pasajes del Comentario de Çankara, citados por el primer conocedor real de la filosofía
india en Europa, mi amigo Paul Deussen). Vamos, pues, a
respetar la «redención» en las grandes religiones; en cambio, nos resulta un poco
difícil permanecer serios con respecto a la estimación que del sueño profundo ofrecen
estos cansados de la vida, demasiado cansados incluso para sonar, - es decir, el sueño
profundo entendido ya como ingreso en el Brahma, como conseguida unio mystica [unión
mística] con Dios. «Cuando él se ha dormido totalmente -se dice sobre esto en la más
antigua y venerable «Escritura»-, cuando él ha llegado del todo al reposo, de modo que
ya no ve ninguna imagen de sueño, entonces, oh querido, ha llegado a la unificación con
lo existente, ha entrado en sí mismo, - rodeado por su mismidad cognoscente, no tiene ya
ninguna conciencia de lo que está fuera o dentro. Este puente no lo atraviesan ni el día
ni la noche, ni la vejez, ni la muerte, ni el sufrimiento, ni obra buena ni obra mala».
«En el sueño profundo, dicen asimismo los creyentes de esta religión, que es la más
profunda de las tres grandes religiones, el alma se eleva fuera del cuerpo, penetra en la
luz suprema y aparece así en su figura propia: aquí ella es el mismo espíritu supremo
que vagabundea bromeando y jugando y deleitándose, bien con mujeres, o con carrozas, o
con amigos, aquí ella ya
no vuelve con su pensamiento a este apéndice de cuerpo, al cual el prana (el soplo vital)
está atado como un animal de tiro al carro». Con todo, tampoco aquí debemos olvidar
que, al igual que en el caso de la «redención», con esto en el fondo se expresa
únicamente, bien que con la magnificencia de la exageración oriental, una apreciación
idéntica a la del lúcido, frío, helénicamente frío, pero suficiente Epicuro: el
hipnótico sentimiento de la nada, el reposo del sueño más profundo, en una palabra,
la ausencia de sufrimiento -a los que sufren, a los destemplados de raíz les
es lícito considerar esto ya como el bien supremo, como el valor de los valores, tienen
que apreciarlo como algo positivo, sentirlo como lo positivo mismo. (Según esta misma
lógica del sentimiento, la nada es llamada, en todas las religiones pesimistas, Dios.)
18
Con más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global de la sensibilidad, de la
capacidad dolorosa, amortiguación que presupone ya fuerzas más raras, ante todo coraje,
desprecio de la opinión, «estoicismo intelectual,empléase contra los estados de
depresión un training (entrenamiento) distinto, que es, en todo caso, más fácil: la
actividad maquinal. Está fuera de toda duda que una existencia sufriente queda así
aliviada en un grado considerable: a este hecho se le llama hoy, un poco insinceramente,
la bendición del trabajo». El alivio consiste en que el interés del que sufre queda
apartado metódicamente del sufrimiento, - en que la conciencia es invadida de modo
permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer, y, en consecuencia, queda en ella
poco espacio para el sufrimiento: ¡pues es estrecha esa cámara de la conciencia humana!
La actividad maquinal y lo que con ella se relaciona -como la regularidad absoluta, la
obediencia puntual e irreflexiva, la adquisición de un modo de vida de una vez para
siempre, el tener colmado el tiempo, una cierta autorización, más aún, una crianza para
la «impersonalidad», para olvidarse a-sí-mismo, para la
incuria sui [descuido de sí]-: ¡de qué modo tan profundo y delicado ha sabido
el sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor! Justo cuando
tenía que tratar con personas sufrientes de los estamentos inferiores, con esclavos del
trabajo o con prisioneros (o con mujeres: las cuales son, en efecto, en la mayoría de los
casos, ambas cosas a la vez, esclavos del trabajo y prisioneros), el sacerdote ascético
necesitaba de poco más que de una pequeña habilidad en cambiar los nombres y en
rebautizar las cosas para, a partir de ese momento, hacerles ver un alivio, una relativa
felicidad en cosas odiadas: -el descontento del esclavo con su suerte no ha sido inventado
en todo caso por los sacerdotes. - Un medio más apreciado aún en la lucha contra la
depresión consiste en prescribir una pequeñu alegría, que sea fácilmente accesible y
pueda convertirse en regla; esta medicación se usa a menudo en conexión con la antes
mencionada. La forma más frecuente en que la alegría es asi prescrita como medio
curativo es la alegría del causar-alegría (como hacer beneficios, hacer regalos,
aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción); al prescribir
«amor al prójimo», el sacerdote ascético prescribe en el fondo con ello una
estimulaclon de la pulsión más fuerte, más afirmadora de la vida, si bien en una dosis
muy cauta, una estimulación de la voluntud de poder. Esa felicidad de la «superioridad
mínima» que todo hacer beneficios, todo socorrer, ayudar, tratar con distinción llevan
consigo,es el más frecuente medio de consuelo de que suelen servirse los
fisiológicamente impedidos, suponiendo que estén bien aconsejados: en caso contrario, se
causan daño unos a otros, obedeciendo, naturalmente, al mismo instinto básico. Cuando se
investigan los comienzos del cristianismo en el mundo romano, se encuentran asociaciones
destinadas al apoyo mutuo, asociaciones para ayudar a pobres, a enfermos, para realizar
los enterramientos, nacidas en el suelo más bajo de la sociedad de entonces, asociaciones
en las cuales se cultivaba, con plena conciencia, este medio principal contra la
depresión, a saber, la pequeña alegría, la alegría de la mutua beneficencia, - ¿tal
vez entonces era esto algo nuevo, un auténtico descubrimiento? En esa «voluntad de
reciprocidad, así suscitada, en esa voluntad de formar un rebaño, una «comunidad», un
cenáculo, la voluntad de poder así estimulada, bien que en mínimo grado, tiene que
llegar a su vez a una irrupción nueva y mucho más completa: formar un rebaño es un paso
y una victoria esenciales en la lucha contra la depresión. El crecimiento de la comunidad
fortalece, incluso para el individuo, un nuevo interés, que muy a menudo le lleva más
allá del elemento personalísimo de su fastidio, de su aversión contra sí (la despectio
sui [desprecio de sí] de Geulincx). Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden
instintivamente, por un deseo de sacudirse de encima el sordo desplacer y el sentimiento
de debilidad, hacia una organización gregaria: el sacerdote ascético adivina ese
instinto y lo fomenta; donde existen rebaños, es el instinto de debilidad el que ha
querido el rebaño, y la inteligencia del sacerdote la que lo ha organizado. Pues no se
debe pasar por alto esto: por necesidad natural tienden los fuertes a disociarse tanto
como los débiles a asociarse; cuando los primeros se unen, esto ocurre tan sólo con
vistas a una acción agresiva global y a una satisfacción global de su voluntad de poder,
con mucha resistencia de la conciencia individual; en cambio, los últimos se agrupan,
complaciéndose cabalmente en esa agrupación, - su instinto queda con esto apaciguado,
tanto como queda irritado e inquietado en el fondo por la organización el instinto de los
«señores» natos (es decir, de esa especie de solitarios animales rapaces llamada
hombre). Bajo toda oligarquía yace siempre escondida -la historia entera lo enseña- la
concupiscencia titánica; toda oligarquía se estremece permanentemente a causa de la
tensión que todo individuo necesita poner en juego en ella para continuar dominando tal
concupiscencia. (Esto ocurría, por ejemplo, en Grecia: Platón lo atestigua en cien
pasajes, Platón, que conocía a sus iguales -y a sí mismo...)
19
Los medios del sacerdote ascético que hemos conocido hasta el momento -la sofocación
global del sentimiento de vida, la actividad maquinal, la pequeña alegría, sobre todo la
del «amor al prójimo», la organización gregaria, el despertamiento del sentimiento de
poder de la comunidad, a consecuencia del cual el hastío del individuo con respeto a sí
queda acallado por el placer que experimenta en el florecimiento de la comunidad -estos
medios son, medidos con el metro moderno, sus medios no-culpables en la lucha contra el
desplacer: volvámonos ahora hacia los medios más interesantes, los culpables». En todos
ellos se trata de una sola cosa: de algún desenfreno de los sentimientos, - utilizado,
como eficacísimo medio de amortiguación, contra la sorda, paralizante, prolongada
condición dolorosa; por lo cual la inventiva sacerdotal en el estudio a fondo de esta
única cuestión ha sido realmente inagotable: «¿con que medios se alcanza un desenfreno
de los sentimientos?»... Suena esto duro: es claro que sonaría más agradable y
llegaría tal vez mejor a los oídos si yo dijese, por ejemplo, «el sacerdote ascético
se ha aprovechado siempre del entusiasmo existente en todos los afectos fuertes». Mas
¿para qué seguir acariciando los reblandecidos oídos de nuestros modernos afeminados?
