GENEALOGÍA DE LA MORAL
¿Qué significan los ideales ascéticos?
(Tratado Tercero)
(PRINCIPAL)


Despreocupados, irónicos, violentos -así nos quiere la sabiduría: es una mujer,
ama siempre únicarnente a un guerrero...
Así habló Zaratustra

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¿Qué significan los ideales ascéticos? - Entre artistas, nada o demasiadas cosas diferentes; entre filósofos y personas doctas, algo así como un olfato y un instinto para percibir las condiciones más favorables de una espiritualidad elevada; entre mujeres, en el mejor de los casos, una amabilidad más de la seducción, un poco de morbidezza [morbidez] sobre una carne hermosa, la angelicidad de un bello animal grueso; entre gentes fisiológicamente lisiadas y destempladas (la mayoría de los mortales), un intento de encontrarse «demasiado buenas» para este mundo, una forma sagrada de desenfreno, su principal recurso en la lucha contra el lento dolor y contra el aburrimiento; entre sacerdotes, la auténtica fe sacerdotal, su mejor instrumento de poder, y también la «suprema» autorización para el mismo; finalmente, entre santos, un pretexto para el letargo invernal, su novissima gloriae cupido [novísima avidez de gloria], su descanso en la nada («Dios»), su forma peculiar de locura. Ahora bien, en el hecho de que el ideal ascético haya significado tantas cosas para el hombre se expresa la realidad fundamental de la voluntad humana, su horror vacui [horror al vacío): esa voluntad necesitra una meta - y prefiere querer en nada a no querer. -¡Se me entiende!... ¿Se me ha entendido?... «¡De ninguna manera, señor!» - Comencemos, pues, desde el principio.

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¿Qué significan los ideales ascéticos! - O para tomar un solo caso con respecto al cual se me ha consultado con bastante frecuencia, ¿qué significa, por ejemplo, el que un artista como Richard Wagner rinda homenaje a la castidad en los días de su vejez? Es verdad que, en cierto sentido, eso lo hizo siempre; pero sólo en el último momento lo hizo en un sentido ascético. ¿Qué significa esa modificación del «sentido, ese radical cambio de sentido? -pues fue un cambio, y con él Wagner dio directamente el salto a su antítesis. ¿Qué significa que un artista dé el salto a su antítesis?... Supuesto que queramos detenernos un poco en esta cuestión, nos viene aquí en seguida el recuerdo de la época más buena, más fuerte, más jubilosa, más valerosa que hubo tal vez en la vida de Wagner: fue cuando el pensamiento de las bodas de Lutero le ocupaba de una manera íntima y profunda. ¿Quién sabe de qué azares ha dependido propiamente el que nosotros tengamos hoy, en lugar de aquella música nupcial, Los maestros cantores? ¿Y cuánto de aquélla sigue quizá resonando todavía en éstos? Pero no hay ninguna duda de que, aun en esas Bodas de Lutero, se habría tratado de un elogio de la castidad. También, de todos modos, de un elogio de la sensualidad: - y justo así me parecería bien, justo así habría sido ello también «wagneriano». Pues entre castidad y sensualidad no se da una antítesis necesaria; todo buen matrimonio, toda auténtica relación amorosa de corazón está por encima de esa antítesis. A mi parecer, Wagner habría hecho bien en llevar de nuevo al ánimo de sus alemanes esta agradable realidad, con ayuda de una graciosa y atrevida comedia sobre Lutero, pues hay y ha habido siempre entre los alemanes muchos calumniadores de la sensualidad; y acaso el mérito de Lutero en ninguna otra cosa fue más grande que en haber tenido cabalmente el valor de su sensualidad (-entonces se la llamaba, con bastante delicadeza, «libertad evangélica...»). Pero aun en el caso de que exista realmente esa antítesis entre castidad y scnsualidad, no es necesario, por fortuna, que sea ya una antítesis trágica. Esto debería valer al menos de todos los mortales dotados de mejor constitución, dotados de mejores ánimos, los cuales están lejos de contar sin más, entre las razones contrarias a la existencia, su hábil equilibrio entre «la bestia y el ángel», -los más sutiles y los más lúcidos, como Goethe, como Hafis, han visto incluso en esto un atractivo más de la vida. Precisamente tales «contradicciones» tientan seductoramente a
existir... Por otro lado, resulta manifiesto que cuando los cerdos lisiados son llevados a adorar la castidad -¡y tales cerdos existen!- ven y adoran en ella sólo su antítesis, la antítesis del cerdo lisiado -¡oh, es fácil imaginar con qué trágico gruñido y fervor lo hacen!-, aquella penosa y supertlua antítesis que Richard Wagner, al final de su vida, quiso, sin ninguna duda, poner todavía en música y llevar a la escena. Mas ¿con qué finalidad?  es lícito y justo preguntar. Pues ¿qué le importaban a él los cerdos, qué nos irnportan a nosotros! -

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Es cierto que aquí no podemos eludir esta otra pregunta: ¿qué le importaba a él en realidad aquella varonil (ay, tan poco varonil) «candidez campesina», aquel pobre diablo, aquel agreste muchacho llamado Parsifal, ai que acabó por hacer católico con medios tan pérfidos? -¿córno?, ¿fue tomado en serio en absoluto el tal Parsifal? Se podría, en efecto, estar tentado a suponer lo contrario, e incluso a desearlo, -que el Parsifal wagneriano estuviese tomado en broma, como epílogo y como drama satírico, por así decirlo, con el cual el Wagner trágico habría querido despedirse de nosotros, tambien de sí mismo, y ante todo de su tragedia, de una manera realmente conveniente y digna de él, a saber, con un exceso de suprema y traviesisima parodia de lo trágico, parodia de toda la espantosa seriedad y desolación terrenas de otro tiempo,parodia de la forma más grosera finalmente
superada, que hay en la antinaturaleza del ideal ascético. Como he dicho, esto hubiera sido cabalmente digno de un gran trágico; el cual, como todo artista, alcanza la última cumbre de su grandeza tan sólo cuando sabe verse a sí mismo y a su arte por debajo de sí, cuando sabe reírse de sí. ¿Es el Parsifal» de Wagner su secreto reírse, por superioridad, de si mismo, el triunfo de su última, suprema, conquistada libertad de artista, de su más-allá del artista? Quisiéramos desearlo, como ya he dicho: pues ¿qué sería el Parsifal tomado en serio?  ¿Es realmente necesario ver en él (como se ha dicho en contra mía) «el engendro de un enloquecido odio contra el conocirniento, el espíritu y la sensualidad?  ¿Una maldición lanzada contra los sentidos y contra el espíritu en un único odio y un único aliento? ¿Una apostasía y una conversión a los ideales cristianamente morbosos y oscurantistas? ¿Y, en fin, incluso un negarse-a-sí-mismo, un borrarse-a-sí-mismo por parte de un artista que hasta ese instante había pretendido, con todo el poder de su voluntad, lo contrario, es decir, la suprema espiritualización y sensualidadde su arte? Y no sólo de su arte: también de su vida. Recuérdese el entusiasmo con que, en su tiempo, siguió Wagner las huellas del filósofo Feuerbach: en los años treinta y cuarenta la frase de Feuerbach acerca de la «sana sensualidad, resonó para Wagner, igual que para muchos alemanes (se llamaban a sí mismos los «jóvenes alemanes»), como una palabra de redención. ¿Acabó Wagner por cambiar de doctrina sobre esto?  Pues al menos parece que acabó por querer enseñar lo opuesto..... Y no sólo con las trompetas de Parsifal,desde lo alto del escenario: -en la turbia actividad literaria de sus últimos años, tan poco libre como desconcertada, hay cien pasajes en los que se delatan un secreto deseo y una secreta voluntad, una acobardada, insegura, inconfesada voluntad de predicar propiamente la vuelta atrás, la conversión, la negación, el cristianismo, la Edad Media, y de decir a sus discípulos:  ¡Todo esto no es nada! ¡Buscad la salvación en otra parte!»Incluso en una ocasión es invocada la «sangre del Redentor...

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Permítaseme expresar mi opinión en un caso como éste, que encierra muchas cosas penosas -y se trata de un caso típico-: sin duda lo mejor que puede hacerse es separar hasta tal punto al artista de su obra que no se le tome a aquél con igual seriedad que a ésta. En última instancia él es tan solo la condición preliminar de su obra, el seno materno, el terreno, a veces el abono y el estiércol sobre el cual y del cual crece aquélla, - y por esto es, en la mayor parte de los casos, algo que se debe olvidar si se quiere gozar de la obra misma. El indagar la procedencia de una obra interesa a los fisiólogos y vivisectores del espíritu: ¡nunca y en ningún caso a los estetas, a los artistas! Al que creó y plasmó el Parsifal no se le excusó el trabajo de un profundo, radical e incluso terrible revivir y descender a los contrastes anímicos medievales, un hostil apartamiento de toda elevación, rigor y disciplina del espíritu, una especie de perversidad intelectual (si se me permite la expresión), de igual manera que tampoco a una mujer encinta se le ahorran los ascos y antojos del embarazo: cosas éstas que, como se ha dicho, hay que olvidar para gozar del hijo. Debemos guardarnos de la confusión en que por contiguity [contigüidad] psicológica, para decirlo igual que los ingleses, muy fácilmente cae un artista: la de creer que él mismo es aquello que él puede representar, concebir, expresar. En realidad ocurre que, si él lo fuera, no lo podría en absoluto representar, concebir, expresar; Homero no habría creado a Aquiles ni Goethe habría creado a Fausto, si el primero hubiera sido Aquiles, y el segundo, Fausto. Un artista perfecto y total está apartado, por toda la eternidad, de lo «real», de lo efectivo; se comprende, por otra parte, que a veces pueda sentirse cansado hasta la desesperación de esa eterna «irrealidad» y falsedad de su más íntimo existir, -y
que entonces haga el intento de irrumpir de golpe en lo que justo a él más prohibido le está, en lo real, que haga el intento de ser real. ¿Con qué resultado? Se lo habrá adivinado... Es ésta la veleidad típica del artista: la misma veleidad a la que también sucumbió el viejo Wagner y que tuvo que expiar a un precio tan alto y de un modo tan funesto (-a causa de ella perdió la parte más valiosa de sus amigos). Pero en última instancia, aun prescindiendo totalmente de esa veleidad, ¿quién podría en absoluto no desear, por amor al mismo Wagner, que se hubiera despedido de nosotros y de su arte de otro modo, no con un Parsifal, sino de una manera más victoriosa, más segura de sí, más wagneriana -de una manera menos desconcertante, menos ambigua en lo referente a todo su querer, menos schopenhaueriana, menos nihilista?...

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- ¿Qué significan, pues, los ideales ascéticos? En el caso de un artista, ya lo hemos comprendido: ¡absolutamente nada!.... ¡O tantas cosas distintas, que es lo mismo que absolutamente nada!... Eliminemos por de pronto a los artistas:¡no tienen, ni de lejos, suficiente independencia en el mundo y contra el mundo como para que sus apreciaciones de valor y los cambios de éstas mereciesen interés en sí! Los artistas han sido en todas las épocas los ayudas de cámara de una moral, o de una filosofía, o de una religión; prescindiendo totalmente, por otro lado,del hecho de que, por desgracia, han sido muy a menudo los demasiado maleables cortesanos de sus seguidores y mecenas, así como perspicaces aduladores de poderes antiguos o de poderes nuevos y ascendentes. Cuando menos, siempre tienen necesidad de una defensa protectora, de un apoyo, de una autoridad ya asentada: los artistas no se sostienen nunca de por sí, el estar solos va en contra de sus instintos más hondos. Así, por ejemplo, Richard Wagner, «cuando hubo llegado el tiempo», tomó al filósofo Schopenhauer como jefe de fila y como defensa protectora: - ¿quién podría considerar imaginable siquiera que Wagner habría tenido valor para defender un ideal ascético sin el sostén que le ofrecía la filosofía de Schopenhauer, sin la autoridad de Schopenhauer, la cual había adquirido preponderancia en Europa en los años setenta? (y aquí no consideramos todavía la cuestión de sí, en la Nueva Alemania, habría sido posible en absoluto un artista sin la leche de una disposición de ánimo devota, devota del Reich). - Y con esto hemos llegado a la cuestión más seria: ¿qué significa que rinda homenaje al ideal ascético un verdadero filósofo, un espíritu realmente asentado en sí mismo como Schopenhauer, un hombre y un caballero de broncínea mirada, que tiene el valor de ser él mismo, que sabe estar solo y no espera a jefes de fila ni a indicaciones venidas de arriba? - Examinemos aquí en seguida la notable y, para cierta especie de hombres, incluso fascinante posición de Schopenhauer respecto al arte; pues, evidenternente, fue sobre todo a causa de ésta por lo que Richard Wagner se pasó a Schopenhauer (persuadido a ello por un poeta, como es sahido, por Herwegh); y esto hasta el punto de que surgió una completa contradicción teórica entre su anterior y su posterior fe estética, -la primera expresada, por en ejemplo, en Opera y drama, y la última, en los escritos que publicó a partir de 1870. En especial, y esto es lo que tal vez más sorprende, Wagner modifica sin la más mínima consideración, a partir de ahora, su juicio sobre el valor y la posición de la música misma: ¿qué le importaba el que hasta entonces hubiese hecho de ella un medio, un mediurn, una mujer», que para florecer necesitaba absolutamente de una finalidad, de un hombre -es decir, del drama! De un golpe comprendió que se podía hacer más in majoren musicae gloriam [para mayor gloria de la músisa] con la teoría y la innovación de Schopenhauer, es decir, con la soberanía de la músiza, tal como éste la entendía: la música situada aparte frente a todas las demás artes, la música como el arte independiente en sí, no ofreciendo, como aquéllas, reproducciones de la fenomenalidad, antes bien hablando el lenguaje de la voluntad misma, brotando directamente del «abismo», como a revelación más propia, más originaria, más inderivada de éste. Con este extraordinario aumento de valor de la música, que parecía brotar de la filosofía de Schopenhauer, también el músico mismo aumentó inauditamente de precio de un modo repentino: a partir de ahora se convirtió en un oráculo, en un sacerdote, e incluso más que un sacerdote, en una especie de portavoz del «en-sí, de las cosas, en un teléfono del rnás allá -en adelante ya no recitaba sólo música, este ventrílocuo de Dios, -recitaba metafísica: ¿qué puede extrañar el que un día terminase por recitar ideales ascéticos?

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Schopenhauer se sirvió de la concepción kantiana del problema estético, - aunque es del todo cierto que no lo contempló con ojos kantianos. Kant pensaba que hacía un honor al arte dando la preferencia y colocando en el primer piano, entre los predicados de lo bello, a los predicados que constituyen la honra del conocimiento: impersonalidad y validez universal. No es éste el sitio adecuado para discutir si, en lo principal, no era esto un error; lo único que quiero subrayar es que Kant, al igual que todos los filósofos, en lugar de enfocar el problema estético desde las experiencias del artista (del creador), reflexionó sobre el arte y lo bello a partir únicamente del «espectador» y, al hacerlo, introdujo sin darse cuenta al «espectador» mismo en el concepto «bello». ¡Pero si al menos ese «espectador» les hubiera sido bien conocido a los filósofos de lo bello! -quiero decir, ¡conocido como un gran hecho y una gran experiencia personales, como una plenitud de singularísimas y poderosas vivencias, apetencias, sorpresas, embriagueces en el terreno
de lo bello! Pero me temo que ocurrió siempre lo contrario: y así, ya desde el mismo comienzo, nos dan definiciones en las que, como ocurre en aquella famosa que Kant da de lo bello, la ausencia de una más delicada experiencia propia se presenta con la figura de un gordo gusano de error básico. «Es bello, dice Kant, lo que agrada desinteresadamente»; ¡Desinteresadamente! Compárese con esta definición aquella otra expresada por un verdadero «espectador» y artista -Stendhal, que llama en una ocasión a lo bello une promesse de bonheur: [una promesa de felicidad]. Aquí queda en todo caso repudiado y eliminado justo aquello que Kant destaca con exclusividad en el estado estético: le désinttéressement (el desinterés]. ¿Quién tiene razón, Kant o Stendhal? - Aunque es cierto que nuestros estéticos no se cansan de poner en la balanza, en favor de Kant, el hecho de que, bajo el encannto de la belleza, es posible contemplar «desinteresadamente» incluso estatuas femeninas desnudas, se nos permitirá que nos riamos un poco a costa suya: - las experiencias de los artistas son, con respecto a este escabroso punto, más interesantes», y Pigmalión, en todo caso, no fue necesariamente un «hombre antiestético». ¡Pensemos tanto mejor de la inocencia de nuestros estéticos, reflejada en tales argumentos, consideremos, por ejemplo, como algo que honra a Kant lo que sabe enseñarnos, con la ingenuidad propia de un cura de aldea, sobre la peculiaridad de sentido del tacto. -Y aquí volvemos a Schopenhauer, que tuvo con las artes una vinculación completamente distinta que Kant y que, sin embargo, no se libró del sortilegio de la definición kantiana: ¿cómo ocurrió esto? El asunto es bastante extraño: la expresión «desinteresadamente» Schopenhauer la interpretó para el mismo de una manera personalisima, partiendo de una experiencia que, en él, tuvo que ser de las más normales. Sobre pocas cosas habla Schopenhauer con tanta seguridad como sobre el efecto de la contemplación estética: le atribuye un efecto contrarrestador presisamente del «interés sexual, es decir, parecido al de la lulupina y el alcanfor, y nunca se cansó de ensalzar, como la gran ventaja y utilidad del estado estético, ese liberarse de la «voluntad». Más aún, se podría estar tentado a preguntar sí su concepción básica de Voluntad y representución, el pensamiento de que tan sólo por medio de la «representación» puede haber una liberación de la «voluntad», no tuvo su origen en una generalización de aquella experiencia sexual. (Digamos de pasada que, en todas las cuestiones referentes a la filosofía sshopenhaueriana,no debe olvidarse que se trata de la concepción de un joven de veintiséis años; de tal manera que esa filosofía no participa sólo de lo específico de Schopenhauer, sino también de lo especifico de esa edad de la vida.) Oigamos, por ejemplo, uno de los pasajes más expresivos entre los innumerables escritos por él a honra del estado estético (El mundo como voluntad y representación,   I 231), escuchemos el tono, el sufrimiento, la felicicidad, el agradecimiento con que han sido dichas las siguientes palabras. «Este es el estado indoloro que Epicuro ensalzaba como el bien supremo y como el estado propio de los dioses; en ese instante estamos sustraídos al ruin acoso de la voluntad, celebramos el sábado del trabajo forzado del querer, la rueda de Ixión se detiene... ¡Qué vehemencia de las palabras! ¡Qué imágenes del tormento y del largo hastío! ¡qué contraposición casi patológica de tiempos entre «ese instante», por un lado, y, por otro, la «rueda de Ixión», el «trabajo forzado del querer», el «ruin acoso de la voluntad»! - Pero suponiendo que Schopenhauer tuviese cien veces razón en lo que respecta a su persona, ¿qué se habria logrado con esto para la comprensión de la esencia de lo bello? Schopenhauer ha descrito un solo efecto de lo bello, el efecto calmante de la voluntad, - pero ¿es éste siquiera el efecto normal?  Stendhal, como hemos dicho, naturaleza no menos sensual, pero de constitución más feliz que Schopenhauer, destaca otro efecto de lo bello: «lo bello produte la felicidad», a él le parece que lo que de verdad acontece es precisamente la excitación de la voluntad (del intertés) por lo bello. ¿Y no se le podría, en fin, objetar al mismo Schopenhauer que él no tiene ningún derecho a creerse kantiano en esto, que no entendió en absoluto kantianamente la definición kantiana de lo bello, - que tambien a él lo bello le agrada por un «interés», incluso por el interés del torturado que escapa a su tortura!... Y volviendo a nuestra primera pregunta, «¿qué significa que un filósofo rinda homenaje al ideal ascético?», obtenemos aquí al menos una primera indicación: quiere escapar a una tortura.