¿Para qué ceder, ni siquiera un paso, por nuestra parte, a su tartufería de las
palabras? Para nosotros los psicólogos habría ya en ello una tartufería de la acción;
prescindiendo de que nos causaría náusea. Un psicólogo, en efecto, tiene hoy su buen
gusto (- otros preferirán decir: su honestidad), si en alguna parte, en el hecho de
oponerse al vocabulario vergonzosamente moralizado de que está viscosamente impregnado
todo enjuiciamiento moderno
del hombre y de las cosas. Pues no nos engañemos sobre esto: lo que constituye el
distintivo más propio de las almas modernas, de los libros modernos, no es la mentira,
sino su inveterada inocencia dentro de su mendacidad moralista. Tener que descubrir de
nuevo esa «inocencia» en todas partes - esto es lo que constituye quizá la parte más
repugnante de nuestro trabajo, de todo el trabajo, no poco problemático en sí, a que hoy
tiene que someterse un psicólogo; es una parte de nuestro gran peligro, - es un camino
que tal vez nos lleve derechamente a la gran náusea... Yo no abrigo ninguna duda acerca
de cuál es la única cosa para la que servirían, para la que podrían servir los libros
modernos (suponiendo que duren, lo cual, desde luego, no es de temer, y suponiendo
asimismo que haya alguna vez una posteridad dotada de un gusto más severo, más duro,
más sano), - la única cosa para la que le serviría, para la que podría servirle a esa
posteridad todo lo moderno: para hacer de vomitivos, - y ello en virtud de su
edulcoramiento y de su falsedad morales, de su intimísimo feminismo, al que le gusta
calificarse de «idealismo» y que se cree, en todo caso, idealismo. Nuestros doctos de
hoy, nuestros «buenos», no mienten -esto es verdad; ¡pero ello no les honra! La
auténtica mentira, la mentira genuina, resuelta,
«honesta» (sobre cuyo valor puede oírse a Platón), sería para ellos algo demasiado
riguroso, demasiado fuerte; exigiría algo que no es lícito exigirles a ellos, a saber,
que abriesen los ojos contra sí mismos, que supiesen distinguir entre «verdadero» y
«falso» en ellos mismos. Lo único que a ellos les va bien es la mentira deshonesta:
todo el que hoy se siente a sí mismo «hombre bueno» es totalmente incapaz de
enfrentarse a algo a no ser con deshonesta mendacidad, con abismal mendacidad, pero con
inocente, candorosa, cándida, virtuosa mendacidad. Esos «hombres buenos», - todos ellos
están ahora moralizados de los pies a la cabeza, y, en lo que respecta a la honestidad,
han quedado malogrados y estropeados para toda la eternidad: ¡quién de ellos soportaría
aún una verdad «sobre el hombre!...» O, para concretar más la pregunta: ¿quién de
ellos soportaría una biografía verdadera?... Unos cuantos indicios: Lord Byron ha dejado
escritas algunas cosas personalísimas sobre sí. Pero Thomas
Moore era «demasiado bueno» para ellas: echó al fuego los papeles de su amigo. Lo
mismo parece que ha hecho el doctor Gwinner, ejecutor testamentario de Schopenhauer: pues
también Schopenhauer había dejado escritas algunas cosas sobre sí y tal vez tambien
contra sí («eis eautóv»). El infatigable americano Thayer, el biógrafo de Beethoven, se detuvo de pronto en su
trabajo: llegado a cierto punto de esa vida honorable e ingenua, ya no la soportó
más.... Moraleja: ¿qué hombre inteligente escribiría hoy todavía una palabra honesta
sobre sí? -tendría que pertenecer a la orden de la Santa Temeridad. Se nos promete
una autobiografía de Richard Wagner: ¿quién
duda de que será una autobiografía prudente?... Recordemos aun el cómico espanto que el
sacerdote católico Janssen suscitó en Alemania con su
imagen, tan increíblemente cuadriculada e inofensiva, del movimiento de la Reforma
protestante alemana; ¿qué no ocurriría si alguien nos narrase alguna vez ese movimiento
de otra manera, si alguna vez un verdadero psicólogo nos narrase al verdadero Lutero, no
ya con la simplicidad moralista de un clérigo de aldea, no ya con la dulzona y
considerada verecundia de los historiadores protestantes, sino, por ejemplo, con una
impavidez a la manera de un Taine, partiendo de una fortaleza del alma y no de una sabia
indulgencia para con la fortaleza?... (Los alemanes, dicho sea de paso, han producido
últimamente bastante bien el tipo clásico de esta última, - pueden atribuírselo ya,
reivindicarlo para bien: lo han producido en su Leopold Ranke,
ese nato y clásico advocatus [abogado] de toda causa fortior [causa más fuerte], el más
inteligente de todos los inteligentes «hombres objetivos».)
20
Pero ya se me habrá comprendido: - ¿no es cierto que, tomadas las cosas en conjunto, hay
bastante razón para que nosotros los psicólogos no podamos liberarnos hoy en día de una
cierta desconfianza respecto a nosotros mismos?.. Probablemente también nosotros somos
todavía «demasiado buenos» para nuestro oficio, probablemente también nosotros somos
todavía las víctimas, el botín, los enfermos de ese moralizado gusto de la época,
aunque nos consideramos también como despreciadores del mismo - ; probablemente también
a nosotros nos infecta todavía ese gusto. ¿Contra qué ponía en guardia aquel
diplomático cuando hablaba a sus congéneres? «¡Sobre todo, señores, desconfiemos de
nuestros primeros movimientos!, decía, son buenos casi siempre...» También todo
psicólogo debería hoy hablar así a sus congéneres... Y con esto volvemos a nuestro
problema, el cual, en efecto, exige de nosotros cierto rigor, cierta desconfianza, en
especial contra los «primeros movimientos». El ideal ascético al servicio de un
propósito de desenfreno del sentimiento: - quien recuerde el tratado anterior podrá
adivinar ya en lo esencial el contenido, condensado en esas doce palabras, de lo que ahora
vamos a exponer. Sacar al alma humana de todos sus quicios, sumergirla en terrores,
escalofríos, ardores y éxtasis, de modo que se desligue, como fulminantemente, de toda
la pequeñez y mezquindad propias del desplacer, del letargo, del fastidio: ¿cuáles son
los caminos que conducen a esa meta? ¿Y cuáles son los más seguros?... En el
fondo todos los grandes afectos, la cólera, el temor, la voluptuosidad, la venganza, la
esperanza, el triunfo, la desesperación, la crueldad, son capaces de ello, presuponiendo
que exploten de repente; y en realidad el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin
reparo alguno, a toda la jauría de perros salvajes que existen en el hombre, y unas veces
deja libre a uno y otras a otro, siempre con la misma finalidad de despabilar al hombre de
la lenta tristeza, de hacer huir, al menos temporalmente, su sordo dolor, su vacilante
miseria, y eso lo hace siempre también bajo
una interpretación y una «justificación» religiosa. Todo desenfreno sentimental de ese
tipo se cobra su precio, como es obvio -pone más enfermo al enfermo-: y por esto esa
especie de remedios del dolor es, juzgada con medida moderna, una especie «culpable».
Sin embargo, tanto más tenemos que insistir, pues así lo exige la equidad, en que se la
utilizó con buena conciencia, en que el sacerdote ascético la prescribió creyendo
profundísimamente en la utilidad, más aún, en el carácter indispensable de la misma, -
y, con bastante frecuencia, casi derrumbándose él mismo ante los ayes de dolor que él
producía; digamos asimismo que las vehementes revanchas fisiológicas de tales excesos, e
incluso acaso las perturbaciones espirituales, no contradicen propiamente en el fondo al
sentido global de esa especie de medicación: pues, como antes mostramos, ésta no tendía
a curar enfermedades, sino a combatir el desplacer de la depresión, a aliviarlo, a
adormecerlo. Semejante meta se alcanzaba también así. El principal ardid que el
sacerdote ascético se permitía para hacer resonar en el alma humana toda suerte de
música arrebatadora y extática consistía -lo sabe todo el mundo- en aprovecharse del
sentimienro de culpa. La procedencia del mismo la ha señalado brevemente el tratado
anterior -como un fragmento de psicología animal, como nada más que eso: en él el
sentimiento de culpa se nos presentó, por así decirlo, en estado bruto. Sólo en manos
del sacerdote, ese auténtico artista en sentimientos de culpa, llegó a cobrar forma
-¡oh, qué forma! El «pecado» -pues así habla la reinterpretación sacerdotal de la
«mala conciencia» animal (de la crueldad vuelta hacia atrás)- ha sido hasta ahora el
acontecimiento más grande en la historia del alma enferma: en el pecado tenemos la
estratagema más peligrosa y más nefasta de la interpretación religiosa. El hombre,
sufriendo de sí mismo de algún modo, en todo caso de un modo fisiológico,
aproximadamente como un animal que está encerrado en una jaula, sin saber con claridad
por qué y para qué, anhelante de encontrar razones -pues las razones alivian-, y
anhelante también de encontrar remedios y narcóticos, termina por pedir consejo a
alguien que conoce incluso lo oculto, y he aquí que recibe una indicación, recibe de su
mago, del sacerdote ascético, la primera indicación acerca de la «causa» de su
sufrimiento: debe buscarla dentro de si, en una culpa, en una parte del pasado, debe
entender su propio sufrimiento como un estado de pena... El desventurado ha escuchado, ha
comprendido: ahora le ocurre como a la gallina en torno a la cual se ha trazado una raya:
no vuelve a salir de ese círculo de rayas: el enfermo se ha convertido en «el pecador...
Y ahora no nos libramos del aspecto de ese nuevo enfermo, «el pecador», durante algunos
milenios -¿nos libraremos alguna vez?-, mírese a donde se mire, en todas partes aparece
la mirada hipnótica del pecador, que se mueve siempre en una sola dirección (en
dirección a la «culpa», considerada como causalidad única del sufrimiento); en todas
partes, la mala conciencia, esa bestia horrible [grewliche thier], para decirlo con
palabras de Lutero; en todas partes, el pasado rumiado de nuevo, la acción tergiversada,
los «malos ojos» para cualquier obrar; en todas partes, el querer-malentender el
sufrimiento, convertido en contenido de la vida, el reinterpretar el sufrimiento como
sentimientos de culpa, de temor, de castigo; en todas partes, las disciplinas, el cilicio,
el cuerpo dejado morir de hambre, la contrición; en todas partes el pecador que se impone
a sí mismo el suplicio de la rueda, la rueda cruel de una conciencia inquieta,
enfermizamente libidinosa; en todas partes, el tormento rnudo, el temor extremo, la
agonía del corazón martirizado, los espasmos de una felicidad desconocida, el grito que
pide «redención». De hecho, con este sistema de procedimientos se consiguió superar de
raíz la vieja depresión, la vieja pesadez Y la vieja fatiga; de nuevo la vida volvió a
ser muy interesante: despierta, eternamente despierta, insomne, ardiente, carbonizada,
extenuada, y, sin embargo, no cansada -así es como se conducía el hombre, «el
pecador», iniciado en esos misterios. Ese viejo y gran mago en la lucha contra el
desplacer, el sacerdote ascético -evidentemente había triunfado, su reino había
llegado: la gente no se quejaba ya contra el dolor, sino que lo anhelaba. «¡Más dolor!
¡Más dolor!, así gritó durante siglos el anhelo de sus discípulos e iniciados. Todo
desenfreno del sentimiento que causase daño, todo lo que quebrantaba, trastornaba,
aplastaba, extasiaba, embelesaba, el misterio de las cámaras de tortura, la capacidad
inventiva del mismo infierno -todo eso se hallaba ahora descubierto, adivinado,
aprovechado, todo estaba al servicio de hechicero, todo sirvió en lo sucesivo a la
victoria de su ideal, del ideal ascético... «Mi reino no es
de este mundo» -seguía diciendo ahora igual que antes: ¿tenía realmente derecho a
seguir hablando así?... Goethe afirmó que únicamente existen treinta y seis situaciones
trágicas: esto permite adivinar, aunque no supiéramos
ninguna otra cosa, que Goethe no fue un sacerdote ascético. Este - conoce un número
mayor...
21
Con respecto a toda esta especie de la medicación sacerdotal, la especie «culpable»,
está de más toda palabra de crítica. Que semejante desenfreno del sentimiento, tal como
el sacerdote ascético acostumbró a prescribirlo en este caso a sus enfermos (bajo los
nombres más santos, ya se entiende, y convencido además de la santidad de su finalidad),
haya sido realmente útil a algún enfermo, ¿quién tendría gusto en sostener una
afirmación así? Al menos habría que ponerse de acuerdo sobre la expresión «ser
útil». Si con ella quiere decirse que tal sistema de tratamiento ha mejorado al hombre,
entonces nada tengo que objetar: sólo añadir lo que para mí significa «mejorado» -lo
mismo que «domesticado», «debilitado», «postrado», «refinado», «reblandecido»,
«castrado, (es decir, casi lo mismo que dañado...). Pero si se trata principalmente de
enfermos contrariados, deprimidos, tal sistema pone al enfermo más enferrmo aun
suponiendo que lo ponga «mejor»; pregúntese a los médicos de locos qué consecuencia
trae siempre consigo una aplicación metódica de tormentos expiatorios, contriciones y
espasmos de redención. Pregúntese asimismo a la historia: en todos los lugares en que el
sacerdote ascético ha impuesto ese tratamiento a los enfermos, la condición enfermiza ha
crecido siempre en profundidad y en extensión con una rapidez siniestra. ¿Cuál fue
siempre el «éxito»? Un sistema nervioso destrozado, añadido a todo lo demás que ya
estaba enfermo; y esto tanto en el más grande como en el más pequeño, tanto en el
individuo como en las masas. Detrás del training [entrenamiento] de expiación y
redención encontramos epidemias epilépticas enormes, las más grandes que la historia
conoce, como las de los danzantes medievales de San
Vito y San Juan]; encontramos, como otra forma de su influjo, parálisis terribles y
depresiones duraderas, con las cuales a veces el temperamento de un pueblo o de una ciudad
(Ginebra, Basilea) se transforma, de una vez para siempre, en lo contrario de lo que era;
- a esto pertenece también la historia de las brujas, algo afín al sonambulismo (ocho
grandes explosiones epidémicas de las mismas tan sólo entre 1564 y 1605); detrás del
mencionado training encontramos asimismo aquellos delirios colectivos ansiosos de muerte,
cuyo horrible grito evviva la morte [viva la muerte] se oyó por toda Europa, interrumpido
unas veces por idiosincrasias voluptuosas y otras por idiosincrasias destructivas: y ese
mismo cambio de afectos, con las mismas intermitencias y transformaciones súbitas, es
observado todavía hoy en todos los lugares, en todo sitio en donde la doctrina ascética
acerca del pecado obtiene una vez más un gran triunfo (la neurosis religiosa aparece como
una forma del «ser malvado»: de ello no hay duda). ¿Qué es esa neurosis? Quaeritur [se
pregunta]. Hablando a grandes rasgos, el ideal ascético y su culto sublimemente moral,
esa ingeniosísima, despreocupadísima y peligrosísima sistematización de todos los
medios del desenfreno del sentimiento bajo la protección de propósitos santos se ha
inscrito de un modo terrible e inolvidable en la historia entera del hombre; y, por
desgracia, no sólo en su historia... Yo no sabría señalar nada que haya dañado tan
destructoramente como este ideal la salud y el vigor racial, sobre todo de los europeos;
es lícito llamarlo, sin ninguna exageración, la auténtica fatalidad en la historia de
la salud del hombre europeo. A lo sumo podría compararse con el influjo específicamente
germánico: me refiero al envenenamiento alcohólico de Europa, que hasta hoy ha marchado
rigurosamente al mismo paso que la preponderancia política y racial de los germanos ( -
donde éstos inocularon su sangre, inocularon también sus vicios). - Como tercer elemento
de la serie habría que mencionar la sífilis - magno sed proxima intervulo [a gran
distancia, pero muy próxima].
22
El sacerdote ascético ha corrompido la salud anímica en todos los sitios en que ha
llegado a dominar, y, en consecuencia, ha corrompido también el gusto in artibus et
litteris [en las artes y en las letras] - todavía continúa corrompiéndolo. «¿En
consecuencia?, Espero que este «en consecuencia» se me conceda sencillamente; al menos
no quiero ofrecer aqui su demostración. Un solo dato: se refiere al libro fundamental de
la literatura cristiana, a su auténtico modelo, a su "libro en sí». Todavía en
medio del esplendor greco-romano, que era también un esplendor de libros, a la vista de
un mundo literario no marchitado ni arruinado aún, en una época en que todavía era
posible leer algunos libros por cuya posesión daríamos hoy a cambio la mitad de
literaturas enteras, la simpleza y la vanidad de agitadores cristianos-se les llama padres
de la Iglesia- se atrevió ya a decretar: «También nosotros tenemos nuestra
literatura clásica, no necesitamos de de los griegos», - y al decirlo se apuntaba con
orgullo a libros de leyendas, cartas de apóstoles y tratadillos
apologéticos, aproximadamente de la misma manera como hoy el «Ejército de Salvación»
inglés lucha, con una literatura similar, contra Shakespeare y otros paganos». A mí no
me gusta el Nuevo Testamento, ya se adivina; casi me desasosiega el encontrarme tan solo
con mi gusto respecto a esa obra literaria estimadísima, sobreestimadísima (el gusto de
dos milenios está contra mí): ¡pero qué remedio queda! «Aquí estoy yo, no puedo
hacer otra cosa», - tengo el coraje de mi mal gusto. El
Antiguo Testamento -sí, éste es algo completamente distinto: ¡todo mi respeto por el
Antiguo Testamento! En él encuentro grandes hombres, un paisaje heroico y algo rarísimo
en la tierra, la incomparable ingenuidad del corazón fuerte; más aún, encuentro un
pueblo. En cambio, en el Nuevo, nada más que pequeños asuntos de sectas, nada más que
rococó del alma, nada más que cosas adornadas con arabescos, angulosas, extrañas, mero
aire de conventículo, sin olvidar un ocasional soplo de bucólica dulzura, que pertenece
a la época (y a la provincia romana) y que no es tanto judío como helenistico. La
humildad y la ampulosidad, estrechamente juntas; una locuacidad del sentimiento que casi
ensordece; apasionamiento, pero no pasión; penosa mímica; aquí ha faltado evidentemente
toda buena educación. ¡Cómo se puede dar, a los pequeños defectos propios, la
importancia que les dan esos piadosos hombrecillos! Nadie se ocupa de aquéllos; y mucho
menos Dios. Para terminar, todas estas pequeñas gentes de la provincia quieren tener
incluso «la corona de la vida eterna»: ¿para qué?,
¿por qué?, no es posible llevar más lejos la inmodestia. Un Pedro «inmortal»,
¿quién lo soportaría? Poseen una ambición que hace reír: esas gentes nos dan mascados
sus asuntos más personales, sus necedades, tristezas y preocupaciones de ociosos, como si
el en-sí-de-las-cosas estuviera obligado a preocuparse de ello, esas gentes no se cansan
de mezclar a Dios incluso en los más pequeños pesares en que ellos están metidos. ¡Y
ese permanente tutearse con Dios, de pésimo gusto! ¡Esa judía, y no sólo judía,
familiaridad de hocico y de pata con Dios!... Hay en el este de Asia pequeños y
despreciados «pueblos paganos» de los que estos primeros cristianos podrían haber
aprendido algo esencial, un poco de tacto del respeto; según atestiguan misioneros
cristianos, aquellos pueblos no se permiten siquiera pronunciar el nombre de su Dios. Esto
me parece una cosa bastante delicada; en verdad resulta demasiado delicada no sólo para
«primeros» cristianos: para percibir el contraste, recuérdese, por ejemplo, a Lutero,
«el más elocuente» e inmodesto campesino que Alemania ha dado, y el tono luterano, que
era el que más le gustaba emplear precisamente en sus diálogos con Dios. La oposición
de Lutero a los santos intermediarios de la Iglesia (en especial, al «papa, esa puerca
del diablo,) era en su último fondo, no hay duda de ello, la oposición propia de un
palurdo al que le fastidiaba la buena etiqueta de la Iglesia, aquella etiqueta de respeto
del gusto hierático, que sólo a gentes más iniciadas y silenciosas permite entrar en el
santo de los santos, y en cambio cierra el acceso a los palurdos. De una vez por todas,
precisamente aquí no deben éstos hablar, - pero Lutero, el campesino, quería las cosas
de un modo completamente distinto, aquello no le parecía bastante alemán: quería, ante
todo, hablar
directamente, hablar él, hablar «sin ceremonias» con su Dios... Y, desde luego, lo
hizo. - El ideal ascético, ya se lo adivina, no fue nunca y en ningún lugar una escuela
del buen gusto, menos aún de los buenos modales, - fue, en el mejor caso, una escuela de
los modales hieráticos - : esto hace que encierre en sí algo mortalmente hostil a todos
los buenos modales, - falta de moderación, aversión por la moderación, es incluso un
non plus ultra.
23
El ideal ascético ha corrompido no sólo la salud y el gusto, sino también una tercera,
y una cuarta, y una quinta, y una sexta cosa -me guardaré de decir cuántas (¡cuándo
acabaría!). Lo que aquí pretendo poner de manifiesto no es lo que ese ideal ha
realizado, sino, más bien, única y exclusivamente lo que signifìca, lo que deja
adivinar, lo que se oculta detrás de él, debajo de él, dentro de él, aquello de lo
cual él es la expresión superficial, oscura, sobrecargada de interrogaciones y de
malentendidos. El no escatimar a mis lectores una mirada a lo monstruoso de sus efectos,
también de sus efectos funestos, he podido permitírmelo sólo en orden a esta finalidad:
a saber, la de prepararlos para el último y más terrible aspecto que posee para mí la
pregunta por el significado de aquel ideal. ¿Qué significa justamente el poder de ese
ideal, lo monstruoso de su poder? ¿Por qué se le ha cedido terreno en esa medida?