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Guardémonos de poner en seguida rostros lúgubres al oír la palabra   "tortura": precisamente en este caso es bastante lo que hay que descontar, lo que hay que restar, - queda incluso algo de qué reír. Ante todo no infravaloremos la circunstancia de que Schopenhauer, que de hecho trata como a un enemigo personal a la sexualidad (incluido su instrumento la mujer, ese instrumentum diáboli  [instrumento del diablo]. Necesitaba enemigos para conservar su buen humor; de que le gustaban las palabras furibundas, biliosas, verdinegras; de que se encolerizaba por el gusto de encolerizarse, por pasión; de que habría enfermado, se habría vuelto pesimista(- pues no lo era, aunque lo deseaba mucho), sin sus enemigos, sin Hegel, la mujer, la sensualidad, y toda la voluntad de existir, de quedarse. De lo contrario, Schopenhauer no se hubiera quedado, sobre esto se puede apostar, habría escapado: pero sus enemigos le tenían sujeto, sus enemigos le seducían una y otra vez a existir, su cólera era para él, al igual que para los cínicos de la Antigüedad, su bálsamo, su alivio, su recompensa, su  remedium contra la nausea, su felicidad. Esto en lo que respecta a lo más personal del caso de Schopenhauer; por otro lado, hay en él todavía algo típico, -y aquí es donde volvemos de nuevo a nuestro problerna. Es indiscutible que, desde que hay filósofos en la tierra, y en todos los lugares en que los ha habido (desde la India hasta Inglaterra, para tomar los dos polos opuestos
de la capacidad para la filosofar), existen una auténtica irritación y un auténtico rencor de aquéllos contra la sensualidad -Schopenhauer es tan sólo el más elocuente y, si se tiene oídos para escuchar, también el más arrebatador y fascinante de esos desahogos-: igualmente existen una auténtica parcialidad y una auténtica predilección de los filósofos por el ideal ascético en su totalidad, esto es cosa sobre la cual y frente a la cual no debemnos hacernos ilusiones. Ambas cosas forman parte del tipo, como hemos dicho; y si ambas faltan en un filósofo, entonces éste no pasa de ser -estése seguro de ello-un filósofo "por así decirio".¿Qué significa esto?Pues hay que empezar por interpretar tal hecho: en sí está ahi tontamente por toda la eternidad, como toda «cosa en sí». Todo animal, y por tanto también la bét philosophe [el animal filósofo], tiende instintivamente a conseguir un optimum de las condiciones más favorables en que poder desahogar del todo su fuerza, y alcanza su máximum en el sentimiento de poder; todo animal, de manera asimismo instintiva, y con una finura de olfato que «está por encima de toda razión», siente horror frente a toda especie de perturbaciones y de impedimentos que se le interpongan o puedan interponérsele en este camino hacia el optimum (- de lo que hablo no es de su camino hacia la «felicidad», sino de su camino hacia el poder, hacia la acción, hacia el más poderoso hacer, y, de hecho, en la mayoría de los casos, su camino hacia la infelicidad). Y así el filósofo siente horror del matrimonio y de todo aquello que pudiera persuadirle a contraerlo, - el matrimonio como obstáculo y fafalidad en su camino hacia el optimum. ¿Qué gran filósofo ha estado casado hasta ahora? Heráclito, Platón, Descartes, Spinoza, Leibniz, Kant, Schopenhauer- no lo estuvieron; más aún, ni siquiera podemos imaginarlos casados. Un filósofo casado es un personaje de comedia, ésta es mi tesis: y por lo que se refiere a aquella excepción, Sócrates, parece que el malicioso Sócrates se casó ironice [por ironía],justamente para demostrar esta tesis. Todo fìlósofo diría lo mismo que dijo Buda en una ocasión, cuando le anunciaron el nacimiento de un hijo. «Me ha nacido Râhula, una cadena ha sido forjada para mí» (Râhula signifìca aquí «un pequeño demonio»); a todo «espíritu libre» tendría que llegarle una hora de reflexión, suponiendo que haya tenido antes una hora vacía de pensamientos, como le llegó en otro tiempo al mismo Buda -«estrecha y oprimida, pensaba para sí, es la vida en la casa, un lugar de impureza; la libertad está en abandonar la casa»: «tan pronto como pensó esto abandonó la casa». En el ideal ascético están insinuados tantos puentes hacia la independencia, que un filósofo no puede dejar de sentir júbilo y aplaudir en su interior al escuchar la historia de todos aquellos hombres decididos que un dia dijeron no a toda sujeción y se marcharon a un desierto cualquiera: aun dando por supuesto que no fueran más que asnos fuertes y todo lo contrario de un espíritu fuerte. ¿Qué significa, pues, el ideal ascético en un filósofo? La respuesta -hace tiempo que se la habrá adivinado- es: al contemplarlo el filósofo sonríe a un optimum de condiciones de la más alta y osada espiritualidad, - con ello no niega «la existencia, antes bien, en ello afirma su existencia y sólo su existencia, y esto acaso hasta el punto de no andarle lejos este deseo criminal: pereat mundus, fìut philosoyhia fìat philosophus, fiam!... [perezca el mundo, hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo.]

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¡Ya se ve que estos filósofos no son testigos y jueces incorruptos del valor del ideal ascético! Piensan en sí mismos, - ¡que les importa a ellos «el santo»! Piensan en lo que precisamente a ellos les resulta lo más indispensable: estar libres de coerción, perturbación, ruido, de negocios, deberes, preocupaciones; lucidez en la cabeza; danza, salto y vuelo de los pensamientos, un aire puro, claro, libre, seco, como lo es el aire de las alturas, en el que todo ser animal se vuelve más espiritual y le brotan alas; tranquilidad en todos los subterráneos; todos los perros bien atados a la cadena; ningún ladrido de enemistad y de hirsuto rencor; ningún roedor gusano de ambición ofendida; vísceras modestas y sumisas, diligentes cual ruedas de molino, pero lejanas; el corazón, extraño, en el más allá, futuro, póstumo, - en definitiva, al pensar en el ideal ascético los filósofos piensan en el jovial ascetismo de un animal divinizado y al que le han brotado alas, y que, más que descansar sobre la vida, vuela sobre ella. Es sabido cuáles son las tres pomposas palabras del ideal ascético: pobreza, humildad, castidad; y ahora mírese de cerca la vida de todos los espíritus grandes, fecundos, inventivos, - siempre se volverá a encontrar en ella, hasta cierto grado, esas tres cosas. En modo alguno, ya se entiende, como si fueran acaso sus «virtudes» -¡qué tiene que ver con virtudes esa especie de hombres!-, sino como las condiciones más propias y más naturales de su existencia óptima, de su más bella fecundidad. Aquí es del todo posible, desde luego, que su espiritualidad dominante haya tenido que poner freno por lo pronto a un indomable y excitable orgullo o a una traviesa sensualidad, o que a aquélla le haya costado bastante mantener en pie su voluntad de «desierto, acaso frente a una inclinación al lujo y a lo más rebuscado, y asimismo frente a una pródiga liberalidad de corazón y de mano. Pero aquella espiritualidad lo hizo, justarnente en cuanto era el instinto dominante que imponía sus exigencias a todos los demás instintos -y lo continúa haciendo; si no lo hiciera, no dominaría, en efecto. Nada, pues, hay aquí de «virtud». Por lo demás, el «desierto» de que acabo de hablar, al que se retiran y en el que se aíslan los espíritus fuertes, de naturaleza independiente - ¡oh, qué aspecto tan distinto ofrece del desierto con que sueñan los doctos! -a veces, en efecto, estos mismos, esos doctos son el desierto. Y lo seguro es que ninguno de los comediantes del espíritu resistió en absoluto en él, - ¡para ellos no es bastante romántico, bas
tante sirio, no es bastante desierto de teatro! De todos modos, tampoco en él faltan camellos: pero a esto se reduce toda la srmejanza. Una oscuridad arbitraria, tal vez; un evitarse a sí mismo; una esquivez frente al ruido, la veneración, el periódiso, la influencia; un pequeño oficio, una vida corriente, algo que, más bien que sacar a la luz, oculte; un tratar de vez en cuando con inofensivos u alegres animales y pájaros, cuya visión recrea; como compañía, una montaña, pero no muerta, sino una montaña con ojos (es decir son lagos); y aún  a veces un cuarto en una fonda abierta a todo el mundo, abarrotada, en la que uno está seguro de ser confundido con otro y en la que puede hablar impunemente con cualquiera, - esto es aquí  «desierto»: ¡oh, es bastante solitario, creedrne! Cuando Heráclito se retiró a las tierras libres y a las columnatas del inmenso templo de Artemisa, este desierto, era mas digno, lo admito; ¿por qué nos faltan hoy tales ternplos? (-tal vez no nos falten: acabo de acordarme de mi más bello cuarto de estudio, la Piazza di San Marco, suponiendo que sea en primavera, y además por la mañana, las horas de 10 a 12). Pero aquello de lo que Heráclito huía continúa siendo lo mismo de lo que nosotros nos apartamos ahora: el ruido y la charlatanería de demócratas de los efesios, su política, sus novedades del Reich (de Persia, ya se entiende), su chismorreria del hoy», - pues nosotros los filósofos necesitamos sobre todo calma de una cosa: de todo "hoy". Veneramos lo callado, lo frío, lo noble, lo lejano, lo pasado, en general todo aquello cuyo aspecto no obliga al alrna a defenderse y a cerrarse, -algo con lo que se pueda hablar sin elevar la voz. Escúchese el sonido que tiene un espíritu cuando habla: todo espíritu tiene su sonido, ama su sonido. Ese de ahí, por ejemplo, tiene que ser necesariamente un agitador, quiero decir una cabeza hueca, una cazuela vacía: todo lo que en ella entra, sea lo que sea, sale de allí con un sonido sordo y grueso, cargado con el eco del gran vacío. Aquel de allí rara es la vez que no habla con voz ronca: ¿acaso se ha puesto ronco pensando? Sería posible -pregúntese a los fisiólogos-, pero quien piensa en palabras, piensa como orador y no como pensador (deja ver que, en el fondo, no piensa cosas, hechos, sino que piensa sólo a propósito de cosas, que propiamente se piensa a si y  a sus oyentes). Aquel tercero de allá habla de manera insinuante, se nos acerca demasiado, su aliento llega hasta nosotros, cerramos involuntariamente la boca, aunque aquello a través de lo cual nos hable sea un libro: el sonido de su estilo nos da la razón de ello, - no tiene tiempo, cree mal en sí mismo, o habla hoy o no hablará ya nunca. Pero un espíritu que esté seguro de sí mismo habla quedo; busca el ocultamiento, se hace esperar. A un filósofo se le reconoce en que se aparta de tres cosas brillantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las mujeres: con lo cual no se ha dicho que estas cosas no vengan a él. Se recata de la luz demasiado intensa; por ello se recata de su época y del día de esta. En esto es como una sombra: cuanto más se hunde el sol, tanto más grande se vuelve ella. En lo que se refiere a su «humildad», el filósofo, al igual que soporta lo oscuro, así soporta también una cierta dependencia y eclipsamiento: más aún, teme la perturbación causada por el rayo, se aparta con terror de la indefensión propia de un árbol demasiado solitario y abandonado, sobre el que todo mal tiempo descarga su mal humor, y todo mal humor descarga su mal tiempo. Su instinto «maternal», el amor secreto a aquello que en el germina, lo empuja a situaciones en que se le exonere de pensar en sí; en el mismo sentido en que el instinto materno que hay en la mujer ha mantenido hasta ahora la situación de dependencia de ésta en general. En última instancia, estos filósofos piden muy poco, su divisa es «quien posee, es poseído» -: y ello, tengo que repetirlo una y otra vez, no por virtud, no por una meritoria voluntad de sobriedad y de sencillez, sino porque su supremo señor así lo exige de ellos, lo exige sabia e inexorablemente: él sólo tiene en cuenta una única cosa, y únicamente para ella recoge, únicamente para ella ahorra todo lo demás, el tiempo, la fuerza, el amor, el interés. A este tipo de hombres no les gusta ser perturbados por enemistades, y tampoco por amistades: fácilmente olvidan o perdonan. Piensan que es de mal gusto hacerse los mártires; «sufrir por la verdad» - eso lo dejan para los ambiciosos y para los héroes de escenario del espíritu y para todo el que tenga tiempo de sobra ( - ellos mismos, los filósofos tienen algo que hacer por la verdad). Hacen escaso uso de grandes palabras; se dice que la misma palabra «verdad» les repugna: suena demasiado ampulosamente... Por fin, en lo que se refiere a la castidad de los filósofos, esta especie de espíritus tiene evidentemente su fecundidad en algo distinto de los hijos; acaso está en otro lugar también la pervivencia de su nombre, su peqeña inmortalidad (en la antigua India los filósofos se expresaban de manera más inmodesta aún, «¿para qué ha de tener descendientes aquel cuya alma es el mundo? No hay en esto nada de una castidad nacida de algún escrúpulo ascético o de odio contra los sentidos, de igual manera que no es castidad el que un atleta o un jockey se abstengan de las mujeres: antes bien, así lo quiere, al menos para tiempos del gran embarazo, su instinto dominante. Todo artista sabe que en estados de gran tensión y preparación espiritual, el dormir con mujeres pruduce un efecto muy nocivo; los más poderosos entre ellos, los de instintos más seguros no necesitan, para saberlo, hacer la experiencia, la mala experiencia, -sino que es cabalmente su instinto «maternal» de que aquí dispone sin consideración alguna, en provecho de la obra en gestacicín, de todas las demás reservas y aflujos de fuerza, del vigor de la vida animal: la fuerza mayor consume entonces a la fuerza menor. -Por lo demás, explíquese el caso antes mencionado de Schopenhauer según esta interproducción: la visión de lo bello actuaba en él evidentemente como estímulo liberador sobre la fuerza principal de su naturaleza (la fuerza de la reflexión y de la mirada penetrante); de tal manera que entonces ésta explotaba y de un golpe se enseñoreaba de la conciencia. Con esto no se pretende excluir en absoluto la posibilidad de que aquella peculiar dulzura y plenitud propias del estado estético tengan acaso su origen precisamente en el ingrediente «sensualidad, (de igual manera que es de esa fuente de donde brota aquel «idealismo» que es propio de las muchachas casaderas) -y, por tanto, la sensualidad no queda eliminada cuando aparece el estado estético, como creia Schopenhauer, sino que únicamente se transfigura y no penetra en la conciencia ya como estímulo sexual. (Sobre este punto de vista volveré otra vez, en conexión con problemas más delicados de la fìsiología de la estética, ciencia tan intacta, tan poco explorada hasta hoy.)

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Como hemos visto, un cierto ascetismo, una dura y serena renuncia hecha del mejor grado, se cuentan entre las condiciones más favorables de la espiritualidad altísima y tambien entre las consecuencias más naturales de ésta; por ello,de antemano no extrañará que el ideal ascético haya sido tratado siempre con una cierta parcialidad a su favor precisamente por los filósofos. En un examen histórico serio se pone incluso de manifiesto que el vínculo entre ideal ascetico y filosofía es aún mucho más estrecho y riguroso. Podría decirse que sólo apoyándose en los andadores de ese ideal es como la filosofía aprendió en absoluto a dar sus primeros pasos y pasitos en la tierra -¡ay, tan torpe aún, ay, cón cara tan descontenta, ay, tan pronta a caerse y a quedar tendida sobre el vientre, esta pequeña y tímida personilla mimosa, de torcidas piernas! A la fìlosofía le ocurrió al principio lo mismo que a  todas las cosas buenas, - durante mucho tiempo éstas no tuvieron el valor de afirmarse a sí mismas, miraban en torno suyo por si alguien quería venir en su ayuda, más aún, tenían miedo de todos los que las miraban. Enumérese una a una todas las pulsiones y virtudes del filósofo - su pulsión dubitativa, su pulsión negadora, su pulsión expectativa (eféctica), su pulsión análitica, su pulsión investigadora, indagadora, atrevida, su pulsión comparativa, compensadora, su voluntad de neutratlidad y objetividad, su voluntad de actuar siempre sine ira e studio (sin ira ni parcialidad) - : ¿se ha comprendido ya bien que todas esas pulsiones salieron durante larguísimo tiempo al encuentro de las primeras exigencias de la moral y de la conciencia? (para no decir nada de la  razón en cuanto tal, a la que todavía Lutero gustaba de llamar Señora Sabia, la sabia prostituta). ¿Se ha comprendido ya bien que un filósofo, si hubiera cobrado consciencia de sí, habría  tenido que sentirse precisamente como la encarnación del nitimur in vetitum nos lanzamos hacia lo vedado) - y, en consecuencia, se guardaba de sentirse a sí mismo, de cobrar consciencia de sí?...   Como hemos dicho, esto es lo que ocurre con todas las cosas buenas de que hoy estamos orgullosos; incluso medido con el metro de los antiguos griegos, todo nuestro ser moderno, en cuanto no es debilidad, sino poder y consciencia de poder, se presenta como pura hybris (orgullo sacrílego) e impiedad: pues justo las cosas opuestas a las que hoy nosotros veneramos son las que, durante un tiempo larguísimo, han tenido la conciencia a su favor y a Dios como su custodio. Hybris es hoy nuestra actitud con respecto a la naturaleza, nuestra violentación de la misma con ayuda de las máquinas y de la tan irreflexiva inventiva de los técnicos e ingenieros; hybris es hoy nuestra actitud con respecto a Dios, quiero decir con respecto a cualquier presunta tela de araña de la finalidad y de la eticidad situadas por detrás del gran  tejido-red de la causalidad - nosotros podríamos decir, como decia Carlos el Temerario en su lucha con Luis XI, je combats l'universelle araignée [yo lucho contra la araña universal]-; hybris es   nuestra actitud con respecto a "nosotros", - pues con nosotros hacemos experimentos que no nos permitiríamos con ningún animal, y,  satisfechos y curiosos, nos sajamos el alma en carne viva: ¡que nos importa ya a nosotros la salud» del alma! A continuación nos curamos a nosotros mismos: estar enfermo es instructivo, no dudamos de ello, más instructivo aún que estar sano, - quienes nos ponen enfermos nos parecen hoy más necesarios incluso que cualesquiera curanderos y salvadores. Nosotros nos violentamos ahora a nosotros mismos, no hay duda, nosotros cascanueces del alma, nosotros problematizadores y problemáticos, como si la vida no fuese otra cosa que cascar nueces, justo por ello, cada día tenemos que volvernos, por necesidad, más problemáticos aún, más dignos de problematizar ¡y justamente por ello, tal vez, más dignos también -de vivir!... Todas las cosas buenas fueron en otro tiempo cosas malas; todo pecado original se ha convertido en una virtud original. El matrimonio, por ejemplo, pareció durante mucho tiernpo una prevaricación contra el derecho de comunidad; en otro tiempo se pagaba una sanción por ser tan inmodesto y adjudicarse una mujer para sí (con esto está relacionado, por ejemplo, el "jus primae noctis" [derecho de la primera noche], que todavia hoy es en Camboya un privilegio de los sacerdotes, esos guardianes de las buenas costumbres de otros tiempos. Los sentimientos dulces, benévolos, indulgentes, compasivos -los cuales alcanzaron más tarde un valor tan alto quc casi son los valores en si»-, tuvieron en contra suya, durante larguisimo tiempo, precisamente el autodesprecio: el hombre se avergonzaba de la mansedumbre, como hoy se avergüenza de la dulreza (véase Más allá del bien y del mal). La sumisión al derecho: ¡oh, cómo se resistió la conciencia de las razas nobles, en todos los lugares de la tierra, a renunciar por su parte a la vendetta [venganza] y a ceder la potestad a un derecho situado por encima de ellas! El «derecho» fue durante largo tiempo un vetitum [prohibición], un delito, una innovación, apareció con violencia, como violencia a la que el hombre se sometió sólo con vergüenza de sí mismo. Todo paso, aun el más pequeño,dado en la tierra fue conquistado en otro tiempo con suplicios espirituales y corporales: este total punto de vista, "el de que no sólo el avanzar, ¡no!, el simple caminar, el moverse, el cambio han necesitado sus innumerables mártires", nos suena, precisamente hoy, muy extraño, - yo lo he puesto de relieve en Aurora, págs. 17 y siguientes." Nada ha sido comprado a un precio tan caro, se dice allí, como el poco de razón humana y de sentimiento de libertad que ahora constituye nuestro orgullo. Pero este orgullo es el que hace que ahora casi nos resulte imposible experimentar los mismos sentimientos que tuvieron aquellos gigantescos períodos de tiempo de la     'eticidad de la costumbre' anteriores a la 'historia universal' y que son la auténtica y decisiva historia primordial, que ha fijado el carácter de la humanidad: ¡cuando en todas partes se consideraba el sufrimiento como virtud, la crueldad como virtud, el disimulo como virtud, la venganza como virtud, la negación de la razón como virtud, y, en cambio, el bienestar como peligro, el deseo de saber como peligro, la paz como peligro, el compadecer como peligro, el ser compadecido como ultraje, la mutación como lo no-ético y cargado de corrupción!» -

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En el mismo libro, pág. 39, se explica en qué estima, bajo qué presión estimativa hubo de vivir la más antigua estirpe de hombres contemplativOs, - ¡despreciada en la misma medida en que no era temida! La contemplación apareció por vez primera en la tierra bajo una figura disfrazada, bajo una apariencia ambigua, con un corazón malvado y, a menudo, con una cabeza angustiada: de esto no hay duda. La condición inactiva, meditadora,  no-guerrera, de los instintos de los hombres contemplativos provocó a su alrededor durante mucho tiempo una profunda desconfianza: contra ésta no había otro recurso que inspirar decididamente miedo de uno mismo. ¡Y esto supieron hacerlo, por ejemplo, los antiguos brahmanes! Los más antiguos filósofos supieron dar a su existir y a su aparecer un sentido, un apoyo y un trasfondo, en razón de los cuales se aprendió a temerlos; y, sopesando las cosas con más exactitud, hicieron aquello por una imperiosa necesidad más fundamental aún, a saber, para cobrar ellos miedo y respeto a sí mismos. Pues encontraban que todos los juicios de valor existentes en su interior estaban vueltos en contra suya, tenían que vencer todo tipo de sospechas y de resistencias contra «el filósofo en sí». Como hombres de épocas terribles que eran, hicieron esto con medios terribles:la crueldad consigo mismos,la automortificación rica en invenciones -tal fue el principal recurso de estos eremitas y de estos innovadores del pensar ansiosos de poder, los cuales tenían necesidad de violentar primero dentro de sí los dioses y las tradiciones, para poder creer ellos mismos en su innovación. Recuerdo la famosa historia del rey Vicvamitra, que, a base de autotorturarse durante milenios, adquirió tal sentimiento de poder y tal confianza en sí, que se dispuso a construir un nuevo cielo: el inquietante símbolo de la más antigua y moderna historia de los filósofos en la tierra, - todo el que alguna vez ha construido un «nuevo cielo» encontró antes el poder para ello en su propio infierno...Resumamos todos estos hechos en fórmulas breves: al principio el espíritu filosófico tuvo siempre que disfrazarse y enmascararse en los tipos antes señalados del hombre contemplativo, disfrazarse de sacerdote, mago, adivino, de hombre religioso en todo caso, para ser siquiera posible en cierta medida: el ideal ascético le ha servido durante mucho tiempo al filósofo como forma de presentación, como presupuesto de su existencia, - tuvo que representar ese ideal para poder ser filósofo,tuvo que creer en él para poder representarlo. La actitud apartada de los fìlósofos, actitud peculiarmente negadora del mundo, hostil a la vida, incrédula con respecto a los sentidos, desensualizada, que ha sido mantenida hasta la época más reciente y que por ello casi ha valido como la actitud filosófica en sí, esa actitud es sobre todo una consecuencia de la precariedad de condiciones en que la filosofía nació y existió en general: pues, en efecto, durante un período larguísimo de tiempo la filosofía no hubiera sido en absoluto posible en la tierra sin una cobertura y un disfraz ascéticos, sin una autotergiversación ascética. Dicho de manera palpable y manifiesta: el sacerdote ascético ha constituido,hasta la época más reciente,la repugnante y sombría forma larvaria, única bajo la cual le fue permitido a la filosofía vivir y andar rodando de un sitio para otro... ¿Se ha modifìcado realmente esto? Ese policromo y peligroso insecto,ese «espíritu» que aquella larva encerraba dentro de sí, ¿ha terminado realmente por quedar liberado de su envoltorio y ha podido salir a la luz, gracias a un mundo más soleado, más cálido, más luminoso? ¿Existe ya  hoy suficiente orgullo, osadía, valentía, seguridad en sí mismo, voluntad del espíritu, voluntad de responsabilidad, libertad de voluntad, como para que en adelante «el filósofo, sea realmente - posible en la tierra?...