¿Por qué no se le ha opuesto más bien resistencia? El ideal ascético expresa una
voluntad: ¿dónde está la voluntad contraria, en la que se expresaria un ideal
contrario? El ideal ascético tiene una meta,- y ésta es lo suficientemente universal
como para que, comparados con ella, todos los demás intereses de la existencia humana
parezcan mezquinos y estrechos; épocas, pueblos, hombres, interprétalos implacablemente
el ideal ascético en dirección a esa única meta, no permite ninguna otra
interpretación, ninguna otra meta, rechaza, niega, afirma, corrobora únicamente en el
sentido de su interpretación (- ¿y ha existido alguna vez un sistema de
interpretación más pensado hasta el final?; no se somete a ningún poder, sino que cree
en su primacia sobre todo otro poder, en su incondicional distancia de rango con respecto
a todo otro poder, - cree que no existe en la tierra ningún poder que no tenga que
recibir de él un sentido, un derecho a existir, un valor, como instrurnento para su obra,
como vía y como medio para su meta, para una única meta... ¿Dónde está el antagonista
de este compacto sistema de voluntad, meta e interpretación? ¿Por qué falta el
antagonista?... ¿dónde se encuentra la otra única meta»?... Se me dice que no falta,
que no sólo ha luchado largo tiempo con éxito contra aquel ideal, sino que incluso, en
todos los asuntos principales, se ha enseñoreado ya de él: testimonio de ello sería
toda nuestra ciencia modernal - esa ciencia moderna que, por ser una auténtica filosofía
de la realidad, evidentemente no cree más que en sí misma, evidentemente tiene el coraje
de ser ella misma, la voluntad de ser ella misma, y hasta ahora se las ha arreglado
bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras. Ahora bien, ese ruido y
esa locuacidad de agitadores no me producen ninguna impresión: esos trompeteros de la
realidad son malos músicos, sus voces no ascienden desde lo
profundo de un modo suficientemente perceptible, en ellos no habla el abismo de la
conciencia científica -pues un abismo es hoy la conciencia científica-, en los hocicos
de tales trompeteros el vocablo «ciencia» es sencillamente una impudicia, un abuso, una
desvergüenza. La verdad es cabalmente lo contrario de lo que aquí se afirma: la ciencia
no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de
sí, - y allí donde aún es pasión, amor, fervor, sufrimiento, no representa lo
contrario de aquel ideal ascético, sino más bien la forma más reciente y más noble del
mismo. ¿Os suena extraño esto?... Es cierto que también entre los doctos de hoy hay
bastante pueblo honrado y modesto de obreros, el cual se complace en su pequeño rincón,
y que, por el hecho de complacerse en él, a veces eleva un poco inmodestamente la voz,
diciendo que hoy
debemos estar contentos en general, sobre todo en la ciencia, - pues precisamente en ella
hay tantas cosas útiles que hacer. No objeto nada; y lo que menos quisiera yo es
estropearles a esos honestos obreros su placer en el oficio: pues yo me alegro de su
trabajo. Pero el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan
trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea
hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe. Como hemos dicho,
ocurre lo contrario: allí donde la ciencia no es la más reciente forma de aparición del
ideal ascético, - son casos demasiado raros, nobles y escogidos como para que el juicio
general pudiera ser torcido por ellos-, la ciencia es hoy un escondrijo para toda especie
de mal humor, incredulidad, gusano roedor, despectio sui [desprecio de si], mala
conciencia, - es el desasosiego propio de la ausencia de un ideal, el sufrimiento por la
falta del gran amor, la insuficiencia de una sobriedad involuntaria. ¡Oh, cuántas cosas
no oculta hoy la ciencia! ¡Cuántas debe al menos ocultar! La capacidad de nuestros
mejores estudiosos, su irreflexiva laboriosidad, su cerebro en ebullición día y noche,
incluso su maestría en el oficio - ¡con cuanta frecuencia ocurre que el auténtico
sentido de todo eso consiste en cegarse a sí mismo los ojos para no ver algo! La ciencia
como medio de aturdirse a sí mismo: ¿conocéis esto?... A veces con una palabra
inofensiva herimos a los doctos hasta el tuétano -todo el que trata con ellos lo ha
experimentado-, indisponemos contra nosotros a nuestros amigos doctos en el instante en
que pensamos honrarlos, los sacamos de sus casillas meramente porque fuimos demasiado
burdos para adivinar con quién estamos tratando en realidad, con seres que sufren y que
no quieren confesarse a sí mismos lo que son, con seres aturdidos e irreflexivos que no
temen más que una sola cosa: llegar a cobrar conciencia...
24
- Y ahora examinemos, en cambio, aquellos casos, más raros, de que he hablado, los
últimos idealistas que hoy existen entre filósofos y doctos:¿tenemos en ellos tal vez
los buscados adversarios del ideal ascético, los antiidealistas de éste? De hecho se
creen tales, esos «incrédulos» (pues todos ellos lo son); parece que su último resto
de fe consiste justo en esto, en ser adversarios de ese ideal, tan serios son en este
punto, tan apasionados se vuelven precisamente aquí sus gestos y sus palabras: - ¿ya por
esto ha de ser verdadero lo que ellos creen?... Nosotros «los
que conocemos» nos hemos vuelto con el tiempo desconfiados frente a toda especie de
creyentes; nuestra desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusiones
opuestas a las que en otro tiempo se sacaban: es decir, en inferir, en todos aquellos
sitios en que la fortaleza de una fe aparece mucho en el primer plano, que hay allí una
cierta debilidad de la demostrabilidad, incluso una inverosimilitud de lo creído. Tampoco
nosotros negamos que la fe otorga la bienaventuranza:
cabalmente por esto negamos que la fe demuestre algo, - una fe robusta, que otorga la
bienaventuranza, es una sospecha contra aquello en lo que cree) no es prueba de
«verdad», es prueba de una cierta verosimilitud -de la ilusión. ¿Qué ocurre hoy en
este caso? - Estos actuales negadores y apartadizos, estos incondicionales en una sola
cosa, en la exigencia de limpieza intelectual, estos espíritus duros, severos,
abstinentes, heroicos, que constituyen la honra de nuestra época, todos estos pálidos
ateístas, anticristos, inmoralistas, nihilistas, estos escépticos, efécticos, hécticos
de espíritu (esto último lo son todos ellos, en algún sentido), estos últimos
idealistas del conocimiento, únicos en los cuales se alberga y se ha encarnado la
conciencia intelectual, - de hecho se creen sumamente desligados del ideal ascético,
estos «espíritus libres, muy libres»: y, sin embargo, voy a descubrirles lo que ellos
mismos no pueden ver-pues están demasiado cerca-: aquel ideal es precisamente también su
ideal, ellos mismos, y acaso nadie más, lo representan hoy, ellos mismos son su más
espiritualizado engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores, su más
insidiosa, delicada, inaprensible forma de seducción: - ¡si en algo soy yo descifrador
de enigmas, quiero serlo con esta afirmación!. Se hallan muy lejos de ser espíritus
libres: pues creen todavía en la verdad... Cuando los cruzados cristianos tropezaron en
Oriente con aquella invencible Orden de los Asesinos, con
aquella Orden de espíritus libres par excellence, cuyos grados ínfimos vivían en una
obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna Orden monástica, recibieron también, por
alguna vía, una indicación acerca de aquel símbolo y aquella frase-escudo, reservada
sólo a los grades sumos, como su secretum: «Nada es verdadero, todo está permitido...»
Pues bien, esto era libertad de espíritu, con ello se dejaba de creer en la verdad
misma... ¿Se ha extraviado ya alguna vez un espíritu libre europeo, cristiano, en esa
frase y en sus laberínticas consecuencias? ¿Conoce por experiencia el Minotauro de ese
infierno?... Dudo de ello, más aún, sé algo distinto: - nada es más extraño a estos
incondicionales de una sola cosa, a estos así llamados «espíritus libres», que la
libertad y la liberación en aquel sentido, en ningún otro aspecto están más firmemente
atados, justo en la fe en la verdad están firmes e incondicionales como ningún otro. Yo
conozco todo esto tal vez desde demasiado cerca: aquella loable continencia de filósofos
a la que tal fe obliga, aquel estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan
rigurosamente el no como el sí, aquel querer-detenerse ante lo real, ante el factum
brutum [hecho bruto], aquel fatalismo de los petits fàits [hechos pequeños] (ce petit
faitalisme, como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una especie de
primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación (al
violentar, reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear, y a todo lo demás
que pertenece a la esencia del interpretar) -esto es, hablando a grandes rasgos,
expresión tanto de un ascetismo de la virtud como de una negación de la sensualidad (en
el fondo, es sólo un modus de esa negación). Pero lo que fuerza a esto, aquella
incondicional
voluntad de verdad, es la fe en el ideal ascético mismo, si bien en la forma de su
imperativo inconsciente, no nos engañemos sobre esto, -es la fe en un valor metafísico
en un valor en sí de la verdad, tal como sólo en aquel ideal se encuentra garantizado y
confirmado (subsiste y desaparece juntamente con él). No existe, juzgando con rigor, una
ciencia «libre de supuestos», el pensamiento de tal ciencia es impensable, es
paralógico: siempre tiene que haber allí una filosofía, una «fe», para que de ésta
extraiga la ciencia una dirección, un sentido, un límite, un método, un derecho a
existir. (Quien lo entiende al revés, quien, por ejempio, se dispone a asentar la
filosofía «sobre una base rigurosamente científica», necesita primero, para ello,
poner cabeza abajo no sólo la filosofía, sino también la misma verdad: ¡la peor ofensa
al decoro que puede cometerse con dos damas tan respetables!) Sí, no hay duda -y aquí
dejo hablar a mi Gaya ciencia, véase el libro quinto
pág. 263 -«el hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia
presupone, afirma con ello otro mundo distinto del de la vida, de la naturaleza y de la
historia; y en la medida en que afirma ese 'otro mundo', ¿cómo?, ¿no tiene que negar,
precisamente por ello, su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... Nuestra fe en la ciencia
reposa siempre sobre una fe metafísica -tambien nosotros los actuales hombres del
conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro
fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue
también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es
divina... ¿Pero cómo es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más
increíble, si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la
mentira, - si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?» - En este punto es
necesario detenerse y reflexionar largamente. La ciencia misma necesita en adelante una
justificación (con lo cual no se ha dicho en absoluto que exista una justificación para
ella). Examínense, con respecto a esta cuestión, las filosofías más antiguas y las
más recientes: falta en todas ellas una conciencia de hasta qué punto la misma voluntad
de verdad necesita una justificación, hay aquí una laguna en toda filosofía -¿a qué
se debe? A que el ideal ascético ha sido hasta ahora dueño de toda filosofía, a que la
verdad misma fue puesta como ser, como Dios, como instancia suprema, a que a la verdad no
le fue lícito en absoluto ser problema. ¿Se entiende este «fue lícito»? - Desde el
instante en que la fe en Dios del ideal ascético es negada, hay también un nuevo
problema: el del valor de la verdad. - La voluntad de verdad necesita una crítica -con
esto definimos nuestra propia tarea-, el valor de la verdad debe ser puesto en entredicho
alguna vez, por vía experimental... (A quien esto le parezca demasiado sucinto se le
recomienda volver a leer el apartado de La Gaya ciencia
titulado: «En qué medida somos nosotros todavía piadosos», y, mucho mejor aún, el
libro quinto entero de la mencionada obra, así como el prólogo a Aurora.)
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¡No! No se me venga con la ciencia cuando yo busco el antagonista natural del ideal
ascético, cuando pregunto:«¿dónde está la voluntad opuesta, en la que se exprese su
ideal opuesto?» Ni de lejos se apoya en sí misma la ciencia lo suficiente como para
poder ser esto, ella necesita primero, en todos los sentidos, un ideal del valor, un poder
creador de valores, al servicio del cual le es lícito a ella creer en sí misma, - ella
como tal no es nunca creadora de valores. Su relación con el ideal ascético no es ya en
sí, de ningún modo, una relación antagonística; incluso representa más bien, en lo
principal, la fuerza propulsora en la configuración interna de aquél. Su contradicción
y su lucha, examinadas de modo más sutil, no apuntan de ningún modo al ideal mismo, sino
sólo a las avanzadas de éste, a su disfraz, a su juego de máscaras, a sus ocasionales
endurecimiento, desecación, dogmatización -la ciencia devuelve la libertad a la vida que
hay en el ideal ascético, negando lo exotérico en él. Ambos, ciencia e ideal ascético,
se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno -ya di a entender esto-: a saber, sobre la
misma fe en la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad, y por esto mismo son
necesariamente aliados, - de modo que, en el supuesto de que se los combata, no se los
puede combatir y poner en entredicho nunca más que de manera conjunta. Una apreciación
del valor del ideal ascético trae consigo inevitablemente también una apreciación del
valor de la ciencia: ¡ábranse los ojos y agúcense los oídos para percibir tal cosa en
todos los tiempos! (El arte, dicho sea de manera anticipada, pues alguna vez volveré
sobre el tema con más detenimiento, -el arte, en el cual precisamente la mentira se
santifica, y la voluntad de engaño tiene a su favor la buena conciencia, se opone al
ideal ascético mucho más radicalmente que la ciencia: así lo advirtió el instinto de
Platón, el más grande enemigo del arte producido hasta ahora por Europa. Platón contra Homero: éste es el antagonismo total, genuino - de
un lado el «allendista» con la mejor voluntad, el gran calumniador de la vida, de otro
el involuntario divinizador de ésta, la áurea naturaleza. Una sujeción del artista al
servicio del ideal ascético es por ello la más propia corrupción de aquel que pueda
haber, y, por desgracia, una de las más frecuentes: pues nada es más corruptible que un
artista.) También consideradas las cosas desde un punto de vista fisiológico descansa la
ciencia sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento de la
vida constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto, - los afectos enfriados,
el tempo retardado, la dialéctica ocupando el lugar del instinto, la seriedad grabada en
los rostros y los gestos (la seriedad, ese inequívoco indicio de un metabolismo más
trabajoso, de una vida que lucha, que trabaja con más dificultad). Examinense las épocas
de un pueblo en las que el hombre docto aparece en el primer plano: son épocas de
cansancio, a menudo de crepúsculo, de decadencia, -la fuerza desbordante, la certeza
vital, la certeza de futuro, han desaparecido. La preponderancia del mandarín no
significa nunca algo bueno: como tampoco la aparición de la democracia, de los arbitrajes
de paz en lugar de las guerras, de la igualdad de derechos de las mujeres, de la religión
de la compasión y de todos los demás síntomas que hay de la vida declinante. (La
ciencia concebida como problema; ¿qué significa ciencia? -véase sobre esto el prólogo
a El nacimiento de la tragedia) - ¡No!, esta
«ciencia moderna» -¡basta abrir los ojos!- es por el momento la mayor aliada del ideal
ascético, ¡y lo es justo por ser la ciencia más inconsciente, más involuntaria, más
secreta y más subterránea! Hasta ahora han jugado un mismo juego los «pobres de
espíritu» y los adversarios científicos de aquel ideal (guardémonos de pensar, dicho
sea de paso, que éstos sean la antítesis de aquéllos, algo así como los ricos de
espíritu: -no lo son, yo los he denominado hécticos del espíritu). Esas famosas
victorias de los últimos: indudablemente son victorias, - ¿pero sobre qué? El ideal
ascético no fue vencido de ningún modo en ellas, antes bien se volvió más fuerte, es
decir, más inaprensible, más espiritual, más capcioso, por el hecho de que, una y otra
vez, la ciencia eliminó, derribó sin compasión un muro, un bastión que se había
adosado a aquél y que había vuelto más grosero su aspecto. ¿Se piensa en serio que,
por ejemplo, la derrota de la astronomía teológica fue una derrota de tal ideal?... ¿Es
que acaso el hombre se ha vuelto menos necesitado de una solución allendista de su enigma
del existir, por el hecho de que, a partir de entonces, ese existir aparezca ahora más
gratuito aún, más arrinconado, más superfluo en el orden visible de las cosas?
¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el
autoempequeñecimiento del hombre, su voluntad de autoempequeñecimiento? Ay, ha
desaparecido la fe en la dignidad, singularidad, insustituibilidad humanas dentro de la
escala jerárquica de los seres, - el hombre se ha convertido en un animal, animal sin
metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios («hijo de
Dios», «hombre Dios»)... A partir de Copérnico el hombre parece haber caído en un
plano inclinado, - rueda cada vez más rápido, alejándose del punto central - ¿hacia
dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el «horadante sentimiento de su nada»?... ¡Bien!,
éste precisamente sería el camino derecho -¿hacia el antiguo ideal?... Toda ciencia (y
no sólo la astronomía, sobre cuyo humillante y degradador influjo hizo Kant una notable
confesión, «ella aniquila mi importancia...»), toda
ciencia, tanto la natural como la innatural -así llamo yo a la autocrítica del
conocimiento- tiende hoy a disuadir al hombre del aprecio en que hasta ahora se tenía a
sí mismo, como si tal aprecio no hubiera sido otra cosa que una extravagante presunción;
incluso podría decirse que la ciencia pone su propio orgullo, su propia áspera forma de
ataraxia estoica en mantener en pie en sí misma ese difícilmente conseguido
autodesprecio del hombre, como su última y más seria reivindicación de aprecio (con
razón, de hecho: pues quien desprecia es siempre todavía alguien que «no ha olvidado el
apreciar...»). ¿Se trabaja en verdad así en contra del ideal ascético? ¿Acaso
se piensa aún, con toda seriedad (como se imaginaron algún tiempo los teólogos), que,
por ejemplo, la victoria de Kant sobre la dogmática de los conceptos teológicos
(«Dios», «alma», «libertad», «inmortalidad») ha demolido aquel ideal? -a este
respecto nada debe importarnos por el momento si Kant mismo tuvo siquiera el propósito de
hacer algo de ese tipo. Lo cierto es que, a partir de Kant, los trascendentalistas de toda
especie han tenido de nuevo ganada la partida, -se han emancipado de los teólogos: ¡qué
felicidad! -Kant les ha descubierto un camino secreto en el que ahora les es lícito
entregarse, con sus propios medios y con el mejor decoro científico, a los «deseos de su
corazón». Asimismo: ¿quién podría tomar a mal ya a los agnósticos el que éstos, en
cuanto veneradores de lo desconocido y misterioso en sí, adoren ahora como Dios el signo
mismo de interrogación? (Xaver Doudan habla en una
ocasión de los ravages [estragos] producidos por l'habitude d'admirer l'inintelligible au
lieu de rester tout simplement dans l'inconnu [el hábito de admirar lo ininteligible en
lugar de quedarse simplemente en lo desconocido]; él piensa que los antiguos habrían
prescindido de ello). Suponiendo que nada de lo que el hombre «conoce» satisfaga sus
deseos, sino que más bìen los contradiga y espante, ¡qué divina escapatoria el que sea
lícito buscar la culpa de ello no en el «desear», sino en el «conocer»!... «No
existe ningún conocer: en consecuencia - existe Dios»: ¡qué nueva elegantia syllogismi
[elegancia del silogismo], ¡qué triunfo del ideal ascético! -
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-¿O es que acaso la historiografía moderna, en su totalidad, ha mostrado una actitud
más cierta de vida, más cierta de ideal? Su pretensión más noble se reduce hoy a ser
espejo: rechaza toda teleología; ya no quiere «demostrar» nada: desdeña el desempeñar
el papel de juez, y tiene en ello su buen gusto, - ni afirma ni niega, hace constar,
«describe»... Todo esto es ascético en alto grado; pero a la vez es, en un grado más
alto todavía, nihilista, ¡no nos enganemos sobre este punto! Vemos una mirada triste,
dura, pero resuelta, - un ojo que mira a lo lejos, como mira a lo lejos un viajero del
Polo Norte que se ha quedado aislado (¿tal vez para no mirar adentro?, ¿tal vez para no
mirar atrás?...) Aquí hay nieve, aquí la vida ha enmudecido; las últimas cornejas cuya
voz aquí se oye dicen: «¿Para qué?» «¡En vano!», «¡Nada!»