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Y ahora, tras haber avistado al sacerdote ascético vayamos en serio al cuerpo de nuestro problema: ¿que significa el ideal ascético?, -sólo ahora se ponen  "serias" las sosas: en adelante tendremos frente a nosotros al auténtico representante de la seriedad en cuanto tal. ¿Qué significa toda seriedad? -esta pregunta, más radical aún, se  asoma quizá ya aquí a nuestros labios: una pregunta para  fisiólogos, como es obvio, mas por el momento vamos a dejarla de lado. El  sacerdote ascético tiene en aquel ideal no sólo su fe, sino también su voluntad, su poder, su interés. Su derecho a existir depende en todo de aquel ideal: ¿cómo extrañarnos de tropezar aquí con un adversario terrible, suponiendo que nosotros seamos los adversarios de aquel ideal? ¿Un  adversario terrible, que lucha por su existencia contra los negadores de tal ideal?... Por otro lado, de antemano resulta improbable que una actitud tan interesada con respecto a nuestro problema vaya a ser especialmente provechosa para este: es difícil que el sacerdote ascético sea, el mismo, el defensor más afortunado de su ideal, por la  misma razón por la que una mujer suele fracasar cuando pretende defender a la mujer en sí», - y mucho menos podrá ser el censor y el juez más objetivo de la controversia aquí suscitada. Así pues, más bien seremos nosotros los que tendremos que ayudarle a él -esto está ya claro ahora a defenderse bien contra nosotros, en lugar de temer ser refutados demasiado bien por él... El pensamiento en torno al que aquí se batalla es la valoración de nuestra vida por parte de los sacerdotes ascéticos: esta vida (junto con todo lo quc a ella pertenece, naturaleza», «mundo, la esfera entera del devenir y de la caducidad) es puesta por ellos en relación con una existencia completamente distinta, de la cual es antitética y excluyente, a menos que se vuelva en contra de sí misma, que se niegue a sí misma: en este caso, el caso de una vida ascética, la vida es considerada como un puente hacia aquella otra existencia. El asceta trata la vida como un camino errado, que se acaba por tener que desnudar hasta el punto en que comienza; o como un error, al que se le refuta -se le debe refutar- mediante la acción: pues ese error exige que se le siga, e impone, donde puede, su vaIoración de la existencia. ¿Qué significa esto? Tal espantosa manera de valorar no está inscrita en la historia del hombre como un caso de excepción y una rareza: es uno de los hechos más extendidos y más duraderos que existen. Leída desde una lejana constelación, tal vez la escritura mayúscula de nuestra existencia terrena induciría a concluir que la tierra es el astro auténticamente ascético, un rincón lleno de criaturas descontentas, presuntuosas y repugnantes, totalmente incapaces de liberarse de un profundo hastío de sí mismas, de la tierra,de toda vida, y que se causan todo el daño que pueden, por el placer de causar daño:   - probablemente su único placer. Consideremos la manera tan regular, tan universal, con que en casi todas las épocas hace su aparición el sacerdote ascético; no pertenece a ninguna raza determinada; florece en todas partes; brota de todos los estamentos. No es que acaso haya cultivado y propagado por herencia su manera de valorar: ocurre lo contrario, -un instinto profundo le veta, antes bien, hablando en general, el propagarse por generación. Tiene que ser una necesidad de primer rango la que una y otra vez hace crecer y prosperar esta especie hostil a la vida, - tiene que ser, sin duda, un interés de la vida misma el que tal tipo de autocontradicción no se extinga. Pues una vida ascética es una autocontradicción: en ella domina un resentimiento sin igual, el resentimiento de un insaciado instinto y voluntad de poder que quisiera enseñorearse, no de algo existente en la vida, sino de la vida misma, de sus más hondas, fuertes, radicales condiciones; en ella se hace un intento de emplear la fuerza para cegar las fuentes de la fuerza; en ella la mirada se vuelve, rencorosa y pérfida, contra el mismo florecimiento fisiológico, y en especial contra la expresión de éste, contra la belleza, la alegría; en cambio,  se experimenta y se busca un bienestar en el fracaso, la atrofia, el dolor, la desventura, lo feo, en la mengua arbitraria, en la negación de sí, en la autoflagelación, en el autosacrificio. Todo esto es paradójico en grado sumo: aquí nos encontramos ante una escisión que se quiere escindida, que se goza a sí misma en ese sufrimiento y que se vuelve incluso siempre más segura de sí y más triunfante a medida que disminuye su propio presupuesto, la vitalidad fisiológica. «El triunfo cabalmente en la última agonía»: bajo este signo superlativo ha luchado desde siempre el ideal ascético; en este enigma de seducción, en esta imagen de éxtasis y de tormento ha reconocido su luz más clara, su salvación, su victoria definitiva. Crux, nux, lux [cruz, nuez, luz] - en él son una sola cosa. -

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Suponiendo que tal encarnación de la voluntad de contradicción y de antinaturaleza sea llevada a filosofar: ¿sobre qué desahogará su más íntima arbitrariedad? Sobre aquello que es sentido, de manera segurísima, como verdadero, como real: buscará el error precisamente allí donde el auténtico instinto de vida coloca la verdad de la manera más incondicional. Por ejemplo, rebajará la corporalidad, como hicieron los ascetas de la filosofía del Vedanta, a la categoría de una ilusión, y lo mismo hará con el dolor, con la pluralidad, con toda la antítesis conceptual «sujeto» y «objeto, - ¡errores, nada más que errores! Denegar la fe a su yo, negarse a sí mismo su «realidad» -¡qué triunfo!-, triunfo no ya meramente sobre los sentidos, sobre la apariencia visual, sino una especie muy superior de triunfo, una violentación y una crueldad contra la razón: semejante voluptuosidad llega a su cumbre cuando el autodesprecio ascético, el autoescarnio ascético de la razón, decreta lo siguiente: «existe un reino de la verdad y del ser, pero ¡justo la razón está excluida de él!... (Dicho de pasada: incluso en el concepto kantiano de el carácter inteligible de las cosas, ha sobrevivido algo de esa lasciva escisión de ascetas, a la que le gusta volver la razón en contra de la razón: caracter inteligible» significa, en efecto en Kant  un modo de constitución de las cosas del cual el intelecto comprende precisamente que par él - resulta total y absolutamente incomprensible -) - Pero, en fín, no seamos, precisamente en cuanto seres cognoscentes, ingratos con tales violentas inversiones de las perspectivas y valoraciones usuales, con las cuales, durante demasiado tiempo, el espíritu ha desfogado su furor contra si mismo de un modo al parecer sacrílego e inútil: ver alguna vez las cosas de otro modo, querer verlas de otro modo es una no pequeña disciplina o preparación del intelecto para su futura objetividad, - entendida esta última no como contemplación desinteresada, (que, como tal, es un no-concepto y un contrasentido), sino como la facultad de tener nuestro pro y nuestro contra  sujetos a nuestro dominio y de poder separarlos o juntarlos: de modo que sepamos utilizar en provecho del conocimiento cabalmente la diversidad de las perspectivas y de las interpretaciones nacidas de los afectos. A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos mejor, por tanto, de la peligrosa y vieja patraña conceptual que ha creado un sujeto puro del zonocimiento, sujeto ajeno a la voluntad, al dolor, al tiempo,guardemonos de los tentáculos de conceptos contradictorios, tales como   "razón pura", «espiritualidad absoluta, «conocimiento en sí,:  - aqui se nos pide siempre pensar un ojo que de ninguna manera puede ser pensado, un ojo carente en absoluto de toda orientación. en el cual debieran estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver-algo, aquí se  nos pide siempre, por tanto, un contrasentido y un no-concepto de ojo. Existe únicamente un ser perspectivsta, únicamente un «conocer» perspectivista; y  en cuanto mayor sea   el número de afectos a los que permitamos decir su palabra sobre una cosa, cuanto mayor sea el número de ojos, de ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo  será nuestro «concepto» de ella, tanto más completa será nuestra «objetividad. Pero elirninar en absoluto la voluntad, dejar en suspenso la totalidad de los afectos, suponiendo que pudiéramos hacerlo: ¿cómo?, ¿es que no significaría eso castrar el intelecto?...

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Pero volvamos atrás. Una autocontradicción como la que parece manifestarse en el asceta, «vida contra vida, es -esto se halla claro por lo pronto-, considerada fisiológica y ya no psicológicamente, un puro sinsentido. Esa autocontradicción no puede ser más que aparente; tiene que ser una especie de expresión provisional, una interpretación, una fórmula, un arreglo, un malentendido psicológico de algo cuya auténtica naturaleza no pudo ser entendida, no pudo ser designada en sí durante mucho tiempo, - una mera palabra, encajada en una vieja brecha del conocimiento humano. Y para contraponer a ella brevemente la realidad de los hechos, digamos: el idal ascético nace del instinto de protección y de salud de una vida que degenera, la cual procura conservarse con todos los medios, y  lucha por conservarse; es indicio de una paralización y extenuación fisiológica parciales, contra las cuales combaten constantemente, con nuevos medios e invenciones, los instintos más profundos de la vida, que permanecen intactos. El ideal ascético es ese medio: ocurre, por tanto, lo contrario de lo que piensan sus adoradores, - en él y a través de él la vida lucha con la muerte y contra la muerte, el ideal ascético es una estratagema en la conservación de la vida. En el hecho de que ese mismo ideal haya podido dominar sobre el hombre y enseñorearse de él en la medida que nos enseña la historia, especialmente en todos aquellos lugares en que triunfaron la civilización y la domesticación del hombre, se expresa una gran realidad, la condición enfermiza del tipo de hombre habido hasta ahora, al menos del hombre domesticado, se expresa la lucha fisiológica del hombre con la muerte (más exactamente: con el hastío de la vida, con el cansancio, con el deseo del «final»). El sacerdote ascético es la encarnación del deseo de ser-de-otro-modo, de estar-en-otro-lugar, es en verdad el grado sumo de ese deseo, la auténtica vehemencia y pasión del mismo; pero justo el poder de su desear es el grillete que aquí lo ata, justo con ello el sacerdote ascético se convierte en el instrumento cuya obligación es trabajar a fin de crear condiciones más favorables para el ser-aquí y ser-hombre, justo con este poder el sacerdote ascético mantiene sujeto a la existencia a todo el rebaño de los mal constituidos, destemplados, frustrados, lisiados, pacientes-de-sí de toda índole, yendo instintivamente delante de ellos como pastor. Ya se me entiende: este sacerdote ascético, este presunto enemigo de la vida, este negador, - precisamente él pertenece a las grandes potencias conservadoras y creadoras de síes de la vida... ¿De qué depende aquella condición enfermiza? Pues el hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado que ningún otro animal, no hay duda de ello, - él es el animal enfermo: ¿de dónde procede esto?  Es verdad que también él ha osado, innovado, desafiado, afrontado el destino más que todos los demás animales juntos: él, el gran experimentador consigo mismo, el insatisfecho, insaciado, el que disputa el dominio último a animales, naturaleza y dioses, - él, el siempre invicto todavía, el eternamente futuro, el que no encuentra ya reposo alguno ante su propia fuerza acosante, de modo que su futuro le roe implacablemente, como un aguijón en la carne de todo presente: - ¿cómo este valiente y rico animal no iba a ser también el más expuesto al peligro, el más duradero y hondamente enfermo entre todos los animales enfermos?... Muy a menudo el hombre se harta, hay epidemias enteras de ese estar-harto (- así, hacia 1348, en la época de la danza de la muerte): pero aun esa náusea, ese cansancio, ese hastío de sí mismo - todo aparece tan poderoso en él, que en seguida vuelve a convertirse en un nuevo grillete. El no que el hombre dice a la vida saca a la luz, como por arte de magia, una muchedumbre de síes más delicados; más aún, cuando se produce una herida a sí mismo este maestro de la destrucción, de la autodestrucción, - a continuación es la herida misma la que le constriñe a vivir...

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Sí, pues, la condición enfermiza es normal en el hombre -y no podemos poner en entredicho esa normalidad-, tanto más altamente se debería honrar a los pocos casos de potencialidad anímico-corporal, los casos afortunados del hombre, tanto más rigurosamente se debería preservar a los hombres bien constituidos del peor aire que existe, el aire de los enfermos. ¿Se hace esto? Los enfermos son el máximo peligro para los sanos; no de los más fuertes les viene la desgracia a los fuertes, sino de los más débiles. ¿Se sabe esto?... Hablando a grandes rasgos, no es, en modo alguno, el temor al hombre aquello cuya disminución nos sea lícito desear: pues ese temor constriñe a los fuertes a ser fuertes y, a veces, terribles, - mantiene en pie el tipo bien constituido de hombre. Lo que hay que temer, lo que produce efectos más fatales que ninguna otra fatalidad, no sería el gran miedo, sino una gran náusea frente al hombre; y también la gran compasión por el hombre. Suponiendo que un día ambas se maridasen, entraría inmediatamente en el mundo, de modo inevitable, algo del todo siniestro, la «última voluntad» del hombre, su voluntad de la nada, el nihilismo. Y, en realidad, para esto hay mucho preparado. Quien para husmear tiene no sólo su nariz, sino también sus ojos y sus oídos, ventea en casi todos los lugares a que hoy se acerca algo como un aire de manicomio, somo un aire de hospital, - hablo, como es obvio, de las áreas de cultura del hombre, de toda especie "Europa" que poco a poco se extiende por la tierra. Los enfermizos son el gran peligro del hornbre: no los malvados, no  los "animales de presa". Los de antemano lisiados, vencidos, destrozados -son ellos, son los más débiles quienes más socavan la vida entre los hombres, quienes más peligrosamentr envenenan y ponen en entredicho nuestra confianza en la vida, en el hombre, en nosotros. ¿En qué lugar se podria traspasar a ella, a esa mirada velada, que nos inspira una profunda tristeza, a esa mirada vuelta hacia atrás, propia de quien desde el comienzo es un engendro, mirada que delata el modo en que tal hombre se habla a sí mismo, - a esa mirada que es un sollozo? «¡Ojalá fuera yo otro cualquiera!, así solloza esa mirada: pero no hay ninguna esperanza. Soy el que soy: ¿cómo podría escaparme de mí mismo? Y, sin embargo, -estoy harto de él.....En este terreno del autodesprecio, auténtico terreno cenagoso, crece toda mala hierba, toda planta venenosa, y todo ello muy pequeño, muy escondido, muy honesto, muy dulzón. Aquí pululan los gusanos de los sentimientos de venganza y rencor; aquí el aire apesta a cosas secretas e inconfesables; aquí se teje permanentemente la red de la más malévola conjura, - la conjura de los que sufren contra los bien constituidos y victoriosos, aquí el aspecto del victorioso es odiado. Y cuánta mendacidad para no reconocer que ese odio es odio! ¡Qué derroche de grandes palabras y actitudes afectadas, qué arte de la difamación justificada! Esas gentes mal constituidas: ¡que noble elocuencia brota de sus labios! ¡Cuánta azucarada, viscosa, humilde entrega flota  en sus ojo! ¿Qué quieren propiamente? Representar al menos la justicia, el amor, la sabiduría, la superioridad - ¡tal es la ambición de esos ínfimos», de esos enfermos! ¡Y qué hábiles los vuelve esa ambición! Admiremos sobre todo la habilidad de falsificadores de moneda con que aqui se imita el cuño de la virtud, incluso el tintineo, el áureo sonido de la virtud. Ahora han arrendado la virtud en exclusiva para ellos, esos débiles y enfermos incurables, no hay duda: "sólo nosotros somos los buenos, los justos, dicen, sólo nosotros somos los homines bonae voluntatis (hombres de buena voluntad). Andan dando vueltas en medio de nosotros cual reproches vivientes, cual advertencias dirigidas a nosotros, - como si la buena constitución, la fortaleza, el orgullo, el sentimiento de poder fueran en sí ya cosas viciosas: cosas que haya que expiar alguna vez, expiar amargamente: ¡oh, cómo ellos mismos están en el fondo dispuestos a hacer expiar, cómo están ansiosos de ser verdugos! Entre ellos hay a montones vengantivos disfrazados de jueces, que constantemente llevan en su boca la palabra "justicia" como una baba venenosa, que  tienen siempre los labios fruncidos y están siempre dispuestos a escupir a todo aquello que no tenga una mirada descontenta y que avance con buen ánimo por su camino. No falta tampoco entre ellos esa nauseabunda especie de vanidosos, de los engendros embusteros, que aspiran a hacer el papel de "almas bellas" y, por ejemplo, exhiben en el mercado, como "pureza de corazón", su estropeada sensualidad, envuelta en versos y otros pañales: la especie de los onanistas morales y de los que "se satisfacen a sí mismos". La voluntad de los enfermos de representar una forma cualquiera de superioridad, su instinto para encontrar caminos tortuosos que conduzcan a una tiranía sobre los sanos, - ¡en qué lugar no se encuentra esa voluntad de poder precisamente de los más débiles! Sobre todo la mujer enferma:
nadie la supera en refinamiento para dominar, para oprimir, para tiranizar. La mujer enferma no respeta, para conseguir ese fin, nada vivo, nada muerto, vuelve a desenterrar las cosas más enterradas (los bogos dicen: «La mujer es una hiena»). Échese una mirada a los trasfondos de cada familia, de cada corporación, de cada comunidad: en todas partes la lucha de los enfermos contra los sanos, - una lucha silenciosa, hecha casi siempre con pequeños polvos venenosos, con alfilerazos, con alevosas pantomimas de resignados, pero a veces también con aquel fariseísmo de enfermo que acude a los gestos estrepitosos, fariseísmo que ama representar ante todo «la noble indignación». Hasta en los sacrosantos terrenos de la ciencia querría hacerse oír el ronco ladrido de indignación de los perros enfermizos, la mendacidad y la furia mordaces de tales «nobles» fariseos     ( - a los lectores que tengan oídos vuelvo a recordarles aquel apóstol berlinés de la venganza, Eugen Dühring, que en la Alemania actual hace el más indecoroso y repugnante uso del bum-bum moral: Dühring, el primer bocazas de la moral que hoy existe, incluso entre sus iguales, los antisemitas). Hombres del resentimiento son todos ellos, esos seres fisiológicamente lisiados y carcomidos, todo un tembloroso imperio terreno de venganza subterránea, inagotable, insaciable en estallidos contra los afortunados e, igualmente, en mascaradas de la venganza,en pretextos para la venganza:¿cuándo alcanzarían propiamente su más sublime, su más sutil y último triunfo de la venganza? Indudablemente, cuando lograsen introducir en la conciencia de los afortunados su propia miseria, toda miseria en general: de tal manera que éstos empezasen un día a avergonzarse de su felicidad y se dijesen tal vez unos a otros: «¡es una ignominia ser feliz!, ¡hay tanta miseria!...» Pero no podría haber malentendido mayor y más nefasto que el consistente en que los afortunados, los bien constituidos, los poderosos de cuerpo y de alma, comenzasen a dudar así de su derecho a la felicidad. ¡Fuera ese «mundo puesto del revés»! ¡Fuera ese ignominioso reblandecimiento del sentimiento! Que los enfermos no pongan enfermos a los sanos -y esto es lo que significaría tal reblandecimiento- debería ser el supremo punto de vista en la tierra: - mas para ello se necesita, antes que nada, que los sanos permanezcan separados de los enfermos, guardados incluso de la visión de los enfermos, para que no se confundan con éstos. ¿O acaso su misión consistiría en ser
enfermeros o médicos?... Mas ésta sería la peor manera de desconocer y negar su tarea, - ¡lo superior no debe degradarse a ser el instrumento de lo inferior, el pathos de la distancia debe mantener separadas también, por toda la eternidad, las respectivas tareas! El derecho de los sanos a existir, la prioridad de la campana dotada de plena resonancia sobre la campana rota, de sonido cascado, es, en efecto, un derecho y una prioridad mil veces mayor: sólo ellos son las arras del futuro, sólo ellos están comprometidos para el porvenir del hombre. Lo que ellos pueden hacer, lo que ellos deben hacer jamás debieran poder ni deber hacerlo los enfermos: mas para que los sanos puedan hacer lo que sólo ellos deben hacer, ¿cómo les estaría permitido actuar de médicos, de consoladores, de «salvadores» de los enfermos?... Y por ello, ¡aire puro!, ¡aire puro! Y, en todo caso, ¡lejos de la proxirnidad de todos los manicomios y hospitales de la cultura! Y, por ello, ¡buena compañía, la compañía de nosotros! ¡o soledad, si es nesesario! Pero, en todo caso, ¡lejos de las perniciosas miasmas de la putrefacción interior y de la oculta carcoma de los enfermos!... Para defendernos así a nosotros mismos, amigos míos, al menos por algún tiempo todavía, de los dos peores contagios que pueden estarnos reservados cabalmente a nosotros, - ¡de la gran náusea respecto al hombre!  ¡de la gran compasión por el hombre!...

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Si se ha comprendido en toda su profundidad -y yo exijo que precisamente aquí se cave hondo, se comprenda con hondura- hasta qué punto la tarea de los sanos no puede consistir, de ninguna manera, en cuidar enfermos, en sanar enfermos, se habrá comprendido también con ello una necesidad más, - la necesidad de que haya médicos y enfermeros que estén, ellos mismos, enfermos; y ahora ya tenemos y aferramos con ambas manos el sentido del sacerdote ascético. A éste hemos de considerarlo como el predestinado salvador, pastor y defensor del rebaño enfermo: sólo así comprendemos su enorme misión histórica. El dominio sobre quienes sufren es su reino, a ese dominio le conduce su instinto, en él tiene su arte más propia, su maestría, su especie de felicidad. Él mismo tiene que estar enfermo, tiene que estar emparentado de raíz con los enfermos y tarados para entenderlos, - para entenderse con ellos; pero también tiene que ser fuerte, ser más señor de sí que de los demás, es decir, mantener intacta su voluntad de poder, para tener la confianza y el miedo de los enfermos, para poder ser para ellos sostén, resistencia, apoyo, exigencia, azote, tirano, dios. El tiene que defenderlo, a ese rebaño suyo -¿contra quién? Contra los sanos, no hay duda, y también contra la envidia respecto a los sanos; tiene que ser el natural antagonista y despreciador de toda salud y potencialidad rudas, tempestuosas, desenfrenadas, duras, violentas, propias de animales rapaces. El sacerdote es la forma primera del animal más delicado, al que le resulta más fácil despreciar que odiar. No estará dispensado de hacer la guerra a los animales rapaces, una guerra más de la astucia (del «espíritu») que de la violencia, como es obvio, - para ello tendrá necesidad, a veces, de forjar dentro de sí casi un tipo nuevo de animal rapaz o, al menos, de pasar por tal, - una nueva terribilidad animal, en la que el oso polar, el elástico, frío, expectante leopardo y, en no menor medida, el zorro parecen asociados en una unidad tan atrayente como terrorífìca. Suponiendo que la necesidad le fuerce, el sacerdote aparecerá, en medio de las demás especies de animales rapaces, osunamente serio, respetable, inteligente, frío, superior por sus engaños, como heraldo y portavoz de potestades más misteriosas, decidido a sembrar en este terreno, allí donde le sea posible, sufrimiento, discordia, autocontradicción, y, demasiado seguro de su arte, a hacerse en todo momento dueño de los que sufren. Trae consigo ungüentos y bálsamos, no hay duda; mas para ser médico tiene necesidad de herir antes; mientras calma el dolor producido por la herida, envenena al mismo tiempo ésta -pues de esto, sobre todo, entiende este encantador y domador de animales rapaces, a cuyo alrededor todo lo sano se vuelve necesariamente enfermo, y todo lo enfermo se vuelve necesariamente manso. De hecho defiende bastante bien a su rebaño enfermo, este extraño pastor, - lo defiende también contra si mismo, contra la depravación, la malignidad, la malevolencia que en el rebaño mismo arden bajo las cenizas, y contra las demás cosas que les son comunes a todos los pacientes y enfermos, combate de manera inteligente, dura y secreta contra la anarquía y la autodisolución en todo tiempo germinantes dentro del rebaño, en el cual se va constantemente amontonando esa peligrosísima materia detonante y explosiva, el resentimiento. Quitar su carga a esa materia explosiva, de modo que no haga saltar por el aire ni al rebaño ni al pastor, tal es su auténtica habilidad, y también su su
prema utilidad; si se quisiera compendiar en una fórmula brevísima el valor de la existencia sacerdotal, habría que decir sin más: el sacerdote es el que modifica la dirección del resentimiento. Todo el que sufre busca instintivamente, en efecto, una causa de su padecer; o, dicho con más precisión, un causante, o, expresado con mayor exactitud, un causante responsable, susceptible de sufrir, - en una palabra, algo vivo sobre lo que poder desahogar, con cualquier pretexto, en la realinad o in effigie [en efigie], sus afectos: pues el desahogo de los afectos es el máximo intento de alivio, es decir, de aturdimiento del que sufre, su involuntariamente anhelado narcoticum contra tormentos de toda índole. La verdadera causalidad fisiológica del resentimiento, de la venganza y de sus afines se ha de encontrar, según yo sospecho, únicamente en esto, es decir, en una apetencia de amortiguar el dolor por vía afectiva: -de ordinario se busca esa causalidad, muy erradamente a mi parecer, en el contragolpe defensivo, en una mera medida protectora de la reacción, en un «movimiento reflejo» ejecutado al aparecer una lesión y una amenaza súbitas, análogo al que todavía ejecuta una rana decapitada para escapar a un ácido cáustico. Pero la diferencia es fundamental: en un caso se quiere impedir el continuar recibiendo daño, en el otro se quiere adormecer un dolor torturante, secreto, progresivamente intolerable, mediante una emoción más violenta, sea de la especie que sea, y expulsarlo, al menos por el momento, de la consciencia, - para ello se necesita un afecto, un afecto lo más salvaje posible, y, para excitarlo, el primero y mejor de los pretextos. «Alguien tiene que ser culpable de que yo me encuentre mal, - esta especie de raciocinio es propia de todos los enfermizos, y ello tanto más cuanto más se les oculta la verdadera causa de su sentirse-mal, la causa fisiológica ( - ésta puede residir, por ejemplo, en una lesión del nervus sympathicus, o en una anormal secreción de bilis, o en una pobreza de sulfatos y de fosfatos en la sangre , o en estados de opresión del bajo vientre que congestionan la circulación de la sangre, o en una degeneración de los ovarios, y cosas parecidas). Los que sufren tienen, todos ellos, una espantosa predisposición y capacidad de inventar pretextos para efectos dolorosos; disfrutan ya con sus suspicacias, con su cavilar sobre ruindades y aparentes perjuicios, revuelven las entrañas de su pasado y de su presente en busca de oscuras y ambiguas historias donde poder entregarse al goce de una sospecha torturadora y embriagarse con el propio veneno de la maldad -abren las más viejas heridas, sangran por cicatrices curadas mucho tiempo antes, convierten en malhechores al amigo, a la mujer, al hijo y a todo lo que se encuentra cerca de ellos. «Yo sufro: alguien tiene que ser culpable de esto» -así piensa toda oveja enfermiza. Pero su pastor, el sacerdote ascético, le dice: «¡Está bien, oveja mía!, alguien tiene que ser culpable de esto: pero tú misma eres ese alguien, tú misma eres la única culpable de esto, -¡tú misma eres la única culpable de ti!...» Esto es bastante audaz, bastante falso: pero con ello se ha conseguido al menos una cosa, con ello la dirección del resentimiento, como hemos dicho, queda cambiada.

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Ahora se adivina qué es lo que, según mi idea, el instinto curativo de la vida ha intentado al menos conseguir mediante el sacerdote ascético, y para qué hubo de servirle una transitoria tiranía de conceptos paradójicos y paralógicos, tales como «culpa», «pecado», «pecaminosidad», «corrupción», «condenación»: para hacer inocuos hasta cierto punto a los enfermos, para destruir a los incurables sirviéndose de ellos mismos, para orientar con rigor a los enfermos leves hacia sí mismos, para retroorientar su resentimiento («una sola cosa es necesaria»-); y para, de esta manera, aprovechar los peores instintos de todos los que sufren con la finalidad de lograr la autodisciplina, la autovigilancia, la autosuperación. Como es obvio, una «medicación» de esa especie, una medicación a base de meros afectos, no puede ser en modo alguno una curación real para enfermos, entendiendo curación en el sentido fisiológico; ni siquiera sería lícito afirmar que el instinto de la vida haya pretendido e intentado conseguir aquí de algún modo una curación. Una especie de aglomeración y organización de los enfermos, por un lado ( - la palabra «Iglesia» es el nombre más popular para designar esto), una especie de preservación provisional de los hombres de constitución más sana, de los mejor forjados, por otro, la creacion de un abismo, por tanto, entre lo sano y lo enfermo -¡esto fue todo durante mucho tiempo!, ¡Y era mucho!, ¡era muchísimo!... [Como se ve, en este tratado parto de un presupuesto que, con respecto a los lectores que yo necesito, no tengo que justificar antes: el presupuesto de que la «pecaminosidad» en el hombre no es una realidad de hecho, sino más bien tan sólo la interpretación de una realidad de hecho, a saber, de un malestar fisiológico, - visto este último en una perspectiva religioso-moral que, para nosotros, ya no tiene ninguna fuerza vinculante. - Por el hecho de que alguien se sienta «culpable», «pecador», no está ya demostrado en modo alguno que tenga razón para sentirse así. Recuérdense los famosos procesos contra las brujas: los jueces más clarividentes y más humanitarios no dudaban entonces de que allí había una culpa; las mismas brujas no dudaban de ello, - y, sin embargo, la culpa faltaba - Expresemos ese presupuesto en una forma más general: el mismo «dolor anímico» yo no lo considero en absoluto como una realidad de hecho, sino sólo como una interpretación (interpretación causal) de realidades de hecho carentes hasta ahora de una formulación exacta: y, por tanto, como algo que aún se encuentra del todo en el aire y no es científicamente vinculante, - en realidad, sólo una palabra gruesa sustituyendo a un signo de interrogación flaco como un huso. Cuando alguien no se libra de un «dolor anímico», esto no depende, para decirlo con tosquedad, de su «alma»; es más probable que dependa de su vientre (hablando con tosquedad, como he dicho: con lo cual no manifiesto en modo alguno el deseo de que también se me oiga con tosquedad, se me entienda toscamente...). Un hombre fuerte y bien constituido digiere sus vivencias (incluidas las acciones, las fechorías) de igual manera que digiere sus comidas, aun cuando tenga que tragar duros bocados. Cuando «no acaba» con una vivencia, tal especie de indigestión es tan fisiológica como la otra -y muchas veces, de hecho, tan sólo una de las consecuencias de la otra. - Aun pensando así, se puede continuar siendo, sin embargo, dicho sea entre nosotros, el más riguroso adversario de todo materialismo...] ¿Pero este sacerdote ascético es propiamente un médico? Ya hemos comprendido hasta qué punto apenas está permitido denominarlo así, por mucho que a él le guste sentirse a sí mismo como «salvador» y se deje venerar como tal. Sólo el sufrimiento mismo, el displacer de quien sufre, es lo que él combate, pero no su causa, no el auténtico estar enfermo, -esto tiene que constituir nuestra máxima objeción de principio contra la medicación sacerdotal. Pero una vez colocados en aquella perspectiva que es la única que el sacerdote conoce y tiene, difícilmente se termina de admirar todo lo que desde ella se ha visto, se ha buscado y se ha encontrado. La mitigación del sufrimiento, los «consuelos» de toda especie, - esto aparece como la genialidad misma del sacerdote: ¡con qué inventiva ha entendido su tarea de consolador, de qué manera tan despreocupada y audaz ha elegido los medios para ella! En especial, del cristianismo sería lícito decir que es como una gran cámara del tesoro llena de ingeniosísimos medios de consuelo, tantas son las cosas confortantes, mitigadores, narcotizantes que hay en él acumuladas, tantas son las cosas peligrosísimas y extraordinariamente temerarias que se han emprendido osadamente con este fin, tan grandes han sido su sutileza, su refinamiento, su meridional refinamiento para adivinar en especial con qué especie de afectos estimulantes se puede vencer, al menos por algún tiempo, la depresión profunda, el cansancio plúmbeo, la negra tristeza de los fisiológicamente impedidos. Pues hablando en términos generales: todas las grandes religiones han consistido, en lo esencial, en la lucha contra un cierto cansancio y pesadez convertidos en epidemia. De antemano se puede establecer como verosímil que, de tiempo en tiempo, en determinados lugares de la tierra, un sentimiento fisiológico de obstrucción tiene casi necesariamente que enseñorearse de amplias masas, mas, por falta de saber fisiológico, ese sentimiento no penetra como tal en la conciencia, de modo que la «causa» del mismo y también su remedio sólo pueden ser buscados e intentados por vía moral-psicológica (- tal es, en efecto, mi fórmula más general para designar lo que comúnmente se llama una «religión»). Ese sentimiento de obstrucción puede tener distintas procedencias: ser secuela, por ejemplo, de un cruce de razas demasiado heterogéneas entre sí (o de estamentos diferentes - los estamentos expresan siempre también diferencias de procedencia y de raza: el «dolor cósmico» europeo, el «pesimismo» del siglo xix son, en lo esencial, la secuela de una mezcolanza absurdamente repentina de estamentos); o estar condicionado por una emigración equivocada - una raza caída en un clima para el que su fuerza de adaptación no resulta suficiente (el caso de los indios en la India); o ser la repercusión de la vejez y cansancio de la raza (pesimismo parisino a partir de 1850); o de una dieta falsa (el alcoholismo de la Edad Media; el sinsentido de los vegetarianos, los cuales ciertamente tienen a su favor la autoridad del shakesperiano Junker Cristóbal); o de una corrupción de la sangre, malaria, sífilis, y cosas parecidas (depresión alemana después de la guerra de los Treinta Años, que contagió media Alemania con malas enfermedades y preparó así el terreno para el servilismo alemán, para la pusilanimidad alemana). En estos casos se intenta una y otra vez, con el más grande estilo, combatir el sentimiento de desplacer; informémonos con brevedad sobre sus más importantes prácticas y formas. (Dejo aquí totalmente de lado, como es natural, la auténtica lucha de los fìlósofos contra el sentimiento de desplacer, lucha que suele ser siempre simultánea - es bastante interesante, pero demasiado absurda, demasiado indiferente respecto a la práctica, usa demasiado de telas de araña y de mozos de cuerda; por ejemplo, cuando se pretende demostrar que el dolor es un error, bajo el ingenuo presupuesto de que el dolor debería desaparecer tan pronto como se ha reconocido el error en él - pero ¡cosa rara!, se guardó de desaparecer...). Aquel desplacer dominante se combate en primer lugar con medios que deprimen hasta su más bajo nivel el sentimiento vital en general. En lo posible, ningún querer, ningún deseo más; evitar todo lo que produce afecto, lo que produce «sangre» (no comer sal: higiene del faquir); no amar; no odiar; ecuanimidad; no vengarse; no enriquecerse; no trabajar; mendigar; en lo posible, ninguna mujer, o lo menos mujer posible: en el aspecto espiritual el principio de Pascal il faut s'abêtir [es preciso embrutecerse]. Resultado, expresado en términos psicológico-morales: «negación de sí», «santificación»; expresado en términos fisiológicos: hipnosis, - el intento de conseguir aproximadamente para el hombre lo que son el letargo invernal para algunas especies de animales y el letargo estival para muchas plantas de los climas tórridos, un mínimo de consumo de materia y de metabolismo, en el cual la vida continúa existiendo simplemente, pero sin llegar ya en realidad a la conciencia. Para alcanzar esa meta se ha empleado una asombrosa cantidad de energía humana -¡tal vez en vano!... No puede dudarse en absoluto de que tales sportsmen [deportistas] de la «santidad», numerosos en todos los tiempos, en casi todos los pueblos, han encontrado de hecho una liberación real de aquello que con tan riguroso training [entrenamiento] combatían, - en innumerables casos se liberaron realmente de aquella profunda depresión fisiológica con ayuda de su sistema de medios de hipnotización de aquí que su metódica se cuente entre los hechos etnológicos más generales. Asimismo, tampoco hay ningún derecho a pensar ya que tal propósito de rendir por el hambre a la corporalidad y a la concupiscencia sea un síntoma de locura (como le gusta pensar a una torpe especie de «librepensadores» y de Junker Cristóbales devoradores de roastbeef [rosbif]). Tanto más seguro es,en cambio,que aquel propósito sirve,puede servir para producir perturbaciones espirituales de toda índole, «luces interiores», por ejemplo, como ocurre en los hesicastos del Monte Athos, alucinaciones de sonidos y formas, voluptuosos desbordamientos y éxtasis de la sensualidad (historia de Santa Teresa). La interpretación que dan de tales estados los afectados por ellos ha sido siempre la más fantástica y falsa que quepa imaginar, como es obvio; pero no se pase por alto el tono de convencidísimo agradecimiento que resuena precisamente ya en la voluntad de dar esa especie de interpretación. El supremo estado, la redención misma, aquella hipnotización total y aquella quietud finalmente logradas, son considerados siempre por ellos como el misterio en sí, para expresar el cual no bastan ni siquiera los símbolos más elevados, como los que hablan de vuelta y retorno al fondo de las cosas, de liberación de toda ilusión, de «saber», de «verdad», de «ser», de desprendimiento de toda meta, deseo y acción, de un más-allá también del bien y del mal. «El bien y el mal, dice el budista, - ambos son cadenas: de ambos se enseñoreó el perfecto»; «lo hecho y lo no hecho, dice el creyente del Vedanta, no le producen ningún dolor; el bien y el mal los sacude de sí como un sabio; su reino ya no padece a causa de ninguna acción; él trascendió el bien y el mal, trascendió ambas cosas»: - una concepción, pues, totalmente india, tan brahmánica como budista. (Ni la mentalidad india ni la mentalidad cristiana consideran que aquella «redención» sea alcanzable por virtud, por mejoramiento moral, aunque colocan muy alto el valor hipnotizador de la virtud: no se olvide esto, - por lo demás, corresponde sencillamente a la realidad de los hechos. El haber permanecido verdaderas en este punto acaso haya que considerarlo como el mejor fragmento de realismo existente en las tres máximas religiones, tan radicalmente moralizadas por lo demás. «Para el iniciado no hay ningún deber...» «Mediante agregación de virtudes no se lleva a cabo la redención: pues ésta consiste en la unificación con el Brahma, incapaz de ninguna agregación de perfección: y tampoco se lleva a cabo con la deposición de faltas; pues el Brahma, la unificación con el cual constituye la redención, es eternamente puro» -éstos son pasajes del Comentario de Çankara, citados por el primer conocedor real de la filosofía india en Europa, mi amigo Paul Deussen). Vamos, pues, a respetar la «redención» en las grandes religiones; en cambio, nos resulta un poco difícil permanecer serios con respecto a la estimación que del sueño profundo ofrecen estos cansados de la vida, demasiado cansados incluso para sonar, - es decir, el sueño profundo entendido ya como ingreso en el Brahma, como conseguida unio mystica [unión mística] con Dios. «Cuando él se ha dormido totalmente -se dice sobre esto en la más antigua y venerable «Escritura»-, cuando él ha llegado del todo al reposo, de modo que ya no ve ninguna imagen de sueño, entonces, oh querido, ha llegado a la unificación con lo existente, ha entrado en sí mismo, - rodeado por su mismidad cognoscente, no tiene ya ninguna conciencia de lo que está fuera o dentro. Este puente no lo atraviesan ni el día ni la noche, ni la vejez, ni la muerte, ni el sufrimiento, ni obra buena ni obra mala». «En el sueño profundo, dicen asimismo los creyentes de esta religión, que es la más profunda de las tres grandes religiones, el alma se eleva fuera del cuerpo, penetra en la luz suprema y aparece así en su figura propia: aquí ella es el mismo espíritu supremo que vagabundea bromeando y jugando y deleitándose, bien con mujeres, o con carrozas, o con amigos, aquí ella ya no vuelve con su pensamiento a este apéndice de cuerpo, al cual el prana (el soplo vital) está atado como un animal de tiro al carro». Con todo, tampoco aquí debemos olvidar que, al igual que en el caso de la «redención», con esto en el fondo se expresa únicamente, bien que con la magnificencia de la exageración oriental, una apreciación idéntica a la del lúcido, frío, helénicamente frío, pero suficiente Epicuro: el hipnótico sentimiento de la nada, el reposo del sueño más profundo, en una palabra,   la ausencia de sufrimiento -a los que sufren, a los destemplados de raíz  les es lícito considerar esto ya como el bien supremo, como el valor de los valores, tienen que apreciarlo como algo positivo, sentirlo como lo positivo mismo. (Según esta misma lógica del sentimiento, la nada es llamada, en todas las religiones pesimistas, Dios.)