- aquí ya no florece ni crece nada, a lo sumo metapolítica petersburguesa y
«compasión» tolstoiana. Mas en lo que se refiere a esa otra especie de historiadores,
una especie acaso «más moderna» aún, una especie gozadora, voluptuosa, que coquetea
tanto con la vida como con el ideal ascético, que usa como guante la palabra «artista»
y que hoy monopoliza totalmente la loa de la contemplación: ¡oh, qué sed tan grande de
ascetas y de paisajes invernales provocan esos dulces ingeniosos! ¡No! ¡Que el diablo se
lleve a ese pueblo «contemplativo»! ¡Prefiero con mucho caminar junto con aquellos
nihilistas históricos a través de las más sombrías, grises y frías brumas! -más
aún, en el supuesto de que tuviera que elegir, no me habría de importar prestar oídos
incluso a alguien del todo y en verdad ahistórico, antihistórico (como ese Dühring, con
cuyos acentos se embriaga, en la Alemania actual, una especie hasta hoy todavía tímida,
todavía inconfesada de «almas bellas», la species anarchistica dentro del proletariado
culto). Cien veces peores son los «contemplativos»-:¡yo no conozco nada que me cause
más náusea que una de esas poltronas «objetivas, que uno de esos perfumados gozadores
de la historia, medio curas, medio sátiros, parfum Renan, los cuales delatan ya, con el
falsete agudo de su aplauso, qué es lo que les falta, en qué lugar les falta, en qué
sitio ha manejado en este caso la Parca su cruel tijera, de un modo, ¡ay!, demasiado
quirúrgico! Esto subleva mi gusto y también mi paciencia: conserve su paciencia ante
tales visiones quien nada tenga que perder con ella, -a mí tal visión me exaspera, esos
«espectadores» me enfurecen contra el «espectáculo» más aún que éste (la historia
misma, entiéndaseme), sin querer me vienen a la mente, al contemplarlo, bromas
anacreónticas. La naturaleza que dio al toro sus cuernos y al león el Xasm' odónton
[abertura de los dientes], ¿para qué me dio a mí el pie?... Para pisotear, ¡por San
Anacreonte!, y no sólo para huir: ¡para pisotear las poltronas apolilladas, la
contemplación cobarde, el lascivo eunuquismo ante la historia, el coqueteo con ideales
ascéticos, la tartufería de justicia, usada por la impotencia! ¡Todo mi respeto para el
ideal ascético, en la medida en que sea honesto, ¡mientras crea en sí mismo y no nos
dé el chasco! Pero no soporto a todas esas chinches coquetas, cuya ambición es
insaciable en punto a oler a infinito, hasta que por fin lo infinito acaba por oler a
chinches; no soporto los sepulcros blanqueados que parodian la vida; no soporto a los
fatigados y acabados que se envuelven en sabiduría y miran «objetivamente»; no soporto
a los agitadores ataviados de héroes, que colocan el manto de invisibilidad del ideal en
torno a ese manojo de paja que es su cabeza; no soporto a los artistas ambiciosos, que
quisieran representar el papel de ascetas y de sacerdotes y que no son en el fondo más
que trágicos bufones; tampoco soporto a ésos, a los recentísimos especuladores en
idealismo, a los antisemitas, que hoy entornan sus ojos a la manera del hombre de bien
cristiano-ario y que intentan excitar todos los elementos de animal cornudo propios del
pueblo mediante un abuso, que acaba con toda paciencia, del medio más barato de
agitación, la afectación moral (- el hecho de que en la Alemania actual no deje de
obtener éxito toda especie de espíritus fraudulentos es algo que guarda relación con el
deterioro poco a poco innegable y ya palpable del espíritu alemán, cuya causa yo la
busco en una alimentación compuesta, con demasiada exclusividad, de periódicos,
política, cervezas y música de Wagner, a lo que hay que añadir lo que constituye el
presupuesto de esa dieta: primero, la clausura y la vanidad nacionales, el fuerte, pero
angosto principio de Deutschland, Deutschland über Alles [Alemania,
Alemania sobre todo], y después la paralysis agitans de las «ideas modernas»). Hoy
Europa es rica e ingeniosa, sobre todo en punto a inventar estimulantes; parece que
ninguna otra cosa necesita más que los estimulantes», que el aguardiente: de aquí viene
también la gigantesca falsificación en ideales, esos máximos aguardientes del
espíritu, y asimismo el aire repugnante, maloliente, falaz y seudoalcohólico que se
extiende por todas partes. Quisiera saber cuántos cargamentos de idealismo imitado, de
atavíos de héroes y cencerreante hojalata de grandes palabras, cuántas toneladas de
compasión azucarada y alcohólica (razón social: la religión de la souffrance [la
religión del sufrimiento] cuántas patas de palo de «noble indignación», para ayuda de
los pies-planos del espíritu; cuántos comediantes del ideal moral-cristiano sería
necesario exportar hoy fuera de Europa, para que de nuevo su aire volviese a tener un olor
más limpio... Es evidente que esa superproducción abre una nueva posibilidad de
comercio; es evidente que se puede hacer un nuevo «negocio» con pequeños ídolos del
ideal y con los «idealistas» correspondientes -no se pase por alto esta clara alusión.
¿Quién tiene suficientes ánimos para ello? - ¡en nuestras manos está el «idealizar»
la tierra entera!... Mas qué digo ánimos, aquí hace falta una sola cosa, precisamente
la mano, una mano sin prevenciones, completamente libre de prevenciones...
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- ¡Basta! ¡Basta! Dejemos estas curiosidades y complejidades del espíritu más moderno,
en las que hay igual número de cosas de que reír y de que enfadarse. Precisamente
nuestro problema, el problema del significado del ideal ascético, puede prescindir de
ellas. - ¡Qué tiene él que ver con el ayer y con el hoy! Esas cosas las abordaré con
mayor profundidad y dureza en otro contexto (bajo el título Historia del nihilismo
europeo; remito para ello a una obra que estoy preparando: La voluntad de poder. Ensayo de
una transvaloración de todos los valores). Lo único que me interesa haber señalado
aquí es esto: incluso en la esfera más espiritual el ideal ascético continúa teniendo
por el momento una sola especie de verdaderos enemigos y damnificadores: los comediantes
de ese ideal, - pues provocan desconfianza. En todos los demás lugares en que el
espíritu trabaja hoy con rigor, con energía y sin falsedades, se abstiene ahora en todos
ellos por completo del ideal -la expresión popular de esa abstinencia es «ateísmo»:
descontada su voluntud de verdad. Pero esta voluntad, este resto de ideal, es, si se
quiere creerme, aquel ideal mismo en su formulación más rigurosa, más espiritual, aquel
ideal vuelto total y completamente exotérico, despojado de todo aparejo exterior, y, en
consecuencia, no es tanto el resto de aquel ideal cuanto su núcleo. El ateísmo
incondicional y sincero (- y su aire es lo único que respiramos nosotros, los hombres
más espirituales de esta época) no se encuentra, según esto, en contraposición a aquel
ideal, como a primera vista parece; antes bien, es tan sólo una de sus últimas fases de
desarrollo, una de sus formas finales y de sus consecuencias lógicas internas, - es la
catástrofe, que impone respeto, de una bimilenaria educación para la verdad, educación
que, al final, se prohíbe a si misma la mentira que hay en el creer en Dios. (Este mismo
proceso evolutivo se ha dado en la India, con total independencia, y, por tanto, demuestra
algo: el mismo ideal forzando a la misma conclusión; el punto decisivo alcanzado cinco
siglos antes de la era europea, con Buda, o, más exactamente: ya con la filosofía sankhya que luego Buda popularizó y convirtió en
religión.) ¿Qué es aquello que, si preguntamos con todo rigor, ha alcanzado propiamente
la victoria sobre el Dios cristiano? La respuesta se encuentra en mi libro La Gaya ciencia: «La moralidad cristiana misma, el concepto de
veracidad tomado en un sentido cada vez más riguroso, la sutilidad, propia de padres
confesores, de la conciencia cristiana, traducida y sublimada en conciencia científica,
en limpieza intelectual a cualquier precio. Considerar la naturaleza como si fuera una
prueba de la bondad y de la protección de un Dios; interpretar la historia a honra de la
razón divina, como permanente testimonio de un orden ético del mundo y de intenciones
éticas últimas; interpretar las propias vivencias cual las han venido interpretando
desde hace tanto tiempo los hombres piadosos, como si todo fuera una disposición, todo
fuese un signo, todo estuviese pensado y dispuesto para la salvación del
alma: ahora esto ha pasado ya, tiene en contra suya la conciencia, todos los espíritus
más finos consideran esto indecoroso, deshonesto, lo consideran mentira, feminismo,
debilidad, cobardía, -y precisamente en virtud de este rigor somos, si lo somos en virtud
de algo, buenos europeos y herederos de la autosuperación más prolongada y más valerosa
de Europa...» Todas las grandes cosas perecen a sus propias manos, por un acto de
autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la «autosuperación»
necesaria que existe en la esencia de la vida, - en el último momento siempre se le dice
al legislador mismo: patere legem, quam ipse tulisti [sufre la ley que tú mismo
promulgaste]. Así es como pereció el cristianismo, en cuanto dogma, a manos de su propia
moral; y así es como ahora también el cristianismo en cuanto moral tiene que perecer, -
nosotros nos encontramos en el umbral de este acontecimiento. Después de que la veracidad
cristiana ha sacado una tras otra sus conclusiones, saca al final su conclusión más
fuerte, su conclusión contra sí misma; y esto sucede cuando plantea la pregunta «¿qué
signiflca toda voluntad de verdad?»... Y aquí toco yo de nuevo mi problema, nuestro
problema, amigos míos desconocidos ( - pues todavía no sé de ningún amigo): ¿qué
sentido tendría nuestro ser todo, a no ser el de que en nosotros aquella voluntad de
verdad cobre conciencia de sí misma como problema?... Este hecho de que la voluntad de
verdad cobre consciencia de sí hace perecer de ahora en adelante -no cabe ninguna duda-
la moral: ese gran espectáculo en cien actos, que permanece reservado a los dos próximos
siglos de Europa, el más terrible, el más problemático, y acaso también el más
esperanzador de todos los espectáculos...