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Con más frecuencia que esta hipnotista amortiguación global de la sensibilidad, de la capacidad dolorosa, amortiguación que presupone ya fuerzas más raras, ante todo coraje, desprecio de la opinión, «estoicismo intelectual,empléase contra los estados de depresión un training (entrenamiento) distinto, que es, en todo caso, más fácil: la actividad maquinal. Está fuera de toda duda que una existencia sufriente queda así aliviada en un grado considerable: a este hecho se le llama hoy, un poco insinceramente, la bendición del trabajo». El alivio consiste en que el interés del que sufre queda apartado metódicamente del sufrimiento, - en que la conciencia es invadida de modo permanente por un hacer y de nuevo sólo por un hacer, y, en consecuencia, queda en ella poco espacio para el sufrimiento: ¡pues es estrecha esa cámara de la conciencia humana! La actividad maquinal y lo que con ella se relaciona -como la regularidad absoluta, la obediencia puntual e irreflexiva, la adquisición de un modo de vida de una vez para siempre, el tener colmado el tiempo, una cierta autorización, más aún, una crianza para la «impersonalidad», para olvidarse a-sí-mismo, para la incuria sui  [descuido de sí]-: ¡de qué modo tan profundo y delicado ha sabido el sacerdote ascético utilizar estas cosas en la lucha contra el dolor! Justo cuando tenía que tratar con personas sufrientes de los estamentos inferiores, con esclavos del trabajo o con prisioneros (o con mujeres: las cuales son, en efecto, en la mayoría de los casos, ambas cosas a la vez, esclavos del trabajo y prisioneros), el sacerdote ascético necesitaba de poco más que de una pequeña habilidad en cambiar los nombres y en rebautizar las cosas para, a partir de ese momento, hacerles ver un alivio, una relativa felicidad en cosas odiadas: -el descontento del esclavo con su suerte no ha sido inventado en todo caso por los sacerdotes. - Un medio más apreciado aún en la lucha contra la depresión consiste en prescribir una pequeñu alegría, que sea fácilmente accesible y pueda convertirse en regla; esta medicación se usa a menudo en conexión con la antes mencionada. La forma más frecuente en que la alegría es asi prescrita como medio curativo es la alegría del causar-alegría (como hacer beneficios, hacer regalos, aliviar, ayudar, persuadir, consolar, alabar, tratar con distinción); al prescribir «amor al prójimo», el sacerdote ascético prescribe en el fondo con ello una estimulaclon de la pulsión más fuerte, más afirmadora de la vida, si bien en una dosis muy cauta, una estimulación de la voluntud de poder. Esa felicidad de la «superioridad mínima» que todo hacer beneficios, todo socorrer, ayudar, tratar con distinción llevan consigo,es el más frecuente medio de consuelo de que suelen servirse los fisiológicamente impedidos, suponiendo que estén bien aconsejados: en caso contrario, se causan daño unos a otros, obedeciendo, naturalmente, al mismo instinto básico. Cuando se investigan los comienzos del cristianismo en el mundo romano, se encuentran asociaciones destinadas al apoyo mutuo, asociaciones para ayudar a pobres, a enfermos, para realizar los enterramientos, nacidas en el suelo más bajo de la sociedad de entonces, asociaciones en las cuales se cultivaba, con plena conciencia, este medio principal contra la depresión, a saber, la pequeña alegría, la alegría de la mutua beneficencia, - ¿tal vez entonces era esto algo nuevo, un auténtico descubrimiento? En esa «voluntad de reciprocidad, así suscitada, en esa voluntad de formar un rebaño, una «comunidad», un cenáculo, la voluntad de poder así estimulada, bien que en mínimo grado, tiene que llegar a su vez a una irrupción nueva y mucho más completa: formar un rebaño es un paso y una victoria esenciales en la lucha contra la depresión. El crecimiento de la comunidad fortalece, incluso para el individuo, un nuevo interés, que muy a menudo le lleva más allá del elemento personalísimo de su fastidio, de su aversión contra sí (la despectio sui [desprecio de sí] de Geulincx). Todos los enfermos, todos los enfermizos tienden instintivamente, por un deseo de sacudirse de encima el sordo desplacer y el sentimiento de debilidad, hacia una organización gregaria: el sacerdote ascético adivina ese instinto y lo fomenta; donde existen rebaños, es el instinto de debilidad el que ha querido el rebaño, y la inteligencia del sacerdote la que lo ha organizado. Pues no se debe pasar por alto esto: por necesidad natural tienden los fuertes a disociarse tanto como los débiles a asociarse; cuando los primeros se unen, esto ocurre tan sólo con vistas a una acción agresiva global y a una satisfacción global de su voluntad de poder, con mucha resistencia de la conciencia individual; en cambio, los últimos se agrupan, complaciéndose cabalmente en esa agrupación, - su instinto queda con esto apaciguado, tanto como queda irritado e inquietado en el fondo por la organización el instinto de los «señores» natos (es decir, de esa especie de solitarios animales rapaces llamada hombre). Bajo toda oligarquía yace siempre escondida -la historia entera lo enseña- la concupiscencia titánica; toda oligarquía se estremece permanentemente a causa de la tensión que todo individuo necesita poner en juego en ella para continuar dominando tal concupiscencia. (Esto ocurría, por ejemplo, en Grecia: Platón  lo atestigua en cien pasajes, Platón, que conocía a sus iguales -y a sí mismo...)

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Los medios del sacerdote ascético que hemos conocido hasta el momento -la sofocación global del sentimiento de vida, la actividad maquinal, la pequeña alegría, sobre todo la del «amor al prójimo», la organización gregaria, el despertamiento del sentimiento de poder de la comunidad, a consecuencia del cual el hastío del individuo con respeto a sí queda acallado por el placer que experimenta en el florecimiento de la comunidad -estos medios son, medidos con el metro moderno, sus medios no-culpables en la lucha contra el desplacer: volvámonos ahora hacia los medios más interesantes, los culpables». En todos ellos se trata de una sola cosa: de algún desenfreno de los sentimientos, - utilizado, como eficacísimo medio de amortiguación, contra la sorda, paralizante, prolongada condición dolorosa; por lo cual la inventiva sacerdotal en el estudio a fondo de esta única cuestión ha sido realmente inagotable: «¿con que medios se alcanza un desenfreno de los sentimientos?»... Suena esto duro: es claro que sonaría más agradable y llegaría tal vez mejor a los oídos si yo dijese, por ejemplo, «el sacerdote ascético se ha aprovechado siempre del entusiasmo existente en todos los afectos fuertes». Mas ¿para qué seguir acariciando los reblandecidos oídos de nuestros modernos afeminados? ¿Para qué ceder, ni siquiera un paso, por nuestra parte, a su tartufería de las palabras? Para nosotros los psicólogos habría ya en ello una tartufería de la acción; prescindiendo de que nos causaría náusea. Un psicólogo, en efecto, tiene hoy su buen gusto (- otros preferirán decir: su honestidad), si en alguna parte, en el hecho de oponerse al vocabulario vergonzosamente moralizado de que está viscosamente impregnado todo enjuiciamiento moderno del hombre y de las cosas. Pues no nos engañemos sobre esto: lo que constituye el distintivo más propio de las almas modernas, de los libros modernos, no es la mentira, sino su inveterada inocencia dentro de su mendacidad moralista. Tener que descubrir de nuevo esa «inocencia» en todas partes - esto es lo que constituye quizá la parte más repugnante de nuestro trabajo, de todo el trabajo, no poco problemático en sí, a que hoy tiene que someterse un psicólogo; es una parte de nuestro gran peligro, - es un camino que tal vez nos lleve derechamente a la gran náusea... Yo no abrigo ninguna duda acerca de cuál es la única cosa para la que servirían, para la que podrían servir los libros modernos (suponiendo que duren, lo cual, desde luego, no es de temer, y suponiendo asimismo que haya alguna vez una posteridad dotada de un gusto más severo, más duro, más sano), - la única cosa para la que le serviría, para la que podría servirle a esa posteridad todo lo moderno: para hacer de vomitivos, - y ello en virtud de su edulcoramiento y de su falsedad morales, de su intimísimo feminismo, al que le gusta calificarse de «idealismo» y que se cree, en todo caso, idealismo. Nuestros doctos de hoy, nuestros «buenos», no mienten -esto es verdad; ¡pero ello no les honra! La auténtica mentira, la mentira genuina, resuelta, «honesta» (sobre cuyo valor puede oírse a Platón), sería para ellos algo demasiado riguroso, demasiado fuerte; exigiría algo que no es lícito exigirles a ellos, a saber, que abriesen los ojos contra sí mismos, que supiesen distinguir entre «verdadero» y «falso» en ellos mismos. Lo único que a ellos les va bien es la mentira deshonesta: todo el que hoy se siente a sí mismo «hombre bueno» es totalmente incapaz de enfrentarse a algo a no ser con deshonesta mendacidad, con abismal mendacidad, pero con inocente, candorosa, cándida, virtuosa mendacidad. Esos «hombres buenos», - todos ellos están ahora moralizados de los pies a la cabeza, y, en lo que respecta a la honestidad, han quedado malogrados y estropeados para toda la eternidad: ¡quién de ellos soportaría aún una verdad «sobre el hombre!...» O, para concretar más la pregunta: ¿quién de ellos soportaría una biografía verdadera?... Unos cuantos indicios: Lord Byron ha dejado escritas algunas cosas personalísimas sobre sí. Pero Thomas Moore era «demasiado bueno» para ellas: echó al fuego los papeles de su amigo. Lo mismo parece que ha hecho el doctor Gwinner, ejecutor testamentario de Schopenhauer: pues también Schopenhauer había dejado escritas algunas cosas sobre sí y tal vez tambien contra sí («eis eautóv»). El infatigable americano Thayer, el biógrafo de Beethoven, se detuvo de pronto en su trabajo: llegado a cierto punto de esa vida honorable e ingenua, ya no la soportó más.... Moraleja: ¿qué hombre inteligente escribiría hoy todavía una palabra honesta sobre sí?  -tendría que pertenecer a la orden de la Santa Temeridad. Se nos promete una autobiografía de Richard Wagner: ¿quién duda de que será una autobiografía prudente?... Recordemos aun el cómico espanto que el sacerdote católico Janssen suscitó en Alemania con su imagen, tan increíblemente cuadriculada e inofensiva, del movimiento de la Reforma protestante alemana; ¿qué no ocurriría si alguien nos narrase alguna vez ese movimiento de otra manera, si alguna vez un verdadero psicólogo nos narrase al verdadero Lutero, no ya con la simplicidad moralista de un clérigo de aldea, no ya con la dulzona y considerada verecundia de los historiadores protestantes, sino, por ejemplo, con una impavidez a la manera de un Taine, partiendo de una fortaleza del alma y no de una sabia indulgencia para con la fortaleza?... (Los alemanes, dicho sea de paso, han producido últimamente bastante bien el tipo clásico de esta última, - pueden atribuírselo ya, reivindicarlo para bien: lo han producido en su Leopold Ranke, ese nato y clásico advocatus [abogado] de toda causa fortior [causa más fuerte], el más inteligente de todos los inteligentes «hombres objetivos».)

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Pero ya se me habrá comprendido: - ¿no es cierto que, tomadas las cosas en conjunto, hay bastante razón para que nosotros los psicólogos no podamos liberarnos hoy en día de una cierta desconfianza respecto a nosotros mismos?.. Probablemente también nosotros somos todavía «demasiado buenos» para nuestro oficio, probablemente también nosotros somos todavía las víctimas, el botín, los enfermos de ese moralizado gusto de la época, aunque nos consideramos también como despreciadores del mismo - ; probablemente también a nosotros nos infecta todavía ese gusto. ¿Contra qué ponía en guardia aquel diplomático cuando hablaba a sus congéneres? «¡Sobre todo, señores, desconfiemos de nuestros primeros movimientos!, decía, son buenos casi siempre...» También todo psicólogo debería hoy hablar así a sus congéneres... Y con esto volvemos a nuestro problema, el cual, en efecto, exige de nosotros cierto rigor, cierta desconfianza, en especial contra los «primeros movimientos». El ideal ascético al servicio de un propósito de desenfreno del sentimiento: - quien recuerde el tratado anterior podrá adivinar ya en lo esencial el contenido, condensado en esas doce palabras, de lo que ahora vamos a exponer. Sacar al alma humana de todos sus quicios, sumergirla en terrores, escalofríos, ardores y éxtasis, de modo que se desligue, como fulminantemente, de toda la pequeñez y mezquindad propias del desplacer, del letargo, del fastidio: ¿cuáles son los caminos que conducen a esa meta?  ¿Y cuáles son los más seguros?... En el fondo todos los grandes afectos, la cólera, el temor, la voluptuosidad, la venganza, la esperanza, el triunfo, la desesperación, la crueldad, son capaces de ello, presuponiendo que exploten de repente; y en realidad el sacerdote ascético ha tomado a su servicio, sin reparo alguno, a toda la jauría de perros salvajes que existen en el hombre, y unas veces deja libre a uno y otras a otro, siempre con la misma finalidad de despabilar al hombre de la lenta tristeza, de hacer huir, al menos temporalmente, su sordo dolor, su vacilante miseria, y eso lo hace siempre también bajo una interpretación y una «justificación» religiosa. Todo desenfreno sentimental de ese tipo se cobra su precio, como es obvio -pone más enfermo al enfermo-: y por esto esa especie de remedios del dolor es, juzgada con medida moderna, una especie «culpable». Sin embargo, tanto más tenemos que insistir, pues así lo exige la equidad, en que se la utilizó con buena conciencia, en que el sacerdote ascético la prescribió creyendo profundísimamente en la utilidad, más aún, en el carácter indispensable de la misma, - y, con bastante frecuencia, casi derrumbándose él mismo ante los ayes de dolor que él producía; digamos asimismo que las vehementes revanchas fisiológicas de tales excesos, e incluso acaso las perturbaciones espirituales, no contradicen propiamente en el fondo al sentido global de esa especie de medicación: pues, como antes mostramos, ésta no tendía a curar enfermedades, sino a combatir el desplacer de la depresión, a aliviarlo, a adormecerlo. Semejante meta se alcanzaba también así. El principal ardid que el sacerdote ascético se permitía para hacer resonar en el alma humana toda suerte de música arrebatadora y extática consistía -lo sabe todo el mundo- en aprovecharse del sentimienro de culpa. La procedencia del mismo la ha señalado brevemente el tratado anterior -como un fragmento de psicología animal, como nada más que eso: en él el sentimiento de culpa se nos presentó, por así decirlo, en estado bruto. Sólo en manos del sacerdote, ese auténtico artista en sentimientos de culpa, llegó a cobrar forma -¡oh, qué forma! El «pecado» -pues así habla la reinterpretación sacerdotal de la «mala conciencia» animal (de la crueldad vuelta hacia atrás)- ha sido hasta ahora el acontecimiento más grande en la historia del alma enferma: en el pecado tenemos la estratagema más peligrosa y más nefasta de la interpretación religiosa. El hombre, sufriendo de sí mismo de algún modo, en todo caso de un modo fisiológico, aproximadamente como un animal que está encerrado en una jaula, sin saber con claridad por qué y para qué, anhelante de encontrar razones -pues las razones alivian-, y anhelante también de encontrar remedios y narcóticos, termina por pedir consejo a alguien que conoce incluso lo oculto, y he aquí que recibe una indicación, recibe de su mago, del sacerdote ascético, la primera indicación acerca de la «causa» de su sufrimiento: debe buscarla dentro de si, en una culpa, en una parte del pasado, debe entender su propio sufrimiento como un estado de pena... El desventurado ha escuchado, ha comprendido: ahora le ocurre como a la gallina en torno a la cual se ha trazado una raya: no vuelve a salir de ese círculo de rayas: el enfermo se ha convertido en «el pecador... Y ahora no nos libramos del aspecto de ese nuevo enfermo, «el pecador», durante algunos milenios -¿nos libraremos alguna vez?-, mírese a donde se mire, en todas partes aparece la mirada hipnótica del pecador, que se mueve siempre en una sola dirección (en dirección a la «culpa», considerada como causalidad única del sufrimiento); en todas partes, la mala conciencia, esa bestia horrible [grewliche thier], para decirlo con palabras de Lutero; en todas partes, el pasado rumiado de nuevo, la acción tergiversada, los «malos ojos» para cualquier obrar; en todas partes, el querer-malentender el sufrimiento, convertido en contenido de la vida, el reinterpretar el sufrimiento como sentimientos de culpa, de temor, de castigo; en todas partes, las disciplinas, el cilicio, el cuerpo dejado morir de hambre, la contrición; en todas partes el pecador que se impone a sí mismo el suplicio de la rueda, la rueda cruel de una conciencia inquieta, enfermizamente libidinosa; en todas partes, el tormento rnudo, el temor extremo, la agonía del corazón martirizado, los espasmos de una felicidad desconocida, el grito que pide «redención». De hecho, con este sistema de procedimientos se consiguió superar de raíz la vieja depresión, la vieja pesadez Y la vieja fatiga; de nuevo la vida volvió a ser muy interesante: despierta, eternamente despierta, insomne, ardiente, carbonizada, extenuada, y, sin embargo, no cansada -así es como se conducía el hombre, «el pecador», iniciado en esos misterios. Ese viejo y gran mago en la lucha contra el desplacer, el sacerdote ascético -evidentemente había triunfado, su reino había llegado: la gente no se quejaba ya contra el dolor, sino que lo anhelaba. «¡Más dolor! ¡Más dolor!, así gritó durante siglos el anhelo de sus discípulos e iniciados. Todo desenfreno del sentimiento que causase daño, todo lo que quebrantaba, trastornaba, aplastaba, extasiaba, embelesaba, el misterio de las cámaras de tortura, la capacidad inventiva del mismo infierno -todo eso se hallaba ahora descubierto, adivinado, aprovechado, todo estaba al servicio de hechicero, todo sirvió en lo sucesivo a la victoria de su ideal, del ideal ascético... «Mi reino no es de este mundo» -seguía diciendo ahora igual que antes: ¿tenía realmente derecho a seguir hablando así?... Goethe afirmó que únicamente existen treinta y seis situaciones trágicas: esto permite adivinar, aunque no supiéramos ninguna otra cosa, que Goethe no fue un sacerdote ascético. Este - conoce un número mayor...

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Con respecto a toda esta especie de la medicación sacerdotal, la especie «culpable», está de más toda palabra de crítica. Que semejante desenfreno del sentimiento, tal como el sacerdote ascético acostumbró a prescribirlo en este caso a sus enfermos (bajo los nombres más santos, ya se entiende, y convencido además de la santidad de su finalidad), haya sido realmente útil a algún enfermo, ¿quién tendría gusto en sostener una afirmación así? Al menos habría que ponerse de acuerdo sobre la expresión «ser útil». Si con ella quiere decirse que tal sistema de tratamiento ha mejorado al hombre, entonces nada tengo que objetar: sólo añadir lo que para mí significa «mejorado» -lo mismo que «domesticado», «debilitado», «postrado», «refinado», «reblandecido», «castrado, (es decir, casi lo mismo que dañado...). Pero si se trata principalmente de enfermos contrariados, deprimidos, tal sistema pone al enfermo más enferrmo aun suponiendo que lo ponga «mejor»; pregúntese a los médicos de locos qué consecuencia trae siempre consigo una aplicación metódica de tormentos expiatorios, contriciones y espasmos de redención. Pregúntese asimismo a la historia: en todos los lugares en que el sacerdote ascético ha impuesto ese tratamiento a los enfermos, la condición enfermiza ha crecido siempre en profundidad y en extensión con una rapidez siniestra. ¿Cuál fue siempre el «éxito»? Un sistema nervioso destrozado, añadido a todo lo demás que ya estaba enfermo; y esto tanto en el más grande como en el más pequeño, tanto en el individuo como en las masas. Detrás del training [entrenamiento] de expiación y redención encontramos epidemias epilépticas enormes, las más grandes que la historia conoce, como las de los danzantes medievales de San Vito y San Juan]; encontramos, como otra forma de su influjo, parálisis terribles y depresiones duraderas, con las cuales a veces el temperamento de un pueblo o de una ciudad (Ginebra, Basilea) se transforma, de una vez para siempre, en lo contrario de lo que era; - a esto pertenece también la historia de las brujas, algo afín al sonambulismo (ocho grandes explosiones epidémicas de las mismas tan sólo entre 1564 y 1605); detrás del mencionado training encontramos asimismo aquellos delirios colectivos ansiosos de muerte, cuyo horrible grito evviva la morte [viva la muerte] se oyó por toda Europa, interrumpido unas veces por idiosincrasias voluptuosas y otras por idiosincrasias destructivas: y ese mismo cambio de afectos, con las mismas intermitencias y transformaciones súbitas, es observado todavía hoy en todos los lugares, en todo sitio en donde la doctrina ascética acerca del pecado obtiene una vez más un gran triunfo (la neurosis religiosa aparece como una forma del «ser malvado»: de ello no hay duda). ¿Qué es esa neurosis? Quaeritur [se pregunta]. Hablando a grandes rasgos, el ideal ascético y su culto sublimemente moral, esa ingeniosísima, despreocupadísima y peligrosísima sistematización de todos los medios del desenfreno del sentimiento bajo la protección de propósitos santos se ha inscrito de un modo terrible e inolvidable en la historia entera del hombre; y, por desgracia, no sólo en su historia... Yo no sabría señalar nada que haya dañado tan destructoramente como este ideal la salud y el vigor racial, sobre todo de los europeos; es lícito llamarlo, sin ninguna exageración, la auténtica fatalidad en la historia de la salud del hombre europeo. A lo sumo podría compararse con el influjo específicamente germánico: me refiero al envenenamiento alcohólico de Europa, que hasta hoy ha marchado rigurosamente al mismo paso que la preponderancia política y racial de los germanos ( - donde éstos inocularon su sangre, inocularon también sus vicios). - Como tercer elemento de la serie habría que mencionar la sífilis - magno sed proxima intervulo [a gran distancia, pero muy próxima].

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El sacerdote ascético ha corrompido la salud anímica en todos los sitios en que ha llegado a dominar, y, en consecuencia, ha corrompido también el gusto in artibus et litteris [en las artes y en las letras] - todavía continúa corrompiéndolo. «¿En consecuencia?, Espero que este «en consecuencia» se me conceda sencillamente; al menos no quiero ofrecer aqui su demostración. Un solo dato: se refiere al libro fundamental de la literatura cristiana, a su auténtico modelo, a su "libro en sí». Todavía en medio del esplendor greco-romano, que era también un esplendor de libros, a la vista de un mundo literario no marchitado ni arruinado aún, en una época en que todavía era posible leer algunos libros por cuya posesión daríamos hoy a cambio la mitad de literaturas enteras, la simpleza y la vanidad de agitadores cristianos-se les llama padres de la Iglesia- se atrevió ya a  decretar: «También nosotros tenemos nuestra literatura clásica, no necesitamos de de los griegos», - y al decirlo se apuntaba con orgullo a libros de leyendas, cartas de apóstoles y tratadillos
apologéticos, aproximadamente de la misma manera como hoy el «Ejército de Salvación» inglés lucha, con una literatura similar, contra Shakespeare y otros paganos». A mí no me gusta el Nuevo Testamento, ya se adivina; casi me desasosiega el encontrarme tan solo con mi gusto respecto a esa obra literaria estimadísima, sobreestimadísima (el gusto de dos milenios está contra mí): ¡pero qué remedio queda! «Aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa», - tengo el coraje de mi mal gusto. El Antiguo Testamento -sí, éste es algo completamente distinto: ¡todo mi respeto por el Antiguo Testamento! En él encuentro grandes hombres, un paisaje heroico y algo rarísimo en la tierra, la incomparable ingenuidad del corazón fuerte; más aún, encuentro un pueblo. En cambio, en el Nuevo, nada más que pequeños asuntos de sectas, nada más que rococó del alma, nada más que cosas adornadas con arabescos, angulosas, extrañas, mero aire de conventículo, sin olvidar un ocasional soplo de bucólica dulzura, que pertenece a la época (y a la provincia romana) y que no es tanto judío como helenistico. La humildad y la ampulosidad, estrechamente juntas; una locuacidad del sentimiento que casi ensordece; apasionamiento, pero no pasión; penosa mímica; aquí ha faltado evidentemente toda buena educación. ¡Cómo se puede dar, a los pequeños defectos propios, la importancia que les dan esos piadosos hombrecillos! Nadie se ocupa de aquéllos; y mucho menos Dios. Para terminar, todas estas pequeñas gentes de la provincia quieren tener incluso «la corona de la vida eterna»: ¿para qué?, ¿por qué?, no es posible llevar más lejos la inmodestia. Un Pedro «inmortal», ¿quién lo soportaría? Poseen una ambición que hace reír: esas gentes nos dan mascados sus asuntos más personales, sus necedades, tristezas y preocupaciones de ociosos, como si el en-sí-de-las-cosas estuviera obligado a preocuparse de ello, esas gentes no se cansan de mezclar a Dios incluso en los más pequeños pesares en que ellos están metidos. ¡Y ese permanente tutearse con Dios, de pésimo gusto!  ¡Esa judía, y no sólo judía, familiaridad de hocico y de pata con Dios!... Hay en el este de Asia pequeños y despreciados «pueblos paganos» de los que estos primeros cristianos podrían haber aprendido algo esencial, un poco de tacto del respeto; según atestiguan misioneros cristianos, aquellos pueblos no se permiten siquiera pronunciar el nombre de su Dios. Esto me parece una cosa bastante delicada; en verdad resulta demasiado delicada no sólo para «primeros» cristianos: para percibir el contraste, recuérdese, por ejemplo, a Lutero, «el más elocuente» e inmodesto campesino que Alemania ha dado, y el tono luterano, que era el que más le gustaba emplear precisamente en sus diálogos con Dios. La oposición de Lutero a los santos intermediarios de la Iglesia (en especial, al «papa, esa puerca del diablo,) era en su último fondo, no hay duda de ello, la oposición propia de un palurdo al que le fastidiaba la buena etiqueta de la Iglesia, aquella etiqueta de respeto del gusto hierático, que sólo a gentes más iniciadas y silenciosas permite entrar en el santo de los santos, y en cambio cierra el acceso a los palurdos. De una vez por todas, precisamente aquí no deben éstos hablar, - pero Lutero, el campesino, quería las cosas de un modo completamente distinto, aquello no le parecía bastante alemán: quería, ante todo, hablar directamente, hablar él, hablar «sin ceremonias» con su Dios... Y, desde luego, lo hizo. - El ideal ascético, ya se lo adivina, no fue nunca y en ningún lugar una escuela del buen gusto, menos aún de los buenos modales, - fue, en el mejor caso, una escuela de los modales hieráticos - : esto hace que encierre en sí algo mortalmente hostil a todos los buenos modales, - falta de moderación, aversión por la moderación, es incluso un non plus ultra.

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El ideal ascético ha corrompido no sólo la salud y el gusto, sino también una tercera, y una cuarta, y una quinta, y una sexta cosa -me guardaré de decir cuántas (¡cuándo acabaría!). Lo que aquí pretendo poner de manifiesto no es lo que ese ideal ha realizado, sino, más bien, única y exclusivamente lo que signifìca, lo que deja adivinar, lo que se oculta detrás de él, debajo de él, dentro de él, aquello de lo cual él es la expresión superficial, oscura, sobrecargada de interrogaciones y de malentendidos. El no escatimar a mis lectores una mirada a lo monstruoso de sus efectos, también de sus efectos funestos, he podido permitírmelo sólo en orden a esta finalidad: a saber, la de prepararlos para el último y más terrible aspecto que posee para mí la pregunta por el significado de aquel ideal. ¿Qué significa justamente el poder de ese ideal, lo monstruoso de su poder? ¿Por qué se le ha cedido terreno en esa medida?  ¿Por qué no se le ha opuesto más bien resistencia? El ideal ascético expresa una voluntad: ¿dónde está la voluntad contraria, en la que se expresaria un ideal contrario? El ideal ascético tiene una meta,- y ésta es lo suficientemente universal como para que, comparados con ella, todos los demás intereses de la existencia humana parezcan mezquinos y estrechos; épocas, pueblos, hombres, interprétalos implacablemente el ideal ascético en dirección a esa única meta, no permite ninguna otra interpretación, ninguna otra meta, rechaza, niega, afirma, corrobora únicamente en el sentido de su interpretación (- ¿y  ha existido alguna vez un sistema de interpretación más pensado hasta el final?; no se somete a ningún poder, sino que cree en su primacia sobre todo otro poder, en su incondicional distancia de rango con respecto a todo otro poder, - cree que no existe en la tierra ningún poder que no tenga que recibir de él un sentido, un derecho a existir, un valor, como instrurnento para su obra, como vía y como medio para su meta, para una única meta... ¿Dónde está el antagonista de este compacto sistema de voluntad, meta e interpretación? ¿Por qué falta el antagonista?... ¿dónde se encuentra la otra única meta»?... Se me dice que no falta, que no sólo ha luchado largo tiempo con éxito contra aquel ideal, sino que incluso, en todos los asuntos principales, se ha enseñoreado ya de él: testimonio de ello sería toda nuestra ciencia modernal - esa ciencia moderna que, por ser una auténtica filosofía de la realidad, evidentemente no cree más que en sí misma, evidentemente tiene el coraje de ser ella misma, la voluntad de ser ella misma, y hasta ahora se las ha arreglado bastante bien sin Dios, sin el más allá, sin virtudes negadoras. Ahora bien, ese ruido y esa locuacidad de agitadores no me producen ninguna impresión: esos trompeteros de la realidad son malos músicos, sus voces no ascienden desde lo profundo de un modo suficientemente perceptible, en ellos no habla el abismo de la conciencia científica -pues un abismo es hoy la conciencia científica-, en los hocicos de tales trompeteros el vocablo «ciencia» es sencillamente una impudicia, un abuso, una desvergüenza. La verdad es cabalmente lo contrario de lo que aquí se afirma: la ciencia no tiene hoy sencillamente ninguna fe en sí misma, y mucho menos un ideal por encima de sí, - y allí donde aún es pasión, amor, fervor, sufrimiento, no representa lo contrario de aquel ideal ascético, sino más bien la forma más reciente y más noble del mismo. ¿Os suena extraño esto?... Es cierto que también entre los doctos de hoy hay bastante pueblo honrado y modesto de obreros, el cual se complace en su pequeño rincón, y que, por el hecho de complacerse en él, a veces eleva un poco inmodestamente la voz, diciendo que hoy debemos estar contentos en general, sobre todo en la ciencia, - pues precisamente en ella hay tantas cosas útiles que hacer. No objeto nada; y lo que menos quisiera yo es estropearles a esos honestos obreros su placer en el oficio: pues yo me alegro de su trabajo. Pero el hecho de que ahora se trabaje con rigor en la ciencia y de que existan trabajadores satisfechos no demuestra en modo alguno que la ciencia en su conjunto posea hoy una meta, una voluntad, un ideal, una pasión propia de la gran fe. Como hemos dicho, ocurre lo contrario: allí donde la ciencia no es la más reciente forma de aparición del ideal ascético, - son casos demasiado raros, nobles y escogidos como para que el juicio general pudiera ser torcido por ellos-, la ciencia es hoy un escondrijo para toda especie de mal humor, incredulidad, gusano roedor, despectio sui  [desprecio de si], mala conciencia, - es el desasosiego propio de la ausencia de un ideal, el sufrimiento por la falta del gran amor, la insuficiencia de una sobriedad involuntaria. ¡Oh, cuántas cosas no oculta hoy la ciencia! ¡Cuántas debe al menos ocultar! La capacidad de nuestros mejores estudiosos, su irreflexiva laboriosidad, su cerebro en ebullición día y noche, incluso su maestría en el oficio - ¡con cuanta frecuencia ocurre que el auténtico sentido de todo eso consiste en cegarse a sí mismo los ojos para no ver algo! La ciencia como medio de aturdirse a sí mismo: ¿conocéis esto?... A veces con una palabra inofensiva herimos a los doctos hasta el tuétano -todo el que trata con ellos lo ha experimentado-, indisponemos contra nosotros a nuestros amigos doctos en el instante en que pensamos honrarlos, los sacamos de sus casillas meramente porque fuimos demasiado burdos para adivinar con quién estamos tratando en realidad, con seres que sufren y que no quieren confesarse a sí mismos lo que son, con seres aturdidos e irreflexivos que no temen más que una sola cosa: llegar a cobrar conciencia...

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- Y ahora examinemos, en cambio, aquellos casos, más raros, de que he hablado, los últimos idealistas que hoy existen entre filósofos y doctos:¿tenemos en ellos tal vez los buscados adversarios del ideal ascético, los antiidealistas de éste? De hecho se creen tales, esos «incrédulos» (pues todos ellos lo son); parece que su último resto de fe consiste justo en esto, en ser adversarios de ese ideal, tan serios son en este punto, tan apasionados se vuelven precisamente aquí sus gestos y sus palabras: - ¿ya por esto ha de ser verdadero lo que ellos creen?... Nosotros «los que conocemos» nos hemos vuelto con el tiempo desconfiados frente a toda especie de creyentes; nuestra desconfianza nos ha ejercitado poco a poco en sacar conclusiones opuestas a las que en otro tiempo se sacaban: es decir, en inferir, en todos aquellos sitios en que la fortaleza de una fe aparece mucho en el primer plano, que hay allí una cierta debilidad de la demostrabilidad, incluso una inverosimilitud de lo creído. Tampoco nosotros negamos que la fe otorga la bienaventuranza: cabalmente por esto negamos que la fe demuestre algo, - una fe robusta, que otorga la bienaventuranza, es una sospecha contra aquello en lo que cree) no es prueba de «verdad», es prueba de una cierta verosimilitud -de la ilusión. ¿Qué ocurre hoy en este caso? - Estos actuales negadores y apartadizos, estos incondicionales en una sola cosa, en la exigencia de limpieza intelectual, estos espíritus duros, severos, abstinentes, heroicos, que constituyen la honra de nuestra época, todos estos pálidos ateístas, anticristos, inmoralistas, nihilistas, estos escépticos, efécticos, hécticos de espíritu (esto último lo son todos ellos, en algún sentido), estos últimos idealistas del conocimiento, únicos en los cuales se alberga y se ha encarnado la conciencia intelectual, - de hecho se creen sumamente desligados del ideal ascético, estos «espíritus libres, muy libres»: y, sin embargo, voy a descubrirles lo que ellos mismos no pueden ver-pues están demasiado cerca-: aquel ideal es precisamente también su ideal, ellos mismos, y acaso nadie más, lo representan hoy, ellos mismos son su más espiritualizado engendro, su más avanzada tropa de guerreros y exploradores, su más insidiosa, delicada, inaprensible forma de seducción: - ¡si en algo soy yo descifrador de enigmas, quiero serlo con esta afirmación!. Se hallan muy lejos de ser espíritus libres: pues creen todavía en la verdad... Cuando los cruzados cristianos tropezaron en Oriente con aquella invencible Orden de los Asesinos, con aquella Orden de espíritus libres par excellence, cuyos grados ínfimos vivían en una obediencia que no ha sido alcanzada por ninguna Orden monástica, recibieron también, por alguna vía, una indicación acerca de aquel símbolo y aquella frase-escudo, reservada sólo a los grades sumos, como su secretum: «Nada es verdadero, todo está permitido...» Pues bien, esto era libertad de espíritu, con ello se dejaba de creer en la verdad misma... ¿Se ha extraviado ya alguna vez un espíritu libre europeo, cristiano, en esa frase y en sus laberínticas consecuencias? ¿Conoce por experiencia el Minotauro de ese infierno?... Dudo de ello, más aún, sé algo distinto: - nada es más extraño a estos incondicionales de una sola cosa, a estos así llamados «espíritus libres», que la libertad y la liberación en aquel sentido, en ningún otro aspecto están más firmemente atados, justo en la fe en la verdad están firmes e incondicionales como ningún otro. Yo conozco todo esto tal vez desde demasiado cerca: aquella loable continencia de filósofos a la que tal fe obliga, aquel estoicismo del intelecto que acaba por prohibirse tan rigurosamente el no como el sí, aquel querer-detenerse ante lo real, ante el factum brutum [hecho bruto], aquel fatalismo de los petits fàits [hechos pequeños] (ce petit faitalisme, como yo lo llamo), en el cual la ciencia francesa busca ahora una especie de primacía moral sobre la alemana, aquel renunciar del todo a la interpretación (al violentar, reajustar, recortar, omitir, rellenar, imaginar, falsear, y a todo lo demás que pertenece a la esencia del interpretar) -esto es, hablando a grandes rasgos, expresión tanto de un ascetismo de la virtud como de una negación de la sensualidad (en el fondo, es sólo un modus de esa negación). Pero lo que fuerza a esto, aquella incondicional voluntad de verdad, es la fe en el ideal ascético mismo, si bien en la forma de su imperativo inconsciente, no nos engañemos sobre esto, -es la fe en un valor metafísico en un valor en sí de la verdad, tal como sólo en aquel ideal se encuentra garantizado y confirmado (subsiste y desaparece juntamente con él). No existe, juzgando con rigor, una ciencia «libre de supuestos», el pensamiento de tal ciencia es impensable, es paralógico: siempre tiene que haber allí una filosofía, una «fe», para que de ésta extraiga la ciencia una dirección, un sentido, un límite, un método, un derecho a existir. (Quien lo entiende al revés, quien, por ejempio, se dispone a asentar la filosofía «sobre una base rigurosamente científica», necesita primero, para ello, poner cabeza abajo no sólo la filosofía, sino también la misma verdad: ¡la peor ofensa al decoro que puede cometerse con dos damas tan respetables!) Sí, no hay duda -y aquí dejo hablar a mi Gaya ciencia, véase el libro quinto pág. 263 -«el hombre veraz, en aquel temerario y último sentido que la fe en la ciencia presupone, afirma con ello otro mundo distinto del de la vida, de la naturaleza y de la historia; y en la medida en que afirma ese 'otro mundo', ¿cómo?, ¿no tiene que negar, precisamente por ello, su opuesto, este mundo, nuestro mundo?... Nuestra fe en la ciencia reposa siempre sobre una fe metafísica -tambien nosotros los actuales hombres del conocimiento, nosotros los ateos y antimetafísicos, también nosotros extraemos nuestro fuego de aquella hoguera encendida por una fe milenaria, por aquella fe cristiana que fue también la fe de Platón, la creencia de que Dios es la verdad, de que la verdad es divina... ¿Pero cómo es esto posible, si precisamente tal cosa se vuelve cada vez más increíble, si ya no hay nada que se revele como divino, salvo el error, la ceguera, la mentira, - si Dios mismo se revela como nuestra más larga mentira?» - En este punto es necesario detenerse y reflexionar largamente. La ciencia misma necesita en adelante una justificación (con lo cual no se ha dicho en absoluto que exista una justificación para ella). Examínense, con respecto a esta cuestión, las filosofías más antiguas y las más recientes: falta en todas ellas una conciencia de hasta qué punto la misma voluntad de verdad necesita una justificación, hay aquí una laguna en toda filosofía -¿a qué se debe? A que el ideal ascético ha sido hasta ahora dueño de toda filosofía, a que la verdad misma fue puesta como ser, como Dios, como instancia suprema, a que a la verdad no le fue lícito en absoluto ser problema. ¿Se entiende este «fue lícito»? - Desde el instante en que la fe en Dios del ideal ascético es negada, hay también un nuevo problema: el del valor de la verdad. - La voluntad de verdad necesita una crítica -con esto definimos nuestra propia tarea-, el valor de la verdad debe ser puesto en entredicho alguna vez, por vía experimental... (A quien esto le parezca demasiado sucinto se le recomienda volver a leer el apartado de La Gaya ciencia  titulado: «En qué medida somos nosotros todavía piadosos», y, mucho mejor aún, el libro quinto entero de la mencionada obra, así como el prólogo a Aurora.)