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Si prescindimos del ideal ascético, entonces el hombre, el animal hombre, no ha tenido
hasta ahora ningún sentido. Su existencia sobre la tierra no ha albergado ninguna meta;
«¿para qué en absoluto el hombre?» -ha sido una pregunta sin respuesta; faltaba la
voluntad de hombre y de tierra; ¡detrás de todo gran destino humano resonaba como
estribillo un «en vano» todavía más fuerte! Pues justamente esto es lo que signifìca
el ideal ascético: que algo faltaba, que un vacío inmenso rodeaba al hombre, - éste no
sabía justificarse, explicarse, afirmarse a sí mismo, sufría del problema de su
sentido. Sufría también por otras causas, en lo principal era un animal enfermizo: pero
su problema no era el sufrimiento mismo, sino el que faltase la respuesta al grito de la
pregunta: «¿para qué sufrir?» El hombre, el animal más valiente y más acostumbrado a
sufrir, no niega en sí el sufrimiento: lo quiere, lo busca incluso, presuponiendo que se
le muestre un sentido del mismo, un para-esto del sufrimiento. La falta de sentido del
sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida sobre la
humanidad, - ¡y el ideal ascético ofreció a ésta un sentido! Fue hasta ahora el único
sentido; algún sentido es mejor que ningún sentido; el ideal ascético ha sido, en todos
los aspectos, el faute de mieux [mal menor] par excellence habido hasta el momento.En él
el sufrimiento aparecía interpretado; el inmenso vacío parecía colmado; la puerta se
cerraba ante todo nihilismo suicida. La interpretación -no cabe dudarlo- traía consigo
un nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo, más venenoso, más devorador de vida:
situaba todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa... Mas, a pesar de todo ello, - el
hombre quedaba así salvado, tenía un sentido, en adelante no era ya como una hoja al
viento, como una pelota del absurdo, del «sin-sentido», ahora podia querer algo, por el
momento era indiferente lo que quisiera, para qué lo quisiera y con qué lo quisiera: la
voluntad rnisrna estaba salvada. No podemos ocultarnos a fin de cuentas qué es lo que
expresa propiamente todo aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético:
ese odio contra lo humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa
repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la
belleza, ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo,
anhelo mismo -todo eso significa, atrevámonos a comprenderlo, una voluntad de la nada,
una aversión contra la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la
vida, pero es, y no deja de ser, una voluntad.. Y repitiendo al final lo que dije al
principio: el hombre prefiere querer la nada a no querer...
ZARATHUSTRA:
Véase Asi habló
Zarathustra. No se olvide lo que Nietzsche mismo dice antes en el prólogo, a
saber, que todo este tratado es una «interpretación de este aforismo.
HAFIS:
Hafis, «El que sabe de memoria el Corán, poeta
persa, hacia 1319- 1390, autor del Diván, y uno de los inspiradores del Diván
de Occidente y Oriente de Goethe; muy conocido a través de este en Alemania.
También se ha dicho que es uno de los inspiradores de Nietzsche en lo referente
al eterno retorno.
IMPORTANCIA DE LOS CERDOS:
En Nietzsche contra Wagner, en el
capitulo titulado Wagner como apóstol de la castidad, se repite con ligeras
variantes la segunda parte de este número (desde «Pues entre castidad y
sensualidad...»).
FEUERBACH:
L. Feuerbach (1804-1872), uno de los
prirneros pensadores en que se manifiesta la tendencia materialista alemana del siglo xix.
Sus principales contribuciones corresponden al campo de la fìlosofia de la religión,
que él interpreta como sueño del espiritu humano. Su influencia sobre
Wagner fue decisiva para éste (no se olvide que el importante escrito wagneriano La
obra de arte del futuro está dedicado a Feuerbach). A esta influencia, que afirmaba
la fuerza y la sensualidad vitales, se contrapuso más tarde el infujo de Schopenhauer,
negador de aquéllas.
ENSEÑANZA DE LO OPUESTO:
También este párrafo, desde el comienzo hasta
aqui, se repite con ligeras variantes en Nietzsche contra Wagner. Véase antes
nota 69.
LA SANGRE DEL REDENTOR:
Aparte de las innumerables referencias a la santa
sangre» y a la sangre del Salvador, que aparecen en la ópera Parsifal,
así como en otros escritos de Wagner, este mismo habia hablado personalmente del
tema a Nietzsche durante la última conversación mantenida por ellos en
Sorrento, en el otoño de 1876. He aqui cómo se refiere Nietzsche a la misma: «El
[Wagner] comenzó a hablar de la 'sangre del Salvador', más aún, estuvo toda una hora
confesándome los encantos que el conseguía encontrar en la Cena...»
HOMERO Y FAUSTO ARTISTAS CREADORES:
Véase Humano, demasiado humano,
aforismo 211 (Aquiles y Homero»).
ARTISTAS COMO AYUDAS DE CAMARA DE LA MORAL/RELIGIÓN:
Véase La Gaya ciencia, aforismo 1 (Los maestros de
la finalidad del existir»), donde dice: «Los poetas, por ejemplo, han sido siempre
los ayudas de cámara de alguna moral.
LA LECHE DEL ARTISTA:
Die Milch der frommen Denkart (La
leche del modo devoto de pensar) es un conocido verso de Schiller en Gillermo
Tell (acto cuarto, escena tercera; monólogo de Gillermo Tell mientras espera matar a
Geszler; Nietzsche lo parodia aquí añadiendo reichsfromm (devoto del
Reich).
GEORGE HERWEGH:
George Herwegh (1817-1875). Uno de los más
ilustres poetas politicos alemanes de la joven Alemania. Autor del himno Mann der
Arbeit, aufgewucht! [¡Hombre del trabajo, despierta!], canto de lucha del
movimiento socialista. Mantuvo intima amistad con Wagner durante la estancia de
éste en Zurich. Fue en 1854 cuando Herwegh llamó la atención del músico sobre El
mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. En Mi vida
(XV, 81-83) describe Wagner de modo apasionado su lectura de la obra.
IN MAJOREM MUSICAE GLORIAM:
Nietzsche parodia aquí el conocido lema
jesuitico. Ad maiorem Dei gloriam [Para mayor gloria de Dios].
BELLEZA Y DESINTERÉS:
Como es sabido, la definición que Nietzsche
ofrece aqui se encuentra, con palabras parecidas, en innumerables pasajes de la Critica
del juicio, de Kant. El lugar más próximo verbalmente se halla en la
Observación general que antecede a la «Deducción de los juicios estéticos» (parte
primera, libro segundo, de la primera edición): «Schön ist das, was... ohne alles
Interesse gefallen müsse» [Bello es lo que... tiene que agradar sin ningún interés].
UNA PROMESA DE FELICIDAD:
La frase se encuentra en la obra Rome, Naples
et Florence [Roma, Nápoles y Florencia], Paris, 1854, libro que Nietzsche
tenía en su biblioteca.
ACERCA DEL SENTIDO DEL TACTO:
Es dificil saber a qué pasaje o pasajes de Kant
se refiere Nietzsche aqui en concreto. Aparte de las alusiones que aparecen en la
Critica del juicio, véase la Antropología en sentido pragmático, de
Kant, parte primera, libro primero, «Del sentido del tacto». La ironia de Nietzsche
no deja de ser muy certera.
SCHOPENHAUER Y EL ESTADO ESTÉTICO:
La página citada por Nietzsche es la de
la edición de Frauenstädt (1873). Corresponde al libro III (El mundo como
representación, 5 38).
ESCAPAR A UNA TORTURA:
Sobre el tema de este parágrafo pueden verse las
interesantisimas páginas de Heidegger en su Nietzsche, I, : Kants Lehre vom
Schönen. Ihre Missdeutung durch Schopenhuuer und Nietzsche [Doctrina de Kant sobre lo
bello. Su equivocada interpretación por Schopenhauer y Nietzsche].
HIJOS Y CADENAS PARA BUDA:
La fuente de Nietzsche es en este caso el libro
de H. Oldenberg, Buddha. Sein Leben, seine Lehre, seine Gemeinde [Buda. Su
vida, su doctrina, su comunidad], Berlin, 1881, que él tenia en su biblioteca.
EL RETIRO DE HERÁCLITO:
Nietzsche alude a la noticia dada por Diógenes
Laercio en su vida de Heráclito: Y retirándose al templo de Artemisa, jugaba a
los dados con los muchachos».
CABEZA HUECA Y CAZUELA VACÍA:
Nietzsche juega en alemán con las
palabras, tan parecidas, Hohlkopf (cabeza vacia), Hohltopf (cazuela
vacia).
PULSIONES EFÉCTICAS:
La palabra «eféctico», varias veces
empleada por Nietzsche a continuación, significa «inhibitorio», «retentivo».
SIN IRA NI PARCIALIDAD:
Es, como se sabe, el lema de Tácito
(Anales, I, 1) al escribir historia.
NOS LANZAMOS HACIA LO VEDADO:
Expresión de Ovidio (3 Amores,
4, 17), repetida por Nietzsche en otros muchos lugares. El contexto en Ovidio es:
Nitimur in vetitum semper cupimusque negata; sic interdictis imminet aeger aquis [Nos
lanzamos siempre hacia lo prohibido y deseamos lo que se nos niega; así el enfermo acecha
las aguas prohibidas]. Para Nietzsche llegó a ser casi un lema.
MANSEDUMBRE Y DUREZA:
Ver Más allá del bien y
del mal.
DERECHO COMO VETITUM:
Véase lo dicho sobre anteriormente sobre Buda.
LOS MARTIRES DEL CAMBIO:
Es el aforismo 18 («La moral del sufrimiento
voluntario»).
PRESIÓN DE LOS HOMBRES CONTEMPLATIVOS:
Aforismo 42 («Procedencia de la vida
contemplativa»).
HISTORIA DEL REY VICVAMITRA:
Véase Aurora, aforismo 113 («La
aspiración a distinguirse»), donde Nietzsche se refiere también a este rey.
Figura en el libro 5 del Ramayana, y la tradición le atribuye el libro III
del Rigveda.
HOMINES BONAE VOLUNTATIS:
Homines bonae voluntatis [hombres de
buena voluntad]; reminiscencia del Evangelio de Lucas, 2, 14: «Gloria a Dios en las
alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.»
ANTISEMITAS:
Véase lo dicho en otro lugar sobre Duhring.
FOSFATOS EN LA SANGRE:
En un fragmento póstumo, del verano-otoño de
1881, escribe Nietzsche: «Acaso las diferencias de temperamento se encuentren
condicionadas por la diferente distribución y cantidad de las sales orgánicas más que
por ninguna otra cosa. El bilioso tiene demasiado poco sulfato de sodio; al melanc6lico le
faltan fosfato y sulfato de potasio; en los reumáticos hay demasiado poco fosfato de
calcio; las naturalezas valerosas tienen un exceso de fosfato de hierro.»
UNA SOLA COSA ES NECESARIA:
Véase Evangelio de Lucas, 10, 42; palabras de
Jesús a Marta.
BRUJAS QUE NO DUDAN DE UNA CULPABILIDAD QUE NO APARECE:
Véase el aforismo 250 de La Gaya ciencia, que dice:
«Culpa. -Aunque los jueces más perspicaces de las brujas e incluso éstas mismas
estaban convencidos de la culpa de la brujeria, la culpa, a pesar de todo, no existia. Asi
ocurre con toda culpa.»
ES PRECISO EMBRUTECERSE:
Véase Pensamientos, 136.