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¡No! No se me venga con la ciencia cuando yo busco el antagonista natural del ideal ascético, cuando pregunto:«¿dónde está la voluntad opuesta, en la que se exprese su ideal opuesto?» Ni de lejos se apoya en sí misma la ciencia lo suficiente como para poder ser esto, ella necesita primero, en todos los sentidos, un ideal del valor, un poder creador de valores, al servicio del cual le es lícito a ella creer en sí misma, - ella como tal no es nunca creadora de valores. Su relación con el ideal ascético no es ya en sí, de ningún modo, una relación antagonística; incluso representa más bien, en lo principal, la fuerza propulsora en la configuración interna de aquél. Su contradicción y su lucha, examinadas de modo más sutil, no apuntan de ningún modo al ideal mismo, sino sólo a las avanzadas de éste, a su disfraz, a su juego de máscaras, a sus ocasionales endurecimiento, desecación, dogmatización -la ciencia devuelve la libertad a la vida que hay en el ideal ascético, negando lo exotérico en él. Ambos, ciencia e ideal ascético, se apoyan, en efecto, sobre el mismo terreno -ya di a entender esto-: a saber, sobre la misma fe en la inestimabilidad, incriticabilidad de la verdad, y por esto mismo son necesariamente aliados, - de modo que, en el supuesto de que se los combata, no se los puede combatir y poner en entredicho nunca más que de manera conjunta. Una apreciación del valor del ideal ascético trae consigo inevitablemente también una apreciación del valor de la ciencia: ¡ábranse los ojos y agúcense los oídos para percibir tal cosa en todos los tiempos! (El arte, dicho sea de manera anticipada, pues alguna vez volveré sobre el tema con más detenimiento, -el arte, en el cual precisamente la mentira se santifica, y la voluntad de engaño tiene a su favor la buena conciencia, se opone al ideal ascético mucho más radicalmente que la ciencia: así lo advirtió el instinto de Platón, el más grande enemigo del arte producido hasta ahora por Europa. Platón contra Homero: éste es el antagonismo total, genuino - de un lado el «allendista» con la mejor voluntad, el gran calumniador de la vida, de otro el involuntario divinizador de ésta, la áurea naturaleza. Una sujeción del artista al servicio del ideal ascético es por ello la más propia corrupción de aquel que pueda haber, y, por desgracia, una de las más frecuentes: pues nada es más corruptible que un artista.) También consideradas las cosas desde un punto de vista fisiológico descansa la ciencia sobre el mismo terreno que el ideal ascético: un cierto empobrecimiento de la vida constituye, tanto en un caso como en otro, su presupuesto, - los afectos enfriados, el tempo retardado, la dialéctica ocupando el lugar del instinto, la seriedad grabada en los rostros y los gestos (la seriedad, ese inequívoco indicio de un metabolismo más trabajoso, de una vida que lucha, que trabaja con más dificultad). Examinense las épocas de un pueblo en las que el hombre docto aparece en el primer plano: son épocas de cansancio, a menudo de crepúsculo, de decadencia, -la fuerza desbordante, la certeza vital, la certeza de futuro, han desaparecido. La preponderancia del mandarín no significa nunca algo bueno: como tampoco la aparición de la democracia, de los arbitrajes de paz en lugar de las guerras, de la igualdad de derechos de las mujeres, de la religión de la compasión y de todos los demás síntomas que hay de la vida declinante. (La ciencia concebida como problema; ¿qué significa ciencia? -véase sobre esto el prólogo a El nacimiento de la tragedia)  - ¡No!, esta «ciencia moderna» -¡basta abrir los ojos!- es por el momento la mayor aliada del ideal ascético, ¡y lo es justo por ser la ciencia más inconsciente, más involuntaria, más secreta y más subterránea! Hasta ahora han jugado un mismo juego los «pobres de espíritu» y los adversarios científicos de aquel ideal (guardémonos de pensar, dicho sea de paso, que éstos sean la antítesis de aquéllos, algo así como los ricos de espíritu: -no lo son, yo los he denominado hécticos del espíritu). Esas famosas victorias de los últimos: indudablemente son victorias, - ¿pero sobre qué? El ideal ascético no fue vencido de ningún modo en ellas, antes bien se volvió más fuerte, es decir, más inaprensible, más espiritual, más capcioso, por el hecho de que, una y otra vez, la ciencia eliminó, derribó sin compasión un muro, un bastión que se había adosado a aquél y que había vuelto más grosero su aspecto. ¿Se piensa en serio que, por ejemplo, la derrota de la astronomía teológica fue una derrota de tal ideal?... ¿Es que acaso el hombre se ha vuelto menos necesitado de una solución allendista de su enigma del existir, por el hecho de que, a partir de entonces, ese existir aparezca ahora más gratuito aún, más arrinconado, más superfluo en el orden visible de las cosas?   ¿No se encuentra en un indetenible avance, a partir de Copérnico, precisamente el autoempequeñecimiento del hombre, su voluntad de autoempequeñecimiento? Ay, ha desaparecido la fe en la dignidad, singularidad, insustituibilidad humanas dentro de la escala jerárquica de los seres, - el hombre se ha convertido en un animal, animal sin metáforas, restricciones ni reservas, él, que en su fe anterior era casi Dios («hijo de Dios», «hombre Dios»)... A partir de Copérnico el hombre parece haber caído en un plano inclinado, - rueda cada vez más rápido, alejándose del punto central - ¿hacia dónde?, ¿hacia la nada?, ¿hacia el «horadante sentimiento de su nada»?... ¡Bien!, éste precisamente sería el camino derecho -¿hacia el antiguo ideal?... Toda ciencia (y no sólo la astronomía, sobre cuyo humillante y degradador influjo hizo Kant una notable confesión, «ella aniquila mi importancia...»), toda ciencia, tanto la natural como la innatural -así llamo yo a la autocrítica del conocimiento- tiende hoy a disuadir al hombre del aprecio en que hasta ahora se tenía a sí mismo, como si tal aprecio no hubiera sido otra cosa que una extravagante presunción; incluso podría decirse que la ciencia pone su propio orgullo, su propia áspera forma de ataraxia estoica en mantener en pie en sí misma ese difícilmente conseguido autodesprecio del hombre, como su última y más seria reivindicación de aprecio (con razón, de hecho: pues quien desprecia es siempre todavía alguien que «no ha olvidado el apreciar...»). ¿Se trabaja en verdad así en contra del ideal ascético?  ¿Acaso se piensa aún, con toda seriedad (como se imaginaron algún tiempo los teólogos), que, por ejemplo, la victoria de Kant sobre la dogmática de los conceptos teológicos («Dios», «alma», «libertad», «inmortalidad») ha demolido aquel ideal? -a este respecto nada debe importarnos por el momento si Kant mismo tuvo siquiera el propósito de hacer algo de ese tipo. Lo cierto es que, a partir de Kant, los trascendentalistas de toda especie han tenido de nuevo ganada la partida, -se han emancipado de los teólogos: ¡qué felicidad! -Kant les ha descubierto un camino secreto en el que ahora les es lícito entregarse, con sus propios medios y con el mejor decoro científico, a los «deseos de su corazón». Asimismo: ¿quién podría tomar a mal ya a los agnósticos el que éstos, en cuanto veneradores de lo desconocido y misterioso en sí, adoren ahora como Dios el signo mismo de interrogación? (Xaver Doudan habla en una ocasión de los ravages [estragos] producidos por l'habitude d'admirer l'inintelligible au lieu de rester tout simplement dans l'inconnu [el hábito de admirar lo ininteligible en lugar de quedarse simplemente en lo desconocido]; él piensa que los antiguos habrían prescindido de ello). Suponiendo que nada de lo que el hombre «conoce» satisfaga sus deseos, sino que más bìen los contradiga y espante, ¡qué divina escapatoria el que sea lícito buscar la culpa de ello no en el «desear», sino en el «conocer»!... «No existe ningún conocer: en consecuencia - existe Dios»: ¡qué nueva elegantia syllogismi [elegancia del silogismo], ¡qué triunfo del ideal ascético! -

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-¿O es que acaso la historiografía moderna, en su totalidad, ha mostrado una actitud más cierta de vida, más cierta de ideal? Su pretensión más noble se reduce hoy a ser espejo: rechaza toda teleología; ya no quiere «demostrar» nada: desdeña el desempeñar el papel de juez, y tiene en ello su buen gusto, - ni afirma ni niega, hace constar, «describe»... Todo esto es ascético en alto grado; pero a la vez es, en un grado más alto todavía, nihilista, ¡no nos enganemos sobre este punto! Vemos una mirada triste, dura, pero resuelta, - un ojo que mira a lo lejos, como mira a lo lejos un viajero del Polo Norte que se ha quedado aislado (¿tal vez para no mirar adentro?, ¿tal vez para no mirar atrás?...) Aquí hay nieve, aquí la vida ha enmudecido; las últimas cornejas cuya voz aquí se oye dicen: «¿Para qué?» «¡En vano!», «¡Nada!» - aquí ya no florece ni crece nada, a lo sumo metapolítica petersburguesa y «compasión» tolstoiana. Mas en lo que se refiere a esa otra especie de historiadores, una especie acaso «más moderna» aún, una especie gozadora, voluptuosa, que coquetea tanto con la vida como con el ideal ascético, que usa como guante la palabra «artista» y que hoy monopoliza totalmente la loa de la contemplación: ¡oh, qué sed tan grande de ascetas y de paisajes invernales provocan esos dulces ingeniosos! ¡No! ¡Que el diablo se lleve a ese pueblo «contemplativo»! ¡Prefiero con mucho caminar junto con aquellos nihilistas históricos a través de las más sombrías, grises y frías brumas! -más aún, en el supuesto de que tuviera que elegir, no me habría de importar prestar oídos incluso a alguien del todo y en verdad ahistórico, antihistórico (como ese Dühring, con cuyos acentos se embriaga, en la Alemania actual, una especie hasta hoy todavía tímida, todavía inconfesada de «almas bellas», la species anarchistica dentro del proletariado culto). Cien veces peores son los «contemplativos»-:¡yo no conozco nada que me cause más náusea que una de esas poltronas «objetivas, que uno de esos perfumados gozadores de la historia, medio curas, medio sátiros, parfum Renan, los cuales delatan ya, con el falsete agudo de su aplauso, qué es lo que les falta, en qué lugar les falta, en qué sitio ha manejado en este caso la Parca su cruel tijera, de un modo, ¡ay!, demasiado quirúrgico! Esto subleva mi gusto y también mi paciencia: conserve su paciencia ante tales visiones quien nada tenga que perder con ella, -a mí tal visión me exaspera, esos «espectadores» me enfurecen contra el «espectáculo» más aún que éste (la historia misma, entiéndaseme), sin querer me vienen a la mente, al contemplarlo, bromas anacreónticas. La naturaleza que dio al toro sus cuernos y al león el Xasm' odónton [abertura de los dientes], ¿para qué me dio a mí el pie?... Para pisotear, ¡por San Anacreonte!, y no sólo para huir: ¡para pisotear las poltronas apolilladas, la contemplación cobarde, el lascivo eunuquismo ante la historia, el coqueteo con ideales ascéticos, la tartufería de justicia, usada por la impotencia! ¡Todo mi respeto para el ideal ascético, en la medida en que sea honesto, ¡mientras crea en sí mismo y no nos dé el chasco! Pero no soporto a todas esas chinches coquetas, cuya ambición es insaciable en punto a oler a infinito, hasta que por fin lo infinito acaba por oler a chinches; no soporto los sepulcros blanqueados que parodian la vida; no soporto a los fatigados y acabados que se envuelven en sabiduría y miran «objetivamente»; no soporto a los agitadores ataviados de héroes, que colocan el manto de invisibilidad del ideal en torno a ese manojo de paja que es su cabeza; no soporto a los artistas ambiciosos, que quisieran representar el papel de ascetas y de sacerdotes y que no son en el fondo más que trágicos bufones; tampoco soporto a ésos, a los recentísimos especuladores en idealismo, a los antisemitas, que hoy entornan sus ojos a la manera del hombre de bien cristiano-ario y que intentan excitar todos los elementos de animal cornudo propios del pueblo mediante un abuso, que acaba con toda paciencia, del medio más barato de agitación, la afectación moral (- el hecho de que en la Alemania actual no deje de obtener éxito toda especie de espíritus fraudulentos es algo que guarda relación con el deterioro poco a poco innegable y ya palpable del espíritu alemán, cuya causa yo la busco en una alimentación compuesta, con demasiada exclusividad, de periódicos, política, cervezas y música de Wagner, a lo que hay que añadir lo que constituye el presupuesto de esa dieta: primero, la clausura y la vanidad nacionales, el fuerte, pero angosto principio de Deutschland, Deutschland über Alles [Alemania, Alemania sobre todo], y después la paralysis agitans de las «ideas modernas»). Hoy Europa es rica e ingeniosa, sobre todo en punto a inventar estimulantes; parece que ninguna otra cosa necesita más que los estimulantes», que el aguardiente: de aquí viene también la gigantesca falsificación en ideales, esos máximos aguardientes del espíritu, y asimismo el aire repugnante, maloliente, falaz y seudoalcohólico que se extiende por todas partes. Quisiera saber cuántos cargamentos de idealismo imitado, de atavíos de héroes y cencerreante hojalata de grandes palabras, cuántas toneladas de compasión azucarada y alcohólica (razón social: la religión de la souffrance [la religión del sufrimiento] cuántas patas de palo de «noble indignación», para ayuda de los pies-planos del espíritu; cuántos comediantes del ideal moral-cristiano sería necesario exportar hoy fuera de Europa, para que de nuevo su aire volviese a tener un olor más limpio... Es evidente que esa superproducción abre una nueva posibilidad de comercio; es evidente que se puede hacer un nuevo «negocio» con pequeños ídolos del ideal y con los «idealistas» correspondientes -no se pase por alto esta clara alusión. ¿Quién tiene suficientes ánimos para ello? - ¡en nuestras manos está el «idealizar» la tierra entera!... Mas qué digo ánimos, aquí hace falta una sola cosa, precisamente la mano, una mano sin prevenciones, completamente libre de prevenciones...

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- ¡Basta! ¡Basta! Dejemos estas curiosidades y complejidades del espíritu más moderno, en las que hay igual número de cosas de que reír y de que enfadarse. Precisamente nuestro problema, el problema del significado del ideal ascético, puede prescindir de ellas. - ¡Qué tiene él que ver con el ayer y con el hoy! Esas cosas las abordaré con mayor profundidad y dureza en otro contexto (bajo el título Historia del nihilismo europeo; remito para ello a una obra que estoy preparando: La voluntad de poder. Ensayo de una transvaloración de todos los valores). Lo único que me interesa haber señalado aquí es esto: incluso en la esfera más espiritual el ideal ascético continúa teniendo por el momento una sola especie de verdaderos enemigos y damnificadores: los comediantes de ese ideal, - pues provocan desconfianza. En todos los demás lugares en que el espíritu trabaja hoy con rigor, con energía y sin falsedades, se abstiene ahora en todos ellos por completo del ideal -la expresión popular de esa abstinencia es «ateísmo»: descontada su voluntud de verdad. Pero esta voluntad, este resto de ideal, es, si se quiere creerme, aquel ideal mismo en su formulación más rigurosa, más espiritual, aquel ideal vuelto total y completamente exotérico, despojado de todo aparejo exterior, y, en consecuencia, no es tanto el resto de aquel ideal cuanto su núcleo. El ateísmo incondicional y sincero (- y su aire es lo único que respiramos nosotros, los hombres más espirituales de esta época) no se encuentra, según esto, en contraposición a aquel ideal, como a primera vista parece; antes bien, es tan sólo una de sus últimas fases de desarrollo, una de sus formas finales y de sus consecuencias lógicas internas, - es la catástrofe, que impone respeto, de una bimilenaria educación para la verdad, educación que, al final, se prohíbe a si misma la mentira que hay en el creer en Dios. (Este mismo proceso evolutivo se ha dado en la India, con total independencia, y, por tanto, demuestra algo: el mismo ideal forzando a la misma conclusión; el punto decisivo alcanzado cinco siglos antes de la era europea, con Buda, o, más exactamente: ya con la filosofía sankhya que luego Buda popularizó y convirtió en religión.) ¿Qué es aquello que, si preguntamos con todo rigor, ha alcanzado propiamente la victoria sobre el Dios cristiano? La respuesta se encuentra en mi libro La Gaya ciencia: «La moralidad cristiana misma, el concepto de veracidad tomado en un sentido cada vez más riguroso, la sutilidad, propia de padres confesores, de la conciencia cristiana, traducida y sublimada en conciencia científica, en limpieza intelectual a cualquier precio. Considerar la naturaleza como si fuera una prueba de la bondad y de la protección de un Dios; interpretar la historia a honra de la razón divina, como permanente testimonio de un orden ético del mundo y de intenciones éticas últimas; interpretar las propias vivencias cual las han venido interpretando desde hace tanto tiempo los hombres piadosos, como si todo fuera una disposición, todo fuese un signo, todo estuviese pensado y dispuesto para la salvación del alma: ahora esto ha pasado ya, tiene en contra suya la conciencia, todos los espíritus más finos consideran esto indecoroso, deshonesto, lo consideran mentira, feminismo, debilidad, cobardía, -y precisamente en virtud de este rigor somos, si lo somos en virtud de algo, buenos europeos y herederos de la autosuperación más prolongada y más valerosa de Europa...» Todas las grandes cosas perecen a sus propias manos, por un acto de autosupresión: así lo quiere la ley de la vida, la ley de la «autosuperación» necesaria que existe en la esencia de la vida, - en el último momento siempre se le dice al legislador mismo: patere legem, quam ipse tulisti [sufre la ley que tú mismo promulgaste]. Así es como pereció el cristianismo, en cuanto dogma, a manos de su propia moral; y así es como ahora también el cristianismo en cuanto moral tiene que perecer, - nosotros nos encontramos en el umbral de este acontecimiento. Después de que la veracidad cristiana ha sacado una tras otra sus conclusiones, saca al final su conclusión más fuerte, su conclusión contra sí misma; y esto sucede cuando plantea la pregunta «¿qué signiflca toda voluntad de verdad?»... Y aquí toco yo de nuevo mi problema, nuestro problema, amigos míos desconocidos ( - pues todavía no sé de ningún amigo): ¿qué sentido tendría nuestro ser todo, a no ser el de que en nosotros aquella voluntad de verdad cobre conciencia de sí misma como problema?... Este hecho de que la voluntad de verdad cobre consciencia de sí hace perecer de ahora en adelante -no cabe ninguna duda- la moral: ese gran espectáculo en cien actos, que permanece reservado a los dos próximos siglos de Europa, el más terrible, el más problemático, y acaso también el más esperanzador de todos los espectáculos...

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Si prescindimos del ideal ascético, entonces el hombre, el animal hombre, no ha tenido hasta ahora ningún sentido. Su existencia sobre la tierra no ha albergado ninguna meta; «¿para qué en absoluto el hombre?» -ha sido una pregunta sin respuesta; faltaba la voluntad de hombre y de tierra; ¡detrás de todo gran destino humano resonaba como estribillo un «en vano» todavía más fuerte! Pues justamente esto es lo que signifìca el ideal ascético: que algo faltaba, que un vacío inmenso rodeaba al hombre, - éste no sabía justificarse, explicarse, afirmarse a sí mismo, sufría del problema de su sentido. Sufría también por otras causas, en lo principal era un animal enfermizo: pero su problema no era el sufrimiento mismo, sino el que faltase la respuesta al grito de la pregunta: «¿para qué sufrir?» El hombre, el animal más valiente y más acostumbrado a sufrir, no niega en sí el sufrimiento: lo quiere, lo busca incluso, presuponiendo que se le muestre un sentido del mismo, un para-esto del sufrimiento. La falta de sentido del sufrimiento, y no este mismo, era la maldición que hasta ahora yacía extendida sobre la humanidad, - ¡y el ideal ascético ofreció a ésta un sentido! Fue hasta ahora el único sentido; algún sentido es mejor que ningún sentido; el ideal ascético ha sido, en todos los aspectos, el faute de mieux [mal menor] par excellence habido hasta el momento.En él el sufrimiento aparecía interpretado; el inmenso vacío parecía colmado; la puerta se cerraba ante todo nihilismo suicida. La interpretación -no cabe dudarlo- traía consigo un nuevo sufrimiento, más profundo, más íntimo, más venenoso, más devorador de vida: situaba todo sufrimiento en la perspectiva de la culpa... Mas, a pesar de todo ello, - el hombre quedaba así salvado, tenía un sentido, en adelante no era ya como una hoja al viento, como una pelota del absurdo, del «sin-sentido», ahora podia querer algo, por el momento era indiferente lo que quisiera, para qué lo quisiera y con qué lo quisiera: la voluntad rnisrna estaba salvada. No podemos ocultarnos a fin de cuentas qué es lo que expresa propiamente todo aquel querer que recibió su orientación del ideal ascético: ese odio contra lo humano, más aún, contra lo animal, más aún, contra lo material, esa repugnancia ante los sentidos, ante la razón misma, el miedo a la felicidad y a la belleza, ese anhelo de apartarse de toda apariencia, cambio, devenir, muerte, deseo, anhelo mismo -todo eso significa, atrevámonos a comprenderlo, una voluntad de la nada, una aversión contra la vida, un rechazo de los presupuestos más fundamentales de la vida, pero es, y no deja de ser, una voluntad.. Y repitiendo al final lo que dije al principio: el hombre prefiere querer la nada a no querer...


Inicio
Presentación















 

ZARATHUSTRA:
Véase
Asi habló Zarathustra. No se olvide lo que Nietzsche mismo dice antes en el prólogo, a saber, que todo este tratado es una «interpretación de este aforismo.


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HAFIS:
Hafis, «El que sabe de memoria el Corán, poeta persa, hacia 1319- 1390, autor del Diván,  y uno de los inspiradores del Diván de Occidente y  Oriente de Goethe; muy conocido a través de este en Alemania. También se ha dicho que es uno de los inspiradores de Nietzsche en lo referente al eterno retorno.


Tratado3















IMPORTANCIA DE LOS CERDOS:
En Nietzsche contra Wagner, en el capitulo titulado Wagner como apóstol de la castidad, se repite con ligeras variantes la segunda parte de este número (desde «Pues entre castidad y sensualidad...»).


Tratado3















FEUERBACH:
L. Feuerbach (1804-1872), uno de los prirneros pensadores en que se manifiesta la tendencia materialista alemana del siglo xix. Sus principales contribuciones corresponden al campo de la fìlosofia de la religión, que él interpreta como sueño del espiritu humano. Su influencia sobre Wagner fue decisiva para éste (no se olvide que el importante escrito wagneriano La obra de arte del futuro está dedicado a Feuerbach). A esta influencia, que afirmaba la fuerza y la sensualidad vitales, se contrapuso más tarde el infujo de Schopenhauer, negador de aquéllas.


Tratado3















ENSEÑANZA DE LO OPUESTO:
También este párrafo, desde el comienzo hasta aqui, se repite con ligeras variantes en Nietzsche contra Wagner. Véase antes nota 69.


Tratado3















LA SANGRE DEL REDENTOR:
Aparte de las innumerables referencias a la santa sangre» y a la sangre del Salvador, que aparecen en la ópera Parsifal, así como en otros escritos de Wagner, este mismo habia hablado personalmente del tema a Nietzsche durante la última conversación mantenida por ellos en Sorrento, en el otoño de 1876. He aqui cómo se refiere Nietzsche a la misma: «El [Wagner] comenzó a hablar de la 'sangre del Salvador', más aún, estuvo toda una hora confesándome los encantos que el conseguía encontrar en la Cena...»


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HOMERO Y FAUSTO ARTISTAS CREADORES:
Véase Humano, demasiado humano, aforismo 211 (Aquiles y Homero»).


Tratado3















ARTISTAS COMO AYUDAS DE CAMARA DE LA MORAL/RELIGIÓN:
Véase La Gaya ciencia, aforismo 1 (Los maestros de la finalidad del existir»), donde dice: «Los poetas, por ejemplo, han sido siempre los ayudas de cámara de alguna moral.


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LA LECHE DEL ARTISTA:
Die Milch der frommen Denkart (La leche del modo devoto de pensar) es un conocido verso de Schiller en Gillermo Tell (acto cuarto, escena tercera; monólogo de Gillermo Tell mientras espera matar a Geszler; Nietzsche lo parodia aquí añadiendo reichsfromm (devoto del Reich).


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GEORGE HERWEGH:
George Herwegh (1817-1875). Uno de los más ilustres poetas politicos alemanes de la joven Alemania. Autor del himno Mann der Arbeit, aufgewucht! [¡Hombre del trabajo, despierta!], canto de lucha del movimiento socialista. Mantuvo intima amistad con Wagner durante la estancia de éste en Zurich. Fue en 1854 cuando Herwegh llamó la atención del músico sobre El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer. En Mi vida (XV, 81-83) describe Wagner de modo apasionado su lectura de la obra.


Tratado3















IN MAJOREM MUSICAE GLORIAM:
Nietzsche parodia aquí el conocido lema jesuitico. Ad maiorem Dei gloriam [Para mayor gloria de Dios].


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BELLEZA Y DESINTERÉS:
Como es sabido, la definición que Nietzsche ofrece aqui se encuentra, con palabras parecidas, en innumerables pasajes de la Critica del juicio, de Kant. El lugar más próximo verbalmente se halla en la Observación general que antecede a la «Deducción de los juicios estéticos» (parte primera, libro segundo, de la primera edición): «Schön ist das, was... ohne alles Interesse gefallen müsse» [Bello es lo que... tiene que agradar sin ningún interés].


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UNA PROMESA DE FELICIDAD:
La frase se encuentra en la obra Rome, Naples et Florence [Roma, Nápoles y Florencia], Paris, 1854, libro que Nietzsche tenía en su biblioteca.


Tratado3















ACERCA DEL SENTIDO DEL TACTO:
Es dificil saber a qué pasaje o pasajes de Kant se refiere Nietzsche aqui en concreto. Aparte de las alusiones que aparecen en la Critica del juicio, véase la Antropología en sentido pragmático, de Kant, parte primera, libro primero, «Del sentido del tacto». La ironia de Nietzsche no deja de ser muy certera.


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SCHOPENHAUER Y EL ESTADO ESTÉTICO:
La página citada por Nietzsche es la de la edición de Frauenstädt (1873). Corresponde al libro III (El mundo como representación, 5 38).


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ESCAPAR A UNA TORTURA:
Sobre el tema de este parágrafo pueden verse las interesantisimas páginas de Heidegger en su Nietzsche, I, : Kants Lehre vom Schönen. Ihre Missdeutung durch Schopenhuuer und Nietzsche [Doctrina de Kant sobre lo bello. Su equivocada interpretación por Schopenhauer y Nietzsche].


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HIJOS Y CADENAS PARA BUDA:
La fuente de Nietzsche es en este caso el libro de H. Oldenberg, Buddha. Sein Leben, seine Lehre, seine Gemeinde [Buda. Su vida, su doctrina, su comunidad], Berlin, 1881, que él tenia en su biblioteca.


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EL RETIRO DE HERÁCLITO:
Nietzsche alude a la noticia dada por Diógenes Laercio en su vida de Heráclito: Y retirándose al templo de Artemisa, jugaba a los dados con los muchachos».


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CABEZA HUECA Y CAZUELA VACÍA:
Nietzsche juega en alemán con las palabras, tan parecidas, Hohlkopf (cabeza vacia), Hohltopf (cazuela vacia).


Tratado3















PULSIONES EFÉCTICAS:
La palabra «eféctico», varias veces empleada por Nietzsche a continuación, significa «inhibitorio», «retentivo».


Tratado3















SIN IRA NI PARCIALIDAD:
Es, como se sabe, el lema de Tácito (Anales, I, 1) al escribir historia.


Tratado3















NOS LANZAMOS HACIA LO VEDADO:
Expresión de Ovidio (3 Amores, 4, 17), repetida por Nietzsche en otros muchos lugares. El contexto en Ovidio es: Nitimur in vetitum semper cupimusque negata; sic interdictis imminet aeger aquis [Nos lanzamos siempre hacia lo prohibido y deseamos lo que se nos niega; así el enfermo acecha las aguas prohibidas]. Para Nietzsche llegó a ser casi un lema.


Tratado3















MANSEDUMBRE Y DUREZA:
Ver
Más allá del bien y del mal.


Tratado3
















DERECHO COMO VETITUM:
Véase lo dicho sobre anteriormente sobre
Buda.


Tratado3
















LOS MARTIRES DEL CAMBIO:
Es el aforismo 18 («La moral del sufrimiento voluntario»).


Tratado3















PRESIÓN DE LOS HOMBRES CONTEMPLATIVOS:
Aforismo 42 («Procedencia de la vida contemplativa»).


Tratado3















HISTORIA DEL REY VICVAMITRA:
Véase Aurora, aforismo 113 («La aspiración a distinguirse»), donde Nietzsche se refiere también a este rey. Figura en el libro 5 del Ramayana, y la tradición le atribuye el libro III del Rigveda.


Tratado3















HOMINES BONAE VOLUNTATIS:
Homines bonae voluntatis [hombres de buena voluntad]; reminiscencia del Evangelio de Lucas, 2, 14: «Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.»


Tratado3















ANTISEMITAS:
Véase lo dicho en otro lugar sobre
Duhring.


Tratado3















FOSFATOS EN LA SANGRE:
En un fragmento póstumo, del verano-otoño de 1881, escribe Nietzsche: «Acaso las diferencias de temperamento se encuentren condicionadas por la diferente distribución y cantidad de las sales orgánicas más que por ninguna otra cosa. El bilioso tiene demasiado poco sulfato de sodio; al melanc6lico le faltan fosfato y sulfato de potasio; en los reumáticos hay demasiado poco fosfato de calcio; las naturalezas valerosas tienen un exceso de fosfato de hierro


Tratado3















UNA SOLA COSA ES NECESARIA:
Véase Evangelio de Lucas, 10, 42; palabras de Jesús a Marta.


Tratado3















BRUJAS QUE NO DUDAN DE UNA CULPABILIDAD QUE NO APARECE:
Véase el aforismo 250 de La Gaya ciencia, que dice: «Culpa. -Aunque los jueces más perspicaces de las brujas e incluso éstas mismas estaban convencidos de la culpa de la brujeria, la culpa, a pesar de todo, no existia. Asi ocurre con toda culpa


Tratado3















ES PRECISO EMBRUTECERSE:
Véase Pensamientos, 136.


Tratado3















LOS HESICASTOS DEL MONTE ATHOS:
Miembros de una secta europea parecida a la de los quietistas de Oriente. Para procurarse éxtasis fijaban sus ojos en el ombligo, conteniendo la respiración, y entonces creian ver una luz resplandeciente, la misma que vieron los apóstoles en el Tabor.


Tratado3















PAUL DEUSSEN:
Paul Deussen (1843-19193 fue compañero de estudios de Nietzsche en Pforta y en Bonn. Mantuvo con él amistad durante toda su vida. Fue profesor de filosofia en Kiel, y se dio a conocer sobre todo como traductor y  expositor de la filosofía india, a la que llegó por influjo de Schopenhauer. A principios de septiembre de 1887 visitó a Nietzsche Sils-Maria, mientras éste se hallaba redactando La genealogía de la moral, y  regaló su libro, recién publicado, Die Sutras des Vedanta [ Las Sutras del Vedanta], Berlin, 1887, traducido del sánscrito. De él toma Nietzsche las citas indias de este parágrafo.


Tratado3















INCURIA SUI:
Incuria sui [descuido de sí]  es expresión de Geulincx; la fuente de Nietzsche para este autor es asimismo la citada obra de K. Fischer En su cuaderno de apuntes Nietzsche habia anotado esta conocida frase de Geulincx (tomada de la pag. 41 del libro de K. Fischer): Humilitas est incuria sui. Partes humilitatis sunt duae: inspectio sui et despectio sui [La humildad es el descuido de sí. Las partes de la humildad son dos: examen de si y desprecio de sí].


Tratado3















LA MENTIRA PLATÓNICA:
Sobre el valor de la mentira en Platón puede verse estos dos pasajes, entre otros muchos: República, 389 b: Pero tambien la verdad merece que se la estime sobre todas las cosas. Porque si no nos engañábamos hace un momento, y realmente la mentira es algo que, aunque de nada sirva a los dioses, puede ser útil para los hombres a manera de medicamentos, está claro que una semejante droga debe quedar reservada a los médicos, sin que los particulares puedan tocarla. -Es evidente, dijo. -Si hay, pues, alguien a quien le sea lícito faltar a la verdad, serán los gobernantes de la ciudad. que podrían mentir con respecto a sus enemigos o conciudadanos en beneficio de la comunidad, sin que ninguna otra persona esté autorizada a hacerlo»  -República, 459 c: «De la mentira y el engaño es posible que hayan de usar muchas veces nuestros gobernantes por el bien de sus gobernados.


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THOMAS MOORE Y BYRON:
Nietzsche tenia en su biblioteca la traducción alemana de la importante obra sobre Byron, titulada Lord Byron's Vermischte Schriften, Briefwechsel und Lebensgeschichte (Escritos varios, epistolario y biografia de Lord Byron), por K. Rulwer, Thomas Moore, Medwin y Dallas. Thomas Moore (1779-1R52), poeta y músico irlandés; su obra más divulgada es Melodías irlandensas. Se considera su mejor obra en prosa la Vida de lord Eduardo Flitz-Gerald, así como la biografía de Byron.


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EL DOCTOR GWINNER:
W. Gwinner (1825-1917) mantuvo relaciones personales con Schopenhauer y fue su primer biógrafo. La primera edición de su biografia llevaba el titulo Arthur Schopenhauer aus persönlichem Umgang dargestellt. Ein Blick ouf sein Leben, seinen Charakter un seine Lehre [Arthur Sch«penhauer, expuesto a base de un trato personal con él. Una mirada a su vida. a su caracter y a su doctrina  (Leipzig, 1862). La segunda edición de esta obra, muy ampliada, con el titulo de Schopenhauers  Leben [Vida de Schopenhauer] apareció en 1878. Las palabras eis eautón, hacen referencia al manuscrito dejado por Schopenhauer con ese titulo. Véase Schopenhauers Gespräche und Selbstgespräche narch der Handschrift eis eautón (Conversaciones y soliloquios de Schopenhauer según el manuscrito eis eautón) editado por J.A. Beckert, Berlin, 1898. Como se sabe, eis eautón es el título de la obra de Marco Aurelio.


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THAYER BIÓGRAFO DE BEETHOVEN:
A. W. Thayer (l817 1897), diplomático y  musisólogo americano. Con el fin de escribir su Vida de Beethoven, logró que en 1860 se lo nombrara agregado a la embajada de su país en Viena. Thayer dedicó cuarenta años a esa obra, que sigue dia a dia la vida del compositor alemán.


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AUTOBIOGRAFÍA DE R.WAGNER:
La autobiografia de R. Wagner, titulada Mein Leben (Mi vida), que no se publicó hasta 1911, era ya conocida por Nietzsche desde su época de Basilea. Incluso ayudó a corregir las pruebas de una edición privada de doce ejemplares que entonces se hizo.


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JANSSSEN:
La obra de J. Janssen a que Nietzsche se refiere se titula Geschichte des deutschen Volkes seit dem Mittelalter [ Historia del pueblo alemán desde la Edad Media], y abarca ocho volúmenes (1878-1894). Es una obra ultramontana, que intenta probar que los causantes de la inquietud general sentida en Alemania en lo siglos xvi y xvii fueron los protestantes. Janssen (1829-1891) se ordenó de sacerdote en 1860, fue miembro de la Cámara de Diputados prusiana en 1875, y fue nombrado por León XIII prelado doméstico y protonotario apostólico.


Tratado3















LEOPOLD VON RANKE:
Leopold von Ranke (3795-1886), historiador alemán, profesor de la Universidad de Berlin. Su mejor obra es Desutsche Geschichete im Zeitalter der Reformation [Historia de Alemania en la época de la Reforrna Protestante]. Había estudiado en Pforta igual que Nietzsche.


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MI REINO NO ES DE ESTE MUNDO:
Véase Evangelio de Juan, 18, 36; palabras de Jesús a Pilato.


Tratado3















LAS 36 SITUACIONES TRÁGICAS DE GOETHE:
Nietzsche se refiere a un pasaje de las Conversaciones con Eckermann (14 de febrero de 1830), que dice asi: Hablóme luego Goethe de Gozzi y de su teatro veneciano, en que los actores improvisan, pues no les dan más que el guión de las obras. Opinaba Gozzi que, en fin de cuentas, no habia más que unas treinta y seis situaciones dramáticas aplicables al teatro. Schiller creyó siempre que había muchas más; pero lo cierto es que nunca llegó a reunir tantas


Tratado3















LOS DANZANTES MEDIEVALES DE San Vito y San Juan:
Véase, sin embargo, lo que Nietzsche habia dicho en El nacimiento de la tragedia, 1: «También en la Edad Media alemana iban rodando de un lugar para otro, cantando y bailando bajo el influjo de esa misma violencia dionisíaca, muchedumbres cada vez mayores: en esos danzantes de San Juan y San Vito reconocemos nosotros los coros báquicos de los griegos, con su prehistoria en Asia Menor, que se remontan hasta Babilonia y hasta los saces orgiásticos».


Tratado3















 AQUÍ ESTOY YO, NO PUEDO HACER OTRA COSA:
Frase muy conocida en Alemania y que se atribuye a Lutero, quien la habría dicho el 18 de abril de 1521 en la Dieta de Worms. Con ella parece haber acabado su respuesta a la pregunta de si queria retractarse. Nietzsche la emplea en otros varios pasajes, por ejemplo, en La Gaya ciencia, 146, y en Ecce Homo.


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LA CORONA DE LA VIDA ETERNA:
Reminiscencia del Apocalipsis, 2, 10.


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LOS QUE CONOCEMOS:
«Nosotros los que conocemos» es en esta obra una especie de epiteto aplicado por Nietzsche a quienes conocen de verdad la moral. Véanse las primeras lineas del Prólogo (y. 19).


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LA FE OTORGA BIENAVENTURANZA:
Reminiscencia de Evangelio de Marcos, 16, 16. El texto alemán (selig machen), con su posibilidad de significar «embobar», tiene un matiz irónico.


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LA ORDEN DE LOS ASESINOS:
Orden de los Asesinos (Assasinen-Orden). Secta de musulmanes ismaelianos, célebre en tiempos de las Cruzadas, cuyos miembros apuñalaban, a la menor señal de su jefe, a aquellos que habian sido designados de antemano. Parece que se exaltaban con haxix, de donde les vino el nombre de haxixinos, posteriormente asesinos.


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AFORISMO DE LA GAYA CIENCIA:
Véase La gaya ciencia, aforismo 344 («En qué sentido somos nosotros todavía devotos.


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SOBRE EL AFORISMO ANTERIOR PERO AL COMPLETO:
Véase nota anterior. Nietzsche sugiere que se lea el aforismo completo, mucho más largo que la cita anterior, que constituye sólo su parte final.


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PLATÓN CONTRA HOMERO:
Los textos de Platón a este respecto, sobre todo en La República, son innumerables.


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¿QUÉ SIGNIFICA CIENCIA EN EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA?
Nietzsche se refiere al «
Ensayo de una autocritica», que puso al frente de la segunda edición de su libro, cuando éste volvió a publicarse en 1874. En particular, el apartado 2.


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ELLA ANIQUILA MI IMPORTANCIA:
La cita de Kant se encuentra en la «Conclusión de la Critica de la razón práctica. He aquí el contexto: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuenia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mi y la ley moral dentro de mí... El primer espectáculo de una innumerable multitud de mundos aniquila, por decirlo así, mi importancia como criatura animal que tiene que devolver al planeta (un mero punto en el universo) la materia de que fue hecho después de haber sido provisto, por un corto tiempo (no se sabe cómo), de fuerza vital.»


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XABER DOUDAN:
Xaver Doudan (1800-1872), escritor francés. Nietzsche tenia en su biblioteca la obra de éste titulada Mélanges et letres [Miscelánea y cartas], Paris, 1878.


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¡NADA!
La palabra «¡Nada!» aparece en castellano en el texto de Nietzsche.


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ALEMANIA, ALEMANIA SOBRE TODO:
Conocidas palabras iniciales del antiguo himno oficial alemán. Fue compuesta la letra en 1822 por Heinrich Hoffman von Fallersleben (1798-1874), profesor de la Universidad de Breslau (y, por cierto, destituido de su cátedra por el rey cuando publicó en 1842 sus Canciones apolíticas).


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LA FILOSOFÍA SANKHYA:
Filosofia sankhya: quizá el más antiguo de los grandes sistemas de la filosofia india, fundada por Kapila.


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VICTORIA SOBRE EL DIOS CRISTIANO:
Véase La Gaya ciencia, aforismo 357 (Sobre el viejo problema: ¿qué es alemán?).


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