LOS HESICASTOS DEL MONTE ATHOS:
Miembros de una secta europea parecida a la de
los quietistas de Oriente. Para procurarse éxtasis fijaban sus ojos en el ombligo,
conteniendo la respiración, y entonces creian ver una luz resplandeciente, la misma que
vieron los apóstoles en el Tabor.
PAUL DEUSSEN:
Paul Deussen (1843-19193 fue compañero
de estudios de Nietzsche en Pforta y en Bonn. Mantuvo con él amistad durante toda su
vida. Fue profesor de filosofia en Kiel, y se dio a conocer sobre todo como traductor
y expositor de la filosofía india, a la que llegó por influjo de Schopenhauer. A
principios de septiembre de 1887 visitó a Nietzsche Sils-Maria, mientras éste se hallaba
redactando La genealogía de la moral, y regaló su libro, recién
publicado, Die Sutras des Vedanta [ Las Sutras del Vedanta], Berlin, 1887,
traducido del sánscrito. De él toma Nietzsche las citas indias de este
parágrafo.
INCURIA SUI:
Incuria sui [descuido de sí]
es expresión de Geulincx; la fuente de Nietzsche para este autor es asimismo la
citada obra de K. Fischer En su cuaderno de apuntes Nietzsche habia anotado esta conocida
frase de Geulincx (tomada de la pag. 41 del libro de K. Fischer): Humilitas est
incuria sui. Partes humilitatis sunt duae: inspectio sui et despectio sui [La humildad es
el descuido de sí. Las partes de la humildad son dos: examen de si y desprecio de sí].
LA MENTIRA PLATÓNICA:
Sobre el valor de la mentira en Platón puede
verse estos dos pasajes, entre otros muchos: República, 389 b: Pero tambien la verdad
merece que se la estime sobre todas las cosas. Porque si no nos engañábamos hace un
momento, y realmente la mentira es algo que, aunque de nada sirva a los dioses, puede ser
útil para los hombres a manera de medicamentos, está claro que una semejante droga debe
quedar reservada a los médicos, sin que los particulares puedan tocarla. -Es evidente,
dijo. -Si hay, pues, alguien a quien le sea lícito faltar a la verdad, serán los
gobernantes de la ciudad. que podrían mentir con respecto a sus enemigos o conciudadanos
en beneficio de la comunidad, sin que ninguna otra persona esté autorizada a hacerlo»
-República, 459 c: «De la mentira y el engaño es posible que hayan de usar muchas
veces nuestros gobernantes por el bien de sus gobernados.
THOMAS MOORE Y BYRON:
Nietzsche tenia en su biblioteca la
traducción alemana de la importante obra sobre Byron, titulada Lord Byron's
Vermischte Schriften, Briefwechsel und Lebensgeschichte (Escritos varios, epistolario y
biografia de Lord Byron), por K. Rulwer, Thomas Moore, Medwin y Dallas. Thomas
Moore (1779-1R52), poeta y músico irlandés; su obra más divulgada es Melodías
irlandensas. Se considera su mejor obra en prosa la Vida de lord Eduardo
Flitz-Gerald, así como la biografía de Byron.
EL DOCTOR GWINNER:
W. Gwinner (1825-1917) mantuvo
relaciones personales con Schopenhauer y fue su primer biógrafo. La primera
edición de su biografia llevaba el titulo Arthur Schopenhauer aus persönlichem
Umgang dargestellt. Ein Blick ouf sein Leben, seinen Charakter un seine Lehre [Arthur
Sch«penhauer, expuesto a base de un trato personal con él. Una mirada a su vida. a su
caracter y a su doctrina (Leipzig, 1862). La segunda edición de esta obra, muy
ampliada, con el titulo de Schopenhauers Leben [Vida de Schopenhauer]
apareció en 1878. Las palabras eis eautón, hacen referencia al manuscrito
dejado por Schopenhauer con ese titulo. Véase Schopenhauers Gespräche und
Selbstgespräche narch der Handschrift eis eautón (Conversaciones y soliloquios de
Schopenhauer según el manuscrito eis eautón) editado por J.A. Beckert, Berlin,
1898. Como se sabe, eis eautón es el título de la obra de Marco Aurelio.
THAYER BIÓGRAFO DE BEETHOVEN:
A. W. Thayer (l817 1897), diplomático
y musisólogo americano. Con el fin de escribir su Vida de Beethoven,
logró que en 1860 se lo nombrara agregado a la embajada de su país en Viena. Thayer
dedicó cuarenta años a esa obra, que sigue dia a dia la vida del compositor alemán.
AUTOBIOGRAFÍA DE R.WAGNER:
La autobiografia de R. Wagner, titulada Mein
Leben (Mi vida), que no se publicó hasta 1911, era ya conocida por Nietzsche desde
su época de Basilea. Incluso ayudó a corregir las pruebas de una edición privada de
doce ejemplares que entonces se hizo.
JANSSSEN:
La obra de J. Janssen a que Nietzsche se refiere se titula Geschichte des deutschen
Volkes seit dem Mittelalter [ Historia del pueblo alemán desde la Edad Media], y
abarca ocho volúmenes (1878-1894). Es una obra ultramontana, que intenta probar que los
causantes de la inquietud general sentida en Alemania en lo siglos xvi y xvii fueron los
protestantes. Janssen (1829-1891) se ordenó de sacerdote en 1860, fue miembro de
la Cámara de Diputados prusiana en 1875, y fue nombrado por León XIII prelado doméstico
y protonotario apostólico.
LEOPOLD VON RANKE:
Leopold von Ranke (3795-1886),
historiador alemán, profesor de la Universidad de Berlin. Su mejor obra es Desutsche
Geschichete im Zeitalter der Reformation [Historia de Alemania en la época de la Reforrna
Protestante]. Había estudiado en Pforta igual que Nietzsche.
MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO:
Véase Evangelio de Juan, 18, 36; palabras de
Jesús a Pilato.
LAS 36 SITUACIONES TRÁGICAS DE GOETHE:
Nietzsche se refiere a un pasaje de las
Conversaciones con Eckermann (14 de febrero de 1830), que dice asi: Hablóme luego
Goethe de Gozzi y de su teatro veneciano, en que los actores improvisan, pues no les dan
más que el guión de las obras. Opinaba Gozzi que, en fin de cuentas, no habia más que
unas treinta y seis situaciones dramáticas aplicables al teatro. Schiller creyó siempre
que había muchas más; pero lo cierto es que nunca llegó a reunir tantas.»
LOS DANZANTES MEDIEVALES DE San Vito y San Juan:
Véase, sin embargo, lo que Nietzsche habia dicho en El
nacimiento de la tragedia, 1: «También en la Edad Media alemana iban rodando de un
lugar para otro, cantando y bailando bajo el influjo de esa misma violencia dionisíaca,
muchedumbres cada vez mayores: en esos danzantes de San Juan y San Vito reconocemos
nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, que se
remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos».
AQUÍ ESTOY YO, NO PUEDO HACER OTRA COSA:
Frase muy conocida en Alemania y que se atribuye
a Lutero, quien la habría dicho el 18 de abril de 1521 en la Dieta de Worms.
Con ella parece haber acabado su respuesta a la pregunta de si queria retractarse.
Nietzsche la emplea en otros varios pasajes, por ejemplo, en La Gaya ciencia,
146, y en Ecce Homo.
LA CORONA DE LA VIDA ETERNA:
Reminiscencia del Apocalipsis, 2, 10.
LOS QUE CONOCEMOS:
«Nosotros los que conocemos» es en
esta obra una especie de epiteto aplicado por Nietzsche a quienes conocen de
verdad la moral. Véanse las primeras lineas del Prólogo (y. 19).
LA FE OTORGA BIENAVENTURANZA:
Reminiscencia de Evangelio de Marcos, 16, 16. El
texto alemán (selig machen), con su posibilidad de significar «embobar», tiene
un matiz irónico.
LA ORDEN DE LOS ASESINOS:
Orden de los Asesinos (Assasinen-Orden).
Secta de musulmanes ismaelianos, célebre en tiempos de las Cruzadas, cuyos miembros
apuñalaban, a la menor señal de su jefe, a aquellos que habian sido designados de
antemano. Parece que se exaltaban con haxix, de donde les vino el nombre de haxixinos,
posteriormente asesinos.
AFORISMO DE LA GAYA CIENCIA:
Véase La gaya ciencia, aforismo 344 («En qué sentido somos
nosotros todavía devotos.
SOBRE EL AFORISMO ANTERIOR PERO AL COMPLETO:
Véase nota anterior. Nietzsche sugiere que se
lea el aforismo completo, mucho más largo que la cita anterior, que constituye sólo su
parte final.
PLATÓN CONTRA HOMERO:
Los textos de Platón a este respecto,
sobre todo en La República, son innumerables.
¿QUÉ SIGNIFICA CIENCIA EN EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA?
Nietzsche se refiere al «Ensayo de
una autocritica», que puso al frente de la segunda edición de su libro, cuando éste
volvió a publicarse en 1874. En particular, el apartado 2.
ELLA ANIQUILA MI IMPORTANCIA:
La cita de Kant se encuentra en la «Conclusión
de la Critica de la razón práctica. He aquí el contexto: «Dos cosas llenan el
ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuenia y
aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mi y la ley moral
dentro de mí... El primer espectáculo de una innumerable multitud de mundos aniquila,
por decirlo así, mi importancia como criatura animal que tiene que devolver al planeta
(un mero punto en el universo) la materia de que fue hecho después de haber sido
provisto, por un corto tiempo (no se sabe cómo), de fuerza vital.»
XABER DOUDAN:
Xaver Doudan (1800-1872), escritor
francés. Nietzsche tenia en su biblioteca la obra de éste titulada Mélanges et
letres [Miscelánea y cartas], Paris, 1878.
¡NADA!
La palabra «¡Nada!» aparece en
castellano en el texto de Nietzsche.
ALEMANIA, ALEMANIA SOBRE TODO:
Conocidas palabras iniciales del antiguo himno
oficial alemán. Fue compuesta la letra en 1822 por Heinrich Hoffman von Fallersleben
(1798-1874), profesor de la Universidad de Breslau (y, por cierto, destituido de su
cátedra por el rey cuando publicó en 1842 sus Canciones apolíticas).
LA FILOSOFÍA SANKHYA:
Filosofia sankhya: quizá el más antiguo de los
grandes sistemas de la filosofia india, fundada por Kapila.
VICTORIA SOBRE EL DIOS CRISTIANO:
Véase La Gaya ciencia, aforismo 357
(Sobre el viejo problema: ¿qué es alemán?).